Capítulo cinco
Te deseamos, Imoooooo…
Imogen recorrió con la vista los sonrientes rostros de sus amigas más íntimas. Le cantaron cumpleaños feliz mientras Alfredo traía la tarta de chocolate y castañas que le había preparado y la depositaba haciendo una reverencia delante de ella. Siempre celebraba allí su cumpleaños. Era la tradición. Nunca cambiaba nada. Bueno, al menos ella no. Sus amigas a veces sí: luciendo anillos de compromiso, luego alianzas, después barrigas de embarazo… Pero, de alguna manera, Imogen siempre se mantenía igual. Excepto este año. Este año estaba un pelín diferente, aunque por lo visto nadie lo había notado.
Bueno, todavía no. Todo resultaría evidente en el momento que él cruzase la puerta. Había albergado la esperanza de que llegase a tiempo para la tarta. De alguna forma, significaba mucho para ella. Pero la puerta de Alfredo’s Trattoria, en la calle principal de Shallowford, permanecía cerrada a cal y canto.
Entretanto, treinta velas titilaban delante de ella. Junto con los canelones de espinacas y ricotta y varias copas de Gavi de Gavi, se sentía un poco grogui.
Se agachó para soplar las velas.
—¡Pide un deseo! ¡Pide un deseo! —exclamó su amiga Nicky tras pasarle un cuchillo para hacer el primer corte.
Imogen vaciló. Pedir un deseo no tenía ninguna relación con que Danny McVeigh entrase o no por esa puerta en diez minutos. Dependía totalmente de él.
«Por favor, por favor, que se abra esa puerta y que entre», pensó mientras cortaba el chocolate glaseado.
Un rato antes se había sentido rebosante de optimismo ante la perspectiva de que le regalara lo único que le había pedido por su cumpleaños: que fuera a la cena de celebración. A pesar de que él le había dicho, categóricamente, aquella misma tarde, mientras yacía acurrucada en sus brazos, que no le parecía una buena idea.
—No encajaré con todas tus amigas pijas. No querrán compartir mesa con alguien tan chulo.
—Me da igual. —Imogen le sonrió maliciosamente. En su fuero interno deseaba impactar a sus amigas. Imogen Russell y Danny McVeigh: el escándalo correría como la pólvora por Shallowford en cuestión de minutos. Hasta ahora habían mantenido su relación en secreto. Para empezar, aún era muy precipitado, y mantenerla en la clandestinidad los colocaba en una posición de ventaja. La familia de Danny se quedaría tan horrorizada como la suya al enterarse de que salían juntos. Los McVeigh no se mezclaban con gente como los Russell.
Pero a estas alturas Imogen se sentía preparada para hacerlo público abiertamente. Siempre resultaba mucho mejor el hecho de controlar la situación a que la gente descubriera tus secretos. Y de alguna forma su cumpleaños parecía el momento oportuno para ello.
—Por favor —le suplicó, acurrucándose junto a él, entrelazando los brazos y las piernas con los suyos como si fueran una única persona—. Significaría mucho para mí. Sería el mejor regalo de cumpleaños de mi vida.
—¿Mejor incluso que este? —Le sonrió con picardía mientras le cogía la mano y la deslizaba hacia abajo para que lo sintiese.
Como una tonta, se lo había tomado como un sí. Se había convencido a sí misma de que aparecería. Ahora, el reloj de pared marcaba las diez y veinte. Cabían muy pocas posibilidades.
—¿Y bien? ¿Cuál ha sido tu deseo? —Nicky le dio un codazo.
Imogen se moría de ganas de contárselo. Imaginaba que se quedaría boquiabierta. Nicky, que se había casado con el abogado del pueblo, que conducía un cuatro por cuatro con sus dos inmaculados niños y que trabajaba en la inmobiliaria para no aburrirse pero que no tenía ninguna necesidad de trabajar si no le apetecía…
Ese era, suponía Imo, el tipo de vida que ella debía llevar. A estas alturas debería haber encontrado un buen marido, haber creado su propio hogar y, como mínimo, estar planteándose fundar una familia. Eso es lo que se hacía si una se quedaba en Shallowford. De algún modo, sin embargo, había perdido el tren y ahora todos los buenos partidos estaban pillados.
Solo quedaban tíos como Danny McVeigh…
Alfredo sacó una bandeja de chupitos de limoncello. Tal y como hacía todos los años. Eran cortesía de la casa. De repente, Imogen lo consideró un gesto vacío de significado. ¿Qué significaba un cuarto de botella de licor italiano empalagoso cuando sus amigas y ella se habían gastado varios cientos de libras en comida y vino? ¿Acaso debía deshacerse en gratitud?
No obstante, se lo tomó de un trago. Esa amargura y cinismo no eran propios de ella. En absoluto. Pero quería mitigar la desilusión que sentía.
¿Cómo se le había ocurrido imaginar que Danny se presentaría allí? Porque él tenía razón: no encajaría con ninguna de sus amigas, con sus impecables peinados y sus delicados vestiditos estampados con sus chaquetas de punto ajustadas. Él debió de intuir que ella quería que apareciera por allí con la única intención de provocar una reacción. Ella no podía negar que tenía muchas ganas de ver la expresión de sus caras al verle entrar, con paso decidido, con sus vaqueros y su cazadora de cuero. Ella quería lucirlo; impactarlas. Él era consciente de ello. Y no apareció para castigarla. Además, ¿qué más daba lo que quisiera? Los hombres como Danny no estaban programados para complacer a las mujeres. Se complacían a sí mismos.
Se levantó y se dirigió al lavabo. Se miró al espejo y vio lágrimas contenidas en el fondo de sus ojos verdes. No funcionaría ni en un millón de años. Se trataba de un juego, eso es todo. Danny McVeigh era un simple juguete para una treintañera aburrida; ella era una aventura sexual más, una simple conquista. Sí, tenían química. La cabeza le daba vueltas al recordar lo que habían hecho en la cama a lo largo de los últimos meses; pero eso no sustentaba una relación seria.
Se retocó el lápiz de labios, se alborotó su melena rizada, que llevaba a la altura de los hombros, y se examinó con ojo crítico en el espejo.
—Aléjate de él, Imo —se dijo a sí misma—. Cuando empezaste esto sabías que estabas jugando con fuego.
Recordó el día que Danny reapareció en su vida. En la adormilada localidad de Shallowford, en Berkshire, seguía arraigada la costumbre de cerrar temprano los miércoles por la tarde, lo cual a muchos les resultaba irritante, pero para Imogen significaba un verdadero alivio. Era el día que cambiaba la distribución de los cuadros en la galería; aunque colgaba en la puerta el cartel de «Cerrado», a quienes pegaban la nariz al escaparate les hacía señas para que entrasen. Era sorprendente la cantidad de clientes que compraban algo al creer que les habían otorgado un trato preferente.
Cuando vio a un hombre fuera con la mirada clavada en el Ruskin Spear que estaba colocado en un caballete del escaparate, le hizo una seña para que entrara.
Él empujó la puerta.
—¿No está cerrado?
Imogen ahogó un grito. Ahora que lo tenía delante, con una mano en el bolsillo de los vaqueros y el pelo oscuro cayéndole sobre los ojos, lo reconoció. Era altísimo: superaba con creces el metro ochenta. Y ancho de hombros. Sintió una leve punzada de temor.
Danny le llevaba dos cursos en el instituto. Con un atractivo inquietante, hosco, rebelde, era objeto de fascinación entre las compañeras de clase de Imogen, que no dejaban de hacer entrecortados comentarios sobre sus encantos. Siempre llevaba a una chica pegada a él, pero rara vez la misma. Se rumoreaba que trapicheaba con drogas, que tenía un rollo con la profesora de latín (no es que estudiara latín, pero por lo visto seducía con sus encantos hasta a las intelectuales), que robaba en tiendas, que se peleaba… Lo expulsaron en dos ocasiones hasta que al final lo dejó definitivamente antes de la Selectividad. El ambiente del instituto era más aburrido sin él. Mirarle había sido un aliciente en las asambleas.
Imogen prácticamente no tuvo ningún contacto con Danny en el instituto, pero en una ocasión la llevó a casa a la salida de una fiesta, cuando perdió el último autobús de Filbury a Shallowford. El estómago se le estaba revolviendo por el vino peleón que había tomado. Los tacones la estaban matando. No sabía si echar a andar renqueando aunque le apretasen las puntas y le rozasen los talones o si quitárselos y caminar descalza por el asfalto helado. El aire de la noche la envolvió en un manto frío que le cortaba la respiración. Se planteó acurrucarse en algún granero, e incluso llamar a alguna puerta para pedir ayuda. Era una idiota. ¿Cómo era posible que hubiese perdido el autobús?
Él paró la moto a su altura.
—¿Te llevo?
—No tengo casco. —Se dio cuenta de lo repipi que había sonado.
Él la miró, se quitó el suyo y se lo dio.
Ella lo cogió y se lo puso. Se sentía incómoda: era pesado y no estaba acostumbrada. Al ajustárselo a la cabeza, notó que aún despedía su calor. Inspiró el aroma a naranja quemada. Se acercó con paso inseguro a la moto y se remangó el vestido. Era tan ceñido que prácticamente tendría que subírselo hasta las bragas si pretendía subir a la moto. Se acomodó en el asiento, con mucha cautela para no quemarse las piernas con el metal caliente, y entonces dio con los reposapiés. No quería ni pensar lo que ocurriría si sufrían un accidente. No tendría la más remota posibilidad de sobrevivir.
—Agárrate fuerte —ordenó él, y ella se agarró a la cazadora con las dos manos—. Así no —dijo bruscamente—. Rodéame la cintura con los brazos.
Se aferró a él. Sintió el roce áspero del cuero de su cazadora en la mejilla y el calor de su cuerpo. La moto arrancó con un ruido ensordecedor y, al acelerar para adentrarse en la oscuridad de la noche, sintió que el estómago se le quedaba atrás.
El trayecto fue espantoso. El aire frío de la noche le cortaba las piernas. Jamás había circulado a tanta velocidad. Al doblar cada curva, cerraba los ojos muerta de miedo y, cuando se inclinaba la moto, se aferraba aún más a él. Estaba segura de que exageraba cada maniobra con la única intención de asustarla. Estaba convencida de que la iba a matar.
Por fin, divisaron delante las luces de Shallowford. Quería decirle que la dejase en la parte alta del pueblo para volver a casa sola a pie. No quería que la vieran con él. Pero resultaba imposible avisarle, pues no se atrevía a soltarse. La moto subió por la calle principal con un ruido infernal. Debió de despertar hasta al último vecino.
Por fin frenó en la puerta de Bridge House. Ella bajó de un salto. Tenía las piernas flojas por la tensión y apenas se sostenía en pie. Tiró del vestido hacia abajo lo más rápidamente que pudo para cubrirse los muslos, moteados de azul casi por completo a la luz de la farola. Trató de volver a calzarse, pero tenía los pies tan fríos que le dolían.
—Será mejor que te des un baño caliente —le dijo él—. Y que te tomes algo caliente. Igual un coñac.
Su preocupación la sonrojó. Se observaron mutuamente durante unos instantes mientras ella se planteaba si invitarle a entrar. Adele estaría profundamente dormida. Podía preparar chocolate caliente en la cocina. Se lo imaginó sentado a la mesa, riéndose para sus adentros de las tazas de porcelana fina y de las tenacillas para el azúcar.
Y comprobando lo fácil que resultaría romper la ventana de la cocina. Y que nadie le oiría irrumpir en la casa.
Se hizo un largo silencio. La expectación flotaba en el aire, envuelta en el gélido vaho de sus respiraciones. Imogen no tuvo el descaro suficiente para pedírselo.
—Gracias —logró decir finalmente, y le devolvió el casco.
—Cuando quieras. —Le lanzó una fugaz mirada y ella se preguntó qué estaría pensando. Antes de que pudiera decir algo más, se desvaneció con un ruido atronador y entre una nube densa de gases del tubo de escape.
Al cabo de unas semanas, se enteró de que lo habían detenido y encerrado por posesión de mercancía robada, y respiró aliviada por haber sido precavida. Si le hubiese dejado entrar, quién sabe lo que habría provocado. Sin embargo, en momentos de serenidad revivía la escena, imaginando sus manos sobre su piel fría, la calidez de su cuerpo bajo aquella cazadora de cuero.
Y ahora ahí estaba, con intención de curiosear en la galería. En alguna ocasión se había cruzado con él durante los años transcurridos desde que lo pusieron en libertad, cuando subía estruendosamente por la calle principal en una moto si cabe más grande y mejor que en la que la había llevado a casa. Sin duda comprada con dinero de dudosa procedencia.
—¿Te puedo ayudar en algo en particular? —le preguntó ella lo más educadamente posible.
—Me gusta ese cuadro del escaparate —contestó él—. ¿Cuánto vale?
Ella tragó saliva. No quería decírselo. Era una de las piezas más valiosas que tenía. Le había dado mil vueltas antes de ponerlo en el escaparate y ahora deseaba no haberlo hecho.
—Lo siento muchísimo —dijo ella—. Me temo que está vendido. Lo vendimos este fin de semana.
Danny frunció el ceño.
—Oh. ¿Puedo echar un vistazo al resto?
No tenía argumentos para negarse.
—Cómo no. Avísame si necesitas algún dato.
Él asintió y acto seguido comenzó su inspección; los tacones de sus botas resonaban en el suelo de roble. Imogen empezó a ponerse nerviosa. Debía de estar reconociendo el terreno. Se lo imaginó con unos cuantos de sus hermanos sentados en algún pub de mala muerte urdiendo un plan para saquear la galería. Jamás sacarían lo que valían los cuadros, a menos que tuviesen contactos con algún marchante de arte chungo… Haberlos, los había, e imaginaba que los McVeigh se las ingeniarían para localizar a alguno. ¿O a lo mejor se trataba de un robo por encargo?
Echó un rápido vistazo a la cámara colocada en un rincón de la galería. Rezó para que estuviese funcionando. No lo comprobaba a diario. Le caían gotas de sudor por la espalda. ¿Podría escabullirse y llamar a la policía? ¿Qué les iba a decir?
¿O debía coger el teléfono y llamar a su abuela? La galería lindaba con Bridge House. Seguramente Adele estaría en casa: si Imogen le lanzaba una indirecta, llamaría a la policía. ¿Por qué no habrían ideado una especie de contraseña para cuando se encontrasen en un aprieto?
Imogen volvió a mirar de reojo a Danny. No se le notaba en absoluto el paso de los años: estaba, si cabe, más atractivo que con dieciocho. Más… varonil. Pero sin perder su encanto. Era una mezcla explosiva. Contemplaba absorto un bodegón de una botella de vino sobre una mesa.
—Me gusta este. —Ella dio un respingo al oír su voz.
Imogen apartó la vista de sus hombros bajo el cuero negro de la cazadora. Daba la impresión de ser más cara que la que había llevado apretada contra ella en aquel traicionero trayecto a casa.
—Es de Mary Fedden —consiguió decir—. Es muy de coleccionista. De hecho, es uno de mis favoritos.
Él la miró y, por un instante, ella notó la complicidad entre ambos. A él pareció agradarle que coincidieran en eso.
—¿Cuánto?
Imogen no tenía ni idea de si sabía el orden de las cifras que se barajaban. O bien se echaría las manos a la cabeza y saldría despavorido o bien demostraría algo comprándolo. O volvería esa noche a mangarlo.
—Vale cuatro mil libras —contestó ella.
—¿Me harías descuento si pago en metálico?
—No aceptamos pagos en metálico.
—No digas tonterías. Todo el mundo acepta pagos en metálico.
Se le arrugaron las comisuras de los ojos de la risa. Imogen sintió una pizca de calor bajo su escrutinio. Sonrió con dulzura.
—Si lo hacemos en metálico no podré darte el recibo correspondiente y podrías tener problemas a la hora de venderlo.
—No tengo intención de venderlo. Solo quiero comprarlo. Vamos…, no es que estén haciendo cola, precisamente. Necesitas vender algo. Debes de tener unos gastos fijos.
Era una verdad como un templo; una de las muchas razones por las que Adele y ella habían acordado que la mejor opción era ponerlo a la venta.
—Puedo hacerte un pequeño descuento.
—¿El diez por ciento?
—El cinco.
—¿El cinco? —Por lo visto su oferta no le dejó muy satisfecho.
—Tu inversión está garantizada con este cuadro. Mary Fedden es muy conocida. Y murió no hace mucho, por desgracia, lo cual aumentará su caché entre coleccionistas. —Imogen estiró el brazo para tocar el marco y lo ajustó levemente para enderezar el cuadro—. Fue maestra de David Hockney.
Él la miró, enarcando una ceja con gesto sarcástico. Ella no estaba segura de cómo interpretarlo. Si quería decir: «Sabes de sobra que no sé quién es David Hockney». O bien: «No me subestimes».
—¿Hacéis entregas a domicilio? Es que no me lo puedo llevar en la moto.
—Por supuesto. ¿Vives aquí?
Volvió a mirarla. Ella se sonrojó. Se acordaba de ella.
—Acabo de alquilar Woodbine Cottage. En la finca de Shallowford.
Imogen se sorprendió. En los terrenos de Shallowford Manor había varias casas. Su amiga Nicky se encargaba de alquilarlas, pero no había mencionado que Danny McVeigh hubiese alquilado una. Woodbine Cottage era preciosa: mantenía sus rasgos originales y estaba escondida en un bosquecillo privado. En su época era propiedad del guardabosques, pero ya no se organizaban cacerías en la finca.
—Caramba —se oyó decir la propia Imogen—. Qué maravilla.
Danny asintió.
—No está mal. Pero necesita unos toques para crear un ambiente de hogar.
A Imogen le costaba imaginar a Danny McVeigh calificando algo de «hogar». Hogar era una palabra tan… hogareña. Hacía alusión a cojines suaves, cortinas echadas y velas titilantes. Únicamente se podía imaginar a Danny holgazaneando. Despatarrado en un sofá en cualquier sitio, con sus largas piernas estiradas y un botellín de cerveza dejado de cualquier manera en el suelo. Aunque no olía como un holgazán. Ahora que lo tenía más cerca, olía a ropa limpia, a humo de leña y a esa vieja fragancia de naranja quemada.
Imogen observó con asombro cómo sacaba del bolsillo un fajo de billetes de cincuenta libras.
—Mmm… Me temo que hay problemas de blanqueo de dinero con ese tipo de pagos. Tengo que dar parte a la autoridad competente…
Él dejó de contar los billetes y dio un resoplido.
—Cualquiera diría que quieres vender algo…
—Solo te lo digo.
—Notifícaselo a quien te parezca. Tengo la conciencia limpia. Esto no es dinero sucio. Me lo he ganado limpiamente, con estas manos.
Imogen posó la vista en sus manos. Grandes, un poco ásperas. Manos curtidas, pero muy acostumbradas a contar dinero; fue pasando rápidamente los billetes con los dedos hasta dejar un buen montón sobre la mesa.
—¿Se cobra la entrega? —Puso otro billete de cincuenta en la pila.
Imogen apretó los dientes.
—No. No, por supuesto que no.
Él asintió y se guardó el resto del fajo en el bolsillo.
—¿Lo llevarás tú?
No estaba segura de por qué preguntaba eso o qué relevancia tenía.
—Probablemente no. Tengo a alguien que se ocupa de esas cosas.
Bueno, tenía a Reg, el encargado de los recados, que se ocupaba de las recogidas y las entregas cuando ella no podía salir de la galería.
—Oh. —Parecía decepcionado—. Es que pensaba que a lo mejor me podías aconsejar dónde colgarlo. No estoy muy puesto en estas cosas.
La miró fijamente. Ella se sintió bastante incómoda.
—Esa es una decisión muy personal.
La estaba poniendo nerviosa. Él se encogió de hombros.
—Es que me gusta el aire que le has dado a esto. Es como… En realidad no hay nada pero da la sensación… —Extendió las manos, tratando de encontrar la manera de describirlo—. Como que a uno le apetecería vivir aquí.
A pesar de su recelo, Imogen se sintió halagada. Se había esforzado mucho en que la galería resultase acogedora, sin que ello distrajese la atención de las obras de arte. Un ambiente neutro, pero con un toque cálido y unos cuantos detalles que lo sacaban de lo impersonal para convertirlo en un lugar que despertaba interés.
—En fin, lo principal es elegir la pintura adecuada. Eso marca el ambiente. Y la iluminación. La iluminación es muy importante.
—Lo único que tengo en este momento es una bombilla desnuda colgada en el techo. —Por alguna razón, escucharle decir «desnuda» la hizo ruborizarse—. ¿Te importaría darme algunos consejos? Te pagaría.
—No soy decoradora.
—No. Pero tienes buen ojo. Sabes lo que haces. Es evidente. —Imogen se quedó mirándolo, desconcertada. ¿Formaría todo esto parte del plan? ¿Engatusarla para llevársela de la galería y que sus parientes chungos pudieran entrar?—. No te preocupes —apostilló él—. No voy a avisar a mis colegas para que saqueen esto mientras estás fuera.
A Imogen se le encendieron las mejillas.
—¡No se me ha ocurrido pensar eso! —protestó.
—Cuento con casa propia por primera vez en mi vida. Quiero que tenga un aspecto adecuado. —De repente, la miró desafiante—. Siempre he querido tener algo así. Un cuadro auténtico. Una obra de arte. Una creación de alguien.
Imogen no supo qué decir. Su sinceridad la desarmó. La dejó un poco tocada.
—Bueno, definitivamente has hecho una buena elección. Estoy impresionada.
Él le sostuvo la mirada, con el ceño levemente fruncido.
—Me sorprende que sigas en Shallowford. Siempre me dio la impresión, cuando estábamos en el instituto, de que tenías futuro.
A ella ni se le había pasado por la cabeza que él hubiera reparado en su presencia en el instituto.
—No me voy a quedar aquí mucho más tiempo. Mi abuela va a vender la galería.
—¿Y qué vas a hacer?
—Tengo un montón de opciones.
—Apuesto a que sí. Una chica como tú debe de tener muchos contactos.
No supo discernir exactamente lo que insinuaba. Si estaba siendo sincero o sarcástico. Se afanó con el papeleo. No le apetecía hablar de su futuro, ni con él ni con nadie.
—Llevaré unos muestrarios de pintura cuando te lleve el cuadro, si quieres. —¿Por qué diablos había dicho eso? Quería desembarazarse de él. La hacía sentirse incómoda, con sus perspicaces comentarios. Con su escrutinio, que la desarmaba. ¿Por qué intentaba ligársela ahora, al cabo de doce años? Si es que estaba ligando con ella… Definitivamente, no sabía de qué iba el juego. Preparó la factura, la introdujo en un sobre y se la entregó—. ¿Qué te parece mañana? ¿A lo largo de la tarde?
—Gracias —dijo él—. Aquí tienes mi número. Llámame si hay algún cambio. —Le dio una tarjeta de visita, que rezaba: «Danny McVeigh, Sistemas de Seguridad». Él sonrió maliciosamente cuando ella captó la ironía—. El clásico ladrón que se vuelve policía, ¿eh? —añadió—. Te puedo asesorar gratis. Cuando quieras. Aunque imagino que será demasiado tarde. Pero, solo para tu información, esas cámaras de ahí son una porquería. Cualquier ladrón que se precie las desactivaría en una milésima de segundo.
La dejó absorta, alternando la mirada entre la tarjeta y las cámaras, sin palabras. Cerró la puerta al salir. Ella se sintió inquieta. Se quedó con una extraña sensación en la boca del estómago que le resultaba indescriptible: entre nervios y miedo y…
Desterró ese pensamiento de su mente. Conocía esa sensación. La recordaba de la noche de aquel año tan lejano, pegada a él en la parte trasera de su moto.
Era deseo.
Al final, la verdad es que el asesoramiento en decoración no se llevó a cabo, aunque después Danny, por sugerencia de Imogen, había pintado el salón de un gris verdoso e instalado focos halógenos; Imogen, por su parte, acabó tan desnuda como su bombilla.
Ahora, sin embargo, tras varios meses juntos, daba la impresión de que se reducía a eso: un poco de asesoramiento en decoración a cambio de un par de revolcones. Imogen volvió a entrar en el comedor del restaurante. Era un rollo y punto, se dijo a sí misma. No significaba nada para Danny McVeigh. Cómo iba a querer juntarse con sus amigas en su cumpleaños. Significaría demostrar una especie de compromiso. Implicaría que su relación significaba algo. Aparecer en público lo haría oficial. En cambio, pasar una noche agradable —aunque también intrascendente y clandestina— retozando en la alfombra delante de su chimenea no entrañaba riesgo alguno.
Intentó bloquear la imagen, porque despertaba algo en su interior. Lujuria, desde luego, pero también algo más duradero y profundo. ¿Esperanza, quizá? ¿Esperanza de que su pasión significara algo más que orgasmos simultáneos?
¿Cómo iba a ser así? Era absurdo por su parte interpretarlo como algo más que una mera atracción física. Él era un McVeigh. Eso es lo único que entendían. Nada más. Aun habiéndose labrado un futuro con una empresa boyante que generaba buenos beneficios de forma legítima, por sus venas, bajo la fachada de respetabilidad que había logrado, seguía corriendo sangre McVeigh. Le había escuchado hablar por teléfono tanto con clientes como con empleados —un hombre que sabía ganarse a la gente, darles lo que querían y conseguir que hicieran lo que él deseaba—. Se había quedado impresionada, cautivada; pero se recordó a sí misma que aunque el mono se vista de seda…
Volvió a sentarse a la mesa. Junto a ella yacía el montón de regalos que sus amigas le habían hecho. Fruslerías, baratijas y caprichos cuidadosamente escogidos que la conmovieron. Danny no le había regalado nada, pero no era de extrañar. Probablemente no fuera el tipo de hombre detallista con las mujeres. Y no llevaban juntos lo suficiente como para merecerse algo más que una simple tarjeta. Y técnicamente ni siquiera podía decirse que estuviesen juntos…
Todo el mundo estaba relajado, bebiendo limoncello y café con leche, chismorreando, disfrutando de su salida de entre semana. Eran casi las once.
—Creo que me voy a tener que ir pronto —le dijo Imogen a Nicky—. Tengo que levantarme al alba.
—Pues no esperes que te compadezca —contestó Nicky—. Vaya potra. ¿Una noche en el Orient Express? Tu abuela es un auténtico genio. Vaya regalazo.
—Ya lo creo —convino Imogen—. Aunque sería más divertido si fuese con alguien.
—No pongas pegas. Daría cualquier cosa por pasar un par de noches fuera sola. Es lo mejor que podría pasarme. Y vas a alojarte en el Cipriani…, un auténtico paraíso.
Imogen no tuvo más remedio que sonreír.
—Sí. Supongo que tienes razón. Soy una consentida.
Lo era. Era consciente de ello. El billete de tren y la noche de hotel ni siquiera eran el regalo en sí. Por lo visto tenía que recogerlo al llegar a Venecia. Un cuadro, llamado La Inamorata. Alguien se lo había guardado a Adele durante cincuenta años. A Imogen no le había dado tiempo a pensar en ello, dado que su abuela le había revelado la sorpresa durante el desayuno.
Nicky estaba rebañando los restos de tarta de su plato.
—Me da que tu abuela se siente culpable por vender la galería. Creo que a eso se reduce todo.
—No tiene por qué sentirse culpable. No dejo de repetírselo. Debería haber seguido mi propio camino hace años.
—¿Y qué vas a hacer?
Imogen se quedó callada. Instantes después se volvió hacia su amiga.
—Creo que me voy a ir a Nueva York.
Nicky se quedó boquiabierta.
—¿Qué? ¿Y eso?
—Tengo una oferta de trabajo desde hace mucho tiempo. De una galería de Manhattan especializada en arte británico. Oostermeyer & Sabol. Me han dicho que puedo ir a trabajar con ellas cuando quiera. Es una invitación abierta.
—Oh, Dios mío. —A Nicky se le pusieron los ojos como platos—. Seguro que te estás quedando conmigo. ¿Por qué no lo habías dicho antes? Yo mataría por ir a Nueva York. Cualquier cosa con tal de largarme de Shallowford.
A Imogen le sorprendió oír eso.
—Pensaba que eras feliz con lo que tenías…
Nicky suspiró.
—No todo se reduce a la casa de tus sueños y a un Range Rover Evoque, ¿sabes?
—No —repuso Imogen—. No me refiero a eso. Es que pensaba que estabas contenta…
—Nunca voy a ir a ningún sitio ni a hacer nada… Durante los próximos diez años estaré atrapada entre las carreras para llegar al colegio y las cenas de Nigel, y para entonces será demasiado tarde. No como tú. Tú tienes el mundo a tus pies. Nueva York, Imo…, o sea, uau.
—Tienes tu trabajo. ¡Te encanta tu trabajo!
—¿Qué? ¿Redactar informes de casas donde nadie en su sano juicio querría vivir? ¿Comunicar a la gente que la venta se ha ido al traste? ¿Decirle a la gente que sus casas en realidad valen cien mil libras menos de lo que piensan?
Nicky se desplomó en la silla. Tenía un ligero aspecto cetrino e Imogen no sabía muy bien si era fruto de la envidia o de un empacho de tarta y alcohol. Imogen le dio un sorbo a su copa. El vino ya estaba tibio y ligeramente aceitoso, pero necesitaba suavizar el shock de la decisión que acababa de tomar.
Porque Nicky tenía razón. Shallowford te chupaba hasta la última gota de ambición. A simple vista era la estampa de postal perfecta, pero cuando miraba a su alrededor, en todas sus amigas sentadas a la mesa había algo de Las mujeres perfectas. Si no se marchaba ahora, nunca lo haría. Y si había algo peor que ser una esposa provinciana en Shallowford, era ser una solterona.
Nueva York, por el contrario, le abriría todo un mundo de posibilidades. Imogen y Adele habían trabajado mucho con Oostermeyer & Sabol a lo largo de los años, buscándoles obras y enviándoselas. Las habían visitado en varias ocasiones y habían forjado una estupenda relación de trabajo. Resultaba gratificante que la consideraran tan competente, pensó Imogen. Aunque, tal y como Danny tuvo la perspicacia de intuir, tenía muchos otros contactos que le abrirían puertas, porque seguramente un periodo en Nueva York era lo máximo para una treintañera, ¿no? Imogen quería un nuevo reto. Y, en lo más profundo de su corazón, pensaba que probablemente lo mejor fuera poner tierra de por medio con Danny McVeigh antes de que resultara demasiado tarde.
Convencida de haber tomado la decisión correcta, apuró su copa y se puso de pie. Todavía no había hecho la maleta. Si tenía intención de subir al Orient Express, incluso aunque fuese sola, quería tener un aspecto despampanante.
A la mañana siguiente, poco después del amanecer, el taxi de Imogen avanzó lentamente por la pista llena de baches que conducía a la casa de Danny. Llevaba un sobre en la mano. Después de mandar un correo electrónico a Oostermeyer & Sabol, se había quedado levantada hasta las dos escribiéndole una carta.
Querido Danny:
Te escribo porque un mensaje me parece un poco impersonal, pero sé que si te veo en persona mi valor se desvanecerá.
Ayer cumplí treinta años, y tomé unas cuantas decisiones. Me pareció el momento oportuno.
La más importante es que he decidido aceptar un puesto en una galería de Nueva York. Me marcharé en cuanto vuelva de Venecia. Debería haberme ido de Shallowford hace mucho tiempo, y, ahora que ha llegado el momento, estoy muerta de miedo. Muerta de miedo, pero emocionada con la idea.
Sé que nuestra relación apenas está empezando, y no estoy segura de si superará la distancia, así que creo que probablemente será mejor que cortemos por lo sano. Las últimas semanas me lo he pasado genial, lo cual te agradezco. Espero que lo entiendas.
Figúrate, yo en la Gran Manzana, una chica de pueblo en la gran ciudad.
Con mucho cariño,
Imo
¿Me lo he pasado genial? Se rio ante su propio eufemismo. Con Danny había sentido lo que no había sentido con ningún otro hombre hasta ahora, pero sabía que solo era por la novedad, la emoción de ser la novia del gánster, un arrebato sexual sin mayor trasfondo. ¿Cuántas veces habían fantaseado con él sus amigas y ella en la sala de estudio? Aunque a los dieciséis la imaginación no concibiera todo lo que Danny y ella habían hecho…
Releyó la carta. Sonaba muy artificial, forzada y pedante. Se preguntó qué podría haber dicho para quitarle un poco de seriedad, de formalidad… Suspiró. Podía pasarse el resto de su vida reescribiéndola una y otra vez. Lo importante era decirle a Danny que se había acabado, porque no era justo mantenerlo en vilo. Aunque probablemente le daría igual.
Observó la casa durante unos instantes. Con su techo puntiagudo, sus gabletes y sus ventanas arqueadas, parecía sacada de un cuento de hadas, a la espera de que apareciese en cualquier momento una princesa, un leñador o una dama extraviada. No salía humo de la chimenea, pero en el aire frío todavía se percibía el olor a leña quemada de la noche anterior. Salió del coche y avanzó con cuidado con sus zapatos de tacón alto por el camino cubierto de musgo hasta llegar a la puerta. Por un momento se lo imaginó desnudo al abrigo de su edredón. Resultaba tan tentador llamar a la puerta con la aldaba… En exactamente cinco segundos podía estar con él bajo el edredón, envuelta en su cuerpo, sintiendo la calidez de su piel.
Mejor aún, podía convencerle para subir al tren. Podía hacer la maleta y estar listo en diez minutos. Se le aceleró el corazón con el simple hecho de pensarlo. Danny McVeigh estrechándola fuertemente en sus brazos en los confines de la intimidad de su cabina, aquellas manos toscas sobre su torso…
«¡Basta, Imo!», se reconvino a sí misma. En su vida no había lugar para un motero rebelde con una sonrisa que podía causar un daño irreparable a su corazón y a su mente. Introdujo la carta por la ranura del buzón de la puerta y huyó.
Instantes después, el taxi emprendió el camino de vuelta por la tortuosa pista. El traqueteo la hizo sentir un ligero mareo. Imogen se reclinó sobre el asiento y cerró los ojos. Sentía picazón por la falta de sueño, pero no importaba. Ya se relajaría en el Orient Express; podría cobijarse en su cabina si le apetecía.
Adele tenía toda la razón: necesitaba un par de días para sí misma, sin reparar en lujos, para cargar pilas y afianzar su futuro. En los últimos meses se había dejado la piel trabajando en la fase previa a la venta de la galería y no era consciente de lo agotada que estaba. Era increíble que su abuela supiera justo lo que había que hacer. Iba a echar de menos compartir el día a día con Adele, pero Imogen sabía que había llegado el momento de independizarse.
No miró atrás. De haberlo hecho, podría haber visto a Danny, aún adormilado, abrir la puerta y observarla con estupefacción. Llevaba en la mano derecha la carta, tras haber rasgado y tirado el sobre. Cuando el taxi desapareció de su vista, volvió adentro, arrugó la carta y la lanzó a la chimenea, donde permaneció entre las cenizas grises y los troncos a medio arder de la noche anterior.