El velo negro
Charles Dickens nació en Portsmouth (Inglaterra) en 1812. Su infancia no pudo ser más desgraciada por culpa de la miseria, lo que nunca olvidaría. Como todo genio que se ha formado fuera de los cauces universitarios, fue el trabajo y la lectura lo que fraguó sus sólidos conocimientos. Después de unos años desempeñando el empleo de taquígrafo en el Parlamento, publicó Los papeles póstumos del Club Pickwick, que en seguida obtuvo un gran éxito de ventas, gracias a la capacidad observadora del autor y a su fina ironía. Pronto creó varias revistas e inició sus viajes al extranjero, sobre todo a Estados Unidos.
Entre la copiosa obra de Dickens destacan David Copperfield, Las aventuras de Oliver Twist, Almacén de antigüedades, Canción de Navidad, La pequeña Dorrit, Historia de dos ciudades y Las grandes esperanzas. Toda la literatura de este coloso de la novela presta una gran atención a los problemas sociales, sin importarle recurrir a la historia para dar validez a sus principios morales. Acaso una de sus mayores cualidades sea la hábil combinación de ironía con la tragedia, sin que se distorsione el argumento, ya que, al contrario, adquiere una fuerza inusitada. En ningún momento evitó Dickens el melodrama, que en él jamás llegó al folletín. Este maestro de la novelística falleció en Gadshill (condado de Kent) en 1870.
El relato El velo negro constituye una variante, dentro de la temática policíaca, al incorporarla intriga psicológica, con un desenlace sorprendente que encierra una crítica a las injusticias sociales y jurídicas.
Una tarde invernal de las últimas semanas de 1800, un nuevo médico, joven y con el título sin estrenar, se hallaba acomodado delante de una animosa chimenea, dentro de una reducida sala de espera, oyendo el sonido del viento que azotaba el agua de la tormenta sobre el ventanal en ruidosas gotas y, a la vez, ululaba tétricamente en el hueco del hogar encendido. La noche era húmeda y gélida. Aquel individuo se había pasado casi toda la jornada pisoteando el fango y los charcos, y en ese instante reposaba, bien sentado y protegido bajo una bata y con los pies calzados con zapatillas de fieltro. Casi adormilado, dejó que su mente vagase de un tema a otro. Comenzó fijándose en la intensidad con que se desplazaba el viento y cómo le hubiese podido castigar el rostro el fuerte aire y la fría lluvia de haber continuado en la calle. Seguidamente, su cerebro se concentró en el viaje anual que realizaba, durante las Navidades, hasta su ciudad natal, queriendo encontrarse con sus amigos más íntimos. Se dijo lo mucho que le agradaba verlos a todos juntos y lo feliz que se hubiera sentido Rosa de haberle podido contar que al fin iba a curar a su primer paciente. Porque esto supondría la llegada de otros más, lo que les permitiría casarse y contar con una bonita casa. De esta manera dejaría de pasar solo las largas veladas y encontraría un gran estímulo para superarse. Comenzó a pensar en el momento que le permitiesen demostrar sus conocimientos médicos con una persona o si, por caprichos de la Providencia, terminaría por no llegar a atender a ninguna. Finalmente, recordó de nuevo a Rosa y se fue quedando dormido. En sueños creyó estar oyendo una voz delicada y optimista, y a la vez percibió que una mano tierna y gratificante le presionaba el hombro derecho...
En efecto, terminó descubriendo una mano sobre su hombro; sin embargo, tenía muy poco de tierna, ya que pertenecía a un chico fornido de redondeada cabeza que, a cambio de un chelín semanal y la comida, se encargaba de llevar medicinas y recados a todos los habitantes del área que cubría la parroquia. En el momento que no podía desempeñar esas labores, empleaba su tiempo libre —algo más de catorce horas al día aproximadamente— en mascar pastillas de menta, dar cuenta de un pequeño trozo de carne o dormir.
—¡Una mujer muy alta, señor! ¡Una mujer muy alta! —susurró el chiquillo, no queriendo despertar a su amo de una forma brusca.
—¿Te refieres a una dama? —chilló el joven médico, creyendo todavía que se hallaba en medio de los sueños, aunque le quedase la remota esperanza de que esa «mujer muy alta» pudiera ser la misma Rosa.
—¿A quién te refieres? ¿Dónde se encuentra?
—Ahí delante, señor —replicó el chiquillo, indicando la puerta acristalada que llevaba al consultorio.
El médico contempló esa puerta y, durante unos segundos, se quedó parado para observar a la desconocida. Ésta mostraba un gesto sobresaltado, lo que presuponía que era portadora de una noticia inesperada.
En realidad podía ser considerada altísima, vestía ropas de un luto absoluto y se encontraba tan próxima a la puerta que su cabeza casi se pegaba al cristal. La parte superior de su cuerpo se cubría con un chal negro, acaso porque no quería ser identificada, lo mismo que llevaba el rostro oculto bajo un velo, tan negro como todas sus prendas. Se mantenía bien erguida, con lo que podía apreciarse su gran estatura. Y a pesar de que el médico percibió que ella le miraba fijamente, por detrás del velo, se diría que no se había dado cuenta de que ya no estaba sola.
—¿Necesita usted hablar conmigo? —preguntó con un evidente titubeo, a la vez que no se decidía a cerrar la puerta. Por cierto, ésta se había abierto de tal manera que no obligó a la mujer a moverse.
La señora terminó por agachar levemente la cabeza, en un gesto que pareció afirmativo.
—Haga el favor de seguirme —aconsejó el médico.
La mujer dio unos pasos y, después, girando un poco hacia el chiquillo —el cual casi gritó de espanto— mostró una ligera vacilación.
—Déjanos solos, Tom —pidió el joven galeno, hablando al muchacho con voz tranquila, acaso para que redujera el tamaño de sus ojos, que se agrandaban exageradamente—. Antes echa la cortina y cierra la puerta con cuidado.
El chiquillo cubrió la puerta acristalada con una cortina verde y, acto seguido, abandonó el consultorio. Pero no lo hizo del todo, ya que se cuidó de mirar atentamente por el ojo de la cerradura.
Mientras tanto, el médico aproximaba una silla a la chimenea y, luego, invitaba a la señora a que tomara asiento. La desconocida se movió despacio, hasta quedar bien acomodada. En el momento en que el resplandor de las llamas iluminó sus ropas negras, el joven pudo advertir que los bajos del vestido estaban sucios de barro y de agua fangosa.
—Se ha empapado usted —comentó.
—Tiene la culpa esta tormenta que sufrimos —contestó la mujer con un tono bajo y profundo.
—¿Está usted enferma? —inquirió el galeno con una voz compasiva, entendiendo que se hallaba delante de alguien que sufría alguna desgracia.
—Lo estoy, y de gravedad —replicó ella—; pero mi dolencia es más mental que física. No me encuentro aquí queriendo reparar un mal personal. En el caso de padecer algún tipo de enfermedad normal, jamás me hubiese atrevido a venir sola, menos a estas horas de la noche. Y si me aquejara algún mal a partir de este momento, bien sabe Dios lo dispuesta que estoy de abandonarme a la muerte. Requiero su ayuda para otra persona, señor. Quizá usted piense que se halla ante una loca, es posible que ya lo esté; sin embargo, una noche tras otra, a merced de unas prolongadas vigilias, en las que no ceso de sollozar, siempre termino por llegar a un mismo pensamiento, que ha terminado por apoderarse de mi espíritu. A pesar de estar convencida de que debe existir alguien que quiera ayudarme, la idea de que terminaré depositándolo en la tumba, sin esforzarme al máximo para impedirlo, me deja helada la sangre.
Como estas palabras fueron acompañadas de unos estremecimientos muy acusados, el joven médico se enfrentó a una situación que materialmente no se recogía en los libros que había estudiado.
Pero ella había expresado tanta ansiedad, que no dejó de sentirse conmovido. Como estaba estrenándose en la medicina, casi desconocía las miserias que diariamente se presentan ante los médicos más expertos, los cuales ya están curtidos lo suficiente para hacerles frente.
—Si esa persona a la que usted menciona —dijo intentando reaccionar con premura— se encuentra en una situación tan angustiosa, considero que se debe actuar de inmediato. Debemos ir a cuidarla. ¿Por qué ha tardado tanto en solicitar la ayuda de un médico?
—Creí que sería inútil, y lo mismo pienso ahora —contestó la señora, apretando las manos desesperadamente.
El médico intentó leer en aquel rostro que seguía oculto bajo el velo negro.
—Sé que usted se siente enferma —habló con suavidad—. Es posible que se niegue a reconocerlo; sin embargo, presenta los síntomas de una fiebre inicial que, unida al cansancio que ha soportado al caminar bajo la tormenta, la tienen sometida a un fuego interior. Por favor, tome esto —siguió, al mismo tiempo que le ofrecía un vaso de agua—. Descanse unos momentos y, después, procure contarme, sosegadamente, cuál es la dolencia de esa otra persona y cuánto tiempo hace que la padece. Nada más que sea informado de todo esto, con el fin de que su visita sea provechosa, me encontraré en disposición de acompañarla donde usted me indique.
La desconocida se acercó el vaso a la boca, pero no levantó el velo negro. Seguidamente, dejó la bebida en la mesa, sin probarla, y rompió a llorar.
—Supondrá usted —comentó gimiendo— que sigo comportándome como una loca. No será la primera vez que me lo dicen, y de una forma poco cariñosa. Ya no soy una chiquilla. Cuenta la gente sabia que según la vida avanza hacia el final definitivo, lo último a lo que podemos agarrarnos, aunque nos pueda parecer insignificante, es todo aquello que hemos ido colocando a nuestro alrededor. Lo personal nos resulta tan querido porque representa el tiempo que se ha dejado atrás, acaso por el vínculo que tiene con las amistades muertas o con esas otras personas, ya sean jóvenes o viejas, que por haberse desligado de nosotros parecen haber caído en la tumba.
Se quedó callada, acaso para concederse una pausa, y luego prosiguió:
—Sé que me quedan pocos años de vida, lo que me debería forzar a gozarlos con la mayor intensidad. No obstante, deseo entregar esa posibilidad, jubilosamente, si todo lo que le estoy contando fuese mentira. Precisamente mañana a primera hora, esa persona de quien le vengo hablando se encontrará, aunque pretenda ignorarlo, en un lugar donde ya no podrá recibir ningún tipo de ayuda humana. Lo que no sucederá esta noche, a pesar de que continúe la amenaza de muerte; sin embargo, usted no debe atenderle, ni siquiera contemplarle.
—Está muy lejos de mí querer incrementar su pena —dijo el médico, después de haber esperado unos segundos—, al ofrecerle mi opinión sobre lo que usted me acaba de confiar. Tampoco le apremiaré a resolver ese misterio que se obstina en no desvelar con palabras más claras. Sin embargo, por todo lo oído, debo reconocer que hay muchas contradicciones, hasta el punto de que el suceso que intuyo me resulta del todo inverosímil. Si esa persona se halla en la antesala de la muerte, existe una posibilidad de que mi presencia consiga salvarla... Lo extraño es que no podré verla... Para mi confusión, usted ha indicado que mañana ya no se podrá hacer nada por él... Entonces, ¿cuál es mi misión en todo esto? De ser cierto que la vida de ese desconocido le resulta a usted tan preciosa, como ha demostrado con sus palabras y sus gestos, ¿qué le impide socorrerle en este mismo momento, para impedir que lleguemos tarde, debido a que el avance de su enfermedad convertirá en un esfuerzo baldío el trabajo de un médico?
—¡Qué Dios me socorra! —exclamó la señora gimiendo desconsoladamente—. ¿Cómo pueden creer los extraños en algo que a mí me parece inconcebible? ¿Debo considerar que usted se niega a visitarle, señor?
—Nunca he dicho que fuese a negarle mi ayuda —aclaró el médico—; sin embargo, le prevengo que si se obstina en tan insólito retraso, con lo que esa persona podría fallecer, caería sobre usted una horrible responsabilidad.
—Todos seremos culpables de lo que suceda —se defendió la mujer, agriamente—. El peso moral que recaiga sobre mí lo soportaré con agrado, y hasta pagaré por ello si fuera preciso.
—No creo que haya nada contrario a la ley en su actitud —siguió el médico—; por eso estoy en disposición de brindarle la ayuda que usted considere oportuna. Iré mañana mismo, siempre que me proporcione usted la dirección conveniente. ¿A qué hora desea que llegue?
—Exactamente a las nueve —contestó la extraña señora.
—Disculpe si con mi curiosidad resulto indiscreto, pero, ¿esa persona se encuentra a su cuidado?
—Claro que no —respondió secamente.
—Si yo le diese unas medicinas, junto a un tratamiento, ¿usted se las suministraría a la vez que cumple la función de enfermera?
—¡Jamás podría realizar ese trabajo! —replicó, a la vez que volvía a gemir desconsoladamente.
El joven médico estimó que no iba a obtener una mayor información, aunque alargase la entrevista unas horas más. Al mismo tiempo, debía evitar sufrimientos a una mujer que estaba a punto de caer en un ataque de histerismo. Prefirió reiterar la promesa de efectuar la visita a la hora convenida. Después de obtener la dirección de una casa de Walworth, acompañó a la singular señora hasta la salida. Mientras la veía partir, no pudo por menos de pensar que ella se alejaba con el mismo misterio que le había rodeado durante su llegada.
Resulta fácil entender que tan insólita visita causó una honda impresión al inexperto médico. Le obligó a reflexionar durante horas sobre las causas de todo lo que acababa de escuchar. En la universidad de Medicina había podido conocer algunos casos parecidos, sobre personas que llegaban a presentir sus propias muertes o la de algún ser querido.
En muchas ocasiones se dijo que se hallaba ante uno de esos casos de premonición; sin embargo, no tardaron en asaltarle otras ideas, al tener en cuenta que debía aceptar que acababa de atender a una loca. No obstante, la señora se refirió a otra persona —todo apuntaba a que era un hombre—, lo que convertía en imposible creer que hablara en función de una fantasía o de un espejismo mental, capaz de hacerla sufrir tanto por la próxima muerte de un ser querido. ¿Acaso esa persona se hallaba bajo la amenaza de un asesinato, que iba a producirse a la mañana siguiente, lo que la mujer conocía al haber sido cómplice en la trama del mismo, hasta que se arrepintió de sus actos, sin poder desvelarlo al haber jurado mantenerlo en secreto, y ahora pretendía que un médico le ayudase a evitarlo? Pero el convencimiento de que un hecho así pudiera ocurrir en un suburbio de Londres terminó por parecerle descabellado. Prefirió retomar su primera idea, lo que suponía considerar loca a la mujer. Una opinión tan frágil, que no tardó en rodearle de dudas. Mientras tanto, era incapaz de dormir al verse sometido a una noche de insomnio, a lo largo de la cual, por mucho que se esforzó en conceder unas horas a su descanso, en ningún momento pudo olvidar aquel velo negro de la mujer, tan similar al que rodeaba a su inquieta imaginación.
Debido a que los arrabales de Walworth se hallan muy distantes de la ciudad, continúan en la actualidad ofreciendo el mismo aspecto desolador que en aquellos tiempos. Aunque entonces, hace unos cuarenta años, podían considerarse un muladar, donde sobrevivían un montón de individuos de mala catadura, a los que la miseria forzaba a moverse en medio de los peores vecinos, tal vez porque sus trabajos, si se les puede dar ese nombre, y su forma de subsistir les sometía al aislamiento. La mayoría de las casas eran horribles y destartaladas, dignas de los miserables que las habitaban.
El escenario por el que avanzó el joven médico aquella mañana no era el ideal para alimentar su entusiasmo. Desde el primer momento había sentido una gran angustia, que ya no le desaparecería. Al separarse del camino urbano, se vio recorriendo un terreno fangoso y desnivelado, en cuyos laterales aparecían casuchas destartaladas a punto de desplomarse, al haber sido construidas con desechos. También se veían árboles desnudos, grandes charcos de agua cenagosa, agitada por la lluvia de la noche anterior. Lo extraño era encontrarse con algunas imitaciones de jardines, rodeados de unas tablas viejas y unas puertas mal rematadas, todo ello robado de las cercas de la ciudad. Allí quedaba bien representada la pobreza social y los pocos escrúpulos de sus moradores ante las propiedades ajenas. En ocasiones se veía a una mujer saliendo de su chabola, para arrojar en un arroyo maloliente el contenido de un barreño, o para insultar a una chiquilla calzada con zapatillas rotas que jugaba a unos metros de distancia. No dejaban de aparecer muchachas llevando en los brazos a unos niños que casi eran tan altos como ellas. Sin embargo, lentamente una neblina comenzó a formar una especie de tapiz censor sobre aquel desolador paisaje. De esta manera se incrementó la sensación de soledad y miseria.
El joven médico caminó agotadoramente por el barro y el agua, sin dejar de formular infinidad de preguntas a quienes se cruzaban en su camino, para recibir unas respuestas que llegaban a ser contradictorias. A pesar de todo esto, llegó ante la casa que se había puesto como meta. Se vio ante un edificio pequeño, de dos plantas, rodeado de un terreno repleto de inmundicias, nada esperanzador. A punto estuvo de desistir. Sin embargo, se notó morbosamente atraído por una cortina amarillenta, tras la cual debía de haber una ventana. No tardó en comprobar que los postigos de la entrada se hallaban cerrados. Se detuvo y miró a un lado y a otro, para darse cuenta de que no había otra casa cerca.
Le costó accionar el llamador, como si presintiera que iba a adentrarse en un mundo completamente distinto a todo lo conocido hasta entonces. Sin embargo, había estudiado Medicina para curar las enfermedades más terribles. Esto suponía que estaba formado en la curiosidad más audaz y que no debía espantarle lo repugnante. Es verdad que pensó en la policía, a la que no había visto por allí. Es posible que se encontrara en unos parajes ignorados por la Justicia. Quedaban algunos años para que la fiebre de la construcción llegase allí. Y si recordamos que hasta muchas de las calles céntricas de Londres no contaban con alumbrado, podemos comprender el abandono que se apreciaba en aquel sitio. De ahí que fuese un nido de malhechores, como el joven galeno conocía al haber realizado las pruebas de final de carrera en los hospitales públicos; luego había oído hablar de los famosos maleantes como Burke y Bishop, los cuales vivían en arrabales como éste.
Al final se decidió a llamar en la puerta. Escuchó un bisbiseo atenuado, dando idea de que unas personas, en el pasillo interior, estaban hablando sobre la conveniencia de dejar entrar a un extraño. Poco más tarde, percibió el ruido de unas pisadas que se aproximaban, fue descorrida una cadena y la puerta quedó abierta. En el umbral apareció un hombre alto, de rostro desagradable, pelo negro y un aire tan enfermizo que parecía haber salido de un panteón.
—Puede entrar, señor —dijo con voz tenebrosa.
El médico se atrevió a pasar, y aquel personaje le condujo, después de haberse asegurado de que la puerta quedaba cerrada con la cadena, a una pequeña estancia que servía de recibidor.
—¿He venido demasiado pronto?
—Sí, pero no importa —replicó el sujeto.
El recién llegado se dio la vuelta, al momento, componiendo una expresión de alarma que fue incapaz de contener.
—Tiene que venir por aquí, señor —indicó el mismo personaje, sin dejar de observar la reacción del médico—. Ella no se retrasará ni cinco minutos, le doy mi palabra.
Entraron en otra habitación, donde el joven galeno se quedó solo.
Se encontraba en una estancia fría y casi desnuda, ya que los únicos muebles eran una mesa y dos sillas de pino. Lo que aliviaba el escenario era la existencia de una chimenea encendida, aunque no contara con una pantalla antihumos. El calor impedía que hubiese mucha humedad, a pesar de lo cual por las paredes brotaban gotas de insalubridad, similares a los regueros que deja el paso de las babosas... La ventana rota había sido tapada toscamente con unos parches tan poco resistentes, que se hallaban reblandecidos por la reciente tormenta. El joven galeno decidió tomar asiento ante el fuego y quedó a la espera de su primera visita profesional.
Pocos minutos más tarde, escuchó el ruido de un coche tirado por dos caballos que se acercaba. Se incorporó muy nervioso. La puerta que daba a la calle fue abierta y unas personas hablaron en voz baja. A esto siguió un caminar de pasos sigilosos por el corredor y en la escalera, dando idea de que unos pocos hombres estaban transportando una carga pesada a una de las habitaciones del piso superior. Por medio del crujido de los peldaños, unos minutos después, supo que los desconocidos se disponían a marcharse. Así lo atestiguó el sonido de la puerta principal al ser abierta y cerrada. Después volvió a reinar un silencio casi total.
Al cabo de unos pocos minutos, cuando el médico estaba sopesando la idea de echar un vistazo a las habitaciones más cercanas, entró allí la señora de la noche anterior. Llevaba las mismas ropas de luto y seguía cubriéndose el rostro con el velo negro. Con una seña le indicó que la siguiera. La gran altura de su cuerpo, unido al hecho de que parecía haberse vuelto muda, llegó a confundir al médico, hasta el punto de creer que iba detrás de un hombre disfrazado de mujer. No obstante, al escuchar esos gemidos que tanto recordaba, se dio cuenta de su equivocación. Por eso la siguió con más decisión.
La mujer le llevó, escaleras arriba, hasta la estancia que ocupaba la parte delantera de la planta alta. También allí había pocos muebles, pues sólo se contaba con una antigua arca de pino, varias sillas y un camastro sin colgaduras, ni travesaños, cubierto tan sólo por una manta remendada. La poca claridad que atravesaba la cortina amarillenta, que él pudo ver desde el exterior, conseguía que se hicieran más confusos los contornos del cuarto. Es posible que al joven médico le hubiese costado mucho descubrir lo que había sobre el tosco lecho, de no haber visto como la mujer se adelantaba unos pasos, con ademanes bruscos, para terminar arrodillándose.
Entonces sí que pudo contemplar lo que había allí, después de caminar unos metros. Era una figura humana estática, tan rígida que daba escalofríos, semitapada con unas viejas sábanas. No tardó en reconocer a un hombre, cuyo rostro se veía como si fuera el de una momia... Además, un vendaje sostenía la cabeza y otro rodeaba el cuello. El brazo izquierdo se hallaba cruzado sobre el cuerpo, a la vez que la mujer sujetaba la mano derecha.
El galeno retiró a ésta con delicadeza y cogió aquella diestra inerte.
—¡Dios mío! —exclamó aterrorizado—. ¡Si está muerto!
De repente, ella se levantó y juntó las manos en actitud suplicante.
—¡Por favor, no diga eso, señor! —exclamó en un arrebato de pasión que bordeó el frenesí—. ¡Calle usted, se lo ruego! ¡No mienta! Sé de hombres que resucitaron a pesar de que la ignorante muchedumbre proclamaba que estaban muertos... ¿Cuántos se hubieran salvado de haberlos atendido a tiempo...? ¡No permita que siga tumbado en la cama, señor, y luche por despertarle! Es posible que sólo se encuentre en el umbral de la muerte... ¡Sáquele de ahí... Ayúdele! ¡Vamos, le he traído aquí para que le preste ese servicio!
Al mismo tiempo que gritaba, la mujer no dejaba de tocar el cuerpo inmóvil, yendo desde la frente al cuerpo. Por último, se entregó a golpear los brazos fríos, que, al soltarlos, cayeron pesadamente sobre la manta.
—Ya nada se puede hacer, señora —dijo el médico sin perder la calma, al mismo tiempo que dejaba de tocar el cadáver—. ¡Tranquilícese! Ahora, si no le importa, deseo que descorra la cortina de la ventana.
—Pero, ¿qué está diciendo usted? —preguntó ella, como enloquecida.
—¡Le estoy pidiendo que descorra la cortina!—exigió con energía, sabiendo que era la única manera de que se le obedeciera.
—Si yo dejé la habitación a oscuras intencionadamente —susurró la mujer alta, poniéndose delante del médico, cuando éste intentó llegar a la ventana—. ¡Oh, señor, apiádese de mí! Si usted entiende que no hay otra solución... En el caso de que mi hijo estuviera de verdad muerto..., le ruego que no le coloque a merced de otros ojos distintos a los míos...
—Usted sabe que no ha muerto de una forma natural —advirtió el galeno—. ¡Necesito examinar este cuerpo!
Y de un salto descorrió la cortina, actuando con tanta rapidez que ella fue incapaz de impedírselo.
—La causa ha sido un acto violento —comenzó a decir, mientras observaba el rostro del muerto muy de cerca. Además retiró algunos de los vendajes.
Durante el breve enfrentamiento, la mujer había perdido el tocado y hasta se le cayó el velo negro. Continuaba erguida, con los ojos clavados en el muerto. Su rostro era el de una señora de unos cincuenta años, que pudo haber sido muy bella en su juventud. Pero el sufrimiento e infinidad de llantos habían cavado surcos irrecuperables en su semblante, cuya palidez revelaba esa enfermedad mental de quien ha perdido la fe en el mundo y en sus semejantes. Sus labios se cerraban con cierta rabia y en sus ojos aparecía la tristeza del desmoronamiento físico, ante la imposibilidad de soportar tantos sufrimientos.
—La muerte de este hombre ha sido violenta —dijo el médico, intentando que ella no apreciara su mirada escrutadora.
—Sí, es cierto —aceptó la mujer.
—¿Un asesinato?
—¡Dios es testigo de que eso fue lo que ocurrió! —exclamó ella apasionadamente.
—¿Quién lo ha hecho? —quiso saber el joven, al mismo tiempo que cogía a la mujer por un brazo.
—El culpable dejó las señales de su delito. Obsérvelas y, luego, vaya a preguntarle qué motivo le empujó a ejecutarlo —musitó ella, demencialmente.
El médico siguió examinando el cadáver, terminó de retirar el vendaje del cuello y, sin que fuera necesario ese incremento de la claridad que entraba por la ventana, descubrió la verdad:
—¡Es uno de los reos que han sido ahorcados esta madrugada en la prisión! —comentó, dando unos pasos atrás, bajo el peso de la realidad.
—Eso es lo que ha ocurrido —reconoció la mujer, con una expresión helada, casi vencida.
—¿Puedo saber quién es? —inquirió el joven.
—Mi único hijo —respondió ella y, al momento, se desplomó sin sentido.
Era cierto. A un compañero de delitos, acaso más culpable que aquel infeliz, se le había concedido la libertad, mientras a él se le condujo a la horca. Exponer las circunstancias quizá no merezca la pena, cuando ya nada se podía hacer por resucitarle. Sólo diremos que la madre era una viuda sin familia, ni fortuna, porque hasta el último penique ganado lo gastó queriendo recuperar a su hijo enfermo. Pero éste, olvidando su precaria salud y el amor de su madre, se unió a unos delincuentes, los cuáles le engañaron al ofrecerle una vida artificial por medio de la bebida y el vicio. Como pago le exigieron que participara en robos y en asesinatos, cuyo desenlace sólo pudo ser uno: el patíbulo. Una muerte en la horca que terminó por enloquecer a la madre.
A lo largo de muchos años, después de esta tragedia, a pesar de que el médico terminó triunfando en su carrera, hasta llegar a alcanzar una estimable posición social, en ningún momento se olvidó de la inofensiva loca. Cada semana iba a visitarla, para atenderla cariñosamente. Había conseguido que viviera en una casa limpia, sin apuros económicos. Bajo el recuerdo de aquel enfermo ahorcado, nunca pudo olvidar la fe de una madre al creer que él, un médico con el título aún sin enmarcar, podía ser capaz de resucitar el cadáver de su hijo. Y cuando ella falleció, sus últimas oraciones las dedicó a su protector. Sus palabras fueron tan sentidas, reunieron tal fervor, que el más duro de los mortales se hubiera sentido conmovido.
No hay duda de que aquella oración llegó al cielo, donde fue bien oída. La respuesta consistió en que al joven médico se le reconocieran, en esta vida, todos sus méritos en una proporción de mil a uno con relación a la ayuda prestada a la viuda loca. Sin embargo, entre todos los títulos y honores que llegó a obtener, tan merecidamente, en su larga vida jamás pudo desaparecer de su corazón el recuerdo más sólido, ése que da aliento para seguir progresando. Nos referimos al velo negro que cubría el rostro de la mujer alta.