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LOS EXPATRIADOS
El comendador Marius volvió a la vida flotando en un buche de nutrientes.
La máquina ensambladora bañó sus tejidos con un líquido pegajoso, magro engrudo para mantener sus miembros en su lugar. Un bombeo galvánico y la sangre volvió a fluir en la dirección de la vida por sus arterias.
Manos de mujer le ayudaron a salir del saco de gel y lo limpiaron, frotando telas orgánicas contra su piel cuarteada. Se miró al espejo y encontró un viejo achacoso, una momia de genitales ridículos y tantas arrugas en el cuerpo que parecía ataviado con cristal astillado. La cognoscitiva que palpitaba dentro de la máquina de resucitación se arriesgó a ceder el control del corazón a su cerebro, liberando en cascada las funciones de los demás órganos. Fue como si docenas de pequeños comerciantes protestaran exigiendo combustible para sus fábricas. Su sistema glandular tuvo que hacer algo de lo que apenas tenía memoria: poner en orden las funciones corporales en un esfuerzo de coordinación desconocido desde los tiempos del vientre materno.
Llorando como un bebé senil, luchando por mantener en su sitio unos extremadamente ofensivos pañales, el comendador Marius regresó al mundo.
* * *
El comandante en jefe de las tropas de infantería de Ciudad de Cruces le esperaba en la sala de estrategia. Lapierre Ladoux era un hombre tan cuadriculado que parecía salido de un molde. Ni siquiera se molestaba en lucir ostentosas insignias que alabasen su rango; vestido con el uniforme marrón de campaña y una boina negra, su inflexibilidad de carácter sólo era manifiesta por los ángulos obtusos en que se dividía su mentón.
Marius le saludó como un civil al entrar. Ladoux señaló con una delgada vara de roble un gran mapa de la región colgado de la pared.
—Bienvenido, señor —saludó—. El patio que puedo ofrecerle hoy está tranquilo, por fortuna.
—Es un placer conocerle, comandante —correspondió Marius, estrechando su mano—. No me gusta colocarme de buenas a primeras por encima de usted en el escalafón.
—La Rejilla sabe lo que se hace, no se preocupe. ¿Ha comido ya?
—No me dejarán hacerlo hasta dentro de noventa horas. Tendré que aguantar con nutrición parenteral.
—Lo siento —masculló—. No fuimos capaces de prever un ataque de tal magnitud. Me avergüenza reconocerlo, pero ni siquiera imaginábamos que poseyeran armamento nuclear táctico.
—¿Cómo burlaron las defensas?
—Nuestro servicio de inteligencia cree que dispararon la ojiva desde dentro.
—¿Y eso?
—Es imposible que ninguna otra nave volara en un radio de cien kilómetros; la habríamos detectado, y con ella a cualquier proyectil automático. Creemos que el misil fue disparado desde el propio transporte. Luego giró e impactó contra el casco, matando al grupo terrorista. Lo planearon bien.
Marius se sirvió una copa de un mueble bar, pero se limitó a mojarse los labios en el vino y a oler su buqué.
—Habrá que informar a la Rejilla con vistas a mejorar la seguridad. ¿Le han informado del porqué de mi presencia aquí?
—Aún no, señor.
—Ha aparecido otra Xfinge.
El comandante dio un respingo.
—¿Qué?
—En realidad no es nueva: ya la conocíamos y estudiamos hace tiempo, cuando aún no sabíamos si su distribución matemática derivaría en un acertijo. Fue robada de los laboratorios mitocondriales.
—¿Esfingistas?
—No lo sabemos. Pero tenemos motivos para creer que se encuentra en las cercanías de Cruces.
—Entonces el asunto es serio. Eso explica por qué los esfingistas han recrudecido tanto sus ataques. Van detrás de la reliquia.
—Es lo más probable. Se trata de una máquina cognoscitiva extraña: su expresión geométrica es la de un cubo, perfecto hasta el noveno decimal, de aproximadamente un palmo de anchura. Le proporcionaré toda la información disponible en la reunión del comité.
—Me encargaré personalmente de llevar este asunto —prometió Ladoux—. Vista la ineficacia de los servicios de inteligencia, prefiero retomar el sano hábito castrense de caminar al frente de mis tropas. Ya estoy harto de este despacho.
El comendador asintió.
—Me parece bien. Encuentre esa Xfinge —ordenó—. Es preferible que obre en nuestro poder a arriesgarnos a que caiga en manos de terroristas. Quién sabe lo que harían con sus secretos si consiguieran resolverla.
—Pues peinemos todo el continente hasta dar con ella. Buscaremos debajo de cada piedra aunque haya que levantar hasta los cimientos de las casas. Luego pondremos a nuestros pensadores a trabajar en el enigma.
—Me temo que el problema no es tan sencillo como parece —sonrió Marius—. El enigma es un puzzle de complejidad fractal. Aunque sepamos cuáles son las fórmulas de coherencia, habrá que sortear muchas dimensiones lógicas hasta dar con la solución. Y sólo conozco a un hombre capaz de hacerlo.
—¿Trabaja para nosotros?
—Trabajaba. Ahora está en el exilio, acusado de alta traición.
Ladoux frunció el ceño.
—Podría haberse pasado al otro bando, entonces, y estar a sueldo del enemigo.
—Lo dudo. El Mystes es un hombre demasiado terco como para legar a nadie su amistad. Es un genio al que sólo le importa una cosa en este mundo —gruñó—: resolver todos y cada uno de los enigmas ancestrales por el puro placer de hacerlo.
—Un mercenario.
—Un nihilista matemático. Aunque seamos los primeros en dar con el cubo, antes deberemos encontrarle y convencerle para que vuelva a trabajar para nosotros.
El comandante clavó sus ojos en la tinta hipsométrica del mapa.
—Si se sabe tan importante para ambas facciones, quién sabe dónde estará a estas alturas.
—Ha regresado. Puede poner la mano en el fuego —afirmó Marius.
—¿Cómo está tan seguro?
—Porque forma parte de su naturaleza. Buscará el cubo Xfinge y lo resolverá. Sólo tenemos que esperar a que aparezca y nos sirva la solución en bandeja. —Paseó la vista por el mapa—. Estoy seguro de que está ahí fuera, en alguna parte.
* * *
—Están llegando —anunció Hesperus, cerrando de golpe los postigos de la ventana.
Amber y su invitado dejaron de sujetar la mesa de la cocina, que el segundo estaba reparando, y salieron al exterior de la cabaña. Efectivamente, un contingente de cuerpos ateridos por el frío, tambaleantes y pertrechados con los más variopintos enseres, surgía en un goteo constante de los márgenes del bosque. Parecían sufrir con resignación que el invierno les hubiese escogido como diana para sus acrisolados dardos.
Norte distinguió mujeres, niños, hombres fuertes, hombres débiles, adolescentes, ancianos… Familias enteras que, a falta de tracción mecánica que les ayudase, tiraban ellos mismos de sus carretas como mulos de carga. Algunos iban acompañados de animales, pero ninguno se ayudaba de tecnología para viajar.
Ahí vemos las consecuencias de las bombas de efecto electromagnético, dedujo. ¿Se habían atrevido los esfingistas (o el mismo ejército de Cruces, defensores a ultranza de su política de bajas razonables) a bombardear a la población civil con dispositivos de desarme de recursos? Ambos bandos poseían tecnología para destruir cualquier rastro de aparato eléctrico, incluyendo las avanzadas prótesis quirúrgicas que mantenían con vida a muchos campesinos, o los combustibles químicos que propulsaban los vehículos de tierra.
—Cogeré la pistola —decidió Norte. Sus anfitriones se pertrecharon con las únicas armas de que disponían, unos cuchillos de cocina y algunas herramientas que Amber usaba para reparar los desperfectos de la cerca.
Mientras se equipaban, Norte les dio la espalda, procurando que ninguno de ellos le viera manipular el arma. Disimuladamente, activó el contador digital de munición; los dígitos marcaron cero.
Suspiró, amartillando la pistola como si aún estuviera cargada. Con un destornillador estropeó el led que le avisaba de la inutilidad de aquel cargador vacío. Era posible que entre los refugiados llegara alguien que supiera de armas, y descubriera el farol con sólo echarle un vistazo a su luz parpadeante.
—¿Va todo bien? —preguntó Amber, sofocada.
Norte se guardó la pistola en el pantalón.
—Por supuesto. Respira con normalidad o hiperventilarás.
—No puedo evitarlo —dijo ella, llevándose la mano al pecho—. Hace tiempo aprendí a controlar mis ataques de ansiedad, pero ahora siento que mis pulmones son incapaces de retener el aire.
El arquitecto colocó un brazo sobre sus hombros, tranquilizándola, pero lo retiró cuando Hesperus regresó con su hacha de cortar madera. No fue ajeno a la mordaz expresión de los ojos del musiarquitecto al descubrirle abrazando a Amber.
—Ya llegan los primeros —anunció—. Salgamos fuera. Es mejor que vean que la casa está habitada.
—De acuerdo. Adelante.
Se aseguró de que la culata de la pistola fuera bien visible asida a su pantalón. El viento que resbalaba por las montañas le clavó pequeños alfileres en la piel; la noche anterior había nevado en las cumbres.
Los tres se colocaron en el porche, con Amber en el centro. Norte suspiró. Lo último que deseaba era enemistarse con las personas que le habían acogido, y menos con otro estudioso del cubo Xfinge. Quién sabe cuántas oportunidades de descifrar su contenido quedarían arruinadas si su amistad se veía truncada por una simple cuestión de celos.
Como peces atraídos por la carnaza, los refugiados dirigieron sus pasos hacia la cabaña en cuanto localizaron el pequeño huerto. El musiarquitecto no esperó a que llegaran y bajó unos metros la colina, plantándose en el camino.
Un primer grupo de hombres, vestidos como granjeros, le contempló desafiante.
—No podéis pasar por aquí —advirtió.
Al momento se dio cuenta de su error: aquellas personas ya no sabían de prohibiciones ni edictos. Les habían expulsado de sus casas por la fuerza y necesitaban desesperadamente encontrar refugio. Si no se le habían echado ya encima, dedujo, era por la presencia de aquella pistola.
—¿Por dónde vamos a pasar entonces? —dijo uno de los granjeros, un hombre de mediana estatura y unos cincuenta años. Llevaba cruzada sobre los hombros una cartuchera llena de lo que parecían pipetas y tubos de ensayo.
—No es problema mío. En estas tierras no encontraréis comida.
—Eso mismo nos dijeron los esfingistas después de bombardear nuestras casas. —Escupió—. Y los de Cruces tras denegarnos la entrada en el perímetro de la ciudad. Temían que arrasáramos con los cultivos hidropónicos.
—Seguid andando hacia el norte si queréis —zanjó Hesperus—. Tal vez encontréis otro valle en el que instalaros. Aquí no sois bienvenidos.
Los hombres avanzaron un paso, apretando sus puños. De repente no eran diez, sino cien, y seguían llegando.
Hesperus tragó saliva.
—¿Quién nos impedirá que pasemos? ¿Tú, maldito cacique de mierda? ¿Acaso no te importa lo más mínimo la suerte de nuestros hijos? Te vamos a…
—¡Un momento! —gritó Norte, alto y claro para que todos le escucharan.
Se situó junto al acongojado Hesperus. Los refugiados miraron su arma con respeto, pero no retrocedieron. Un niño se abrazó a la pierna de uno de los hombres de cabeza, expulsando vaharadas de frío por su pequeña nariz.
Norte los examinó detenidamente. Cuando el contingente de personas reunidas en torno a la colina fue de más de un centenar, dijo:
—Tenéis razón. No sois lo que esperábamos encontrar.
—¿Y qué esperabas, soldado? ¿Hordas de caníbales hambrientos?
—Algo así —sonrió Norte—. No soy soldado, sino civil como vosotros. De hecho, soy un hombre de ciencia.
—Felicidades —dijo el portavoz con sorna—. Yo soy Moses, químico destilador y dueño de un bar en ruinas.
—Encantado de conocerle, Moses. ¿De dónde vienen?
—De Vernoa. Aquello está completamente arrasado. Ni siquiera han respetado a la población civil.
—¿Las tropas esfingistas han tomado el territorio?
Los refugiados rieron sin ganas. El químico escupió una flema negruzca al suelo.
—Peor. Nos han usado como campo de experimentación de armas de alta tecnología. No sé qué nos lanzaron, pero hasta ayer yo tenía dos hermanas, y hoy ya no existen.
—¿Murieron?
—No. —El químico endureció la voz—. Nadie salvo yo las recuerda. Es como si nunca hubiesen existido. Las arrojaron fuera de la realidad. —Volvió a escupir—. Es la peor forma de expatriación posible.
Norte contuvo un escalofrío.
—Está bien —dijo—. Dadme un minuto para consultar con mi gente y os repartiremos algo de comida a los que más la necesitéis. Pero no será mucho.
Hesperus le agarró del brazo, llevándole aparte. Amber se les acercó. Antes que ninguno dijera nada, Norte explicó:
—Ya sé lo que me vais a decir, pero pensadlo bien. Esa gente son expatriados a los que no quieren en ninguna parte, no bárbaros sedientos de sangre.
—Aún —puntualizó Amber.
Hesperus hizo aspavientos.
—¿Vas a confiar en ellos? ¡Joder, mírales! Están famélicos. Si les dejamos van a arrasar con todo.
—Lo siento. No quiero llevaros la contraria, pero ni siquiera mi pistola podrá hacerles frente si deciden cargar contra nosotros. Dudo que les importe morir si pueden conseguir algo de comida para sus hijos. Además, no me quedan muchas balas —admitió.
—En el fondo tiene razón —dijo Amber—. Son muchísimos. Lo mejor será darles algo de comida y facilitarles que sigan con su camino.
—¿Y si se quedaran? —propuso Norte de repente, encogiendo los hombros—. Tenemos todo lo que se necesita para sostener una comunidad: tierra cultivable, un río con agua fresca del deshielo, montañas escarpadas sólo franqueables por dos pasos estrechos… Entre tú y yo, Hesperus, y con el apoyo de mi ordenador, poseemos suficientes conocimientos de física y matemática como para construir máquinas. Si alguno de ellos sabe de química, tal vez podríamos plantar semillas e hibridarlas. No sé… En teoría no deberíamos tener demasiados problemas para enfrentar el invierno si nos organizamos.
—Estás loco.
—Sólo trato de asegurar nuestra supervivencia. ¿Quién nos garantiza que cuando éstos se marchen no vendrán otros más peligrosos? —planteó—. Hesperus, esta gente no son asesinos… aún. No tienen tanta hambre. Pero la tendrán. Y volverán con armas.
Amber meditó con nervio unos minutos. Dejó vagar su vista sobre la multitud que lentamente iba congregándose al pie de su colina.
De fondo, Hesperus y Norte seguían discutiendo:
—¿Desde cuándo te has vuelto un altruista? Eras un viajero solitario y de buenas a primeras te conviertes en el mesías redentor. No me lo creo. Estás tramando algo.
—Claro que tramo algo. —Norte afiló los ojos—. Date cuenta: para poder estudiar el cubo con total dedicación debemos estar integrados en una comunidad. No sé qué manifestación adoptará la cifra inscrita en el Xfinge, pero si es algo físico, algo que se pueda construir, tal vez necesitemos brazos.
—¿Sólo te importa el cubo? ¿Arriesgarías tu vida para intentar resolverlo? —Le cogió por la solapa—. ¿Arriesgarás la de Amber y la mía?
—No seáis niños, dejad de pelearos —les interrumpió Amber, haciéndoles callar sin elevar la voz—. Escuchad: cuando… cuando llegué por primera vez a este valle, me hice la solemne promesa de que jamás regresaría a las ciudades. Era un sueño muy bonito, para siempre sólo los árboles y yo. —Sus ojos vagaron soñadoramente por el perfil de las montañas—. Pero, por lo visto, no parece que haya un lugar suficientemente lejano en este planeta como para que una pueda esconderse de aquellos que tampoco desean compañía.
Se colocó una tira del sujetador sobre el hombro, mirando al niño abrazado a la pierna de su padre.
—Ya soy vieja para las largas caminatas. Y no deseo seguir cargando con el peso del cubo. Lo mejor será que lo resolváis de una vez.
—¿Entonces qué hacemos?
—Dadles comida y agua. Y que los más sanos empiecen a talar madera.
Les dio la espalda, marchándose hacia su casa. Hesperus y su invitado se miraron.
Entre los refugiados ya había quien comenzaba a trazar perímetros con la punta del pie, delimitando con surcos en la hierba lo que serían los futuros muros de su propiedad.
* * *
Poco sospechaba Norte que la afluencia de refugiados superaría todas sus expectativas. Más de doscientas personas plantaron la primera escarpia de sus tiendas en el valle, arrastrando consigo a sus animales— y los pocos enseres que habían logrado salvar de sus antiguas casas. Poco a poco, un amasijo de vivacs endebles fue surgiendo de la nada en torno a la cabaña de Amber, mantenidos en pie más por la tenacidad y la esperanza de sobrevivir de sus ocupantes que por el mero diseño de sus soportes.
El propio Norte, una vez nombrado administrador general (nadie más quería el puesto), empezó la construcción de su propia cabaña. No quería constituir una carga extra para Amber y Hesperus, cuyo desacuerdo seguía siendo patente. Este último protagonizó los roces más sonoros, pero Norte sentía que la mirada de desaprobación resignada de Amber le influía más que todos los reproches del musiarquitecto.
Pero hasta Hesperus se volvió un poco más tolerante cuando les asediaron las primeras bandas de forajidos. Demasiado lejos de Cruces y demasiado desinteresados en reclamar ayuda del ejército, los ciudadanos del nuevo pueblo se armaron para rechazar ellos mismos el hostigamiento de los bandidos. Los prisioneros que lograron hacer les prometieron sádicas venganzas si no les liberaban y les daban comida. Contra todo pronóstico (y ante la horrorizada protesta de Amber, que Norte trató de suavizar políticamente), ninguna banda volvió a atosigarles tras los primeros ahorcamientos.
En las semanas subsiguientes, Norte aprendió algunas cosas sobre el pasado de sus anfitriones: Amber había huido de Cruces, al igual que él, por motivos que nunca reveló explícitamente, pero su modo de hablar delataba que tenía mucho que ver con la política ultrasocialista del Régimen. Su aspecto de mujer tenaz pero a la postre inofensiva no engañaba al matemático: cada día otorgaba más crédito a la idea de que tal vez fuese ella la persona culpable del robo de la Xfinge.
Hesperus, por su parte, no demostraba la misma aversión hacia el Régimen que su compañera (palabra que apenas servía para describir la extraña relación que los unía. Por lo que Norte pudo observar, no eran pareja formal, pero tampoco se trataban como simples camaradas. Amber detentaba una opinión sobre el musiarquitecto bastante favorable, pero que iba cambiando de polaridad lentamente).
Hesperus no era un exiliado ni un forajido, pero sí un vagabundo: erraba por las montañas y los países que éstas delimitaban en busca de reliquias matemáticas. Y, como acabó por descubrir, no las amaba realmente: parecía importarle mucho más su propia seguridad y la de los suyos que la suerte del cubo Xfinge.
* * *
De improviso, Norte se encontraba inmerso en una situación de fronteras: al igual que el musiarquitecto, ninguno de los pueblerinos quería regresar a sus hogares, pero tampoco deseaban quedarse. Todos ansiaban una nueva vida más allá del alcance de los militares de Cruces, que si no se habían presentado aún por la región se debería sin duda al recrudecimiento de los combates en lejanos frentes. Pero tampoco partirían hasta que el invierno hubiese acabado y los vientos de la primavera limpiasen la nieve de los caminos.
Aunque Norte se presentó ante ellos como un matemático, pronto salieron a la luz sus amplios conocimientos sobre gran cantidad de materias. Apoyado por su ordenador de múltiple personalidad (un «engendro tricéfalo», como él mismo lo llamaba) y su prodigiosa inventiva, se afanó en demostrarle a Amber que podía poner un poco de orden en todo aquel lío de bocas hambrientas. Incluso Moses inauguró un bar en cuanto reunió el material necesario para reconstruir su destiladera.
Ejerciendo su cargo de administrador general, mandó reunir todas las herramientas disponibles y otorgó más de un uso a cada una. Separó en grupos a los hombres y mujeres capaces de trabajar, y les encargó cometidos específicos. Él mismo se obligó a seguir un duro plan de trabajo diario para demostrarles que un solo hombre era capaz de desempeñar múltiples funciones en provecho de la comunidad, merced a una finísima división de las diez horas de jornada útil.
Amber le observó progresar. Sonrió satisfecha cuando, al cabo de un mes, las primeras cosechas transgénicas (plantadas e hibridadas gracias a los sacos de semillas que algunos granjeros habían donado) comenzaron a dar sus frutos. Hesperus, concentrado como estaba en entonar sus armonías geométricas, apenas prestó atención cuando Norte anunció que había acabado de construir una máquina para generar frío artificial.
Norte actuó pacientemente durante aquellas semanas. Sabía que debía ganarse la plena confianza de los refugiados antes de pedirles ningún favor. Había que alimentarles y mantenerles ocupados, y era difícil. Pero sintió que le invadía una oleada de satisfacción cuando al fin aparecieron los primeros militares del Régimen, y en lugar de poner trabas a la fundación de aquel pueblo de gente descontenta, les felicitaron por sus esfuerzos y prometieron volver para repartir algo de ayuda humanitaria.
Jamás regresaron, pero en el fondo era lo que todos deseaban. Cruces estaba contenta de tenerles lejos, ocupándose de sí mismos en lugar de acudir en tropel a sus centros de acogida como pedigüeños famélicos, y así poder concentrarse en el curso de sus incomprensibles guerras.
Sí, Norte estaba razonablemente contento… y un tanto incómodo al sentirse blanco de los celos de Hesperus. En lugar de ayudarle, el musiarquitecto se encerró en sus cavilaciones y en la sospecha de que su compañera, con la que había vivido los últimos dos años, miraba con buenos ojos al recién llegado.
Norte les oía discutir a menudo por la noche, susurrando a grito pelado, sin entender realmente los motivos que esgrimía ninguno de los dos para justificar su mal humor.
Amber se decidió por fin a mostrarle el cubo a mediados del cuarto mes.