Capítulo once

Adele aguardaba de pie en el andén de Filbury el tren con destino a Paddington. No quería esperar en la cafetería, tomándose un té imbebible, por si se topaba con algún conocido con ganas de entablar conversación, lo cual implicaría tener que andarse con evasivas. Además, le recordaba demasiado a Breve encuentro, y siempre había considerado a Celia Johnson una sosa de remate. De buena gana la habría empujado bajo aquel tren, pensó.

Al final, tras un largo dilema, había decidido ponerse traje en lugar del shantung. Parecía más formal que un vestido. Y, además, sabía que le sentaba de maravilla; la chaqueta, de lana color mostaza, era muy entallada y le realzaba la cintura, y los botones grandes le daban un toque chic. Con zapatos de tacón crema, bolso y guantes a juego, se sentía más segura que nunca.

El tren hizo su entrada y Adele se dirigió a toda prisa al vagón de primera clase. Allí también habría menos posibilidades de toparse con algún conocido. Se acomodó en el asiento y, cuando el tren echó a andar, aspiró el olor a combustión de coque que entraba por la ventanilla. A menos de un kilómetro, William estaría examinando a sus pacientes en la consulta, ajeno a su traición incipiente.

Solo que no tenía por qué ser una traición. Adele se dijo a sí misma que una vez que llegara a Paddington no tenía que acudir al Savoy necesariamente. Podía ir a una exposición, o a un espectáculo, o de compras, o llamar a alguna amiga, que estaría encantada de verla. Pasaría un día fuera de casa de lo más agradable.

Ni se acordaba de la última vez que William la había llevado a la ciudad. Antes solían ir bastante a menudo, para cenar y a lo mejor a bailar después, pero últimamente sus salidas eran contadas, a pesar de que deberían ser más frecuentes ahora que los niños estaban internos. Quizá debía insistir, u organizarlas por su cuenta. Pero en los últimos tiempos resultaba difícil saber si él llegaría tarde a casa.

Llegó a Paddington justo antes del mediodía. Se detuvo un momento en la explanada; a su alrededor pululaban hombres con bombín y chicas fumando. A continuación se dirigió a Praed Street. El tráfico parecía más congestionado que nunca: las furgonetas y las Vespas se disputaban con los taxis un hueco en los semáforos. Encontró un taxi libre y entró de un brinco.

Se apeó en Trafalgar Square. En su subconsciente se planteó ir a la National Portrait Gallery. Contemplar todos esos rostros siempre la fascinaba e inspiraba; trataba de imaginarse sus pensamientos y sentimientos, la verdadera conciencia de sí mismos al posar para el artista. Al fin y al cabo, nadie es realmente lo que aparenta para el mundo exterior. Hoy ella desde luego no lo era. Se detuvo unos instantes a observar las palomas. A primera vista, no era más que una respetable mujer felizmente casada y madre de dos hijos que se había dado el capricho de pasar el día en la ciudad.

Si hubiese girado a la izquierda, habría seguido siendo esa persona.

Aparentemente estaba tranquila y serena cuando torció a la derecha para seguir por el Strand, pero por dentro le hervía la sangre en las venas, como un cazo de leche a punto de ebullición. Entró al Savoy como si acostumbrara a hacerlo todas las semanas.

Se dirigió con aire resuelto al restaurante, tratando de no dejarse intimidar por su fastuoso glamour: las arañas, el pan de oro, sus magníficas dimensiones… Un maître con delantal blanco avanzó hacia ella con una sonrisa. «Voy a almorzar con Jack Molloy», le dijo ella, y al oírse pronunciar su nombre sintió un estremecimiento en su interior. El maître le hizo una cortés reverencia, sonrió y le señaló una mesa junto a la ventana.

Jack estaba recostado en la silla con una copa de vino en la mano derecha. Alzó la copa con la mirada clavada en ella. Supo que vendría desde el principio. A ella se le arrebataron las mejillas. Le temblaban las manos. ¿Por qué?, se preguntó. Al fin y al cabo, solo había ido a pedirle asesoramiento. Sintió que le flaqueaban las fuerzas.

Siempre se mostraba segura de sí misma, en cualquier evento social. ¿Iba a hacer el ridículo? Tal vez ya lo había hecho al presentarse allí. ¿Por qué no había roto la carta y se había quedado en casa? Justo en ese momento podía estar preparándole un sándwich de jamón a la señora Morris, su asistenta. Aburrido, quizá, pero seguro.

Qué tentador parecía ser aburrida y segura mientras pasaba junto a las mesas de los demás comensales…

Él se puso de pie para recibirla. Su sonrisa no era burlona, al contrario de lo que ella temía. Denotaba auténtico placer. Estiró los brazos para tocarle los codos al besarla en la mejilla; un gesto caballeroso, no indecoroso. Adele se sentó, con la lengua apelmazada, sin estar segura de qué decir.

Me alegro mucho de que haya venido —le dijo él—. Londres está tan deprimente últimamente… Y mi falta de atención en las cosas es notoria. Necesito novedades. —La miraba con deleite, como un crío que acabase de abrir el regalo de cumpleaños de sus sueños.

Bueno, estoy convencida de que se cansará de mí antes de que acabemos de comer. Dudo que tenga muchas cosas que contar que le interesen.

No pasa nada —contestó—. Es muy hermosa y de momento con eso me conformo.

Adele se ruborizó. Se odió a sí misma por sucumbir a su labia; tenía muy claro que sabía adular a su antojo. Estaba totalmente convencida de que se estaba aprovechando de su vanidad. Recordaba los apuros que había pasado esa mañana por sacarse el máximo partido y al mismo tiempo, por supuesto, no dar muestras de ello.

No obstante, le habría fastidiado que no hubiese hecho un comentario sobre su aspecto.

Gracias —dijo en un hilo de voz, y se sentó frente a él, consciente de que la escrutaba con atención. Cogió con gesto de gratitud la copa de vino que le sirvió. Tenía la boca seca. Hizo acopio de valor. Quería imponerse a su rival. Quería dejar patente que no era presa fácil. Quería cambiar las tornas—. De hecho —volvió a hablar—, quiero que me aconseje. Me estoy planteando abrir una galería y me gustaría que me asesorase.

En su fuero interno se alegró muchísimo al ver la sorpresa en su rostro. Le había pillado desprevenido.

Una galería —dijo él finalmente—. ¿Me puede dar más detalles?

Bueno…, la consulta de William ocupaba la casa de postas anexa a nuestra vivienda, pero ahora está vacía. Me estaba planteando qué hacer con ella. Iba a convertirla en una casita para invitados, pero me parecía de lo más aburrido. Así que pensé: ¿y una galería? Algo pequeño, sin demasiadas pretensiones… —Se calló, calibrando su reacción. Él asintió para que continuara—. Creo que tendría buena acogida en Shallowford. Hay un montón de anticuarios y mucha gente con dinero. Y me mantendría ocupada. —Se encogió de hombros con gesto cohibido—. Ahora que los niños están fuera, me aburro. Me daría un aliciente. Y sé que William me apoyaría.

En cierto modo, pensó que pronunciar el nombre de William en ese momento de alguna manera la protegería.

Entonces —dijo Jack—, ¿sabe que está aquí hoy?

Adele clavó la vista en el mantel. Estaba impoluto, de un blanco radiante. Horrorizada, se dio cuenta de que estaba sonriendo. Levantó la vista y miró a Jack directamente a los ojos.

No —respondió—. No lo sabe. —Jack sonrió con complicidad y ella se inclinó hacia delante—. Porque quiero investigar a fondo. No quiero acudir a él con un proyecto mal concebido y quedar como una ridícula ama de casa jugando a las tiendecitas. Quiero que la propuesta sea creíble.

Jack asintió.

¿De modo que quiere que le revele todos los secretos de mi oficio?

Adele se echó a reír.

No debe preocuparse por que represente una especie de amenaza. No voy a dedicarme a la compraventa de grandes maestros ni a la sensación del momento. Solo me preguntaba… si cree que sería viable o si le parece una idea absurda.

Jack cogió su copa.

Me parece una manera de lo más respetable de evitar que un ama de casa aburrida se meta en líos. —Tomó un sorbo de vino y se observaron fijamente.

Por un momento, Adele barajó la posibilidad de echarle encima el contenido de la copa. Era irritante. Condescendiente. Sin embargo, sabía que así era como en teoría debía sentirse. Se negó a morder el anzuelo.

Claro que si considera que no estoy a la altura para que comparta su sabiduría conmigo, le pido disculpas por mi atrevimiento. Me conformaré con aprender de mis errores.

Hubo un breve silencio. Adele se dio cuenta de que había sido más hábil que él y de que no estaba seguro de qué decir o cómo proceder.

Con mucho gusto le proporcionaré el asesoramiento necesario —afirmó finalmente—. Por supuesto que sí.

Gracias —contestó ella. Cogió la carta y la escudriñó para evitar que la viera sonreír. Se sentía exultante, y no estaba muy segura de lo que había desencadenado. La idea de una galería había surgido como un antojo, un capricho pasajero; pero, de repente, con el visto bueno de Jack, se convirtió en un proyecto fehaciente. Empezó a imaginárselo. La casa de postas era un edificio precioso. Resultaría fácil rehabilitarla. Se encontraba cerca de la calle principal, con buen acceso peatonal. La empresa no tenía por qué interferir en su vida privada. De hecho, era una idea sensata. Sintió un arrebato de excitación en su interior al ver que era una posibilidad más tangible.

El almuerzo fue sublime. Tomaron lenguado y de postre islas flotantes y se excedieron con el vino mientras barajaban multitud de posibilidades. Jack se mostró estimulante, entusiasta y lleno de ideas que Adele no se había planteado. Le habló de las subastas a las que la llevaría y de los contactos que le proporcionaría, y le prometió contarle todos los trucos del oficio —algunos honestos, otros no tanto—.

Adele se advirtió a sí misma que no debía dejarse llevar por el entusiasmo, pero de algún modo nada de lo que Jack sugería parecía imposible. Todo lo contrario. Al fin y al cabo, ella contaba con el local. Tenía algo de dinero —heredado de una anciana tía abuela— y, casi con toda seguridad, William la ayudaría en la inversión. No debía esperar mucho para planteárselo. Él se alegraría de que hubiese encontrado algo con lo que mantenerse ocupada, puesto que se mostraba reacio a dejarla que se involucrara en el consultorio.

Al final del almuerzo, se sentía achispada y pletórica.

No sé cómo darle las gracias —le dijo a Jack—. Esto va a ser increíblemente emocionante.

Se le han puesto los ojos chispeantes —señaló él.

Ella se echó a reír.

Debe de ser el vino. He bebido muchísimo.

Jack hizo una señal al camarero para que trajese la cuenta. El restaurante estaba empezando a quedarse vacío; a su alrededor, la gente apartaba las sillas para marcharse, ligeramente embriagados por la comida y el vino.

Adele cogió el bolso y los guantes y buscó con la mirada al camarero para que llamase a un taxi. Habían estado horas hablando. No recordaba la última vez que se le había pasado la tarde tan rápido.

Vamos a tomar café a mi club —dijo Jack.

Ella vaciló. Probablemente un café era justo lo que necesitaba, se dijo a sí misma. A decir verdad, se sentía algo mareada. Se tomaría uno. A las seis podía estar de vuelta en Paddington. Todo perfectamente respetable.

Estupendo —convino ella.

Jack la cogió del brazo. Parecía bastante natural.

Había sido un almuerzo de negocios, se dijo a sí misma. Pero a quién iba a engañar. A nadie, en realidad.

Caminaron. Atravesaron Covent Garden y siguieron por Shaftesbury Avenue para internarse en el lúgubre y frenético caos del Soho, en ese pequeño laberinto de calles que resultaban tan difíciles de distinguir. Bares, vallas publicitarias y carteles de Coca-Cola convergían codo con codo. Olía a café, a tabaco y a decadencia. Adele se sintió algo desconcertada. Le daba la impresión de que había gente haciendo cosas inapropiadas a horas inapropiadas del día: bebiendo cuando debían estar durmiendo, durmiendo cuando debían estar comiendo, comiendo cuando debían estar trabajando… Una somnolienta chica de aspecto lascivo con un camisón rojo bostezó desde una puerta. Un borracho se tambaleó hasta la calzada y por poco le atropelló un joven en un ciclomotor. Nada de ello parecía perturbar a un gato que permanecía impasible en el alféizar de una ventana. Adele se aferró al brazo de Jack, sin saber si asustarse o dejarse cautivar. Este no era su mundo. Ni por asomo.

Se detuvieron junto a una puerta verde. Jack dio dos golpes secos y se abrió inmediatamente. Una criatura con un vestido de noche blanco y el pelo bastante alborotado tropezó en los escalones delante de ellos y se desplomó entre un túmulo de tafetán. Se quedó boca arriba, con los ojos en blanco y los mechones de su melena rubio platino caídos sobre los hombros, igual que una sirena arrastrada a la orilla. Eran las tres de la tarde.

Hola, Miranda —dijo suavemente Jack, y saltó por encima de ella. Adele lo siguió y bajaron un estrecho tramo de escaleras. A estas alturas ya no sabía qué esperar. Cuando Jack mencionó el club, ella se había imaginado sillones de piel y una biblioteca de libros alineados donde solo se permitía la entrada a mujeres con invitación. El tipo de lugar al que podía ir William con uno de sus amigotes del consultorio.

Este club no tenía absolutamente nada que ver con eso. Dentro reinaba el caos. Un verdadero manicomio.

Detrás de la barra había una mujer negra, de aproximadamente metro ochenta de estatura, con el pelo recogido en un moño alto y un porte increíblemente majestuoso: llevaba un vestido verde y, encima, una chaqueta de caballero con las mangas remangadas, y todos y cada uno de sus dedos estaban cargados de anillos de oro. No daba abasto para servir a la chusma. A juzgar por lo que Adele veía, no había intercambio de dinero alguno, y la única bebida existente procedía de una sospechosa botella con un líquido blanco que la mujer vertía en vasos disparejos.

La gente discutía, reía, fumaba y bailaba por todos lados. Miles Davis sonaba en un par de altavoces. En uno de los rincones más oscuros, una mujer sollozaba. Llevaba un suéter de cuello alto naranja y gafas con montura negra. Daba la impresión de que le apetecía estar sola; de vez en cuando le daban una palmadita en el hombro o le rellenaban la copa. En otro lugar, una furiosa chica irlandesa leía la cartilla a tres hombres de mediana edad, que escuchaban su diatriba boquiabiertos.

En medio de todo eso había un bebé sentado erguido en un cochecito, sonriendo y haciendo palmas, con una capita de piel de conejo sobre los hombros y unos aritos en las orejas. A saber de quién sería. De vez en cuando alguien la cogía en brazos y la besaba antes de volver a colocarla en el cochecito.

Bienvenida a Simone’s —dijo Jack con una sonrisa.

¿Es esa Simone? —preguntó Adele, algo aturdida, señalando a la giganta a cargo de la barra. Jack se limitó a reír.

A Adele le daba la sensación de estar en otro mundo; como si, al igual que Alicia, hubiese caído por una madriguera y se hubiese adentrado en un reino donde nada tenía sentido. Sin embargo, no se sentía fuera de lugar, pues al parecer no existía ninguna regla sobre el tipo de cliente que tenía derecho a estar allí. Por lo visto, la única regla era emborracharse, la cual casi ya había cumplido. Jack le ofreció un taburete y un vaso mugriento con un líquido claro irreconocible con el que le ardieron las entrañas. En cuestión de segundos se evaporó el desasosiego que pudiera tener y se sintió como una más entre el gentío. No había miramientos ni ceremonias. Nadie juzgaba a nadie ni asumía nada ni le importaba un rábano quién era ella o su procedencia. Daba la impresión de que la aceptaban sin más, lo cual resultaba muy reconfortante.

En Shallowford era la mujer del médico. Esto le otorgaba un gran estatus social, pero en realidad a nadie le interesaba lo que tuviera que decir; en cambio, estaban pendientes de cada palabra que pronunciaba William. Hasta ahora no le había importado. Tenía asumido su papel. De pronto, sin embargo, le estaban preguntando su opinión sobre cualquier cosa, desde la mejor manera de cocinar las alcachofas hasta las diabluras de Che Guevara en Cuba. El único tema en el que tenía autoridad eran las alcachofas (a la vinagreta; en esto se mostró categórica), pero era lo de menos: en cualquier caso, se valoraban sus opiniones. Todo el mundo se encontraba en un agradable estado de embriaguez. Relajado y cordial.

Esta chica tiene un ojo único para las obras maestras —comentaba Jack a todo aquel que escuchase—. Voy a formarla. Lo lamentaré, porque lo último que necesito es competencia. Pero ya veréis…

Adele sintió una agradable sensación; no estaba acostumbrada a ser objeto de atención y halagos. Sintió que le daban alas, que se convertía en otra persona: en una sofisticada marchante de arte metropolitana. Hasta entonces jamás había sentido necesidad de ser otra persona, pero ahora que se le había despertado ese deseo, le dio rienda suelta desempeñando el papel, interpretando la imagen que daba Jack de ella, contando a todo el mundo los planes que tenía. Pero Simone’s era así. Notó que allí todos interpretaban un papel, que vivían una fantasía.

Engañándose a sí mismos.

Pasó la tarde fumando un cigarrillo tras otro, lo cual era impropio de ella; ocasionalmente fumaba uno después de cenar, pero daba la impresión de que era de rigor encender el siguiente antes de acabar el anterior, y acabó contagiándose del ambiente del lugar.

Se sentía resplandeciente, lánguida. Una sensación de expectación latía con fuerza en su interior: su futuro se desplegaba ante ella, brillando como un hilo de plata, en contraste con el sombrío vacío que se había cernido sobre ella hasta ahora. Jamás hasta ese momento había sentido que podía hacer cualquier cosa. Estaba eufórica.

De pronto se dio cuenta de que eran más de las seis. La invadió el pánico. El último tren salía a las siete menos diez. No tendría posibilidad de regresar a casa y, si por algún milagro llegaba al tren —si saliera con retraso—, no podía aparecer como una cuba. Sería totalmente impropio de ella. Normalmente no se emborrachaba, pero por alguna razón aquella tarde se había bebido todo lo que le habían puesto por delante, y la bebida, como suele pasar, la había hecho sentirse invencible y un poco temeraria.

Entró al aseo a sopesar la situación. Estaba mugriento, con grietas en el lavabo y sin jabón ni toalla. Se dio cuenta demasiado tarde de que tampoco había papel higiénico. El olor le provocó náuseas, aunque probablemente lo que le revolvió el estómago fue la poca costumbre de beber y fumar mezclado con el pánico.

Se echó agua fría por la cara para despejarse. Presentía que nadie del club se compadecería de ella ni la recriminaría, y menos aún Jack. Daba la impresión de que nadie actuaba con responsabilidad ni conciencia. No había visto a nadie mirar la hora en toda la tarde. No tenían que estar en ningún otro sitio; ni había nadie a quien dar explicaciones.

Se apoyó contra la puerta del baño tratando de poner en orden sus pensamientos y actuar con sensatez. Se planteó coger un taxi a Shallowford o, más seguro y menos sospechoso, pasar la noche fuera de casa. El hecho de imaginarse entrando por la puerta dando tumbos era superior a ella. Quedarse en Londres le resultaría mucho menos comprometedor. Salió del baño, se abrió paso como pudo entre la multitud —a estas alturas el club estaba abarrotado— y se internó en la fría y húmeda noche en busca de una cabina.

Shallowford 753 —le indicó a la operadora.

Brenda me ha pedido que pase aquí la noche —le dijo a William cuando descolgó, con sumo tacto para no dejar traslucir su estado—. Quiere que la ayude a elegir el papel de pared y unas cosas.

Por supuesto, querida —repuso William—. Dale recuerdos de mi parte, ¿vale?

Por supuesto, querido —repitió ella.

Te oigo rara.

La línea está fatal —contestó, y pulsó para cortar la llamada.

Colgó el auricular. Apoyó la cabeza contra el frío cristal mientras se preguntaba qué diablos le estaba pasando. Necesitaba recomponerse, buscar un pequeño hotel… Abrió la cartera para ver el dinero que llevaba encima. No mucho. Tendría que ser algo modesto. A lo mejor podía pedirle a Jack que le prestase algo…

Pero no podía volver a franquear la puerta verde. Llamó una y otra vez tal y como había hecho Jack, pero nadie la oía. Al cabo de diez minutos empezó a invadirla el pánico. La indignaba que Jack no hubiera salido a buscarla. Cualquier caballero lo habría hecho, ¿no? Si le importara lo habría hecho, ¿no? Estaba a punto de darse la vuelta y buscar un taxi —al llegar a casa tendría que entrar a toda prisa para coger dinero— cuando la puerta se abrió de pronto y salió la chica irlandesa atropelladamente, con los ojos encendidos.

Se detuvo un momento y miró a Adele.

Estás con Jack Molloy. —Sonó como una acusación en lugar de una pregunta.

Adele frunció el ceño, dudando si admitirlo o negarlo, pero tenía las pruebas en su contra. Se le revolvió el estómago. ¿Y si esa chica era amiga de la mujer de Jack? Cabían pocas posibilidades; daba la impresión de que Rosamund era una mujer de lo más refinada, y esa chica tenía una pinta bastante ordinaria, embutida en aquella falda de tubo y con aquellos tacones de vértigo.

Sí —respondió, y añadió—: Me está asesorando en mi empresa.

Sonaba a la defensiva. Y culpable.

La chica la escrutó, examinándola con recelo de arriba abajo.

Es un monstruo. ¿Lo sabías? —Adele negó con la cabeza. Apenas le conocía—. No tiene un mínimo resquicio de bondad. Es incapaz de dar. —Movió la cabeza en señal de indignación—. Solo de recibir.

Oh. —Toda esa información la dejó bastante alarmada.

Por un instante la chica pareció ablandarse y Adele vio en sus ojos un atisbo de lástima. La chica le tocó el brazo y le dijo suavemente con tono de preocupación:

Ten cuidado, querida, eso es todo. No esperes nada de él para no llevarte decepciones. De hecho, yo de ti me alejaría de él, ahora que estás a tiempo.

Y desapareció por Dean Street antes de que Adele pudiese preguntarle algo. No tenía ni idea de si la había advertido por experiencia propia o si había sido una mera observación. Tenía la sensación de que le faltaba el aire. Las últimas palabras de la chica revelaban verdadera preocupación. ¿A qué se refería? ¿Sería Jack una especie de estafador? ¿La timaría para que desembolsase dinero? ¿O algo más siniestro? Adele se estremeció en el frío aire de la noche.

Al pensarlo con el tiempo, debería haber ido a buscar un hotel en ese preciso instante, pero la puerta seguía abierta y pensó que como mínimo debía despedirse. Y, a fin de cuentas, daba la impresión de que la irlandesa estaba un poco trastornada. ¿Y si Jack había hecho caso omiso de sus insinuaciones tiempo atrás? No parecía de las que se tomaban bien las negativas.

Adele bajó las escaleras a trompicones. Empezaba a sentirse fatal, como se siente uno cuando ha estado bebiendo y de repente para. La sala parecía aún más oscura y abarrotada. La música sonaba más fuerte y el ambiente estaba cargado de humo.

Pensaba que me habías dejado plantado.

Jack poseía un brillo en la mirada que no tenía durante el almuerzo; Adele notó que estaba muy borracho, más que ella, aunque seguramente estaría acostumbrado. Por un momento sintió un miedo terrible de que él hubiera preferido que le hubiese dejado plantado, de que no la quisiera allí, de que ahora que se encontraba con sus amigos bohemios le estuviese cortando las alas. Esto la hizo caer en la cuenta de lo mucho que deseaba su aprobación, importarle, encajar.

Entonces él pareció ablandarse, alargó un brazo y tiró de ella. Bajó la mirada e inclinó la cabeza para besarla suavemente.

Si no hubiera hecho eso, puede que ella hubiese recobrado la sensatez para huir, pero aquel beso se le antojó un mundo. Se apretó contra él y Jack levantó una mano para enredar los dedos en su pelo. Nadie les prestó atención.

El mundo de Adele dio un vuelco, pero, al parecer, el del resto permaneció inmutable.

Jack se llevó a Adele a su apartamento, que se encontraba a dos calles, encima de una cafetería italiana. La música de la gramola se dejaba sentir desde la puerta y una panda de jóvenes con cazadoras de cuero holgazaneaba en la acera, fumando y riendo. Saludaron a Jack cuando pasó junto a ellos.

A Adele le sorprendió la sobriedad del apartamento. Se lo había imaginado desordenado y extravagante, pero era de lo más austero. El salón tenía ventanas de guillotina vestidas con cortinas largas de terciopelo. El mobiliario se reducía a un sofá que ocupaba toda una pared, una mesita baja cubierta de libros de arte y catálogos de subastas y la mesa de campaña de Jack. Todo estaba muy ordenado y organizado; cada cosa tenía su lugar.

Solo lo tengo para descansar un rato —le dijo— y para despachar la correspondencia. Nunca traigo a clientes aquí.

¿Y mujeres?, se preguntó ella; él le leyó el pensamiento, porque se echó a reír. A Adele se le estaba pasando el efecto de las copas y se encontraba nerviosa, insegura. Por el amor de Dios, ¿qué estaba haciendo allí? Ir a su apartamento solo significaba una cosa para un hombre como Jack, y ella no tenía ninguna intención de sucumbir.

Lo siento —dijo ella—. Tengo que marcharme…

Tonterías —replicó él—. El último tren habrá salido hace rato y es demasiado tarde para empezar a llamar a la puerta de la gente; con eso solo levantarías sospechas.

Puedo buscar un hotel.

Después de todo, se encontraba en el West End y estaba segura de poder inventar una excusa para inspirar lástima en lugar de sospecha, siempre y cuando nadie notase su aliento a alcohol. Tenía el aspecto de una mujer respetable.

En ese momento él alargó una mano y le pasó un dedo por la clavícula.

Te deseo —le dijo.

Ella inclinó la cabeza ligeramente hacia atrás. Sintió la más leve de las caricias sobre la garganta cuando él le rozó con el pulgar donde le latía el pulso.

No puedo.

¿Por qué no?

Porque está mal.

¿Quién va a enterarse?

Todo el mundo, pensó ella. Todos los que estaban en Simone’s esa tarde. Al marcharse notó las miradas de complicidad. Recordó la advertencia de la chica irlandesa: «Ten cuidado, querida, eso es todo».

Jack se acercó más a ella. Su colonia la envolvió.

Nadie se enterará, a menos que estén en esta habitación, observándonos. Solo serán conjeturas.

Agachó la cabeza para besarle el cuello. A ella la invadió una sensación iridiscente, como si su piel despidiese halos relucientes. Para su desgracia, dejó escapar un sonido indefinido, entre suspiro y gemido.

Es lo que deseas —musitó él.

Lo sé…

Lo lamentarás si no lo haces. Siempre te preguntarás…

Ella era consciente de que la estaba manipulando. Era consciente de que entendía tan bien a las mujeres que identificaba de inmediato sus puntos débiles, sus deseos más ocultos. Pero nadie la había hecho sentirse así jamás.

Y a continuación él se detuvo. Se apartó de ella. Bajó las manos.

No voy a obligarte a hacer nada que no quieras.

Se acercó al tocadiscos que había en un rincón de la habitación. Cogió un elepé y sacó el disco de la funda.

Una terrible sensación se apoderó de ella. Una sensación de frío y desamparo.

Cruzó la habitación y le quitó el disco de las manos. Le puso la mano sobre la nuca y lo atrajo hacia ella para besarle. En ese preciso momento sintió que se rompían los votos de su matrimonio. Cada palabra que había pronunciado aquel día hacía diez años, arrodillada delante del altar, vestida de satén blanco, quedó en nada. No pensó en William, tumbado en la cama en Shallowford, ni en los niños, que dormirían plácidamente en el internado, ni en lo que su traición significaría para ellos.

Pensó únicamente en sí misma.

Al despertarse temprano a la mañana siguiente estaba temblando, pese a que la habitación estaba caldeada y que había dormido bien arropada con un edredón de seda rosa. Pensó que quizá se debía a la conmoción, al trauma físico y mental que sufría por lo que había hecho. La luz que se filtraba entre las cortinas le anunciaba un nuevo día, el primer día de su vida como adúltera. Sintió náuseas a consecuencia del miedo, la culpabilidad y el exceso de alcohol: su escudo protector se desintegró, dejándola vulnerable e indefensa.

Miró el cuerpo que dormía junto a ella y se preguntó cómo había podido arriesgarlo todo voluntariamente. Su matrimonio, su integridad, su cordura. Entre otras cosas, no sabía nada de ese hombre salvo lo que había querido contarle. No tenía la más mínima prueba de que fuese verdad. Por lo que tenía entendido, el apartamento ni siquiera era suyo. Podía ser un loco…, un asesino. ¿Y si las mujeres como ella eran su presa y las engatusaba con su innegable encanto para después chantajearlas? Se imaginó cómo esos ojos que tanto la habían cautivado se tornaban insensibles al pedirle dinero antes de marcharse, dinero a cambio de guardar silencio. Chantajear a la mujer de un respetable médico… Qué fácil…

Salió a hurtadillas de entre las sábanas, corrió al baño, cerró el pestillo, se puso las manos sobre la cabeza y se tiró del pelo con ansiedad por lo estúpida que había sido al tiempo que se miraba en el espejo. Débil, frívola, vacía, ensimismada. Tenía la frente moteada de sudor; su tez mostraba un aspecto graso y apagado. Unas bolsas oscuras le rodeaban los ojos. «Pues esta mañana no despierta tanto atractivo, señora Russell», pensó, presa del pánico.

Se aseó lo más silenciosamente que pudo y se restregó los dientes con el dedo untado con dentífrico. No tiró de la cisterna; no quería despertar a Jack. Volvió al dormitorio sigilosamente y buscó su ropa. Se vistió y localizó los zapatos y el bolso; él seguía profundamente dormido. Comparada con la mujer de punta en blanco que había acudido al Savoy el día anterior, se encontraba en un estado lamentable. La ropa estaba arrugada; las medias, enganchadas. No llevaba perfume para echarse; lo tenía en su bolso de diario. No había previsto que lo necesitaría.

Se preguntaba si Jack fingía dormir para evitar una despedida embarazosa. Le traía sin cuidado. Salió de puntillas del apartamento y bajó las escaleras con los zapatos en la mano. Abrió la puerta del portal y salió a la calle. Sintió una bofetada de frío que le caló los huesos. La sensación de frío siempre se acentuaba con el cansancio. La cafetería estaba cerrada; los postigos, echados. La camioneta de un repartidor de leche pasó traqueteando, lo cual le recordó lo sedienta que estaba. Pensó en darle el alto, pero quería huir cuanto antes.

Una mujer que pasaba la miró de arriba abajo con desaprobación. Adele sospechaba que su aspecto revelaba precisamente lo que era: una mujer perdida saliendo de la guarida de su amante. Jamás en su vida se había sentido tan sucia ni tanta repulsión hacia sí misma.

Se dirigió renqueando a Shaftesbury Avenue, levantó la mano y paró el primer taxi que encontró.

El trayecto a casa se hizo interminable.

Le pidió al taxista que parara en Fenwick’s, en Bond Street. Los grandes almacenes estaban llenos de mujeres normales y felices, sin sentimiento de culpabilidad, mujeres que se daban el capricho de comprarse una nueva barra de labios o un conjunto para una ocasión especial. Adele se compró unas medias para reemplazar las que se le habían roto la noche anterior y se las puso en el baño. Tiró las viejas a la papelera, profundamente avergonzada por tratar de encubrir las pruebas de su reprobable acto. A continuación volvió a la tienda y cogió al azar unos guantes, un cepillo y un tarro de crema para el cutis. No necesitaba nada de eso y lo podía haber comprado todo en Filbury, pero era incapaz de pensar más allá del hecho de que necesitaba alguna prueba de normalidad, aunque solo fuera para sí misma, y algún tipo de coartada. Una mínima justificación para demostrar que su comportamiento había sido de lo más inocente en las últimas veinticuatro horas.

En el tren, se sentó con el bolso y la compra en el regazo y la cabeza apoyada contra la ventanilla. Tenía los ojos irritados por el cansancio. El cuerpo dolorido. No se explicaba por qué.

Llegó a mediodía. William, gracias a Dios, no comía en casa. Solo tuvo que dar la cara ante la señora Morris, que se marchó sobre la una. No podía pensar en comer, a pesar de que la señora Morris le había dejado preparado jamón de york y un bol de ensalada verde.

Llenó la bañera hasta arriba para darse un baño bien caliente, imaginando que de algún modo absorbería sus pecados. Su cuerpo todavía olía a la colonia de Jack. Había visto el frasco en el baño de su apartamento: Zizonia, de Penhaligon. La sumió en un estado de ensoñación, congoja y desasosiego. Pues, a pesar de sentirse peor que nunca en su vida, la embriagaba el recuerdo de lo que habían hecho. No podía evitar revivir cada momento turbulento, delicioso.

Para cuando William llegó a casa, se sentía limpia, pero aturdida. Hizo un esfuerzo por cenar con él. Cada bocado suponía un reto. Se preguntaba si algún día volvería a disfrutar de la comida. Daba la impresión de que se alegraba mucho de verla y se interesó por Brenda.

Es de lo más quisquillosa y necesita ayuda para elegir cualquier cosa —contestó—. Creo que, al haber pasado tanto tiempo en Kenia, se siente desfasada y no sabe qué comprar.

Debería comprar lo que le guste. —William nunca entendía por qué las mujeres se angustiaban por las cosas.

Oh, no es tan sencillo, y lo sabes. De todas formas, tiene su gracia ayudar a alguien en la decoración. El caso es que, mientras estaba con ella, se me ha ocurrido una idea fantástica. —¿Por qué no contárselo ahora?—. He pensado en abrir una galería de arte. En la antigua consulta. ¿Qué opinas?

¿Por qué demonios se lo había dicho? ¿De verdad tenía intención de seguir adelante con el proyecto? ¿Y por qué no?, pensó. Podía hacerlo sola. No necesitaba ayuda de Jack Molloy. Podía empezar en plan modesto e ir consolidándola poco a poco. Le daría un aliciente a su vida. En realidad sería un pasatiempo pretencioso, pero podía ser divertido. Y quién sabe hasta dónde llegaría.

Con suerte, lo más lejos posible del Soho.

William ladeó la cabeza en actitud pensativa.

Suena bastante bien —respondió finalmente—. Mientras no tengamos hordas de gente vociferando por ahí.

Adele quitó la mesa y fue a por dos tazones de melocotón Melba.

Voy a hacer números para ver cuánto costaría. —Las manos le temblaban de agotamiento—. Y llamaré a un constructor para que venga a ver cómo podría rehabilitar el espacio. No creo que suponga demasiado trabajo. —A pesar de sus entusiastas palabras, estaba deseando meterse en la cama. Si pudiera dormir, podría zafarse del horror de lo que había hecho—. Creo que voy a acostarme pronto —le dijo a William mientras echaba un chorro de Fairy en el balde de los platos—. La habitación de invitados de Brenda da a la carretera. Apenas he pegado ojo.

Mientras él se fumaba el consabido puro de después de cenar en el jardín mirando las rosas, ella hurgó en su maletín y encontró un frasco de pastillas para dormir. No podía garantizar que Jack Molloy no se le apareciera en sueños. Ya estaba empezando a merodear por los límites de su consciencia: sus ojos oscuros, su pelo negro, su perenne sonrisa… Por mucho que intentase olvidarse de él y de lo que habían hecho, las imágenes la traicionaban.

A la mañana siguiente se sentía mejor. Más tranquila, y el sentimiento de culpa por lo que había hecho se había disipado levemente. Había llegado a la conclusión de que todo el mundo tiene derecho a cometer un error. Había tenido un momento de debilidad. «Estas cosas pasan», se dijo a sí misma —aunque le costaba imaginar a cualquiera de sus amigas en una situación parecida—. ¿Por qué no se limitaba a ser respetable y a contentarse como ellas? ¿Qué demonios le pasaba?

Resolvió centrarse en su familia. En William y los niños. No estaba dispuesta a perderlos así como así por un poco de emoción, una retahíla de halagos y una noche de…

No quería pensar en la noche anterior. Si la recordaba, flaquearía y sus pensamientos la apartarían del buen camino.

Ese fin de semana, William y ella tenían previsto salir con los niños durante su primer permiso —solo una tarde libre, pero Adele se moría de ganas de verlos—. Por primera vez desde su hazaña, se despertó pensando en ellos en vez de en Jack Molloy. Mientras se arreglaba para salir, rezaba para que Jack se diese por satisfecho con haberla seducido, la descartara como a cualquier otra conquista y se centrara en la siguiente víctima incauta sin más. Entretanto, ella lo enterraría en el olvido, poniéndolo a buen recaudo entre bolitas de alcanfor como si se tratara de un vestido inapropiado que no quisiera volver a ponerse jamás.

Adele y William realizaron el corto trayecto a Ebberly Hall. Ella no cabía en sí de emoción y durante el camino no paró de hablar sobre sus planes para la galería.

Ayer vino el carpintero para valorar lo de agrandar las ventanas y poner un escaparate. Será un poco lioso, pero dice que se puede hacer. Y colocará molduras de madera en las cuatro paredes del local, así que será fácil colgar los cuadros. Y puede hacer un cartel como Dios manda para la fachada; he pensado en rojo oscuro con letras doradas. ¿Qué opinas?

¿Cómo se va a llamar?

Russell Gallery, naturalmente. ¿A que suena bien?

Ya lo creo. —La miró de soslayo y sonrió—. Suena genial.

Les dieron la bienvenida a Ebberly Hall dos chiquillos revolucionados que daban la impresión de haber crecido como mínimo cinco centímetros desde la última vez que los vieron. Adele los achuchó, con sus naricitas pecosas, sus orejas de soplillo y los bolsillos llenos de castañas. Ellos eran lo importante, esas dos criaturas.

Llevaron a los niños al salón de té de la localidad vecina, donde se atiborraron de bollos, crema y mermelada. Después de varios días sin apenas comer, de repente Adele recuperó el apetito y se sintió más fuerte. Le compró a cada uno un pan de jengibre para que se lo llevaran al colegio.

Volver a dejarlos allí fue una tortura. Cuando el coche subía por el camino de entrada, el pánico se apoderó de ella. Al menos sabía que allí eran felices; parloteaban sin cesar de todo lo que habían hecho y de sus nuevos amigos. Al abrazarla para despedirse —todavía no habían llegado a esa edad en la que el contacto físico con la madre inspira rechazo—, sintió que recuperaba toda su resolución. Ellos, con sus rodillas con costras y sus sonrisas angelicales, eran su razón de ser.

¿Por qué lloras? —le preguntó Tim, preocupado; ella notó que tenía lágrimas en las mejillas. Normalmente procuraba por todos los medios no llorar al despedirse de los gemelos. Le gustaba darles buen ejemplo.

Porque os quiero mucho y me hacéis muy feliz —respondió—. Llorar no siempre significa que estés triste.

Durante el trayecto de vuelta a Shallowford, la invadió un terrible vacío. No soportaría el silencio de Bridge House.

¿Por qué no cenamos fuera? —le propuso a William—. Anda, por favor. Hace siglos que no salimos los dos solos.

Tengo un montón de papeleo pendiente —contestó—. Solo quiero cenar tranquilo y sentarme en el estudio, poner algo de Brahms y revisarlo todo. ¿Te importa si no salimos?

Sí que le importaba. Y mucho.

No, claro que no. No pasa nada —respondió—. Prepararé unas tortillas.

No tenía ganas de cocinar algo más elaborado, pero William se mostró más que satisfecho con su sugerencia.

Esa noche William la apretó contra sí, pero ella fingió estar dormida. Era la primera vez que lo hacía, pero sabía que si hacían el amor se descompondría. Los recuerdos que intentaba borrar solo estaban bajo la superficie. Aflorarían de nuevo al menor contacto físico. Necesitaba más tiempo para que se desvaneciera el recuerdo de aquella pasión. En vez de eso, se quedó acurrucada en los brazos de William y rezó para conciliar el sueño.

Al cabo de unos cuantos días, el estado emocional de Adele recobró por completo su equilibrio.

Desaparecieron el sentimiento de culpa y vergüenza y la angustia que la atenazaba. Los recuerdos volvían a aflorar, no como algo de lo que avergonzarse, sino como una fantasía que dudaba haber vivido. Su subconsciente jugaba con ella, enviándole imágenes cuando menos lo esperaba. Se ponía a hablar con el carpintero y de repente le venía a la cabeza la tibieza de los labios de Jack sobre su clavícula o el peso de su cuerpo sobre ella.

Disculpe —decía, ruborizada, al tiempo que el carpintero le explicaba los distintos tipos de madera para los marcos de las ventanas—. ¿Cómo dice?

Comenzó a preguntarse qué sería de Jack. Hacía lo posible por quitárselo de la cabeza, pero por algún motivo no recordaba la fría sensación de terror de la mañana siguiente, la congoja al salir a hurtadillas, sino el calor de la noche anterior.

Por encima de todo, no soportaba pensar que Jack habría pasado a su siguiente conquista, que ella no le hubiese dejado huella. Quería ser importante para él. O al menos saber qué efecto había producido en él la noche de pasión. Deseaba que soñara con ella día y noche, al igual que le ocurría a ella.

Como es lógico, no tuvo noticias de él. Lo cual, desde luego, era lo mejor que podía pasar. Y, entretanto, los planes de la galería se llevaban a cabo a ritmo acelerado. Ahora la casa de postas lucía dos escaparates a sendos lados de la puerta. Gracias a ello, el espacio interior había ganado luminosidad, y lo habían pintado en un alegre amarillo pálido. También había reformado el antiguo despacho de William e instalado una nueva línea de teléfono. Aún no había llamado nadie, pero practicaba diciendo «Russell Gallery» al descolgar el auricular.

Todavía faltaba muchísimo para la apertura. Disponía de pocas existencias; iba a pasar los tres meses siguientes comprando cuadros. Sobre la mesa de trabajo había un montón de catálogos de subastas que había recibido, además de catálogos de otras galerías para comparar el material y los precios.

A la semana siguiente llegó el catálogo de una subasta en Chelsea. Tenía una interesante variedad de lotes y Adele pensó que seguramente se haría con unos cuantos cuadros por un precio razonable. Decidió ir.

Solo se estaba engañando a sí misma. Sabía perfectamente que Jack estaría allí. Había visto con sus propios ojos el catálogo sobre su mesa. Pero en su subconsciente se dijo que podía afrontar verlo. Ahora era una mujer de negocios.

No obstante, se puso el traje rojo con el cuello de piel que se había comprado en Hepworths, el cual acentuaba su parecido con Liz Taylor más que de costumbre. En su fuero interno se dijo que era para parecer más resuelta e independiente, pero sabía que le entallaba la cintura de maravilla, que le estilizaba las piernas y que la piel de zorro le daba voluptuosidad al pecho.

Pujó con éxito por cinco cuadros y se sintió eufórica mientras el subastador anotaba sus datos y gestionaba la entrega. Al firmar los documentos, olió una fragancia que le resultaba familiar. Zizonia. Era embriagadora y atrayente. Se dio la vuelta y Jack bajó la vista hacia ella.

Vaya derroche —comentó.

Voy a abrir la galería —le dijo ella—. Seguí tus consejos.

Entonces deberíamos comer juntos para celebrarlo.

Ella no puso reparos. Podían hablar de su nueva empresa, se dijo para sus adentros. Todavía había muchas cosas que no tenía claras… y él tenía años de experiencia.

A media tarde ya estaba en sus brazos, luego en su cama, luego fuera de sí.