13
LA CAJA DE LOS DESEOS
—Si fueses un animal, ¿qué serías?
—Un pájaro carpintero —respondió el pájaro carpintero.
Norte estaba encerrado dentro de la mente de una ciudad.
Era un lugar inaudito, lleno de cosas increíbles. Y también de cangrejos.
Hum… sí, cierto, Cruces estaba enferma. Paranoia, tal vez, pero sólo resultaría peligrosa para ella misma. No devoraría a sus habitantes como hizo Mythodea, su predecesora. En el peor de los casos engulliría de golpe todos los parques y jardines, y tanto niños como perros se levantarían al día siguiente con gran tristeza, pues ya no tendrían a su disposición patios de juego ni inodoros. Cruces era vegetariana.
Qué ingenuo había sido. Regresó para asistir a la gran manifestación farandulesca, sin imaginar que podía haberse producido sin él. La ciudad era demasiado inteligente: si no la dejaban dormir, conseguiría tener sueños por medios más expeditivos. Abriría sus puertas de par en par a los poetas, a los bohemios tristemente trágicos que suspiraban por el amor; a los payasos y a los funambulistas, a escritores y suicidas compulsivos. Ellos le traerían sus sueños, las miradas a lo imposible que jamás podría realizar por sí misma. Condenación a la cordura eterna.
Sí, al final Cruces logró experimentar sueños sin poder dormir.
Y, oh, dioses, cómo había reaccionado a ellos.
Dadá y su Circo Volante. Expresión catártica del arte. Sus fantasías habían sido las primeras, pero cuántas más las sucederían en cuestión de días. Cruces estudió la locura sapiente de los seres humanos hasta desarrollar una visión completamente anárquica de la existencia, y la aplicó a su experiencia vital: edificios con forma de manos implorantes. Los humanos que vivían en su interior eran sus leucocitos, hambrientos devoradores de impurezas urbanísticas. Peces rémora que limpiaban sus desperfectos.
—¿Por qué me enviaste aquel androbot con el aspecto de Hesperus? —quiso saber Norte. Cruces se encogió de hombros, y sus puentes redujeron momentáneamente sus longitudes.
—En fin —suspiró, robando un trozo de la conversación entre dos actores en uno de sus cines—: Las cajas azules son también rojas por dentro.
—Querías advertirme que ya era tarde, ¿verdad? La manifestación se produjo y fue asimilada. Dadá tuvo la culpa: ahora estás completa. Posees la cordura, pero también la locura, aquello de lo que queríamos protegerte a toda costa. Estás enferma de artes y ensayos.
—Claro. (Un profesor universitario hablando con una antigua alumna y amante.) ¿Por qué si no el antimonio es de color azul? Ay, hermana, cuán lejos de casa… cuán lejos de casa.
—Impromptu en el hombre sabio —se desesperó Norte, acuclillado en el suelo cubierto de moluscos. La ciudad había creado un capullo geométrico a su alrededor para protegerle de su locura. Seis paredes, cuatro verticales y opuestas. Una caja. La caja de Pandora reflejada en sí misma amsim is ne adajelfer arodnaP ed ajac aL.
—Es todo tan obvio —repitió para sí—. La realidad no debería haberme podido embelesar con su engañosa apariencia. El último enigma no iba dirigido a nosotros, sino al resultado del anterior: las ciudades. Por eso la interpretación más completa de la cifra era un objeto arquitectónico, una gran torre puntiaguda que se alzaba hasta tocar el cielo. ¿Pero qué significa? ¿Qué sentido tiene esa expresión para vosotras?
—Una vez resueltas las dudas preliminares, podemos empezar. (Una maestra de escuela / una telenovela / la conversación de un mendigo con su perro.) ¡Atentos, niños! Hipergnosis e Hipognosis: pensamiento por exceso, pensamiento por defecto. Expresión demiúrgica: te voy a contar un secreto, y si en algún lugar del universo se cumple, si en algún remoto lugar de la Creación resulta ser cierto, te daremos la respuesta a la última pregunta. La solución a todo este jodido misterio, Ulises.
—La solución… Puede que el Cubo no tenga solución, después de todo. ¿Por qué no me cuentas qué era realmente la Xfinge? ¿Clavó sus garras también sobre ti?
—¿Cómo puedes pensar eso? ¡No soy esa clase de chica! (Corazones rompiéndose a la salida de una discoteca).
—Claro que no. Lamento haberte insultado cuando dije que tenías la falda muy corta. ¿Qué va a ser de mí ahora que has resuelto el último enigma? ¡Eres la nueva Mystes! —Lloró a lágrima tendida—. ¡Pobre, pobre! ¿Qué va a ser de mí ahora?
—No te preocupes. (Un musical en la callejuela de los teatros.) Te doy permiso para asistir conmigo a la gatomaquia. ¡Es tan fácil que hasta un niño puede hacerlo! ¿Qué reglas hay que observar para adjudicar nombres a los felinos, venerable Deuteronomio?
—Nombres… ¿Qué es ese ruido de lluvia en el exterior? ¿Por qué la gente corre por tus calles y se pone a salvo? ¿Por qué estallan tus cristales y se quiebra el asfalto?
—Es por la lluvia. (Televisión a las tres.)
—¡Está lloviendo riqueza! ¡Riqueza que cae del cielo! ¿Qué visión indescifrable es ésta?
—Salgamos afuera y empapémonos del desastre. Arranca las orquídeas que enraízan tu vergüenza. ¡Que llueva oro sobre los menesterosos que se sosiegan bajo el techo del cielo! Elige entre todos los posibles futuros, mientras caes hasta el fondo de la copa y no puedes escapar del asedio de tus recuerdos. (Una canción en el dial 279.)
—¿Estoy preso? ¿Soy acaso el castigo que te ha impuesto la Xfinge, Cruces?
—Siempre hay dos maneras opuestas y complementarias de encarar el destino. ¿Qué deseas ser, hombre? ¿Hacia dónde ambicionas que se dirijan tus pasos cuando tus pies ya no te sostengan? Este eres tú, aquel que no encontró respuesta a la pregunta que daría razón a su existencia; pero también eres este otro, la triste sombra que cumplió su penitencia y está más allá de todos los misterios. (Un fragmento de poema en el cuarto estante, doceava sección, de la Biblioteca Central.)
—¿Deseas que elija, Xfinge? —preguntó Norte—. ¿Quieres que escoja entre la complacencia y la decrepitud? No te daré ese placer. Ofréceme otras dos alternativas. Tal vez encuentre una dualidad que calme mi espíritu.
La oscuridad rieló. Ante él aparecieron dos reflejos. En uno, Norte se vio anciano y feliz, sentado junto a una mujer que podría ser Amber, también consumida por el tiempo. Sus ojos arrugados atestiguaban que los grandes misterios habían quedado atrás, y ya sólo importaba ir asistiendo a cada amanecer en espera del último.
El reflejo complementario, sin embargo, mostraba un hombre afligido, exhausto, poseído por una locura que jamás le saciaría. Amargado ante la imposibilidad de encontrar todas las respuestas, pero perfecto conocedor de cuál sería el último sol que verían sus ojos. A pesar de la amargura que reflejaban sus hombros caídos, en el fondo se sentía orgulloso de haber vivido aquella vida, de saber tantas y tantas cosas que ya jamás permanecerían ocultas. Era el Mystes.
—¿Éstos son mis únicos futuros? —protestó Norte—. ¿No hay nada más?
—Siempre hay algo más. (La confesión de un anciano al que se le practican ritos religiosos extremos en el hospital, cinco segundos antes de su muerte.) Estoy a punto de descubrirlo, aunque ese algo signifique la extinción definitiva. Sea lo que sea lo que me depara el futuro, llegaré a él en breves instantes.
Una tercera imagen apareció ante él. Se vio a sí mismo encerrado dentro de una caja, tocando a su otro yo. Una paradoja zen; un bit de doble paridad. Un hombre dándose la mano a sí mismo.
Contempló las tres opciones en silencio, ponderándolas. Le embargó una gran tristeza, pues al final de su existencia no había una solución perfecta e igualada a cero para sí mismo.
Al final, el hombre al que todos llamaban Norte eligió.
* * *
¿Verdadero o falso?
«Los subioms de Lusya Menor recuerdan durante toda su vida el primer momento en que ingirieron carne de metastia.»
* * *
Marius amartilló el fusil. Hesperus se precipitó hacia el ascensor, tratando estúpidamente de ser más veloz que una bala. Cuando sus oídos procesaron el sonido del disparo, su cuerpo ya sabía que no había errado.
El musiarquitecto cayó, sangrante, y exhaló su último aliento a los pocos segundos. Marius cabeceó satisfecho. Ya nadie sabría que Cruces había conseguido dormir profundamente y tener sueños.
Ordenó a sus hombres que arrojaran el cadáver a una fosa sin lápida y sellaran para siempre las puertas del Nucleus. El Mystes aún estaba en su interior, pero no deseaba arriesgarlo todo por encontrarle. Allí dentro dormían cosas que ningún ser humano estaba preparado para asimilar.
Dejó a sus soldados cumpliendo órdenes y subió a lo alto del palacio, al gran salón desde el que dominaba toda la urbe. La estatua del Libertador mantenía su pose de paradigma de los valores del Régimen, todo piedra y desafío a la erosión del tiempo. Sin embargo, tenía una pequeña mancha en la mejilla izquierda, algo parecido al excremento de un animal.
Marius escudriñó el artesonado: una paloma había entrado aprovechando un descuido de la servidumbre (una hoja de los grandes ventanales permanecía entreabierta, sin duda para que el aire de la noche ayudase a secar los suelos recién fregados). El animal se aseaba mansamente a golpe de pico sobre una viga.
Marius se dirigió al interfono para convocar al servicio de limpieza, pero cambió de idea. Recogiéndose la túnica, él mismo escaló sin mucha gracia el mármol de aquellas fuertes piernas, pisó los brazos de asombrosos bíceps, hasta llegar a la cabeza. Los ojos miopes del Libertador le contemplaron impávidos. Usó su propia manga para restregar la defecación de la paloma, que había resbalado desde la pupila hasta manchar toda la mejilla. No se dio cuenta de que la estatua temblaba hasta que un crujido acompañó la ruptura de su talón derecho.
Logró saltar a tiempo, haciéndose daño al aterrizar sobre sus sandalias. Con la lentitud propia de los objetos grandes, el orgulloso libertador se desplomó haciéndose añicos contra el pavimento. La paloma, asustada, revoloteó entre las vigas.
Maldiciendo, el comendador cerró la sala a cal y canto. Los sirvientes se agolparon al otro lado de la puerta atraídos por el estrépito, pero su código personal bloqueaba la cerradura.
La cabeza de mármol aún daba vueltas por el suelo, deteniéndose por la fricción de la mejilla contra el excremento del pájaro.
Marius respiró entrecortadamente. ¿Cómo había podido ocurrir un accidente tan estúpido? Si una simple paloma había ocasionado aquel desastre, ¿qué más cosas quedarían arruinadas antes de que saliese el sol?
El sonido de un cristal al astillarse le asustó.
Girando en redondo, vio cómo el ventanal se hacía añicos. Algo lo había atravesado, un proyectil que impactó contra el suelo sin estallar.
Aterrado, se lanzó tras los restos de la estatua. Su mente se lo reprochó: si realmente era un misil de los esfingistas, de nada le iba a servir que se llevase las manos a la cabeza y buscase refugio como un cobarde.
El misil no detonó. Rodó hasta él rayando el pavimento. No parecía tecnológico, sino más bien un pedazo de piedra dorada.
Marius la recogió.
Era un pedacito de oro del tamaño de una uña.
—¿Pero qué demonios…?
Otros misiles impactaron contra los cristales. Sobre la balconada exterior tabletearon centenares de impactos, destrozando las gárgolas. Un tamítero con las alas agujereadas cruzó veloz por delante de la torre, cayendo en barrena. El piloto saltó, pero los meteoritos dorados atravesaron su cuerpo antes incluso de que pudiera abrir el paracaídas.
Muchos metros más abajo, en el nivel calle, los ciudadanos corrían aterrorizados buscando refugio. Algunos murieron acribillados mientras trataban de recoger una fracción de la riqueza que caía de las nubes.
A salvo de la estruendosa lluvia, con los ojos desencajados, Marius contempló desde su atalaya una imagen que no olvidaría: Cruces siendo arrasada por una tormenta de pepitas de oro.
* * *
El desayuno psicodélico de Mora:
—¿Cuántas líneas temporales puedes retorcer?
—¿Qué hay dentro de la caja de los deseos?
* * *
Hesperus y su mujer, Amber, se plantaron a toda prisa en casa de Norte en cuanto oyeron los primeros disparos. Asistieron impotentes a la matanza de los soldados del Régimen a manos de los niños de Fellia, pero al menos pudieron impedir que el esquizofrénico Aristón acabase con la vida del comandante Ladoux.
Mientras en la calle estallaba la violencia, Hesperus abrió la puerta de la casa de una patada. Encontró varios soldados muertos, un androbot herido perdiendo aceite en el suelo (que suplicaba auxilio con una voz semejante a la de Pirilampes), y al comandante, con los brazos en alto, la guerrera empapada en sudor, viendo pasar la vida ante sus ojos.
Aristón presionaba el gatillo de su escopeta.
—¡No! —gritó Hesperus, lanzándose hacia el arma. La escopeta disparó, pero no antes de haber sido desviada por el certero golpe de la maza que enarbolaba el musiarquitecto, una antigua pistola descargada que había pertenecido a Norte.
Aristón le miró con disgusto.
—Aún me queda otro cartucho, Hesperus —sonrió.
—Y a mí algo de sentido común —gruñó Amber, acercándose sibilinamente por detrás y desconectando su clavija maestra.
El androbot perdió graciosamente toda la rigidez de sus miembros.
Ladoux tragó saliva, abriendo de nuevo los ojos. Amber y su marido le miraban en silencio, esperando una reacción.
El comandante recogió del suelo el fusil de un soldado. Aclarándose la voz, constató:
—Me han salvado la vida.
—Será mejor que salga por la puerta de atrás —sugirió Amber—. Ahí fuera no sobreviviría ni dos segundos.
El comandante probó a usar su intercomunicador de solapa, pero ninguno de sus hombres respondió. Estaba solo.
—Sí, lo está —confirmó Hesperus.
—Muy bien —tragó saliva—. Me voy, pero no crean que el Régimen olvidará lo que ha pasado en este pueblo. Volveremos con tropas suficientes como para arrasar este lugar hasta los cimientos.
—¿Le hemos salvado y así es como nos lo paga?
Ladoux les apuntó con su fusil.
—Les pago no matándoles en este mismo instante. Abandonen el valle esta noche con todo lo que puedan cargar. Prometo no perseguirles, pero nada en este mundo evitará que bombardee el pueblo al amanecer.
Dicho esto, abandonó a toda prisa la cabaña.
El ruido ambiental proveniente del exterior cesó.
Amber y su marido se miraron, extrañados. Asomaron la cabeza con extremo cuidado por la ventana.
En la calle reinaba una súbita e innatural calma. Todo se había detenido. Tanto los niños de Fellia como sus víctimas, los soldados, alzaban la vista en silencio hacia el cielo.
Una enorme sombra cubrió la aldea desplazándose sobre las nubes, y se concretó en la vertical de la torre en construcción. Era un objeto descomunal de bordes angulosos que giraba sobre su eje en caída libre, rodeado por un enjambre de objetos muy pequeños y veloces que titilaban con destellos dorados. Cuando el gigante rompió el techo de nubes y dejó pasar la luz del sol, el cielo se convirtió en una cadena de diamantes.
Los primeros meteoritos espantaron a los animales y rompieron algunos tejados. Los siguientes acribillaron la nieve de las laderas y sacudieron los árboles del bosque, partiendo los más enclenques. Un manto de señales de impacto cubrió la superficie del río e hizo saltar por los aires a los peces que nadaban a poca profundidad. Las rocas se quebraron, el agua se tiñó de ámbar, y la sangre de los castores se mezcló con las espinas de las truchas.
Los habitantes de Torre trataron de ponerse a salvo escondiéndose bajo mesas y en sótanos, tapándose las cabezas con cualquier cosa que pudiera constituir un improvisado paraguas. Las cabañas se estremecieron. Las pepitas agujerearon el techo de la casa de Norte y cayeron sobre su viejo ordenador fotónico, haciéndolo pedazos. Nada se salvó, ni las células de memoria donde residía la conciencia de sus engramas, ni los discos de datos en los que se archivaban sus reflexiones sobre el sentido de la vida. Todo quedó reducido a astillas de carbono y cristal en quince angustiosos segundos.
Amber chilló cuando una pepita cercenó de raíz una de sus orejas. Hesperus la empujó debajo de la mesa, arrastrándola hasta colocarse a la sombra de la viga maestra. Los proyectiles la debilitaron, pero no impactaron en número suficiente como para romperla.
La tormenta cesó justo después de que un sonido ensordecedor, una onda expansiva atronadora como la que habría provocado un dios al caer desde su montaña, sacudiera el valle entero.
Hesperus salió de su escondite buscando unas gasas, hielo o algo con lo que cortar la hemorragia de su esposa. Lo que vio a través del hueco de la puerta le dejó sin aliento.
El rumor de lejanas avalanchas llegaba sordo: decenas de aludes se precipitaban simultáneamente por las montañas que les flanqueaban. En el centro del valle, aplastando las ruinas del antiguo fortín militar, yacía un bloque de oro puro de treinta metros de arista. Un coloso de piel rugosa que había caído como un puño celestial, aplastando en un segundo lo que tanto trabajo les había costado levantar durante cuatro largos años.
Algunos niños elevaron la vista para buscar el hueco en la bóveda celeste que sin duda habría dejado detrás.
Nadie dijo nada. Tal vez el estampido hubiese dejado sordos a unos cuantos, pero al contemplar aquel insólito bloque reposando sobre las ruinas del edificio de Norte, los pueblerinos comprendieron que los días de Torre habían llegado a su fin.
* * *
Dos hombres caminan. Uno le dice al otro:
—El universo es una pieza de Dios.
A lo cual, aquél responde:
—¡Claro! Dios es una pieza del tiempo.
* * *
El comandante Ladoux sacó su dolorido cuerpo de debajo de una tanqueta, limpiándose la nieve de la guerrera. Había polvo de oro flotando por todas partes.
¿Cuánto tiempo llevaba inconsciente?
A su alrededor apenas quedaba nadie. Algunos vecinos, los últimos en empacar sus cosas y cargarlas en sus carretas, le contemplaron con absoluto desprecio, pero nadie le agredió ni le dirigió la palabra. Ladoux sintió algo de lástima por ellos: la tormenta había matado a la mayoría de los animales de tiro, y los pocos afortunados que aún poseían uno no lo compartían con nadie, a sabiendas del largo camino que tenían por delante.
Paseó lacónico entre los cadáveres de sus hombres, murmurando una plegaria. Apretó los puños. Aquella humillante derrota sería…
¿Vengada?
Vio el bloque de oro. Algunos tamíteros ya lo sobrevolaban, acercándose tímidos como moscas a la miel. El ejército no tardaría en aparecer.
¿De dónde había salido aquella pesadilla? Si el cielo se estaba desmoronando, ¿qué suerte habría corrido Ciudad de Cruces?
No pudo encontrar palabras para describirlo. Aquello era, era…
—El fin de vuestra economía —dijo alguien.
Se volvió. Un hombre bonachón le contemplaba desde el pescante de un carromato.
—¿Disculpe?
—Digo que es el final de vuestra economía. El oro es un metal que acaba de perder todo su valor en este mundo. Yo no sé mucho de dinero, sólo soy el humilde propietario de un bar, pero me parece que en las ciudades lo vais a pasar realmente mal durante una o dos décadas.
—¿Adonde van todos? —preguntó el comandante.
Moses se encogió de hombros.
—Da igual. Cada cual prosigue su camino. —Miró las ruinas con semblante grave—. Es lo que debimos haber hecho desde el principio. Maldito el día en que Norte nos convenció para hacer realidad sus locuras.
Y espoleó su caballo. Ladoux corrió a su lado unos metros.
—¡Un momento! —ordenó—. ¡Dígame antes dónde está el cubo! No pienso marcharme de aquí sin él.
Moses le miró en silencio unos segundos y estalló en la carcajada más sincera que el comandante había oído jamás surgir de la garganta de un hombre.