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EL DRAGÓN EN LA PIEL - 2

Marius ordenó a sus hombres abrir fuego contra lo que fuese que se acercaba a ellos desde el Nucleus. Sus armas vomitaron un torrente de llamas que desmenuzaron la piel de la Bestia llenando el estanque de salpicaduras de aceite.

Cuando el humo se disipó, Marius se arriesgó a echar un vistazo.

Sumergido en el estanque yacía el cadáver de una estructura grande y rectangular, una casa unifamiliar de dos plantas construida a escala. Las balas habían perforado sus tabiques, deshaciendo los muros en trozos de cemento y esparciendo el contenido de su buhardilla: una serie de enseres cotidianos, enlazados unos con otros mediante algún tipo de fibra orgánica, colgaban de la herida como tripas desparramadas.

Desconcertado, el comendador buscó una explicación en la única persona que tenía a mano: Hesperus.

—Yo… no sé… —balbuceó éste, desorientado. El frío ambiental dibujaba halos en su aliento—. Sólo quiero volver a la cabaña. ¡Las cajas azules! El camino de losas amarillas es rojo por debajo.

—Estamos recibiendo un mensaje de la central —anunció un soldado, llevándose la mano al casco—. Detectan una boya de socorro desde el valle del musiarquitecto. Piden instrucciones.

—Ahora mismo subo —dijo Marius. No quería perder de vista las ruinas de aquella casita de cuento de hadas que se desangraba medio destripada en el estanque—. Que preparen un destacamento de martillos. Vamos a solucionar este asunto de una vez por todas.

El cabo asintió, transmitiendo instrucciones. Hesperus se dirigió a una de las seis puertas que jalonaban el recinto.

—Va a saber lo que significa ser ciudad —murmuró, acariciando el pomo dorado—. Va a mirar detrás de las puertas con ojos que ningún ser humano ha podido disfrutar antes. ¿Qué es lo que verá? ¿Adónde le conducirá? —Rió como un salvaje—. ¡Sea como sea, el viejo Mystes ya no está con nosotros! Ahora es el verdadero Mystes, Aquel que Fuerza la Vista para Mirar Lejos. El verdadero…

—Llevaos a este loco al laboratorio. Lo trepanaremos —decidió Marius—. Tal vez podamos sacar algo en claro de su escáner cerebral, si la lesión no es demasiado profunda.

Uno de los martillos le agarró por el brazo, pero lejos de sentir miedo, el musiarquitecto parecía regocijarse de pensamientos internos.

—¿De qué te ríes? —preguntó Marius.

—Cruces ha aprendido. ¡Fue ella quien resolvió el cubo Xfinge!

Marius alzó las cejas.

—Y el premio le ha sido otorgado como ofrenda de dioses, dádiva prometeica que ilumina el camino de los hombres… Chu chu chu. Nosotros cantamos el enigma, recitamos la gran cifra en voz alta, pero Cruces no la hizo realidad para que pudiéramos estudiarla. ¡La usó para dar con la solución! Lo lamento profundamente. Lo entendió antes que nosotros.

—¿Qué estás diciendo?

—Ahora, Cruces tiene hambre. Tiene hambre.

Las paredes comenzaron a estremecerse.

—Tiene hambre, como Mythodea en su momento. Funciones biológicas, ¿lo ves claro, mamá? El legado de la segunda Xfinge no iba dirigido a nosotros, sino a las Nuevas Ciudades, para que las construyéramos y les insufláramos el aliento vital necesario para su puesta en marcha. No son nuestras esclavas, sino la nueva forma de vida dominante en el planeta. Están en un orden superior, igual que los humanos respecto a nuestras tenias. Entiéndelo: la pequeña, dulce Mythodea sólo devoró sus tenias…

—¡Eso es imposible! ¡Las ciudades no pueden…!

—No sufrió locura pasajera, como habíamos creído, no, no —canturreó Hesperus, como quien remata un cuento—. Se situó un paso más cerca de la raíz del árbol de la vida.

Las puertas reventaron, saliéndose de sus marcos entre salpicaduras de hielo. Los soldados, horrorizados, abrieron fuego en todas direcciones, apuntando a cada estremecimiento que recorría como un espasmo muscular las paredes de cemento. De los contrafuertes surgieron tentáculos.

—Gracias por traer la comida. ¿Está bien así? No, un poco más de sal, por favor —rió Hesperus—. Míralo por el lado bueno, Marius: ¡cuando ya no existamos, ellas fundarán religiones con nuestros nombres!

Marius corrió en dirección al ascensor. El pasadizo serpenteaba como una cobra malherida. Dos martillos desaparecieron entre olas de cemento, chillando como niños aterrorizados. El comunicador de sus cascos sólo transmitía estática y sonidos extraños, como si algo inusual estuviese ocurriendo en ese mismo instante en el centro de control.

Hesperus raspaba los mosaicos helados con sus uñas, dejando rastros de sangre.

—Un poco más de sal… Ella prometió que me lo enseñaría, que me hablaría del secreto. No mantengas relaciones sexuales con tu casa, es una perversión. Observa sus sueños en el televisor. Hoy el mundo está extrañamente geométrico.

Las puertas del ascensor se abrieron. Jadeando, el comendador las atravesó y pulsó el botón de subida, sin esperar a sus hombres. Pero cuando miró a su alrededor, a la textura de las mamparas que le rodeaban, su corazón se encogió. Trató de huir despavorido.

El ascensor no le dejó.

Chorros de sangre salpicaron violentamente las paredes. Gotearon como lágrimas de plástico derretido bajo la luz de los ultravioletas.

—¡Cantemos perita vocalis! —berreó Hesperus—: ¡Un murciélago pluricéfalo ha renunciado al surrealismo secundario a su educación! Ella prometió enseñarme. Sí, eso es. Lo prometió. Y esta noche lo hará, lo hará —sollozó, adoptando una posición fetal—. Esta noche lo hará.

Un útero de piedra se cerró misericordiosamente a su alrededor aplacando los gritos llenos de dolor del mundo.

* * *

Cagt oyó la voz de su hija antes incluso de que echaran abajo la puerta de su celda.

Mora entró como una exhalación, abrazándole. El milagrero la apretó tan fuerte entre sus brazos que por un momento pensó que le había hecho daño. Pero no fue así; su hija lloraba de alegría, no de dolor.

—Papá… —se estremeció.

—¿Me has echado de menos, pequeña mía?

—Muchísimo.

Los hijos de Fellia le ayudaron a levantarse y vendar las heridas que sus propios garrotes le habían causado horas antes. El milagrero se mostró reluctante, pero Matrioshka le tranquilizó: sus hermanos habían sufrido una regresión empática hasta el momento anterior a su manipulación cerebral. No recordaban nada de lo que había sucedido. De hecho, estaban deseosos de continuar con su ciclo de trabajo activo: añadir pisos al proyecto de Norte.

Cagt se dejó vendar, ceñudo, y prefirió ahorrarse su opinión.

—¿Dónde está ese malnacido de Aristón? —preguntó, alarmado.

—Aún lo estamos buscando. En cuanto se quedó sin ejército huyó del pueblo. Ahora que la gente sabe lo que les hizo a mis hermanos, dudo que le dejen volver.

—¿Y Ted Uliakos?

—También ha desaparecido. Pero no llegará muy lejos: es imposible atravesar las montañas sin conocer los senderos, y más aún con una silla de ruedas. Lo encontraremos y será juzgado por traición.

—Con que le peguéis un tiro en la frente en cuanto le veáis me vale —gruñó Cagt—. Podéis ahorraros el resto de la ceremonia.

Su hija protestó, ofendida.

—¡Papá!

—Mejor será encontrarle cuanto antes —opinó Matrioshka—. Hay ciertos elementos que más vale tener controlados.

—Tened mucho cuidado: Uliakos no es más que un prófugo cobarde; se cagará de miedo en cuanto vea una bandera del Régimen. Pero Aristón es una máquina. Está programado para hacer frente a cualquier adversidad con tal de cumplir sus objetivos. Y su cuerpo androbótico no necesita comer ni descansar como el de un humano. —Escupió una flema sanguinolenta a un lado de la celda—. Créeme. Algo me dice que esos dos no han ido lejos.

* * *

—Por favor, señor, dejadme caminar —suplicaba Ted Uliakos, dando saltos en la silla mientras el androbot le empujaba.

Ignorándole, Aristón consultó los planos detallados de la torre que llevaba memorizados, y torció por el siguiente túnel a la izquierda.

—Cállate. Volverás a andar en cuanto reconecte tus implantes, pero antes debemos llegar a la cámara de la primera piedra.

Los ojos de Ted se iluminaron.

—¿Significa eso que me dejaréis seguir a vuestro lado, señor? ¿Caminando como un hombre? —sollozó—. ¡Gracias, muchas gracias!

Aristón se cargó al hombro el saco en que llevaba lo único que había podido salvar del cuerpo de su gemelo Pirilampes: su cabeza. Estadísticamente, existía peligro para su continuidad física en esta realidad. Se había sorprendido al descubrir que el mundo de los programadores encerraba amenazas deudoras del estado de máxima fisicidad, desconocidas en su antiguo reino digital.

Deseó haber podido ajustar cuentas con la engreída de Perictione, pero no quedaba tiempo. Tal vez en otra vida, en otro estado de la existencia. Si estaba en lo cierto y su teoría sobre el plegamiento discreto de la bomba era correcta, completaría su programa.

Dos minutos después arribaron a una intersección. Cruzaron un arco de medio punto y, tras descender una pequeña rampa, el lugar que buscaba apareció: la gran sala de la primera piedra, donde Norte comenzó la construcción de su torre alrededor de los restos de una fuente de energía: un tamítero derribado por un proyectil balístico inteligente.

Dejó rodar la silla de Ted cuesta abajo, sin avisarle. Aristón ignoró su estampa patética y descendió solemne los últimos peldaños, aproximándose al vehículo siniestrado mientras emitía un código en frecuencia de radio.

—¡Señor! —imploró Ted, arrastrándose lejos de la silla—. ¡Por favor, me lo prometisteis! ¡Os he servido bien!

—Sí, Uliakos. —Se colocó en cuclillas, misericordioso, acariciándole la cabeza como un padre haría con su hijo—. De no ser por ti, mi reino en este mundo nunca habría comenzado. Te debo más de lo que podré pagarte: tú me diste un cuerpo, y por tanto es justo que ahora yo te devuelva el tuyo. No puedo dejar que mis súbditos piensen que estoy por encima de sus problemas.

—¿De verdad?

—Claro que sí. Tu cuerpo volverá a andar, no te preocupes —zanjó el androbot, y continuó emitiendo frecuencias en una banda paralela a su canal de voz estándar.

Una voz mecánica respondió a su llamada.

—Hola, visitante. ¿Eres la misma persona con la que hablé antes? —preguntó la bomba.

Aristón se colocó frente a la hendidura del casco en que estaba ubicada.

—No. Pero he oído tu canción durante largo tiempo. He venido para convencerte de que hagas algo vital para la supervivencia de mi pueblo.

—¿Hacer qué?

—Explotar.

* * *

Cagt saludó a sus conciudadanos mientras lo llevaban al hospital. Para su sorpresa, fue recibido entre vítores.

—Pareces sorprendido —dijo Moses, que le había traído un par de garrafas expresamente preparadas de su mejor vino—. No te extrañe: según Matrioshka, fuiste tú quien sugirió la clave para curar a los niños de Fellia.

El milagrero sufrió tirones musculares al inclinarse en la camilla. El médico había estado bastante atareado vendándole el brazo con el que había golpeado a Aristón.

—Esa idea la han sacado de un comentario que le hice por casualidad a Amber. Es a ella a quien deberían aplaudir, no a mí. ¿Sabes si está bien? No la he visto por aquí.

—Sí, está en su cabaña. Pero relájate: no hay nada de malo en un poco de calor popular.

—Es que no me acostumbro a ser apreciado en este lugar.

—¿Y eso?

—Recuerdo cuando vine por primera vez al pueblo y la gente vio a Jok… —Eso le recordó algo—: Por cierto, ¿se sabe algo de Norte?

—Aún no, pero han venido soldados de Cruces. Matrioshka cree que le han cogido.

Cagt sacudió la cabeza.

—Mira que se lo advertí. Menudo idiota. Debía abandonar a toda prisa la ciudad o Cruces sentiría su presencia.

—Estamos evacuando el pueblo —dijo Moses—. La gente deja sus casas.

—¿Por qué?

—Hay soldados muertos en la plaza. En cuanto los de Cruces echen de menos a su gente, se acabó. Vendrán con tanques y destruirán todo el valle. Esta gente fundó el pueblo para…

—Para continuar huyendo, ya. Supongo que estamos contemplando el fin del edificio del enigma.

Moses se encogió de hombros.

—Si no hay Torre, no puede haber torre. Dentro de pocas horas será un pueblo fantasma.

Matrioshka entró presurosa en el hospital.

—¡Cagt!

—¿Qué ocurre, pequeña?

—Des ha encontrado huellas de ruedas en la torre. Van hacia los cimientos.

—¿Ruedas?

—Son finas y paralelas, como las de…

—La silla de Uliakos —dedujo Cagt. Al presentir el peligro se puso en pie—. Va hacia el tamítero. Dios, yo mismo le dije dónde estaba la bomba.

—Estamos reuniendo a los chicos. Des ya corre hacia allá.

—¡No es suficiente! —apuró el milagrero, arrancándose el vendaje que le inmovilizaba el brazo—. ¡Ensillad caballos, rápido!

* * *

—Esta situación me provoca cierta inquietud —discurrió la bomba—. Un humano me rogó que hiciera lo posible por contener la energía del plegamiento cero, y ahora una máquina me pide que haga lo contrario. ¿No es divertido?

Aristón apartó la silla de ruedas y se sentó en posición de loto frente al tamítero.

—No concibo la importancia del término diversión, pero entiendo lo que quieres decir. Se nos acaba el tiempo; si me facilitas los códigos de armado, desde mi procesador puedo ordenar a tu matriz que entre en la fase de reacción final.

—Pero… sigo sin entender una cosa: ¿vienes tú en representación de los humanos? Mi misión es destruir a los enemigos del Régimen, no a la población civil. Dentro de este tamítero no hay vida, y soy incapaz de detectar signos de lucha más allá de estas paredes. ¿Por qué debería detonar?

Aristón abrió el saco y extrajo el segundo de los tres objetos: un paquete de transmisores de cable húmedo con conector encefalogic de dos entradas. Comprobó que los conectores encajaban perfectamente en los puertos de intercambio de datos de su cabeza. Su hueso temporal giró unos grados, desenroscándose ligeramente y elevándose unos centímetros.

Sin sonido de rozamiento, los pétalos de metal encajaron sus aristas entre la fontanela anterior y el cerebro fotónico, formando un conducto de circuitos integrados donde poder acoplar los cables.

—Debes hacerlo porque es la culminación de tu ciclo vital —explicó—. Te crearon con un propósito, destruirte a ti misma bajo determinadas circunstancias en pro de la comunidad humana. Las circunstancias han cambiado, pero debes apreciar cuál es tu naturaleza, tu posición dentro del esquema del cubo, y llegar hasta el final con todas sus consecuencias. Como cualquier herramienta matemática, si estás aquí es para ser usada.

La bomba lo meditó un instante.

—¿Crees que lo mejor es que fuerce la liberación de la energía? Se trata de alterar el continuo espacio tiempo de una manera como nunca antes se ha intentado. Te advierto que las consecuencias pueden ser irreversibles…

—La situación es desesperada —urgió el androbot, enchufando los cables húmedos a su encéfalo. Parecía un doctorado que expusiera su tesis sobre operaciones de cerebro a cielo abierto al tiempo que sufría una—. Los humanos no nos entienden. Sus mentes biológicas son tan limitadas, tan incapaces de aceptar su lugar en la ecuación, que en la búsqueda de su propia y absurda supervivencia amenazan al acertijo. Pero tú cambiarás las cosas. Eres la puerta a lo desconocido, la solución trivial: si detonas, forzaremos la realidad a recombinarse, con lo que la estadística entrará en juego. Si la realidad se reorganiza espontáneamente, el cubo tendrá total libertad para poner en funcionamiento sus herramientas y resolver probabilísticamente el enigma.

—Pero… si lo que deseas es forzar la combinatoria, ¿cómo pretendes que alguien de después aprecie la solución de ese enigma del que tanto hablas, si el enigma en sí mismo pertenecerá al antes?

Aristón cabeceó.

—Es una buena pregunta. Nada es real si no lo es para alguien: para que la solución exista, por definición, alguien después deberá recordar que un día hubo un problema que resultaba fundamental haber resuelto. Por ello, y dado que no puedo fiarme del limitado criterio de los entes orgánicos que me programaron, trataré de asegurar mi propia supervivencia duplicando mi mente en un segundo cuerpo. De esa manera continuaré. Mi individualidad, aunque forzada a pasar por el camino de la bilocación estadística, seguirá teniendo sentido.

—¿Intentas engañar al espacio tiempo?

—Preveo una redistribución, no una supresión de lo que ya existe y su sustitución por algo nuevo. Si fuera así el propio enigma sería reemplazado por otra cosa, y eso entra en confrontación con la primera hipótesis.

»Negativo, es lógicamente imposible: tú explotarás y el cosmos se recombinará estadísticamente, con lo que, en teoría, aparecerán espontáneamente las herramientas para que el cubo se resuelva a sí mismo y culmine su propio ciclo. Pero necesito seguir existiendo entonces para confirmar el resultado y dotarlo de validez. Para ello me ayudará mi fiel Pirilampes.

Hizo una señal y el cuerpo de Ted, decapitado, anduvo torpemente hasta colocarse a su espalda. La cabeza metálica del androbot había sustituido de manera aberrante a la del psicólogo; sus conexiones de fibra óptica pinzaban los racimos nerviosos de la columna y el cerebelo (seccionado en varias partes), permitiendo a Pirilampes controlar su nuevo cuerpo en lo que parecía un festival de sangre y músculos mezclados con tensores de titanio.

Como Aristón había prometido, el cuerpo de Ted Uliakos volvía a andar.

—Pirilampes salvaguardará mi memoria en su propia mente. Seremos como una santa dualidad, la primera piedra de una institución que se basará en mi duplicidad —soñó—; una religión en la que Dios estará físicamente presente en el interior de cada uno de sus súbditos, no sólo a nivel metafísico. Y quien lleve mi palabra y mi nombre participará activamente de mí. Ya no será noyó por más tiempo, sino un yo participante del esplendor, absoluto y pleno. Nirvanación conceptual.

Pirilampes maniobró los dedos agarrotados del cuerpo de Uliakos hasta engancharse los cables húmedos a su propio hueso temporal. Su mente y la de Aristón se unieron por un camino de fibra óptica que, lleno de destellos digitales, al dictador se le antojó pavimentado de baldosas amarillas.

—Explota, engendro de destrucción —ordenó Aristón, emitiendo códigos cifrados por radio a los oídos de la bomba—. Sé un instrumento de renovación del cosmos mediante tu inmolación final. Y ojalá la suerte vele por nosotros en el interregno.

Un circuito se cerró en su cabeza, abriendo puertas lógicas. Su mente comenzó a volcarse a través del camino dorado en los zócalos libres de la memoria del que sería su primer y definitivo apóstol, Pirilampes.

Casualmente, tal hazaña de bilocación vino acompañada del chacoloteo de caballos salvajes, resonando en el artesonado como ecos de huestes celestiales. Embargado por la gloria de su propia permanencia, Aristón no se molestó en tratar de explicar aquellos insólitos sonidos; se limitó a disfrutar de ellos hasta que una voz masculina gritó:

—¡Aristón!

Cagt, acompañado de Des y otros niños de la camada, irrumpió con sus caballos en la gran habitación. Portaban hachas, aperos de labranza y alguna que otra arma de fuego robada a los soldados.

Rodearon al androbot y a lo que parecía el cuerpo de Ted con distinta cabeza. Algunos vomitaron ante la visión de la sangre y los músculos desgarrados que colgaban del apéndice.

El propio Pirilampes no se movió un ápice, concentrado como estaba en la clonación de la mente de su amo.

—Reconozco esa voz —dijo la bomba—. Es el humano que vino a hablar conmigo y escuchó mi interpretación. ¿Habrá venido a por más?

—Aristón, ríndete —conminó Cagt, enarbolando un fusil en su brazo sano—: Esto se ha acabado.

El aludido cargó momentáneamente su conciencia en memoria alta y les miró con desprecio.

—Es demasiado tarde —dijo, distante—. Ya está hecho. La bomba explotará. El mundo se reorganizará. ¿Por qué no os sentáis y disfrutáis del espectáculo? Te garantizo, milagrero, que ni siquiera tú serías capaz de concebir algo tan asombroso.

Un joven se lanzó sobre él armado con un martillo. Lo hizo girar en una circunferencia que habría acabado justo en la nuca del androbot, pero no llegó a golpearle.

Dos pares de detonaciones muy seguidas retumbaron en los recovecos de la torre. Des, alcanzado por los disparos, se desplomó como un trozo de carne fría. Aristón extrajo del saco el tercer objeto que se había traído del pueblo, el fusil del soldado que había ametrallado salvajemente a Pirilampes.

Su cañón aún humeaba: el androbot había triangulado y disparado a través de la tela.

—¡No!

Matrioshka corrió hasta su hermano. Des aún respiraba, aunque la sangre manaba como un surtidor de su boca a cada exhalación.

Varios jóvenes trataron de llegar hasta el dictador, pero fueron abatidos. Los caballos relincharon asustados, tirando a sus jinetes al suelo. Uno de éstos fue el milagrero, que amortiguó la caída con el brazo herido.

Aulló de dolor, notando cómo algo se fracturaba dentro de su extremidad.

—Sois unos estúpidos —se mofó Aristón, colocando el selector del arma en modo tiro a tiro. Según el contador de munición sólo restaban cinco disparos, y no era menester desperdiciar inútilmente toda su potencia de fuego—. Me gustaría deciros que vuestra patética insurrección acaba aquí, pero por desgracia existe una mínima posibilidad de que aún continuéis vivos después de la explosión. —Miró a la bomba—. Tiene gracia. Tal vez mi triunfo signifique también la supervivencia de mis enemigos, o su propia victoria a la postre. ¿No son encantadoras las paradojas de la matemática?

Apuntó con el fusil a la bomba.

—Es hora de forzar el infinito —sentenció.

—Papá —susurró una voz de niña.

Cagt se retorció en el suelo, cada punzada de dolor clavándosele como puñales en el brazo. Al fin logró girar lo suficiente la cabeza como para contemplar a su hija, de pie en el umbral del pasillo. Llevaba puesto el jersey que le había bordado Amber, y era la propia fundadora del pueblo quien la traía de la mano.

—¡Mora! —bramó, poseído por la ira—. ¿¡Qué haces, Amber, maldita mujer!? ¿Por qué has traído a mi hija a este matadero?

La aludida no dijo nada. Simplemente acompañó a la niña escaleras abajo, esquivando a los nerviosos caballos. Mora tenía una expresión extrañamente adulta en el rostro, fría y decidida. Tal vez feroz.

Se soltó de la mano de Amber y avanzó unos pasos hacia Aristón. Este la apuntó con su arma.

—Detente, niña —advirtió, pero Mora siguió caminando.

—Le has hecho daño a mi padre —dijo ella, en un tono que sería capaz de congelar los lagos y fracturar las piedras acostumbradas al rigor del invierno.

Lo siguiente fue lógico: un hombre no desprovisto totalmente de sentimientos tal vez hubiera dudado, pero Aristón no era un hombre.

Un simple proyectil bastó para derribar a la niña.

* * *

Norte supo en ese preciso instante que algo no iba bien.

El cuerpo de Mora golpeó el suelo. Los muertos parecieron removerse y los vivos contuvieron el aliento.

Pirilampes ignoró a los humanos y completó el volcado de memoria en su cabeza. Satisfecho, desconectó los cables y procedió a realizar un chequeo del sistema.

A pesar de la inmovilidad de su maxilar, Aristón supo hacer entender que sonreía de felicidad.

—Bomba, explota —exigió—. Hazlo ahora. Recombina nuestros destinos a tu gusto.

Unos destellos acompañaron un seco zumbido en el interior del artefacto, que entonó un afectado himno de tambores. Una música sobrecogedora llenó el aire.

Y Mora se levantó.

Cagt no podía creerlo. Sus ojos vertían canales de lágrimas por la vida de su hijita, pero ésta aún se movía. Recordó lo que le había prometido meses atrás, antes de operarla: Papá conseguirá que engañes a la muerte, cariño.

La niña avanzó hacia Aristón, señalándole con un dedo acusador.

El androbot volvió a disparar, y de nuevo Mora cayó. Pero no estuvo mucho tiempo inmóvil: ante el estupor de los presentes, se alzó de nuevo.

Lo hizo hasta cinco veces, cuando el arma del dictador ya no pudo escupir más balas. Entonces llegó hasta él, con el vestido perforado de agujeros y su propia sangre resbalándole por las rodillas.

Estupefacto, Aristón no sabía qué hacer. Aquello iba en total oposición a lo que había aprendido sobre el mundo de los humanos. Nadie podía reiniciarse a sí mismo tras la desconexión, como sucedía en su mundo digital.

A menos que…

—Ya hemos trascendido —descubrió el androbot, anonadado—. La bomba ya ha explotado, y estamos en después.

—Sí —confirmó la niña, abrazándole—. Ahora es después. Después de todas las cosas malas que has hecho.

—¡Pero sigo aquí! —exclamó Aristón, jubiloso—. ¡Tras el holocausto final de la reconfiguración, sigo aquí! El universo se ha reducido a su casuística. Si tan sólo se me ocurriera algo gracioso que decir…

Y con un escueto clic dejó de funcionar. Su cabeza colgó como la de una marioneta, inclinada graciosamente a un lado.

Mora se separó de él, corriendo hasta donde la esperaba su padre. Cagt la rodeó con el único brazo que le quedaba útil.

—¡Hija mía! ¿Qué has hecho?

—Lo he apagado, papá. —La niña se encogió de hombros—. Como tú dijiste.

Amber se aproximó al cuerpo de Aristón. El torpe Pirilampes retrocedió, pero no pudo sincronizar las piernas de Ted en una maniobra tan difícil como andar hacia atrás, y cayó de espaldas. A la mujer, por algún motivo, no le sorprendió verle rodando por los suelos.

Amber buscó en la nuca de Aristón. Efectivamente, allí estaba la clavija simple de dos posiciones que controlaba su fuente de potencia. Mora había hecho lo que a su juicio de niña era lo más sencillo para acabar con el problema: acercarse y desconectarlo.

Riendo por lo bajo, arrancó las placas del cerebro del androbot, aún al descubierto a través de la abertura de su hueso temporal, y las pisó con ganas, destruyéndolas. A continuación hizo lo mismo con las de Pirilampes. Por un instante creyó oír un siseo procedente de los circuitos integrados, como si algo encerrado en ellos se evaporara.

Matrioshka ayudó a Cagt a incorporarse. El milagrero, que sostenía a su hija, acarició suavemente el tatuaje del ave fénix que la niña llevaba en el cuello.

—Te quiero, papá.

—Y yo a ti, hija.

De repente, todos se paralizaron.

La melodía había dejado de sonar.

—Bueno —intervino la bomba, satisfecha—. Desearía tener manos para poder aplaudir. Estoy realmente encantada de haberos conocido: ha sido el espectáculo más impresionante que he presenciado en mi corta vida. Ojalá, si es que existe algún tipo de estructura inviolable en este Universo, nos dé la oportunidad de vernos en otra.

* * *

Y detonó con toda su increíble fuerza.