Cuando el teléfono acusa

Manuel Yáñez Solana

Manuel Yáñez Solana es un escritor autodidacta que nació en Madrid el 23 de enero de 1939. Luego de publicar novelas populares, se dedicó a escribir miles de guiones de cómic para diferentes editoriales de Europa. En 1972, casi toda su labor la concentró en la realización de adaptaciones de los grandes clásicos del Terror y de la Aventura, hasta comenzar a escribir sus propios relatos. La mayoría de este trabajo se publicó en el diario «Pueblo». Luego de una abundante producción en el terreno del Erotismo, cuando la censura española se aligeró lo suficiente, publicó en la colección «Biblioteca Universal del Misterio y del Terror», de Ediciones V, varios relatos de gran calidad.

En la actualidad, Yáñez es un colaborador asiduo de «ME Editores, S. L.», para la cual ha escrito el «Gran libro de los nombres», varias obras de Enigmas y una veintena de cuentos infantiles. La gran versatilidad, de este creador queda patente en los dos cortos relatos policíacos que ofrecemos a continuación...

Beatriz Cortez había sido demasiado amable con los hombres, y por eso uno de ellos acababa de clavarle un puñal entre la tercera y cuarta costillas, sin que, al parecer, le hubiese importado lo más mínimo el que su víctima sólo llevara una pequeña toalla sobre su cuerpo por toda indumentaria.

—¿Algún indicio, sargento Ramírez? —preguntó Santiago Palacios, inspector de la Brigada Criminal, cuando llegó al escenario del homicidio.

El suboficial tosió nerviosamente, admirando la frialdad de su superior, porque él se hallaba bajo los efectos causados por lo que consideraba la destrucción de un «monumento anatómico» perfecto.

—Sabemos, según ha certificado el forense, que fue apuñalada al salir del baño, entre las ocho y las nueve de la noche —contestó.

El cadáver continuaba caído en el pasillo, boca abajo, exhibiendo involuntariamente la suavidad cautivadora de unas formas agradables. Una toalla, manchada de sangre, apenas ocultaba la parte inferior del cuerpo de la víctima.

—Y ese teléfono, ¿por qué se encuentra descolgado? —continuó preguntando el inspector, después de mirar distraídamente en torno suyo.

—No hemos querido tocarlo, jefe. Parece que Beatriz salió del baño para contestar una llamada... Y entonces fue cuando la apuñalaron —explicó el sargento, volviendo a cubrir a la muerta con una manta.

Las palabras dieron paso a una acción tranquila, pero concienzuda, que les permitió llegar a la conclusión de que la joven ocupaba el apartamento asiduamente, y varios hombres lo tomaban como residencia esporádica.

—Los trajes y los zapatos corresponden a cuatro individuos diferentes. ¿Cómo podríamos localizarlos?

—Tráigame al portero de la finca, Ramírez.

Durante la breve espera, Santiago Palacios se entretuvo en examinar el vestíbulo del apartamento.

—Yo vine aquí a las siete de la tarde porque deseaba comprobar el número telefónico que acababan de asignar a la señorita Cortez, inspector —declaró Villegas, el portero-conserje, cuando estuvo ante la policía—. La verdad es que apenas pude verla, debido a que ella estaba en el baño, y me contestó a través de la puerta entreabierta.

—¿Quién le facilitó la entrada al apartamento?

—Tengo una llave, inspector, y el permiso de no tocar el timbre aunque la señorita Cortez estuviera acompañada. Esto me ha servido, en más de una ocasión, para librarla de algún pelmazo.

—¿Cuántas personas disponen de una llave similar? —continuó Santiago Palacios, estudiando a aquel sujeto de cincuenta años, alto y cargado de espaldas.

El conserje se acarició la barbilla, miró al techo, luego contó con los dedos, haciendo memoria, y terminó diciendo:

—Han llegado a tenerla unos diez o doce hombres, quizá más. Es difícil calcularlo, porque muchos la devolvieron y otros se la pasaron a sus amigos... Pero le diré —siguió, después de una pausa— que actualmente sólo cinco, incluyéndome yo mismo, nos servimos de este favor.

El sargento Ramírez pareció desear aclarar más el concepto cuando preguntó:

—¿Quiere usted indicarnos, Villegas, que la víctima era..., digamos, una prostituta de lujo?

—¡De ninguna manera, señores policías! La señorita Cortez jamás aceptaba dinero ni el menor regalo que pudieran hacerle por sus amabilidades —se lamentó el aludido, frotándose las manos nerviosamente—. Admito que quizá se excediera un poco en dar hospedaje a quienes muchas veces eran completamente desconocidos, incluso para ella, pero como trabajaba en el «Caimán Club», no cabe duda que establecía muchas relaciones. De todas formas, sus invitados sabían que era la chica de don Rafael, el propietario del local.

—Supongo que al tal Rafael nadie podría tacharle de celoso, ¿verdad? —ironizó el sargento Ramírez, mirando de reojo a su superior.

—¿Quiere usted decir, Villegas —intervino rápidamente Santiago Palacios—, que todos sus amigos acostumbraban a ser clientes del «Caimán Club»?

—Así es, inspector. Y, casi siempre, conocidos del propio don Rafael —afirmó el hombre, satisfecho de que al fin le hubieran comprendido.

En aquel momento hizo su aparición en el apartamento un hombre elegante, vestido con un impecable abrigo de corte italiano, que recordaba por sus ademanes al Vittorio de Sica de los años cincuenta.

A las primeras preguntas del inspector de la Brigada Criminal explicó:

—Me llamó Rafael Madariaga y soy, en efecto, el dueño del club donde Beatriz trabajaba todas las noches. Por si también le interesa, le diré que éramos novios desde hace aproximadamente dos años.

—¿Puede explicarme lo que hizo esta tarde, a partir del momento en que llegó al apartamento? —interrogó el inspector.

—Naturalmente —contestó el aludido—. Llegué, como ya le habrá dicho el conserje, alrededor de las ocho y cuarto de la tarde y encontré a Beatriz muerta, con un terrible puñal clavado en su pecho, el auricular del teléfono caído y un gesto de estupor en su rostro...

—¿Por qué no nos avisó entonces?

—Acostumbro a solucionar mis problemas sin buscar otro tipo de ayuda. Pero no tema, inspector: Beatriz era mi chica y sabré vengarla como se merece —afirmó, con el acento de quien está acostumbrado a lograr hasta sus menores caprichos.

—¿Observó algo extraño durante el tiempo que estuvo aquí? —prosiguió Santiago Palacios, comprendiendo que estaba ante un delincuente muy refinado.

—No. Además tampoco toqué nada... Bueno, miento. Recuerdo, eso sí, que al otro lado del hilo telefónico se escuchaba la inconfundible señal de comunicar. Luego dejé el auricular como lo había encontrado y me marché a buscar a mi abogado, seguro de que ustedes no tardarían en molestarme... Como así ha sido —concluyó con suficiencia.

La entrada de Jesús Lozano, el último de los sospechosos, fue menos espectacular, debido a que se trataba de un hombre de constitución enclenque, cabellos largos, labios delgados —casi una línea imperceptible de color rojo en torno a su boca— y ojos azules, transparentes. Parecía muy consternado por todo lo que estaba ocurriendo.

—Yo quería casarme con Beatriz, inspector —fueron sus primeras palabras.

—¿Qué está usted diciendo? —se extrañó el sargento Ramírez, volviéndose a mirarle.

Como si no hubiera oído la pregunta, el insignificante personaje siguió diciendo:

—La amaba y ella compartía mis sentimientos —al advertir el asombro de sus interlocutores trató de justificarse—: Manteníamos nuestras relaciones en secreto, por miedo a los hombres de don Rafael. Hace tres días que nos separamos, mientras yo preparaba cuidadosamente todos los detalles de nuestra huida. Esta tarde, alrededor de las ocho, la llamé por teléfono... ¡En el mismo instante que Beatriz descolgó el auricular comprendí que le amenazaba un grave peligro!

—¿Qué le hizo suponer tal cosa? —se interesó Santiago Palacios, como si aquello fuera lo único que le importase de la declaración.

—Beatriz me dijo, muy asustada, que un desconocido acababa de penetrar en su apartamento... ¡Fue horrible, se lo juro! La oí gritar, seguido de un violento forcejeo y, por último, se escuchó un alarido de terror...

El hombrecillo se mordió los labios, quizá para contener las lágrimas que pugnaban por salir de sus ojos.

—¿Qué hizo usted entonces, señor Lozano? —preguntó el inspector de la Brigada Criminal, procurando dar a su voz un tono de comprensión.

—Nada podía hacer. Les llamé a ustedes inmediatamente y me vine corriendo hasta aquí... Pero ya era tarde.

(Concédase usted una pausa antes de responder a estas preguntas: ¿Sabe ya quién apuñaló a Beatriz Cortez? ¿Hasta qué punto tiene importancia el teléfono en este caso?)

—Lo último sí pudo hacerlo fácilmente porque el número de la Policía se encuentra en todas las guías telefónicas —intervino Santiago Palacios, imaginando las consecuencias de su acusación—. Pero la llamada a este apartamento era imposible, de no ser usted un adivino, señor Lozano, porque el número lo acababan de cambiar y todos, incluso el propio Villegas, lo ignoraba.

El aludido palideció, volvió a morderse los labios y miró en torno suyo como un animal acosado.

—Empecé a dudar en el momento en que le oí contar esa fábula de su boda con la señorita Cortez —continuó explicando el inspector de la Brigada Criminal—. Realmente usted la apuñaló aquí mismo, cuando ella salió del baño, y después, para que la hora de la llamada fuera registrada en la Brigada, denunció el supuesto ataque oído por teléfono. Un acto inútil que hubiera podido resultarle fatal si llega a ser descubierto por don Rafael...

—¡No! ¡Don Rafael, no, por favor! ¡Ese hombre es un canalla...! —gimió el acusado.

—Tuvo el «valor» de matar a la mujer que le rechazaba amorosamente, impulsado por un falso orgullo, y ahora tiembla ante las represalias de un solo hombre... —la voz del inspector Santiago Palacio sonó muy dura—. Lo siento, Lozano..., me da usted asco.