Guy Boothby
(1867-1905)
UN PROFESOR DE EGIPTOLOGÍA [*]
Desde las siete a las siete y media de la tarde, lo que es decir la media hora anterior a la cena, el gran vestíbulo del Hotel Occidental se llena de gente ociosa, entre la que se cuenta lo más granado y a la moda que pasa el invierno en El Cairo. La noche de la que quiero hablar no fue la excepción a la regla. Al pie de la gran escalera de rutilante mármol, orgullo del propietario del hotel, un muy conocido miembro de la representación diplomática francesa hablaba de manera amistosa y relajada con una duquesa inglesa, cuya bella hija, un tanto delicada de salud, sin embargo, flirteaba acarameladamente con uno del Sirdar Bimbashi[1] del Sudán, recién licenciado. A la derecha, donde estaba el gran sofá del vestíbulo, una duquesa italiana, de reputación tan dudosa como los diamantes que lucía, escuchaba con aparente interés lo que le contaba un apuesto y joven griego experto en el ataque a las damas, aunque ella, en realidad, trataba de captar al menos fragmentos sueltos de la conversación que mantenían, a corta distancia de donde se hallaba, un ruso muy ingenioso y una muy inteligente hija de los Estados Unidos. Allí estaban representadas, pues, casi todas las nacionalidades, aunque, por desgracia para nuestro prestigio, la mayor parte de los presentes eran ingleses. La escena, en cualquier caso, resultaba de lo más llamativa, y el brillo de los rutilantes uniformes militares, junto a los no menos rutilantes del cuerpo diplomático (se celebraría poco después una gran recepción en el Palacio Khedivial), aportaba un particular toque de color al cuadro. Todo aquello, observado desde un punto de vista político, era suficientemente significativo en sí mismo.
Al fondo del vestíbulo, junto a las grandes puertas acristaladas, una elegante dama de edad provecta y con los cabellos blancos, pero atractiva aún, conversaba con uno de los médicos ingleses más importantes del lugar, un hombre de pelo gris y de aspecto distinguido, con toda la pinta de ser muy inteligente, que poseía la feliz facultad de impresionar a todos aquellos con los que hablaba, y que hacía sentir a cualquiera que no había nada más importante en el mundo que la sociedad de esa persona con la que hablaba, que era además la suya propia. Charlaban acerca de qué tipo de ropa era más conveniente para un viaje por el Nilo, mientras la hija de la dama, que se encontraba muy cerca de ellos, y que poco antes había rememorado con su madre aquel primer viaje que cursaron a Egipto (también había hablado de ello con el doctor), prefería ahora estar indolentemente recostada en el sofá observando a los demás, a quienes se hallaban a su alrededor. Tenía los ojos grandes y oscuros, de mirada atenta y contemplativa. Al igual que su madre, se tomaba la vida muy en serio, aunque de manera distinta. Alguien que hubiera suspendido tres veces en matemáticas difícilmente podría llamar su atención, como nadie que gustase de los besamanos en un jardín sabría apreciar los méritos de ella, ni su manera de vestir. Eso no quiere decir, sin embargo, que la joven luciera calcetines azules, por ejemplo, como dice la expresión vulgar para referirse a una persona desastrada o de mal gusto. Se hacía una experta en todo lo que le interesaba, y las matemáticas eran su pasión más acendrada, como otros se apasionan por Wagner, el ajedrez o el croquet; las matemáticas eran, además de una gran pasión, su hobby favorito, y hay que decir que ciertamente tenía gran éxito en su práctica. En ocasiones montaba a caballo, iba en coche de tiro, jugaba al tenis y al hockey, y miraba a su alrededor, observaba el mundo en que se desenvolvía, con mucha tranquilidad, con ojos escrutadores pero siempre dispuestos a ver en las cosas el lado bueno en vez del lado malo. Contradictorios como lo somos, incluso en lo que respecta a nosotros mismos, sólo aquellos que la conocían bien, unos pocos y muy escogidos, sabían que a despecho de todo lo anteriormente señalado había en ella, siendo esto acaso un rasgo distintivo de su personalidad, una fuerte tendencia hacia lo misterioso, o dicho con mayor propiedad, hacia lo oculto. Quizá hubiera sido ella la primera en negarlo, pero la historia que contaré demuestra sobradamente lo contrario.
Mrs. Westmoreland y su hija habían salido de su confortable casa de Yorkshire en septiembre, y tras un corto viaje por el continente habían llegado a El Cairo en noviembre, que para mí es el mes ideal para hacerlo, pues en ese tiempo el calor no es asfixiante, el servicio en los hoteles es bueno porque quienes lo prestan aun no se han cansado de tantas obligaciones como tienen en otras épocas y, lo mejor de todo, las habitaciones más confortables y hasta lujosas aún no han sido ocupadas. En el tiempo del que hablo, sin embargo, era ya diciembre, y el caravanserai de la gente a la moda lo llenaba todo, como todos los años, abarrotando hasta los tejados. Todos los días llegaba gente, y el director del hotel lamentaba de continuo no tener, para ofrecérselas, al menos otras cien habitaciones que llenar de huéspedes. Era suizo, por lo cual el gobierno de un hotel era para él toda una profesión.
Aquella noche en concreto, esa de la que he comenzado a hablar, Mrs. Westmoreland y su hija, Cecilia, habían quedado a cenar con el doctor Forsyth, lo que quiere decir que se iban a sentar a su mesa para compartir cena y velada, y conocer así a un hombre del que habían oído hablar mucho pero que aún no les había sido presentado. El individuo en cuestión era un tal profesor Constanides, reputado como uno de los más importantes egiptólogos y autor de varios trabajos bastante conocidos y apreciados. Mrs. Westmoreland no era una persona metódica, ni siquiera caprichosa, así que, con tal de cenar en compañía agradable, le daba lo mismo hacerlo con un distinguido conde inglés que con el primer extranjero mundano con que se encontrase.
—Eso no importa realmente, querida —decía a su hija—; da lo mismo a quién elijas para cenar en compañía con tal de que la mesa esté bien servida, la comida bien cocinada y el vino sea irreprochable. Al fin y al cabo, un primer ministro y un vicario rural son simplemente hombres… Enfréntalos por una herencia, o por un soborno, y pelearán como gatos callejeros. En realidad no quieren conversar…
De aquí puede deducirse que Mrs. Westmoreland era una mujer en muy buena relación con su mundo. Miss Cecilia, sin embargo, compartía sus opiniones hasta cierto punto, y en todo caso de manera distinta. Sin embargo, ella también quería conocer al profesor Constanides, quien, por lo que había oído decir, se hallaba en posesión de una inteligencia extraordinariamente intuitiva —o quizá habría que llamarla instintiva— para descubrir las tumbas de los faraones de las dinastías XI, XII y XIII.
—Me temo que Constanides va a llegar tarde —avisó el doctor, que había consultado varias veces su reloj—; en ese caso espero que acepten las disculpas que les ofrezco en su nombre, como amigo suyo que soy y anfitrión de ustedes.
El doctor no era hombre que reparase en el sonido de su propia voz, pero aquella vez estuvo a punto de hacerlo… Al fin y al cabo, Mrs. Westmoreland era una viuda con una muy buena renta, y Cecilia, estaba seguro, deseaba casarse pronto.
—Concedámosle tres minutos más de espera —dijo la joven dama con gran tranquilidad, y añadió en el mismo tono—: Quizá debamos hacerle sentir nuestro agradecimiento si al fin y al cabo aparece…
Tanto Mrs. Westmoreland como el doctor la miraron con ojos a la vez dulces y de reproche. La primera no podía concebir que alguien hiciera un feo semejante al doctor, que había cursado la invitación a cenar para que pudieran conocer al profesor, mientras su hija creía difícil que alguien hiciera un desaire semejante al famoso doctor Forsyth, el que, aun a pesar de su fracaso en la Harley Street[2], había amasado una fortuna considerable en la tierra de los faraones.
—Estoy seguro de que mi buen amigo Constanides no nos decepcionará —dijo el doctor consultando por cuarta vez su reloj—. Quizá la culpa sea mía, pues acaso me adelanté a la hora al convocarlas a ustedes; puedo asegurarles que el profesor nunca ha sido impuntual… Se trata de un hombre admirable… realmente admirable… Jamás he conocido a nadie como Constanides… ¡Todo un estudioso!
Después de tan encomiásticas palabras, el doctor tiró de los puños de su camisa, apretó el nudo de su corbata, se ajustó los lentes, todo ello con sus maneras tan profesionales, y echó un vistazo más allá, hacia el vestíbulo, como si buscase un enfrentamiento con quien se atreviera a contradecir las afirmaciones que acababa de hacer.
—Usted habrá leído, claro está, su obra Mitología egipcia —observó Miss Cecilia, despacio, hablando como si el asunto estuviese fuera de toda duda.
El doctor pareció algo confundido.
—¡Ejem! Déjeme ver… —titubeó mientras intentaba salir del atolladero—. Bueno, a decir verdad, mi querida señorita, no estoy muy seguro de haber leído, o estudiado, mejor dicho, esa obra en particular… Mire, en realidad debo confesarle que tengo una escasa predisposición para leer cosas que no estén en relación directa con mi profesión… Para mí eso es mucho más necesario que cualquier otro asunto.
Miss Cecilia torció el gesto como si intentase reprimir una sonrisa. Justo en ese instante se abrieron las puertas acristaladas del vestíbulo e hizo su entrada un hombre. Fue significativo que todos se volvieran para verle, algo que no pareció desconcertarle de ninguna manera.
Era alto, con un porte excelente; tenía todo el aire de quien está acostumbrado a mandar y dirigir. Su rostro era oval y muy grandes los ojos, de esos que aterrorizan cuando miran directamente pues expresan el poderoso influjo de quien los posee. Sus mandíbulas eran fuertes y su amplia frente hacía que resaltase especialmente su cabello negro, más aún de lo que es común en los griegos. No lucía barba ni mostacho, lo que hacía más visible su boca grande y firme, la fortaleza de unos labios que aumentaban la expresión decidida de aquel hombre. Quienes son capaces de percibir estas cosas, hubieran notado que vestía sin tacha pero sin pretensiones, incluso con una cierta dejadez. Miss Cecilia, que poseía el precioso don de la observación, un don largamente desarrollado, se percató de ello al instante; aquel hombre no lucía más que un sencillo anillo y un prendedor de corbata en el que destacaba una perla, nada más, ninguna otra joya… Miró a su alrededor, en busca del doctor Forsyth, y en cuanto lo vio se dirigió a él alegremente.
—¡Mi querido amigo! —exclamó en inglés, idioma que hablaba casi sin acento—, le pediré perdón mil veces, si es preciso, por haberle hecho esperar.
—No, no, al contrario; es usted puntual —dijo el doctor, muy efusivo—. Permítame el placer, un inmenso placer, de presentarle a mis amigas, Mrs. Westmoreland y su hija, Miss Cecilia, de las que tanto me ha oído hablar…
El profesor Constanides dedicó una inclinación de cabeza a las damas y expresó el placer que le producía conocerlas. Aunque no hubiera podido explicarlo, tuvo Miss Cecilia la sensación de que era presentada en el mismísimo salón del trono. Un momento después sonaba el gong y se dejaba sentir un rumor de vestidos y de golpes de abanico en dirección al salón comedor. En su calidad de anfitrión, el doctor Forsyth ofreció su brazo a Mrs. Westmoreland mientras Constanides hacía lo mismo con Miss Cecilia, quien, sin embargo, notaba en sí una vaga irritación. Admiraba a aquel hombre, lo que quiere decir que admiraba su obra, pero hubiese preferido que su nombre significara para ella otra cosa… (debe hacerse notar aquí que lo último que había leído de Constanides, a propósito de un broche de turquesas, le había parecido una auténtica estafa, algo realmente abominable, por lo que su nombre, desde entonces, le sonaba como una ofensa). La mesa del doctor Forsyth estaba al fondo, junto a un ventanal, por lo que se tenía desde allí una excelente perspectiva del salón. La escena era ciertamente animada… Alguien, es de temer, cierta dama, no olvidaría jamás todo aquello por mucho que lo intentara.
En los primeros momentos de la cena, la conversación quedó prácticamente limitada a Cecilia y Constanides; el doctor y Mrs. Westmoreland quizá estuvieran ya cansados de tanta charla y prefiriesen no participar. Luego, en cualquier caso, comenzó a relajarse la disciplina y el buen tono que observaban a la mesa, lo que quiere decir que empezaron a interesarse por aquellos a los que tenían cerca, en las mesas de al lado.
No he podido dejar de preguntarme, desde entonces, con qué sentimientos recordaría Cecilia aquella noche. Acaso para castigar mi curiosidad, admitió ante mí mismo que nunca había vuelto a hablar, tras aquella noche, con un hombre tan inteligente como Constanides… Aquello hizo que me sintiese humillado, pues, si no amantes, éramos al menos amigos desde hacía mucho tiempo, y al fin y al cabo la cocinera de Mrs. Westmoreland es única.
Desde aquella noche apenas hubo un día en el que Constanides no disfrutara alguno de los placeres de la sociedad de Miss Cecilia Westmoreland. Iban juntos al campo de polo, bajaban en carruaje basta el pueblo de Gezireh, iban de compras al Muski, y escuchaban a la orquesta del Hotel Shepheard mientras tomaban el té de la tarde en su amplia terraza. Siempre se veía a Constanides la mar de relajado, pintoresco, decididamente interesante… Y, lo más reseñable, nunca defraudaba a los que ya se habían hecho una idea de cómo era. Por lo que parecía, era mucho más conocido, sin embargo, en los barrios de los nativos que en los habitados por europeos. Cecilia se dio pronto cuenta de que, en efecto, los nativos lo trataban con un respeto y pleitesía sólo dedicados de común a los reyes. Aquello la maravillaba, pero no decía una palabra. Por lo que a mí respecta, sólo puedo preguntarme por qué su madre no la recomendó que observase las debidas precauciones antes de que fuera demasiado tarde… Estoy seguro de que tuvo que darse cuenta de lo muy peligrosa que resultaba para su hija la intimidad que se traía con Constanides. Fue el coronel Bettenham, por el contrario, quien dio la primera voz de alarma. De una u otra manera estaba relacionado familiarmente con los Westmoreland, lo que le daba cierto derecho, al menos, a expresar libremente su opinión al respecto.
—No puedo decir quién es realmente ese hombre —avisó a la madre de Cecilia—, pero si yo estuviese en su lugar me andaría con cuidado… A estas alturas del año El Cairo se llena de aventureros…
—Mi querido coronel —respondió Mrs. Westmoreland—, no creo realmente que pretenda usted sugerir siquiera que el profesor podría ser un aventurero a la caza de dotes… Nos lo presentó el doctor Forsyth… Es autor de libros muy interesantes.
—Los libros, querida, no lo son todo —replicó el otro muy juiciosamente, y siguió diciendo con esa imparcialidad característica del hombre que apenas lee—: De hecho, Phipps, uno de mis capitanes, escribió una novela hace algunos años… Sólo una novela… Eso quiere decir, querida, que la experiencia no le resultaría tan grata, puesto que no volvió a repetirla… Pero, volviendo a ese hombre, Constanides, creo que le llaman así, yo, de ser usted, me andaría con cuidado.
Debo decir que aquella conversación atribuló a la pobre Mrs. Westmoreland mucho más de lo que ella misma estaba dispuesta a admitir, incluso para sí misma. Ella, al igual que su hija, había caído fascinada ante la verborrea del profesor. A tal punto, estoy convencido de lo que digo, que hubiesen preferido ambas a los griegos antes que a los ingleses, por mucho que mi afirmación pueda parecer una herejía… Pero ya se entenderá bien, más adelante, lo que digo y por qué lo digo. Particularmente me inclino a pensar, sin embargo, que fui yo quien se percató primero de lo muy alarmante que resultaba todo aquello. Lo vi en los ojos de Cecilia, aunque me resultase difícil expresarlo entonces. Pero algo sentí, algo muy profundo, desde luego, porque, por mucho que me avergüence confesarlo, comencé a verme con ella sistemáticamente a partir de entonces. Al fin y al cabo ambos compartíamos algún secreto del otro, y hasta me había confiado alguno más a propósito de lo que le ocurría en aquel tiempo tan extraordinario para ella… ¡Y ya lo creo que fue un tiempo extraordinario para Cecilia! Aunque también sea cierto que ni ella ni yo alcanzábamos aún a ver siquiera de lejos el drama que teníamos ante nosotros… Uno de los dramas sin duda más terribles que este mundo nuestro había visto, ahora estoy convencido de ello.
Pasaron las Navidades y llegó el nuevo año, y con el año nuevo llegó también el principio del fin. Creo, sin embargo, que por aquel tiempo Mrs. Westmoreland ya se daba cuenta de lo que sucedía, al menos en cierto modo. Pero quizá era demasiado tarde para intervenir. Estoy seguro, en cualquier caso, de que Cecilia no se había enamorado de Constanides; estoy tan seguro de eso como de que tampoco yo me había enamorado de él… Simplemente, estaba fascinada por él, algo tan difícil de explicar, en cualquier caso, como la necesidad de que haya paz en el mundo, de ahí nuestra perplejidad. Para ser preciso, diré que la gran crisis estalló el día 3 de enero, un martes. En el atardecer de aquel día, Mrs. Westmoreland, acompañada por su hija y por el doctor Forsyth, acudió a una recepción en el palacio de un pasha, cuyo nombre me reservo. El interés de mi historia requiere decir, simplemente, que se trata de un hombre muy orgulloso y pagado de sí mismo, por lo que sólo cursa invitación a gentes seleccionadas previamente con gran rigor. En sus salones puede uno, por ello, encontrarse con los hombres más distinguidos de Europa, y ocasionalmente acceder al conocimiento, naturalmente, de determinadas intrigas políticas, las cuales, por decirlo con suavidad, le dan a uno la oportunidad de reflexionar acerca de las inconstancias e inestabilidades de los asuntos mundanos, y del affaire de lo político en particular.
La tarde avanzaba ya hacia la noche cuando Constanides se dejó ver allí. Fue fácil observar que se hallaba aún más tranquilo de lo que en él era habitual. Un rato después consintió Cecilia en salir can él a la gran balconada del palacio, y allí, bajo la luz clara de la luna, disfrutaron de una bonita vista del Nilo. No he sabido con exactitud qué fue lo que Constanides le dijo a Cecilia; sólo sé, por lo que me contó su madre, que cuando se reunió con ella estaba visiblemente agitada. De hecho, volvieron al hotel de inmediato, antes de que concluyese la recepción, y Cecilia se refugió en su habitación para descansar.
Pero ahora viene la parte de esta historia que resultará al lector tan difícil de creer como me lo pareció a mí, aunque tengo datos suficientes como para corroborar que cuanto aquí se refiere es cierto. Era casi la medianoche y el hotel disfrutaba, por así decirlo, de una tranquilidad que apenas tenía a lo largo de las veinticuatro horas del día. Ya he señalado que Cecilia se había retirado a su habitación apenas llegó allí, pero no he dicho con ello toda la verdad, pues si bien es cierto que dio las buenas noches a su madre antes de hacerlo, no se encerró allí precisamente para descansar. Abrió la ventana para disfrutar del frescor de la noche y se asomó para contemplar la calle sobre la que se derramaba la luz de la luna. No sé, por supuesto, en qué pensaba, tampoco ella lo recuerda… Por mi parte, no obstante, me inclino a creer que estaba en una especie de trance a medias hipnótico, por lo que tenía la mente en blanco.
Pero, a partir de este punto, que sea la propia Cecilia quien narre su historia:
—No podría decir cuánto tiempo estuve asomada a la ventana; lo mismo pudieron ser cinco minutos que pudo ser una hora… Pero de repente ocurrió algo extraordinario. Supe que era imprudente, supe que era un error hacerlo, más bien, pero algo me oprimía, algo que necesitaba expulsar de mí… Tenía la sensación de que la habitación me apresaba, por lo que si no conseguía salir pronto al aire libre acabaría perdiendo la vida. Aunque parezca extraño, no quise librar una batalla contra esa sensación. Era como si supiera que no podía resistirme, pues me hallaba ante algo infinitamente más fuerte que yo. Así, apenas consciente de lo que hacía, al final me cambié de ropa, y cubierta con una capa apagué la luz eléctrica de la habitación y salí al pasillo. Los criados árabes vestidos de blanco descansaban en el suelo, como es su costumbre. Todos dormían profundamente. Mis pasos no se dejaban sentir al bajar por la gran escalera alfombrada. El vestíbulo del hotel se hallaba sumido en la semioscuridad y el recepcionista debía de estar haciendo su ronda, pues en el mostrador no había nadie que pudiera verme. Atravesé el vestíbulo y abrí la puerta principal; me acompañó la suerte, pues el pomo giró con suavidad y la cerradura no hizo ruido; poco después estaba en la Calle. Nada me hacía reparar en la tontería de aquella escapada; apenas era consciente del misterioso poder que me empujaba a hacer todo eso, así que sin detenerme a pensar en ello giré rápidamente a la derecha y me fui calle abajo tan veloz como jamás había andado. Los árboles hacían que las aceras estuviesen muy oscuras, pero en el centro de la calzada la luz de la luna parecía diurna. Cerca de mí pasó un carruaje ocupado por franceses que hablaban y reían felices, pero, salvo eso, la ciudad entera parecía mía, como si únicamente yo la habitase. Más tarde oí el canto del muecín llamando a la oración desde el minarete de alguna mezquita del vecindario, un canto que comenzaba a repetirse en todas las mezquitas de la ciudad. Entonces me detuve de golpe en una esquina de la calle, como si alguien me lo hubiera ordenado imperativamente. Puedo recordar bien que temblaba, aunque no sabría decir por qué razón… Lo digo*para que se observe que, si bien era incapaz de regresar al hotel, o de hacer cualquier cosa por mi propia voluntad, aún me hallaba en posesión de mi capacidad para observar.
»Apenas había llegado a esa esquina en la que me detuve como si hubiese recibido la orden de hacerlo, la reconocí al instante, como si antes hubiera estado allí; poco después se abría la puerta de una casa cercana y salía un hombre. Era el profesor Constanides, pero su presencia a tales horas y en aquella calle, como todo lo que me iba sucediendo a medida que avanzaba la noche, no me chocó, no me pareció cosa que hubiera de tomarse en consideración.
»—Tienes que obedecerme —me dijo a modo de saludo—, será lo mejor… Ahora sigamos, se está haciendo tarde.
»Tras decirme aquellas palabras, se dejó sentir el chirriar de las ruedas de un carruaje que apareció por la esquina y se detuvo ante nosotros. Mi acompañante me ayudó a subir y luego tomó asiento a mi lado… Ni si quiera entonces, a pesar de lo muy extraño que resultaba todo, incluida mi manera de actuar se me pasó por la mente resistirme.
»—¿Qué significa todo esto? —me limité a preguntar—. Responde, por favor… ¿Qué hago yo aquí?
»—Pronto lo sabrás —me dijo con un tono de voz que no le conocía.
»Recorrimos una distancia considerable, creo que incluso cruzamos el río por algún tramo, sin que ninguno de los dos dijera una palabra.
»—Piensa primero y dime después —me dijo al fin— si recuerdas por dónde has ido en coche conmigo.
»—Hemos ido juntos en coche muchas veces —respondí—; ayer mismo estuvimos en el polo, y anteayer fuimos a visitar las pirámides…
»—Sigue pensando —me dijo mientras me tomaba la mano. La suya estaba fría como el hielo, pero me limité a negar con la cabeza.
»—No puedo recordar más —dije, y algo en mi interior, algo tan intangible como fuerte, me hizo saber que no podría ir más allá en mis recuerdos.
»Me lanzó una leve mirada y seguimos en silencio. Los caballos del carruaje tenían que ser ciertamente fuertes pues nos llevaban a buen paso. La verdad es que no me importaba por qué ruta íbamos, pero finalmente algo atrajo mi atención lo justo como para que supiera que nos hallábamos en el camino que lleva a Gizeh. Poco después, el famoso museo, que una vez fuera palacio del jerife Ismael, llenaba mi vista, y el carruaje se detenía bajo los árboles, sobre todo albizias lebbek, que había en la acera. Mi acompañante me pidió que me diese prisa. Lo hice y le oí hablar con el cochero en algo que supuse era árabe. El cochero fustigó a los caballos y pronto se perdió de nuestra vista.
»—¡Vamos! —me dijo en el mismo tono imperativo de antes, a la vez que señalaba en dirección a las puertas de acceso al palacio, hacia donde comenzamos a andar.
»Con mi voluntad sometida a su dominio, así y todo pude admirar la belleza del museo bajo la luz de la luna. Bajo la luz del día era una edificación nada reseñable, incluso insustancial, pero entonces su arquitectura oriental lo asemejaba a un palacio de cuento. El profesor abrió las puertas, no sé cómo; sólo sé que poco después cruzábamos los jardines y me veía ascendiendo por la escalera de la entrada principal. Después dejábamos atrás otra puerta y entrábamos en un salón. Quizá sea digno de mencionar que en ningún momento de aquella extraña aventura sentí miedo, acaso porque no hay nadie en el mundo que me hubiera podido obligar a hacer todo aquello a la fuerza, aterrorizándome. La luna derramaba su luz sobre todos los monumentos de otras edades que había en el palacio, penetrando a través de los cristales de las ventanas. Una vez más Constanides me ordenó seguir adelante, y así entramos en un segundo salón, luego pasamos ante el Skekh-El-Beled[3] y ante el Escriba sentado[4]. Fuimos sala tras sala y creo que subimos también alguna escalera de muchos peldaños. Finalmente entramos en una sala en la que Constanides se detuvo. Había allí muchos sarcófagos con momias, sobre los que caía la luz de la luna a través de un tragaluz que había en el techo. Estábamos ante un sarcófago que recordaba haber visto en una visita anterior al museo. Aún me parece ver las inscripciones y grabados que tenía. El profesor Constanides, con la soltura propia de quien está acostumbrado a la práctica de determinados trabajos, levantó con gran facilidad la tapa del sarcófago para mostrarme la figura momificada que albergaba su interior. Tenía la cara descubierta y estaba magnífica y raramente bien conservada. La observé decididamente y mientras lo hacía me embargaba una sensación extraña, irreconocible. Mi cuerpo temblaba, se me helaba la sangre… Por vez primera en toda la noche sentí la necesidad de huir, de romper las cadenas invisibles que me ataban. Pero fue en vano. Sentí que me hundía más y más, sin remedio, en algo que desconocía… Entonces la voz del hombre que me había llevado a aquel lugar retumbó en mis oídos, aunque parecía venir de muy lejos. Y casi al momento cayó sobre mí una luz muy fuerte que me hizo sentir como si caminase en un sueño. Pero sabía que me estaba sucediendo algo muy real, algo muy verdadero, algo ajeno por completo a cualquier creación de mi fantasía.
»Era ya noche avanzada y el cielo se veía cubierto de estrellas. A cierta distancia había acampado un gran ejército, y las voces de los centinelas llegaban de vez en cuando hasta donde me encontraba. De algún modo me daba lo mismo saber o no dónde me hallaba, cuál era mi posición. Ni siquiera la manera en que iba vestida me sorprendía. A mi izquierda, en dirección al río, se alzaba una gran tienda de campaña ante la que pasaban continuamente hombres armados. Me miré como si más que mirarme quisiera ver a alguien, pero no había nadie.
»“Que sea la última vez, tiene que ser la última vez”, me dije.
»Quedé a la espera y, mientras lo hice, oí cómo la brisa de la noche agitaba los juncos de la orilla del río. De la tienda que se alzaba cerca de mí —la de Usirtasen, hijo de Amenemhait [5], de donde salían las órdenes contra los libios pues él mismo dirigía la contienda—, me llegaba el clamor de la revuelta. El aire frío que venía del desierto me hacía tiritar pues apenas estaba cubierta con una capa. Me oculté tras una gran roca, para protegerme del frío, y allí estaba cuando sentí pasos. Al volverme vi a un hombre muy alto, que caminaba despacio y adoptando muchas precauciones, lo que me hizo suponer que no quería ser descubierto por los centinelas de la tienda real. Le miraba y a la vez salía de aquella protección que me brindaba la roca para seguirle, para encontrarme con él. No era otro que Sinfihit, el hijo menor de Amenemhait y hermano de Usirtasen, quien mantenía en la tienda una reunión con sus generales.
»Pude ver, de súbito, que venía hacia mí… Alto, bien parecido, desafiante como todo un hombre a pesar de su juventud. Caminaba con el paso seguro de quien ha combatido en la guerra y está acostumbrado a los ejercicios, por ello, que fortalecen a los soldados. Por un momento lamenté verme obligada a darle las nuevas que debía… pero sólo por un momento. Seguía oyendo la voz de Usirtasen desde su tienda, y eso hacía que no pudiera pensar en nada ni en nadie más.
»—¿Eres tú, Nofrit? —me preguntó nada más verme.
»—Sí, soy yo —dije—; llegas tarde, Sinfihit… No deberías haber andado por ahí bebiendo vino.
»—Te equivocas, Nofrit —respondió él con esa fiereza por la que era tan celebrado—; no he bebido vino esta noche. De no habérmelo impedido el capitán de la guardia habría llegado antes… ¿Estás enfadada conmigo, Nofrit?
»—No, eso sería una auténtica presunción por mi parte, mi señor —respondí—. ¿Acaso no eres tú el hijo de un rey, Sinfihit?
»—Sí, pero juro por lo más sagrado que sería mejor para mí no serlo —dijo—. Usirtasen, mi hermano, se queda con todo; yo soy como el chacal que va buscando por ahí cualquier cosa que llevarse a la boca —hizo una pausa y siguió diciendo—: No obstante, nuestra conspiración hará que cambien las cosas, que todo vaya mejor… Con un poco de tiempo gobernaré esta tierra y la de Khem[6] —dijo poniéndose en pie y alzando los brazos imponente, mientras dirigía la mirada al campamento dormido de las fuerzas de su hermano… Era de sobra conocido que entre los hermanos no había nada de amor, ni de confianza, y sí muchos recelos.
»—Paz, que haya paz —musité temiendo que sus palabras fuesen oídas por alguien en el campamento—. No hables así, mi señor; si te oyesen, ya sabes qué castigo caería sobre ti.
»Él se echó a reír, aunque su risa era amarga. Bien sabía que Usirtasen, llegado el caso, no tendría piedad con él. No era la primera vez que se convertía en sospechoso, pues se había entregado a un juego realmente desesperado. Se acercó a mí y me tomó las manos. Quise apartarlas pero no me lo permitió. Nunca hubo hombre tan ardiente como lo fue él entonces.
»—Nofrit —me dijo después y sentí su aliento en mi cuello—, ¿qué podría decir yo, qué responder? Ya ha pasado el tiempo de hablar, ahora ha llegado el momento de actuar… Y como bien sabes, prefiero los hechos a las palabras… Mi hermano Usirtasen sabrá mañana que soy tan fuerte como él.
»Dado lo que sabía, aquellas palabras suyas podían haberme hecho reír, pues resultaban jactanciosas. Aún no había concluido el tiempo de hablar, por lo que yo mantenía las esperanzas de que pudiera hacerse la paz. Tramaba un complot contra su hermano, al que yo amaba, y quería que lo ayudase en su conspiración. Quizá no fuese yo capaz de hacerlo.
»—Escucha —me dijo entonces acercándose mucho más a mí, hablándome con aquella voz que me hacía sentir todo su ardor—, sabes lo mucho que te amo… Sabes, por ello, que sería incapaz de hacer nada que pudiera perjudicarte… Ten fe en mí, pues; nada será en vano… Todo está ya dispuesto y antes de que la próxima luna se oculte seré el faraón y sucederé a mi padre, Amenemhait.
»—¿Estás seguro de que tus planes no serán descubiertos? —le pregunté sin poder evitar que se me notara cuánta risa me daba su jactancia, pues jactancioso era pretenderse general supremo de un ejército capaz de llevarlo al poder, conspirando con generales que desertarían en plena batalla… Y aún más, bien sabía yo cuán equivocado estaba al creer que su padre lo prefería a Usirtasen, que mucho había hecho por el reino y que era adorado tanto por las gentes de mayor rango como por los más inmundos. Pero no estaba en el carácter de Sinfihit contemplar el lado oscuro de las cosas. Tenía gran confianza en sí mismo y se creía en posesión de la fuerza necesaria como para conspirar con éxito contra su padre y contra su hermano… Me desveló sus planes detalladamente, tan pobres e inanes que enseguida me di cuenta de que era por completo imposible que resultaran exitosos. ¿Qué misericordia esperaba recibir cuando cayese derrotado? Yo conocía a Usirtasen muy bien, por lo que estaba segura de que no se apiadaría de su hermano. Así que, usando toda la elocuencia de que era capaz, y de toda mi capacidad de persuasión, traté de convencerlo para que desistiese y abandonara la intentona, o al menos para que la pospusiera por un tiempo… Me tomó de las muñecas, me atrajo hacia sí y me dijo violentamente a la cara:
»—¿Es que no me tomas en serio? —me dijo—. Si es así, mejor será que te ahogues en el río… Traicióname, y ni el propio faraón podrá salvarte.
»Estaba convencida de que lo haría. Era un hombre desesperado; se había jugado cuanto era y tenía en el mundo en aras de una aventura dudosa. Puedo decir, sin que falte con ello a la verdad, que si bien aquella noche, como tantas otras, pude conspirar con él, nunca lo hice de forma que pudiera perjudicar a su hermano, ni de manera que pudiera perjudicarle a él mismo. Pero daba la impresión de que mi único papel a representar no era otro que el de acompañarlo en todo momento, incluso en su inminente y trágica caída.
»—Nofrit —me dijo tras una corta pausa—, ¿acaso no es importante para ti convertirte en la esposa de un faraón? ¿No te resulta especialmente grato, en tanto no has tenido que hacer el menor esfuerzo para ello pues ha sido él quien te ha elegido?
»No hacía otra cosa que alimentar sus ilusiones con falsas esperanzas. Así y todo, era muy difícil saber qué había de verdad en su mente, no lo dejaba ver, quizá a causa precisamente de sus falsas esperanzas. Yo me sentía como la hierba seca entre dos fuegos. Bastaría con que saltase una chispa para que ardiera, para que explotase la conflagración que me consumía por momentos.
»—Escúchame con atención, Nofrit —me dijo—; tú sabes de los planes de Usirtasen… Bien, pues házmelos saber mañana, el resto será fácil… Quiero saber qué hay en su mente… Ya verás como todo resulta mucho más grande y maravilloso de lo que habías soñado.
»Aunque no tenía la intención de hacer lo que me pedía, me di cuenta de que, hallándose como se hallaba con un humor excitado, sería mejor no llevarle la contraria. Le di las buenas noches y me fui a descansar. Apenas llevaba unos minutos en mi cabaña cuando llegó un mensajero de Usirtasen para llevarme a su presencia. Aunque no podía suponer de qué se trataría a tales horas, obedecí.
»Al llegar lo encontré rodeado de sus oficiales. Una sola mirada bastó para que me diese cuenta de que estaba violentamente molesto por alguna razón, y yo tenía las mejores razones para suponer que era precisamente conmigo. ¡Había ocurrido lo que me temía! El complot de Sinfihit caía hecho añicos, pues había sido descubierto, seguido y vigilado, por lo que mi encuentro aquella noche con él era ya bien conocido… En vano protesté, en vano me declaré inocente. La prueba era demasiado contundente, me condenaba por sí sola.
»—¡Vamos, habla, di todo lo que sabes! —me gritó Usirtasen con un tono que hasta entonces no le había conocido—. ¡Habla, eso es lo único que hará que te salves! Cuéntanos tu historia, hecha con los relatos de otro…
»Me temblaban todos los miembros del cuerpo mientras respondía una por una a todas las preguntas que me hacía… Tenía la sensación de que no me creía; en sus ojos vi que había perdido todo el favor que hasta no mucho antes me dedicaba, un favor del que ya no me sería dado disfrutar en adelante.
»—De acuerdo —dijo él cuando concluí mi relato—; ahora comprobaremos cuanto has dicho con tu compañero de intrigas… con el que quiere derrocarme… con el que se pretende faraón… con el que nunca me hizo temer de su espada.
»Hizo una seña a uno de sus oficiales, que dejó raudo la tienda para regresar a ella poco después con Sinfihit.
»—Yo te saludo, hermano —le dijo Usirtasen en tono de burla, echándose hacia atrás en su asiento y contemplándole con los ojos entreabiertos por la risa—. Quizá no hayas tenido ocasión de disfrutar del vino esta noche, aunque supongo que te gustaría beber siquiera un poco… Perdóname, pero no podrá ser; acaso en otra ocasión puedas disfrutar merecidamente de nuestra hospitalidad.
»—No importa —replicó Sinfihit mirando a su hermano a la cara—, hay otras cosas que requieren mi atención y no puedo perder el tiempo quedándome aquí… Sólo te pido que no me lo tomes como un rechazo.
»—No, claro que no… ¿Acaso esas cosas que requieren tu atención urgente tienen que ver con nuestra seguridad? —dijo Usirtasen con el mismo tono de burlona caballerosidad—. ¿Acaso has oído decir que hay en nuestro ejército alguien que no muestra la mejor disposición hacia nosotros? Si sabes de quién se trata, dímelo, por favor te lo pido… Dime su nombre, hermano, para que sea castigado como merece —pero antes de que Sinfihit pudiera responder, escupió a sus pies y le dijo—: ¡Perro! ¿Quieres hacerme creer que tienes asuntos importantes a los que atender, cuando esos asuntos no son otros que conspirar contra el trono de nuestro padre y contra mí? Llevo meses sospechando de ti, y ahora por fin lo veo todo muy claro… ¡Por todos los dioses! ¡Por lo más sagrado! ¡Juro que esa tontería te costará la vida!
»Fue justo en ese momento cuando Sinfihit se percató de mi presencia. No pudo reprimir un grito de espanto al verme, y su cara me decía a las claras que nunca hubiera sospechado realmente que le traicionaría. Reaccionó, sin embargo; me pareció que iba a decir algo contra mí, cuando un griterío en el exterior hizo que todos nos volviésemos hacia la entrada de la tienda. Usirtasen ordenó a sus guardias que fuesen a ver de qué se trataba, pero antes de que lo hicieran entró un mensajero. Por su ropa se veía que venía de lejos. Se prosternó ante Usirtasen y le dijo:
»—¡Dios te guarde, faraón! Vengo del palacio de Titoui.
»No pudo evitar Usirtasen que una expresión de terrible ansiedad se le dibujara en el rostro al oír aquellas palabras del mensajero. También noté la sorpresa que invadía a Sinfihit, quien alzó las cejas al oír al mensajero. Un momento después supimos que Amenemhait había muerto poco antes, por lo que inmediatamente le sucedía en el trono Usirtasen. Aquellas malas nuevas eran tan súbitas, y las consecuencias que de ellas se derivaban tan amplias, que no se podía contemplar el momento con la tranquilidad necesaria. Miré a Sinfihit y sus ojos se clavaron en los míos. Parecía meditar profundamente. Entonces se acercó a mí, veloz como un rayo. Una daga brillaba en su mano y al poco sentí en mi pecho el acero candente… Y ya no recuerdo más.
»Luego me recuperé de aquella sensación de caer que había tenido en el museo, y al despertar de aquel sueño, si es que lo fue, me vi allí, junto al profesor Constanides, en la sala de los sarcófagos.
»—Has conseguido ver a través de las edades —me dijo el profesor Constanides—, lo has hecho… Has viajado a través de los siglos hasta ese día en el que, siendo tú Nofrit, creí que me habías traicionado, por lo que te maté… Después me escapé de allí como pude para llegar a Kaduma, donde fallecí un tiempo después… Pero quedó escrito que mi alma no hallaría la paz hasta que volviéramos a encontrarnos y me dieses tu perdón… Por eso he esperado tanto tiempo, hasta que aparecieses… Al fin nos hemos reencontrado.
»Puede que resulte extraño lo que digo, pero aquella situación no me parecía ni chocante ni fantástica, por muy improbable que fuese. Todavía hoy, cuando recuerdo aquellos hechos, que veo en blanco y negro, me descubro preguntándome si alguien perfectamente despierto, alguien que no estuviese soñando, podría tener sensaciones tan vividas y recuerdos tan evidentes como los míos… ¿Es que de veras fui yo Nofrit, tantos miles de años después de su existencia real, esa a la que dio muerte Sinfihit, hijo de Amenemhait, pues creyó que le había traicionado, que yo le había traicionado? Parece increíble, desde luego; pero si todo eso no fue más que una pesadilla nacida de mi imaginación, ¿a qué vino ese sueño, qué significa ese sueño? Mucho me temo que nunca sabré la respuesta.
»Pero como no le decía nada, el profesor Constanides pareció estremecerse de pánico.
»—Nofrit —me dijo con una voz en cuyo temblor se percibía la emoción que lo embargaba—, piensa en lo muy importante que es para mí tu perdón… Si no me perdonas, ambos estaremos perdidos para siempre.
»Su voz era profunda, triste, temblorosa; su rostro, a la luz de la luna, era el de un hombre que se adentra en los senderos de la desesperación.
»—¡Perdóname, por favor, perdóname! —clamaba extendiendo sus manos hacia mí—. Si no lo haces, penaré eternamente por culpa de mis actos; penaré por tu muerte, origen de mis desgracias y de mi ruina.
»Yo temblaba como las hojas de un árbol.
»—Si es como dices, cosa que me parece imposible de creer, de acuerdo, te perdono de todo corazón, lo hago libremente —le dije con una voz que apenas podía reconocer como la mía.
»Quedó en silencio por un largo rato, y luego se arrodilló ante mí, tomando mis manos entre las suyas para llevarlas a sus labios y besármelas. Después se puso de nuevo de pie e, inclinando la cabeza ante la momia frente a la que nos hallábamos, musitó estas palabras: Descansa en paz, Sinfihit, hijo de Amenemhait, pues ya no pesa la maldición sobre ti, y te ha sido levantado el castigo. Al fin puedes descansar en paz eternamente, majestad.
»Después volvió a cerrar el sarcófago y se volvió hacia mí.
»—Hemos de irnos —me dijo, y salimos de allí recorriendo las salas por las que antes habíamos pasado, ahora en dirección a la calle.
»Juntos, pues, salimos del museo y cruzamos los jardines en dirección a las puertas de la calle. Allí nos aguardaba el mismo carruaje en el que habíamos ido. Subimos y ocupamos nuestras plazas en la cabina. De nuevo golpearon los cascos de los caballos el pavimento, rompiendo así el silencio de la noche, para llevarnos de regreso a El Cairo. No hablamos una palabra en todo el trayecto. Yo sólo deseaba llegar cuanto antes al hotel y descansar en la almohada mi cabeza embotada. Pasamos el puente y entramos al fin en la ciudad. No sé qué hora sería… Pero sí fui consciente de que el viento era aún más fresco, lo que sugería la inminencia del amanecer. El cochero detuvo a los caballos en la misma esquina donde nos habíamos subido al carruaje, del que nos apeamos entonces, siguiendo él adelante, como si respondiera a unas órdenes recibidas de antemano.
»—¿Puedo acompañarte al hotel? —me dijo Constanides con su gentileza de siempre.
»Creo que intenté decir algo, pero me traicionó la voz. En realidad creo que iba a decirle que prefería ir sola, pero, como no me salió la voz, eché a caminar en su compañía. Nos detuvimos en la esquina de la calle donde estaba el hotel.
»—Bueno, pues aquí hemos de separarnos —dijo, y añadió tras una pausa—: Hemos de separarnos para siempre… Nunca volveré a contemplar tu rostro.
»—¿Piensas irte de El Cairo? —fue todo lo que se me ocurrió decir.
»—Sí, en breve me iré de El Cairo —respondió con un énfasis especial—. Ya ha concluido mi vagabundear por aquí… Descuida, que jamás volveré a causarte problemas.
»Me miraba con ojos ardientes.
»—Nofrit —me dijo—, siempre serás mi reina, la mujer a la que más he amado, no importa cuán lejos estemos en adelante el uno del otro… Sólo pido que nunca más te sea permitido mirar al pasado como lo has hecho esta noche… Puede que juntos hubiéramos hecho grandes cosas, acompañadas todas ellas de la mayor felicidad, pero quisieron los dioses que no fuera así… Dejémoslo estar… Y ahora… ¡Adiós! Al fin he obtenido el descanso que esperaba desde hacía tanto tiempo.
»Sin decir una sola palabras más, se dio la vuelta y se fue. Yo seguí hasta el hotel. Recuerdo que las puertas estaban abiertas y entré directamente. De nuevo, para mi alivio, el recepcionista estaba ausente del mostrador del vestíbulo.
»Temblorosa de miedo y a la vez veloz, para que nadie me viese, subí la escalera, salí al pasillo en el que seguían durmiendo los criados árabes, y alcancé mi habitación. Todo estaba tal y como yo lo había dejado; nada indicaba que mi ausencia hubiese sido descubierta. Me asomé de nuevo a la ventana, en un estado de gran excitación interior, pero solo para descubrir en el cielo las primeras luces del día. Tomé asiento en la butaca y me puse a pensar en todo lo que me había sucedido aquella noche, tratando de convencerme de que nada era real, de que sólo había soñado… “¡No puede haber sido de otra manera!”, me decía una y otra vez… Al fin muy cansada, me acosté. Creía que me iba a dormir pronto, como suelo dormirme cuando estoy muy agotada, pero esta vez no fue así… Me pasé hora tras hora dando vueltas en la cama, pensando y pensando en todo aquello… Cuando al levantarme, ya de día, me miré en el espejo, apenas pude reconocerme. También mi madre comentó algo acerca de mi aspecto lamentable cuando bajamos a desayunar.
»—Hija mía, pero si parece que no has dormido en toda la noche —dijo, y aunque lo dijera de pasada, como quien no quiere la cosa, mientras untaba mantequilla en su tostada, tenía razón.
»Después salió de compras con cierta dama que también se alojaba en el hotel. Y yo volví a mi habitación para echarme en la cama. Cuando nos reunimos para el almuerzo vi enseguida que tenía noticias que darme, algo muy importante.
»—Mi querida Cecilia —me dijo—, acabo de encontrarme con el doctor Forsyth, que me ha dado una noticia terrible, me he quedado de piedra… No quiero que te asustes, cariño, pero… ¿no has oído decir que han encontrado muerto en su cama al profesor Constanides esta mañana? ¡Terrible, de verdad que es terrible! Parece que murió mientras dormía…
»Como se comprenderá fácilmente, no tuve nada que decir, nada que añadir a la noticia que me había dado mi madre.