Capítulo treinta y tres

Imogen se despertó con el sonido del repique de campanas y de las gaviotas. Por un momento pensó que estaba soñando. Se encontraba en el Cipriani, en los brazos de Danny McVeigh. No podía ser mejor. Fue retorciéndose con sumo cuidado para zafarse de él, se puso una camiseta y cogió el teléfono para comprobar el correo mientras se lavaba los dientes en el baño.

Había tres de Sabol & Oostermeyer. Todos con archivos adjuntos con detalles de posibles apartamentos. Los abrió y acto seguido apagó el teléfono con un suspiro. No quería verlo. La realidad estaba empezando a imponerse, cortando las alas a la fantasía. La embargó la desazón. De pronto la emoción del romántico gesto de Danny y la euforia de tenerlo con ella se evaporaron para dar paso a una ansiedad incontenible. Los correos le recordaron el compromiso que había contraído: un compromiso que difícilmente podía dejar de cumplir si pretendía que la tomasen en serio. No podías aceptar un trabajo y rechazarlo cinco minutos después por enamorarte perdidamente como una colegiala.

¿O sí?

Inquieta, llamó al servicio de habitaciones para pedir que subieran el desayuno. Hablaría seriamente con Danny de su futuro juntos y de cómo lo veía él. Ni siquiera habían abordado el tema en el tren ni la noche anterior mientras cenaban en el hotel. En cierto modo, el mundo real no parecía relevante a bordo del Orient Express ni al llegar a la glamurosa Venecia.

Cuando trajeron el desayuno, se acercó con la bandeja a la cama y zarandeó a Danny para despertarlo.

—Hola, chica de mis sueños —dijo él sonriendo.

—Tenemos que hablar —repuso ella.

—Por experiencia propia, eso nunca es buena señal.

Imogen le metió en la boca una rodaja de mango.

—Sigo teniendo que ir a Nueva York —le dijo ella al tiempo que le limpiaba el jugo de los labios con el pulgar—. Por lo menos, esperarán que vaya a hablar del tema.

—Vaya. Entonces no ha cambiado nada. Desde tu nota. —Danny lo dijo en tono suave, pero dejaba traslucir su enfado.

—Todavía no lo sé —replicó ella—. Pero tienes que entenderlo. Es mi carrera.

—Bueno, la verdad es que a mí no me han educado así. Conque perdona si no lo entiendo.

—Con el cierre de la galería, tengo que ir pensando en hacerme un nombre. Para poder tener opciones. Y dinero.

—Yo tengo dinero —dijo él—. Si es eso lo que quieres, me estoy forrando. Te puedo dar el que necesites.

No lo entendía. En absoluto.

—Ya hablaremos cuando vuelva de la reunión —trató de zanjar ella—. No quiero discutir por esto. —Él no contestó—. ¿Te has enfadado?

—No —respondió él—. Simplemente me has puesto en mi lugar. Primero tu carrera, luego yo.

—No. Quiero ambas cosas.

—Yo solo te quiero a ti. —Se recostó sobre las almohadas y cerró los ojos.

—Eso resulta fácil de decir —repuso Imogen—. Pero no es muy práctico. —La indignación se fue apoderando de ella—. Yo no esperaría que renunciaras a tu empresa.

Él volvió a incorporarse.

—Renunciaría mañana mismo. Por ti.

—Y entonces ¿qué harías todo el día? ¿Y qué harías para conseguir dinero? ¿Volver a las andadas? —Se quedó horrorizada al escuchar sus propias palabras, pero él estaba siendo todo menos práctico—. Lo siento —se excusó—. No debería haber dicho eso.

—No. —Echó hacia atrás el edredón y salió de la cama. Ella bajó la vista. No quería mirarle—. Dios me libre de olvidar que no soy más que un McVeigh.

—Danny, no he querido decir eso, de verdad. Creo que eres increíble. Has… —Oh, Dios. ¿Cómo decirlo sin parecer condescendiente? ¿Que se había buscado muy bien la vida, teniendo en cuenta las circunstancias?—. Te quiero —logró decir por fin.

Él cerró la puerta del baño de un portazo.

Imogen se cubrió la cara con las manos. ¿Es que la diferencia entre ellos siempre se iba a interponer en su relación? ¿Aunque ya no fuese tan grande? Ella sabía que a él le iba de maravilla, aunque prefiriera no alardear de ello. Prueba de ello eran las cosas que se había comprado, y a lo que aspiraba, y el modo en el que le había oído hablar por teléfono. ¿Por qué era incapaz de reconocer su mérito en lugar de restregarle por las narices su pasado?

Porque él tampoco estaba jugando limpio. Se enfurruñaba porque Imogen tenía ambición y eso representaba una amenaza para él. En fin, su carrera formaba parte de ella, y si no le gustaba…

Imogen se acercó al armario y se puso a decidir qué ponerse. Iba a ver a Jack Molloy. Para cuando volviese, Danny se habría calmado, estaba segura.

La isla de Giudecca era minúscula, así que con un simple vistazo al mapa Imogen supo que el apartamento de Jack Molloy se encontraba entre las casas que se alineaban en la orilla y daban directamente al agua, en el Zattere. Si te gustaba el arte, ¿qué mejor sitio para comprar una casa? Debía de ser la vista más pintada del mundo.

Para la reunión se había puesto un vestido camisero de lino color crema con un cinturón ancho. Quería aparentar formalidad, pero sin demasiada sobriedad. Salió del hotel por la puerta trasera, junto al restaurante Cip’s. La gente empezaba a reunirse para tomar algo en la terraza, un cóctel o una copa de vino mientras disfrutaban del sol y de las magníficas vistas, al calor de las estufas que mitigaban el frío de la primavera.

Imogen torció a la izquierda y bajó por el amplio bulevar que discurría junto a la orilla. El sol de mediodía se reflejaba en los charcos del chaparrón que había caído más temprano. La brisa soplaba desde la laguna. El bulevar estaba bien pavimentado y alumbrado con farolas de hierro forjado con pantallas de cristal rosa que reflejaban la piedra rojiza de las casas.

Tras cruzar varios puentes, se fijó en que los canales de Giudecca parecían más anchos que los de Venecia. Resultaba menos claustrofóbico y la luz tenía un matiz especial. Pasó por varios restaurantes con mesas fuera, a cual de ellos más tentador, hasta que finalmente se detuvo delante de la vivienda donde se encontraba el apartamento de Jack, junto a un canal con un puente de madera. Tenía una simetría y unas proporciones armoniosas, postigos y balcones de hierro forjado, y sin embargo presentaba un esplendor desvaído, con el enlucido de terracota descascarillado en algunas zonas, dejando a la vista una piedra más pálida.

Junto a la recia puerta arqueada, pintada en verde oscuro, había una serie de timbres redondos de latón con el nombre de cada vecino grabado debajo. En medio vio el suyo: Jack Molloy. Parecía decididamente inglés entre los rebuscados nombres italianos, aunque recordó que de hecho era irlandés-americano.

Llamó al timbre. Pasaron dos minutos y no hubo respuesta. Imogen sintió una punzada de decepción.

Y la puerta se abrió. Apareció una chica de unos veintitrés años con un vestido corto de punto y chanclas y el pelo oscuro recogido en una coleta alta.

—Oh, perdone —dijo Imogen—. Esto… Scusi…

No se le ocurría qué decir. La chica le sonrió cálidamente.

—No pasa nada. Debes de ser Imogen. Jack me pidió que bajara a por ti. Me temo que no se maneja muy bien con las escaleras últimamente. —La chica se apartó a un lado—. Por cierto, soy Petra. Soy su ama de llaves.

Imogen siguió a la chica por el vestíbulo en penumbra. Notó el empalagoso olor a humedad de los canales cercanos, apenas enmascarado por un gran jarrón de azucenas que había sobre una mesa. En el edificio reinaba un silencio sepulcral, como si nadie viviera allí. Dos tramos de escaleras más arriba encontró la puerta del apartamento de Jack, abierta.

—Adelante —dijo Petra, e Imogen entró.

Los ventanales del suelo al techo daban al canal y el azul verdoso del agua se reflejaba en las paredes, pintadas en un tono suave con textura arenosa. Las recias cortinas de hilo estaban recogidas con gruesos cordones. En el centro de la habitación había dos sofás color crema enfrentados, y en uno de ellos estaba reclinado Jack Molloy. Tenía el pelo ralo peinado hacia atrás y un cigarro consumido en la mano derecha. Llevaba ropa gastada y raída, pero era innegable que se trataba de prendas caras, pues todavía conservaban el color y la forma: una camisa azul marino y un pantalón blanco. Tenía los ojos caídos y ávidos, de información y de compañía.

—Jack Molloy. Perdona que no me levante. —Le tendió la mano, sin presentar excusas por su incapacidad para ponerse de pie. ¿Acaso no tenía ninguna? ¿Tal vez a su edad sencillamente no le apetecía levantarse de un sofá que parecía tan confortable?

Ella le estrechó la mano: estaba fría y seca y agarraba con firmeza.

—Hola. Soy Imogen.

—De modo que… uno de los gemelos debe de ser tu padre, ¿no?

—Efectivamente. Tim.

La observó.

—No te pareces demasiado a Adele.

Imogen no pudo evitar sentir que lo había decepcionado, como si hubiese estado esperando a su doble.

—Bueno, sí. Soy más baja. Y rellenita. Y no tan morena. Ni elegante…

—Me pareces de lo más encantadora. Ha sido una mera observación. Hace muchísimo tiempo que no la veo. Aunque puede que tal vez… el color de tus ojos…

Imogen se sintió incómoda al ser escrutada. Su mirada era muy penetrante.

—Entonces… ¿conoció a mi abuela de joven?

Jack permaneció en silencio unos instantes.

—Sí. Sí, la conocí cuando montó la galería. Me gusta pensar que la inspiré, de algún modo. Aunque era muy lanzada. Desde luego, no me necesitaba.

—Ha tenido un éxito tremendo. Pero ¿sabe que la hemos puesto a la venta? A estas alturas es demasiado para ella.

—Y tú no quieres seguir sus pasos. —Su tono sonó ligeramente acusador. Imogen se preguntó si Adele la había enviado allí con la intención de que Jack la convenciera de que se quedase con la galería. Sin embargo, su abuela no había hecho más que animarla para que saliera del nido.

—Creo que me apetece un nuevo reto —dijo ella—. El mundo no se acaba en Shallowford.

—Estoy seguro de que triunfarás, hagas lo que hagas.

—Desde luego, haré todo lo que pueda. —No dejaba de vagar con la mirada por el salón. Había cuadros impresionantes en las paredes. Seguramente más valiosos que el propio edificio—. Tiene algunas obras maravillosas por aquí.

—Pues sí. Pero aún no has visto lo mejor. Tu regalo de cumpleaños, según parece.

Imogen se encogió de hombros.

—No tengo ni idea de lo que es. Adele no quiso decírmelo. Solo el título. No sé nada más. —Hizo una pausa—. Ni por qué lo tiene usted.

—He sido su custodio desde el día que se pintó.

—¿Por qué? ¿Por qué no se lo quedó ella?

—Era… complicado. —Jack le lanzó una mirada desafiante.

Imogen enarcó las cejas.

—Complicado ¿en qué sentido? —Por un momento Imogen se preguntó si sería robado. Estaba convencida de que Adele no tendría nada que ver con una obra de arte robada, pero definitivamente escondía un misterio.

Jack sonrió.

—Lo encargué para su cumpleaños. —Tendió la mano para que Imogen le ayudase a ponerse de pie. Ella se dio cuenta de su fragilidad, pues apenas tuvo que tirar. La fuerza de su personalidad resultaba engañosa. Él le hizo señas para que lo siguiese—. Está en el comedor —afirmó.

Abrió una pesada puerta de madera. En el interior, las paredes estaban pintadas de rojo sangre. Una mesa abatible con cabida para doce ocupaba casi toda la sala, con sillas profusamente talladas cada una en su lugar, como tronos en miniatura. Al fondo había una chimenea de piedra hasta la altura del hombro. Encima colgaba un cuadro.

En el instante en que lo vio, Imogen no pudo sofocar un grito.

Era una mujer recostada sobre un diván verde oscuro, que contrastaba con su piel, asombrosamente blanca. Tenía el pelo medio recogido, una mano en la garganta y la otra posada en el muslo. La expresión de sus ojos era de pura satisfacción. No cabía duda alguna de que su amante acababa de complacerla; su sonrisa juguetona lo decía todo. Era la personificación de la esencia femenina; calificarlo de erótico sería burdo.

Debajo, atornillada al marco, había una placa dorada grabada con cuatro palabras: «La Inamorata. Reuben Zeale».

Imogen se llevó una mano al pecho. Le faltaba la respiración. Era uno de los cuadros más espléndidos que había visto en su vida. Era Reuben Zeale en toda su esencia y contundencia: el ejemplo más brillante de todo por lo que el artista había sido venerado. Era como si la mujer estuviese con ella en la habitación. Daba la sensación de que, si le tocara la piel, sentiría su calidez. De que, si hablara, la mujer le respondería.

Pero eso no fue lo que más la impactó.

Lo que la dejó muda fue que la mujer del cuadro era Adele.

Imogen se dio la vuelta para mirar a Jack, para confirmarlo.

Él contemplaba absorto el cuadro, con una mano apoyada en el bastón. Tenía la mirada ausente. Ella no era capaz de descifrarla del todo. ¿Arrepentimiento? ¿Adoración? Añoranza. Era añoranza.

Algo encajó en su mente. Tenía delante la pieza que faltaba del rompecabezas.

—Fuisteis amantes —dijo en un hilo de voz.

Él permaneció en silencio unos instantes.

—Todavía la echo de menos —afirmó—. Fui un idiota. Jamás debería haber dado pie a ello, pero soy demasiado vanidoso como para resistirme a un desafío. Sentía adoración por ella, pero nunca lo dije, hasta el final. Tenía mis propias reglas y pensaba que me hacían invencible e inalcanzable. —Hizo una pausa. Parecía haberse venido abajo—. Y lo único que conseguí fue acabar perdiendo a alguien a quien quería mucho.

—¿Qué pasó? —le preguntó ella.

—Bueno, tu abuela era lo bastante sensata como para darse cuenta de que yo no valía la pena. Y de que tu abuelo era diez veces más hombre que yo.

Imogen pensó en sus abuelos. Siempre habían estado muy unidos. No concebía que su abuela hubiese tenido una aventura. Pero, a juzgar por el cuadro, fue cuando era muy joven. No mucho más que la propia Imogen.

—Ella sabía —prosiguió Jack— que nunca la haría feliz. Supo cuándo terminar la historia. En el momento en el que todo era perfecto. Era la única salida. Adele es una mujer muy inteligente.

Jack levantó el bastón y empujó suavemente el marco para enderezarlo. Imogen volvió a mirar la pintura.

—¿De verdad es de Reuben Zeale? —preguntó, pero no necesitaba corroborarlo. Lo distinguía por la seguridad de las pinceladas, la calidad rotunda, la potencia del cuadro.

Jack asintió.

—Una de sus primeras obras —respondió—. Pero creo que te parecerá muy valiosa.

—¿Qué diablos voy a hacer con él? —De repente Imogen se sintió abrumada por la responsabilidad.

Jack la traspasó con la mirada.

—Debes utilizarlo, en tu beneficio —respondió.

Imogen ni se podía imaginar el impacto que iba a tener este descubrimiento.

—Un Ruben Zeale desconocido… —dijo—. La prensa va a enloquecer.

—Y depende de ti, querida, jugar tus cartas. —Ahora le brillaban los ojos—. A tu antojo.

—Querrán saber quién es. Todo el mundo querrá saberlo. Seguro que Adele no deseará que la gente descubra la verdad.

—Tienes una conversación pendiente con ella. Pero nadie tiene por qué conocer la verdad. Creo que probablemente sea mejor que sigamos protegiendo a quienes saldrían peor parados.

Su abuelo, pensó Imogen. ¿Se habría enterado? ¿Y la mujer de Jack? Ambos habían muerto, pero eso no significaba que no se pudiera explotar ahora la historia. Sería una falta de respeto para sus respectivas memorias.

Se llevó la mano a la boca, totalmente sobrepasada. El cuadro era deslumbrante y merecía ser compartido con el mundo, pero también era sumamente personal.

—No sé qué hacer con él —reconoció—. No sé si soy capaz de asumir la responsabilidad. Esto es trascendental.

—Por lo que conozco a Adele —dijo Jack—, quiere que lo utilices como un medio. Para ayudarte.

—¡No puedo venderlo! —exclamó Imogen—. ¡Jamás lo vendería!

—No, no —dijo Jack—. Y puedes estar segura de que, si tomases esa decisión, te lo compraría. Vendería todos los cuadros que poseo solo para que La Inamorata estuviese en buenas manos.

La miró fijamente. A Imogen no le quedó la menor duda de que así lo haría.

—Está en buenas manos —le aseguró—. Te lo prometo.

—Bien —dijo Jack—. Y confío en el criterio de Adele. Era extraordinaria.

De repente se apartó de ella. Imogen se compadeció de él. Intuyó que sentía una profunda emoción; una emoción contenida durante toda una vida. No sabía qué hacer, si tratar de reconfortarlo o dejarlo solo. Le dieron ganas de abrazarle, pero acababa de conocerlo. Carraspeó, pero, antes de poder hablar, él se dio la vuelta.

—Quédate a comer —dijo—. Petra cocinará. Comeremos aquí. Quiero disfrutar de ella por última vez.

Giró sobre sí mismo y salió de la habitación. Imogen se quedó sola. Todo estaba muy en silencio. El ambiente de la sala era frío y se estremeció.

La Inamorata. Mujer de la que se está enamorado.

Pensó en la historia de Adele y Jack, y en su secreto. Cuando miraba el cuadro, le resultaba evidente lo mucho que había significado para Adele. Debía de haberse tratado de una pasión intensa e imperecedera para que alguien le hiciera tener ese aspecto. El tipo de pasión que casi nadie experimentaba en toda su vida.

El tipo de pasión que inspiraba la literatura, la música, la poesía… y el arte. Zeale lo había plasmado en el lienzo con una precisión asombrosa. Pensó en la reacción que iba a provocar el cuadro si saliese a la luz. La enorgullecía que su abuela quisiera regalárselo. Se aseguraría de que recibiese el reconocimiento y el respeto que merecía, fuera como fuese.

Antes de salir del comedor, contempló La Inamorata una vez más. Había algo más que le resultaba familiar. No se trataba de que fuese su abuela. No se trataba de los rasgos en sí, sino de las sensaciones que despertaba en ella. Se identificaba totalmente con ella, sin saber exactamente por qué.

Y entonces, de repente, lo tuvo claro. Había visto esa expresión en sus propios ojos. En el espejo. Después de estar con Danny.

Jack se animó durante el almuerzo, como si la comida que servía Petra le fortaleciese y le hiciera recuperar las fuerzas. La mujer les había llevado una enorme fuente blanca llena de rollitos de puntas de espárragos envueltos en panceta, crostini de picadillo de hígado de pollo e higos con hinojo y salami.

—No sé qué voy a hacer cuando Petra se vaya —le dijo a Imogen—. Es estudiante de arte y tiene una habitación muy bonita aquí a cambio de cocinar para mí. Pero se gradúa este verano.

—Habrá un montón de chicas como yo en la universidad. Pondré un anuncio —le dijo Petra—. Y dejaré mis recetas.

—No será lo mismo —insistió Jack.

—Te quedarás prendado de la próxima, igual que te quedaste prendado de mí a los dos minutos de marcharse Abigail. —Petra tenía calado a Jack, pero era patente que sentía por él mucho cariño.

El plato principal era magro de cerdo con hinojo; la piel crujiente, la carne tierna. Mientras comían, Imogen puso a Jack al corriente de sus planes para la consultoría. Él tenía muchas ideas interesantes e Imogen pudo comprobar lo útil que le había resultado a Adele en sus comienzos. A diferencia de muchos, era generoso a la hora de compartir sus conocimientos.

—Entonces, ¿qué va a hacer Adele?

—No se va a retirar del todo. Sé que no lo hará. Siempre estará ahí cuando necesite sus consejos. Le apasiona demasiado. ¿A qué demonios va a dedicar el tiempo si renuncia a esto?

Imogen estaba convencida de ello.

Escrutó a Jack, que tenía la mirada abstraída en algún punto, súbitamente apagado. Él notó que lo estaba observando y dio un respingo con la cabeza para mirarla.

—La adoro, ¿sabes? Se merecía a alguien muchísimo mejor que yo. Nunca, nunca la habría hecho feliz. Soy demasiado superficial y vanidoso.

—No te preocupes —le dijo Imogen—. Mi abuelo la hizo feliz. Muy feliz. —Por un momento le dio la impresión de que le había hablado con acritud al anciano, incitada por sus palabras—. De una manera distinta —añadió en voz baja—. Estoy segura de que fuiste muy especial para ella.

No aprobaba lo que hicieron, pero puede que lo entendiera. Uno no podía imponer de quién enamorarse apasionadamente. Lo sabía de sobra.

Terminaron con un sgroppino —copas de sorbete de limón con prosecco— y acto seguido Jack pareció apagarse. Se quedó dormido a la mesa, con la cabeza reposando sobre el pecho.

—Es normal —explicó Petra—. De aquí a un minuto se meterá en la cama. —Cogió la copa del anciano y lo zarandeó suavemente—. Jack, creo que Imogen está a punto de irse.

Él se despertó y levantó la vista hacia ella.

—Si alguna vez te enamoras —le dijo, con un brillo en la mirada—, si alguna vez encuentras el verdadero amor, no lo dejes escapar. Hagas lo que hagas, no lo dejes escapar.

Se puso de pie y salió de la sala sin mirar atrás. Petra comenzó a retirar los platos y sonrió con resignación.

—Se pone así cuando está cansado —le dijo a Imogen—. Luego se sentirá como nuevo.

Imogen tardó en contestar. Las palabras de Jack le habían llegado al alma. De repente todo tenía sentido, las piezas encajaban.

—Tengo que irme —fue lo único que logró articular, y empuñó el bolso—. Muchísimas gracias por el delicioso almuerzo.

Solo esperaba que no fuese demasiado tarde.

Jack observó desde la ventana del salón cómo la chica volvía por el bulevar de camino al Cipriani. Intuía en ella un valor, al tiempo que una vulnerabilidad, que la transportaba a otra época. Habían pasado más de cincuenta años, pero la constatación de haber perdido a alguien a quien amaba profundamente le golpeó con tanta contundencia como aquella lejana mañana en el Cipriani, cuando al despertar comprobó que Adele se había marchado.

Había sido la lección más dura que había aprendido en su vida. Jamás había vuelto a tener otra aventura. Había permanecido fiel a Rosamund, consciente de que, por mucho que buscara, nunca llenaría el hueco dejado por Adele. Y poco a poco terminó contentándose con Rosamund y aprendió a apreciar las cosas que realmente importaban en la vida, como sus maravillosas hijas, y su preciosa casa, y sus amigos. Fue más feliz, ajeno a la presión que en otros tiempos se autoimponía para llevar a cabo conquistas insustanciales. Tuvo que experimentar algo trascendente para darse cuenta de lo trivial que había sido todo lo demás.

Entró en la habitación que utilizaba de estudio. Daba al canal de la parte trasera de la casa, y si se asomaba a la ventana divisaba el borde de la isla y alcanzaba a ver la laguna azul al fondo. Las paredes estaban cubiertas de libros alineados, cientos y cientos de libros de arte: una valiosa colección, muchos de cuyos ejemplares eran ediciones agotadas desde hacía mucho tiempo. Ahí era donde había escrito sus reseñas, sus tesis y varios de sus libros, con ninguno de los cuales había cosechado una fortuna, pero le habían proporcionado una gran satisfacción.

Y cientos de cartas. Cartas que había escrito y que sin embargo nunca había tenido el valor de enviar, todas a la misma persona. No obstante, las conservaba porque eran un compendio de sus sentimientos, un recordatorio de cada emoción que le había embargado, desde la esperanza a la euforia, pasando por la desesperación, en los años transcurridos desde aquellos últimos días juntos en la isla. Ese era el motivo por el que había regresado a Giudecca tras la muerte de Rosamund, porque era el lugar donde más cerca se sentía de Adele.

Oyó el plañidero tañido de las campanas de Santa Maria. Las dos en punto.

Cogió un papel de carta y la pluma y comenzó a escribir con su llamativa letra cursiva sobre la desnuda hoja. Empezó de la misma forma que todas las demás, las que no había llegado a enviar.

Mi queridísima Adele:

Qué placer ha sido tener aquí a tu maravillosa nieta. Entre otras cosas, porque ha sido como tener conmigo un pedacito tuyo. Tiene tu carácter, tu elegancia y tus deslumbrantes ojos, esos ojos que jamás olvidaré. Mi último recuerdo de ellos son las lágrimas cuando me besaste, la noche antes de marcharte. Nada me gustaría más que volver a contemplarlos para poder borrar la huella de aquellas lágrimas para siempre. Si pudiéramos volver a vernos, sería el hombre más feliz del mundo.

No puede haber mejor custodia para La Inamorata que la de Imogen. Y sé que a Reuben le complacería que estuviese en buenas manos. Siempre fue su cuadro favorito.

Tuyo para siempre,

Jack

Soltó la pluma y miró la carta. Se sentía agotado. Había reprimido el impulso de suplicar. Después de todo, quería que Adele acudiera por voluntad propia, no por compromiso. Apretó con cuidado un papel secante contra la carta, la dobló en tres pliegues, la introdujo en un sobre y le puso la dirección. Con el resto de sus cartas no había llegado hasta este punto. Seguían amontonadas en el cajón del extremo inferior izquierdo de su escritorio. Suponía que el ritual de desahogo que se había permitido le había resultado más rentable que un terapeuta.

Con un suspiro, hizo girar la silla en dirección al fondo de la habitación, donde había un caballete. Con un cuadro.

Petra, pensó, era una chica con talento. Una de las mejores estudiantes a las que había enseñado a lo largo de los años. Cuando le pidió que copiase La Inamorata, ella no se lo pensó dos veces. El resultado había sido excelente. Solo el analista más experto, el crítico más exigente, sería capaz de detectar la leve inseguridad de las pinceladas, el titubeo apenas perceptible. Puede que careciese del desenfreno controlado de un Zeale auténtico, pero engañaría al noventa por ciento de los observadores.

Y sin embargo, en opinión de Jack, carecía del espíritu del cuadro. Mantenía demasiada distancia con el sujeto. La pintora no había tenido delante la fuente de inspiración. Recordó las palabras de Reuben al entregarle el cuadro: «Tengo la sensación de haber pintado el amor verdadero». En aquel momento, Jack no entendió realmente a lo que se refería. Para cuando cayó en la cuenta, Adele se había marchado y lo único que le quedaba de ella era el cuadro.

Así, La Inamorata había sido motivo de consuelo y de sufrimiento a lo largo de los años. Un recordatorio de lo que había hecho y de lo que había perdido. Incluso en ese momento Adele tenía los ojos clavados en él, con un brillo mezcla de adoración y deseo que él no supo apreciar hasta que fue demasiado tarde.

Petra llamó suavemente a la puerta y entró con el consabido té de media tarde.

—¿Va todo bien? —le preguntó, intuyendo su cambio de humor. Estaba acostumbrada a su carácter voluble; sabía que podía pasar de un ánimo afable a uno sombrío en un abrir y cerrar de ojos.

—Creo… que solo estoy cansado —le dijo Jack. Esbozó una sonrisa fatigada—. Quizá me haya pasado con el vino en la comida.

Ella le dejó la taza sobre el escritorio. Vio la carta y alargó la mano.

—¿Quieres que la eche al buzón?

Jack se quedó mirando la carta fijamente. Sería mucho más fácil meterla en el cajón con todas las demás. Así evitaría la incertidumbre. Así controlaría su destino. Si la enviaba, sufriría la agonía de esperar una respuesta.

—Sí —contestó—. Sí, por favor. Te lo agradecería.

Imogen salió aturdida del apartamento de Jack. Fuera, la deslumbró el sol, y el blanco del Zattere se desplegó ante sus ojos como un espejismo. El cielo, el agua y los edificios se perfilaban con una intensidad acorde con la claridad de sus pensamientos. Pasó una flotilla de góndolas deslizándose con serenidad, pero totalmente centradas en su destino. Así era, concluyó, como se sentía ella: serena pero centrada. De repente, todo cobró sentido y tuvo claro su futuro.

Se preguntaba hasta qué punto sabría Adele que esto era lo que necesitaba y si la habría enviado a casa de Jack Molloy para aprender a reconocer el amor. Adele era despierta e intuitiva. Se había anticipado a la tesitura por la que estaba pasando Imogen. Sabía que no bastaría con una simple conversación. Que Imogen debía arreglarlo por sí misma.

En cualquier caso, no le importaba. Sabía lo que tenía que hacer. Danny había sido más lúcido a la hora de saber lo que significaban el uno para el otro y no había tenido reparos en reconocerlo, pero Imogen había reculado. ¿Qué era lo que tanto temía? El amor, cuando era puro, bueno y tangible no necesitaba argumentos ni análisis. Al comprar un cuadro siempre se dejaba llevar por su instinto; entonces, ¿por qué no había sido capaz de aceptar sin más lo que había entre ellos?

¿Temía en su fuero interno que el chico malo y la chica buena no pudieran tener un final feliz? ¿Simplemente porque el resto de Shallowford pudiera mostrarse escéptico? Si era eso lo que tanto temía, entonces ¿por qué no había hecho lo que Nicky: casarse con alguien previsible, seguro, convencional y aburrido?

Aceleró el paso por las calles adoquinadas en dirección al hotel. Se preguntaba qué estaría haciendo Danny en su ausencia. Añoraba tocarlo, besarlo y decirle lo que ya sabía desde un principio. Lo que él ya había tenido la valentía de decir, porque era mejor persona que ella. Irrumpió en la habitación, con una amplia sonrisa en la cara y un brillo de expectación en la mirada.

Estaba vacía. En calma y en silencio. Era como si nadie hubiese estado allí jamás. La cama se encontraba completamente hecha; las sábanas, antes enmarañadas, perfectamente estiradas bajo la colcha. Todo estaba en orden, como si la habitación estuviese lista para la llegada de los siguientes huéspedes. No había rastro de Danny ni de sus pertenencias. Su ropa, su bolsa de viaje, todo había desaparecido.

Se sentó en el borde de la cama, con la energía y la esperanza por los suelos. Había llegado demasiado tarde. Lo había empujado a marcharse, con su plan de vida de niña repipi de clase media obsesionada por su carrera que no dejaba hueco a la espontaneidad, al cambio o al acuerdo. No era de extrañar que se hubiese largado. Probablemente pensara que se había salvado de milagro. Probablemente ya estaría en algún bacaro clandestino, ligándose a una sensual italiana de ojos ardientes y alma apasionada que no creía ser mejor de lo que debería…

Soltó un grito al ver una figura moverse por detrás de las cortinas del balcón y entrar en la habitación. Dio un respingo, con el corazón acelerado, y comprobó que era Danny. Este se quedó parado, en vaqueros, camiseta ajustada y descalzo, con una taza en la mano.

—¡Me has dado un susto de muerte! —dijo ella.

—Perdona. Estaba tomando café en el balcón.

—Pensaba que te habías ido.

—Cómo me iba a ir. —Frunció el ceño.

—¿Dónde están tus cosas?

Él se echó a reír.

—Ha venido el mayordomo a deshacerme la maleta. Está todo colgado en el armario. Se ha llevado mi chaqueta a la tintorería. —Imogen no sabía si reír o llorar. Se llevó las manos a la cara—. ¿Qué pasa? —Se acercó, se sentó a su lado y la rodeó con el brazo. Ella se derritió—. ¿No ha ido bien la reunión?

No pudo más que asentir con la cabeza.

—Sí, fenomenal. Ha sido… muy interesante. —La verdad es que no sabía por dónde empezar. Su cerebro seguía asimilándolo todo: la aventura de su abuela, el hecho de que pronto tendría en su poder un cuadro que pondría patas arriba el mundo del arte. Menudo cambio—. Danny…

—¿Sí?

—No voy a ir a Nueva York.

Él no movió ni un músculo de la cara.

—¿Y tu… carrera?

—Puedo seguir en esto. Puedo trabajar con Oostermeyer & Sabol, de consultora. Lo he pensado bien. Les resultaré más útil a este lado del Atlántico. Voy a buscar una oficina en Londres. Iré a Nueva York cuando sea necesario. Conseguiré más clientes.

Él asentía, tratando de no perder el hilo.

—Bueno —comentó finalmente—. Me alegro por ti. —Lo dijo en un tono neutro.

Ella inspiró profundamente.

—Y voy a seguir viviendo en Shallowford. —Se retorció para mirarle directamente a los ojos—. ¿Contigo…?

Imogen era incapaz de descifrar su expresión. Era el maestro del hermetismo: su gesto inescrutable, sus ojos inexpresivos…

Se quedó mirándola un momento.

—No sé. Tendré que pensarlo.

Se sintió abatida… y se truncaron sus esperanzas. Le daba la sensación de tener en su interior un globo a punto de explotar. Suponía que lo tenía bien merecido. No podía esperar que lo dejara todo y que la recibiera con los brazos abiertos. Entonces notó un movimiento en la comisura de la boca de Jack. Se dio cuenta de que estaba reprimiendo con todas sus fuerzas las ganas de sonreír. Él miró al techo, pero tenía los ojos risueños y finalmente habló.

—Creo que Don Gato a lo mejor tiene algo que decir sobre tu demanda de atención. Se pone muy celoso, ¿sabes? No se le da bien compartir. Sería una pesadilla convivir con…

Sus palabras fueron silenciadas cuando Imogen soltó un grito de indignación y lo tumbó de un empujón en la cama. Después se encaramó sobre él y lo inmovilizó con una sonrisa maliciosa. Lo miró y vio que su rostro derrochaba alegría.

—Claro que —le dijo—, si prefieres que te dirija la vida un gato sarnoso, es cosa tuya.

Él deslizó las manos por sus muslos, por debajo del vestido. Luego ella sintió sus dedos bajo el encaje de sus bragas, sobre la piel desnuda. No era capaz de seguir fingiendo ni un minuto más. Se derritió con su roce.

Danny McVeigh, Danny McVeigh, Danny McVeigh… Iba a vivir con él, en su casa de cuento de hadas. Pasearían de la mano por Shallowford, orgullosos de estar juntos. Y si un día encontraba a una persona a la que pudiera enseñar y en la que pudiera confiar para que cuidase del negocio, aunque fueran unos cuantos meses, entonces tal vez…, quién sabe…

Cerró los ojos y rescató del fondo de su mente su cuaderno de ejercicios del instituto, con su cubierta roja destrozada. En la última página, con manchurrones de tinta, aparecía escrito, una y otra vez: «Danny McVeigh. Danny McVeigh. Danny McVeigh».