Dale Bailey
(1968)
EL FIN DEL MUNDO TAL COMO LO CONOCEMOS [*]
Entre 1347 y 1450 d. C. la peste bubónica asoló Europa matando a unos 75 millones de personas. La peste, apodada la Muerte Negra debido a las pústulas oscuras que brotaban en la piel de los afectados, era causada por una bacteria que ahora se conoce como Yersinia pestis. Los europeos de aquella época, al carecer de microscopios o de conocimientos sobre los vectores de la enfermedad, atribuyeron su desgracia a un Dios enojado. Deambulaban flageladores por todos los lugares esperando así apaciguar Su ira. «Morían a cientos, tanto de día como de noche —nos cuenta Agnolo di Tura—. Yo mismo enterré a mis cinco hijos con mis propias manos… morían tantos que todos pensaron que era el fin del mundo».
Hoy, la población de Europa es de unos 729 millones de personas.
A Wyndham le gusta sentarse por las tardes a beber en el porche. Le gusta la ginebra, pero le da a todo. No tiene manías. Últimamente ha estado observando el cielo mientras cae la noche (observándolo realmente, quiero decir, no simplemente sentado allí) y hasta el momento ha llegado a la conclusión de que la frase hecha es incorrecta. La noche no cae. El proceso es mucho más complejo.
Y no es que esté totalmente seguro de la exactitud de sus observaciones.
Es pleno verano en ese momento y Wyndham con frecuencia comienza a beber a las dos o las tres, de manera que cuando el sol se pone, sobre las nueve, normalmente ya está bastante borracho. Sin embargo, tiene la impresión de que, en todo caso, la noche se levanta, concentrándose primero en negros manchones bajo los árboles, como si manara de pantanos subterráneos, para luego extenderse hacia los lindes del jardín mientras arriba en el cielo todavía hay luz. Es sólo al final cuando algo cae… la negrura del espacio profundo, supone, se despliega desde lo alto sobre la Tierra. Los dos planos de oscuridad se encuentran en algún punto medio, y eso es la noche para ustedes.
En todo caso, esa es su teoría actual.
En sentido estricto, no es su porche, por cierto, ni tampoco es su ginebra… aunque, al menos por lo que ha podido averiguar Wyndham, ahora todo le pertenece.
Las historias sobre el fin del mundo normalmente se presentan en dos modalidades.
En la primera, el mundo acaba por un desastre natural, ya sea un suceso sin precedentes o a una escala sin precedentes. Las inundaciones van a la cabeza frente a otros contendientes (el propio Dios, nos cuentan, es muy aficionado a ellas), aunque las pestes tienen sus propios defensores. Una nueva edad del hielo también es bastante popular. Ídem las sequías.
En la segunda modalidad, los irresponsables seres humanos se condenan a sí mismos. Científicos locos y burócratas corruptos, normalmente. Un intercambio de Misiles Balísticos Intercontinentales es el método más habitual, aunque ese escenario ya resulta caduco en el actual entorno geopolítico.
Y ahora, mezclen y combinen ambas modalidades con total libertad:
¿A alguien le apetece un virus de la gripe genéticamente modificado? ¿Derretimiento del casco polar?
El día que el mundo acabó, Wyndham ni siquiera se dio cuenta de que era el fin del mundo… o, al menos, no en ese mismo instante. Para él, en ese punto de su vida, casi todos\os días le parecían el fin del mundo. Tampoco era consecuencia de un desajuste químico. Era consecuencia de trabajar para UPS, donde, el día que el mundo acabó, Wyndham llevaba trabajando dieciséis años, primero como cargador, luego en el almacén clasificando la mercancía y, finalmente, en el codiciado cargo de conductor, con el uniforme marrón y todo. Para entonces la empresa había salido a bolsa y él tenía algunas acciones. El salario era bueno… muy bueno, de hecho. Y no sólo eso, además le gustaba su trabajo.
Sin embargo, el comienzo de cada maldito día siempre parecía un cataclismo en un principio. Intenten ustedes levantarse a las 4:00 a.m. cada mañana y a ver cómo se sienten.
Esta era su rutina:
A las 4:00 a.m. sonaba la alarma… una alarma anticuada a la que daba cuerda todas las noches (no podía tolerar la radio sin haber bebido antes un café). Siempre la apagaba de inmediato, para no despertar a su esposa. Se duchaba en el cuarto de baño de invitados (también para no despertar a su esposa, su nombre era Ann), llenaba los termos de café y comía algo que probablemente no debiera, un bagel, un hojaldre relleno, de pie junto al fregadero. Para entonces, ya eran las 4:20, o 4:25 si iba con retraso.
Entonces hacía algo paradójico: regresaba al dormitorio y despertaba a la esposa, a quien había estado intentando no despertar los veinte minutos previos.
—Que tengas un buen día —decía siempre Wyndham.
Su esposa también hacía siempre lo mismo. Hundía el rostro en la almohada y sonreía.
—Hmm —respondía, y era normalmente un tipo de «hmm» tan agradable, amoroso, mañanero y reconfortante que casi hacía que valiese la pena levantarse a las malditas 4 de la mañana.
Wyndham se enteró del ataque al World Trade Center (no fue el fin del mundo, aunque a Wyndham sin duda se lo pareció) por uno de sus clientes.
El cliente en cuestión (su nombre era Monica) era uno de los habituales de Wyndham: esta mujer era el terror del Canal de la Tienda en Casa. Además, estaba gorda. El tipo de mujer de la que la gente diría «Tiene una personalidad atractiva» o «Tiene una cara muy bonita». Tenía realmente una personalidad atractiva… o al menos eso pensaba Wyndham. Así que se preocupó cuando le abrió las puertas con lágrimas en los ojos.
—¿Qué ocurre? —dijo.
Monica sacudió la cabeza, sin poder articular palabra. Le hizo una señal para que entrara. Wyndham, incumpliendo alrededor de cincuenta normas de UPS, la siguió. La casa olía a salchicha y a ambientador floral. Había cachivaches del Canal de la Tienda en Casa por todos lados. Y quiero decir por todos lados.
Wyndham apenas se dio cuenta.
Tenía la mirada fija en la televisión. En la pantalla había un avión de pasajeros chocando contra el World Trade Center. Se quedó allí de pie y lo observó desde tres o cuatro ángulos distintos antes de advertir el logotipo del Canal de la Tienda en Casa en la esquina inferior derecha de la pantalla.
Y ese fue el momento en que llegó a la conclusión de que debía ser el fin del mundo. No podía imaginar que el Canal de la Tienda en Casa reemplazara su programación habitual por cualquier otra cosa de menor importancia.
Nos dicen que los extremistas musulmanes que estrellaron los aviones de pasajeros contra el World Trade Center, el Pentágono y un campo de suelo durísimo en Pensilvania, por lo demás común y anodino, estaban totalmente seguros de su instantánea entrada al paraíso.
Había diecinueve de ellos.
Y todos tenían nombre.
La esposa de Wyndham era aficionada a la lectura. Le gustaba leer en la cama. Antes de dormir marcaba el punto de lectura con un marcador que Wyndham le había regalado un año por su cumpleaños: era un marcador de cartón con una cinta de hilo en la parte superior y el dibujo de un arco iris arqueado sobre montañas coronadas por nieve. Sonríe, decía el marcador. Dios te ama.
Wyndham no leía mucho, pero si hubiera cogido el libro de su esposa el día que el mundo acabó, las primeras páginas le habrían parecido realmente interesantes. En el primer capítulo Dios rapta y eleva a los Cielos a todos los cristianos verdaderos. Esto incluye a los verdaderos cristianos que conducen coches y trenes y aviones que colisionan y provocan innumerables muertes, así como importantes daños materiales. Si Wyndham hubiera leído el libro, habría recordado una pegatina en el parachoques que en ocasiones veía desde lo alto en su camioneta de UPS. Precaución —rezaba la pegatina—. En caso de Arrebatamiento, este coche quedará sin conductor. Cada vez que veía esa pegatina, Wyndham imaginaba coches chocando, aviones cayendo del cielo, pacientes abandonados en las salas de operaciones… de hecho, un escenario bastante parecido al descrito en el libro de su esposa.
Wyndham iba a misa todos los domingos, pero no podía evitar preguntarse qué ocurriría con los incalculables millones de personas que no eran verdaderos cristianos… ya fuera por elección o por la casualidad geográfica de haber nacido en algún lugar como Indonesia. ¿Qué ocurriría si fueran ellos quienes cruzaban la calle colocándose delante de uno de esos coches asesinos, se preguntó, o quienes paseaban en campos irrigados en los que esos aviones pronto impactarían?
Pero como iba diciendo:
El día que acabó el mundo Wyndham no entendió inmediatamente qué había ocurrido. La alarma de su reloj sonó como siempre sonaba y realizó todas sus rutinas diarias. Ducha en el baño de invitados, café en los termos, desayuno junto al fregadero (un dónut de chocolate en esta ocasión, un poco rancio). Luego regresó al dormitorio para despedirse de su esposa.
—Que tengas un buen día —dijo, como siempre decía e inclinándose hacia delante la sacudió un poco: no lo suficiente para despertarla del todo, sólo para que se removiera un poco. Tras dieciséis años realizando este ritual, a excepción de las vacaciones federales y las dos semanas de vacaciones pagadas en verano, Wyndham se había convertido en todo un experto. Era capaz de hacerla removerse sin despertarla del todo casi siempre.
Así que huelga decir que se sorprendió cuando su esposa no hundió el rostro en la almohada ni sonrió. De hecho, se quedó impactado. Y además había una circunstancia adicional: ella tampoco había dicho «hmm». Ni el habitual y exuberante «hmm» de cálida cama matinal, ni tampoco el menos frecuente pero también familiar y nasal «hmm» de tengo-un-resfriado-y-me-duele-la-cabeza.
Ningún «hmm» en absoluto.
El aire acondicionado se paró. Por primera vez Wyndham percibió un extraño olor… un leve hedor orgánico, como de leche derramada, o pies sucios.
De pie en la oscuridad, Wyndham comenzó a experimentar una sensación muy angustiosa. Era un tipo de mala sensación distinto al que había experimentado en el salón de Momea mientras miraba aviones lanzándose una y otra vez contra el World Trade Center. Esa había sido una sensación acusada pero en su mayor parte impersonal… y digo «en su mayor parte impersonal» porque Wyndham tenía un primo tercero que trabajaba en Cantor Fitzgerald (el nombre del primo era Cristo; Wyndham tenía que buscarlo cada año en su agenda cuando enviaba tarjetas de celebración del nacimiento de su redentor personal). La mala sensación que comenzó a experimentar cuando su esposa no dijo «hmm», por otro lado, era acusada y personal.
Preocupado, Wyndham alargó la mano y tocó el rostro de su esposa. Era como tocar a una mujer hecha de cera, sin vida y fría, y fue en ese momento (ese momento, precisamente) cuando Wyndham se dio cuenta de que el mundo se había acabado.
Todo después de eso sólo fueron minucias.
Aparte del científico loco y los burócratas corruptos, los personajes en los relatos del fin del mundo normalmente corresponden a uno de estos tres tipos.
El primero es el del tosco individualista. Ya saben, solitarios autosuficientes e iconoclastas, entendidos en el uso de armas y capaces de asistir en un parto. Hacia el final del relato, han logrado avanzar a medio camino de Restablecer la Civilización Occidental… aunque normalmente son lo suficientemente listos para no regresar a los Viejos Malos Hábitos.
La segunda modalidad es la del bandido apocalíptico. Estos personajes frecuentemente se presentan en pandillas y se enfrentan a los toscos supervivientes. Si prefieren las adaptaciones cinematográficas del cuento del fin del mundo, podrán normalmente reconocerlos por su afición a los artículos de bondage, cortes de pelo en punta y vehículos customizados. A diferencia de los supervivientes toscos, los bandidos post-apocalípticos abrazan los Viejos Malos Hábitos… aunque no les desagradan las mayores ocasiones para las violaciones y el pillaje que la nueva situación les brinda.
El tercer tipo de personaje, también muy común, aunque bastante menos que los otros dos, es el sofisticado hastiado del mundo. Como Wyndham, tales personajes beben demasiado; a diferencia de Wyndham, sufren profundamente por el hastío.
Wyndham también sufre, por supuesto, pero sea lo que sea que le haga sufrir, pueden apostar lo que sea a que no es por el hastío.
Sin embargo, estábamos discutiendo sólo minucias:
Wyndham hizo todas las cosas que la gente hace cuando descubre que un ser querido está muerto. Descolgó el teléfono y marcó el 9-1-1. Sin embargo, parecía haber algún problema con la línea; nadie contestó. Wyndham inspiró aire profundamente, se dirigió a la cocina e intentó llamar con el supletorio. De nuevo, no lo logró.
Por supuesto, la razón era que, al ser el fin del mundo, todas las personas que debían atender las llamadas estaban muertas. Imagínenselos barridos por un maremoto, si eso les ayuda… que es exactamente lo que pasó a más de 3000 personas durante una tormenta en Pakistán en 1960 (no es que esto pasara literalmente a los operadores que hubieran debido contestar la llamada al 9-1-1 de Wyndham, ya me entienden; ya les contaré más un poco más tarde sobre lo que realmente les había ocurrido… lo importante es que en un momento dado estaban vivos y un segundo más tarde muertos. Como la esposa de Wyndham).
Wyndham se rindió y dejó el teléfono.
Regresó al dormitorio. Realizó una torpe versión de la reanimación con el boca a boca durante quince minutos más o menos, y luego también se rindió y dejó de reanimarla. Entró en el dormitorio de su hija (tenía doce años y se llamaba Ellen). La encontró echada boca arriba, con los labios ligeramente entreabiertos. Alargó el brazo para despertarla, iba a decirle que algo terrible había pasado; que su madre había muerto, pero descubrió que también a ella le había pasado algo terrible. De hecho, la misma terrible desgracia.
Wyndham entró en pánico.
Corrió al exterior, donde el primer atisbo de fulgor rojo había comenzado a sangrar sobre el horizonte. El riego automático de su vecino estaba en funcionamiento y los aspersores se cimbreaban en silencio mientras atravesaba el jardín a la carrera. Wyndham sintió el agua pulverizada como una mano gélida sobre su rostro. En breve, se encontró frente a la puerta de entrada de la casa de su vecino, golpeando la puerta con ambos puños y gritando.
Después de un lapso de tiempo (no sabía cuánto), una terrible calma le invadió. No se escuchaba ningún ruido, tan sólo el sonido de los aspersores que lanzaban relucientes arcos de agua pulverizada hacia el halo de luz de la farola en la esquina.
Entonces tuvo una visión. Era lo más cerca que jamás había estado de experimentar una premonición. En la visión, contempló ante él las casas residenciales que se extendían silenciosas hasta la lejanía. Contempló los silenciosos dormitorios. En el interior, acurrucados bajo las sábanas, vio a una legión de durmientes, también en silencio, que jamás volverían a despertar.
El gato del vecino pasó corriendo por su lado, maullando lastimeramente. Wyndham bajó los escalones de la entrada para cogerlo y entonces percibió el olor… ese desagradable hedor orgánico. No era como leche agria. Ni como olor a pies. Era algo peor: pañales sucios o un baño atascado.
Wyndham se enderezó y se olvidó del gato.
—¿Herm? —llamó—. ¿Robin?
Ninguna respuesta.
Dentro, Wyndham descolgó el teléfono y marcó el 9-1-1. Escuchó los tonos durante mucho tiempo; luego, sin tomarse la molestia de colgar, dejó caer el teléfono al suelo. Recorrió la silenciosa vivienda encendiendo luces. En la puerta del dormitorio principal vaciló. El olor (en ese momento ya estaba totalmente claro: una combinación de orina y heces, de todos los músculos corporales relajándose simultáneamente) era más fuerte allí. Cuando volvió a hablar, o más bien, susurrar:
—¿Herm? ¿Robin?
… ya no esperaba una respuesta.
Wyndham encendió la luz. Robin y Herm eran unos bultos en la cama, inmóviles. Wyndham se acercó un poco más y los observó. Una serie fugaz de imágenes se deslizó por su mente, imágenes de Herm y Robin ocupándose de la barbacoa en las fiestas del barrio o atareados en su huerto de verduras. Robin y Herm tenían buena mano con los tomates. A la esposa de Wyndham siempre le gustaron sus tomates.
A Wyndham se le hizo un nudo en la garganta.
Entonces salió un rato.
El mundo se volvió gris a su alrededor.
Cuando regresó, Wyndham entró en el salón y se situó delante de la televisión de Robin y Herm. La encendió y comprobó todos los canales, pero no mostraban nada. Literalmente nada. Nieve, eso era todo. Setenta y cinco canales de nieve. El fin del mundo siempre había sido televisado, según la experiencia de Wyndham. El hecho de que no estuviera siendo televisado en esos momentos hacía suponer que en esta ocasión se trataba realmente del fin del mundo.
Con esto no quiero sugerir que la televisión dé validez a la experiencia humana… al fin del mundo o, en efecto, a cualquier otra cosa.
Se les podría haber preguntado a los habitantes de Pompeya, si la mayoría no hubiera perecido durante la erupción del volcán en el año 79 d. C., cerca de dos milenios antes de la televisión. Cuando el Vesubio entró en erupción lanzando lava con gran estruendo ladera abajo a una velocidad de seis kilómetros por minuto, murieron alrededor de 16 000 personas. Por un extraño azar geológico, algunas de ellas (o al menos sus carcasas) se preservaron congeladas dentro de fragmentos fundidos de ceniza volcánica. Tenían los brazos extendidos suplicando piedad y una expresión de terror dibujada en sus rostros.
Cualquiera puede visitarlos hoy en día, previo pago de una módica suma.
A propósito, ahí va uno de mis escenarios favoritos del fin del mundo:
Plantas carnívoras.
Wyndham entró en el coche y se dispuso a buscar ayuda… un teléfono o una televisión, o un transeúnte servicial. Pero lo que encontró fueron más teléfonos y televisores averiados. Y, por supuesto, más personas averiadas, muchas personas, aunque le costó encontrarlas más de lo que esperaba. No estaban dispersas por las calles, o muertas a los volantes de sus coches en un inmenso atasco de tráfico… aunque Wyndham supuso que ese podría haber sido el caso en algún lugar de Europa, donde la catástrofe (fuera la que fuese) había tenido lugar en plena hora punta por la mañana.
Aquí, sin embargo, parecía haber sorprendido a la mayoría de gente en casa y en la cama; como resultado, las carreteras estaban más despejadas que de costumbre.
Totalmente desconcertado (anestesiado, en realidad), Wyndham se dirigió en coche a su lugar de trabajo. Puede que en esos momentos estuviera en estado de shock. En cualquier caso, ya se había acostumbrado al olor, y los cadáveres de los compañeros del turno de noche (hombres y mujeres que, en algunos casos, él conocía desde hacía dieciséis años) no le impresionaron tanto. Lo que realmente le impresionó fue la visión de todos los paquetes apilados en la zona de clasificación. Repentinamente le asaltó la idea de que ninguno de esos paquetes iba a ser entregado. A continuación, cargó la furgoneta y salió a hacer su ruta. No está seguro de qué le llevó a hacerlo… quizás porque, en una ocasión, alquiló una peli en la que un trotamundos post-apocalíptico se hace con el uniforme del servicio postal de un cartero muerto y logra Restablecer la Civilización Occidental (pero no los Viejos Malos Hábitos) haciéndose cargo de las entregas asignadas al desafortunado cartero. Sin embargo, la futilidad de los esfuerzos de Wyndham pronto se hizo evidente.
Desistió cuando descubrió que incluso Monica (la señora del Canal de la Tienda en Casa, sobre la que pensaba cada vez con más frecuencia) ya no estaba en condiciones de recibir paquetes. Wyndham la descubrió boca abajo sobre el suelo de la cocina, sujetando una taza de café en una mano. Muerta, ya no tenía ni un rostro bonito ni una personalidad atractiva. Sin embargo, de su cuerpo manaba ese mismo desagradable olor a putrefacción. A pesar de esto, Wyndham se quedó mirándola durante un largo rato. No podía apartar la mirada.
Cuando finalmente lo hizo, regresó al salón donde en otra ocasión vio morir a 3000 personas, y él mismo abrió el paquete dirigido a Monica.
En cuanto a las normas de UPS, el salón de la señora del Canal de la Tienda en Casa se estaba convirtiendo por derecho propio en una zona post-apocalíptica.
Wyndham rompió el precinto del paquete y lo dejó caer en el suelo, Abrió la caja. Dentro, envuelta en tres capas de plástico de burbujas, encontró una figurilla de porcelana de Elvis Presley.
Elvis Presley, el Rey del Rock’n’Roll, murió el 16 de agosto de 1977 mientras estaba sentado en el váter. Una autopsia reveló que había ingerido un cóctel impresionante de medicamentos… que incluía codeínaa, etinamato, metacualona y varios barbitúricos. Los médicos también encontraron en sus venas rastros de Valium, Demerol y otros productos farmacéuticos.
Durante un tiempo, Wyndham se consoló con la idea de que el fin del mundo hubiera sido un fenómeno local. Se sentó en la furgoneta, que había aparcado frente a la entrada del edificio de la señora del Canal de la Tienda en Casa y esperó a que alguien viniera a rescatarle… el sonido de sirenas o helicópteros acercándose, o lo que fuera, Se quedó dormido acunando la figurilla de Elvis. Se despertó de madrugada, con el cuerpo dolorido por haberse quedado dormido en la furgoneta, y vio entonces un perro callejero hociqueando la parte exterior de la furgoneta.
Estaba claro que el rescate no era inminente.
Wyndham ahuyentó al perro y colocó la figurilla de Elvis con cuidado sobre la acera. Luego se alejó en la furgoneta en dirección a la ciudad. De tanto en tanto paraba, y en cada ocasión confirmaba lo que supo en el mismo instante en que acarició el rostro muerto de su esposa: el fin del mundo se le echaba encima. No encontró nada a excepción de teléfonos averiados, televisores averiados y personas averiadas. Y de camino escuchó un montón de emisoras de radio averiadas.
Puede que ustedes, al igual que Wyndham, sientan curiosidad por saber qué tipo de catástrofe ha tenido lugar a su alrededor. Incluso puede que se estén preguntando por qué Wyndham ha sobrevivido.
Los relatos del fin del mundo habitualmente le dan mucha importancia a este tipo de cosas, pero la curiosidad de Wyndham nunca se verá satisfecha. Desafortunadamente, tampoco la de ustedes.
Es lo que hay.
Después de todo, es el fin del mundo.
Los dinosaurios tampoco supieron nunca qué fue lo que causó su extinción.
Sin embargo, en el momento de este relato, la mayoría de científicos están de acuerdo en que los dinosaurios llegaron a su fin cuando un asteroide de catorce kilómetros de ancho impactó contra la Tierra al sur de la Península de Yucatán, provocando gigantescos tsunamis, vientos huracanados, incendios forestales mundiales y una oleada de actividad volcánica. El cráter está todavía allí (mide unos 180 kilómetros de ancho y más de un kilómetro y medio de profundidad), pero los dinosaurios, junto al 75 por ciento de las otras especies que existían en aquellos tiempos, han desaparecido. Muchos de ellos desaparecieron en el momento del impacto, fulminados por la explosión. Aquellos que sobrevivieron al cataclismo inicial debieron perecer poco después, cuando la lluvia ácida contaminó el agua de la tierra y el polvo en suspensión ocultó el sol, sumiendo al planeta en un invierno de años.
A pesar de su importancia, este impacto fue sólo el más dramático de una larga serie de extinciones masivas; se detectan en registros fósiles a intervalos de 30 millones de años aproximadamente. Algunos científicos han relacionado estos intervalos con el desplazamiento periódico del sistema solar a través del plano galáctico, el cual provoca el desprendimiento de millones de cometas de la nube Oort más allá de Plutón que caen sobre la Tierra. Esta teoría, todavía por confirmar, ha sido bautizada como la Hipótesis Shiva, en honor al dios hindú de la destrucción.
Los habitantes de Lisboa habrían agradecido dicha información antes del 1 de noviembre de 1755, cuando la ciudad fue sacudida por un terremoto de nivel 8,5 en la escala de Richter. El temblor destruyó más de 12 000 viviendas y provocó un incendio que duró seis días.
Más de 60 000 personas perecieron.
Este suceso inspiró a Voltaire su novela Cándido, en la que el doctor Pangloss afirma que este es el mejor de los mundos posibles.
Wyndham podría haber llenado el depósito de gasolina de su furgoneta. Había gasolineras en casi todas las salidas de la autopista, y estas sí parecían estar funcionando correctamente. Pero no se preocupó por ello.
Cuando el camión se quedó sin gasolina, se limitó a arrimarse al arcén de la carretera, bajó de un salto y comenzó a andar campo a través. Cuando comenzó a anochecer (esto fue antes de que se sumergiera en su estudio acerca de cómo cae la noche), buscó refugio en la casa más cercana.
Era un bonito lugar, una casa de ladrillo de dos plantas bastante alejada de la carretera comarcal por la que pasaba en aquellos momentos. Tenía algunos árboles grandes en el patio delantero. En la parte trasera, un prado ensombrecido bajaba hacia la clase de bosque que se ve en las películas, pero muy raras veces en la realidad: viejos y enormes árboles con generosas avenidas sembradas de hojas. Era la clase de lugar que le habría encantado a su esposa y lamentó tener que romper una ventana de la casa para entrar. Pero qué remedio: era el fin del mundo y él tenía que encontrar un lugar para dormir. ¿Qué otra cosa podía hacer?
Wyndham no había planeado quedarse allí, pero cuando se despertó a la mañana siguiente no se le ocurrió ningún otro sitio donde ir. Encontró dos ancianos averiados en uno de los dormitorios del piso superior e intentó hacer por ellos lo que no había sido capaz de hacer por su esposa y su hija: tomó una pala del garaje y comenzó a cavar una tumba en el patio delantero. Una hora más tarde, sus manos comenzaron a agrietarse y llenarse de ampollas. Sus músculos, débiles tras tantos años sentado en una furgoneta de UPS, se rebelaron.
Descansó un tiempo, y luego cargó a los ancianos en el coche que encontró en el garaje… un Volvo monovolumen azul pizarra con 60 047 kilómetros en el contador. Los alejó un kilómetro o dos por la carretera, aparcó, los sacó y los tumbó en un bosquecillo de hayas. Intentó pronunciar algunas palabras de condolencia antes de marcharse (su mujer lo habría querido), pero no se le ocurrió nada apropiado que decir, así que, finalmente, se rindió y regresó a la casa.
No habría servido de nada: aunque Wyndham no lo sabía, los ancianos eran judíos no practicantes. Según la fe que Wyndham compartía con su esposa, estaban condenados a quemarse en el infierno durante toda la eternidad. Ambos eran inmigrantes de primera generación; la mayoría de sus familiares ya habían sido quemados en los hornos de Dachau y Buchenwald.
Lo de quemarse no les habría resultado algo nuevo.
Hablando de fuegos, la Fábrica Triangle Shirtwaist de Nueva York ardió el 25 de marzo de 1911. Ciento cuarenta y seis personas murieron. Muchas de ellas podrían haber sobrevivido, pero los propietarios de la fábrica cerraron todas las salidas para evitar robos.
Roma también ardió. Se dice que, mientras tanto, Nerón tocaba la lira.
De regreso a la casa, Wyndham se lavó y se sirvió una copa de la licorera que encontró en la cocina. Nunca había sido muy aficionado a la bebida antes de que el mundo acabara, pero no veía ningún motivo por el que no debiera probarlo en esos momentos. Su experimento salió tan bien que comenzó a sentarse por las noches en el porche a beber ginebra y observar el cielo. Una noche creyó ver un avión, con luces parpadeantes mientras pasaba trazando un arco por encima de su cabeza. Más tarde, ya sobrio, llegó a la conclusión de que debió ser algún satélite que todavía giraba alrededor del planeta, emitiendo datos telemétricos a estaciones receptoras y puestos de control desiertos.
Un día o dos más tarde se quedó sin electricidad. Y unos pocos días después se quedó sin licor. Tomó el Volvo y partió en busca de una ciudad. Los personajes en las historias del fin del mundo normalmente conducen vehículos de dos tipos: los sofisticados hastiados tienden a conducir coches deportivos trucados y con frecuencia recorren a toda velocidad la línea costera australiana, porque ¿qué mejor cosa podrían hacer con sus vidas? Todos los demás conducen todoterrenos cascados. Desde la Guerra del Golfo Pérsico de 1991 (en la que murieron unas 23 000 personas, la mayoría de ellas reclutas iraquíes muertos por bombas inteligentes norteamericanas), los Humvees de estilo militar han sido muy populares. Sin embargo, a Wyndham el Volvo le pareció totalmente adecuado a sus necesidades.
Nadie le disparó.
No fue atacado por una jauría errante de perros salvajes.
Encontró una ciudad a tan sólo quince minutos por la carretera. No vio ningún rastro de saqueo. Todos estaban demasiado muertos para saquear; es lo que tiene el fin del mundo.
De camino, Wyndham pasó por una tienda de artículos deportivos, donde no se detuvo para coger armas o equipo de supervivencia. Pasó numerosos vehículos abandonados, pero no paró para extraer un poco de gasolina de sus depósitos. Pero sí que paró en la tienda de licores; allí reventó una ventana con una piedra y se agenció varias cajas de ginebra, whisky y vodka. También paró en la tienda de comida, donde encontró los cadáveres hediondos de la plantilla de noche tirados junto a los carros de suministros que nunca llegarían a las estanterías. Wyndham sostuvo un pañuelo en la nariz y cargó agua tónica y otro tipo de refrescos para combinados. También cogió alimentos enlatados, aunque no sintió el imperativo de acaparar más de lo que le dictaban sus necesidades más inmediatas. Ignoró el agua embotellada.
En la sección de libros, si que tomó una guía del buen barman.
Algunos relatos del fin del mundo nos presentan dos supervivientes post-apocalípticos, un hombre y una mujer. Estos dos supervivientes se encargan de Repoblar la Tierra como parte de sus esfuerzos por Restablecer la Civilización Occidental sin los Malos Viejos Hábitos. Sus nombres siempre son astutamente ocultados hasta el final del relato, y entonces son revelados e invariablemente resultan ser Adán y Eva.
La verdad es que casi todos los relatos del fin del mundo son, hasta cierto punto, relatos de Adán y Eva. Esa puede ser la razón de que disfruten de tanta popularidad. Para ser totalmente sincero, debo reconocer que en los periodos inactivos de mi vida sexual (y, ay, estos periodos han sido más frecuentes de lo que me hubiera gustado) en muchas ocasiones las fantasías de un post-holocausto a lo Adán y Eva me parecían extrañamente reconfortantes. Desde mi punto de vista, ser el único hombre vivo reduce de forma significativa la posibilidad de un rechazo. Y reduce el pánico escénico casi totalmente.
También hay una mujer en esta historia.
No se hagan muchas ilusiones.
Hasta el momento, Wyndham lleva viviendo en la casa de ladrillo casi dos semanas. Duerme en el cuarto de la pareja de ancianos y duerme bastante bien, aunque quizás eso se deba a la ginebra. Algunas mañanas se despierta desorientado, preguntándose dónde está su esposa y cómo llegó a un lugar desconocido. Otras mañanas se despierta con la sensación de que todo lo demás lo ha soñado y que su dormitorio siempre ha sido ese.
Sin embargo, un día se despierta pronto en el grisáceo resplandor previo al amanecer. Alguien se mueve en el piso de abajo. Wyndham siente curiosidad, pero no miedo. No lamenta entonces no haberse parado en la tienda de artículos deportivos para coger una pistola. Wyndham no ha disparado una pistola en toda su vida. Y si disparase a alguien (aunque fuera un gamberro post-apocalíptico con intenciones caníbales) probablemente sufriría una crisis nerviosa.
Wyndham no intenta ocultar su presencia cuando baja. Hay una mujer en el salón. No está nada mal: rubia, aunque un tanto descolorida, esbelta y joven, veinticinco años, treinta como mucho. No parece estar muy limpia, y no es que huela muy bien, pero la higiene no ha estado últimamente entre las prioridades de Wyndham. ¿Quién es él para juzgarlo?
—Estaba buscando un lugar donde dormir —dice la mujer.
—Hay una habitación libre en el piso, de arriba —le dice Wyndham.
A la mañana siguiente (son casi las doce del mediodía, pero Wyndham se ha acostumbrado a despertarse tarde) desayunan juntos: un hojaldre relleno para la mujer, un cuenco de Cheerios secos para Wyndham.
Intercambian información, pero no es necesario que nos adentremos en ello. Es el fin del mundo y la mujer no tiene más información acerca de cómo pasó que Wyndham o que ustedes o que nadie. Sin embargo, es ella la que toma la voz cantante. Wyndham nunca ha sido muy hablador, incluso en sus mejores momentos.
Él no le pide que se quede. Tampoco le pide que se marche.
No le pregunta prácticamente sobre nada.
Y así transcurre el día.
En ocasiones, es todo este asunto del sexo lo que provoca el fin del mundo.
De hecho, si me permiten que vuelva a mencionar una vez más a Adán y Eva, el sexo y la muerte han estado conectados con el fin del mundo desde… bueno, desde el principio del mundo. Eva, a pesar de haber sido advertida, prueba la fruta del Árbol del Conocimiento del Bien y del Mal y se da cuenta de que está desnuda y que es un ser sexual. Entonces, propone a Adán que muerda la fruta.
Dios castiga a Adán y Eva por su pecado expulsándolos del Paraíso e introduciendo la muerte en el mundo. Y así fue como ocurrió: el primer Apocalipsis, Eros y Tanatos unidos en un pequeño y pulcro hatillo, y todo por culpa de Eva.
No es de extrañar que a las feministas no les guste esa historia. Es un punto de vista bastante corrosivo sobre la sexualidad femenina si se piensa detenidamente.
A propósito, quizás una de mis historias del fin del mundo favoritas trata de unos astronautas que caen en un bucle temporal; cuando salen descubren que todos los hombres están muertos. Entre tanto, a las mujeres les ha ido bastante bien sin los hombres. Ya no los necesitan para reproducirse y han establecido una sociedad que parece funcionar perfectamente sin hombres… de hecho, mejor que lo que jamás han funcionado nuestras sociedades con dos sexos.
Pero ¿se conformarán los hombres con ser dejados fuera?
Por supuesto que no. Son hombres, después de todo, y les mueve su necesidad de dominación sexual. Están genéticamente programados, por decirlo de alguna manera, y en breve intentan regresar a este Edén en otro mundo devastado.
Lo logran con el sexo, sexo violento de macho… violación, de hecho. En otras palabras, un sexo que tiene más que ver con la violencia que con el sexo.
Y por supuesto, nada que ver con el amor.
Lo cual, si se piensa detenidamente, representa un punto de vista bastante corrosivo sobre la sexualidad masculina. Cuanto más cambian las cosas, más igual permanecen, supongo.
Pero volvamos con Wyndham.
Wyndham sale al porche sobre las tres. Tiene tónica. Tiene ginebra. Es lo que hace ahora. No sabe dónde está la mujer, tampoco le preocupa demasiado si se queda o se marcha.
Ha estado sentado allí durante horas cuando ella se le une. Wyndham no sabe qué hora es, pero el aire tiene esa cualidad submarina difusa que aparece durante el crepúsculo. La oscuridad está comenzando a arremolinarse bajo los árboles, los grillos comienzan a afinar sus instrumentos y está todo tan tranquilo que durante unos segundos Wyndham casi logra olvidar que es el fin del mundo.
Entonces, la puerta de tela metálica se cierra con un chasquido mientras la mujer sale. Wyndham percibe inmediatamente que ha cambiado algo su aspecto, aunque no sabría decir el qué: es esa magia que poseen las mujeres, piensa. Su esposa también solía hacerlo. A él siempre le parecía que estaba bien, pero en ocasiones se la veía resplandeciente. Maquillaje, un poco de colorete. Pintalabios. Ya me entienden.
Y él agradece el esfuerzo. Lo agradece de verdad. Incluso Se siente halagado. Es una mujer atractiva. E inteligente.
Sin embargo, la verdad es que él no está interesado.
Ella se sienta junto a él y habla todo el tiempo. Y aunque no lo expresa con tantas palabras, habla sobre la Repoblación del Mundo y el Restablecimiento de la Civilización Occidental. Habla sobre el Deber. Habla sobre estas cosas porque es de lo que se supone que se habla en situaciones como esta. Pero debajo de todo ello subyace el sexo. Y más abajo, mucho más abajo, la soledad… y él se identifica con ella en ese sentido, lo hace de verdad. Un poco más tarde, ella toca a Wyndham, pero él no reacciona en absoluto. Parece que está totalmente muerto allá abajo.
—¿Cuál es el problema? —pregunta ella.
Wyndham no sabe qué responderle. No sabe cómo decirle que el fin del mundo no consiste en ninguna de esas cosas. El fin del mundo consiste en algo distinto, pero Wyndham no es capaz de encontrar la palabra que lo defina.
Bueno, por dónde íbamos, la esposa de Wyndham.
Ella también tiene otro libro en su mesilla de noche. No lo lee todas las noches, sólo los domingos. Pero una semana antes del fin del mundo estaba leyendo la historia de Job.
Conocen la historia, ¿verdad?
En ella se cuenta lo siguiente: Dios y Satán (o, en todo caso, el Adversario; quizás esa sea la mejor traducción) hacen una apuesta. Quieren comprobar cuánta mierda es capaz de comer el más ferviente siervo de Dios antes de renunciar a su fe. El nombre del siervo es Job. Así pues, hacen la apuesta y Dios comienza a lanzar sobre Job toneladas de mierda: le arrebata sus riquezas, su ganado, su salud. Le priva de sus amigos. Etcétera, etcétera. Finalmente (y esta es la parte que siempre toca la fibra sensible de Wyndham), Dios le arrebata sus hijos.
Permítanme aclararles que en este contexto «arrebatar» significa «matar».
¿Me siguen? Es como Krakatoa, una isla volcánica que existió tiempo atrás entre Java y Sumatra. El 27 de agosto de 1883, Krakatoa entró en erupción escupiendo cenizas hasta una altura de setenta y cinco kilómetros y vomitando veinte kilómetros cúbicos de roca. La explosión se oyó a 4500 kilómetros de distancia. Provocó tsunamis que se elevaron hasta treinta y seis metros en el aire. Imaginen toda esa agua rompiendo sobre los precarios poblados que bordeaban las costas de Java y Sumatra.
Treinta mil personas murieron.
Todos ellos tenían nombre.
Los hijos de Job. Muertos. Exactamente como los 30 000 habitantes anónimos de Java.
¿Y qué hace Job? Continúa tragando mierda a borbotones. Jamás renegará de Dios. Mantiene su fe. Y es recompensado: Dios le devuelve sus riquezas, su ganado, su salud, y le envía amigos. Dios reemplaza a sus hijos. Presten atención: la elección de las palabras es importante en un relato sobre el fin del mundo.
He dicho «reemplaza», no «devuelve».
¿Y sus primeros hijos? Esos siguen muertos, desaparecidos, averiados, borrados de la faz de la Tierra por siempre jamás, exactamente como los dinosaurios y los 12 millones de indeseables incinerados por los Nazis y los 500 000 masacrados en Ruanda y los 1,7 millones asesinados en Camboya y los 60 millones inmolados en la Ruta de los Esclavos. Qué graciosillo es este Dios.
Menudo bromista está hecho.
Y eso es en lo que consiste el Fin del Mundo, o al menos es lo que Wyndham hubiera querido expresar. El resto son sólo minucias.
A esas alturas, la mujer (¿les gustaría que tuviera un nombre? Se merece uno, ¿no creen?) ha comenzado a llorar suavemente. Wyndham se pone en pie y se dirige a la cocina en busca de otro vaso. Luego regresa al porche y prepara un gin-tonic. Se sienta junto a ella y le insiste para que lo acepte. Es lo único que sabe hacer.
—Toma —dice él—. Bébete esto. Te sentirás mejor.