Las pisadas misteriosas
Gilbert Keith Chesterton nació en Londres en 1874. Comenzó escribiendo en los periódicos, teniendo tanta aceptación entre los lectores que terminó siendo contratado por los principales rotativos. Forma parte de los escritores neocatólicos británicos, que se enfrentaron a lo que consideraban las tendencias anárquicas del romanticismo. Enemigo del imperialismo, ideó con su amigo Hilaire Bellot el «distribucionalismo», que basó en la encíclica de León XIII «Rerum Novarum».
En la producción narrativa de Chesterton proliferan las narraciones extravagantes y grotescas, con una fantasía inclinada a la paradoja. Entre sus novelas resaltan El hombre que fue jueves, La esfera y la cruz, Las historias del padre Brown, El Superviviente y otras muchas. También escribió ensayos, poemas y obras de teatro. Falleció en Beaconsfield (Inglaterra) en 1936.
El personaje del padre Brown es considerado como uno de los grandes hallazgos de la novelística y los relatos policíacos. Puestos a ser originales a la hora de dar forma a un detective aficionado, resultó todo un hallazgo elegir a un humilde sacerdote católico, de aire despistado, prudente y gran observador, al que nunca se le pasan inadvertidos los detalles más insignificantes, ésos que van a permitir resolver los más complicados casos criminales. Sin embargo, en ocasiones prima en tan singular personaje el lado caritativo de su condición de religioso...
Si alguna vez, lector, te encuentras con un individuo del selectísimo club de «Los Doce Pescadores Legítimos», cuando se dirige al Vernon Hotel o a la comida anual reglamentaria, advertirás, en el momento en que se despoje del abrigo, que su traje de etiqueta es verde en lugar de negro. En el caso de que tengas la inmensa audacia de dirigirte a él, debes preguntarle el motivo, y te contestará probablemente que lo hace para que no le confundan con un camarero. Entonces tú deberás retirarte desconcertado, ya que habrás dejado atrás un misterio aún no resuelto, junto a una historia digna de contarse.
En efecto, para seguir en esta vena de conjeturas improbables, puedes encontrarte con un curita muy suave y bastante dinámico, llamado el padre Brown. De poder interrogarle sobre lo que él considera como la mayor suerte que ha tenido en su vida, tal vez te conteste que su mejor aventura la vivió en el Vernon Hotel, donde logró evitar un crimen, y hasta llegó a salvar un alma, gracias al sencillo hecho de haber oído unos pasos por un corredor. Como está un poco orgulloso de la perspicacia que demostró, no dejará de referirte el caso. Sin embargo, dado que es del todo punto inverosímil que logres levantarte tanto en la escala social para encontrarte con algún individuo de «Los Doce Pescadores Legítimos», o que te rebajes lo bastante entre los granujas y criminales para que el padre Brown dé contigo, me temo que nunca conozcas la historia, a menos que la escuches de mis labios.
El Vernon Hotel, donde celebraban sus banquetes «Los Doce Pescadores Legítimos», era una de esas instituciones que sólo existen en el seno de una sociedad oligárquica, casi enloquecida por las buenas maneras. Hemos de verla como una empresa comercial «exclusiva». Quiere decir que no pagaba por atraer a la gente, sino por alejarla. En el corazón de una plutocracia, los comerciantes acaban por ser bastante sutiles para sentirse más exigentes, todavía, que sus clientes. Crean enormes dificultades con el fin de que su clientela rica y aburrida gaste dinero y diplomacia para triunfar sobre ellos. Si hubiera en Londres un hotel elegante donde no fueran admitidos los hombres menores de seis pies, la sociedad organizaría dócilmente partidas de hombres de seis pies para ir a cenar a ese local. En el caso de que existiera un restaurante caro, que por capricho de su propietario sólo se abriera los jueves por la tarde, lleno de gente se vería ese día y a la misma hora. El Vernon Hotel se hallaba en el ángulo de una plaza de Belgravia. Era pequeño y no aconsejable. Pero sus mismos inconvenientes servían de muros protectores para una clase particular. Una de ésas, sobre todo, se consideraba de vital importancia, y era el hecho de que sólo podían comer simultáneamente en aquel lugar veinticuatro personas. La única mesa grande se encontraba en la terraza, al aire libre, en una galería que daba sobre uno de los más exquisitos jardines del antiguo Londres. De modo que los veinticuatro asientos de aquella mesa únicamente podían disfrutarse en tiempo de verano, y esto, al dificultar el placer, lo hacía más deseable. El dueño del hotel era un judío llamado Lever, y le sacaba a su negocio casi un millón de libras mediante el procedimiento de hacer difícil su acceso. Cierto es que esta limitación de la empresa se hallaba compensada por el servicio más cuidadoso. Los vinos y la cocina eran de lo mejor de Europa, y la conducta de los criados correspondía exactamente a las maneras estereotipadas de las altas clases inglesas. El amo conocía a sus criados, que eran quince en total, como a los dedos de sus manos. Resultaba más fácil ser miembro del Parlamento que camarero en aquel hotel. Todos habían sido educados para servir en el más absoluto silencio y con la mayor delicadeza, tal como lo hacían los servidores de los caballeros. Y, realmente, por lo general había un servidor para cada cliente de los que allí acudían.
Y sólo en aquel lugar consentían en comer «Los Doce Pescadores Legítimos», porque eran muy exigentes en materia de comodidades privadas, y la simple idea de que los miembros de otro club compartieran la misma mesa con ellos les hubiera molestado excesivamente. Durante sus banquetes anuales, los «Pescadores» tenían la costumbre de exponer todos sus tesoros, como si estuvieran en su casa, y especialmente el famoso juego de cuchillos y tenedores de pescado, que, por decirlo así, suponía la insignia de la Sociedad, y en el cual cada pieza había sido labrada en plata con la forma de un pez y con una gran perla en el puño. Este juego se reservaba siempre para el plato de pescado, que venía a ser el más magnífico de aquel opíparo banquete. La Sociedad observaba muchas reglas y ceremonias, pero carecía de historia y de un objeto concreto, y por eso resultaba tan aristocrática. No había que hacer nada para pertenecer a «Los Doce Pescadores», pero de no ser una persona de cierta categoría, no existía la menor esperanza de conseguir ni siquiera oír hablar de ellos. Hacía doce años que la Sociedad existía. Su Presidente era míster Audley, y su vicepresidente, el duque de Chester.
Si he logrado describir el ambiente de este hotel extraordinario, el lector experimentará un legítimo asombro al verme tan bien enterado de cosa tan inaccesible, y mucho más se preguntará cómo una persona tan ordinaria como es mi amigo el padre Brown, pudo tener acceso a aquel dorado paraíso. Pero en lo que a estos asuntos se refiere, mi historia resulta sencilla y hasta vulgar. Hay en el mundo un agitador y demagogo, ya muy viejo, que se desliza hasta los más refinados interiores, diciéndoles a todos los hombres que son hermanos, y dondequiera que esté el nivelador montado en su pálida sensación de culpa, el padre Brown tiene por oficio seguirle. Uno de los criados, un italiano, sufrió una tarde un ataque de parálisis, y el amo, judío, aunque maravillado de tales supersticiones, consintió en mandar traer a un sacerdote católico. Lo que el camarero confesó al padre Brown no nos concierne, por el sencillísimo hecho de que el curita se lo ha callado; pero, según parece, aquello le obligó a escribir cierta declaración para comunicar un mensaje que pudiese enderezar el entuerto. El padre Brown, en consecuencia, con un impudor humilde, como el que hubiera mostrado en el palacio de Buckingham, pidió que se le proporcionara una habitación y papel de escribir. Entonces míster Lever sintió como si le partieran en dos. Era un hombre amable y también poseía esa falsificación de la cortesía: el temor de provocar dificultades o ingratas «escenas». Por otra parte, la presencia de un extranjero en el hotel aquella noche suponía una mancha sobre un objeto recién limpiado. Nunca en el Vernon Hotel había habido antesala o sitio de espera; jamás nadie había tenido que aguardar en el vestíbulo, debido a que los clientes no eran hijos del azar. Había allí quince camareros para doce clientes. Recibir aquella noche a un nuevo huésped se consideró tan extraordinario como encontrarse a la hora del almuerzo o del té con un nuevo hermano en la propia casa. Sin contar con que la apariencia del sacerdote era muy de segundo orden, y su traje mostraba huellas de lodo; sólo el contemplarlo podía originar una crisis en el club. Míster Lever, queriendo eliminar el mal, inventó un plan para disimularlo. Según se entra en el Vernon Hotel, se atraviesa un pequeño corredor decorado con algunos cuadros deslucidos, pero importantes, y se llega al vestíbulo principal, que se abre a mano derecha a unos pasillos que conducen a la cocina y a los servicios del local. Y a mano izquierda, aparece el ángulo de una oficina provista de una vitrina de cristal que llega hasta el vestíbulo, como si fuera una casa dentro de otra, por exponerlo así, donde tal vez estuvo en otro tiempo el bar del hotel anterior.
En esta oficina se había instalado el representante del propietario, y algo más allá, camino de la servidumbre, se encontraba el vestuario, último término del dominio de los señores. Pero, entre la oficina y el vestuario, había un cuartito privado, que el amo solía utilizar para los asuntos importantes y delicados, como el prestarle a un duque mil libras o excusarse por no poder facilitarle medio chelín. La mejor prueba de la espléndida tolerancia de míster Lever consistía en haber permitido que este sagrado lugar fuera profanado durante media hora por un simple sacerdote que necesitaba garabatear unas cosas en un papel. Sin duda, la historia que el padre Brown trazaba en su escrito era mucho mejor que la nuestra; no obstante, nunca podrá ser conocida. Me limitaré a decir que resultaba casi tan extensa como ésta y que los dos últimos párrafos deben ser considerados los menos importantes y complicados.
En el instante en que el sacerdote llegaba a estas últimas páginas, comenzó a liberar sus pensamientos, con lo que permitió a sus sentidos irracionales, bastante agudos por lo general, que se despertaran. Estaba oscureciendo; ya se hallaba cercana la hora de la cena. Aquel olvidado cuartito se iba quedando sin luz, y acaso la oscuridad creciente, como a menudo sucede, afinó los oídos del curita. Cuando éste redactaba la última y menos importante sección de su documento, se dio cuenta de que escribía al compás de un sonido rítmico que venía del exterior, así como a veces piensa uno a tono con el ruido de un tren. Al advertir esto, comprendió también de qué se trataba: sólo era el sonido habitual de unos pasos, cosa nada extraña en un hotel. Sin embargo, a medida que iba aumentando la oscuridad se concentró con mayor ahínco en oír el ruido. Tras haberlo percibido algunos segundos como en sueños, se puso en pie y comenzó a escucharlo atentamente. Llegó hasta a inclinar la cabeza. Después se sentó de nuevo y hundió la cara entre las manos, no sólo para oír, sino también para reflexionar.
El sonido de los pasos debía ser considerado algo normal; sin embargo, no dejaban de presentarse cosas extrañas. Era el único ruido que allí se escuchaba. El edificio acostumbraba a ser muy silencioso, debido a que los escasos huéspedes del hotel se retiraban a sus habitaciones a la misma hora y los bien educados servidores tenían orden de ser imperceptibles mientras no se les necesitara. No había otro lugar en el que fuese más difícil sorprender la menor irregularidad. Por eso aquellos pasos debían ser considerados una excepción. El padre Brown se dedicó a seguirlos con sus dedos sobre la mesa, como el que trata de aprender una melodía en el piano.
Primero le llegó el ruido de unos pasitos apresurados; diríase de un hombre de escaso peso que concursara en una sala de bailes rápidos. De pronto, el sonido se detuvo, para iniciarse con una lentitud propia de quien duda. Esta nueva secuencia duró casi tanto como la anterior, aunque resultara cuatro veces más pausada. Cuando los ruidos cesaron, retornó aquella ola ligera en busca de la aceleración y, luego, de nuevo el proceso de caminar despacio. No había ninguna duda de que se trataba de un solo par de botas, porque únicamente se percibía a un caminante, el cual no dejaba de producir una especie de chirrido, que terminó por resultar inconfundible. El padre Brown poseía un espíritu que gustaba de los interrogantes, y ante aquel problema, aparentemente trivial, se puso muy inquieto. Alguna vez había visto a hombres que necesitaban correr para dar un salto, mientras que otros elegían el deslizamiento para conseguir lo mismo... ¿Era posible que alguien corriera mientras andaba? Sin embargo, aquel invisible par de piernas no parecía hacer otra cosa: avanzaban medio pasillo y, acto seguido, desandaban lo conseguido. Lo que debía considerarse un comportamiento absurdo. Mientras tanto, la mente del padre Brown se iba oscureciendo lo mismo que el cuarto donde se encontraba.
Lentamente la falta de luz pareció aclarar sus ideas y creyó estar contemplando aquellos pies prodigiosos realizando cabriolas por el corredor en actitudes simbólicas y nunca naturales. ¿Acaso se trataba de una danza pagana? ¿No sería una especie de ejercicio científico? El sacerdote se preguntaba a qué ideas podían corresponder exactamente aquellos pasos. Consideró primero el ritmo lento: así no andaba el propietario del hotel. Los hombres de su especie se mueven con veloz decisión o permanecen quietos. Tampoco debía pensar en los criados o en un mensajero que estuviera aguardando una orden. En toda sociedad mercantil, los subordinados suelen bambolearse cuando están ebrios; sin embargo, lo habitual es que permanezcan inmóviles o se impongan una marcha forzada, al menos en aquel hotel. Pero aquellos andares pesados, sin dejar de ser flexibles, mostraban el descuido de quien no le importa producir un ruido continuado. Quizá perteneciesen a un caballero despreocupado, que jamás había debido trabajar para ganarse la vida.
Al llegar el padre Brown a esta conclusión, volvió a escuchar los pasos en su secuencia más lenta, como si avanzaran por delante de la puerta con la velocidad de una rata. Y el sacerdote advirtió que el andar se estaba haciendo más sigiloso, acaso porque el individuo misterioso avanzaba en puntillas. No obstante, este proceder no invitaba a suponer un secreto, sino algo más complicado, que el padre Brown no pudo recordar. Por eso intentó aumentar su perspicacia. Recordó que no era la primera vez que escuchaba un sonido como ése. Y, de nuevo, volvió a incorporarse, animado pollina idea. Se acercó a la puerta de la oficina. Comprobó que estaba cerrada con llave; se volvió hacia la ventana, que a esas horas parecía un cuadro de vidrio lleno de la niebla rojiza producida por los últimos destellos solares, y por un instante creyó estar olfateando las cercanías de un delito, igual que el perro descubre el rastro dejado por un conejo.
La parte racional de su mente terminó por sumergirse en esta labor. Recordó que el dueño del hotel le había dicho que cerraría la puerta con llave y, a su debido tiempo, volvería para sacarle de allí. Entonces, se dijo que aquellos ruidos anormales bien pudieran tener mil explicaciones que a él no se le ocurrían, y se dio cuenta de que apenas le quedaba luz para finalizar su tarea. Se aproximó a la ventana para aprovechar los últimos destellos de claridad de la tarde. Pronto se entregó por entero a la redacción de su memoria. Al cabo de unos veinte minutos, durante los cuales tuvo que acercarse cada vez más al papel para distinguir las letras, suspendió de nuevo la escritura. Estaba volviendo a oír aquellos pasos inexplicables.
En aquel momento los pasos ofrecían una tercera característica. Antes parecía como si el individuo misterioso anduviese despacio o deprisa en unas secuencias imprevisibles; sin embargo, avanzaba o retrocedía. Y la novedad provenía del hecho de que parecía haberse decidido a correr dando saltos por el pasillo, como los de una veloz pantera. Quizá es que se sintiera nervioso. No obstante, en el momento en que desapareció como una ráfaga hacia las zonas donde estaban las oficinas, se repitió el andar lento e indeciso.
El padre Brown abandonó los papeles y, al saber que la puerta de su cuartito se hallaba cerrada, intentó utilizar la que correspondía a los vestuarios. El criado se hallaba ausente por casualidad, acaso porque era la hora de la cena. Después de andar a tientas por entre un bosque de abrigos, localizó el pequeño vestuario que, ante el iluminado pasillo, disponía de un mostrador de esos que se montan en los lugares donde los clientes dejan sus sombreros, bastones o paraguas a cambio de unas fichas numeradas. Sobre el arco semicircular de esta salida se había instalado una lámpara. Pero su luz apenas conseguía alumbrar la cara del padre Brown, la cual se distinguía como un bulto oscuro entre la nebulosa ventana situada a sus espaldas. En cambio, el mismo foco de luz iluminaba teatralmente al hombre que andaba por el pasillo.
Era un individuo elegante, vestido de frac, y aunque se le podía considerar alto, su figura no ocupaba demasiado espacio. Se diría que se hallaba listo para escurrirse como una sombra por donde muchas personas más pequeñas no hubieran podido pasar. Su rostro, al quedar iluminado, resultó ser moreno y vivo. Parecía extranjero. De buena presencia, se le podía considerar atractivo e inspiraba confianza. Un crítico sólo hubiera dicho de él que aquel traje le caía igual que una sombra capaz de oscurecer sus facciones y su figura, convirtiéndolas en unas bolsas muy desagradables. De repente, este personaje pudo contemplar la silueta del padre Brown, y no dudó en mostrarle una papeleta con un número, a la vez que decía con amable autoridad:
—Déme mi sombrero y mi abrigo. Debo salir al momento de aquí.
El curita ni rechistó. Tomó el papel y fue a buscar lo que se le había pedido, ya que no era la primera vez que cumplía el papel de criado. Localizó los objetos y los colocó en el mostrador. El caballero rebuscó en sus bolsillos y, luego, dijo riendo:
—No he encontrado ni una sola moneda. Tenga usted.
Y le dio media libra esterlina; mientras, recogía su sombrero y su abrigo.
El rostro del padre Brown siguió impávido; sin embargo, estaba perdiendo el control de su cabeza. Una circunstancia que siempre le hacía más valioso. En tales momentos sumaba dos y dos, y obtenía un total de cuatro millones. La Iglesia católica no aprobaba este proceder, a pesar de admirar el sentido común de su curita. Quizá se debiera a la inspiración, tan importante en los momentos críticos, cuando se debe salvar el pellejo de quien está a punto de jugárselo a perdedor.
—Me parece, señor —dijo con una exquisita cortesía—, que usted lleva mucha plata en los bolsillos.
—¡Hombre! —exclamó el caballero—. Si yo prefiero darle a usted oro, ¿de qué se queja?
—Porque los objetos que usted oculta, al ser de plata y llevar algunas perlas, valen más que el oro —rectificó el sacerdote—. Me refiero a cuando se guardan en grandes cantidades.
El desconocido le miró con curiosidad; después, llevó su atención, con mayor interés, hacia la entrada del pasillo. Volvió a contemplar al padre Brown y, acto seguido, se quedó fijo en la ventana que se encontraba a espaldas de aquél. El cristal aparecía todavía coloreado por un atardecer que se había vuelto lluvioso. Súbitamente, con gran decisión, puso una mano en el mostrador, saltó sobre el mismo con la agilidad de un acróbata y se irguió ante el sacerdote, a la vez que le rodeaba el cuello con una poderosa garra.
—¡Quieto! —amenazó con un resoplido—. No quería asustarle a usted, pero...
—Yo si deseo alertarle a usted —advirtió el padre Brown, sirviéndose de una voz que parecía el redoble de un tambor—. Me refiero al infierno, donde el fuego es eterno.
—¿Qué extraño bicho han dejado al cuidado de este vestuario? —preguntó el caballero.
—Soy un sacerdote, monsieur Flambeau. Y estoy en disposición de escuchar su confesión.
El otro se quedó un instante desconcertado y, luego, se dejó caer en una silla.
Los dos primeros servicios de la cena se habían desarrollado de la forma habitual. No poseo una copia del menú de «Los Doce Pescadores Legítimos»; sin embargo, de disponer del mismo creo que resultaría irrelevante para nuestra historia. Sólo diré que se escribía en un francés bastante ininteligible, que acaso ni pudieran leer los hijos de París. Una de las tradiciones del club era la abundancia de términos como hors d’ovres. También resultaba normal que la sopa fuese ligera y de escasas pretensiones, como un entremés a la espera del auténtico festín de pescado que venía después. Y si nos fijamos en las conversaciones de los huéspedes, podríamos decir que sonaban tan triviales como se espera de quienes gobiernan el Imperio Británico, siempre tan alejados del habla normal de los ciudadanos ingleses. Por cierto, míster Audley, el presidente del club, no dejaba de ser un anciano afable, que seguía utilizando cuellos a lo Gladstone: todo un símbolo de una sociedad estereotipada. No se le podía considerar derrochador, ni exageradamente rico. Sus méritos hemos de verlos en que se hallaba en la cima de los personajes más famosos de Londres. Todos le conocían, y si se hubiera propuesto ingresar en el Gobierno lo hubiese logrado. El duque de Chester, como vicepresidente, pertenecía a los jóvenes políticos que no dejan de ascender. Nadie ponía en duda su atractivo, más allá de un rostro simple y algo pecoso, y su inteligencia resultaba moderada, aunque lo que más se envidiaba eran sus grandes posesiones. En público siempre le acompañaba el éxito: cuando se le ocurría un chiste, lo soltaba y a los demás les tocaba aplaudirle por su brillantez; sin embargo, si prefería callar al no ocurrírsele nada ingenioso, alegando que no eran tiempos de bromear, los otros lo valoraban como una postura muy juiciosa. Y dentro del Vernon Hotel prefería comportarse de la forma más espontánea, es decir, como un bobalicón. En lo que se refiere a míster Audley, el tercero en importancia dentro de «Los Doce Pescadores Legítimos», nunca tomaba partido, excepto a la hora de demostrar que era conservador hasta en su vida privada. Le caía sobre la nuca una ola de cabellos grises, como a ciertos estadistas de la antigüedad, y si se le miraba de espaldas, podría ser tomado como el líder que necesitaba la patria. Y visto de frente sólo era un soltero delicado, tolerante consigo mismo, y con domicilio en Albany, que estaba considerado el barrio más importante de Londres.
Como ya he escrito, la mesa de la terraza disponía de veinticuatro asientos y el club sólo contaba con doce miembros. De modo que éstos podían instalarse a sus anchas en el lado interior, sin tener enfrente a nadie que les estorbara la vista del jardín, cuyos colores eran todavía perceptibles, a pesar de que la noche se anunciara algo tétrica. En el centro de la línea se encontraba el presidente, y el vicepresidente ocupaba el extremo derecho. En el momento en que los doce miembros se dirigían a sus asientos, lo acostumbrado era que los quince camareros se alinearan en la pared, como tropa que presenta armas al rey; mientras tanto, el obeso propietario se inclinaba ante los huéspedes, aparentando estar sorprendido de su presencia allí, como si nunca hubiese oído hablar de ellos. Pero, antes de que se produjera el primer tintineo de los cubiertos, el ejército de criados desaparecía y sólo quedaban uno o dos, los indispensables para distribuir los platos con la mayor rapidez y en medio de un silencio sepulcral. Seguidamente, míster Lever, el dueño, desaparecía en medio de reverencias y otros movimientos de cortesía. Sería exagerado, y hasta insultante, decir que volvía a dejarse ver por sus clientes. Pero a la hora del plato de solemnidad, el de pescado, se advertía en el ambiente la sombra de aquel individuo, como una proyección de su personalidad, dando idea de que nunca se hallaba lejos. En realidad, si hemos de ser sinceros el plato nada más que era una monstruosa pirámide de budín, de las formas de un pastel de boda, en la que se habían reunido un considerable número de peces en bien de un festín más venerado que sabroso.
«Los Doce Pescadores Legítimos» empuñaron sus cuchillos y tenedores, dispuestos a atacar el manjar tan cuidadosamente como si cada partícula del mismo costara tanto como los cubiertos que utilizaban. En efecto, creo que el budín llegaba a resultar más valioso. Poco después, la comida se desarrollaba en ese profundo silencio propio de los devotos. Sólo cuando los platos quedaban vacíos, el joven duque se decidía a formular la observación esperada:
—Sólo aquí saben preparar esta obra de arte. No la encontraríamos en ninguna otra parte.
—Tiene usted razón —añadió míster Audley con voz de bajo profundo, volviéndose hacia el duque y agitando con convicción su venerable cabeza—. Aunque me han contado que en el café Anglais...
En aquel momento fue interrumpido un instante por el camarero que le estaba cambiando el plato; sin embargo, retomó el hilo precioso de su argumentación:
—... lo preparaban igual. Cosa que quise comprobar personalmente. ¡Qué error! Lo que se sirve allí no se parece a esta maravilla —concluyó moviendo el mentón como una marioneta.
—Todos los elogios que dediquemos a este plato tan exquisito se quedan cortos —observó un tal coronel Pound, al que pocas veces habían oído hablar los demás miembros del club.
—No sé si apoyar sus palabras —intervino el duque de Chester, manteniendo su optimismo—. Yo creo que aquí se cocinan excepcionalmente algunas cosas; pero hay otras que...
De repente, apareció un servidor de una forma sorprendente, inusual. Todos le vieron deslizarse presuroso junto a la pared, donde se quedó inmóvil, sin dejar de actuar en el mayor silencio. Lo que agradecieron aquellos caballeros, tan vagos ante la novedad, pues ésta no parecía haber alterado excesivamente la maquinaria de lo esperado. Sin embargo, les quedó la sensación de que se había producido un chirrido. Pronto se dieron cuenta de la pérdida del ritmo, porque acababa de sucederles lo que a nosotros, incluyéndote a ti, lector, si nos viéramos desobedecidos por el mundo inanimado: por ejemplo, al ver a una silla echarse a andar.
El camarero se mantuvo quieto unos segundos; mientras, todos los huéspedes le observaban con unos rostros ligeramente ruborizados, tan normal entre quienes se ven situados en la cima del abismo, por su condición de ricos, mientras a los demás los contemplan en el fondo, al ser los parias de la sociedad. Un aristócrata genuino hubiese arrojado algo a la cabeza del servidor, empezando por las botellas vacías y terminando probablemente con unas monedas. Un demócrata auténtico le hubiese preguntado al instante, con una claridad llana de crudo compañerismo, qué diablos se le había perdido allí. Pero estos plutócratas modernos no saben tratar a los pobres, ni siquiera como se haría con un esclavo o con un amigo. De modo que una equivocación de la servidumbre los sumerge en un profundo y bochornoso embarazo. No quisieron ser brutales y temieron verse en el caso de resultar benévolos. Y todos, interiormente, desearon que «aquello» desapareciera en el acto. ¡Pronto lo consiguieron! El camarero trató de permanecer unos instantes más rígido que un muerto, hasta que dio media vuelta y escapó como si se diera a la fuga.
Cuando reapareció en la galería, venía acompañado de otro, con el que hablaba de algo secreto, sin dejar de gesticular con unos movimientos meridionales. Después, el primero de ellos se fue, dejando en la puerta al segundo, y al poco rato se le vio llegar junto a un tercero. Y cuando un instante más tarde un cuarto servidor se aproximó al grupo, míster Audley estimó conveniente romper el silencio. A guisa de mazo presidencial utilizó una tos estrepitosa, para terminar diciendo:
—Es espléndido lo que está realizando en Birmania el joven Moocher... No hay otra nación en el mundo que pueda...
Pero un quinto camarero llegó a su lado como una saeta, para susurrarle al oído:
—¡Es un asunto muy urgente! ¡De vital importancia! ¿Permite el señor que el propietario del hotel hable con usted?
El presidente se quedó muy desconcertado ante aquella novedad tan insólita. Y sus ojos se llenaron de pánico al descubrir que míster Lever venía hacia él con pasos intranquilos. Mostraba una expresión muy alterada: si por lo general su rostro ofrecía un tono cobre oscuro, en aquel instante aparecía con un color amarillo enfermizo.
—Dispénseme usted, míster Audley —dijo con una fatiga propia de asmático—. Estoy muy asustado. ¿En los platos de pescado dejaron los señores los cubiertos?
—Sí, naturalmente —contestó el presidente con cierto calor.
—¿Y lo comprobaron ustedes? —jadeó el propietario, aterrorizado—. ¿Pudieron ver al criado que se los llevó? ¿Le conocen ustedes?
—¿Conocer al camarero? —preguntó míster Audley muy indignado—. No, por cierto.
Entonces míster Lever abrió los brazos con ademán agónico.
—¡Yo no le autoricé a tomar esa decisión! —exclamó—. No sé de dónde ha salido y cómo ha podido formar parte del grupo de camareros. Cuando yo mandé a uno de ellos que recogiera los cubiertos, se fue a encontrar con que otro, el desconocido, se le había anticipado... ¡Incomprensible!
Míster Audley se mostraba demasiado azorado para ser el hombre que le estaba haciendo falta a la patria. Nadie pudo articular una palabra, excepto el coronel Pound, que parecía galvanizado dentro de una actitud un poco artificial. Se levantó rígido; mientras tanto, los demás seguían sentados, y habló así, en un tono enronquecido, como si se le hubiera olvidado hacerlo con coherencia:
—¿Quiere usted decir que alguien se ha atrevido a robar nuestro servicio de plata?
El propietario repitió el ademán de los brazos todavía con mayor desesperación. Esto provocó que todos se pusieran en pie dando un salto.
—¿Se hallan presentes sus quince camareros? —preguntó el militar con un tono duro y fuerte.
—Sí, aquí se encuentran. Yo mismo lo he comprobado —dijo el joven duque adelantando la cara hacia el interior del grupo de servidores—. Yo los cuento siempre al llegar, sobre todo cuando están formados junto a la pared.
—La verdad es que no resulta fácil acordarse exactamente... —reconoció míster Audley.
—¡Pero yo lo recuerdo con precisión! —gritó el duque—. Siempre ha habido aquí quince camareros, y todos ellos se encontraban presentes, puedo jurarlo: ni uno más, ni uno menos.
El propietario se volvió hacia él con un espasmo de sorpresa y tartamudeó:
—Dice usted... ¿Tiene la seguridad de que vio a mis quince camareros?
—Como de costumbre —asintió el aristócrata—. ¿Qué tiene eso de extraño?
—Nada —dijo Lever con un profundo acento—, lo que sucede es que resulta imposible, porque uno de ellos ha muerto hoy mismo en el piso alto.
¡La noticia desencadenó un espantoso silencio! Parecía tan sobrenatural la palabra «muerto», que un gran número de aquellos caballeros pensaron en sus almas durante unos instantes, y acaso les parecieran más miserables que un guisante seco. Hasta que uno de ellos, acaso fuese el duque, dijo con la estúpida amabilidad que da la riqueza:
—¿Podemos hacer algo por él?
Y el propietario judío, a quien la pregunta había conmovido, contestó:
—Ya le ha auxiliado un sacerdote.
Entonces, como el clarinazo de la trompeta del Juicio, cayeron en la cuenta de su verdadera situación. Por algunos segundos no habían podido por menos que sentir que el camarero número quince era el espectro del muerto, capaz de venir a sustituirle. Y este sentimiento los dejó ahogados, porque los fantasmas resultaban tan incómodos como los mendigos. Pero el recuerdo de los cubiertos de plata rompió el sortilegio de una forma brutal, devolviéndoles a la realidad. El coronel arrojó su silla al suelo y, luego, se encaminó hasta la puerta.
—Amigos míos —dijo—, si existe un camarero número quince, ése debe ser el ladrón. Todo el mundo a cubrir las salidas para impedirle la fuga. Las veinticuatro perlas del club merecen que nos molestemos un poco.
Míster Audley vaciló, al pensar si sería propio de caballeros el darse prisa aun en semejante circunstancia; pero al ver que el duque se lanzaba por las escaleras con un ardor juvenil le siguió, aunque con una decisión propia de sus muchos años.
En aquel instante, un sexto camarero entró a decir que acababa de encontrar el montón de platos en un aparador, pero sin la menor huella de los valiosos cubiertos.
La multitud de huéspedes y criados que desbordaba sin concierto los pasillos se dividió en dos grupos. La mayoría de los «Pescadores» siguieron al dueño del hotel, con el fin de comprobar si alguien había salido. El coronel Pound, con el presidente, el vicepresidente y uno o dos más, se dirigieron al corredor, en dirección a las dependencias del servicio, por parecerles un camino más apto para la fuga. Y al pasar junto a la salida o pequeña estancia que servía como vestuario, vieron una figura de hombre pequeño, vestido de negro —al parecer otro criado—, que estaba perdida en la sombra.
—¡Hola! ¡Escúcheme! —llamó el duque—. ¿Ha visto usted pasar a alguien?
El hombrecito no contestó directamente, pero dijo:
—Caballeros, tal vez yo haya encontrado lo que están buscando.
Todos se detuvieron, asombrados, y aquel personaje se dirigió tranquilamente al interior del vestuario, para volver con las manos llenas de los refulgentes cubiertos de plata. Su preciada carga la depositó sobre el mostrador con la tranquilidad de un joyero. Y entonces todos pudieron comprobar que allí se encontraban las dos docenas de piezas de elegantísimas formas...
—Usted..., usted... —balbuceó el coronel, perdiendo por primera vez el aplomo.
Luego se asomó al cuartito para observar mejor el tesoro. Esto le permitía descubrir dos cosas: la primera, que el hombrecillo vestido de negro llevaba un traje clerical, y la segunda, que el cristal de la ventana del fondo estaba roto, como si alguien lo hubiese utilizado para escapar.
—Son objetos de mucho valor para depositarlos en un vestuario, ¿no les parece? —observó el padre Brown con plácido comedimiento.
—Usted... ¿Usted ha robado los cubiertos?—tartamudeó míster Audley con ojos relampagueantes.
—De ser así —dijo el clérigo en tono burlón—, al menos ya los he devuelto.
—Pero no fue usted... —dijo el coronel Pound, sin quitar los ojos del cristal roto.
—Para hablar claro de una vez —contestó el curita humorísticamente— no he sido yo.
Y con afectada gravedad se sentó en un taburete que tenía al lado.
—En todo caso, usted sabe quién fue —advirtió el coronel.
—Su verdadero nombre lo ignoro —continuó el otro plácidamente—; sin embargo, algo conozco de su fuerza para el combate y de sus problemas espirituales. Me formé idea de la primera, cuando trató de estrangularme, y de lo segundo, en el momento en que se arrepintió.
—¡Hombre! ¿Conque se arrepintió? —gritó el joven Chester con un alarde de risa.
El padre Brown se puso en pie y se llevó las manos a la espalda.
—Muy extraño, ¿verdad? —preguntó—. ¿Es muy raro que un vagabundo aventurero se arrepienta cuando tantos que viven en la seguridad y la riqueza continúan su existencia frívola, estéril para el Señor y para los hombres? Pero aquí, si me permite, le advertiré que usted se ha atrevido a invadir mi recinto. Sin duda cree que la verdad de la penitencia tiene poco que ver con esos cuchillos y tenedores. Ustedes son «Los Doce Pescadores Legítimos», y ahí se encuentra ya su servicio para el pescado. En cuanto a mí, Dios sólo me hizo pescador de hombres.
—¿Ha ocultado usted a un delincuente? —preguntó el coronel arrugando el ceño.
El padre Brown le miró a la cara abiertamente.
—Sí —contestó—. Yo lo he pescado con un anzuelo invisible y con hilo que nadie ve, y que resulta lo bastante largo para permitirle errar por los términos del mundo, sin que por eso se libere.
Se produjo un largo silencio. Los presentes se alejaron para llevar a sus compañeros de club la plata recobrada o consultar el suceso con el propietario. Pero el coronel de la cara gesticulante se sentó en el mostrador, dejando colgar sus piernas y mordiéndose los bigotes.
Y al fin dijo con mucha calma:
—Ese hombre debe ser muy inteligente, pero yo creo conocer a otro que lo es más todavía.
—En efecto, ese hombre es bastante inteligente —contestó el cura—, pero el otro, ¿quién puede ser?
—Es usted —dijo el coronel sonriendo—. Yo no tengo especial empeño en ver al ladrón encarcelado. Haga usted con él lo que guste. Pero de buena gana daría yo muchos tenedores de plata por saber cómo logró conseguir esta hazaña, y de qué manera se sirvió para que soltara lo robado. Me está resultando usted más listo que el mismo demonio.
El padre Brown supo saborear el candor algo saturnino del militar.
—Bueno —contestó sonriendo—. Yo no le puedo decir a usted todo lo que sé, porque forma parte del secreto de confesión, sobre la persona y los hechos de ese sujeto; sin embargo, no tengo razones para ocultarle lo que pude descubrir por mi propia cuenta.
Y diciendo esto, saltó con agilidad sobre el mostrador y se sentó junto al coronel Pound, moviendo sus piernecitas como un niño. En seguida comenzó su historia con tanta naturalidad como si narrara cuentos a un viejo amigo, junto a la hoguera de Navidad.
—Vera usted, coronel. Estaba yo encerrado en ese gabinete, escribiendo, cuando oí unas pisadas por el corredor, tan misteriosas que parecían la danza de la muerte. Primero, unos pasitos rápidos y llamativos, como de un hombre que anda en puntillas; después, un caminar lento, descuidado, crujiente, propio de alguien que pasea fumando un cigarrillo. Pero todo surgía de los mismos pies, yo lo hubiese jurado, y se alternaba: primero a la carrera, luego al paso y de nuevo con celeridad... Me llamó la atención, y al fin sentí una gran inquietud, por el hecho de que un mismo individuo caminase de maneras tan distintas. Esta forma de comportarse no me resultaba desconocida... pertenecía a alguien como usted, coronel, el andar de un caballero bien nacido que hace tiempo a la espera de alguna cosa y que se desplaza de aquí para allá, más empujado por la impaciencia que por su vitalidad. La carrerita tampoco me resultaba del todo desconocida; sin embargo, me costaba precisar qué ideas podían corresponderle... ¿A qué extraña criatura había yo encontrado en mis andanzas que se moviera de esa manera; casi en puntillas y muy deprisa? Después me pareció escuchar un ruido de platos, y la respuesta a mis interrogaciones me resultó tan clara como la de San Pedro: aquél era el caminar apresurado de un criado, que se desplaza con el cuerpo echado hacia delante y la mirada baja, en puntillas, con la cola del frac y una servilleta. Medité un poco. Y creí poder descubrir o representarme el delito tan claramente como si yo mismo lo fuese a cometer.
El coronel Pound le miró con desconfianza, pero los mansos ojos grises del cura contemplaban el cielo raso con la mayor inocencia.
—Un delito —continuó lentamente— es como cualquier otra obra de arte. No se extrañe usted de lo que le digo: los crímenes y robos son las únicas obras de arte que salen de los talleres infernales. Pero toda realización de esta clase, ya sea celestial o diabólica, requiere un elemento indispensable, que es la simplicidad esencial, aun cuando el procedimiento pueda resultar complicado. Así, en el Hamlet, por ejemplo, los elementos grotescos: el sepulturero, las flores de la doncella loca, la fantástica elegancia de Osric, la lividez del espectro, el cráneo verdoso, todo ello es como un remolino de extravagancia en torno de la sencilla figura de un hombre vestido de negro. Bien, pues aquí también —añadió dejándose resbalar suavemente del asiento con una sonrisa—, se trata de la sencilla tragedia de un individuo vestido de negro. En efecto —prosiguió ante el asombro del coronel—, todo este enredo gira alrededor de un frac. Lo mismo que sucede en el Hamlet, surgen los aspectos ridículos, que en este caso lo son usted y los demás miembros del club. Hay un camarero que, a pesar de estar muerto, se presenta a servir la cena. Interviene una mano invisible que roba la platería de la mesa y, luego, la oculta. Pero todo delito inteligente se basa en un hecho simple, poco misterioso por sí mismo. Y la mixtificación ulterior no tiene más fin que encubrirlo, desviarlo del pensamiento de las víctimas. Este delito sutil, generoso y que, en otras circunstancias, hubiera resultado muy provechoso, se basa en la circunstancia sencillísima de que el frac de un caballero es igual al frac de un camarero. Y todo lo demás fue ejecución y representación, aunque, debemos reconocerlo, de lo más refinado.
—Alto —dijo el coronel, poniéndose en pie y contemplando siempre con el ceño fruncido sus relucientes botas—, no sé si he entendido bien.
—Coronel —afirmó el padre Brown—, le aseguro a usted que ese arcángel de impudor que robó los cubiertos anduvo de aquí para allá por este corredor y a plena luz, lo menos unas veinte veces, y ante los ojos de todo aquel que se le puso delante. No se ocultó en los rincones, donde la sospecha pudo ir a buscarle, sino que anduvo paseando por los lugares más iluminados, y dondequiera que se le sorprendiese parecía estar en su derecho de encontrarse allí. No me pregunte usted cómo era. Seis o siete veces le habrá usted visto, sin duda. Todos «Los Doce Pescadores Legítimos» se hallaban en el vestíbulo, que se encuentra entre este corredor y la terraza, ¿no es cierto? Pues bien, cuando nuestro hombre se aproximaba a usted, iba con la ligereza de un criado, la cabeza baja, columpiando la servilleta y con pasos presurosos. Entraba a la terraza, realizaba algo sobre el mantel, volvía de nuevo a la oficina y a las otras dependencias de la servidumbre, y cuando caía bajo la mirada del administrador o de los demás servidores, ya era otro. Se había transformado en todas y cada una de las pulgadas que mide su cuerpo, y hasta en sus ademanes y gestos instintivos. Y pasaba entre los camareros con la misma insolencia divagadora que los criados están acostumbrados a ver en los amos. Para los que sirven no es cosa nueva que los elegantes de los banquetes se pongan a pasear por toda la casa como un animal del jardín zoológico: nada es de mejor gusto y ofrece una superior distinción que el moverse por donde a uno le da la gana. Cuando se sentía aburrido de moverse por este lado, se marchaba a otra zona y volvía a cruzar de nuevo ante el cuartito donde yo me encontraba encerrado. Y al superar la sombra de ese arco, se metamorfoseaba como por un toque de magia y otra vez llegaba con su trotecito menudo a donde se encontraban los «Pescadores», convertido en un criado solícito. Naturalmente, los señores no reparaban en él. ¿Y qué podían sospechar los camareros de aquel distinguido señor que paseaba de aquí para allá? Una o dos veces se dio el lujo de extremar su juego con la mayor serenidad; en el despacho del propietario, por ejemplo, se asomó a pedir muy atrevidamente una botella de agua de soda, diciendo que tenía sed. Y añadió, humorísticamente, que el mismo se la llevaría, y lo hizo en efecto, porque la terminó entregando a uno de ustedes con la mayor corrección y atrevimiento, convertido de esta manera en un verdadero camarero que cumple la orden de un huésped. Claro que esto no podía durar mucho, pero era innecesario que se prolongara más allá del momento en que se llevara el pescado a la mesa —continuó—. Su peor situación la sufrió cuando tuvo que alinearse junto a los demás camareros, al entrar los caballeros en la terraza. Pero aun entonces se las arregló para quedar en el ángulo de la pared, donde los criados pudieran figurarse que era uno de los huéspedes. Y lo demás lo realizó sin la menor dificultad. Todo camarero que se fue encontrando con él, lejos de la mesa, le tomó por un perezoso aristócrata. Y no tuvo más trabajo que acercarse a la mesa dos minutos antes de que acabaran de comer el pescado, donde se transformó en un activo servidor al retirar todos los platos. Luego los arrinconó en cualquier aparador y se llenó los bolsillos con los cubiertos de plata, de tal manera que su traje formaba unos bultos. Por último, escapó como una liebre (yo le escuché cuando se aproximaba a este vestuario). Aquí se convirtió nuevamente en un plutócrata a quien acaban de llamar para algún asunto urgente. Y con dar su ficha al empleado del vestuario, pudo haber escapado tan elegantemente como se había venido escurriendo por el edificio... Sólo que... dio la picara casualidad de que, en aquel instante, el empleado del vestuario era yo.
—¿Y qué hizo usted? —preguntó el coronel con sobreexcitado interés—. ¿Puedo saber lo que le dijo?
—Pido a usted mil perdones —contestó el sacerdote, imperturbable—, pero en ese punto acaba mi historia.
—Y es donde empieza lo más interesante —murmuró Pound—. Porque creo haber entendido los manejos profesionales de ese sujeto; pero los de usted, francamente, no llego a asimilarlos.
—Tengo que marcharme —dijo el padre Brown.
Y juntos se dirigieron por el pasillo hasta el vestíbulo, donde se encontraron con la cara fresca y pecosa del duque de Chester, que ruidosamente venía hacia ellos.
—Acompáñeme usted, coronel —gritó jadeante—. Le he buscado por todas partes. La cena se ha reanudado ya a toda prisa y el viejo Audley ha pronunciado un discurso en honor de la recuperación de los cubiertos. Hay que inventar alguna nueva ceremonia para conmemorar el caso. ¿No le parece a usted? ¿Qué se le ocurre?
—¡Cómo! —exclamó Pound contemplándole con cierta sardónica aprobación—. Pues yo he decidido que, en adelante, nos presentemos siempre aquí con un frac verde, en lugar del negro. Porque nunca sabe uno a lo que se expone por parecerse tanto a los camareros.
—¡Calle usted! ¡Un caballero nunca se parece a un vulgar criado!
—Ni un criado a un caballero, ¿no es cierto? —dijo el coronel Pound con una creciente ola de risa—. ¿Sabe su paternidad que su amigo ha de ser todo un elegante para haber podido pasar por caballero?
El padre Brown se abotonó su humilde abrigo hasta el cuello, porque la noche era tormentosa, y cogió un pobre y viejo paraguas.
—Sí —admitió—. Representar el papel de un caballero debe ser una tarea muy ardua; sin embargo, ya ve usted, yo he creído a veces que es igualmente difícil hacer de criado.
Y diciendo «buenas noches», empujó las pesadas puertas de aquel palacio de los placeres mundanos. Las maderas de caro roble se cerraron tras de él, y se echó a anclar a toda prisa por esas calles húmedas y oscuras, en busca del autobús cuyos viajes sólo costaban un penique.