Capítulo veintiocho

Resultaba sorprendente, pensó Adele pasado un tiempo, cómo una mujer de aparente éxito e inteligente, que debería aprender de sus errores, podía considerar que un error tan evidente era un acierto.

En febrero, Adele se convenció a sí misma de que necesitaba ir a Venecia a reponer existencias; la galería estaba funcionando sorprendentemente bien. No hacía falta convencer a William. Estaba tremendamente orgulloso de ella.

Lo que necesites para seguir triunfando —le dijo.

Tenía previsto estar fuera nueve días. Hizo gestiones para que alguien la sustituyera en la galería en su ausencia: contaba con un pequeño equipo al que recurrir sobre la marcha. Si alguien quería comprar un cuadro, los precios estaban claros, o podían esperar a su regreso.

No sopesó las consecuencias de lo que iba a hacer. En lo único que podía pensar era en tener a Jack solo para ella, en un país extranjero, durante varias noches. En ser objeto de toda su atención. Volver a verlo en Navidad, a sentirlo, a olerlo había reavivado su deseo. Ahora lo echaba tanto de menos que le dolía hasta el último recoveco de su mente, su cuerpo y su alma. No se reprendió el haber echado por tierra el duro esfuerzo que le había supuesto sobrevivir sin él durante todo ese tiempo.

Acordaron viajar a Venecia en el Orient Express, lo cual de por sí convertía el viaje en una aventura. Adele nunca había dormido en un tren: se le antojaba una idea romántica. Para coger el Orient Express debían reunirse en París. Jack ya estaba allí, pues había concertado varias reuniones. Adele hizo el trayecto sola; bajó hacia la costa en tren, luego cruzó el Canal en ferry y por último volvió a subir a un tren. Nunca había viajado tan lejos sola; nunca había estado en el extranjero sola. La excitación y la ansiedad pugnaban por apropiarse de su estómago, de ahí que no pudiera tomar nada más consistente que una taza de café fuerte bien azucarado.

Tenían previsto encontrarse en la Gare de l’Est. Hacía frío y había neblina. El Orient Express, enganchado a una locomotora de vapor, esperaba en la estación en toda su grandeza, majestuosidad y determinación. Había ajetreo en la estación; las conversaciones en idiomas extranjeros flotaban en el aire, hombres y mujeres iban de acá para allá cruzándose en su camino mientras buscaba a Jack. ¿Qué haría si no estuviese allí? Se sentía muy lejos de casa y bastante amedrentada. Si hubiera decidido abandonarla, no sabría qué rumbo tomar. ¿Subir al tren de todas formas? ¿Volver a casa?

A medida que el pánico se apoderaba de ella, se preguntaba quién cometería la estupidez de citarse con un hombre que no era su marido en una estación de tren en el extranjero. La gente la observaba y se sintió vulnerable. A simple vista resultaba obvio que no tenía ni la más remota idea de lo que estaba haciendo. Solo era cuestión de tiempo que la rodeara una banda de delincuentes y la secuestrara para venderla como esclava…

Alguien la rozó y ella, con los nervios como los tenía a flor de piel, dio un respingo. Escuchó una risa familiar; un brazo la rodeó y unos labios cálidos le rozaron la oreja. El estómago vacío, la preocupación y el alivio hicieron que la cabeza le diera vueltas.

Jack encargó al mozo que le cogiese el equipaje y condujo a Adele a bordo en unos minutos. Ella se sentía como si se hubiera transformado en un personaje de la realeza. Les mostraron su cabina con gran pompa y solemnidad. Mientras esperaban a que el tren saliese de la estación, se quedó junto a la ventana con Jack aferrado a ella con más fuerza que nunca.

Te he echado de menos —dijo él, y ella sabía que no pronunciaba esas palabras a la ligera. Sintió el corazón henchido de amor y de un ardiente deseo.

El viaje en tren fue inolvidable. La sensación de la niebla helada en los pulmones al asomarse por la ventana, combinada con el intenso olor a carbón candente. El sonido intermitente del pitido del tren tronando por la vía. El campo pasando a toda velocidad; cosas que quería contemplar esfumadas al instante: granjas, pueblos, iglesias, lagos, ríos, ganado. Una interminable sucesión de platos y bebidas servidos en su cabina por un mayordomo con guantes blancos de lo más encantador que se deshacía por agradarles.

Pero, por encima de todo, le encantaba tener a Jack para ella sola. Había otros viajeros a bordo, como es lógico, pero no los conocían, de modo que no se trataba del habitual trajín de la vida social, con gente arremolinándose alrededor de Jack disputándose su atención; por una vez no parecía tener esa ansia de entablar nuevas amistades tan propia de él. Se contentaba con ella. Ella lo tenía a su entera disposición, todo para ella, con toda su atención, y era maravilloso. Jack y Adele a solas en su pequeña cabina, fundidos en un abrazo. Bebiendo calvados directamente de la botella que él llevaba escondida en la maleta —ella se atragantó, pero le encantó la llama que encendió en su interior—. Escribiendo cartas de amor en el papel de escritorio del Orient Express —Adele escondió una debajo de la almohada de Jack para que la descubriese al acostarse y se echara a reír al leerla, y luego él le escribió otra—. Sentados en el filo del asiento contemplando los Dolomitas cubiertos de nieve, la barbilla de él sobre la cabeza de Adele, observando las volutas de nubes. Dedos fríos sobre piel cálida; labios aún más cálidos.

Hicieron el amor apasionada y desenfrenadamente, mucho más que nunca. Durante ese tiempo, eran las únicas personas en el mundo. Él bajaba la vista hacia ella, que se sentía como transportada a un plano más elevado. Se echó a llorar, pues no tenía control sobre sí misma. No tenía ni idea de que una mujer pudiese sentirse así. ¿O las demás no sentían lo mismo? ¿Acaso era la única? Lo que desde luego ignoraba era cómo retomaría la rutina cotidiana.

El tren llegó a Venecia. Adele al principio pensó que la ciudad era una alucinación, un espejismo provocado por la intensidad del trayecto en tren y su estado emocional, una evocación de su imaginación febril. ¿Cómo podía ser real esta impresionante ciudad flotante sobre el agua, la suavidad de la piedra casi disolviéndose en el agua, ese efluvio turquesa, terracota y ocre cubierto de espumosas nubes blancas?

El barco privado que cogieron en la estación se detuvo en el Cipriani, que se encontraba en Giudecca, la isla desde la que se habían pintado tantos paisajes clásicos de Venecia. Adele se agarró de la mano de Jack para subir los escalones que conducían a la recepción del hotel. Se sentía como una princesa, una diosa. Cuando empezó a caminar, el sol se abrió paso entre las nubes blancas, tiñendo el hotel de un brillo coralino.

Era consciente de que se trataba del momento más feliz de su vida. No había habido ni habría nada parecido.

Pasó los días sola mientras Jack asistía a reuniones; le acompañaba en el barco que llevaba a los huéspedes al embarcadero de la plaza de San Marcos y luego exploraba la ciudad armada con una guía, totalmente abrumada, convencida de que estaba viviendo un cuento de hadas. Hizo un amago, con desgana, de buscar el material para su supuesta coartada, pero estaba demasiado embelesada con la ciudad y el romanticismo de la situación como para concentrarse. Le daba la sensación de estar hechizada. La eficiencia que la caracterizaba se evaporó y vagaba por las calles como alucinada, hasta que por la noche se reencontraban y cogían el barco de regreso al hotel. A Jack le hacía gracia su pasión, su entusiasmo por esa pequeña ciudad.

Te ha hechizado —le dijo—. Pero no me extraña. Nunca he conocido a nadie a quien no le cautive. ¿Cómo ibas a ser menos?

Pasaron la mañana del último día en el hotel. Tenían previsto almorzar con un contacto de Jack. La familia Fantini se dedicaba al comercio del mármol y surtía de piedra a muchos escultores, varios de los cuales eran protegidos de Jack, así que tenían mucho de que hablar.

Se sentaron junto a la ventana con vistas al agua cristalina. Adele alzó la vista y vio a una figura menuda avanzando por el comedor, con los brazos abiertos y una amplia sonrisa en el rostro. Jack se puso de pie de un salto y acto seguido quedó envuelto en un abrazo melodramático.

Adele, esta es Sabrina. Sabrina Fantini. Han enviado su arma más mortífera para negociar conmigo. —Sonreía de oreja a oreja.

Era lo más hermoso que Adele había visto en su vida.

Sabrina lucía un vestido negro largo de tafetán de seda que realzaba su estrecha cintura. Llevaba su oscura melena en un recogido alto y zapatos de tacón alto, aunque aun así apenas le llegaba al hombro a Jack. Se volvió para saludarla con la misma calidez que a Jack, dándole un fuerte abrazo.

Adele, he oído hablar tanto de ti… Jack no para de hablar de ti. Y eres tan guapa como decía.

Adele sabía que era ridículo sentirse halagada por ese comentario, pero no pudo evitarlo. Saber que Jack había hablado de ella a otra persona significaba mucho. Se sintió validada, en una posición más segura.

A lo largo del almuerzo, Sabrina los entretuvo con jugosos chismes sobre los intríngulis de la Bienal, el famoso festival de arte, que se había celebrado el año anterior, y anécdotas de su gran familia. Adele estaba fascinada: todo le resultaba tan ajeno, tan glamuroso, tan lejano a su provinciana existencia… No podía apartar la vista de Sabrina. Sus ojos, muy perfilados, con unas pestañas exageradamente llamativas, brillaban y chispeaban mientras soltaba toda una retahíla en un inglés muy marcado intercalado con exclamaciones en italiano. Adele desistió en su intento de comprender lo que decía. Jack bebía, escuchaba y, de vez en cuando, se reía.

Durante el café Jack se disculpó un momento. Adele se sintió incómoda al quedarse a solas con Sabrina; no se le ocurría nada que decir, preguntar o hacer. Pero fue como si Sabrina hubiese estado esperando la ocasión. Le puso una mano en el brazo. Jamás había visto unos dedos tan largos y finos; las uñas lucían un espeso esmalte rojo sangre.

¿Cómo lo has conseguido? —Le brillaban los ojos, intrigada—. Has metido en cintura al infame Jack Molloy.

Adele se desconcertó.

No sé a qué te refieres.

Sabrina se echó a reír.

No hace falta que disimules. Hace cuatro años yo estaba sentada justo donde estás tú ahora, esperando, rezando… —Levantó las manos en señal de impotencia y puso los ojos en blanco—. Deseando que me mirara como te mira a ti. Creía que no sería capaz. —Se quedó callada, con gesto apesadumbrado.

Adele sintió náuseas.

¿Lo quieres? —preguntó, atemorizada.

No. Lo quise. Lo quise. —Sabrina le acarició el brazo—. No tienes por qué preocuparte, carissima. No represento ninguna amenaza. Lo tengo claro. —Hizo una mueca de sonrisa—. A estas alturas habría venido en mi busca. Me habría engatusado para llevarme al huerto y meterme en su cama. No es que me importara. Pero en esta ocasión… —Negó con la cabeza.

Adele se quedó patidifusa. Y pensar que Jack dejaba pasar a esta criatura exótica por ella… A menos que Sabrina estuviese jugando a dos bandas marcándose un farol. Pero a Adele no le daba esa impresión. Era bastante auténtica. No tenía dobleces. Simplemente estaba siendo honesta y franca con sus sentimientos, de un modo al que Adele, con las estrechas miras propias de la provinciana Shallowford, no estaba acostumbrada.

Adele la miró a los ojos y vio una pena y una añoranza que por desgracia le resultaban demasiado familiares. Había visto muchas veces esas emociones en su propio reflejo. Sintió un resquicio de miedo penetrar en su interior, a pesar de que, según Sabrina y contra todo pronóstico, había ganado la batalla y el corazón de Jack. Le vino a la memoria la advertencia de la chica irlandesa aquella noche en la puerta de Simone’s, la noche en la que se convirtió en amante de Jack. La chica le advirtió que Jack era un monstruo, que no tenía sentimientos, pero ahora Adele sabía que no era cierto, que había roto el hechizo. Pero ¿qué bien le había hecho? No podía seguir engañándose. Intuía que el fin era inminente, quizá porque sabía que este sueño tenía un final. Deseaba quedarse allí para siempre, con su amante, pero ¿cómo?

Tenía responsabilidades. Cómo iba a dejar la galería ahora que marchaba tan bien. Los niños volverían a casa a la semana siguiente para las vacaciones de Semana Santa. La entristeció que la última vez que fueron a casa en mitad del trimestre no parecieran necesitarla tanto. Se estaban haciendo tan mayores, tan independientes… Pero seguía siendo su madre. El día antes les había comprado conejos de chocolate en una chocolatería cercana a la plaza de San Marcos, pero de repente le parecieron un poco infantiles para ellos. Sintió ganas de llorar.

Le dio un trago al café, oscuro y amargo, como la sensación que le estaba calando el corazón.

Bien entrada la tarde, el sol desapareció de Venecia. Jack fue a ver a un marchante de Dorsoduro y Adele continuó su recorrido, pero la calidez y el color se habían desvanecido de la ciudad. Era como si todo el pigmento se hubiese desprendido de la piedra al agua, que adquirió una tonalidad tan mugrienta y oscura como el agua donde los artistas limpian sus pinceles. Las callejuelas despedían un ambiente plomizo y claustrofóbico; los canales, intimidante; el cielo se cernía sobre ella, gris e inclemente.

Ambos estuvieron muy callados durante la cena, sabedores de que se marchaban al día siguiente.

Tenemos que hablar —dijo Adele.

No tenemos por qué —replicó Jack.

No podemos seguir así eternamente.

¿Por qué no?

Adele suspiró. Una vez más, para Jack todo era de lo más sencillo.

Porque no es justo. Porque no es real. Estamos escamoteándoles nuestra felicidad a otras personas.

Jack le dio un trago al coñac. Tenía el ceño fruncido.

Me gusta tal y como están las cosas —afirmó con terquedad.

Pero ¿es que no lo entiendes? Esto ha sido perfecto. Nunca irá a mejor. Así que deberíamos dejarlo. No podemos romper nuestros matrimonios. Ninguno de los dos quiere eso.

Sabía que estaba en lo cierto. Aunque fuese el amor de la vida de Jack, Adele sabía que jamás dejaría a su mujer. Rosamund le aportaba seguridad. Era su dinero lo que le permitía llevar la vida que llevaba. A cada paso en falso que daba, Rosamund enmendaba los errores. Le aportaba la respetabilidad que tanto ansiaba. Y su familia. Sus hijos.

Y no podía negar que su caso era el mismo. William le proporcionaba seguridad y respetabilidad. Y sus maravillosos niños. La vida que disfrutaba el noventa por ciento del tiempo, salvo los momentos robados.

Pero te quiero —dijo Jack—. Y te necesito.

Las palabras por las que en otro tiempo habría dado la vida.

Sabes que tengo razón —susurró ella.

Él se puso a balancear la copa de coñac, con gesto apesadumbrado, arrugando la frente. A Jack nunca le había gustado escuchar la verdad. Solo le gustaba su versión de los hechos.

Este viaje ha sido mágico —continuó Adele—. No podría haber sido más maravilloso. No disfrutaremos de algo así jamás en nuestra vida. Deberíamos armarnos de valor para separarnos y conservarlo como un recuerdo preciado. —Él miró por la ventana. Fuera, el mar oscuro estaba turbulento y amenazador; las olas se mecían sin orden ni concierto.

Siempre has sido mucho más valiente que yo —afirmó él.

Adele le quitó la copa de la mano y la dejó en la mesa. Luego le cogió la mano.

Es nuestra última noche juntos —dijo—. Quiero recordarla para siempre.

Se fueron a la cama y las lágrimas de Adele, resplandecientes como diamantes, se derramaron sobre él mientras hacían el amor. Cuando Jack se durmió, se quedó despierta toda la noche observándolo. Al amanecer, acarició su piel por última vez. Luego se vistió rápidamente en silencio. Metió las cosas de cualquier manera en la maleta. Contuvo la respiración al sonar el clic de la cerradura metálica, pero él ni se inmutó.

No se acercó a él ni fue a darle un último beso. Ni siquiera volvió la vista atrás. No podía soportar despedirse de él. Sabía que si la miraba, si le sonreía, si le hablaba, estaría perdida. Cogió la maleta y el bolso y abrió la puerta. Al cerrarla entornó los ojos e inspiró. Se sentía como si estuviera del revés, con el corazón desbocado. Temía que las piernas no le respondieran. Lo único que quería hacer era fundirse de nuevo en sus brazos, pero no le quedaba más remedio que marcharse.

Bajó corriendo las escaleras, salió a la calle, cruzó el jardín, fantasmagórico en la penumbra del amanecer, y encontró al portero de noche en la recepción. Le consiguió una embarcación sin hacer preguntas. ¿Estarían acostumbrados a que mujeres desconsoladas huyeran del hotel a horas intempestivas? El barquero echó la maleta a bordo y cogió a Adele de la mano para ayudarla a subir. El agua estaba gris y picada; el aire, frío y húmedo. Se alegró de que Venecia tuviese su peor aspecto. Sabía que jamás volvería. Sus tonos azules, corales y platas permanecerían cerrados a cal y canto en su mente, como un mero recuerdo.

Mientras la embarcación avanzaba a duras penas, se preguntaba si Jack se habría despertado ya; si el hueco que había dejado en la cama estaría aún caliente; si él se echaría sobre su fantasma e inhalaría el rastro de su perfume. ¿Y qué ocurriría cuando se diese cuenta de que se había marchado?

Llegó a la estación. Le quedaban horas de espera para coger un tren en el que poder huir, pero al final subió a uno con destino a París. No le apetecía tomar nada, ni siquiera café. El sueño intermitente no le proporcionó descanso; eran pesadillas vívidas en las que lo perdía todo, no solo a Jack.

Cuarenta y ocho horas después, entró en su casa de Shallowford con paso resuelto. A William le dio mucha alegría verla, pero le preocupó su aspecto. Estaba pálida y demacrada por su profunda pena, pero resultó de lo más fácil achacarlo a una ostra en mal estado.

Pobre Adele —dijo él en tono mimoso, y le quitó el abrigo y la condujo hasta la chimenea—. Te receto té y bollitos inmediatamente.

Se sentó al calor del fuego. Al cabo de cinco minutos, William apareció con una bandeja con una tetera de plata, dos tazas de porcelana y un plato lleno de bollitos con mantequilla. Creía que sería incapaz de volver a probar bocado, que su letargo le había quitado el apetito para siempre, pero en cuanto empezó a comer comprobó lo hambrienta que estaba.

Al dar un bocado al tercer bollito, levantó la vista y vio a William observándola.

En esa fracción de segundo, supo que lo sabía. Sin embargo, su mirada no era desafiante. No buscaba un enfrentamiento. Se trataba de una mirada amable y preocupada. Él era consciente de su sufrimiento y no quería agravarlo.

No tenía ni idea de hasta dónde sabría; si tenía pruebas o si se trataba de puro instinto conyugal. Por un momento se sintió un poco mal: el té, el calor del fuego, el haber engullido los bollitos. Le entraron ganas de salir corriendo de la habitación. Pero llegó a la conclusión de que eso sería casi como una confesión. Inspiró profundamente para aplacar sus temores y miró a su alrededor, recordándose a sí misma que allí se encontraba a salvo. Estaba en su propia casa, con las cortinas corridas, el fuego crepitando en la chimenea, el perro dormido a sus pies. Al día siguiente al despertarse sabría exactamente dónde estaba. Donde debía estar, con William. Jack siempre estaría ahí, en su recuerdo. Siempre recordaría Venecia. Pero William era su marido. Era bueno, y amable, y cuidaría de ella. Los niños pronto volverían de nuevo a casa de vacaciones y serían una familia. Esas deberían ser sus únicas aspiraciones. Eso debería bastarle.

William se incorporó para echar más leña al fuego. Al pasar por detrás de su butaca, alargó la mano para acariciarle suavemente la cabeza. Fue un momento fugaz, pero el consuelo y la tranquilidad, la comprensión subyacente en ese simple gesto le hizo darse cuenta: todo saldría bien. La vida sin Jack saldría bien.