La caída de mister Reader
Edgar Wallace nació en Londres en 1875. Desde sus primeros escritos buscó el contacto con el público, sin importarle que se le tachara de «popular». Llegó a crear 175 novelas, unos 15 dramas teatrales e infinidad de relatos cortos, además de un gran número de artículos y reportajes. Donde más fama adquirió fue en la creación de argumentos policiacos, como la serie de Los cuatro hombres justos. Muchas de sus obras fueron best-sellers, como El círculo carmesí y La pista del alfiler. Entre los personajes que dio forma, hemos de resaltar al detective Reader, al que en ocasiones llamo «El Conferenciante», como en el relato que presentamos a continuación, el cual constituye el último de la saga.
Al ser Wallace un autor con tanto éxito, Hollywood le contrato para escribir, al mismo tiempo que adaptaba algunas de sus novelas. Pertenece a este autor inglés el argumento de la primera película de King Kong, la cual supone todo un acierto al utilizar el mito de la «bella y la bestia», en este caso por medio de un gigantesco gorila capturado en una isla del Pacífico. Edgar Wallace murió en Hollywood en 1932.
«El Conferenciante» era un sujeto de costumbres modestas y nada amigo de lo original. El hecho de que poseyera un aparato de radio se debía a que se lo regaló alguien que le estaba agradecido, ya que de otra forma jamás se habría decidido a comprar uno por mucho que se lo elogiaran. Lo dejó en la habitación de su casa, sin ponerlo en funcionamiento a lo largo de unos seis meses y, cuando quiso hacerlo sonar, pudo descubrir que se habían gastado sus baterías. Después, llegó a esperar otro medio año hasta que se decidió a enviarlo al taller.
No le agradaban los programas de música, especialmente si ésta era clásica, ya que le gustaban más los de entrevistas, conferencias y diálogos, debido a que le agradaba escuchar sin verse obligado a dar una respuesta. Esto no impedía que, en ocasiones, se entretuviera oyendo a las orquestas de baile, al haber comprobado que por el hecho de transmitirlas desde locales abiertos al público, si agudizaba bien el oído, lo que en él constituía un don especial, podía llegar a escuchar algunas frases aisladas, que se «colaban» en la emisión como a hurtadillas.
En cierto momento llegó a oír la voz de un hombre, que parecía agotado, hablando de sus asuntos económicos, con tal nitidez como si estuviera delante del micrófono:
—...considero que la contabilidad retrasada jamás debe archivarse. Recuerdo que recibimos un escrito suyo en Glasgow...
Luego siguieron unos sonidos difíciles de clasificar, hasta que percibió unas carcajadas femeninas, a las que siguieron estas expresiones:
—...casualmente hoy me he encontrado con él en la calle. Aproveché la ocasión para recordarle: ¡Escuche, espero que no se haya olvidado de la deuda que tiene conmigo...! Debe considerar que mi memoria es asombrosa. Sólo lo tuve a usted una vez delante, ¡y de esto hace cinco años!... Ya le dije que era necesario demostrar que se pertenecía a un servicio de ventas para que pudiéramos venderle el arsénico que nos solicitaba...
«El Conferenciante» tenía una fe absoluta en la ley de las casualidades, por este motivo no le sorprendió encontrarse con el término «arsénico» en uno de los primeros informes que le llegó del comisario de Wessex, en los que se trataba «el caso Fainer».
Estos papeles fueron remitidos a Scotland Yard con algunos días de retraso, en el momento que mistress Fainer ya llevaba bastante tiempo en prisión aguardando a que se iniciara la causa criminal. «El Conferenciante» dedicó a la misiva el tiempo conveniente, sin abandonar su tranquilidad acostumbrada.
«No puedo asegurar que esta mujer deba ser considerada culpable (escribía el comisario de policía que, junto al hecho de ser un excelente amigo del “Conferenciante”, se le consideraba el más sagaz entre todos los que desempeñaban un cargo parecido al suyo). Debo reconocer que mis hombres no se han comportado, en esta investigación, de la forma que se hubiera esperado de ellos. Supuso una torpeza retrasar la solicitud de ayuda de Scotland Yard, ya que debimos requerirla nada más abrirse el caso. Como supongo que aún disponemos de tiempo, le estaría agradecido a usted que nos hiciera una visita con el propósito de resolver algunas cuestiones bastante complicadas.»
Nada más pedir opinión a su jefe, mister Reader, «el Conferenciante», cogió el tren con dirección a Burntown, en cuya estación le esperaba su amigo, el comisario.
—El juicio dará comienzo dentro de una semana. No creo que consigamos más pruebas. La verdad es que contamos con las suficientes para colgar a esa desdichada —informó—. Por cierto, es una mujer muy bonita... Una belleza de gran valía que se casó con un semi-invalido protestón, que se pasaba todo el día y toda la noche lamentándose... ¡Cuando conocí los detalles de un matrimonio tan desigual, llegué a la conclusión, disculpe mi sinceridad, de que ella hizo bien al librarse de ese pelmazo, aunque lo realizara de una forma tan drástica!
Por cierto, el muerto se apellidaba Fainer y se dedicó muy poco tiempo al comercio, aunque le resultaron tan provechosos los negocios que pudo retirarse a los treinta años con una pequeña fortuna. Y unos diez años más tarde se casó con la misma joven que en aquellos momentos se hallaba encarcelada. Si hemos de ser sinceros, para ésta la vida conyugal no resultó nada agradable, aunque la pudo ir soportando resignadamente. Al parecer había establecido una gran amistad con varios hombres, uno de los cuales era mister Alejandro Brait, representante-vendedor de algunos fabricantes de loza y de bisutería, ocupación que alternaba con la de agente comercial.
Mister Brait se había sabido labrar un cierto prestigio en Burntown. Se le consideraba uno de los creadores de la Junta local para la tutoría de los menores con problemas, solía ser invitado a dar conferencias, formaba parte del coro de la iglesia y, por lo general, era tenido por uno de los individuos más educados y caritativos de la región.
—Fainer tenía todos los motivos para confiar en Brait ciegamente, si nos atenemos al historial de este último —dijo el comisario—. Si a ello unimos que el amigo del matrimonio es abierto, posee sentido del humor y sabe hablar de tal manera que les gentes olvidan sus preocupaciones al escucharle, tampoco ha de extrañarnos que llegara a intimar con la acusada. Lo desagradable para él va a ser tener que cumplir el papel de testigo de cargo, ya que lo va a presentar el fiscal.
—¿Por que se le ha elegido? ¿Acaso presenció cómo la detenida envenenó a su marido? —preguntó «El Conferenciante».
El jefe de policía asintió con la cabeza, ante la sorpresa de su interlocutor y, después, expuso las razones:
—No hay duda de que el veneno fue administrado a la hora del té. En la salita se encontraban mister Fainer, su mujer y Brait. Y éste pudo ver cómo ella servía a su marido unas pastas, además de la bebida tradicional. Como a la mañana siguiente mister Fainer apareció muerto y, días más tarde, el dictamen del forense rebeló que se había utilizado arsénico, Brait recordó que su amiga un día, que los dos se encontraron en la calle, le hizo el insólito encargo de que le proporcionase un poco de arsénico, aunque tuviese que comprarlo en una farmacia. El infeliz se quedó sin palabras y, después de pedir disculpas, recordó que el arsénico sólo se podía obtener dejando los datos personales y la firma en el libro de registro de la farmacia. También estaría obligado a informar sobre la utilidad que se le iba a dar al veneno. La señora se mostró algo aturdida al escuchar todas esas prevenciones y, finalmente, prefirió anular el encargo. Horas más tarde, los dos se volvieron a ver durante la hora del té, sin que ella abordase un tema tan peligroso.
—¿Han podido descubrir algún resto de arsénico en la casa? —inquirió «El Conferenciante».
El comisario movió la cabeza en un gesto de negación.
—No encontramos nada en los diferentes registros, aunque dejamos todas las habitaciones patas arriba. También desconocemos dónde pudo conseguirlo. Como es lógico, ella rechaza las acusaciones de que envenenó a su marido. Reconoce que habló con Brait en la calle, en las proximidades de Broadway, aunque desmiente que trataran sobre la compra de arsénico. Lo singular es que a Brait no le ha causado asombro esta negativa a su confesión, tal vez porque es un hombre de mentalidad abierta y comprende que la infortunada debe mentir para evitar que se la condene.
—¿Sabe usted el tiempo que Brait lleva viviendo en esta ciudad?
—Verá... Creo que unos cinco años. Ya le he contado que disfruta de un gran prestigio...
—¿Se conoce si esa mujer tenía algún lío amoroso? —le interrumpió «el Conferenciante».
—¿¡Pero qué dice!? ¡No, de ninguna manera! ¡Qué cosas piensan ustedes las gentes de Londres! Como aquí no somos puritanos, llevamos nuestra investigación por ese terreno. Esto nos ha permitido comprobar que la acusada mantuvo siempre una existencia intachable.
Mister Reader movió la cucharilla en el interior de la taza de té manteniendo una actitud reflexiva.
—Creo que mi deber, desde este momento —dijo al fin—, es entregarme a averiguar dónde pudo conseguir esa mujer el arsénico.
En el momento que volvió a la City en tren, tuvo muy en cuenta que siempre le importaba mucho la ley de las casualidades. Por eso su primer destino fue el hotel, donde la noche anterior había actuado la orquesta elegida por la emisora de radio, en cuya transmisión pudo escuchar las conversaciones sueltas. En seguida se vio atendido por el maître, que era un viejo amigo suyo.
—Así que usted oyó hablar de arsénico... Permítame que piense... Es posible que fuera mister Langfort, un empresario de Glasgow. Creo que tiene allí una fábrica de productos químicos. Se encontraba entre los invitados, y esta misma mañana piensa regresar en tren a su ciudad. ¿Desea telefonearle?
«El Conferenciante» debió esperar unos cinco minutos mientras era localizado mister Langfort. Por último le indicaron la cabina telefónica, desde la que pudo hablar con el empresario. Por cierto éste se encontraba preparando las maletas. Y desde el primer momento que comenzó a hablar, supo mister Reader que volvía a oír la misma voz de la emisión de radio. En seguida expuso el motivo de su llamada.
—¡No me diga, vaya coincidencia! —exclamó mister Langfort con un tono marcadamente escocés—. ¡As que me escuchó usted por la radio! Mi mujer se va a divertir mucho cuando se lo cuente. Sí, tiene usted razón, hablé de arsénico... Ahora debo hacerle un ruego: por favor, no cuente a nadie que yo estaba acompañado por una señora...
Como es lógico, «el Conferenciante» compuso una mueca de complicidad y, luego, prometió guardar el secreto.
—Me estoy refiriendo a un hombre con el que me tropecé ayer en una de las calles del centro —siguió diciendo el empresario—. Es un viajante de comercio o un agente de compra y venta de una empresa famosa. Recuerdo que le conocí en Glasgow, aunque sólo nos tratamos en una sola ocasión. Nos vimos ayer por casualidad... Ahora que recuerdo, me compró una libra de arsénico. Su nombre era... Espere que me venga a la memoria... Sí, se llamaba Grinnet. Me contó que tenía una oficina abierta en Bristol. Sin embargo, nunca nos pagó el arsénico, lo que supuso un hecho excepcional... Creo que por eso le reconocí, a pesar de los años transcurridos...
—¿Consiguió usted que saldara la vieja deuda?
—¡Claro que sí, menudo soy yo para los negocios! —casi gritó mister Langfort, con un tono victorioso.
Mister Reader no dejó de anotar las declaraciones del empresario. Horas después, mientras se encontraba cenando con su jefe en la policía, no dudó en hacerle una petición.
—Claro que se lo autorizo —afirmó el comisario—. Vaya usted a la prisión todas las veces que quiera. Con el simple hecho de mencionar mi nombre, le permitirán la entrada. Es posible que la acusada no quiera hablar de su tragedia, aunque usted ha conseguido grandes resultados en este terreno. Confiemos que de nuevo haga valer su facilidad de palabra y su gran poder de convicción.
A la mañana siguiente, exactamente a las nueve, «el Conferenciante» llegó a la cárcel de Wilsey, donde fue conducido a la sección de mujeres. Allí debió esperar en una sala reservada para las visitas de los abogados. Pocos minutos más tarde, la puerta fue abierta para que entrase una joven pálida, de ademanes desconfiados, aunque se podía apreciar en su figura una innata distinción y una gran nobleza. Por otra parte, su belleza era de las que nunca pasan desapercibidas, aunque vistiera el uniforme de las presas y no llevase maquillaje.
—Buenos días, mistress Fainer. Soy el inspector Reader, de Scotland Yard, donde desempeño las funciones de «el Conferenciante» —se presentó cordialmente—. Desearía mantener una pequeña conversación con usted.
Ella bajó la cabeza, cerró los ojos y movió la cabeza con aire de cansancio. Seguidamente, susurró:
—No voy a contarle a usted nada que haya dejado de quedar reflejado en los continuos interrogatorios a los que he sido sometida...
«El Conferenciante» caminó unos pasos, se colocó al otro lado de la mesa y se sentó junto a la joven acusada. En seguida hizo una seña al vigilante, para indicarle que debía alejarse hasta el extremo más apartado de ellos.
—Sólo pretendo averiguar un asunto... —inició la conversación.
—¿Va a preguntarme usted de dónde obtuve el arsénico? —intuyó ella—. Yo no lo eché en las pastas que comió mi esposo. También ignoro dónde pudo ser adquirido. Me agota tanto repetir siempre las mismas cosas, ya que tengo la sensación de que nadie me cree... Como le pasará a usted, ¿o me equivoco?
—Dentro de una semana usted se verá ante un tribunal. ¿Sigue manteniendo lo que declaró en relación a la conversación que sostuvo con mister Brait sobre el veneno?
Ante esta pregunta mistress Fainer levantó la cabeza y miró al «Conferenciante» con cierta agresividad.
—Nunca hablé con mister Brait de arsénico ni de ningún otro veneno. Pienso jurarlo ante los jueces, a pesar de estar convencida de que no seré creída.
—¿Por qué dice usted que ese hombre miente si presume de haber sido amigo de usted? —preguntó Reader.
La mujer volvió a agachar la cabeza y encogió el cuerpo.
—Lo desconozco por completo —replicó con una voz apenas audible.
«El Conferenciante» se hallaba provisto de una intuición excepcional, por eso entendió que ella estaba ocultando un gran secreto.
—¿Llegó usted a intimar mucho con mister Brait?
—¡No..., y mucho menos si se refiere a algo inmoral! —dijo ella, aunque las afirmaciones se vieran rodeadas de una cierta vacilación—. Nuestra amistad fue superficial...
—¿Le confesó en alguna ocasión que se había enamorado de usted?
De repente, ella levantó la cabeza y miró a su interlocutor con ojos asustados.
—¿Quién ha podido contarle eso...? Sí, lo hizo... ¿Esto qué cambia las cosas?
—No lo sé, por el momento... ¿Cómo podría describirme a mister Brait?
La detenida le observó con una mirada cargada de asombro.
—¿Tengo que contárselo a usted? ¿Es que nunca le ha tenido delante?
—Sólo le ha visto el comisario, mi jefe. Quizá usted no me crea, mistress Fainer, pero el motivo que me ha traído aquí es brindarle todo el apoyo posible. Quiero ayudarla, sin intentar sonsacarle algo que pueda comprometerla.
La mujer le siguió mirando atentamente, dando idea de que iban desapareciendo sus temores.
—Confío en usted —admitió al fin—. En esta prisión se habla del «Conferenciante» como de alguien que no parece policía, aunque lo sea. —Expuso muy despacio, al mismo tiempo que le desaparecía la palidez del rostro para dar forma a una ligera sonrisa—. Creo que conmigo usted está hablando más de lo que tiene por costumbre, ya que mis compañeras le consideran muy lacónico.
Esta valoración de su propia persona dejó al inspector Reader completamente desarmado. Hasta se ruborizó. Sin embargo, tardó poco en recuperarse.
—Me parece que sus compañeras me conocen muy bien —admitió—. Y dejando a un lado lo que se opine de mí, ¿quiere contarme lo que conozca sobre mister Brait?
La mujer tenía poco que decir. Se limitó a comentar que mister Brait se había insinuado en dos o tres momentos, llegando a escribirle varias cartas apasionadas.
«El Conferenciante» obtuvo la sensación de que ella dejaba algo oculto, acaso porque el asedio amoroso al que se vio sometida le resultó muy desagradable. Y en lo que concernía a las misivas...
—¿Guarda usted algunas de las cartas? —preguntó.
La joven vaciló de nuevo antes de responder:
—Las conservaba todas... Lo hice a pesar de lo mucho que me comprometían... Creo que intuí que iba a suceder algo como esta tragedia que me rodea... ¿Me entiende usted? ¡Debo advertirle que mi esposo había entregado su confianza a mister Brait de una forma total, ya que le consideraba como una especie de hermano consejero! Una mañana me llevé un susto tremendo, debido a que yo había guardado las cartas en un cofrecito, que siempre me cuidaba de cerrar con llave. Es posible que aquel día me olvidase de cerrarlo, o mi marido supiera dónde guardaba yo la llave... Pero me cuesta entender por qué lo abriría, si él sabe que yo allí nada más que guardaba papel de cartas y sobres sin importancia...
—¿Le habló usted a su esposo de esas misivas de mister Brait?
Mistress Fainer volvió a componer un gesto de negación.
—Es posible que lo abriera alguna de sus doncellas —pensó el inspector de Scotland Yard en voz alta—. ¿Tiene la completa seguridad de que las robaron porque siempre las mantuvo dentro del cofre?
—Totalmente. Me parece que ahora el cofre lo tiene la policía.
—¿Puede describirme a ese Brait? —pregunto «El Conferenciante».
—Mientras le consideré un amigo me resultó simpático. Luego comenzó a tomarse ciertos atrevimientos... Claro que debe considerarse normal que un hombre se enamore de una mujer, por lo que no tendría que reprochárselo... Aunque no creo que lo suyo fuese un amor auténtico... Cualquier mujer diría que Brait es atractivo, tiene el pelo rubio y los ojos azueles. Usted mismo lo podrá comprobar.
—Pienso entrevistarme con él esta misma noche —dijo Reader, al mismo tiempo que se incorporaba—. Me parece que ya no voy a hacerle más preguntas. Sólo me preocupa ese cofre... ¿Disponía de una cerradura normal?
La mujer compuso otro gesto de negación y, después, añadió:
—No, lo que hace más extraño todo. Contaba con una cerradura «Yale» bastante complicada de abrir. Fue uno de los regalos de boda que me hicieron mis familiares. Me gustaba guardar en el cofre distintas cosas, además de las cartas. Hasta que éstas me fueron robadas.
—¿Qué le había llevado a guardar como si fueran algo secreto el papel de carta y los sobres? —inquirió «El Conferenciante».
La acusada de envenenar a su esposo se ruborizó de una forma exagerada.
—A mi marido no le gustaba verme escribiendo cartas —confesó con la cabeza baja—. Lo consideraba un gasto absurdo. En su obsesión por quitarme la costumbre de escribir, llegaba a contar el papel y los sobre que había en mi mesa. Y si comprobaba que faltaba algo, se atrevía a exigirme explicaciones. Resulta absurdo, ¿no es cierto? Debido a esa obsesión suya, tuve que adquirir papel y sobres a escondidas. Es posible que mi marido tuviese celos de mis viejas amistades, por lo que se empeñaba en que perdiese esos contactos. Algo que no consiguió, porque yo nunca he dejado de cartearme con mis compañeras de colegio. A usted mismo le resultaría muy fácil comprobar que no le miento.
—En sus declaraciones a la policía no constan las insinuaciones amorosas de mister Brait. ¿Por qué las silenció?
La bonita viuda acusó un ligero temblor.
—¿Me habría sido de alguna utilidad? —preguntó.
En el momento que «el Conferenciante» abandonó la cárcel se sentía distinto. Había defendido a muchos acusados de homicidios; sin embargo, jamás llegó a sentirse tan convencido de la inocencia de cualquiera de ellos como en este caso.
Por la noche se entrevistó con mister Brait, al que no dudó en contarle todo lo que había hablado con mistress Fainer. Aquel hombre le escuchó con atención, sin borrar de su rostro una leve expresión de tristeza.
—¡Cuantas veces he lamentado que los dos nos encontrásemos en aquella calle! —exclamó con los ojos brillantes—. He de reprochárselo a la casualidad, porque yo nunca seguía esa ruta. Cambié el rumbo y fui a terminar encontrándome, sorprendentemente, con la infortunada junto a una farmacia. Estimo mucho a esa desgraciada señora.
—¿Qué importancia concede a la palabra «estimo» al referirse a la acusada? ¿Es cierto que se siente enamorado de ella? —inquirió el inspector Reader, queriendo coger el toro por los cuernos.
Mister Brait se puso tan colorado como un chiquillo descubierto en una falta.
—¿Le he dado yo motivo para que me formule esa pregunta? —dijo con un tono orgulloso—. La estimo, sencillamente. Mistress Fainer exagera al hablar de que yo me insinué amorosamente... Siempre me ha parecido una mujer agradable. Pero su marido era mi mejor amigo... Nunca le hubiese traicionado, ni siquiera con el pensamiento... Debe creerme...
—¿Le ha escrito usted alguna carta?
—¿Es lo que le contado ella? —quiso saber aquel hombre, a la vez que formaba una sonrisita irónica—. En efecto, sería inútil que lo negase. Pero nada más que fueron unas breves esquelas, como unos billetitos para anunciarle que me disponía a visitarles para jugar a las cartas con su marido. Nada íntimo... ¿Se atreverá usted a acusarme de que llegué a proponerle algo deshonesto?
—Yo no me atrevo a otra cosa que a contar lo que mistress Fainer me dijo. Tenga en cuenta que lo nuestro es un interrogatorio policial —recordó «el Conferenciante», sin poder evitar que sus palabras adquiriesen un sonido algo brusco.
La entrevista se estaba realizando en la oficina de uno de los comisarios de Scotland Yard casi en la medianoche. Y nada mas que Brait hubo salido, el inspector Reader fue abordado por su superior.
—No me ha parecido correcto el trato que usted ha dado a Brait. Le considero una persona cordial y educada, que sería incapaz de hacer daño a una mosca... ¿Puedo saber lo que opina usted de esa mujer?
—¿Se refiere a mistress Fainer? ¡Me parece una criatura excepcional!
El comisario se dijo que esa exclamación en boca de un hombre que ya había cumplido los cincuenta y dos años resultaba improcedente. Claro que tenía delante a un soltero, que podía haberse dejado impresionar por una mujer demasiado bonita. Una cuestión ésta, por otra parte, bastante impropia en «El Conferenciante», cuya hoja de servicios no mostraba ni un sólo caso de irreflexión.
Al día siguiente, el inspector Reader se hallaba inmerso en sus investigaciones. No tardaron en llegarle los primeros resultados: su joven ayudante apareció con varias noticias muy interesantes:
—Acaban de despedir al chico que trabajaba como ordenanza en el despacho de Brait. He podido hablar con él antes de que terminase de recoger sus cosas, y me dio la impresión de que tiene la cabeza bien aposentada sobre los hombros.
—Sabe que detesto a los jovencitos muy agudos, ya que los prefiero que no intenten destacar en nada —protestó «el Conferenciante».
Sin embargo, la sagacidad de aquel muchacho quedó ampliamente probada cuando apareció, a eso de las diez de la noche, en la casa de mister Reader llevando una agenda consigo. Unas horas más tarde, éste pudo realizar tres visitas a una población cercana, donde telefoneó sin despertar el interés de las operadoras. De esta manera estableció unas conferencias con el pueblo de St. Helens, en Lancashire, mantuvo contacto con el sacerdote de Somerset y, al anochecer, únicamente le quedaba pendiente resolver el enigma del cofre.
—No va a encontrar nada importante en su interior —advirtió el comisario que lo había conservado como prueba—. Su propietaria nos entregó la llave. Sólo contiene unos papeles y algunos sobres.
—Eso se puede considerar material de escritorio, ¿verdad?
—Claro que sí —contestó el superior, sin disimular su sorpresa.
Unos minutos después, «el Conferenciante» pudo disponer del cofre que tanto le interesaba. Lo colocó sobre la mesa, lo abrió con cierta impaciencia y...
En el interior encontró varias hojas de papel de cartas de distintas tonalidades, además de unos seis sobres.
—¿Por que utilizaba papeles de varios colores y no blancos como es lo habitual? —susurró el inspector Reader.
Extrajo todas las hojas y las extendió ante él, para irlas clasificando de acuerdo a su tamaño.
—¿No se da cuenta de lo descolorido que están estos papeles? —preguntó muy extrañado—. Si me lo permite, jefe, voy a llevármelos a Londres. Pienso volver el domingo. Pero, antes, desearía entrevistarme de nuevo con la acusada.
Este encuentro resultó muy singular, acaso porque no se pareció en nada al primero. De momento, ella entró con paso seguro, la cabeza alta y con una mirada firme. Era fácil advertir que había volcado toda su confianza en «el Conferenciante». Sin embargo, la causa de su comportamiento resultó algo muy diferente a lo que el inspector Reader suponía.
—Estoy resignada a mi destino, a pesar de tener la seguridad de que en usted he hallado al mejor aliado —confesó la bonita joven—. Me encuentro preparada para morir, porque seré condenada.
—¡No diga esas bobadas, mistress Fainer! —protestó «el Conferenciante» bastante disgustado.
—Seamos sinceros, mister Reader. Vamos a suponer que, milagrosamente, el jurado llegara a absolverme. Esto es imposible, pero acaso mi abogado defensor consiguiera mostrarse tan hábil, que terminara demostrando mi inocencia... ¿De qué me valdría a mí? No cuento con medios para sobrevivir. Además, no me libraría de las acusaciones de la sociedad, pues todo el mundo me señalaría con el dedo... Mi marido me desheredó... Como no falleció en el acto, al saber que había sido envenenado, me consideró culpable y, al instante, llamó a su abogado para dictar otro testamento... Como usted imaginará, no me atrae regresar al mundo libre para verme obligada a llevar esa insoportable carga.
—Todo se resolvería si volviera a casarse —refunfuñó el inspector de Scotland Yard sin querer mirarla.
No obstante, ella le observó atentamente, bastante interesada.
—¡Es usted una persona muy singular, a pesar de su condición de policía, mister Reader! Ahora me doy cuenta de que las descripciones que me dieron mis compañeras de prisión no corresponden a la realidad. En ningún momento se ha mostrado lacónico, al menos conmigo, y estoy convencida de que le interesa mucho mi caso.
«El Conferenciante» se vio obligado a dejar la silla, al mismo tiempo que carraspeaba un poco nervioso.
—Voy a confiarle algo, mistress Fainer —dijo—. Ha de acumular un gran valor para afrontar la vida, porque le espera un futuro lleno de esperanzas.
La joven viuda intentó leer en el fondo de aquel rostro que le miraba atentamente.
—¿Me está diciendo que me considera inocente?
—¡Claro que sí! —afirmó rotundamente el inspector de Scotland Yard—. Estoy convencido... Ahora hemos sido informados de que una mendiga recogió unos trozos de tela de un basurero, con los que hizo remiendos en los pantalones de su hijo...
Mistress Fainer se quedó alelada, observando al «Conferenciante» como si se hubiera vuelto loco, ya que no entendía nada de lo que acababa de oír.
—Le ruego que me disculpe... Creo que me he dejado llevar por un repentino apasionamiento, al contarle algo sin empezar desde el principio... Ya lo entenderá a su debido tiempo... Ahora debo marcharme... ¡Adiós, y siga confiando en mí, pues soy su amigo!
—Mi único amigo. Hasta pronto, mister Reader.
El asunto de la mendiga que había encontrado unas telas en el basurero era uno de los descubrimientos del joven ayudante del inspector de Scotland Yard. Toda una proeza que merecía un ascenso, cuya solicitud ya se estaba tramitando.
«El Conferenciante» se desplazó a la ciudad de Whitehall, donde permaneció dos días. Volvió a Burntown en el tren de las seis de la mañana. El comisario le aguardaba en uno de los andenes.
—He enviado a dos de mis hombres para que traigan a mister Brait a mi despacho —informó a Reader con una voz poco amistosa.
Parecía estar lamentando haber pedido ayuda a Scotland Yard, debido a que le disgustaba la forma de comportarse del «Conferenciante».
—Le recomiendo que no vuelva a insultar a ese caballero, al menos delante de mí. Ha sido el testigo que mejor disposición ha mostrado siempre que le hemos solicitado su ayuda. Casi todo lo que conocemos de este caso se lo debemos a él.
—Es posible que deba tratarle con algo de brusquedad —advirtió Reader—. Todo dependerá de su forma de reaccionar ante las nuevas pruebas que hemos obtenido, jefe. Confío en dejarle satisfecho.
—¿Qué me cuenta usted? ¿Ya ha averiguado dónde consiguió la acusada el veneno?
«El Conferenciante» hizo un gesto de asentimiento, aunque no quiso contar nada más. Prefirió encontrarse en la gran oficina que el comisario disponía en el edificio del Ayuntamiento. En el momento que entraron allí, vieron a la pareja de detectives que acompañaba a mister Brait. Éste dejó su silla y avanzó para saludar a Reader efusivamente. Sin embargo, el inspector no prestó ninguna atención a la mano que se le extendía.
—¿Desde cuándo reside usted en esta ciudad, mister Brait? —preguntó secamente, apoyado en la repisa de la chimenea.
—Unos cinco años —contestó el otro, algo extrañado.
—¿Puede decirnos dónde vivió usted anteriormente?
El interpelado no dudó al responder a la pregunta.
—Tengo entendido que ejercía un trabajo como agente comercial, ¿verdad?
Mister Brait asintió con una inclinación de cabeza.
—¿A que se sintió usted muy sorprendido en el momento que mistress Fainer le pidió que le comprase el arsénico?
—Claro que sí. Me pareció algo tan insólito —contestó aquel personaje, sin darse cuenta de su contradicción.
—¿En alguna ocasión ha comerciado usted con arsénico?
—¡Jamás! —replicó Brait fríamente.
—¿Podemos creer que nunca se le ocurrió ir a comprar una libra de arsénico a un fabricante de productos químicos? Le formulo esta pregunta en base a que, el mismo día que mister Fainer notó los primeros síntomas del veneno, usted recibió por correo un paquete certificado. Este envío lo registró usted, en su libro de contabilidad, como un producto químico. Le advierto que yo estoy informado de lo que se elabora en la fabrica de St. Helens que le mandó ese paquete.
Brait aprobó lo que acababa de oír sin acusar ningún tipo de alteración. Nada más que se limitó a decir:
—Sí, perdone que lo hubiese olvidado. Es verdad que adquirí una libra... No, es posible que fuera media libra, como usted ha mencionado... Ahora me cuesta asegurarlo... De lo que me acuerdo es que envié ese paquete, aquel mismo día, a un cliente de Shangai.
—¿Puede citar el nombre de ese cliente?
—No tengo tanta memoria... Si me permitieran consultar mis notas...
—¿Encontraríamos nosotros en su despacho el resguardo de ese paquete certificado que mandó a Shangai?
Todos pudieron observar que mister Brait dudaba unos segundos.
—Me parece que no lo envié por correo certificado —musitó.
—¿Cómo pudo cometer ese error? —inquirió «el Conferenciante» agresivamente—. Usted mismo solicitó que se certificase el paquete que se le mandaba desde St. Helens, que se encuentra aquí mismo... ¿Cree que vamos a aceptar que no hiciera lo mismo al reenviarlo a China?
El interpelado ya se quedó sin palabras, al no saber qué contestar.
—¿A qué hora llegó usted a la oficina de correos a depositar ese paquete?
—Creo que era la una... —respondió con un hilo de voz, que al ser tan apagado casi obligó a que todos los presentes adelantaran las cabezas para oírle.
—Exactamente diez minutos antes de dejar a mistress Fainer junto a la farmacia. ¿Va a negarnos que ya lo ocultaba usted en uno de los bolsillos de su chaqueta?
El rostro de Brait cambió del rojo escarlata a una palidez de difunto.
—Debo recodarle que no estoy obligado a contestar a las preguntas que puedan comprometerme...
—¡Seguirá respondiendo a mi interrogatorio, porque se encuentra en una dependencia de la policía! —le interrumpió «el Conferenciante»—. Usted tardó en llegar a las oficinas de Correos, ¿no es cierto?
—Sí... Lo dejé por la noche —afirmó Brait amargamente.
—Esto nos permite saber que usted llevaba el arsénico cuando se encontraba en el hogar de los Fainer tomando el té, ¿verdad? Voy a contarle lo que sucedió entonces... En el momento que usted entró allí, ya se había cuidado de romper el paquete en el interior del bolsillo de la chaqueta... Luego le resultó fácil echar la cantidad suficiente en la bebida y en las pastas... Al día siguiente, se cuidó de quemar la chaqueta con el fin de eliminar las pruebas de su crimen. Sin embargo, la prenda no se consumió del todo... Nada más llegar a la basura, una pobre mujer la encontró, cortó la parte que había quedado intacta y se cuidó de convertirla en unos remiendos para la ropa de su hijo. Lo más singular es que en esa tela quedaban restos de arsénico. ¿Lo ignoraba usted?
El acusado se derrumbó en una silla, aplastado por la contundencia de los argumentos del inspector de Scotland Yard.
—Pero aún queda algo más. Hace unos cinco años adquirió usted arsénico en una fábrica de Glasgow, sin que abonara la factura hasta hace unos pocos días. Fue obligado por el mismo director, después de encontrarse los dos casualmente en la calle. Pues este caballero se ha ofrecido a identificarle. Por aquellas fechas, el veneno le llegó a la ciudad donde residía entonces. Sé que también era el despacho de un agente comercial. ¿Lo envió usted a Shangai como hizo con el segundo?
Brait ya carecía de fuerzas para replicar.
—Tres días más tarde falleció su primera esposa... ¿Puede negarlo?
En aquel momento el acusado se incorporó, vomitando un alarido de furia.
—¿Qué pretende usted imputarme? —balbució—. ¿Cómo iba yo a desear la muerte de Fainer... cuando era mi mejor amigo?
—Porque amaba a su esposa, a la que estaba escribiendo cartas en las que le proponía que se fugara con usted.
—¡Eso tendrá que probarlo mostrando esas cartas!
—Puedo hacerlo. Pronto las tendrá ante sus ojos, no se intranquilice... Mistress Fainer había guardado tres en su cofre. Estaba convencido de que le habían sido robadas, cuando la explicación era un poco más complicada... ¡Usted le escribió las cartas de amor con tinta invisible, que a las pocas horas desaparece; sin embargo, deja el papel descolorido de una forma muy peculiar! ¡El hombre que se sirve de unos medios tan repugnante bien merece la horca! ¡¡Procuren que no escape, caballeros!!
El mismo comisario corrió hasta la puerta, con el propósito de impedir la fuga del acusado. Durante unos instantes, Brait no supo qué hacer y, antes de que «el Conferenciante» pudiera impedirlo, se llevó una mano al bolsillo de su chaqueta... Resplandeció un fogonazo, tronó el estampido de una pistola, y el criminal se desplomó en el suelo con un arma en la diestra...
El juicio del caso de mistress Fainer por el homicidio de su marido fue uno de los más cortos que se conocen. Nada más concluir con el veredicto de inocencia, «el Conferenciante» se cuidó de llevar a la viuda a Londres en un coche de dos plazas. Durante todo el recorrido sólo habló en dos ocasiones, a pesar de lo cual no se mostró nada lacónico. Una de las veces fue para detener el vehículo en una curva de la carretera, donde se contemplaba un paisaje espléndido por su belleza, ya que lo componía un verde valle atravesado por un río de aguas tranquilas. Y fue entonces cuando el inspector de Scotland Yard debió hablar más de lo habitual, ya que estaba dispuesto a dejar de ser un soltero empedernido...
Actualmente, su esposa, la ex acusada de homicidio, se divierte con frecuencia al recordar el emocionante momento del principio de la «caída de mister Reader».