Capítulo dos

En Bridge House reinaba un silencio inquietante. Un silencio burlón y provocador, que incitó a Adele a encender la radio, el gramófono, incluso el televisor, aunque le habían enseñado que, para alguien que se preciara, lo prudente era encenderlo solo para las noticias de la noche. Pero ninguna voz llenaba el hueco dejado por dos niños pequeños y ruidosos a quienes habían enviado a un internado por primera vez.

No había balonazos contra la pared de la casa. Ni estruendo escaleras arriba. Ni el ruido de la cisterna del baño de la planta baja —y no es que siempre se acordaran de tirar—. No había exclamaciones agudas de júbilo ni repentinos gemidos por una herida o una injusticia. Ni risa. Y lo peor de todo: los días carecían de aliciente. Durante siete años, los gemelos habían sido el motor de su vida. No es que se hubiese pasado los días pendiente de ellos, ni mucho menos, pero siempre habían estado ahí. Hasta cuando estudiaban en la escuela del pueblo, siempre iban corriendo a casa para comer, de modo que Adele nunca había pasado mucho tiempo a solas. En ningún momento habían supuesto un estorbo para ella, a diferencia de lo que le había ocurrido a tantas de sus amigas, que parecían suspirar de alivio cuando despachaban a sus retoños.

Si por ella hubiera sido, los niños se habrían quedado en la escuela del pueblo y a los once años habrían ido al instituto de Filbury, pero esa era una batalla perdida desde un principio. Tony y Tim estaban destinados a estudiar en los mismos centros que su padre, William, según la consagrada tradición de la clase media-alta británica.

De modo que siempre había sabido que se avecinaba el temido día, y ahora que había llegado la hora le resultaba incluso peor de lo que había imaginado. No se pasaba los días metida en la cama lloriqueando, pero se sentía tan vacía por dentro como la casa.

Para colmo, la partida de los gemelos había coincidido con la ausencia de William. Justo después de casarse, los Russell compraron Bridge House por la casa de postas anexa, que había servido para albergar la consulta de William durante más de diez años. Si bien Adele no se había involucrado personalmente, sí se había tomado en serio su papel de mujer del médico, atendiendo día a día a sus pacientes e interesándose por su estado.

Pero ahora William había decidido montar un moderno consultorio junto con otros tres médicos de cabecera en Filbury, a ocho kilómetros. Formaba parte de una medida de la Seguridad Social para hacer más accesible la asistencia sanitaria. Era emocionante —un cambio radical— para él, pero implicaba tomar muchas decisiones; y muchísima responsabilidad. Muchísimo tiempo. Apenas lo veía, y, cuando por fin llegaba a casa, estaba desbordado de papeleo e informes. Cuando tenía el consultorio en Bridge House, pasaba consulta desde las nueve hasta mediodía, y luego de dos a cuatro, y ahí se acababa, aparte de las guardias para atender urgencias y partos complicados.

De ahí que Adele se sintiera sola, inútil y bastante triste. Y, en honor a la verdad, un pelín resentida con su marido. Cuando la embargaba la autocompasión, le culpaba por haber mandado a los niños fuera y luego desatenderla. ¿A qué esperaba que dedicara su tiempo?

No obstante, en realidad Adele no era rencorosa ni se lamentaba continuamente de su suerte. Era una persona resolutiva, motivo por el cual al parecer William asumió que sería capaz de sobrellevarlo. Y motivo por el cual a las nueve y veinte de un martes por la mañana ya había terminado sus quehaceres. Había ido a la carnicería de la calle principal a por la cena de esa noche y había comprado una cajita de ciruelas para preparar un crumble; tardaría como mucho diez minutos en hacerlo. No había tareas domésticas pendientes, pues tenía a la señora Morris, su asistenta diaria. Había una reunión social en el ayuntamiento, pero tenía la terrible sensación de que tal vez, solo tal vez, rompería a llorar si alguien le preguntaba qué tal andaban los gemelos y haría el ridículo. El día anterior había ido a la peluquería a lavarse y peinarse su oscura melena rizada y los ojos se le habían llenado de lágrimas cuando el peluquero se interesó por ellos.

Cogió el periódico semanal local y lo hojeó en busca de inspiración, aunque ignoraba lo que esperaba encontrar. Reparó en que había una subasta en una casa de campo no muy lejos de allí. Pensó en ir: se estaba planteando convertir la consulta que habían desmantelado en una casa para invitados, y puede que allí encontrara muebles. Sin pensárselo demasiado, rebuscó en el bolso, sacó un lápiz de labios rosa claro de Avon, se lo pasó por los labios y cogió el impermeable de la percha del recibidor y los guantes. Era o bien eso o bien ir a cambiar los libros a la biblioteca móvil. Yacían apilados sobre la consola del vestíbulo, pero solo de pensarlo se moría de aburrimiento.

Se dirigió al coche. Un sedán A35 celeste. Era consciente de lo afortunada que era al disponer de coche. Era afortunada y punto. Tenía la casa más codiciada de Shallowford, justo en el puente del río, con un bonito jardín vallado y una pasarela de hierro forjado hasta la puerta… Entonces, ¿por qué se sentía tan vacía?

Existía, naturalmente, una buena razón, pero no solía darle demasiadas vueltas porque en realidad… ¿qué sentido tenía? Si consideraba una ironía que su propio marido, que había ayudado a traer al mundo a tantos bebés de la ciudad donde vivían, no había estado presente para supervisar el nacimiento de sus propios hijos y, por lo tanto, había sido incapaz de evitar las consecuencias, jamás había dicho nada. Como era de esperar, William se sintió mal por haberse encontrado tan lejos aquel día. Si hubiese estado más cerca, a lo mejor habría otro pequeño Russell para llenar el vacío que había dejado la ausencia de los niños, o incluso dos. Pero no era así, de modo que…

Cuando salía por el camino de entrada en dirección a la calle principal, comenzó a caer una lóbrega lluvia de septiembre. Adele activó los limpiaparabrisas, que se arrastraron pesadamente de un lado a otro. Iba a ser un largo invierno.

La casa de campo se encontraba a unos dieciséis kilómetros, en Wiltshire. Se trataba de una casa bastante pequeña e insignificante y en el catálogo no había nada de gran valor o interés. Adele disfrutaba comprando cosas en subastas: prefería comprar antigüedades, y le encantaba el dramatismo y la competitividad. Resultaba mucho más agradable que ir a unos grandes almacenes, ya que nunca se sabía lo que se podía encontrar.

Ese día no tardó mucho en evaluar los lotes. Había una gran cantidad de muebles corrientes de una época indeterminada —todo lo valioso habría ido a parar a la familia—, pero entre los voluminosos roperos e infinidad de juegos de porcelana descubrió un cuadro. Era una marina, bastante agreste y en estado de abandono, y le encantaron los colores, esos púrpura y plata desvaídos. Era sombrío y premonitorio, pero le daba la sensación de que en cierto modo reflejaba su estado de ánimo. Detectó el halo inquietante que transmitía el lienzo. Y sabía que lo más importante de un cuadro era que despertara sensaciones. Le encantaba. Seguramente saldría por apenas nada, de modo que decidió pujar por él.

La subasta propiamente dicha se organizó en una carpa en el jardín, ya que ninguna de las habitaciones de la casa tenía cabida suficiente. Hacía frío y viento y estaba empezando a pensar que igual ni merecía la pena, pero se puso a diluviar de nuevo y llegó a la conclusión de que se mojaría más volviendo al coche, que estaba aparcado en un campo de las inmediaciones, que metiéndose en la carpa. Se cubrió la cabeza con el catálogo de la subasta y entró corriendo.

Las sillas eran incomodísimas, a lo que se sumaba el hecho de que el suelo, cubierto con esteras de fibra de coco, estaba desnivelado. Se arrebujó en el abrigo y sujetó con firmeza el catálogo de la subasta, empapado. Había señalado el cuadro que le interesaba y anotado el precio que estaba dispuesta a pagar por él —nada del otro mundo—. Al fin y al cabo, sería necesario limpiarlo y volver a enmarcarlo. Ya se lo imaginaba colgado sobre el escritorio de la sala de estar donde escribía sus cartas. Así podría contemplarlo e imaginarse respirando el aire del mar.

Echó un vistazo a los pujadores mientras esperaba el lote. Entró un hombre, cuyo semblante denotaba irritación y fastidio por llegar tarde, y escrutó la sala en busca de alguna cara conocida entre los postores. Se fijó en Adele y la observó durante unos instantes.

La embargó una sensación indescriptible. Fue como si lo hubiese reconocido, aunque sabía a ciencia cierta que no lo había visto en su vida. Se estremeció, pero no de frío. Cuando él apartó la vista, se sintió súbitamente desposeída. El hombre ocupó un asiento libre y se puso a examinar atentamente el catálogo mientras el subastador anunciaba los lotes a toda velocidad. Nada estaba alcanzando sumas considerables.

Adele se sintió tensa, en alerta, tan inmóvil como una liebre antes de darse a la fuga. Estaba intrigada. El hombre destacaba entre el resto de los asistentes, miembros de la clase alta rural venidos a menos, la mayoría de ellos con mejillas rubicundas y llenos de pelos de perro. La subasta no era lo bastante importante como para atraer a compradores de Londres, pero él llamaba la atención por su aire urbano. El corte de su abrigo con cuello de piel, el pañuelo al cuello, el rizo de su pelo…, todo apuntaba a que se trataba de un urbanita. Era alto, de expresión más bien adusta, con cejas oscuras. Le resultaba imposible pasar desapercibido. Tenía empaque.

Adele inspiró, imaginando su perfume. Sería intenso, varonil, exótico; sintió una sacudida en su interior. Se llevó una mano a los rizos; la lluvia le habría estropeado el peinado. No se había maquillado antes de salir, solo se había pintado los labios, y ahora se arrepentía de no haberlo hecho. Al menos el impermeable, relativamente nuevo, ocultaba el vestido azul que llevaba puesto, más bien soso; no se había molestado en cambiarse, ni siquiera de calzado: llevaba los recios zapatos de cordones que se había puesto para ir a la carnicería esa mañana. Pensó con añoranza en el jersey verde esmeralda de cuello barco que realzaba el verde de sus ojos, allí colgado en el ropero…

Disimuladamente, se agachó y rebuscó en el bolso hasta dar con la barra de labios y seguidamente abrió el frasco de lavanda inglesa Yardley que siempre llevaba encima. Se aplicó unos toquecitos en las muñecas y acto seguido se incorporó. Él seguía allí, encendiéndose un cigarrillo, aparentemente algo aburrido, como si estuviese en aquel lugar por obligación, acompañando a alguna tía anciana para seguirle la corriente. Sin embargo, Adele no vio a tal acompañante.

El subastador anunció rápidamente los muebles, después la cubertería y la vajilla de porcelana, hasta finalmente llegar a los cuadros. Repasó a toda velocidad escenas de caza y paisajes lúgubres y al llegar al que Adele esperaba, se detuvo. Ella sintió la emoción propia que precede a una puja. A juzgar por el desinterés general del resto de lotes, no tendría rival.

Una interesante marina, obra de Paul Maze, fechada en 1934. ¿Quién comienza la puja?

Escudriñó con ojo experto la sala y Adele levantó su catálogo. Él la señaló con el mazo y a continuación echó un rápido vistazo para comprobar si alguien pujaba más alto. Resultaba obvio que no lo esperaba.

El objeto de su intriga no había hecho ni una sola puja todavía, por lo que le sorprendió que levantara la vista y sonriera al subastador, quien a su vez le sonrió en señal de reconocimiento.

Adele, como es natural, aumentó su puja. No le importaba competir. Era bueno saber que alguien estaba interesado en su posible adquisición. Su rival volvió a sonreír al subastador al aumentar la puja y ella sintió que se le caldeaba la sangre a medida que afloraba su espíritu competitivo. La puja no tardó en convertirse en una contienda. El resto de asistentes se moría de curiosidad: había llegado el momento más animado de toda la mañana. El subastador estaba disfrutando. Hasta ahora no había tenido un momento de verdadera emoción. Las ventas habían transcurrido sin pena ni gloria. Los lotes se habían adjudicado a precios irrisorios a quienquiera que se había tomado la molestia de llevárselos.

Hasta ahora. Las pujas se sucedían, sin vacilación, aumentando sin cesar. En su fuero interno, Adele quería el cuadro por encima de cualquier cosa. Lo quería a toda costa. Mostraba una actitud irracionalmente protectora con el cuadro. Tenía el corazón desbocado y las mejillas encendidas.

Su rival permanecía sentado al otro lado de la carpa, impasible, imperturbable, con el rostro carente de expresión. Se preguntaba si sabría algo que ella ignoraba. ¿Qué tipo de información manejaba? ¿Sería el cuadro de algún genio desconocido? ¿Se trataría de una obra de arte enterrada en el olvido? ¿O tendría algún motivo personal para quererlo? ¿Hasta dónde estaría dispuesto a llegar?

De repente se dio cuenta de que le tocaba pujar y de que había multiplicado por cuatro el tope que se había fijado en un principio. Llevaba algunas guineas en el bolso, pues el día antes William le había dado en efectivo el dinero para los gastos de la casa, pero no lo suficiente para hacer frente al pago. Tampoco llevaba consigo el talonario; lo tenía encima del escritorio. Resultaría terriblemente embarazoso tener que confesar al subastador que no podía pagarlo. No debía ir más lejos, punto final.

Le toca pujar, señora.

Esperó. Daba la impresión de que iba a tardar una eternidad en retirarse. Deseaba continuar a toda costa, pero no tenía medios. ¿Aceptarían su alianza como fianza? Todas las miradas estaban clavadas en ella, incluida la del subastador. Excepto, por supuesto, la de su rival. Este estaba tan campante hojeando el resto del catálogo, como si tal cosa.

Sería un auténtico disparate continuar. Tarde o temprano, lo único que pasaría es que pagaría demasiado por un cuadro que era bueno, pero no excepcional.

Negó con la cabeza. Segundos después, el subastador golpeó el mazo. Su rival no se dignó apartar la vista del catálogo. Le ofendió que el cuadro que debía ser suyo fuera a parar a manos de un comprador sin sangre en las venas. Por lo general no era una mala perdedora, pero se sintió molesta. Recogió sus cosas y fue abriéndose paso entre las filas de asientos, disculpándose al dar incontables pisotones.

Fuera, la humedad del ambiente le caló los huesos. Se encontraba mucho más nerviosa de lo habitual. No era por el cuadro en sí. No podía evitar la sensación de que en la puja había habido algo personal. Ese hombre no quería que se lo llevara. La rigidez de sus hombros lo había dicho todo. Se había asegurado de que no se hiciese con el cuadro.

Decidió ir a comer algo a la localidad cercana, donde recordaba que había un hotel muy agradable. Se lamería las heridas durante el almuerzo y luego volvería a casa tranquilamente y olvidaría el incidente. A fin de cuentas, no era más que un cuadro.

En el hotel sacudió el impermeable, empapado por la lluvia, lo colgó en el guardarropa y comprobó su aspecto en el espejo. Vio unos enormes ojos verdes con bonitas cejas y un peinado que el día anterior llevaba pulcro y ahuecado y ahora estaba hecho un desastre. Se alisó el vestido, se ajustó las medias y se dirigió al comedor.

Eligió una mesa junto a la ventana que daba a la calle principal. La lluvia había cesado y el sol trataba de abrirse paso insistentemente entre las nubes. Pidió su almuerzo e hizo una lista de tareas pendientes: enviar a los niños una bolsa repleta de caramelos de menta a rayas blancas y negras, sus golosinas favoritas, e incluir una larga carta para cada uno en el paquete. Quería llevar a la modista del pueblo un par de vestidos para hacerles unos arreglos: vestidos que le gustaban, pero que necesitaba renovar. Y quería mandar una invitación para cenar a sus nuevos vecinos. A William y a ella les gustaba alternar; Adele anotó rápidamente los nombres de otras dos parejas que en su opinión harían buenas migas con los recién llegados. De hecho, a lo mejor hasta organizaba un cóctel; así los recién llegados conocerían de una vez a un montón de gente. Su resentimiento por lo acontecido por la mañana se fue disipando de forma paulatina.

Alzó la vista cuando la camarera llegó con un whisky con soda: necesitaba algo para entrar en calor, pues tanta humedad le había calado los huesos. Pero no era la camarera.

Era el vencedor. Llevaba el trofeo bajo el brazo. El cuadro estaba envuelto en papel de estraza, pero no cabía la menor duda de que era el cuadro. Él tiró de la silla del otro lado de la mesa sin pedir permiso y se sentó. La miró con gesto impasible.

Ha pujado por el único cuadro que merecía la pena en esa subasta.

Adele dejó de redactar su lista y soltó la pluma. Enarcó una ceja para acompañar su sonrisa. A simple vista podía parecer la personificación de la calma, pero por dentro sentía que se derretía, que entraba en ebullición, que borboteaba, como un cazo de azúcar al caramelizarse.

Lo sé —replicó. No iba a dejar entrever nada más. En gran parte porque no había nada que dejar entrever. No tenía ni idea de qué iba el juego, ni de cuáles eran las reglas, ni de qué paso debía dar a continuación.

Él dejó el cuadro sobre la mesa, delante de ella.

Me gustaría regalárselo —dijo.

Su calma flaqueó. La pilló de improviso. Había previsto una especie de interrogatorio para sonsacarle lo que sabía sobre la procedencia del cuadro. Se le escapó una risita nerviosa y se maldijo a sí misma por cómo sonó. Delataba su desasosiego.

¿Por qué? —fue lo único que consiguió decir, tratando de mantener un tono bajo y fluido.

Él se encogió de hombros. A continuación sonrió.

Se lo merece más que yo. Debería haber dejado que lo comprase desde el principio. —De pronto se inclinó hacia delante y a ella le llegó la estela de su colonia. Era tal y como la había imaginado—. ¿Qué va a hacer con él? —preguntó él, con gesto inquisitivo.

Ella fingió serenidad, para no dejar traslucir el caramelo que se removía en su interior, dulce y oscuro.

Tengo un hueco en la sala de estar. Me gustaría contemplarlo mientras escribo mis cartas. A mis niños. Tengo dos niños. Gemelos…

Parecía importante decírselo. Pero acto seguido se dio cuenta de que había pasado de hablar misteriosamente con monosílabos a parlotear, por lo que probablemente no corría ningún peligro. Él se limitó a sonreír y volvió a mirarla.

¿Le importa si la acompaño?

Yo diría que ya lo ha hecho. —Por fin. Una estocada. Sonrió en señal de asentimiento mientras se acercaba la camarera. Él no se inmutó.

Tomaré lo mismo que mi acompañante y una botella de champán. Y dos copas.

Ella lo miró.

¿Champán? ¿Un martes? —El corazón le daba vuelcos. No se acordaba de la última vez que había bebido champán.

Él sonrió, y al hacerlo su expresión resultaba menos intimidatoria. Sus ojos desprendían calidez.

Siempre los martes. Si no, los martes son terriblemente aburridos. —Tamborileó con los dedos sobre el papel de estraza—. Paul Maze. Le llaman el impresionista desconocido. Es un cuadro magnífico y usted tiene un ojo excelente.

Lo calibró unos instantes.

¿Me está subestimando? Para su conocimiento, soy la experta mundial en… impresionistas desconocidos. Un marchante de prestigio me ha encargado que le consiga precisamente ese cuadro.

Él se echó hacia atrás y apoyó el brazo en el respaldo de la silla. Era uno de aquellos hombres que llenaba una habitación con su presencia, que parecía adueñarse de ella.

No —repuso él—. Si lo fuera, habría pujado hasta el final.

Era presuntuoso, seguro de sí mismo, irritante. Una combinación de cualidades que en principio debían producirle repulsa, y sin embargo Adele se sentía paralizada. No tenía absolutamente nada que ver con William, concluyó. Despedía un aire algo turbio: la manera de soltar a un lado el abrigo, de atusarse el pelo, más bien largo, de apoyar los codos sobre la mesa, de apurar la copa de champán y luego volverla a llenar.

La miraba fijamente.

¿Qué? —preguntó ella.

¿Alguna vez le han dicho que se parece a Liz Taylor?

Ella suspiró.

Sí. Solo que soy mayor y que tengo los ojos verdes, no violeta.

A cierta distancia, podría pasar por ella. —Trató de no sentirse halagada. Le sorprendía, dado el estado en que se encontraba, que hubiese hecho semejante comparación—. Hábleme de usted —le dijo él en tono imperativo, al llegar la fricasé de ternera.

Ella bajó la vista al plato. Tenía hambre cuando lo pidió, pero ya no le apetecía nada.

Estoy casada —empezó a decir.

Bueno, sí. Es obvio. —Miró fijamente los anillos de su mano izquierda y seguidamente se puso a comer con fruición.

Con un médico. Tengo dos niños, como le he dicho.

Él sostuvo el tenedor con la mano derecha, al estilo americano, y le apuntó con él.

¿Y?

Ella tardó un momento en contestar, pensando en qué decir a continuación.

Eso es todo. —Nunca se había sentido tan sosa. ¿Qué más podía decir? Era ama de casa y madre…, y en realidad ya ni siquiera eso.

Bien —continuó él—. Pues debería hacer algo al respecto.

Ella cayó en la cuenta de que no sabía nada de él, ni siquiera su nombre. Y se enojó. ¿Qué derecho tenía a juzgarla de esa manera?

Qué cara más dura, entrometerse en mi almuerzo para juzgarme. ¿Cuál es su nombre, por cierto?

Él sonrió. Soltó el tenedor.

Lo siento. Tiene razón. Jack Molloy.

Alargó la mano.

Ella la estrechó.

Adele. Adele Russell.

El corazón le latía a toda máquina. Soltó los dedos, porque al tocarle sintió una descarga desconocida.

No se había sentido así al conocer a William. En aquel entonces, le daba la sensación de que su noviazgo era apasionado. Se despertaba sintiendo esa chispa, incapaz de esperar hasta la siguiente cita. El día de su boda se sintió abrumada de felicidad. Siempre le había mirado fijamente al hacer el amor. Sentía que la relación era perfecta.

Sin embargo, William jamás la había hecho sentirse así. Intuía el peligro, el peligro real.

Jack rellenó sendas copas, vertiendo el champán como si fuera agua, como un rey temerario en un banquete.

Es americano —le dijo—, ¿verdad? —No estaba segura, pero hablaba con un marcado acento nasal.

Pues sí —contestó él—. Pero mi familia política es muy inglesa. Los Dulverton. ¿Los conoce? La residencia familiar se encuentra en Ox-ford-shire.

Lo pronunció con un acento deliberadamente exagerado.

No —respondió.

Mi mujer es muy rica. Por suerte para mí.

Eso es terrible.

¿El qué?

Casarse con alguien por su dinero.

No he dicho tal cosa. Me casé con Rosamund porque era de una belleza deslumbrante. Y mucho más inteligente que yo.

De repente Adele se sintió poca cosa. Estaba convencida de que palidecería junto a Rosamund.

¿Y usted qué aporta? —espetó.

Él se echó a reír.

Mi brillante ingenio. Y un toque de glamour. Soy marchante de arte. Llevo a cenar a casa a artistas muertos de hambre y al cabo de seis meses están sacando más dinero con sus cuadros de lo que jamás habrían soñado. Rosamund disfruta de lo lindo siendo partícipe de ello.

¿Y qué hacía por aquí?

Venía de vuelta de Cornualles. Tuve que ir a levantarle el ánimo a uno de mis protegidos. Y soy incapaz de pasar por una subasta sin echar un vistazo, por si acaso. —Cogió su copa y miró a Adele—. Y usted ¿qué hacía por aquí?

No supo qué decir.

Pasar el rato.

Bajó la vista al plato. Deseaba decirle lo vacía, lo inútil que se sentía, pero pensó que ya lo sabría.

Al levantar la mirada, él la estaba escrutando con ojo crítico.

Creo que lo que necesita, señora Russell —le dijo—, es un trabajo o un amante. O las dos cosas.

Ella soltó el cuchillo y el tenedor. Esto estaba pasando de castaño oscuro. Se puso de pie.

Tengo que irme.

Él fingió desilusión.

Oh, vamos, no se ofenda.

Es usted un grosero —dijo mientras hurgaba en el monedero en busca de un billete de una libra para pagar su parte del almuerzo. Sacó uno, con la mano temblorosa.

¿Por qué será que la gente piensa que es una grosería decir abiertamente la verdad? —Levantó la vista hacia ella. Su gesto era burlón.

Ella dejó el billete encima de la mesa.

Adiós, señor Molloy.

Él se agachó para coger el cuadro, que había dejado apoyado contra la pata de la mesa.

Se olvida esto.

No lo quiero.

Lo he comprado para usted.

Puede venderlo.

Naturalmente. —Lo empujó hacia ella—. Puedo venderlo por diez veces más de lo que he pagado por él.

Adele hizo lo posible por disimular su sorpresa.

Pues adelante.

Es que quiero regalárselo. —Frunció el ceño—. Le propongo un trato. Deme su puja final; la cantidad hasta la que llegó. Así sería una transacción justa. Así podría llevárselo con total impunidad.

Adele vaciló.

No puedo.

Vamos. Sería lo más justo. —Estaba atónito.

Ella negó con la cabeza.

No puedo. No dispongo de ese dinero.

La miró perplejo.

¿Ha pujado por él sin tener el dinero?

Se encogió de hombros.

.

Él soltó una risotada echando hacia atrás la cabeza. Los demás comensales del restaurante miraron, sobresaltados.

Fantástico. Admiro su carácter. Por favor, acepte el cuadro. No podría estar en mejores manos.

Adele permaneció de pie un momento. En realidad, pensó, ¿por qué no aceptarlo? Ya que mostraba tanto interés en que se lo quedara… Era un cuadro precioso. Y tenía la sensación de que aceptarlo significaría algo. El qué, no estaba segura, pero tal vez que no era la aburrida ama de casa provinciana que obviamente él creía que era. De modo que lo cogió.

Gracias —dijo—. Y adiós.

En cuanto llegó a casa soltó el abrigo y el bolso y subió corriendo las escaleras a cambiarse. Se puso un vestido de vuelo con mangas ajustadas de un tono coral que sabía que favorecía a su tez. Lo complementó con un collar de perlas que William le había regalado por su treinta cumpleaños. Admiró su lustre mientras se maquillaba hasta quedar perfecta. Se aplicó unas gotitas de Shalimar en el cuello; el Yardley que llevaba en el bolso se había acabado hacía tiempo.

Después se dirigió a la planta baja a calentar la cena, sirvió dos whiskies con soda y esperó a que llegara su marido para contarle las curiosas anécdotas del día.

Solo que William se retrasaba. Dieron las seis, luego las siete, las ocho… Para entonces ya se había bebido los dos whiskies y había colgado el cuadro en el sitio que tenía previsto.

Y cuando por fin a las ocho y veinte William entró como si tal cosa, haciendo un mínimo amago de disculpa, no le contó ni una palabra de cómo había transcurrido la jornada.

El viernes encontró una carta sobre el plato del desayuno. Un sobre de papel de vitela con tinta turquesa. No reconoció la letra y no llevaba remitente al dorso, solo un matasellos de Londres. Cogió el abrecartas y rasgó el sobre. Era una carta breve llena de puntos suspensivos y signos de admiración.

Mi queridísima Adele:

¿A que es increíble? Gracias a Dios…, después de tanto tiempo, ¡por fin estamos de vuelta en Londres! Nairobi tenía su gracia, pero…, ¡¡cielos, es maravilloso volver a sentir el frío!! En fin, estoy deseando que nos pongamos al día. Dime que vendrás a comer conmigo. ¿Qué te parece el próximo miércoles en el Savoy? ¡Mi querido Savoy! ¡¡Cómo he echado de menos Londres!! Y a ti. Nos vemos allí a la una, a menos que reciba noticias tuyas.

Muchísimos besos de la Terremoto,

Brenda

Dios mío —dijo Adele—. Fíjate en esto.

Se la pasó a William, que estaba leyendo el periódico. Este leyó la carta de la misma manera que leía todo últimamente: echando un rápido vistazo al contenido de arriba abajo en un tiempo récord, extrayendo la información necesaria e ignorando el resto. Sonrió al devolvérsela, balanceándola entre el pulgar y el índice, y volvió a enfrascarse en las noticias.

Te lo pasarás bien —le dijo. A continuación frunció el ceño—. Brenda…, ¿la conozco?

Fuimos juntas a la escuela. Estuvo en nuestra boda. No estuvo muy acertada con el sombrero; parecía que llevaba un pollo sentado en la cabeza. Si mal no recuerdo, nos burlamos de ella, pobrecilla. Pero es un encanto.

William negó con la cabeza. No se acordaba.

Lo cual no era de extrañar.

Adele no tenía —ni había tenido jamás— ninguna amiga llamada Brenda.

La carta permaneció tres días encima del escritorio, bajo el cuadro que había adquirido de manera tan poco convencional.

Adele siguió con su rutina. Se dijo a sí misma que Jack Molloy era un presuntuoso y un provocador que estaba jugando con ella por puro entretenimiento. De ninguna manera iría a comer al Savoy. Era una idea disparatada.

El domingo por la noche hizo una bola con la carta y la tiró a la papelera.

No obstante, se le quedó grabada. Las palabras le venían a la mente a todas horas del día y de la noche, se colaban en los confines de su cerebro por mucho que se resistiera. Y no podía negar que la carta era ingeniosa. Jack Molloy se había hecho una composición de lugar muy acertada respecto a ella: había dejado patente que sabía exactamente quién era y el tipo de amistades que tenía. Su invención, Brenda, era la coartada perfecta.

Adele se podía imaginar perfectamente a Brenda, esperándola en una mesa del Savoy, con un buen abrigo, sombrero y zapatos y guantes marrones, todo un poco pasado de moda después de años en el extranjero, pero deseosa de contar chismes y minucias…

En definitiva, un reflejo de la propia Adele: provinciana, algo aburrida, convencional. En cuyo caso, ¿por qué demonios se había fijado en ella? ¿Por qué la engatusaba para comer juntos si tan sosa e insignificante era? Tan… corriente.

Porque algo le llamaba la atención, le dijo una vocecilla. Jack Molloy intuía su potencial. Podía percibir en ella unos resortes que la harían florecer y alcanzar su plenitud. Recordó la excitación que había sentido al escucharle, la sensación que había intentado ocultar a toda costa, hasta el punto de verse obligada a huir de allí.

La sensación que deseaba volver a tener.

Se reprimió. Aparte de ser ladino y caprichoso, estaba convencida de que era peligroso. Sin embargo, tenía que hacer algo con su vida. El episodio había puesto de relieve lo vacía que se sentía.

El lunes por la noche esperó a que William se quitara la corbata, leyera el correo, se tomara el primer whisky y le hincara el diente a las chuletillas de cordero.

Me estaba preguntando —le dijo— si hay algo que pueda hacer para echar una mano en la nueva consulta. Es que, ahora que los niños no están, dispongo de mucho tiempo libre. He pensado que podía ayudar en algo.

Él soltó el cuchillo y el tenedor y la miró.

¿Como qué?

No sé, pero debe de haber algo que pueda hacer. Pareces agobiado. A lo mejor podía ayudar con el papeleo, o a organizar un grupo de madres primerizas, o… —Se calló al darse cuenta de que en realidad no había reflexionado detenidamente—. Ahora todo está tan en silencio…

Es que las cosas no funcionan así, querida —repuso él—. Tenemos todo el personal que necesitamos, y trabajamos con un presupuesto muy ajustado, lo cual complica mucho las cosas.

Bueno, no tendría que cobrar necesariamente…

Lo mejor que puedes hacer —dijo William de modo tajante— es mantener las cosas en marcha por aquí. Para mí es importante llegar a casa y poder relajarme. No puedo evitar pensar que, si también te involucraras en la consulta, las cosas se complicarían mucho. ¿Y qué harías cuando los niños viniesen a casa? Te necesitan. —Sonrió—. Sé que te está costando sobrellevar su ausencia, pero te acostumbrarás, querida, te lo prometo.

Volvió a coger el cuchillo y el tenedor.

Adele ardía por dentro. Era más que indignación. Sabía que William no la estaba tratando con condescendencia a propósito, pero estaba sulfurada. La había puesto en su sitio. Era esposa y madre, a eso se reducía todo.

Cuando se despertó el miércoles por la mañana, repasó mentalmente su lista de tareas. Era el día que había que cambiar las camas. No es que se encargara ella; la señora Morris se ocupaba de eso. La furgoneta del pescado venía a Shallowford; a William le encantaba el lenguado. Tim le había escrito para pedirle calcetines nuevos y un diccionario de francés.

Tumbada en la cama, la embargó el pesimismo. ¿Qué sentido tenía levantarse? ¿A quién le importaría, o quién lo notaría si no lo hiciera? William siempre se levantaba a las seis y bajaba antes de que ella se despertase. Todas las mañanas desayunaba lo mismo: zumo de tomate, una taza de café muy cargado que preparaba en el fogón en una jarra de esmalte y una tostada con un huevo escalfado. No esperaba que Adele se lo preparase. Ni siquiera la necesitaba para eso. Si no aparecía, le traía sin cuidado. Salía de la casa a las siete y treinta y cinco con la certeza de que estaría allí a su regreso.

Se incorporó. ¿Qué había de malo en un almuerzo? Tenía una coartada. Y el nuevo vestido de shantung que se había comprado para la fiesta de verano del club de tenis. Se examinó el pelo en el espejo: no le daría tiempo a peinárselo como es debido, pero tenía rulos. Se alisó las cejas y se observó, intentando leer la expresión de sus ojos. ¿Qué esperaba? ¿De qué sería capaz? ¿Qué deseaba?

Bajó en bata.

Hoy voy a comer con Brenda, ¿te acuerdas? En el Savoy —le dijo a William, que estaba sazonando el huevo con pimienta blanca.

Él le sonrió.

Así me gusta —le dijo—. ¿Ves? Hay un montón de cosas que hacer. Que lo pases bien. Y por cierto: probablemente vuelva tarde.

¿Otra vez? A veces Adele se preguntaba por qué no dormía en la consulta. Pero no decía ni una palabra. Se limitó a sonreír, con la esperanza de que William no escuchase los latidos de su corazón.

Ignoraba por qué le latía de esa manera. No era más que un almuerzo, se decía a sí misma, porque tenía algo en mente y quería el asesoramiento de Jack Molloy. Eso era todo.