Capítulo ocho

Danny no entendía cómo la gente soportaba Londres: el tráfico, los atascos, las colas, las aglomeraciones… Incluso en moto, lo cual significaba que podía ir colándose entre el tráfico, estaba tardando más de lo previsto. La A4 se hallaba a reventar. Creía que le iba a dar un síncope de impotencia.

No era muy dado a los gestos dramáticos. A decir verdad, hasta el momento nunca le había importado nada. No como ahora. Pero después de todo este tiempo, ahora que había llegado tan lejos, no estaba dispuesto a dejarla marchar.

Jamás se lo había contado a nadie, pero en el instituto estaba totalmente colado por Imogen. Era tan segura de sí misma, tenía las ideas tan claras… No descarada, como tantas otras chicas. Las que le miraban con descaro y dejaban claro lo que querían de él no eran las que él quería. Pero Imogen, que en realidad no era consciente de su presencia y del efecto que causaba…, despertaba sentimientos indescriptibles en él. Tal vez si hubiese estado más atento en las clases de Lengua habría encontrado las palabras; lo único que sabía era que se sentía como si tuviera fuego en su interior, una llama que no podía apagar por mucho que lo intentase.

Pensaba que ella ni siquiera había reparado en su presencia. La observaba siempre que podía. Con la cabeza inclinada sobre su libro de himnos en las asambleas, una de las pocas que se tomaba la molestia de cantar como es debido, vocalizando la letra con sus labios rojos. En el pasillo, con el jersey verde del uniforme holgado, a la moda, pero marcando ligeramente la curva de su pecho. En la cafetería, donde vaciaba la tartera con precisión: sándwiches de pan de semillas, galletas de avena que parecían caseras, una manzana roja. La vida de ella no tenía nada que ver con la suya. Se preocupaban por ella. No en el sentido de darle mimos o caprichos, sino de cuidarla y protegerla. Él anhelaba ser su protector, pero la mera idea era absurda. La tortura le resultaba casi insoportable. El hecho de saber día tras día que una chica como Imogen nunca se interesaría por él, cuando se rozaba con ella por las escaleras, distraída, y dejaba tras de sí una fragancia limpia con trazos de limón.

Hasta que se la encontró tirada en la carretera aquella noche, después de una fiesta, borracha y hecha una sopa, y fue la única vez en que se sintió en una posición de fuerza. Nunca olvidaría la sensación de la calidez de su cuerpo contra su espalda mientras la llevaba a su casa. Recordaba la expectación: el instante en el que pensó que lo invitaría a entrar. Vio el deseo en sus ojos, pero, claro, ella no lo hizo. Intentó ser lo más caballeroso posible dentro de sus posibilidades, pero sabía que nunca cruzaría el umbral de Bridge House. Aquella noche asumió que jamás formaría parte de su vida y trató de quitársela de la cabeza.

Paradójicamente, su arresto fue decisivo, cuando una metedura de pata le hizo acabar apechugando por dos de sus hermanos. Ellos ya estaban fichados y les habría caído una condena más larga, de modo que llevó a cabo un acto de nobleza, pero fue un shock que le internaran en un correccional. Se figuraba que querían aplicarle un castigo ejemplar. Al final solo pasó unos cuantos meses, pero estar allí dentro fue un verdadero toque de atención. Danny se dio cuenta de que, en términos generales, no era mala persona en absoluto y de que bajo ningún concepto deseaba pasar más tiempo a merced de las autoridades —porque la próxima vez sería en una auténtica cárcel—. El correccional ya era malo de por sí. Era capaz de cuidar de sí mismo, pero nunca podía bajar la guardia. Lo peor era el aburrimiento. El tiempo se le hacía eterno y la frustración lo reconcomía hasta el punto de pensar que se pondría a gritar. En un momento dado descubrió las oportunidades que tenía a su alcance y, con ayuda de un tutor, comenzó la carrera de Empresariales.

Una vez en libertad, lo dejó. A Danny no le interesaban los títulos, pero esto le dio experiencia para negocios lícitos. Algo perverso en su interior le vio la gracia a trabajar como consultor de seguridad. No regresó a Shallowford porque temía que su reputación le precediera, de modo que se instaló en el valle del Támesis, cerca de Reading. Empezó poco a poco, llamando a las puertas para ofrecer instalaciones de sistemas antirrobo. Al cabo de cinco años ya tenía demanda; se había especializado en pubs y restaurantes y enseñaba a los propietarios a detectar si sus empleados habían metido las manos en la caja. Su facturación se duplicó, se triplicó, se cuadriplicó. Y Annabel, una glamurosa cincuentona encargada de un gastropub de la ribera del Támesis, le abrió las puertas de su corazón. Era escandalosamente pija, intrépida, apasionada e implacable, y aprendió de ella con avidez.

Le sorprendía lo sencillo que resultaba ser honrado. Sin escaqueos ni bajones ni cuerdas flojas ni enredos. Echabas tu día de trabajo con su correspondiente paga y punto. Cuando iba a ver a su familia —lo evitaba en la medida de lo posible, aunque quería cerciorarse de que su madre estuviera bien—, pensaban que estaba loco y que se había ablandado. Se burlaban de él por pagar sus impuestos y no apuntarse al paro, pero al menos tenía la conciencia tranquila. Y, de hecho, estaba mejor así. Puede que tuviera que trabajar para ganar el dinero que tenía en su cuenta, pero era mejor que andarse con chanchullos, que te trincaran, ir de gorrón y estar constantemente vigilando tu espalda. Y descubrió que le daba más satisfacción gastar sus propios ingresos que el dinero conseguido con malas artes al que estaba acostumbrado.

Y entonces Annabel rompió con tacto su relación. Iba a poner todo a la venta para mudarse al sur de Francia y, aunque le tenía mucho cariño a Danny, pensaba que su relación no resistiría la distancia. Esto lo apenó, pero no lo hundió. Con Annabel había ganado confianza en sí mismo y, si no gusto, como mínimo curiosidad por las cosas selectas, pero sabía a ciencia cierta que no era ni por asomo el amor de su vida.

De algún modo, parecía el momento oportuno para volver a su localidad natal. Su madre se estaba haciendo mayor. Padecía lupus y ninguno de sus hermanos se molestaba en ayudarla. Él no tenía intención de volver a convivir con la chusma, pero sí de echarle un ojo con regularidad.

Un amigo de un amigo le había hablado de la casa que había en la finca de Shallowford. Creía que no la conseguiría, pues no tenía referencias, pero llegó a un acuerdo con el administrador de la finca. Resultaba que la casa solariega necesitaba renovar el sistema de seguridad. Danny consiguió el contrato… y otro de alquiler de seis meses renovable para Woodbine Cottage.

No podía creer lo feliz que se sentía. La tranquilidad era increíble. De noche salía a la puerta a contemplar las estrellas, aspiraba el aire gélido y sentía una oleada de satisfacción. La única ocasión de su vida en la que había experimentado esa soledad había sido en la cárcel, en su celda. Pero había sido distinto. Una soledad impuesta, forzosa. No la que te hace sentir libre. Cortó madera para la estufa de leña y se compró un libro para aprender a identificar las estrellas. Se hizo con un gato dorado peleón porque estaba seguro de haber oído ratones por el tejado. Lo llamó Don Gato, por los dibujos animados favoritos de su infancia. Decidió beber menos, lo cual le hizo sentirse mejor. Se compró una guitarra acústica e intentaba tocar sus canciones favoritas. No es que tuviera un gran talento musical, pero disfrutaba. Paulatinamente, fue sintiendo como si emergiera el verdadero Danny. No era precisamente un ángel —seguía teniendo una vena salvaje, atracción por el peligro—, pero le daba la sensación de estar empleando su energía en algo más constructivo.

Y entonces, aquella tarde, vislumbró a Imogen a través del escaparate de la galería y algo le dijo que era su única oportunidad. ¿Qué era lo peor que podía ocurrir? Sabía que no estaba saliendo con nadie. Una de las pocas ventajas de vivir en Shallowford era que uno podía averiguar cualquier cosa de cualquiera. Ahora era un hombre, no un colegial imberbe. Sabía que el que no lo intenta no lo consigue.

Y lo consiguió. Consiguió a la chica de sus sueños de milagro. Ella iluminó su casa con su cariño y su risa. Se sentía seguro al despertarse con ella en sus brazos. Seguro, a salvo y feliz por primera vez en su vida. Optimista de que su futuro tuviera sentido. Creía que ella sentía lo mismo.

Pero, claro, lo alucinante del sexo era precisamente eso: te hace sentir como si tuvieras más conexión con alguien de la que en realidad tienes. Esto ocultaba el hecho de que en el fondo no había nada en común. Obviamente, Imogen llegó a esa conclusión antes que él. Al fin y al cabo, había sido ella la que se había decidido a dar el paso.

Danny, embargado por la rabia y la impotencia, redujo una marcha y entró con estrépito en el aparcamiento, asustando a los transeúntes. Estaba furioso consigo mismo. En cierto modo, le había fallado y no le había prestado la suficiente atención. O la atención que necesitaba.

Su instinto le decía que era por no haber ido a su fiesta. Por alguna razón, ese es el tipo de cosas a las que las mujeres daban importancia. Pero sabía que, de haberse presentado allí, habría sido un desastre. Aún era demasiado pronto. Esa amiga suya, la agente inmobiliaria —Nicky—, le habría atravesado con su mirada fría y calculadora, tal y como ocurrió cuando entró a su oficina con la idea de alquilar Woodbine Cottage. Ella lo había mirado como diciendo: «No alquilamos a gentuza como tú»; solo que él había demostrado que estaba equivocada. Lo cual le habría dado aún más motivos para llevarse a Imogen al baño para preguntarle si estaba loca. Nicky, que se había agenciado a un hombre rico y que irradiaba insatisfacción y tristeza, no habría entendido lo que Imogen hacía con él. Y no llevaban juntos el tiempo suficiente como para que Imogen confiase en su relación. Lo habría visto a través de los ojos de sus amigas. Lo habría dejado tirado como una colilla.

Visto lo visto, lo había hecho de todos modos. A pesar de que le había dicho que no iría, estaba claro que ella esperaba que fuese. ¿Acaso debería haber sido más franco con sus sentimientos o revelar sus miedos? Danny no estaba acostumbrado a expresar lo que sentía. Creía que la pasión que Imogen y él tenían en la cama lo había dejado todo bien claro, pero, por supuesto, las mujeres no funcionaban así. Les gustaba expresarlo de viva voz. Les gustaban las demostraciones tangibles, las muestras de afecto, las pruebas…

Debería haberse presentado allí. Debería haberse tragado su orgullo para demostrar a Nicky y al resto que era digno de Imogen, porque, maldita sea, lo era. Tenía una empresa de éxito, había dejado atrás su pasado, su futuro era…, en fin, podía hacer lo que quisiera.

Sacó la llave de la moto y cruzó corriendo el aparcamiento, rezando para que no fuera demasiado tarde. Se abrió paso a empujones entre la gente para cruzar volando la entrada de la estación y luego entre la multitud del andén dos. Sabía que el tren salía de allí. Vio la casilla de cristal. Y el tren al fondo.

Vacío.

Agarró a un vigilante que pasaba por allí.

—El tren de Venecia, el Orient Express… ¿Ha salido?

Sabía la respuesta.

—Lo ha perdido por cinco minutos. —El vigilante lo miró. Se mordió el labio—. Lo siento, amigo.

—¿Cuál es la siguiente parada?

El hombre consultó la hora en su reloj.

—La siguiente parada para pasajeros es París. Esta noche, sobre las nueve.

Danny se quedó con la mirada perdida. Se imaginó subiendo a su moto y destrozando las vías persiguiendo el tren como en una de esas escenas imposibles de James Bond. A Imogen mirando por la ventana, con la cara iluminada de alegría al verle.

Ni en sueños. Para cuando sacase la moto del aparcamiento, el tren estaría bien lejos.

Pues a París.