4
FELLIA, LA MADRE INSECTO

Fue Norte en persona quien descendió a los sótanos del antiguo fortín armado con un medidor de energía. Para su sorpresa, la aguja se volvió loca en cuanto accedió al subnivel ocho.

Un gran agujero había sido practicado en el techo, como si algo grande hubiese impactado contra el edificio y éste se hubiera desplomado después, sellando el túnel. Por las dimensiones del impacto, debió de ser algo muy grande y con mucha cinética. Pensó en algún despojo de la guerra que hubiese caído tras algún combate. Tal vez un aparato bombardero o algún tamítero espía.

Eso frustraba sus planes. Si el impacto había dañado los generadores tendrían que buscar otra fuente de energía, y no es que les sobraran las alternativas.

Lo que encontró en las profundidades del fortín, sin embargo, fue algo que jamás había esperado llegar a ver.

Al cabo de una hora, abandonó las ruinas del edificio sumido en un silencio reflexivo. En el exterior aguardaban los miembros de su nuevo consejo de gobierno.

Tras unos segundos de incertidumbre, dictaminó:

—Puede hacerse.

Los pueblerinos, entre los que se encontraba Moses, no pudieron contener su alegría. Tras recibir algunas palmadas en la espalda, Norte les aplacó:

—Se trata de un antiguo generador de plutonio, muy estropeado. Hay una leve fuga de radiactividad en el núcleo, pero no os preocupéis: está contenida en el interior del propio búnker.

—¿Había alguien más allá abajo? —preguntó Moses.

—¿Por qué lo preguntas?

—Oímos voces. Parecía como si estuvieses hablando con alguien.

Norte desvió la mirada.

—No era nada. A veces hablo solo, cuando estoy trabajando. —Tomó aliento—. Bien, extraeremos toda la energía que necesitamos para el pueblo de aquí; habrá más que de sobra para todos. Pero nadie, repito: nadie —subrayó— debe descender sin mi permiso allá abajo, ¿de acuerdo?

No hubo dudas. Norte calculó la extensión de cableado necesaria para montar la instalación (los presupuestos se ajustaban de cara a la próxima expedición a Cruces en busca de provisiones). Cuando le preguntaron por qué no deseaba ir en persona, prefirió cambiar de tema, explicándoles cómo conseguir dinero para comprar el material. Para sorpresa de sus delegados, se limitó a indicar una esquina de la ciudad en la que, tras rebuscar bajo una alcantarilla, encontrarían unos cuantos lingotes de oro.

—Comenzaremos la construcción de la torre en un plazo muy breve, tal vez en sólo unos meses —pronosticó—. Podríamos usar las ruinas del antiguo fortín como cimientos; así tendríamos la fuente de energía localizada cerca de las obras. Quien se apunte a trabajar como peón recibirá doble ración de grano para su familia.

—¿Y de dónde extraeremos el material? —preguntó Moses.

—Ahí abajo he visto máquinas perforadoras. El ejército las abandonaría tras los últimos combates. Toda la electrónica debe de estar quemada por las bombas ECM, pero no tendremos problemas en reactivarla si puenteamos algunas funciones. Aunque tal vez… —divagó—. Hum, tampoco es mala idea: podríamos tratar de conseguir algo de parénquima de la ciudad. Crecería ella sola.

—¿Qué es «parénquima», Norte?

—El material sensotenaz del que está hecha Ciudad de Cruces. Crece como una planta pero posee la resistencia del acero. Nos vendría bien.

—Pero esa torre tuya es una obra muy grande —observó Moses—. Seguramente llamará la atención de los militares de Cruces.

—Que vengan. Ya se me ocurrirá algo que decirles. Además, con la escasa mano de obra disponible, de aquí a que la torre se eleve lo suficiente como para llamar la atención transcurrirá al menos un lustro.

Los delegados alzaron al unísono una ceja.

—¿Piensas quedarte tanto tiempo en el pueblo? Perdónanos, alcalde, pero eso suena a proyecto vitalicio.

Norte sonrió, enigmático.

—El tiempo no es un factor determinante. De todas formas, quien quiera puede irse. Ya lo sustituiremos por otros que vayan llegando. —Suspiró—, a mí no me importa esperar.

[ALTO: AVANCE DEL CAPÍTULO 13]

Runah localizó la primera pieza del día con sus prismáticos: un bozz que corría a toda velocidad por la llanura levantando una nube de polvo.

Sorprendido, el cazador se encaramó a una roca y colocó lentes suplementarias a su aparato. Su visión telescópica habló clara: un bozz trillizo de tonalidad verdosa, con tres figuras humanas completamente desarrolladas corriendo sincrónicamente. Desnudo y con los genitales anclados al paladar, como era habitual en su especie.

Runah amartilló su ballesta y apuntó con cuidado. Genitales en la garganta, proyectados hacia el exterior por un sutil cambio de función en la lengua. Habiendo suprimido la necesidad de alimentarse por una oquedad corporal (todos los bozzs estaban capacitados para la fotosíntesis, siempre que la estrella que les iluminara estuviera dentro de la secuencia principal), lo mejor para el cuerpo era aprovechar la boca para salvaguardar órganos sensibles. Le hizo gracia: de todas las criaturas que había encontrado en sus viajes, estos simpáticos y sabrosos plurípedos eran los únicos capaces de morderse los huevos al bostezar.

Desde el interior de la carroza de cristal, a su espalda, brotó un gemido de mujer. Runah maldijo por lo bajo. Debía conseguir comida; era una necesidad urgente que se anteponía a la contemplación de aquel bello ejemplar. Encontrar un bozz trillizo equivalía a darse de bruces con un trébol de cuatro hojas, pero no había tiempo para felicitarse.

Apretó el gatillo. La flecha voló.

El bozz se desplomó tras recorrer por inercia una docena de metros.

Fue corriendo hasta él (le llevó cinco minutos ir y volver) y cargó su grasienta piel de vuelta a la carroza. Extrajo su cuchillo y trató de adivinar cuál de los tres humanoides siameses era quien guardaba la carne.

Abrió la boca del de la izquierda, desechándolo al instante: el que protegía los genitales generalmente se limitaba a producir hormonas y metabolitos. Comerlo podía resultar extremadamente venenoso para los humanos. El del centro prometía, pero tampoco acertó: tanto músculo sólo podía rodear el cuarteto de válvulas cardíacas que movían la sangre por los tres cuerpos.

Runah frunció el ceño: era un bozz hermoso, pero anatómicamente descompensado. La grasa debería haber estado en el medio para no desequilibrar su centro de gravedad.

—Así que tú eres la despensa, amiguito —murmuró, seccionando el vientre del tercer humanoide. Un desagradable olor le acompañó mientras cortaba las chuletas.

En el camarote, su mujer volvió a resoplar en sueños. Esta vez pronunció algo, una palabra que nunca había empleado antes.

Runah dejó lo que estaba haciendo y gateó hasta su lado. El camarote estaba dividido en dos ambientes, uno en el que unos pocos bebés dormitaban como gatos en la misma cuna, y otro en el que reposaba su esposa. La sábana que la cubría estaba pegada al sudor de su enorme cuerpo. Los sacos de fetos palpitaban tras la membrana periática que los protegía del mundo exterior, una bolsa transparente recorrida por miles de vasos sanguíneos que nacía entre sus piernas y colgaba como un enorme globo deshinchado, cayendo hacia la bodega. Todo aquel sistema circulatorio anexo se separaría de su cuerpo cuando diese a luz, desechando el corazón secundario y el sistema excretor.

Runah acarició el rostro cubierto de sudor de su esposa. Para su sorpresa, ella abrió los ojos.

—¡Fellia! —exclamó—. ¡Cariño, estás despierta!

—Sí… —respondió con un hilo de voz—. ¿Dónde estamos?

—En la carroza. Nos acercamos a la frontera; espero poder traspasarla a lo sumo en tres días.

—¿Ya he dado a luz?

Runah sacudió la cabeza.

—Unos cuantos, pero te falta poco para el gran final, preciosa. ¿No notas el saco?

—Tira un poco de mí cintura… Así. Uf —gimió—. Ya está. Estoy cansada, Runah; quiero parir ya.

Él le acarició la mejilla tiernamente.

—Lo sé, cariño, lo sé. Trata de aguantar un poco más. Encontraremos algún lugar apartado donde sacarte al exterior.

—Necesito… que me castren, Runah —suplicó—. No soportaré generar otra camada. Quiero que me extirpen el vientre completo.

Su marido agachó la cabeza.

—Lamento haberte fallado. Debí haberlo hecho yo mismo cuando tuve oportunidad.

Fellia lo atrajo hacia sus labios.

—No te preocupes, amor. Mi última camada será la mejor de todas. La más bella y fuerte que jamás habrá puesto pie en el mundo.

—Seguro que sí…

—Haz que nunca lloren, amor. —Su voz se fue alejando, a medida que su mente iba retornando a su estado normal de sueño para ahorrar energía—. Haz que… nunca…

Dejó caer lentamente los párpados. Runah apretó los puños con furia, y fue a descargar su frustración con el cadáver del bozz.

Esa noche sólo le pudo ofrecer a su mujer carne triturada.

[FIN DEL AVANCE]

—¿¡Dónde está!? ¿Dónde se ha metido?

Hesperus entró como una exhalación en la casa, sorprendiendo a Amber a mitad de su lectura. A ella le gustaba reservar una hora cada mañana para repasar una y otra vez las páginas de su libro de cabecera, un vetusto volumen con dibujos infantiles en el lomo.

Odiaba que la interrumpieran mientras disfrutaba de ese intervalo de paz.

Al ver entrar al musiarquitecto, juntó las cejas, dejó el libro sobre su mesilla y preguntó glacialmente:

—¿Puedes explicarme qué pretendes con esta intrusión durante mi hora de lectura?

Sin mediar palabra, Hesperus se dirigió al cajón donde guardaba sus apuntes.

—Esto no está como lo dejé. Amber suspiró, adivinando el motivo de la crisis.

—Alguien ha tocado mis cosas —insistió—. Y no ha podido ser otro más que Norte.

—¿Cómo lo sabes?

—Estuve en el búnker esta mañana, y hay nuevas ecuaciones escritas en los papeles. Ecuaciones que yo no he desarrollado.

—Habrá sido él. Para eso le tenemos aquí.

—Pero Norte jamás podría haberlas deducido de no haber partido de mis trabajos, cosas que no quería enseñarle —explicó, ceñudo—. No tenía acceso a este material, Amber.

—¿Y qué importa cómo lo haya hecho? Lo primordial es que resolváis entre los dos el enigma, ¿no?

—¡No! —Hesperus golpeó la mesa, asustándola. Durante unos segundos reinó el silencio. Luego, la dueña de la casa guardó su libro en un cajón y se encaró con su compañero.

—Hesperus, vives aquí desde hace mucho tiempo, pero cuando llegaste no eras más que un simple viajero, como Norte. Entre nosotros ha surgido una gran amistad, pero en ningún momento, y procura escuchar bien esto, en ningún momento te he consentido ni te consentiré que me faltes al respeto en mi propia casa. ¿Entendido?

—¿Sólo amistad, Amber?

—¿Qué quieres decir?

—Creí que cuando te metiste en mi cama durante aquellas noches de invierno venías buscando algo más que calor.

Ella relajó un milímetro sus hombros.

—Así fue. Y no niego que en el fondo sienta algo por ti, pero hay límites que no tolero que sobrepases. Si tienes algún problema con Norte o conmigo, discútelo. Pero, por favor, no vuelvas a entrar en mi casa como una estampida de búfalos, partiendo por la mitad mi hora de relax.

—Lo siento —se disculpó Hesperus—. Tienes razón. Es que… Norte ha descubierto algo.

—¿Ha encontrado la manera de sortear tu callejón sin salida?

—Sí —gruñó—. Es tremendamente ingenioso. Se ha dado cuenta de que la cifra posee propiedades adaptativas.

—¿Y eso qué significa?

Las mejillas de Hesperus ardían de envidia.

—Significa que, al igual que a nivel subatómico la materia cambia en función del observador, lo mismo le pasa al acertijo. A mí se me aparecía como un espejo porque quise obligar a la cifra a adaptarse a las leyes de la música. Pero Norte ha desarrollado una matemática a total contracorriente, sin constantes ni leyes fijas, que va cambiando a medida que el acertijo se complica. Él deja que el nivel de complejidad vaya definiendo las leyes, lo que significan los números, en lugar de obligarle a someterse a un paradigma.

—Fantástico… Creo que fue todo un acierto aceptarle en la familia.

—¿Eso es para ti? ¿De «la familia»?

Amber sonrió.

—Pues… sí, es una forma de hablar. ¿No estarás celoso, verdad?

—Los celos son irracionales.

—Lo que tú digas, pero te repito la pregunta: ¿estás celoso de Norte, Hesperus? ¿Piensas que porque sea más…? —Enmudeció demasiado tarde.

Pero Hesperus sí había oído el final de la frase.

—Entiendo —susurró, guardando sus cosas.

Amber maldijo por lo bajo. No estaba enfadada con él, pero odiaba el comportamiento de críos que a veces manifestaban hombres supuestamente maduros e inteligentes.

El musiarquitecto esperó unos segundos, tanteando a Amber por si ella quería dar el primer paso. Ante su silencio, apretó los dientes y cerró con llave su cajón.

Cuando se volvió para marcharse pareció darse cuenta de un detalle:

—Por cierto… ¿Por qué debería estar enfadado contigo?

—¿Cómo?

—Antes dijiste que si tenía algún problema con Norte o contigo lo discutiera.

—No entiendo adonde quieres llegar.

—No subestimes mi inteligencia —murmuró—. Puede que no sea tan astuto como él, pero aún soy un pensador. ¡Claro! —Chasqueó los dedos—. Ésta es la pieza que faltaba. Yo nunca le dije dónde guardaba los papeles con todas mis notas y mis fórmulas, así que lo tuvo que averiguar por otra persona. Por eso no debo enfadarme con ambos, ¿verdad, querida Amber? —acusó sucintamente.

—Bueno… sí, me pidió tus papeles y tú no estabas. Habías salido a canturrear tus melodías por el bosque. No pensé que…

—¿Que me molestaría tanto? ¡Amber, por el amor del cielo, estás jugando con mis notas! Toda mi vida está en esos papeles.

—Hesperus, te he advertido que no tolero gritos en mi propia casa. Estás celoso de Norte porque ha descubierto una solución para el enigma, y piensas que siento algo especial hacia él. Estás muy equivocado.

—Claro, siempre me equivoco.

—¡No seas niño, Hesperus! Yo no he dicho eso. Estás sacando las cosas de quicio.

—¿Qué pasa? ¿A qué vienen esos gritos? —preguntó Norte, entrando en la cabaña con unos conejos muertos para la cena.

La intensidad de las miradas que le dirigieron hubiera bastado para encender un pequeño fuego.

—¿Qué ocurre aquí? —preguntó, sorprendido.

—Lo sabes perfectamente. Has robado mis fórmulas.

—Deduzco que has entrado en el búnker —suspiró—. Lo siento, tuve una intuición y las necesitaba para continuar. Como tú no estabas se las pedí a Amber. No creímos que te enfadarías tanto.

—Pues creísteis mal. Me tomáis por un idiota, y siempre decidís por mí. No me hicisteis caso cuando me opuse a que los refugiados se instalaran, y ahora veo por qué: sabías que la fórmula se podía interpretar como un plano arquitectónico, y necesitabas brazos. Nos has manipulado durante todo este tiempo, y ahora te apropias de mis secretos. Hay una palabra para describir lo que has hecho, amigo, y es robar.

—No te pases, Hesperus.

—Te sientes incapaz de resolver tú solo el enigma. Eres un miserable ladrón.

—¡Yo no te robé las fórmulas, joder! —explotó Norte, colérico—. ¡Creí que estábamos los dos en este barco! ¿O es que quieres toda la gloria para ti? ¿Es eso? ¿Quieres que la Historia te recuerde como el hombre que resolvió en solitario el acertijo de la Xfinge?

—¡Sí! —chilló Hesperus.

Norte y Amber le miraron sin mover un músculo.

Sin mediar palabra, el musiarquitecto embaló sus cosas en un saco de viaje, cogió unas provisiones y abandonó la cabaña sin siquiera dirigirle una última mirada a la mujer que amaba. Aunque se esforzó por mantener su semblante lo más estólido posible, la vergüenza que sentía era tan intensa que sus mejillas podrían haber dejado estelas carmesíes en el aire.

Amber no trató de detenerle en ningún momento, imaginando que una vez se le pasara el enfado volvería cargado de disculpas y razonamientos (que ella aceptaría sin examinarlos demasiado) para justificar tan exagerado arranque de soberbia.

Se equivocó.

Días después, una vez admitió que Hesperus no regresaría al pueblo, Amber descargó su frustración con Norte.

El arquitecto le preguntó por los motivos de aquel enfado. Quería saber qué había hecho para que ella se sintiera así.

Amber prometió contestarle, y tal vez contarle cómo la misteriosa alhaja llegó a sus manos. Norte, pacientemente (estaba empezando a acostumbrarse al férreo y concienzudo talante de la mujer), esperó.

Entre la realización de ambas promesas transcurrieron veintiocho meses.

* * *

A comienzos del tercer año de construcción, el pueblo ya tenía nombre. Se llamaba Torre y poseía más de trescientos habitantes, la inmensa mayoría de paso. Muchos de los originales se habían marchado ya, otros aún no sabían adonde ir, pero todos tenían clara una cosa: fuera cual fuese su destino, estaría muy lejos de allí.

Todos menos Norte.

Amber ya se dignaba a hablarle, pero aún se mostraba recelosa ante la idea de bajar al pueblo, salvo para comprar algo en el mercadillo o encargar comida para gatos a las partidas que salían regularmente hacia Cruces. Harta de la cercanía de la gente, Norte le había construido una cabaña para ella sola dentro del bosque.

A veces se sentaban allí a tomar el té y hablaban de Hesperus, pero tras el largo periodo sin recibir noticias de su paradero lo único que poseían eran conjeturas. Tal vez hubiese viajado al lejano oeste, como era su ilusión, para conocer a los maestros cantores Lyng. O puede que hubiese cambiado de opinión y decidido que los monasterios sinfónicos estaban demasiado lejos. Lo único cierto era que jamás regresó al pueblo.

Amber solía mirar soñadoramente el paso cubierto por la nieve en la entalladura de la montaña. Mes tras mes, aseguraba que:

—… Cualquier día de éstos me cargaré la mochila al hombro y atravesaré las montañas. Me iré lejos de este lugar, donde no pueda encontrarme nadie. Cuando el sol derrita la nieve.

Entonces masajeaba fatigosamente sus piernas varicosas, y volvía a repetir:

—En cuanto el sol derrita la nieve de este año.

Sin embargo, en contraste con su incapacidad para enfrentarse a los largos viajes, Amber poseía una salud de hierro. Jamás tuvo necesidad de visitar el hospital de campaña que Norte había construido, en colaboración con algunos médicos y enfermeras que llegaron escondidos entre las primeras oleadas de refugiados (como era costumbre, no se les preguntó el porqué de su condición de expatriados, pero algunos poseían tatuajes esfingistas que habían tratado de borrar quirúrgicamente).

Allí se atendían los accidentes de la obra, y servía a la vez como escuela y guardería. En los duros tiempos que corrían, hasta las mujeres encinta tenían que disminuir al mínimo posible su periodo de convalecencia.

Norte pasaba muchas horas delante de su ordenador, convirtiendo pacientemente los algoritmos del Xfinge en planos de construcción. A veces usaba las técnicas de Hesperus para traducir las cifras a música y de ahí a ángulos concretos, tejiendo un universo de suaves disonancias que se iban convirtiendo en armonías. Pero solía fiarse más de su intuición y de las transformadas de Fourier que de la sonoridad de canciones abstractas.

Realmente, lo que más le irritaba de todo el proceso era el incesante conflicto entre las distintas personalidades de su computadora. Sus tres engramas de conciencia (a quienes había bautizado en homenaje a los progenitores de Platón: Aristón, Perictione y Pirilampes) se peleaban con frecuencia. Cada uno tenía una filosofía propia sobre cómo realizar su trabajo, y eran incapaces de ponerse de acuerdo a la hora de presentar los resultados. Norte desperdiciaba mucho tiempo cribando la información que le facilitaban para separar el grano de la paja, pero mientras el trabajo avanzara y la torre creciera, todo iría bien.

El antiguo fortín parecía un bosque de andamios, e iba abandonando paulatinamente su forma cuadrada para adoptar la base cilíndrica teorizada por la Xfinge. Los trabajadores, para sorpresa del arquitecto, no parecían asustados por las duras tareas: la torre crecía sin prisa, sin plazos de tiempo que cumplir. El mineral se iba extrayendo de la tierra y siendo colocado en su lugar, piedra a piedra. Quien se cansaba de trabajar, se iba. Quien lo deseaba, volvía, y la comunidad se encargaba de alimentar a su familia dispensándole de realizar las tareas del campo.

Por otro lado, sus planes de intendencia funcionaban bien y se podían repartir holgadamente los alimentos. Semillas transgénicas traídas por los comerciantes daban frutos extraordinariamente resistentes y capaces de brotar hasta cuatro veces al año. Su granero almacenaba más de lo que gastaba, y por un tiempo pareció que la suerte sonreía a los de Torre.

Pero una noche tormentosa de principios de otoño, la temporada de bienestar finalizó.

* * *

Taylor Pankratis, un médico ex crucifista de carácter templado que tenía a su cargo el hospital, se encaramó al andamio más alto de la torre. Norte subió tras él. El viento zarandeaba las barras de metal con tal fuerza que tuvieron que aferrarse a los pernos y anclar los pies en los travesaños para no caer.

El amplio paisaje del valle, de contorno suave y concavidad pronunciada, se extendía ante sus ojos.

—¿Las ves? —preguntó a viva voz. El rugido de la tempestad apenas les dejaba oírse a sí mismos.

Norte forzó la vista, fijándola en dos espirales de destellos que se elevaban muy separadas al extremo del valle. Una partía de las tierras bajas, cerca del lecho del río. La otra le contestaba desde la cima de la montaña.

—Las veo —confirmó—. Son bengalas analogami.

—¿Qué se están diciendo?

—Vete a saber. No veía esta forma de comunicación desde hace años. Pero algo es seguro: no son militares.

—¿Vamos a investigar?

—¡Espera!

Norte memorizó los códigos y trató de buscar algún patrón en los destellos. Sólo tenía clara una cosa: el rojo solía representar peligro, y aquellas lejanas cascadas de color parecían bañadas en sangre.

El médico le siguió andamio abajo. Una vez en tierra, montaron en caballos y los espolearon en dirección a las luces. Norte se ciñó la canana de su inservible pistola al cinto: si le había funcionado una vez, podía hacerlo de nuevo en caso de que los intrusos fuesen hostiles.

Tras quince minutos arribaron a un claro adyacente al río. Las últimas bengalas silbaron en el aire muchos metros por encima de sus cabezas.

El hombre que las disparaba les recibió con una mueca de desesperación.

Norte frenó a su animal, parpadeando ante lo extravagante de la escena:

Básicamente, se trataba de un hombre muy alto con el cuerpo pintado de cisnes que vestía un taparrabos de piedra, portando una lanza en su mano izquierda y cinco dedos en la otra. Aguardaba junto a dos animales supuestamente extinguidos (dodos gigantes de patas estratiformes), que tiraban de unas gruesas cuerdas. Atada a éstas se balanceaba, a punto de ser arrastrada por la corriente, una extravagante carroza con forma de ave de cristal, rellena con lo que parecía un enorme saco vaginal de huevos. Varios saltimbanquis y otras aberraciones circenses revoloteaban en torno a él, ayudando a los animales a mantenerla alejada del peligroso flujo de agua.

Sólo había un hombre que no parecía pertenecer a aquel singular circo, un joven con trenzas que sollozaba gritando el nombre de una mujer, una tal Fellia, mientras daba lo mejor de sí tirando de la cuerda.

El individuo de los cisnes tatuados se les acercó.

—Bienvenidos, extranjeros.

Norte desmontó, apoyando la mano en la culata de su pistola.

—Nosotros vivimos aquí. Éstas son nuestras montañas y éste nuestro río. ¿Quiénes sois, y qué significa esto?

El hombre arqueó el cuerpo en una reverencia exagerada.

—Soy el rey Dadá, y éste, mi Circo Volante. Farándula de alquiler para mediar entre reyes y bufones. Sobrevolábamos pacíficamente estas tierras cuando oímos un terrible derrapaje, y divisamos una carroza a punto de ser arrastrada por la corriente.

—¿Sobrevolabais? —preguntó Taylor, descabalgando—. ¿Acaso tenéis alas?

—Espera, Taylor —pidió Norte—. ¿Sois esfingistas?

—Los dioses me libren de ello.

—¿Cruces?

—Sólo las necesarias para señalar nuestras tumbas. Somos un grupo errante de juglares, nada más. Apenas sabemos hacer otra cosa que reír… y desde luego nuestros talentos no incluyan hacer de grúas.

El hombre de las trenzas gritó, suplicante:

—¡Por lo que más queráis, ayudadme! ¡Mi esposa todavía está ahí dentro!

Norte y Taylor cruzaron una mirada y reaccionaron al unísono. Mientras el arquitecto conducía sus caballos para atarlos al tiro, el doctor saltó encima de la carroza.

—¿Cómo se llama usted? ¿Dónde está su mujer? —preguntó. El joven se encaramó al vehículo y señaló al saco de huevos.

—¡Me llamo Runah, y ésa es mi mujer!

El médico recorrió con la vista aquel inmenso saco de carne en el que navegaban sombras parecidas a fetos humanos. Efectivamente, en la raíz del árbol de vasos sanguíneos había una mujer, desnuda y bañada en sudor. En su vientre, un anillo muscular expuesto emulaba tensores de cuerdas que mantenían la boca del saco embrional adherida a su pelvis. El tamaño de la mujer respecto a su matriz era minúsculo, y se retorcía de dolor como una muñeca atada a un globo aerostático lleno de fantasmas de niños.

Al volcar el vehículo, había quedado atrapada en el interior de la bodega, sin posibilidad de separarse del saco. Éste yacía doblado, retorcido, tirando dolorosamente de los tensores de músculo que amenazaban con desgarrar su vientre. A cada empujón de los animales que tiraban de la carroza, Fellia chillaba de dolor.

Su marido, Runah, sollozaba desesperado.

—¡No… Norte! —balbuceó el médico, asustado—. ¡Ven a ver esto, por lo que más quieras!

El arquitecto cedió las riendas a los saltimbanquis y corrió a subirse al vehículo. Su asombro no fue menor que el de Taylor cuando vio lo que había en su interior.

—¿Pero qué es esto?

—Ayudadme, por favor —suplicó Runah—. Por lo que más queráis, salvadle la vida. ¡Está a punto de dar a luz!

Efectivamente, el cuello uterino (otro anillo contráctil situado entre los tensores musculares) empezaba a dilatarse. Mareas internas de líquido amniótico arrastraban a los fetos en un último y definitivo viaje hacia el exterior.

Norte se arremangó.

—Válgame el cielo, es una generatriz insecto. —Tragó saliva, centrándose en el problema y aislando su mente de todo lo demás, como hacía cuando se enfrentaba a una compleja ecuación matemática—. Está bien, Taylor: vas a tener que practicar la mayor cesárea de tu vida. Prepárate.

El médico tragó saliva, tenso como las cuerdas que tiraban de la carroza.

—¿Podemos ayudar en algo? —preguntó Dadá desde la orilla.

Norte asintió:

—Mantened este trasto alejado del río y formad una cadena. Os iremos pasando los bebés a medida que los vayamos extrayendo. Sería bueno también que buscaseis alguna forma de mantenerlos calientes, o morirán de frío en cuestión de minutos.

El cabecilla del Circo Volante compuso una expresión de asco, pero acató la orden. Norte extrajo su pistola y, aferrándola por el cañón, la usó como maza para destrozar una ventana de la carroza. El apabullado médico lo contemplaba todo como desde otro nivel de consciencia.

Al percatarse de su desorientación, Norte le zarandeó.

—¡Vamos, Taylor! —espetó—. Sólo es una cesárea. Has practicado algunas antes, ¿no?

—S… sí —titubeó el médico—. Pero esto…

—Esto es una mujer, ni más ni menos. Una mujer con un útero de mil pares de cojones, pero mujer al fin y al cabo. Prepárate para la intervención, venga.

Y colocó su cuchillo entre sus dedos.

* * *

Los ciudadanos de Torre despertaron al día siguiente entre una algarabía de llantos de bebés. Muchos se frotaron el interior de sus oídos con el índice, preguntándose a qué rayos venía aquel estrépito.

La actividad en el hospital era frenética: Taylor consiguió una docena de ayudantes en tiempo récord y les ordenó reunir sábanas, mantas, ropas de invierno, cualquier cosa que pudiera abrigar a los recién nacidos. Se habilitaron las cunas y camas disponibles, además de gateras, canastos y pesebres robados a los establos. Los pueblerinos pensaron que esa noche habían llovido cigüeñas sobre Torre, al contemplar el centenar de infantes que lloraban exigiendo comida.

Mientras el médico organizaba a la gente, Norte se encargó de abrir el almacén y ordenar a los ganaderos que ordeñaran a todas las vacas y cabras del pueblo. A las mujeres que acababan de dar a luz se les pidió que donaran parte de su leche para alguno de los recién llegados. Fellia, la portentosa madre de la camada, había sufrido daños durante el parto, y la recombinación química de su bolsa embrionaria (que, en una última metamorfosis, debió haberla convertido en una fábrica de nutrientes para los bebés) no se produjo satisfactoriamente.

Norte llegó al pueblo gobernando la carroza flotante de Runah, mientras éste permanecía en la bodega. El cristal repulsor de gravedad la suspendía un metro por encima del suelo, pero debido a los daños sufridos perdía sus propiedades antigravitatorias a gran velocidad. Norte esperaba poder aprovechar algunos de sus fragmentos para la obra antes de que quedaran reducidos a un simple montón de cuarzo inútil.

Runah se lo había dejado muy claro:

—Puedes llevarte lo que quieras, pero ayuda a los niños.

Tan atractiva oferta no podía ser rechazada.

Junto a la madre insecto llegó también el Circo Volante, en un estado de abstracción mental tan profundo que en lugar de caminar parecían flotar sobre nubes de algodón. Iban y venían con deambular errático en torno al bajel, buscando la expresión del arte en lo que llamaban «actuación automática». Pocos aplaudieron sus geniales manifestaciones, pero al menos Taylor pudo entender a qué se refería su epígrafe «volante».

Tras la locura inicial de las primeras horas, una vez los cien niños lograron mamar algo de leche y dormirse, el pueblo entero se reunió en la plaza y Norte tuvo que dar explicaciones.

Así fue como todos se enteraron de la proeza de Taylor al practicar la mayor cesárea de la historia: cómo cortó el saco uterino de Fellia y, lanzándose a nadar en su interior, convirtió su propio cuerpo en una presa contra la que se amontonaban los bebés nonatos. Uno a uno, Taylor cortó sus cordones umbilicales (enmarañados como una madeja de vasos sanguíneos) y fue sacando los bebés al exterior, a los brazos de la cadena de hombres que los pusieron a salvo.

En varias ocasiones tuvo que bucear placenta adentro, dando estocadas con su cuchillo como un explorador cortando lianas en la jungla. Los niños flotaban a su alrededor, algunos con los ojitos ya abiertos y mirándolo suplicando comida, tacto, gravedad. Los fetos colisionaban contra sus piernas, rebotando como peonzas en la peligrosa suspensión de su océano de plasma. Taylor apartó algunos a empellones para salvar a la mayoría, tratando de hundir su cuchillo en la raíz del árbol de cordones umbilicales.

Pero lo que ni él ni Norte contaron a su público fue que, para conseguir que la mayoría se salvara, tuvo también que matar a algunos, aplastándolos sin quererlo mientras el océano se desbordaba.

Lo recordaría en sus pesadillas durante años: el fantasma de la asfixia aplastando su laringe, Taylor apoyando su peso en un feto, desgarrando la placenta, sintiendo cómo aquel cuerpecito se aplastaba bajo sus rodillas.

Hipoxia, oxígeno, Taylor gritando el nombre de su mujer mientras se apoyaba en un dique de niños para salir a respirar.

Al final, Norte terminó sumergiéndose también, y entre los dos rescataron a la mayoría de los bebés. Un centenar de supervivientes a costa de casi media docena de muertos.

Se preguntó si alguien les contaría alguna vez lo extremo de su sacrificio.

Esa noche Taylor tuvo que ser llevado a su casa en una camilla. Vomitó en varias ocasiones y lloró a lágrima viva, limpiándose frenéticamente los restos de líquido amniótico de sus ropas.

* * *

En las camas para adultos reposaban los bebés más desarrollados. Por lo que Runah contaba, Fellia ya había dado a luz secuencialmente a algunos de sus hijos (en un proceso de «descarga preventiva» con vistas a aliviar la tensión de la matriz) antes del accidente. Cuando Norte vio a la primogénita, tuvo que preguntarle cuánto hacía que se había producido el parto.

—Unas dos semanas —informó Runah, acariciando la mejilla sonrosada de su hija—. ¿A que es preciosa?

—Es preciosa —confirmó el arquitecto—, pero esta niña tiene por lo menos seis meses, Runah. Observa su grado de desarrollo fisiológico. Es imposible que haya nacido hace sólo dos semanas.

—Se llama Matrioshka. Mi pequeña, dulce Matrioshka. La mayor. Crece muy deprisa, ¿verdad?

Norte contempló a aquella niña, de sólo quince días de edad pero con un cuerpo de seis meses. Para Runah parecía lo más habitual del mundo.

Fue al lavabo y se lavó la cara, frotándose las profundas ojeras con los pulgares. Salió del hospital en último lugar, una vez se hubieron marchado todos los enfermeros.

Fuera estaba esperándole el rey Dadá.

—Buena interpretación —admitió—. Bisturí cortador, redentor de la vida. La hoja que mata también salva.

—Me alegra que lo veas así. Ahí detrás tengo un médico con una crisis de ansiedad que jamás dejará de sufrir pesadillas con fetos aplastados.

Dadá se encogió de hombros.

—Fue intrínsecamente hermoso. Arte del sacrifico virtuoso. Algún día esos niños soñarán con sus hermanos desaparecidos y se preguntarán qué fue de ellos, por qué su puzzle se muestra incompleto. Tal vez les busquen. Tal vez alguno les encuentre.

—Eres un tipo muy raro, Dadá. —Norte se estiró, haciendo sonar algunas vértebras—. ¿Qué vais a hacer ahora?

—Proseguir nuestro viaje. Nos dirigimos a Ciudad de Cruces, a protagonizar la mayor revolución bohemia de la historia. Actuaremos sin descanso hasta caer muertos, tomaremos sus calles por la fuerza de la risa y sacudiremos sus cimientos con dinamita conceptual. Excitaremos la gran revolución farandulesca que dormita en sus genes.

—¿A Cruces? ¿A hacer teatro? —rió el arquitecto—. Os echarán a las fieras. Allí no aprecian ni a los locos ni a los actores.

—No son sus gentes nuestro público —puntualizó Dadá, enigmático.

Algunos clowns se les unieron girando como derviches. Dadá acarició el pecho de una mujer y luego le escupió encima.

—Expresión. Sin motivos ni remordimientos. Entendemos que nuestros cuerpos son herramientas dedicadas a la manifestación de un aspecto superior de la existencia. Por eso vamos a Cruces. Sé que los pretores nos encadenarán en sus circos para que nos devore su público, pero no nos importa. Nos hemos vacunado hace poco.

—Por lo visto sois mártires del arte.

—Siempre que sea divertido… —Le guiñó un ojo—. El hombre con pensamiento es la panespermia de Dios, el acicate de las formas preestablecidas. Semen y pistilos bendecidos por un mártir: ésa es la verdadera raíz del arte.

—Que tengáis suerte. —Norte le palmeó el hombro a modo de despedida. Estaba demasiado cansado para soportar estupideces filosóficas—. Os van a crucificar, pero tal vez obtengas lo que andas buscando.

—¿Quién te dice que somos nosotros quienes buscamos algo? —preguntó el payaso mientras se alejaba—, Cruces sabrá apreciar nuestro mensaje. Sus habitantes tal vez no, pero ella sí que lo hará.

Norte les observó marcharse, en silencio, y regresó a su cabaña. Aún quedaban muchos pisos de la torre por construir, y había que empezar temprano.