Capítulo siete
Hacía una mañana de abril de lo más fresca y despejada; el frío todavía se dejaba sentir, pero las perspectivas eran prometedoras, de las que te embargan de alegría ante la expectativa de los meses cálidos que se avecinan. La gente se deslumbraba por el sol al salir del metro en la estación Victoria y adentrarse en la explanada del vestíbulo. Las palomas picoteaban las migas entre pies que caminaban a toda prisa y desperdicios. Los avisos por megafonía de los trenes resonaban sobre las cabezas de los pasajeros; las palabras flotaban hacia el cielo hasta enmudecer para siempre entre los minúsculos túmulos de nubes blancas.
Archie avanzó con paso decidido bajo el panel de salidas, dejando atrás a la gente que esperaba con la vista hacia arriba el anuncio de sus andenes. Llevaba una cazadora Gladstone de cuero curtido en una mano y un viejo impermeable heredado de su abuelo colgado del hombro derecho. Vestía una camisa de cuadros Tattersall con corbata de seda y unos pantalones de pana; confiaba en ir bien vestido. No había querido ponerse el traje oscuro. Ya se lo había puesto bastante en las dos últimas semanas, con todos los viajes al abogado y, claro está, el funeral. No le importaría perderlo de vista para siempre.
Al fondo del atestado andén divisó la sala de espera donde los pasajeros aguardaban el convoy inglés, el Pullman, el tren que los conduciría a Folkestone. Allí cruzarían el Canal hasta Calais, donde el convoy continental, con los históricos coches cama, los esperaba. Una elegante pareja cogida del brazo estaba a punto de entrar. Ella llevaba un abrigo de piel dorado a media pierna y él lucía un traje de Savile Row de corte impecable. Archie observó cómo un mozo uniformado les abría la puerta y desaparecían en el interior.
No estaba preparado para esto. Echó un vistazo a su alrededor para ver si había algún bar abierto. Solo un whisky escocés rápido, para hacer acopio de valor vikingo. Cualquiera necesitaría una copa en esta situación, ¿no? Aunque, ¿en serio quería presentarse con el aliento de haber empinado el codo y que se le trabase la lengua? Después de todo, no había desayunado nada. Pediría un café en cualquier puesto; tardaría cinco minutos en recomponerse.
Se tomó un espresso y sintió una inyección de cafeína. Una parte de él tenía ganas de reírse por lo absurdo de la situación. La otra, de darse la vuelta y coger un taxi derecho a Paddington para tomar el tren de regreso a casa.
Era tan típico de su amigo… meterle en estos berenjenales. En los últimos dos años, Jay se había mostrado ansioso por casar a Archie, justo desde la ruptura de su relación con Kali. Kali era una neozelandesa fuerte y luchadora con sentido del humor y una energía inagotable. Después de cinco años saliendo juntos, Archie y Kali tenían previsto irse a vivir a Nueva Zelanda y hacerse cargo de la granja de los padres de ella, pero Archie se había rajado a última hora. El amor a su propia familia, a su propia granja y a sus amigos tuvo más peso en conjunto que el que sentía por Kali. Ella lo entendió, porque Kali era de ese tipo de chicas, razón por la que la quería, pero el caso es que no deseaba vivir en la otra punta del mundo.
Desde que rompieron, Jay no había dejado de ponerle a tiro chicas guapas. Él, invariablemente, las tenía a pares. Archie había tonteado con algunas. De vez en cuando le duraban más de unas cuantas semanas. Pero desde Kali nunca había sentido la auténtica chispa. En su opinión, todas eran iguales, y no era de esos que daban cancha si realmente no sentía nada.
—Estoy bastante bien así —solía repetir, pero Jay seguía tendiéndole trampas, como si tal cosa. Por lo visto, incluso más allá de la tumba. De modo que ahí estaba, a punto de conocer a su cita a ciegas. Imaginaba que podía haber sido peor. El premio podía haber consistido en un viaje al parque temático Alton Towers o a un todo incluido. Entonces sí que se tendría que haber planteado seriamente faltar a su promesa. En su momento pensó que no existía la más remota posibilidad de ganar, pero había dado su palabra.
Archie volvió a leer el perfil de la chica y suspiró. Emmie Dixon. Sobre el papel sonaba interesante, pero, por lo demás, toda esta historia era injusta para ella. Confiaba en que no hubiese depositado sus esperanzas en una especie de aventura romántica con final feliz. Si tenía un mínimo de sentido común, no lo haría. Con un poco de suerte, simplemente le apetecería hacer el viaje y lo consideraría un mero montaje publicitario.
Lo único bueno era que Todavía en el Mercado no estaba grabando la condenada historia de principio a fin. De haber sido así, ni que decir tiene que se habría puesto firme. Eso sí, le tenía pavor a la sesión fotográfica para la prensa, el único requisito. Archie era bastante reservado y discreto y no le gustaba llamar la atención.
Se imaginaba lo mucho que Jay habría saboreado una oportunidad como esta. Le habría sacado todo su jugo. Era muy extravertido, un personaje. Archie trató de no imaginárselo haciendo su papel ante las cámaras. Pensar en Jay todavía le resultaba demasiado doloroso. Notaba que la tensión le comprimía desde la nuca hasta el cráneo. Esperaba no sufrir otro dolor de cabeza como los que venía padeciendo últimamente. No comía ni dormía como es debido. Su madre le estaba volviendo loco, mandándole comidas para calentar en el microondas. Permanecían en la nevera, intactas, hasta que tiraba el contenido a la basura y le devolvía los platos, fingiendo que se las había comido. Había perdido tres kilos en un mes.
Tiró el vaso vacío a la papelera y se dirigió a la sala de espera del convoy inglés. Fuera había una alfombra roja y dos plantas de boj flanqueaban la puerta de cristal arqueada. Encima se veía un cartel que rezaba: «Orient Express Venecia-Simplon».
Empujó la puerta. El interior de la sala era lujoso, con paredes rojas y relucientes suelos de parqué. Echó un vistazo a los viajeros que facturaban el equipaje en el mostrador. Todos sonreían y charlaban, embriagados de romanticismo y glamour. Todo el mundo iba vestido para la ocasión, engalanado, bien peinado y acicalado. El ambiente estaba cargado de perfume, colonia y expectación.
Mientras miraba a su alrededor, se le acercó una mujer vestida con un traje gris, a la que acompañaba un hombre con una cámara colgada al cuello. La mujer, que llevaba gafas con montura roja y un montón de joyas voluminosas, sonreía como una hiena.
—¿Por casualidad no serás Archie Harbinson? —Archie se sintió acorralado. Debería negarlo. Irse sin más—. Te he reconocido por la foto.
Otra cosa no, pero Jay era concienzudo. Cómo no iba a enviar una foto…
—Sí. Soy yo —confesó Archie, apretando los dientes.
Ella sonrió aún más y le tendió la mano.
—Soy Patricia, de Todavía en el Mercado. Me alegro mucho de conocerte. Y enhorabuena. Ha sido una elección francamente difícil: hemos tenido cientos y cientos de solicitudes.
—No me digas… —La de gente desesperada que había por ahí… La mayoría se merecía el viaje más que él.
—Pero tu perfil destacaba con diferencia.
—¿Sí? —Archie se preguntaba qué demonios habría escrito Jay.
—No se trataba de encontrar a un George Clooney en potencia —comenzó a explicar Patricia.
—Ah. Bien. En fin, así no os lleváis una decepción.
—Se trataba de encontrar a la pareja perfecta. Dos personas que parecieran estar hechas la una para la otra.
—Entiendo…
—Emmie y tú parecíais una pareja idílica. Ambos teníais muy claro lo que queríais, lo cual siempre facilita las cosas. —¿Qué había escrito Jay? ¿Qué había dicho que quería Archie? Patricia asentía con la cabeza—. Tenemos muchas esperanzas de un final feliz para vosotros. Los de Todavía en el Mercado tenemos una corazonada. — Para darle énfasis, cerró la mano y se dio ligeros golpecitos con el puño en una zona comprendida entre el pecho y el estómago—. Y precisamente nuestra corazonada es lo que nos hace tener el éxito que tenemos. Nada de compatibilidad electrónica. Oh, no. Nos guiamos por nuestro olfato.
Archie pensó que si tuviera que guiarse por sus joyas, no confiaría en ella ni para elegirle una corbata, y mucho menos una pareja estable. Pero no se tomó la molestia de replicar.
Patricia le cogió del brazo.
—No vamos a retrasar las cosas ni un momento más. Quiero que conozcas a tu cita. —Se volvió hacia el fotógrafo—. ¿Estás listo? Creo que es importante captar el momento en el que se ven por primera vez. Es lo que querrán ver los demás clientes.
El fotógrafo sostuvo la cámara en alto.
—Listo, cuando quieras.
—Love is in the air —dijo Patricia haciendo gorgoritos mientras agarraba a Archie del brazo.
Archie de repente se imaginó la decepción de su cita a ciegas al verle en carne y hueso. Se armó de valor para la humillación, al tiempo que maldecía en su fuero interno al puñetero de Jay, que seguramente estaría observándole allí arriba. «Ni se te ocurra salir por patas, Harbinson», pudo oírle decir. Dejó que Patricia le condujese hacia una chica sentada en uno de los lujosos bancos que se alineaban en la sala.
—Ya estamos aquí —dijo Patricia con orgullo—. Esta es Emmie. Emmie Dixon… Archie Harbinson.
En cuanto la chica se incorporó, el fotógrafo empezó a tomar instantáneas de los dos. Era bajita, delicada, con un vestido de crepé de seda de talle bajo del color del jugo de las moras. Lo llevaba con sartas de perlas y un sombrero cloché a juego rematado con una etérea pluma de avestruz color crema. Bajo el sombrero, su cara era como la de una muñequita, con ojos marrones risueños e irresistibles labios color cereza. A su lado había una pila de sombrereras verde pistacho sobre las que se anunciaba con caligrafía negra de trazo fino y enmarañado: «Emmie Dixon, Sombreros de Señora».
Ella alargó la mano.
—Hola —dijo tímidamente—. Me alegro mucho de conocerte. Soy Emmie.
—Archie. Yo también me alegro mucho de conocerte. —Le salió automáticamente, pues los buenos modales de Archie paliaban su falta de entusiasmo. Además, estaba sorprendido. Ella había echado abajo sus expectativas. Seguramente había visto demasiados episodios de Cita a ciegas. Había previsto encontrar extensiones de pelo, bronceado falso y cierta cantidad de piel de leopardo, no a alguien que parecía recién salido de otra época.
Mientras el fotógrafo tomaba instantáneas, ella se le acercó y dijo en tono bajo y confidencial:
—Apuesto a que le tenías pavor a esto. Yo por lo menos sí. No hay cosa que más odie que me fotografíen.
—Yo también. Pero, claro, la gente no suele querer hacérmelas. —Archie tenía cara de póquer.
—Una sonrisa, por favor —dijo el fotógrafo.
—¡Sí, recordad que acabáis de conocer a la persona de vuestros sueños! —Patricia no cabía en sí de entusiasmo.
Los dos volvieron la cara hacia la cámara, con sonrisas forzadas.
—¡Perfecto! —exclamó el fotógrafo.
—Y sería ideal si pudiéramos hacer una dándoos un beso —señaló Patricia—. Aunque sea en la mejilla —se apresuró a añadir—. Un besito.
Emmie se mordió el labio. Archie notó que estaba conteniendo la risa. Se acercó a él y le rozó la mejilla.
—Qué horror —susurró—. Todo el mundo nos mira.
Era cierto. De repente eran el centro de atención; los demás pasajeros los observaban con curiosidad, preguntándose si serían famosos.
—Con suerte, nos dejarán tomarnos algo en un minuto —replicó Archie.
—Y ahora os vamos a colocar debajo del cartel —informó Patricia con un quiebro—. Para poner la foto en contexto. La colgaremos en nuestra página web lo antes posible. Y en Facebook, y en Twitter, y en todas nuestras redes sociales. Puede que no usemos ordenadores para la compatibilidad, pero estamos muy puestos en redes sociales.
—Oh, genial —masculló Archie. No había nada como quedar plantificado para la posteridad en Internet. Siguió obedientemente a Patricia hasta el otro extremo de la sala. Emmie se agarró al brazo de Archie.
—Patata —dijo el fotógrafo.
Archie hizo una mueca a modo de sonrisa.
—¡Patata! —repitió Emmie, y saltó el flas.
Desde el otro lado de la sala de espera, Riley observaba con interés la escena, aunque a duras penas era capaz de sostener la mirada. Resultaba una pareja muy interesante, pero el fotógrafo estaba realizando una sesión pésima. Se podía hacer una ligera idea del resultado. Fotos forzadas, mal iluminadas y de mala calidad. El profesional que llevaba dentro se moría de ganas de apartar a ese tipo de un empujón y enseñarle cómo se hacía. Pero sería una grosería y se suponía que estaba de vacaciones. Riley llevaba una cámara encima —siempre lo hacía; si no, sería como viajar sin oxígeno—, pero era para uso personal. Aun así, no conseguía reprimir las ganas de hacer una buena foto. Se imaginaba exactamente cómo los colocaría: el hombre de perfil, mirando a la chica, que tendría la mirada gacha con una media sonrisa. Uno tenía que buscar la historia. Y, aunque era obvio que había una historia, se había reventado por completo por falta de imaginación. Daba la impresión de que ambos deseaban estar en cualquier otro punto del planeta, lo cual era el golpe de gracia para un fotógrafo.
En lugar de entrometerse, Riley se sentó y disfrutó de la escena. La chica era exquisita. Nunca serviría para modelo —demasiado baja, demasiado voluptuosa—, pero irradiaba una calidez que llamaba la atención. Y el tío era atractivo, con un cierto desaliño, al estilo de las películas de Richard Curtis, con mechones de pelo castaño lacio que se retiraba continuamente de los ojos. Su falta de vanidad, claro está, hacía que realzase aún más su atractivo. Riley notó que la pantomima le estaba resultando una tortura. Mucha gente odiaba ser fotografiada, pero ese tío se mostraba de lo más reacio a ser el centro de atención. Riley se preguntaba por qué demonios aguantaba que aquella espantosa mujer del traje gris le diese órdenes. Y si efectivamente los dos iban a subir al tren. Tal vez averiguase algo más en el trayecto. Sabía por experiencia propia que ese era el segundo aliciente de viajar en el Orient Express: observar a la gente. Sylvie y él se habían pasado años elucubrando, haciendo conjeturas, inventándose historias…
Sylvie.
Miró el reloj de pared. Ya faltaban menos de doce horas para que subiese a bordo en París. Era asombroso que, a su edad, se pusiera tan nervioso ante la expectativa de ver a alguien que conocía desde hacía tanto tiempo. A pesar de lo que había ocurrido recientemente, se sentía joven. Tan joven y lleno de esperanza como la pareja que había estado observando.
Hacía falta ver la muerte de cerca, pensó, para que uno fuese consciente de su suerte. Había sufrido una fuerte sacudida en el asiento trasero del taxi al chocar con el otro coche. Obviamente, no llevaba puesto el cinturón de seguridad. De haberse tratado de un vehículo menos sólido, podría haber salido muy mal parado. Tuvo suerte de que el impacto solo le dañase un riñón. Resultó doloroso y agotador, y se sintió desvalido durante las dos semanas que pasó en el hospital hasta que le confirmaron que todavía le funcionaba y que no iba a perderlo. Día tras día, permaneció tumbado con el drenaje, sufriendo un dolor insoportable, y lo sobrellevó gracias a un único pensamiento.
En cuanto le dieron el alta en el hospital, se metió directamente en otro taxi.
—Bond Street —le dijo al taxista.
Había llegado el momento de hacer lo que tenía pendiente desde hacía años.
El convoy inglés, resplandeciente con sus distintivos colores chocolate y crema, disfrutaba del sol de abril junto al andén dos con la altanería de saber que aquel día con seguridad era el tren más majestuoso de la estación Victoria. La gente que subía y bajaba a toda prisa de los trenes de cercanías, más prosaicos, le lanzaba miradas de admiración y se preguntaba si algún día tendría la suerte de cruzar la casilla de cristal, tal y como hacía ahora un constante flujo de pasajeros. La emoción se palpaba en el ambiente: todos parecían rebosantes de energía, ansiosos por subir a bordo. Camareros con chaquetas blancas y mayordomos con botones dorados esperaban a sus pasajeros delante del tren, con la confianza de que se había hecho todo lo necesario para garantizar que el primer tramo del viaje fuese especial, hasta que finalmente subiesen a los coches cama del Orient Express en Francia.
Archie acompañó a Emmie, cogidos del brazo, por el andén. A estas alturas estaba metido hasta el cuello. No tenía escapatoria. Le aclararía las cosas lo antes posible, pensó, tratando de localizar con su vista de lince el vagón que les habían asignado. Ahí estaba, identificado con un crestón en el cartel. El nombre, Ibis, se encontraba engastado con letra esmaltada en el lateral. Era el más antiguo de todos; en los años veinte formaba parte del glamuroso Deauville Express, que transportaba a consentidos parisinos adinerados al casino. ¿Quién sabe la de escándalos y secretos que escondería?
Adentrarse en el vagón restaurante era como cruzar el umbral del restaurante más lujoso. La resplandeciente marquetería lucía medallones de bailarinas griegas. Había mesas para dos o cuatro personas engalanadas con manteles de un blanco níveo, y las sillas estaban tapizadas en azul pálido. Los platos de porcelana aparecían flanqueados por relucientes cubiertos de plata, y llamaban la atención los servicios de copas de cristal, grabadas con el crestón del Orient Express.
A medida que los pasajeros eran conducidos a sus mesas, se les ofrecía un Bellini, un delicioso cóctel de zumo natural de melocotón y prosecco, una primera degustación de Venecia. Después se dejaban caer en sus asientos entre suspiros de satisfacción y expectación. Se colocaron las bolsas de viaje en los portaequipajes superiores, se desplegaron periódicos, se mandaron mensajes de texto con fotografías. Era otro mundo, una vuelta al pasado lejos de la realidad.
A Archie y Emmie les mostraron su compartimento privado, con una puerta de cristal esmerilado que los aislaba del resto del vagón. Se sentaron con cuidado sobre los asientos almohadillados, tapizados en crema y azul, con tapetes de un blanco níveo.
—Esto es increíble. Es de verdad increíble —exclamó ella con la respiración entrecortada, sin dar crédito a lo que veía.
—Sí —convino Archie, a pesar de su cinismo. Resultaba imposible no dejarse impresionar.
Ella miró fijamente a su alrededor.
—Figúrate lo que pasaría aquí en otra época. Extraños en un tren. Cruzándose la mirada en el compartimento. —Escrutó en derredor con la mirada iluminada—. ¿Cuántas personas crees que se habrán enamorado aquí?
Archie estaba desconcertado.
—No tengo ni idea. —Daba por hecho que la gente utilizaba el tren para llegar de A a B. Se sintió violento. Obviamente, Emmie era una chica hecha para el romanticismo. ¿De verdad había depositado todas sus esperanzas en Archie? Después de todo, había rellenado el formulario. Sin duda estaba buscando pareja. ¿Por qué si no se había apuntado al concurso? Se le secó la boca del pánico. Tendría que sincerarse.
Cuando estaba a punto de hablar, apareció un impecable mayordomo con una camisa blanca recién planchada, corbata y chaqueta negra, y les ofreció una botella de Bollinger.
—Cortesía de Todavía en el Mercado, señor.
—Gracias —dijo Archie, y enarcó una ceja a Emmie—. Qué menos para emprender el viaje con estilo.
No estaba seguro del efecto que tendría el champán sobre su dolor de cabeza, pero era morir o curarse.
Con una sincronización perfecta, el jefe de estación tocó el silbato. Se recostaron en sus asientos y miraron por la ventana mientras el tren se ponía en marcha y se deslizaba con elegancia hacia la salida de la estación. En el andén, los que quedaban atrás no dejaron de decir adiós con las manos hasta que el tren se perdió de vista tras una curva. La botella se abrió con un taponazo y el mayordomo les sirvió sendas copas de champán con una precisión experta; las burbujas doradas resplandecían bajo los rayos del sol mientras cruzaban el Támesis y dejaban atrás las torres de la central eléctrica de Battersea.
—Bueno —comentó Archie—. Ya estamos aquí. —Brindaron. Emmie sonreía, pero Archie apenas podía mirarla a los ojos—. Antes que nada —dijo—, hay algo que debería decirte.