Viaje accidentado

Manuel Yáñez Solana

El mozo del coche-cama descompuso sus morenas facciones en una amplia sonrisa de satisfacción.

—Aquí tiene el refresco que me ha pedido, señor Palacios. Ha sido difícil encontrar las hojas de menta.

—Lo imagino, Tomás. Pero tú solucionas lo imposible.

El inspector de la Brigada Criminal sonreía cuando cogió el vaso de la bandeja. Entonces les llegó el lejano pitido de la locomotora, que se abría paso en la noche como una gigantesca luciérnaga.

—¿Por qué no ha ido a Barcelona en avión?

—Digamos que, en esta ocasión, se trata de un viaje de placer. A veces es necesario ir despacio para advertir que nos rodean cosas bellas —el policía puso el vaso en una mesita fija a la pared y sacó su billetera—. Coge esto, Tomás.

—¿Pretende darme una propina, señor Palacios? ¿Después de salvarme de una condena de treinta años? Sepa que fui a buscar las hojas de menta cuando supe que usted viajaba con nosotros... ¡Jamás olvidaré sus gustos!

—Conforme —admitió el aludido, tomando el vaso.

En ese preciso momento, el compartimento fue sacudido por una inmensa fuerza, mientras fuera se escuchaba un chirrido estremecedor. Santiago Palacios y el mozo rodaron por el suelo, cayeron las ropas y el colchón de la cama y se volcó lo que no estaba fijo a las paredes, el suelo o el techo del compartimento. Luego se hizo un gran silencio y una quietud angustiosa, que nada bueno parecía presagiar.

—¡Vaya frenazo! —exclamó el inspector, quitándose las hojas de menta de la chaqueta—. ¡Han armiñado tu refresco!

—Me alegra que conserve el humor, señor Palacios. ¿Se encuentra usted bien?

—Perfectamente. Pero, ¿qué haces?

—Limpiarle la enorme mancha que tiene en el traje.

—Eso puede esperar. Vamos a enterarnos de lo que ha ocurrido... ¡Hum! Las veintidós treinta —se acercó el reloj al oído—. Al menos el golpe no lo ha parado.

Después supieron que habían estado a punto de chocar con un tren de mercancías, que el maquinista logró evitar al ver encenderse repetidamente la luz roja de un poste de señales. Cuando prosiguieron el viaje, el suceso ya era una anécdota, olvidada en el momento que el sueño se hizo general. Pero el inspector Santiago Palacios fue uno de los pocos viajeros que no pudieron dormir. Fumaba en el pasillo, pensando en la conferencia sobre criminología en la que iba a participar, cuando algo le dejó estupefacto.

—¡Detengan a ese mozo! —gritó una recia voz varonil.

—¡Tomás! ¿Por qué te persiguen con una pistola?

El mozo se apoyó en la pared. Su rostro estaba bañado de sudor, le temblaban los hombros y parecía estar a punto de sufrir un ataque de histerismo.

—¡Había un cadáver en el cuarenta y dos, señor Palacios! ¡Lo vi después de cruzar la puerta abierta y cuando me agaché para recoger la cartera...!

—¡Mientes! ¡Te sorprendí robando al muerto, gitano! —exclamó su perseguidor, cubriéndole con el arma.

—Deténgase —intervino el inspector de la Brigada Criminal, enseñando su placa—. Soy policía.

—Menos mal. Me llamo Ramón Arnau, dirijo «Diáspora, S. L.», una empresa de informática, y descubrí a este tipo junto al cadáver de un hombre, sin duda saqueándolo —dijo el otro, guardando la pistola en una funda sobaquera.

—Me temo, señor Arnau, que se precipita. Creo que lo mejor será que busquemos al agente de servicio para informarle de lo ocurrido —murmuró Palacios.

—No acostumbro a emitir juicios en vano, inspector. Registre a este tipo y verá cómo encuentra la cartera que le vi coger hace unos minutos.

—¿Es verdad eso, Tomás?

El aludido sacó del bolsillo el objeto incriminatorio, repleto de billetes, y se lo entregó al inspector.

—No me explico cómo me lo guardé... El señor Arnau irrumpió en el compartimento amenazándome con la pistola y... ¡le juro, señor Palacios, que el pasado volvió a mi mente! Por eso he actuado de una forma maquinal, tratando únicamente de huir... ¡Necesitaba encontrarle a usted! —se defendió, haciendo un gran esfuerzo para resultar coherente.

—Tranquilízate, amigo. No te pasará nada...

—¿Amigo? ¡Creo que se deja convencer por una torpe representación! Es normal en quienes se sienten muy liberales con el «hermanito oprimido».

Santiago Palacios optó por ignorar la recriminación que aquellas frases encerraban. Por otro lado era un suceso que estaba fuera de su jurisdicción.

Recorrieron los pasillos de cuatro vagones, y al entrar en el vacío restaurante se tropezaron con dos individuos y con algo que estaban muy lejos de suponer.

—¡Ese hombre es el asesino! ¡Mató al abogado Blanco Castejón porque iba a denunciarle por malversación de cien millones de pesetas! —gritó uno de ellos al reconocer a Ramón Arnau.

—¿Eh? ¿Cómo te atreves a acusarme, canalla? ¡Tú, mejor que nadie, sabes que entré en el compartimento después del mozo!

Y sin poder contenerse, inesperadamente, saltó sobre el acusador, rodeándole el cuello con sus manazas. De no intervenir Palacios y el policía del ferrocarril seguramente le habría estrangulado.

—¡Tú, Luis Gonzalo, sí que tenías motivos para matar al abogado, porque utilizaste su firma en muchos negocios sucios! ¡Y sabías que tarde o temprano te descubriría!

—No descargues tu culpa sobre mí, Ramón —continuó el otro cuando se vio libre—. ¡Tengo las pruebas que te llevarán a prisión!

De nuevo fue necesario contener la furia del exaltado. Santiago Palacios le golpeó hasta lograr dejarle casi inconsciente. Ayudado por Tomás se refugiaron en el vacío salón de fumadores.

—He logrado que los curiosos vuelvan a sus compartimentos —indicó el policía del ferrocarril, cerrando la puerta—. Dentro de quince minutos llegaremos a Zaragoza. ¿Tiene usted alguna idea de lo ocurrido, inspector?

—Creo que sí. Pero será mejor que ellos nos lo expliquen según sus versiones. ¿Cuándo vio al abogado Blanco Castejón por última vez, señor Gonzalo? —preguntó dirigiéndose al ayudante de la víctima.

—A las veintidós veinticinco. Le dejé dormido y después cerré la puerta del compartimento. ¿Le extraña? Pude hacerlo porque el abogado suele tomar somníferos y siempre pide que me cuide de que nadie le moleste.

—¿Cómo estaba la puerta abierta al entrar el mozo y el señor Arnau?

—¡Estoy seguro de que Ramón la forzó!

Santiago Palacios advirtió cómo el exaltado, que acababa de recobrar el conocimiento, dirigía una mirada de odio al hombre que le acusaba. Todos llegaron al compartimento de la víctima. El inspector de la Brigada Criminal encendió la luz y vio que el espacioso recinto estaba en el mayor de los desórdenes: maletas, ropas de cama, el colchón, botellas, vasos y un sinfín de objetos aparecían tirados por el suelo. El cadáver del abogado se hallaba medio cubierto por una sábana. En la puerta se apreciaba que la llave había sido echada, pero no presentaba ninguna huella de que se hubiera forzado la cerradura.

—La causa de la muerte se debe a un golpe occipital, que debió ser propinado con un objeto contundente —expuso Palacios después de examinar el cuerpo del abogado—. Me parece que ya sé quién es el asesino, señores...

(Concédase usted una pausa antes de responder a esta pregunta: ¿Puede señalar al verdadero culpable del asesinato del abogado Blanco Castejón?)

—¿Cómo es posible, inspector? —preguntó el policía del ferrocarril.

—Usted escuchó que el señor Gonzalo dejó al abogado, cerrando el compartimento con llave, a las veintidós veinticinco. Momentos después se produjo el brusco frenazo que convirtió el tren en una coctelera... Observe ahora este lugar. ¿No trata de dar idea la posición del cadáver de que cayó en aquel preciso instante?

—¡Es usted muy observador, polizonte! ¡Manos arriba! —exclamó el ayudante del abogado, sonriendo diabólicamente al ver que era obedecido—. Cometieron un error al no registrarme cuando Ramón mencionó mis verdaderas intenciones. Este revólver me permitirá escapar porque estamos llegando a Zaragoza.

Quiso demostrar que no fantaseaba acercándose hacia la puerta del vagón. Pero Palacios también cometió otro error, olvidó que tenía cerca a un veterano empleado gitano. Tomás saltó, asiéndose a las piernas del asesino, con lo que logró derribarle. Pero no pudo impedir que la pistola fuera disparada y que una bala se incrustara en su brazo derecho.

Cuando Luis Gonzalo fue reducido, Ramón Arnau se consideró en el deber de admitir:

—Sí, entré en el compartimento dispuesto a todo... Por eso, al ver al mozo del vagón con la cartera en las manos, pensé en lo peor. Y por tratar de cogerle, no advertí que ese miserable de Gonzalo todavía estaba allí, sin duda escondido.

—¿Cómo te encuentras, amigo? —preguntó el inspector.

—Perfectamente, inspector. ¿Sabe que ahora me siento más unido a usted? Considero esta herida como un pacto de sangre entre nosotros, como algo que le debía desde hace tiempo —murmuró el aludido, con una sonrisa—. Soy feliz con haberle podido ayudar, señor Palacios.