Mateo Falcone

Prosper Mérimée

Prosper Mérimée nació en París en 1803. De familia acomodada pudo adquirir una gran cultura, a la vez que alcanzaba grandes triunfos mundanos y literarios. Fue amigo de Stendhal y de Sainte-Beuve, y de los primeros que impulsaron en Francia el gusto por la literatura rusa. Ocupó el cargo de inspector de monumentos históricos y se hizo amigo de la familia Montijo (la conoció en uno de sus frecuentes viajes a España), a la que trató en la corte de París después del matrimonio de Eugenia con Napoleón III.

En 1825, Mérimée publicó Theátre de Clara Gazul, que es una colección de obras dramáticas pretendidamente escritas por una actriz española. Dos años más tarde, y simulando ser en esta ocasión un refugiado italiano, dio a conocer La Guzla, que son una serie de canciones populares, las cuáles alcanzaron un gran éxito. Su estilo literario representó el desplazamiento del romanticismo a los motivos naturales. Entre las obras de este género destaca Crónica del reinado de Carlos IX. Sin embargo, donde su inspiración encontró la mejor manifestación fue en el relato breve, como en Mateo Falcone, El caso etrusco, Tamango y, especialmente, en Colomba, que se considera su obra maestra, y en Carmen, la cual inspiró la famosa ópera de Bizet.

Mérimée falleció en Cannes en 1870. Si hemos seleccionado el relato Mateo Falcone es por la novedad que supone la utilización de la codicia para resolver una investigación criminal. Recurso muy utilizado en la novelística policíaca del siglo XX.

Todo aquel que abandona Porto Vecchio para tomar el rumbo noroeste en el interior de la isla de Córcega, no tarda en comprobar que el terreno se eleva bruscamente. Y en el caso de que siguiera caminando, al cabo de tres horas de marcha por enrevesados senderos, que se ven acompañados de enormes peñascos, los cuales obstruyen, de cuando en cuando, unos profundos barrancos, tendrá que detenerse repetidamente, para verse obligado a dar un rodeo, hasta que se encontrará frente a un extenso y abrupto malezal.

En este malezal hallan seguro refugio no sólo los pacíficos pastores corsos, sino todos aquellos que han dejado con la Justicia alguna cuenta pendiente.

Deben saber los lectores que el labrador de estas tierras, para evitarse el trabajo de abonar su campo, prende fuego a determinada parte del bosque, sin cuidarse de que el incendio se extienda más allá de lo necesario. Le interesa únicamente que las cenizas aumenten la fertilidad de la tierra, contribuyendo a la cantidad y a la calidad de las cosechas. Luego, recogidas éstas, las raíces que no se han secado producen retoños que en pocos años se espesan y crecen, alcanzando a veces siete u ocho pies de altura. Es esto lo que allí se conoce por malezal. Se compone de arbustos y árboles diversos, que se entremezclan al desarrollarse de la forma más enrevesada. Únicamente con la ayuda de un hacha puede el hombre desconocedor de aquel laberinto avanzar a través del mismo. Y existen algunos malezales tan impenetrables que ni los cameros de monte logran adentrarse en ellos.

El corso que elimina a un semejante se apresura a dirigirse a Porto Vecchio, seguro de que allí podrá vivir sin ser importunado, siempre que lleve consigo una buena escopeta y la necesaria provisión de pólvora. Además de esas dos cosas, sabe que le será de gran utilidad uno de los capotes que los lugareños llaman pilone y que cumple simultáneamente funciones de manta y de colchón. Queso, castañas y leche tendrá en abundancia, gracias a la ayuda de los pastores, que no le delatarán jamás. Sólo se hallará en peligro cuando, obligado por la necesidad de obtener municiones, deba ir al pueblo.

Allá por el año mil ochocientos y tantos, tiempo en que andaba yo por Córcega, la vivienda de Mateo Falcone se encontraba establecida a una media legua de aquel malezal. Mateo era un hombre al que podía allí considerarse rico, ya que vivía sin trabajar, con lo que le producían sus rebaños, que llevaban a pacer a los diferentes montes de la isla pastores nómadas. Cuando le conocí, uno o dos años antes de los sucesos que voy a relatar, andaría cifrando la cincuentena. Aunque recio, era de talla más bien pequeña, y tenía los caballos rizados y negros, la nariz un poco aguileña, los labios finos, la tez morena y los ojos grandes y vivos. Gozaba de la fama de ser un buen tirador, y ello, trascendiendo a todas las comarcas corsas, le había granjeado un envidiable respeto. Decíase que su puntería, a causa de la agudeza de su vista, era tan buena de noche como de día.

Resultaba Mateo Falcone un amigo tan consecuente como un temible enemigo. Hacía favores a cuantos lo necesitaban y vivía, por tanto, en términos de gran cordialidad con la totalidad de los habitantes de Porto Vecchio. Se contaba, no obstante, de él que no había vacilado en eliminar a un rival, de fama tan justificada en las lides del amor como en las de la pelea. Las gentes, por lo menos, relacionaron la puntería de Falcone con el balazo que aquel hombre recibió en la sien mientras se afeitaba ante una ventana. Pero lo cierto es que no sólo las murmuraciones cesaron pronto, sino que inmediatamente se olvidó el asunto.

Giuseppa, la mujer de Mateo Falcone, dio a su marido tres hijas, y cuando éste había perdido ya la esperanza de ver continuado su apellido, llegó el varón. En el momento en que las tres muchachas contrajeron matrimonio, ventajosamente al decir del padre, que estaba seguro de contar en caso necesario con los tres puñales y las tres escopetas de sus yernos, Fortunato contaba ya diez años.

Una mañana de otoño, Mateo salió a primera hora con su esposa en dirección a un claro del malezal donde pastaban en aquel momento sus rebaños. Quiso el chico acompañarlos, pero su padre no accedió a ello alegando que iban demasiado lejos y no convenía dejar sola la casa.

Unas horas más tarde, mientras Fortunato, tendido al sol con los ojos fijos en la mole azul de los montes, pensaba en la visita que el domingo próximo haría a su tío el caporal, que habitaba en el pueblo, escuchó, sobresaltado, el estampido de una escopeta. Se incorporó vivamente y con atención comenzó a mirar en dirección al sitio donde se había producido el disparo. Con intervalos regulares, pero cada vez más cercanas, sonaron otras detonaciones, y segundos después, un hombre tocado con un gorro y cubierto de harapos apareció por el sendero que llevaba a la casa de Mateo Falcone. Le habían acertado con una bala en el muslo izquierdo y avanzaba con dificultad arrastrando la pierna herida.

Se trataba de un proscrito que, habiendo abandonado aquella noche su refugio para aprovisionarse de pólvora en el pueblo, acababa de caer en la emboscada que le tendieron los guardias corsos. Peleó valientemente, pero al fin, derrotado por la superioridad numérica, tuvo que huir, perseguido por los implacables atacantes y contemplando cómo se acortaba por momentos el trecho que le separaba de ellos. Al ver a Fortunato, y comprendiendo que, herido como estaba, no podría ganar a tiempo el malezal, se acercó al muchacho y le preguntó ansiosamente:

—¿Tú eres el hijo de Mateo Falcone?

—Lo soy —contestó el chico.

—Yo me llamo Gianetto Sampiero, y ando escapando de los cuellos amarillos. Me siguen de cerca y estoy sin fuerzas. Permite que me oculte en tu casa.

—¿Y qué dirá mi padre si te escondo sin que él lo sepa?

—Dirá que has hecho bien.

—No estoy convencido de eso.

—Decídete pronto, que van a aparecer de un momento a otro.

—Espera a que mi padre vuelva.

—¿Cómo voy a aguardar si éstos se encuentran ya encima de mí? ¡Apresúrate a esconderme o te pego un tiro!

—No puedes pegarme un tiro porque llevas la escopeta descargada y no te quedan más cartuchos en el cinto —observó el chico.

—Usaré el puñal.

—Pero te sería difícil alcanzarme, herido como estás —se empecinó Fortunato, que de un salto se alejó del hombre.

—¿Será posible que siendo hijo de Mateo Falcone actúes de esa forma? ¿Vas a permitir que me capturen precisamente ante la puerta de tu casa?

El chico, a quien estas palabras produjeron impresión, preguntó acercándose al fugitivo:

—¿Qué me darás si te oculto?

Buscó Gianetto en sus bolsillos y mostró una gran moneda de plata, con la que seguramente pretendía comprar la pólvora. Al verla Fortunato sonrió codicioso, la tomó rápidamente y dijo con acento firme:

—Te pondré a salvo, no temas.

Hurgó en una pila de heno que se alzaba cerca de la casa y en contados segundos abrió en ella un agujero, donde hizo agazaparse al herido, cuidándose de abrir algunas aberturas para que no se asfixiara. Tuvo luego la feliz idea de colocar encima una gata y su cría, con el fin de despistar, y disimuló con arenilla varias manchas de sangre que había en el suelo. Hecho todo aquello, volvió a tenderse tranquilamente al sol y esperó.

No tardaron mucho en aparecer seis hombres pintorescamente uniformados y precedidos por un sargento que era por lo visto quien estaba al mando. Hicieron alto todos ellos ante la casa, y Fortunato reconoció en el jefe del grupo a Teodoro Gamba, pariente lejano suyo, hombre implacable y de triste nombre entre los proscritos, a los que perseguía con saña.

—¡Buenos días, primo!—saludó con excesiva amabilidad el recién llegado—. Veo que estás hecho un guapo mozo. Dime: ¿ha pasado por aquí hace unos minutos un hombre corriendo?

El chico, haciendo caso omiso a la pregunta, respondió astutamente:

—Todavía me falta bastante para ser un guapo mozo.

—No tanto, hombre, no tanto —dijo el otro—. Pero, ¿has visto al hombre que te digo?

—¿Cómo era?

—Llevaba una americana bastante harapienta, con restos de adornos amarillos y colorados, y se cubría la cabeza con un gorro puntiagudo.

—Por aquí pasó esta mañana el señor cura. Montaba su caballo «Piero» y me preguntó qué tal le iban las cosas a mi padre. Yo le respondí que...

—Tú eres un granuja y por lo visto te estás haciendo el tonto. Lo que quiero que me digas es hacia dónde se ha dirigido Sampiero. Le venimos siguiendo de cerca y estoy convencido de que ha pasado por aquí.

—¿Y cómo puedo saber yo a dónde se ha ido?

—Tienes que saberlo, puesto que le has visto.

—¿Acaso ve uno cuando duerme?

—Si hubieras estado durmiendo te habrían despertado los tiros. Pero me doy cuenta de que es inútil interrogarte. Sé que has visto a ese pillo y no me sorprendería que lo hubieras escondido en tu casa. Entrad conmigo, compañeros, y registremos bien. Herido como está en una pierna, Gianetto no puede haber ido muy lejos. Debe andar oculto por aquí, pues, además, los rastros de sangre se pierden ahí cerca.

Fortunato dejó oír una risa de burla. Luego dijo con acento irónico:

—A mi padre no le va a agradar mucho que hayan estado registrando la casa sin su permiso...

—¡Me dan ganas, pedazo de sinvergüenza —masculló el sargento tirándole de una oreja—, de hacerte dar unos cuantos vergajazos para ver si hablas!

—Mi padre —contestó el chico recalcando significativamente las palabras— es Mateo Falcone...

—No nos metamos en líos con Mateo Falcone, sargento —sugirió uno de los hombres.

Y la recomendación fue aceptada, porque Teodoro Gamba permaneció indeciso unos instantes y cambió de tema.

Limitándose la vivienda de Mateo a una habitación, los muebles eran escasos y nada complicados, por lo que el registro no requirió mucho trabajo. Mientras se efectuaba, Fortunato sonreía socarrón, celebrando el fracaso de la búsqueda.

Un cuello amarillo, con gesto que denotaba claramente el poco éxito que esperaba de ello, dio un bayonetazo en el heno. Pero nada se movió en la parva, y por lo que al semblante del chico respecta, permaneció impasible, sin nada que delatara ansiedad o temor.

—Tengo la seguridad, primo, de que has mentido —dijo el sargento. Y agregó con tono insinuante—: Lamento tu actitud, porque sé que eres un mozo inteligente que podrías llegar lejos. Te puedo asegurar que no perderías nada confesándome la verdad.

—Pues yo —respondió Fortunato— lo único que puedo contar es que si quieren atrapar a Gianetto deberán dejarse de perder el tiempo aquí. Como logre llegar al malezal no le encontrarán en él ni con un galgo.

Teodoro Gamba sacó para ver la hora un enorme reloj de plata sobre el que se fijaron codiciosos los ojos del niño. Como el hecho no le pasara inadvertido, el sargento sostuvo el reloj en la mano mientras simulaba estar meditando.

—Parece que te gusta, ¿eh? —exclamó después—. ¿Desearías poseer uno igual para mostrarlo orgullosamente por el pueblo? ¡Figúrate la importancia que podrías darte cuando alguien te preguntara la hora...!

—Mi tío el caporal ha prometido obsequiarme uno parecido cuando yo sea grande.

—¡Ah, pero tu primo, el hijo del caporal, que es más pequeño que tú, ya tiene el suyo...! Claro que no es tan bonito como éste... Bueno, ¿te gustaría quedarte con él?

Fortunato observaba con el rabillo del ojo. Parecía un gato relamiéndose frente al pollo que está a punto de engullirse y que probablemente resultará muy sabroso. A pesar de ello permaneció quieto, sin arriesgarse a tender la mano, pensando que la cosa no pasaba de ser una broma. Finalmente reprochó:

—No veo qué gana con burlarse de mí.

—¿Burlarme? Nada de eso. Dime dónde se ha escondido Gianetto y te lo regalo.

Una sonrisa incrédula distendió los labios del chico. Después sus ojos escrutaron el rostro del sargento, deseosos de descubrir qué había de cierto en su promesa.

—Pongo a mis hombres de testigos se apresuró a asegurar Teodoro Gamba—. Que me quiten los galones si falto a mi palabra.

Y diciendo esto acercó de tal forma el reloj al rostro del chico, que éste sintió el frío de su contacto con la pálida mejilla. El sentido de la solidaridad empezó a librar en su conciencia una ruda batalla con la codicia tan hábilmente incitada. Mientras tanto, el reloj continuaba ante sus ojos, balanceándose como una tentación y mareándolo con los destellos que el sol arrancaba de su bruñida tapa. Venció la codicia, y Fortunato, lentamente, señaló con el dedo hacia el lugar en que se amontonaba el heno.

Teodoro Gamba, comprendiendo, entregó el reloj y la cadena al chico, que se alejó con ellos, mientras los hombres empezaban a remover la parva.

Se agitó el heno unos instantes, y el proscrito, puñal en mano, dejó ver entre la broza su cuerpo ensangrentado. Intentó incorporarse, pero a causa de la debilidad producida seguramente por la pérdida de sangre, no lo consiguió, volviendo a desplomarse. Esta circunstancia fue aprovechada por el sargento, que se arrojó sobre él y le arrebató el puñal. Momentos más tarde, pese a sus esfuerzos por impedirlo, Gianetto se encontró con los brazos fuertemente sujetos por la espalda.

Debatiéndose todavía, desde el suelo, el herido volvió el rostro para fijar sus ojos en el pequeño traidor. Después le escupió con mas desdén que ira:

—¡Hijo de...!

Fortunato le arrojó la moneda de plata que recibiera para ocultarle, entendiendo que ya no la merecía. Pero el prisionero no le volvió a prestar atención, y dirigiéndose al sargento, dijo extraordinariamente tranquilo:

—Me parece que van a tener que cargarme, porque no puedo caminar...

—Hace un rato, sin embargo, corrías como un gamo —replicó implacablemente a su aprehendido—. De todos modos te confieso que estoy tan satisfecho por haberte atrapado, que no tendría inconveniente en llevarte a cuestas. Improvisaremos una camilla con tu capote y algunas ramas.

—Está bien —aceptó Gianetto—. Ahora sólo tengo que pedirle que pongan en ella un poco de heno. Así iré más cómodo.

En tanto que los cuellos amarillos realizaban aquella tarea, Mateo Falcone y su mujer aparecían en un recodo del sendero que llevaba a la casa. Ella caminaba trabajosamente, encorvada bajo el peso de una bolsa de castañas. Falcone, en cambio, iba muy tranquilo, con la escopeta en una mano y llevaba en la otra un arma en bandolera. Jamás se habría molestado él en cargar otra cosa.

Al principio imaginó, viendo a la patrulla, que habrían ido a apresarle, pero no tardó en comprender que era imposible aquello, ya que no tenía por entonces cuenta alguna que saldar con la Justicia. Dada su doble condición de corso y de montañés, no resultaba difícil que existiera en el pasado alguna hazaña justificativa de la intervención de la ley pero de todos modos la cosa no era como para alarmarse, pues desde hacía más de diez años su escopeta jamás había encañonado a ningún semejante. Sin embargo, hombre previsor, se puso a la defensiva para el caso de que a los visitantes se les ocurriera atacarle.

—Deja en tierra la bolsa —ordenó a su mujer— y ponte alerta.

Acató ella sin chistar y recibió de manos de su marido la escopeta que llevaba al hombro; mientras, Mateo, cargando con la que tenía en la mano, comenzó a avanzar despacio, pegado a los árboles del sendero con objeto de guarecerse si se producía alguna agresión. Tras de él, con la otra arma y la cartuchera, se deslizaba la mujer, sabedora como buena corsa de que toda esposa digna debe acompañar en tales trances a su hombre, alcanzándole las armas y prestándole toda la colaboración posible.

Viendo acercarse en tal actitud a Mateo Falcone, el sargento no dejó de experimentar inquietud. Sabía que las dos escopetas de aquel individuo lanzarían certeros y terribles disparos si su dueño se empeñaba en defender a Gianetto Sampiero. Tomó entonces una resolución temeraria: adelantarse, solo, al encuentro del montañés. «Si alguien tenía que morir en aras del deber, lo haría él», pensó.

El trayecto le pareció interminable.

—¿Cómo estás, Mateo? Soy yo, Teodoro Gamba, tu primo.

Falcone permaneció en silencio, sin dejar de encañonarle.

—Salud, hermano —insistió Gamba, tendiéndole la mano.

—Salud —habló al fin Mateo Falcone.

—Andábamos cerca y decidí llegarme a saludarte. La jornada de hoy ha sido dura, pero fructífera: hemos tenido la suerte de capturar a Gianetto Sampiero.

—El otro día se llevó una cabra de mis rebaños.

Gamba se alegró ante las palabras de Mateo. Pero su satisfacción se esfumó bien pronto cuando éste dijo:

—¡Pobre infeliz! Le debió de obligar el hambre...

—¿Pobre infeliz? El condenado se resistió como una fiera: mandó al otro mundo a uno de mis hombres y le rompió un brazo a otro. Luego se nos escurrió corriendo como un gamo y no le habríamos prendido si no hubiera sido por la colaboración de Fortunato.

—¿De Fortunato? —se asombró Mateo Falcone.

—¿De Fortunato? —repitió como un eco la voz de su mujer.

—De Fortunato, efectivamente —corroboró el sargento—. Fue él quien nos señaló la parva de heno donde el fugitivo se había escondido. Te prometo que hablaré de esto a tu tío el caporal para que le haga al chico un buen regalo. Su nombre y el tuyo figurarán en el parte que mandaremos al juez.

—¡Maldición! —rugió Mateo sin atender las últimas palabras de Teodoro, y se acercó a la patrulla.

Cuando el prisionero, que estaba en la camilla, listo para partir, vio al padre de su entregador, estalló en una risa sarcástica, y volviendo el rostro hacia la puerta de la vivienda, dijo a la vez que lanzaba un salivazo:

—¡La casa de un traidor...!

Una puñalada habría sido en cualquier otra circunstancia la respuesta de Mateo Falcone a semejante insulto. En aquella se limitó, no obstante, a apretarse las sienes, completamente anonadado.

Teodoro Gamba ordenó la partida y se despidió del dueño de la casa, que se encerró en hostil silencio. Y pasaron diez minutos antes de que dijera una sola palabra.

—¡Buen comienzo! —habló al fin con acento sereno pero capaz de alarmar al conocedor de su carácter.

Y se quedó mirando a su hijo con reconcentrado furor.

—¡Padre! —exclamó llorando Fortunato mientras se postraba a sus pies.

—¡No me toques! ¡No te acerques a mí! —gritó el padre.

—¿Y esto? ¿Quién te lo ha dado? —interrogó en ese momento Giuseppa acercándose al chico, que permanecía inmóvil ante Mateo.

Y señalaba al reloj y la cadena que asomaban por encima de la camisa.

—Me lo regaló el primo Teodoro, el sargento.

Mateo le arrebató el reloj arrojándolo iracundo contra una roca, donde quedó destrozado. Después dijo a su mujer:

—¿Es posible, Giuseppa, que éste sea mi hijo?

—¡Mateo! ¿Sabes lo que estás diciendo?—se escandalizó ella.

—Lo único que sé es algo que tampoco tú ignoras, que es el primer Falcone a quien se le ha podido llamar traidor.

Fortunato, de quien el padre no apartaba la sombría mirada, prorrumpió nuevamente en llanto. El hombre, por último, se echó al hombro la escopeta luego de golpear con su culata el suelo, y se dirigió decidido hacia el malezal ordenando a su hijo que marchara tras él, lo que se apresuró a cumplir el chico.

Giuseppa salió al encuentro de su marido, le dio alcance y le dijo mientras le tomaba por un brazo.

—¡Él es tu hijo, Mateo!

Angustiada trataba de leer en los ojos del hombre sus terribles intenciones. Y él la apartó.

—Yo soy su padre —dijo lacónicamente.

La infeliz estrechó entre sus brazos al chico y corrió a refugiarse en la casa con el dolor de madre, y a orar fervorosamente, de rodillas ante la imagen de la Virgen.

Falcone, en tanto, luego de haber caminado unos doscientos metros, se detuvo cerca de un pequeño desfiladero. Escarbó la tierra de aquel lugar con la culata de su arma y, convencido por lo visto de que se prestaba para sus propósitos, mandó:

—Acércate a aquella piedra, Fortunato.

Sumisamente, el muchacho cumplió la orden.

—Ahora reza tus oraciones.

—¡Padre! ¿Qué va a hacer, padre mío? ¡No me mate, padre!

—¡Reza tus oraciones! —volvió a ordenar con frío acento Mateo Falcone.

Interrumpido frecuentemente por los sollozos, Fortunato rezó el Padrenuestro y el Credo. Cada plegaria del chico era seguida por su padre, que decía al final con voz firme:

—Amén.

Cuando terminó sus oraciones, sin dejar de sollozar, el pequeño imploró:

—¡Perdóname, padre mío! Nunca más traicionaré a nadie. Y solicitaré a mi tío el caporal que haga perdonar a Sampiero. Se lo pediré tantas veces que accederá a ello, padre mío...

Mateo Falcone, sin prestarle atención, cargó la escopeta, se la echó a la cara y murmuró gravemente:

—¡Qué te perdone Dios, muchacho!

La criatura intentó avanzar, desesperada, para abrazarse a las rodillas de su padre. Pero éste, sin darle tiempo, apretó el gatillo. Y Fortunato se desplomó muerto, al ser alcanzado en pleno recorrido.

El padre regresó a su casa sin pronunciar una palabra ni hacer un gesto, y tampoco volvió la cabeza para dirigir una mirada al cadáver. Iba en busca de la azada para cavar la sepultura. Poco antes de llegar, tropezó con su mujer, que venía desolada, porque había escuchado la detonación.

—¡Mateo! ¿Qué has hecho? —interrogó con voz ahogada.

—Justicia...

—¿Dónde quedó...?

—Junto al desfiladero. Voy ahora a darle sepultura. Ha muerto cristianamente y, además, ordenaré que le digan una misa. Tú ocúpate de que avisen al yerno Teodoro Bianchi para que se venga a vivir con nosotros.