III
Llegué a ***.
Preparé mi casa para recibir a mi esposa; solicité y obtuve, como sabes, otro mes de licencia, y arreglé todos mis asuntos con tal eficacia que, al cabo de quince días, me vi en libertad de volver a Sevilla.
Debo advertirte que durante aquel medio mes no recibí ni una sola carta de Blanca, a pesar de haberle escrito yo seis. Esta circunstancia me tenía vivamente contrariado. Así fue que, aunque sólo había transcurrido la mitad del plazo que mi amada me concediera, salí para Sevilla, donde llegué el día 30 de abril.
Inmediatamente me dirigí a la fonda que había sido nido de nuestros amores.
Blanca había desaparecido dos días después de mi partida, sin dejar razón del punto al que se encaminaba.
¡Imagínate el dolor de mi desengaño! ¡No escribirme que se marchaba! ¡Marcharse sin dejar dicho a dónde se dirigía! ¡Hacerme perder completamente su rastro! ¡Evadirse, en fin, como una criminal cuyo delito se ha descubierto!
Ni por un instante se me ocurrió permanecer en Sevilla hasta el 15 de mayo aguantando a ver si regresaba Blanca... La violencia de mi dolor y de mi indignación, y el bochorno que sentía por haber aspirado a la mano de semejante aventurera, no dejaban lugar a ninguna esperanza, a ninguna ilusión, a ningún consuelo. Lo contrario hubiera sido ofender a mi propia conciencia, que ya veía en Blanca al ser odioso y repugnante que el amor o el deseo habían disfrazado hasta entonces...
¡Indudablemente era una mujer liviana e hipócrita, que me amó sensualmente, pero que, previendo la habitual mudanza de su caprichoso corazón, no pensó nunca en que nos casáramos! Hostigada, al fin, por mi amor y mi honradez, había ejecutado una torpe comedia, a fin de escaparse impunemente. ¡Y en cuanto a aquel hijo anunciado con tanto júbilo, tampoco me cabía ya duda de que era otra ficción, otro engaño, otra sangrienta burla...! ¡Apenas se comprendía semejante perversidad en una criatura tan bella y tan inteligente!
Tres días más estuve en Sevilla, y el 4 de mayo me marché a la Corte, renunciando a mi destino, para ver si mi familia y el bullicio del mundo me hacían olvidar a aquella mujer, que sucesivamente había sido para mi la gloria y el infierno.
Por último, hace cosa de quince meses que tuve que aceptar el Juzgado de este otro pueblo, donde, como has visto, no vivo muy contento que digamos, siendo lo peor de todo que, en medio de mi aborrecimiento a Blanca, detesto mucho más a las demás mujeres... por la sencilla razón de que no son ella...
¿Te convences ahora de que nunca llegaré a casarme?