Un puesto en la frontera

Carter Scott

Carter Scott nació en Los Ángeles (17 de noviembre de 1941), cerca de Hollywood; sin embargo, la influencia de su abuelo Joseph, que había sido brigadista en la Guerra Civil le invitó a ir a España hacia 1960. Pero el panorama literario de nuestro país no le gusta demasiado, por lo que volvió a su hogar norteamericano, para comenzar a colaborar como guionista para algunas productoras cinematográficas como la «Universal» y la «Metro», aunque pocas veces apareció su nombre en los títulos de crédito. Sus primeras novelas en castellano, idioma que domina a la perfección, las publicó en la editorial Diana de México en 1968: La muerte nunca será tu amiga, Poliface y Riendo y muriendo, entre otras.

En 1976, volvió a España, donde se ha quedado para siempre, al menos es su propósito al haber contraído matrimonio con una sevillana, a cuyo hogar han venido cinco hijos. Escritor de los considerados «todo terreno» ha pasado por el erotismo, el «porno», las novelas del «Oeste» y las de Terror. Algunos de sus mejores relatos los adquirió Ediciones V, pero no fueron publicados al desaparecer por una crisis editorial. Luego este relato, Un puesto en la frontera, es editado por vez primera en España. Confiamos que os guste tanto como a nosotros...

Conviene resaltar que Carter Scott ha escrito, también, el Diccionario Esotérico y varios libros de Enigmas para nuestra Editorial.

El guardia civil Salvador Cortés apuró un sorbo de café y se quedó mirando al horizonte.

«Ojalá —se dijo— todos los turistas que acampan junto al lago hicieran siempre un buen café.»

—¿Otra tacita, sargento? —preguntó el hombre, y antes de que Cortés pudiera negarse, se volvió hacia la mujer—. Sírvele de nuevo, Rosa.

Anochecía, y muy pronto empezaría a nevar. Cortés ya debería encontrarse en el puesto. Pero no había ningún asunto urgente como para impacientarse. Los dos turistas, el matrimonio Villegas, eran sin duda unos recién casados: sólo así podía explicarse que hubiesen venido a acampar junto al lago cuando ya las primeras nevadas amenazaban con que se cerraran los caminos.

Terminada la segunda taza, el sargento se puso en pie.

—Ya empieza a nevar. Ahora sí que debo irme.

La mujer le sonrió.

—Ya sabe, cada vez que pase por aquí, de regreso al pueblo, habrá un café esperándole.

Ella continuó hablando, pero Cortés no la escuchaba ya. Porque allí, entre los grandes pinos, había creído ver la silueta furtiva de un hombre.

—Perdone, señora —el sargento habló rápidamente, sin mover casi los labios—. Pero alguien nos espía. No se muevan...

El hombre y la mujer se quedaron como congelados, y entonces llegó hasta ellos el claro chasquido de una rama que se rompía. Cortés no dudó ya. Echando mano a la pistola se sumergió en la espesura.

Agazapado corrió hacia donde viera la figura. Pronto se encontró cerca cuando, entre los árboles, la sombra pareció estallar. Se produjo un repentino fogonazo amarillento y algo dio un golpe seco contra un tronco cercano. El extraño acababa de disparar contra el sargento de la Guardia Civil.

Pero éste no se detuvo. Dio dos saltos más, en rápidos zigzag, y se guareció tras otro árbol. Desde allí le vio.

Era un hombre que iba vestido con impermeable y chambergo, y empuñaba una pesada «45». Parapetado tras un grueso tronco, miraba ansiosamente hacia delante. Cortés le había despistado con su velocísimo zigzag y no vaciló en aprovecharse de la ventaja: agachado se lanzó en busca del enemigo.

Cuando éste le oyó venir ya era tarde para él. Ni siquiera consiguió disparar la pistola. La derecha del sargento se estrelló con la fuerza de un mazazo contra la cabeza del desconocido, mientras la izquierda se hundía con un seco impacto en el pecho.

El hombre se desplomó de bruces. Cortés encendió la linterna y le examinó. Era corpulento, vestía con ropas de ciudad y todavía empuñaba la «Lugger» con la que había atacado al guardia civil.

«Algún contrabandista —pensó Cortés—, aunque demasiado armado para ser un delincuente de poca monta.»

***

Una hora después el sargento Salvador Cortés, ya en el puesto de la Guardia Civil de Montaña, y con el prisionero en el calabozo, se enfrentó a uno de los más intrincados problemas de sus doce años como defensor de la Ley.

Después de comunicarse por radio con la Jefatura Central, había podido identificar al desconocido como Tomás Hernández, un delincuente perseguido por la policía de varios países, especialista en secuestros. Cuando dispuso de esta información, Cortés se sintió en el mejor de los mundos: aquello le iba a valer sin duda un ascenso. Pero, en seguida, recibió una segunda comunicación, en la que se le informaba de que el detenido había planeado cruzar la frontera con varios cómplices, los cuales no escatimarían esfuerzos para rescatarle. La Jefatura recomendaba al sargento que extremara las precauciones para defenderse de un posible ataque mientras se le enviaban refuerzos.

Normalmente todo aquel problema debía corresponderle al jefe de puesto. Pero el oficial, con todo el resto del destacamento, estaba en aquellos momentos a muchos kilómetros de distancia en los Pirineos, tratando de interceptar a un grupo de contrabandistas que pretendía cruzar la frontera entre Francia y España... El sargento Cortés se encontraba solo, sin otro hombre que el cabo García.

Pidió refuerzos, pero no le dieron muchas esperanzas: se estaba desencadenando en los Pirineos una de las primeras grandes nevadas de la estación, y difícilmente podría llegar al puesto una patrulla en las próximas veinticuatro horas. Además, la proximidad de la noche y la tormenta impedía el vuelo de los helicópteros.

—Parece que tendremos que arreglárnoslas solos... —dijo el cabo García, cuando terminó la transmisión.

—Eso me temo... Montaremos guardia por turnos. Yo vigilaré hasta las dos de la madrugada...

No terminó la frase, cuando «Risko» y «Feroz», los dos perros del cabo García, comenzaron a ladrar, anunciando la proximidad de unos extraños.

Los guardias civiles miraron por la ventana: de las orillas del lago venían tres hombres envueltos en un torbellino de nieve, y en el agua habían dejado un bote que estaba a punto de destrozarse contra las piedras.

Los dos pensaron lo mismo: resultaba muy sospechoso que alguien cruzara el lago con semejante tempestad.

Debemos detenerlos antes de que lleguen aquí —decidió Cortés.

—Yo me adelantaré a darles el alto —se ofreció el cabo García, extrayendo su pistola.

—Bien. Entretanto yo le cubriré desde aquí.

Fusil en mano, el sargento se apostó en la ventana.

Pero no fueron necesarias las precauciones: dócilmente los hombres se dejaron conducir por García al puesto de la Guardia Civil de Montaña.

Eran tres individuos de rostros torvos y parecían franceses. Sin perder un segundo, el cabo los registró: aparecieron tres revólveres. Cortés examinó sus documentaciones: eran hermanos de apellido Franquin.

—¿Por qué decidieron atravesar el lago con esta tormenta? —preguntó el sargento.

—Tenemos al abuelo mulléndose al otro lado de las montañas, hacia Huesca —contestó el mayor, sirviéndose de un castellano con acusado acento catalán y clavando en Cortés sus ojos inquietos.

—Se arriesgaron sin razón, porque con esta nevada no pueden seguir avanzando.

Los tres se sentaron en silencio. De pronto, uno de ellos alzó la cabeza.

—¿Y el teniente? ¿Y los demás guardias civiles?

—Ya vendrán —Cortés trató de que su voz sonara bastante indiferente.

El cabo y el sargento intercambiaron una mirada furtiva. Pero no tuvieron ocasión de comentar nada. Estaban volviendo a ladrar los perros...

En esta ocasión venía gente del otro lado de los Pirineos. Eran dos hombres.

Los representantes de la Ley repitieron la maniobra anterior. Pero también en este caso resultó inútil toda precaución.

Eran dos excursionistas de Zaragoza, con las mochilas bien equipadas, armados con navajas y otras armas blancas.

—¿Para qué las necesitan? —Cortés apartó la vista de los carnés de identidad.

—A veces tenemos que cortar las cuerdas y la comida. También nos han contado que hay osos por la zona.

—Hace años que no se ve ninguno por aquí —intervino el cabo García—. ¿Qué les ha traído al puesto?

—Necesitábamos un refugio mientras dure la nevada.

El cabo García se acercó al sargento Cortés.

—No me gusta esto, señor. Cualquiera de los dos grupos pueden ser los cómplices del preso.

—Quizá. Pero, ¿por qué no opusieron ninguna resistencia cuando tú los detuviste?

—Es posible que esperen otros fuera. Ahora sabrán que usted y yo nos encontramos solos. No podremos vigilarlos a todos... O los franceses o los zaragozanos, cualquiera de ellos puede ser una especie de «caballo de Troya»... —García hizo una pausa y, luego, agregó con una expresión enérgica—: ¡Sargento, llevemos a todos al calabozo!

—¿Y si ninguno tiene nada que ver con Tomás Hernández? —preguntó Cortés.

Fue entonces cuando, entre las ráfagas de la tormenta, llegaron hasta los guardias civiles los nuevos ladridos de los perros...

En silencio, García desapareció por la puerta. Cortés se apostó en la ventana, sin descuidar la vigilancia de los que estaban sentados en las sillas y en los bancos. Desde allí vio al cabo detener a dos figuras, que se acercaban luchando contra el vendaval. Pero, como las otras veces, también resultó innecesaria cualquier precaución.

Cuando García volvió, el sargento suspiró aliviado; acababan de entrar un hombre y una mujer: los turistas cuyo campamento estuvo a punto de asaltar el secuestrador.

—Se nos vació el depósito de gasolina —explicó el hombre—. Hemos venido a que nos proporcionen combustible.

—De acuerdo, señor Villegas. En seguida les conseguiremos lo que necesitan; pero, por supuesto, no pensarán regresar en seguida... —Cortés no estaba dispuesto a desprenderse del inapreciable refuerzo que el matrimonio representaba para la reducida guarnición del puesto.

—Llevaban esto —García se adelantó, tendiendo al sargento dos pistolas «Astra»—. No sé para qué las necesitan dos simples turistas.

Cortés sonrió:

—Si hubieras visto lo poco que faltó para que Tomás Hernández los asaltara, no te asombrarías ahora de verlos armados... Apunta el número de esas armas, para comprobar las licencias en el momento en que funcione el ordenador.

—¿Qué sucede, sargento? ¿Ocurre algo malo? —los ojos de la señora Villegas miraron asustados al suboficial de la Guardia Civil—. ¿A qué vienen tantas precauciones?

Cortés iba a responder, cuando García le llamó desde el fondo.

—No me parece acertado devolver las armas a ese matrimonio, señor.

—¿Por qué?

—Si pasa algo, los franceses o los zaragozanos, cualquiera que sean los cómplices de Tomás Hernández, se las quitarán...

—Tienes razón —admitió Cortés.

—¿Por qué no los encerramos a todos en los calabozos? Muerto el perro...

—No podemos hacerlo, García. Ya se lo he dicho...

—¿Vamos a permanecer cruzados de brazos, esperando a que éstos tramen alguna manera de apoderarse del puesto?

Las mandíbulas de Cortés se apretaron con fuerza. El cabo tenía razón: la situación era insostenible. Un puñado de hombres resueltos, sin la ayuda de los posibles cómplices que ya estaban dentro, podía aniquilar en minutos toda su resistencia.

—De acuerdo, García —dijo echando los hombros hacia atrás—. Ahora mismo vamos a descubrir quiénes son los cómplices de Tomás Hernández, si es que hay alguno. Los que no tengan nada que ver nos ayudarán a cuidar el puesto.

—¿Qué piensa hacer, sargento?

—Ya verá. Vigile mientras yo voy a proveerme de lo necesario.

Regresó varios minutos después. Entre los brazos traía siete pistolas en sus correspondientes fundas.

Todos le miraron extrañados. Cortés se adelantó y dijo con voz tranquila:

—Escuchen. Deben saber que estamos corriendo un serio peligro: allí, en el calabozo, tenemos encerrado a un tal Tomás Hernández, un famoso secuestrador. Me han avisado de que, en cualquier momento, el puesto puede sufrir el ataque de los cómplices resueltos a rescatar a su jefe. Mientras llega la patrulla de refuerzo, que estará aquí dentro de poco, quiero pedirles que cooperen con nosotros en caso de que el ataque se produzca. Aquí tienen pistolas de nuestro depósito.

Sin prisa, el sargento empezó a repartir las armas. Cuando el mayor de los Franquin recibió la suya alzó la ceja.

—¿No sería mejor que nos devolviera nuestros propios revólveres, amigo?

—Ya lo haré más tarde —replicó Cortés—. Confío más en estas pistolas, porque tengo la seguridad de que no se encasquillarán en el momento en que las necesitemos. Ahora es conveniente que el cabo las tome el número. No olviden que nos hallamos en la frontera...

Franquin no hizo otro comentario. Se limitó a sacar la pistola de la funda y la balanceó pensativamente en la mano; luego, la volvió a guardar.

Apoyando el fusil contra la pared, Cortés se volvió, dando por vez primera la espalda a los turistas, y regresó junto a García.

—Ahora podemos estar tranquilos, cabo —comentó seguro—. Puede ir enfundando su arma, que ya no hace falta permanecer con el dedo en el gatillo...

—Pero... —empezó a decir García, obedeciendo maquinalmente.

No soltó ninguna otra palabra, porque...

—¡Al suelo las armas! —rugió en seguida otra voz.

Cortés se dio la vuelta. En medio de estancia, los dos turistas dominaban sorpresivamente la situación.

Aquello resultó algo inesperado para el sargento.

—Pero...

—¡No hay pero que valga! —Villegas se había transformado: ya no era el apacible hombre de antes, sino un enemigo peligroso, que parecía familiarizado con el uso de las armas de fuego.

—¡Pronto! ¡Al suelo las pistolas, he dicho!

El cañón apuntó a un lado y a otro, amenazando a todos a la vez. Con un ruido sordo los dos zaragozanos y los Franquin dejaron caer sus armas.

—Así me gusta —Villegas rió burlonamente—. Ahora, señor Sherlock Holmes, abra usted la puerta del calabozo y suelte al preso... Yo le acompañaré. ¿No se le ocurrió pensar que Tomás Hernández venía a reunirse con nosotros en el momento en que usted le atacó? —el delincuente se acercó, a Cortés—. Su ayudante tiene más sentido común que usted. Confieso que nos sorprendió en el camino, por eso consiguió desarmamos.

—¿Sabían ustedes que el puesto se hallaba casi desguarnecido?

—¡Claro! Al mediodía vimos marchar al destacamento desde la otra orilla del lago... ¡Ya basta de charla! ¡Al calabozo!

No había otra alternativa. Seguido por Villegas, el sargento marchó hasta donde se le imponía. Le mujer quedó atrás, dominando la situación.

Pronto volvieron Cortés y Villegas. Junto a ellos caminaba Tomás Hernández.

—Os habéis portado mejor de lo que esperaba —sonrió el secuestrador, guiñando un ojo a la mujer—. Pero antes de seguir quiero devolver a cierto sargento las «atenciones» que tuvo conmigo...

El delincuente se acercó a Cortés. Tras éste, apuntándole con la pistola, se encontraba su cómplice.

—Si intenta defenderse, ¡quémale sin ningún miramiento! —dijo el recién liberado.

Tomás Hernández llevó la mano derecha hacia atrás y, fija la mirada en el mentón del suboficial de la Guardia Civil, lanzó el golpe.

Pero no se produjo el impacto. Cortés se hizo a un lado y el puño del secuestrador le pasó rozando.

Detrás de él, Villegas apretó el gatillo del arma.

Mientras tanto, con un contragolpe de corta trayectoria, el sargento había detenido a Tomás Hernández.

Villegas apretó el gatillo otra vez...

El secuestrador lanzó un violentísimo puñetazo, que Cortés eludió con un movimiento de torso. Otro contragolpe, en esta ocasión en la barbilla, proyectó a Hernández hacia atrás. Antes de que pudiera reaccionar, el sargento pasó al ataque: un durísimo impacto bajo la oreja derribó a su enemigo de una forma fulminante, sin sentido.

Mientras tanto, ¡Villegas no había podido volver a apretar el gatillo, debido a que el mayor de los Franquin, alzando la mano como si fuera a descolgar el fluorescente del techo, le clavó contra el suelo de un tremendo puñetazo! Reaccionando del estupor que la paralizaba, Rosa Villegas quiso descargar entonces su arma contra el sargento de la Guardia Civil. Pero todos sus esfuerzos fueron en vano. También su arma se hallaba descargada...

***

Minutos después, y esposados los tres delincuentes, el cabo García preguntó a Cortés:

—¿Cómo supo que eran los cómplices, sargento?

—Le aseguro que me engañaron, nunca pensé en ellos... Pero, por si había pelea, también a los dos les entregué unas pistolas descargadas.

Franquin miró desconcertado su arma.

—¿Así que las nuestras están descargadas?

—Por supuesto. Quería que todo se redujera a un combate con los puños cuando los cómplices se delataran. El cabo y yo hemos sido campeones de boxeo en categoría de aficionados.

—Pero entonces, ¿por qué nos redujo a golpes en seguida? ¿Y cómo se atrevió a sacar del calabozo a Tomás Hernández?

—Cuando detuve a ese granuja —Cortés guiñó un ojo— desconocía que era un criminal, dedicado a los secuestros de millonarios. Al soltarle, pensé que contaría con otra ocasión para propinarle una nueva paliza.

Franquin sonrió con aire complacido.

—Además mentí sobre los refuerzos para que los cómplices de Tomás Hernández se descubrieran cuanto antes. Ahora, en el caso de que hubiera más fuera, ustedes me ayudarán a repelerlos... ¿No es así?

—¡Por supuesto! Siempre que usted nos proporcione munición para las pistolas.

Si había otros cómplices, no aparecieron. Al día siguiente, una patrulla de la Guardia Civil se llevó a los presos. Los franceses reanudaron el viaje y los zaragozanos volvieron a los Pirineos, para seguir con sus escaladas al haber pasado la tormenta.

—¿Sabe una cosa, sargento Cortés? —preguntó el cabo García, cuando se quedaron solos—. Lo que usted hizo anoche para desenmascarar a los cómplices de Tomás Hernández, es como para salir en los noticiarios de televisión...