Capítulo veintiuno

Después de cenar, Archie y Emmie volvieron al bar para tomarse una copa. Bueno, varias. Archie descubrió una botella de su whisky de malta favorito; una vez que empezaba con el Laphroaig, le costaba parar. Tenía la terrible sensación de que estaba entrando en un estado de embriaguez, pero a Emmie no parecía importarle. Y la embriaguez era mejor que los recuerdos.

Además, Archie se encontraba muy jovial con unas copas de más. Nunca se ponía sensiblero ni agresivo, sino benévolamente afable. De modo que estaba saboreando su whisky de malta mientras Emmie jugueteaba con un café irlandés. Permanecieron un rato en un agradable silencio. En el bar se respiraba un ambiente acogedor: habían bajado las persianas y atenuado las luces. Algunos viajeros ya se habían ido a la cama; quedaban los incondicionales. El pianista estaba tocando My Funny Valentine lenta, dulcemente. Emmie se balanceaba al compás de la música, con una sonrisa en el rostro.

—Me lo estoy pasando fenomenal —le dijo—. Ha sido estupendo conocerte, y saber que no hay presiones. Me moría de miedo de pensar que quienquiera que ganase el premio iba a intentarlo. Que pudieran creer que ganar el premio les daba derecho a…, ya sabes…

Archie agarró la copa con fuerza y se dispuso a apurarla, pero comprobó que ya estaba vacía.

—Voy… un momento a por otra —se excusó.

Se dirigió hacia la barra a que se la rellenaran, a sabiendas de que con levantar un dedo, el camarero le serviría otra. De camino se tambaleó ligeramente e intentó calcular cuánto había bebido. Primero el champán del almuerzo, luego un par de cócteles y sin lugar a dudas la mayor parte de la botella de blanco seguida de otra de tinto durante la cena. Después un oporto con el queso…

Aflojaría el ritmo después de esta copa, pensó.

Al volver hacia la mesa, se detuvo junto al piano.

—Eh, amigo, ¿conoce a Van the Man? ¿A Van Morrison? ¿Puede tocar… The Right Side of the Road?… Bright… Bright Side of the Road… —rectificó, tratando de no farfullar.

El pianista asintió.

—Cómo no. —Con la soltura de un profesional consumado, comenzó a tocar los primeros acordes.

Archie se quedó delante del piano y alzó su copa.

—Damas y caballeros —empezó a decir. Estaba acostumbrado a hacerse oír. Era el experto en proponer brindis, hacer de testigo, pronunciar discursos.

Vio a Emmie levantar la vista hacia él con cierta inquietud. ¿Quizá debía volver a sentarse? No quería ponerla en un compromiso. Pero no: deseaba brindar por su amigo, el amigo que debía estar allí. Seguro que a nadie le importaba.

—Esta canción va dedicada a mi amigo Jay —dijo a los clientes que quedaban en el bar—. Fuimos amigos desde que éramos así. —Extendió la mano a escasa altura—. Crecimos juntos. Hicimos lo típico: los ritos de paso de la juventud a la madurez. Nos cuidamos el uno al otro. Pero, por desgracia, murió hace un par de semanas. En fin, esta canción le levantaba el ánimo. Cuando hacíamos viajes por carretera, era lo primero que ponía en el coche.

Hubo un silencio de consternación mientras los pasajeros del vagón asimilaban lo que estaba diciendo. Emmie se quedó helada. Pero entonces alguien al fondo del vagón alzó su copa.

—Por tu amigo —se aventuró a decir. Y al cabo de unos instantes, todo el mundo siguió su ejemplo, hasta que el vagón entero se unió en un brindis y el pianista siguió tocando.

Archie mantuvo su copa en alto y sonrió. Se puso a cantar; curiosamente, no desafinó.

Emmie se levantó, vacilante, dudando si pedir a algún camarero que lo sacase de allí con mucho tacto. Entonces se dio cuenta de que a nadie parecía importarle su panegírico improvisado, que se habían contagiado de la atmósfera. De modo que se acercó a él, le quitó la copa, la dejó sobre la barra y extendió las manos para bailar. Poco a poco, el resto de clientes se les unió y los camareros, desconcertados, se apartaron cuando todo el espacio se llenó de gente bailando.

Archie entrelazó los dedos con los de Emmie para hacerla girar. Estaba preciosa, pensó, y se dio cuenta de que se había quitado los zapatos. Descalza apenas le llegaba al hombro.

El pianista sonreía de oreja a oreja al tiempo que tocaba los últimos acordes. Después de los aplausos, todo el mundo volvió a su asiento. Era como si el baile espontáneo nunca se hubiera producido. Archie se balanceó levemente, parpadeando.

Emmie lo cogió del brazo.

—Vamos —dijo—. Necesitas dormir un rato.

Lo condujo con dificultad a su cabina, con los zapatos en una mano.

Archie entró dando traspiés, se aflojó la pajarita y se zafó de la chaqueta.

—Lo siento —se excusó—. Creo que me he pasado con la bebida.

—Eh, no pasa nada. Es normal.

—Apuesto a que no te imaginabas que ibas a acabar en un karaoke en el bar del Orient Express…

—Ha sido maravilloso. A todo el mundo le ha encantado.

—Es curioso que no nos hayan pedido que nos marchemos.

—¿Cómo iban a echarnos por las buenas en medio de la nada?

Archie se desplomó sobre la litera de abajo. Gruñó, dejó caer la cabeza sobre la almohada y cayó redondo.

Emmie lo tapó delicadamente con las mantas. Alargó la mano para acariciarle la cabeza, pero se reprimió. Había sentido el repentino impulso de reconfortarlo, pero tal vez pareciera un poco fuera de lugar. Se quedó inmóvil, sin saber qué hacer. No se sentía a gusto dejándolo solo en aquel estado. Resultaba obvio que la muerte de su amigo le había afectado más de lo que estaba dispuesto a reconocer.

Dejó el pestillo sin echar, se dirigió a su cabina, se puso el camisón y cogió el libro que le había regalado Archie. Seguidamente volvió a hurtadillas, se sentó en el taburete situado frente a su cama y se tapó con una manta que había de sobra. Se quedaría allí un par de horas leyendo por si se despertaba y quería a alguien con quien hablar. No quería que se sintiese solo.

El tren seguía su recorrido por la oscura noche, sin amilanarse ante la ausencia de luna y estrellas que guiaran su camino, pues una nube había estimado conveniente cubrirlas justo después de la medianoche. A bordo del tren se respiraba un ambiente de profunda somnolencia a medida que un pasajero tras otro sucumbía al sueño, con el flujo de sangre ralentizado por la abundancia de comida y vino. El balanceo del tren al curvarse sobre las vías producía el efecto de una cuna, apaciguando hasta al mayor de los insomnes. Antes de echar una cabezada en su litera, Robert recorrió el pasillo, con la satisfacción de que todos los pasajeros a su cargo se encontraban arropados para pasar la noche tranquilamente. Si alguien necesitaba algo de madrugada, bastaba con llamarle al timbre. Estaría en pie al romper el alba, al cabo de unas cuantas horas.

En su cabina, Imogen yacía con Danny entre sus brazos. Estaba acurrucado junto a ella, profundamente dormido. Ella saboreaba la calidez de su cuerpo, el movimiento de su pecho al respirar sincronizado con el suyo, pero los pensamientos se le agolpaban en la cabeza. Se planteaba lo que le depararía el futuro. Tenía muchas cosas en las que pensar. Muchas decisiones que tomar. Pero, entretanto, iba a aprovechar al máximo la delicia de tenerlo junto a ella.

Cuando se estaba quedando dormida, pensó que quizá esto no fuese lo que su abuela tenía en mente al reservarle el billete…