William Hope Hodgson
(1877-1918)

LA NAVE ABANDONADA [*]

—Tiene que haber una materia… —aseguró el viejo médico de a bordo—. La materia y unas condiciones y quizá… —añadió con lentitud— un tercer factor… sí, un tercer factor, aunque tal vez… no sé, no sé…

El doctor se detuvo un tanto pensativo y empezó a llenar la pipa.

—Continúe, doctor —le animamos con un interés que era algo más que simple curiosidad. Nos encontrábamos en el salón de fumar del San-a-lea, navegando por el Atlántico Norte; el doctor era un auténtico personaje. Acabó de llenar la pipa y la encendió; luego se arrellanó en su asiento y empezó a explicar sus teorías con más detalle.

—La materia es imprescindible —dijo con convicción—; es el medio a través del cual se manifiesta la energía vital… el punto de apoyo, por decirlo de algún modo, sin el cual la vida no podría revelarse a sí misma ni producirse, en realidad, bajo ninguna forma o modo visible o comprensible para nosotros. La función de la materia en la producción de eso que llamamos Vida es tan poderosa y la energía vital ansia hasta tal punto manifestarse que, dadas las condiciones idóneas, estoy convencido de que la vida se produce incluso en un medio tan poco apto como un trozo de madera. Yo afirmo, caballeros, que la energía vital es tan frenética y apremiante como indiscriminada, como el fuego… que todo lo destruye. Sin embargo, hay opiniones que tienden a considerar que la esencia misma de la vida es la multiplicidad… He aquí una sutil paradoja aparente —concluyó, meneando su vieja cabeza canosa.

—En efecto, doctor —intervine—. En una palabra: usted sostiene que la vida es un ente, un estado, un fenómeno, un principio, o como lo quiera llamar, que requiere una materia para poder manifestarse a través de ella y que, dada esa materia y las condiciones necesarias, el resultado será la vida. En otras palabras: que la vida es producto de la evolución propia de la materia, y que se ha multiplicado en función de determinadas condiciones… ¿No es así?

—Según el sentido que le demos a la palabra —respondió el anciano doctor—. Aunque, fíjese bien, podría existir una tercera variable. Yo, personalmente, estoy convencido de que es una cuestión de química; condiciones y un medio adecuado, pero, si se dan las condiciones, el ser vivo es tan poderoso que se aferrará a cualquier cosa que le permita desarrollarse. Es una fuerza que se desencadena en determinadas condiciones, pero esto, sin embargo, no explica lo más mínimo su razón de ser, como tampoco conocemos la explicación de la electricidad o del fuego. Estos tres fenómenos forman parte de las fuerzas exteriores: son monstruos del vacío. Y no disponemos de ningún medio capaz de crear ninguna de ellas; nuestra capacidad se limita a facilitar las condiciones necesarias para que puedan manifestarse ante nuestros sentidos. ¿Me explico?

—Sí, doctor, más o menos —le dije—. Pero no comparto su opinión, aunque creo que la entiendo. La electricidad y el fuego son lo que podríamos denominar fuerzas naturales, pero la vida es algo indeterminado… una especie de conciencia que todo lo penetra. Bueno, no es fácil explicarlo, ¡quién sería capaz de hacerlo! Pero es una fuerza espiritual, no algo emanado de unas condiciones, como el fuego o la electricidad, como dice usted. Su punto de vista es horrible. La vida es un misterio espiritual…

—¡No tan deprisa, muchacho! —me dijo el viejo doctor con una amable sonrisa—. Piense que podría pedirle que me explique en qué consiste el misterio espiritual de la vida de la lapa o la del cangrejo, por ejemplo —me dedicó una sonrisa de indescriptible perversidad y continuó—: De todas formas, supongo que todos tendrán interés en que cuente una historia increíble de la que fui testigo y que apoya mi tesis de que la vida no constituye un misterio o un milagro de naturaleza distinta al del fuego o la electricidad. Pero, por favor, caballeros, no olviden que aunque las hayamos descubierto y sepamos utilizarlas, estas dos fuerzas siguen siendo para nosotros tan misteriosas como al principio. En cualquier caso, la historia que voy a contarles tampoco esclarece el misterio de la vida; sólo servirá para darles a conocer una de las evidencias en las que se basa mi impresión de que la vida es, como les he dicho, una fuerza que se desencadena bajo determinadas condiciones, es decir, debido a la química natural, y que puede adoptar para sus propósitos y necesidades la materia más inverosímil e inesperada, porque sin ella no podría existir… no podría manifestarse…

—No puedo estar de acuerdo con usted, doctor —le interrumpí—. Su teoría va en contra de toda creencia en una vida después de la muerte. Supondría…

—Un momento, hijo —se adelantó el doctor con una sonrisa serena y comprensiva—. Primero escuche lo que voy a contar y, en cualquier caso, ¿qué tiene que decir en contra de que no exista la vida material después de la muerte? Y, aunque crea en este supuesto, vuelvo a recordarle que estoy hablando de la vida, tal como entendemos el término en esta nuestra vida. Y ahora, cálmese, muchacho, o no podré terminar nunca.

»Sucedió cuando yo todavía era joven, es decir, hace muchos años, caballeros. Acababa de concluir mis exámenes, y me encontraba tan débil después del esfuerzo realizado que mis amigos y familia consideraron que me sentaría bien un viaje por mar. Mi situación económica no era muy desahogada, pero tuve la suerte de encontrar un modesto empleo como médico en un clíper de vela para pasajeros que partía con rumbo a China.

»El barco se llamaba Bheotpte y zarpó poco después de que embarcara mi equipaje, aprovechando la bajada de marea en el Támesis. Al día siguiente ya habíamos dejado atrás el Canal.

»El capitán se llamaba Gannington, un hombre honrado aunque no muy culto. El primer piloto, el señor Berlies, era un hombre tranquilo, sobrio, reservado y muy educado. El segundo piloto, el señor Selvern, era, quizá debido a su origen y educación, el más culto de los tres, pero carecía de la energía y la resuelta capacidad de decisión de los otros dos. Era un hombre sensible y, emocionalmente, e incluso mentalmente, el más inquieto de los tres.

»Hicimos escala en Madagascar, donde se quedaron algunos de los pasajeros, y después pusimos rumbo al este, con el fin de hacer otra escala en el Cabo Noroeste. Pero, cuando habíamos alcanzado unos cien grados este, nos encontramos con un horrible temporal que nos arrancó todas las velas y partió el bauprés y la verga del juanete de proa.

»La tormenta nos arrastró varios cientos de millas hacia el norte y cuando al fin la perdimos de vista nos encontrábamos en muy malas condiciones. Tras revisar los daños, se encontró que había entrado cerca de un metro de agua por las juntas de las cuadernas; que, aparte del bauprés y la verga del juanete de proa, se había partido también el mastelero del palo mayor; dos botes habían desaparecido, así como una de las jaulas para cerdos, con tres hermosos ejemplares, arrastrada por las olas apenas media hora antes de que el viento amainara de pronto. El mar permaneció muy agitado durante varias horas más.

»El viento se calmó cuando empezó a anochecer, y el amanecer del día siguiente nos deparó un tiempo espléndido: un mar en calma, apenas rizado, un sol deslumbrante y nada de viento. También nos reveló que no estábamos solos: a unas dos millas hacia el oeste se veía otra embarcación, que el segundo piloto, el señor Selvern, me señaló.

»—Se trata de un paquebote muy curioso, doctor —me dijo, mientras me pasaba el catalejo. Enfoqué hacia allí y descubrí a qué se refería, o al menos eso creí.

»—En efecto, señor Selvern —le dije—. Parece muy anticuado.

»El segundo piloto se sonrió, con su habitual buen carácter.

»—Cómo se ve que usted no es marino, doctor —comentó—. Esa embarcación es extraña por muchos motivos. Es una nave abandonada y, por lo que se ve, lleva a la deriva bastantes años. Fíjese en la forma de la bovedilla, y de la proa, y del espolón. Se podría decir que es tan vieja como las colinas; hace tiempo que debería haberse ido a hacerle compañía a Davy Jones. Mire la capa de sedimentos que se le han adherido y el grosor que tienen los aparejos. Yo diría que se trata de una costra de sal, ¿se ha fijado en su color blancuzco? Era una embarcación pequeña: ya ve que apenas le quedan unos metros de arboladura. Las vergas están desnudas; todo se ha podrido. Me pregunto si quedará algo de los aparejos fijos. Me gustaría que el viejo nos diera permiso para utilizar un bote e ir a echar un vistazo; podría resultar interesante.

»Pero en aquellos momentos no parecía que su autorización fuera posible, pues toda la tripulación estaba muy ocupada, y se dedicó el día entero a reparar mástiles y demás aparejos, trabajos que, como es lógico, llevan su tiempo. Yo también ayudé un poco, haciendo girar un cabrestante de cubierta; el ejercicio físico le venía bien a mi hígado. El viejo capitán Gannington no puso objeciones y le convencí para que él también probara aquella saludable medicina. Mientras trabajábamos juntos nuestro trato se hizo más familiar.

»Estuvimos hablando del barco abandonado y me dijo que habíamos tenido mucha suerte al no colisionar con él en la oscuridad, ya que se encontraba a sotavento, en la dirección en que la tormenta nos había arrastrado. A él también le había llamado la atención su extraño aspecto y le parecía una nave muy vieja, pero estaba claro que, sobre este asunto, su cultura era muy inferior a la del segundo piloto, pues, como digo, era un hombre de pocos estudios y sus conocimientos sobre embarcaciones se limitaban a lo que la experiencia le había ido enseñando. Carecía de la información que las lecturas le habían proporcionado al segundo piloto sobre naves antiguas, a las que sin duda pertenecía el barco abandonado.

»—Es una de las viejas, doctor —es todo lo que fue capaz de decir sobre ella.

»Sin embargo, cuando le comenté que sería interesante acercarse hasta allí e inspeccionarla, asintió mecánicamente con la cabeza, como si él también hubiera pensado en ello y le atrajera la idea.

»—Iremos cuando se hayan terminado las reparaciones, doctor —convino—. Comprenderá que no puedo prescindir de ningún hombre ahora. Todo debe quedar en orden lo antes posible. Pero más tarde cogeremos mi falúa y nos acercaremos durante la segunda guardia. El barómetro se mantiene firme; será un agradable paseo.

»Por la tarde, después de tomar el té, el capitán ordenó que prepararan la falúa y la descolgaran al costado de nuestro barco. El segundo piloto también iba a venir con nosotros y el capitán le pidió que llevara dos o tres lámparas a la barca, pues enseguida se haría de noche. Poco después bogábamos sobre un mar en calma, con una tripulación de seis remos y a buen ritmo.

»Bien, caballeros, les he relatado con bastante detalle todos los hechos, los importantes y los menos relevantes, con el fin de que puedan comprender cada una de las incidencias de este extraordinario suceso. Ahora les ruego que se concentren y me presten la mayor atención.

»Yo me había sentado a popa, al lado del segundo piloto y del capitán, que llevaba el timón. Cuanto más nos acercábamos a aquella extraña nave yo la observaba con mayor interés, al igual que el capitán Gannington y el segundo piloto. Se encontraba, como saben, al oeste de nuestra posición y el crepúsculo desplegaba tras ella una gran llamarada de luz roja, de forma que el perfil se veía borroso y difuso debido al halo de luz, que hacía casi inútil cualquier intento por distinguir los mástiles y demás aparejos fijos, sumidos como estaban en el ígneo esplendor del ocaso.

»Fue aquella luz deslumbrante la que nos impidió divisar, aunque ya estábamos bastante cerca del barco abandonado, una curiosa película de sustancia indeterminada que rodeaba totalmente la nave, cuyo color era difícil de precisar debido a que todo estaba bañado por la luz roja del crepúsculo, aunque poco después descubrimos que era de color pardo. Esta película se extendía hasta unos cien metros a la redonda de la nave, formando una enorme mancha irregular, y despedía un fuerte hedor que llegaba hasta unas veinte brazas hacia el este, en nuestra dirección.

»—Extraña sustancia —comentó el capitán Gannington, asomándose por encima de la borda para observarla de cerca—. Algo debe de haberse descompuesto en la carga y ha salido a través de las junturas del casco.

»—Fíjense en las amuras y en la popa —dijo entonces el segundo piloto—. Miren lo que ha crecido en ellas.

»En efecto, podían verse grandes aglomeraciones de hongos marinos de aspecto extraño que se habían concentrado bajo las amuras y en la popa del casco. Desde la punta del bauprés y a lo largo del tajamar colgaban abundantes barbas de escarcha y sedimentos marinos hacia la película parduzca que rodeaba la nave. El costado de estribor que daba a nosotros presentaba una superficie lisa y muerta de un color blancuzco oscuro, salpicada de pequeñas masas opacas de color más concentrado.

»—Sale vapor o niebla de la nave —volvió a comentar el segundo piloto—. Puede verse a contraluz; parece que flotara sobre ella. ¡Miren!

»Entonces descubrí el fenómeno a que se refería: una especie de tenue bruma se había posado sobre el barco o emanaba de él; el capitán Gannington también la vio.

»—¡Una combustión espontánea! —exclamó—. Habrá que tener cuidado al abrir las escotillas… a no ser que nos encontremos a algún pobre desgraciado a bordo, aunque me parece poco probable.

»Nos encontrábamos a unos doscientos metros de la vieja nave abandonada y avanzábamos sobre la mancha parduzca. Cuando se alzaron los remos y la sustancia goteó sobre la película, pude oír que uno de los remeros murmuraba para sí: “¡Maldita papilla!”, pues, en realidad, era lo que parecía. Conforme la falúa se aproximaba al viejo casco, la sustancia se volvía cada vez más espesa, hasta el punto de dificultar considerablemente nuestro avance.

»—¡Adelante, muchachos! ¡Remen con más brío! —gritó el capitán Gannington, y a partir de ese momento no se oyó otro sonido que el jadeo de los remeros y la succión rítmica y sorda de la siniestra sustancia parduzca al engullir los remos, que marcaban el pesado avance del bote. Mientras nos acercábamos, advertí un olor característico en el aire del atardecer y, aunque estaba convencido de que lo provocaban los remos al remover la espesa sustancia, en ese momento me resultó vagamente familiar. Sin embargo, no fui capaz de identificarlo con nada en particular.

»Ya casi habíamos alcanzado el casco de la vieja nave, y enseguida se alzó sobre nuestras cabezas contra la declinante luz. Entonces, el capitán gritó:

»—¡Remen más fuerte los de proa, y preparen el bichero! —orden que fue obedecida inmediatamente. A continuación empezó a gritar—: ¡Eh! ¿Hay alguien a bordo? ¡Eh! —pero la única respuesta que escuchamos fue el eco disonante de su propia voz perdiéndose en el mar sin límites, cada vez que llamaba.

»—¡Eh! ¿Hay alguien ahí? ¡Eh! —volvió a gritar una y otra vez, a lo que el viejo barco respondió con su abrumador silencio. Yo miraba hacia arriba expectante y experimenté una vaga y extraña sensación de opresión, casi de inquietud. Enseguida desapareció aquella sensación, pero recuerdo que de repente me di cuenta de que estaba anocheciendo. En los trópicos se hace de noche con gran rapidez, aunque no tanto como pretenden algunos escritores. Pero no me afectaba la oscuridad, que acababa de hacerse más intensa de pronto, sino que mis nervios se habían vuelto en ese momento más sensibles. Les he descrito mi estado de ánimo porque no soy una persona que se altere con facilidad y aquella sensación fue muy significativa, a tenor de lo que sucedió después.

»—¡No hay nadie a bordo! —concluyó el capitán Gannington—. ¡A los remos, marineros! —añadió, pues los hombres habían dejado de remar instintivamente cuando el capitán empezó a vocear hacia la nave abandonada. Los remeros reemprendieron sus paladas, y en ese momento, el segundo piloto exclamó con voz excitada:

»—¡Demonios! ¿Han visto eso…? ¡Es nuestra jaula de cerdos! Fíjense, lleva pintada en el borde la palabra Bheotpte. La tormenta la arrastró hasta aquí y la mancha parduzca la atrapó. ¡Es realmente extraordinario!

»Era, efectivamente, la pocilga que habíamos perdido durante la tormenta y resultaba increíble que hubiera llegado hasta allí.

»—Nos la llevaremos a remolque cuando regresemos —dijo el capitán, y volvió a gritarles a los remeros que pusieran más brío, pues el bote casi no se movía a causa de la sustancia parduzca, que en la proximidad del viejo navío se había vuelto tan densa que apenas nos permitía avanzar. Recuerdo que en aquel momento me llamó la atención, aunque no le di demasiada importancia, el hecho de que la jaula, cargada con nuestros tres cerdos muertos, hubiera podido internarse tanto en la mancha sin ayuda, mientras que a nosotros nos costaba un gran esfuerzo forzar el bote para que se adentrara en ella. Pero enseguida dejé de pensar en ello, pues en los minutos que siguieron ocurrieron muchas cosas.

»Los remeros lograron acercar el bote a menos de un metro del costado del barco abandonado y el hombre que había cogido el bichero lo enganchó.

»—¿Has conseguido engancharlo? —preguntó el capitán Gannington desde la popa.

»—¡Sí, señor! —respondió el del bichero, que estaba a proa. Pero en ese mismo instante se escuchó un extraño crujido.

»—¿Qué ha sido eso? —preguntó el capitán.

»—La madera se ha desgarrado, señor. ¡Se ha roto limpiamente! —contestó el marinero, con un tono de voz que denotaba una gran sorpresa.

»—¡Pues vuelve a engancharlo! —ordenó el capitán Gannington algo enojado—. ¡No esperarías que este cascarón resistiera como si lo hubieran construido ayer! Engancha el bichero en alguna coyuntura resistente.

»El marinero obedeció, aunque podría decirse que tomó ciertas precauciones. A pesar de la creciente oscuridad, me dio la impresión de que aquel hombre no se empleaba a fondo con el garfio; aunque, como pueden imaginar, el bote no podía ir muy lejos sin ayuda mientras se encontrara sobre aquella sustancia. Recuerdo que pensé en ello mientras miraba hacia arriba, hacia el costado sobresaliente de la antigua nave. Poco después oí la voz del capitán “Gannington”:

»—¡Santo Dios! ¡Ya lo creo que es viejo! ¡Y qué color tiene, doctor! ¡Este barco ya no necesita pintura…! Bueno, que alguien me acerque un remo.

»Uno de los hombres le pasó el suyo, y el capitán lo levantó y lo apoyó sobre las viejas cuadernas salientes; después se detuvo y le ordenó al segundo piloto que encendiera un par de lámparas y que se las pasara cuando estuviera arriba. La noche había caído sobre el mar.

»El segundo piloto encendió las dos lámparas y le ordenó a uno de los hombres que encendiera otra y la tuviera preparada en el bote. Después se acercó, llevando una lámpara en cada mano, hasta la posición del capitán Gannington, que se encontraba de pie junto al remo que estaba apoyado en el casco de la nave.

»—Ahora, muchacho —le dijo a uno de los remeros—, sube y te pasaremos las lámparas.

»El marinero avanzó y se agarró al remo, apoyando todo su peso en él; pero en ese momento el remo cedió un poco.

»—¡Cuidado! —gritó el segundo piloto—. ¡Parece que se hunde!

»El segundo piloto tenía razón: el remo había producido un considerable boquete en la parte sobresaliente del costado, un tanto resbaladizo, del viejo casco.

»—Supongo que es por el moho —observó el capitán Gannington inclinándose hacia el casco para verlo mejor. Luego se volvió hacia el marinero y le dijo—: ¡Arriba, muchacho! ¡Muévete! ¡No te quedes ahí parado!

»Al oír esto, el hombre, que se había quedado inmóvil al ver que el remo cedía con su peso, empezó a trepar y en un segundo estuvo a bordo. Después se asomó por encima de la borda para coger las lámparas. Se las alcanzamos y el capitán le ordenó que asegurara el remo. Acto seguido subía el capitán Gannington, que me ordenó que fuera tras él, y finalmente lo hizo el segundo piloto.

»Cuando el capitán llegó arriba y se asomó por encima de la borda, empezó a lanzar exclamaciones de perplejidad:

»—¡Cuánto moho, cielo santo! ¡Moho… moho por toneladas…! ¡Dios mío!

»Aquellos gritos me llenaron de ansiedad mientras trepaba; enseguida alcancé la borda y pude contemplar el motivo de su estupor. Toda la zona iluminada por las lámparas estaba cubierta por suaves y extensos montículos revestidos por una capa de moho blancuzco.

»Salté por encima de la borda, con el segundo piloto pegado a mí, y nos quedamos inmóviles sobre la cubierta tapizada de moho. A juzgar por la sensación que sentíamos en la planta de los pies, se hubiera dicho que no había tablas bajo aquella capa de moho. El suelo cedía blando y esponjoso bajo nuestro peso. El moho cubría los aparejos de cubierta de la vieja embarcación hasta tal punto que apenas eran reconocibles bajo su manto.

»El capitán Gannington se apoderó de una de las lámparas que llevaba el marinero, y el segundo piloto cogió la otra. Durante un rato, ambos sostuvieron los farolillos en alto mientras contemplábamos el panorama. Lo que vimos entonces fue algo extraordinario y, al mismo tiempo y en cierto modo, completamente abominable. No se me ocurre ninguna palabra que describa mejor, caballeros, la sensación predominante que me embargó en aquel momento.

»—¡Dios santo! —exclamó el capitán Gannington varias veces—. ¡Dios santo! —mientras el segundo piloto y el marinero permanecían mudos. Yo, por mi parte, me dediqué a mirar, al tiempo que olfateaba el aire; había allí un olor indeterminado que me resultaba familiar, y que por alguna razón me produjo un sentimiento de temor inconsciente.

»Inspeccioné con la mirada aquí y allá, como digo. En algunas partes el moho era tan tupido que camuflaba totalmente lo que había debajo, transformando los enseres de la cubierta en cúmulos irreconocibles de moho, todos ellos de un color blancuzco, salpicados y recorridos por manchas informes de un tono rojizo y oscuro.

»Sin embargo, había algo extraño en aquella capa de moho, algo sobre lo que el capitán Gannington llamó nuestra atención: al pisar aquella superficie, nuestros pies no la aplastaban ni la atravesaban, como cabría esperar, sino que únicamente producían pequeñas depresiones.

»—¡Jamás había visto algo parecido…! ¡Jamás! —dijo el capitán, que se había agachado a inspeccionar el moho que pisábamos. Entonces dio un taconazo y aquella sustancia produjo un sonido sordo y pastoso. El capitán volvió a agacharse rápidamente y observó la superficie con atención, acercando la lámpara a la cubierta—. ¡Por Cristo, es consistente como una piel! —añadió.

»El segundo piloto, el marinero y yo nos pusimos en cuclillas para verlo de cerca. El segundo lo tocó con el índice y recuerdo que yo golpeé aquella superficie varias veces con los nudillos para volver a escuchar ese sonido amortiguado que producía, y también que sentí la textura flexible y resistente de la capa de moho.

»—¡Es una masa! —exclamó el segundo piloto—. ¡Forma como una maldita masa compacta! ¡Uf! —dio un respingo y se puso de pie con rapidez—. Parece que huele mal —añadió.

»Al oír estas palabras comprendí de repente por qué me resultaba familiar aquel olor indefinido que nos rodeaba: aquel olor tenía algo de animal, era un tufillo parecido al que se percibe en un lugar infestado de ratas, pero más denso. Entonces me puse a mirar en todas direcciones con una repentina aprensión, muy concreta… El barco podría estar lleno de ratas hambrientas… Las ratas, acuciadas por el hambre, pueden resultar muy peligrosas. Pero, por otra parte, comprenderán que no me atreviera a exponer mis temores con el fin de ponerles sobre aviso; eran demasiado fantásticos.

»El capitán Gannington empezó a avanzar hacia la popa, a través del puente cubierto de moho, seguido del segundo piloto. Ambos llevaban las lámparas en alto para iluminar la mayor parte posible de la cubierta. Yo me volví rápidamente y fui tras ellos, con el marinero pegado a mis talones y dando muestras evidentes de inquietud. Mientras caminábamos advertí cierta humedad en el aire y recordé la débil neblina o humo que habíamos contemplado sobre la nave abandonada, cuya explicación había achacado el capitán Gannington a una combustión “espontánea”.

»Aquel olor incierto, animal, nos seguía a todas partes, y en ese momento me asaltó un incontenible deseo de estar lo más lejos posible de aquella vetusta nave.

»Un poco más adelante, el capitán Gannington se detuvo de repente, se agachó y señaló una hilera de formas ocultas por el moho a ambos lados de la cubierta.

»—Cañones —explicó—. Supongo que el barco perteneció en su día a algún corsario, ¡o quizá algo peor…! Echaremos un vistazo abajo, doctor; podríamos encontrar algo que merezca la pena. Este barco es más antiguo de lo que imaginaba. El señor Selvern opina que no tiene menos de trescientos años, pero me parece exagerado.

»Proseguimos nuestro avance hacia popa y recuerdo que mis pies tanteaban el suelo con la mayor precaución y desconfianza imaginables, como si se hubiera apoderado de mí el temor inconsciente de hundirme a través de la cubierta podrida e infestada de moho. Creo que los otros sentían también el mismo recelo a juzgar por su forma de caminar. A veces la blanda capa de moho se pegaba a nuestras suelas, y después se desprendía con un débil y siniestro ruido, como de succión.

»El capitán iba más deprisa que el segundo piloto. Estoy convencido de que la idea de encontrar abajo algo de valor que poder llevarse había disparado su imaginación. El segundo piloto, sin embargo, empezaba a sentirse igual que yo; o, al menos, ésa fue la impresión que me dio. Creo que de no haber sido por lo que en justicia debería definirse como el valor inquebrantable del capitán Gannington, pronto habríamos saltado todos por la borda de regreso al bote. Porque en aquel lugar reinaba realmente un ambiente mórbido que neutralizaba de forma extraña la mayor audacia; pronto se darán cuenta de que esta sensación estaba totalmente justificada.

»Cuando el capitán alcanzó la corta escalera que ascendía a la pequeña cubierta de popa, sentí que la sensación de humedad que emanaba de la atmósfera había aumentado y se había hecho palpable. Ahora podía verse, a intervalos, una especie de vapor neblinoso, húmedo y etéreo, que se concentraba y expandía con un ritmo irregular y que, por momentos, nos impedía ver con claridad la cubierta. En una ocasión, una ráfaga de este vapor, surgida de algún lugar de la oscuridad, me dio inesperadamente en pleno rostro y dejó en el aire un extraño olor, viciado y denso. No sé muy bien por qué razón, pero aquel olor me infundió un extraño temor, como si fuera el aviso de un peligro acechante e indefinido.

»Todos subimos tras el capitán los tres peldaños cubiertos de moho y recorrimos lentamente la elevada cubierta de popa.

»Al pasar junto al palo de mesana, el capitán Gannington se detuvo y lo iluminó con el farol…

»—Le aseguro, señor Selvern —le dijo al segundo piloto—, que este palo ha aumentado de grosor enormemente debido al moho; ¡demonios!, debe de tener más de un metro de ancho —y después acercó la lámpara a la unión del mástil con la cubierta—. ¡Dios santo! —exclamó—. ¿Han visto estos piojos de mar?

»Me acerqué al capitán y pude verlos: había una gran concentración de ellos en la base del mástil, y algunos eran gigantescos, casi como un escarabajo grande; todos eran transparentes, incoloros como el agua, excepto por unas pequeñas motas grises que constituían, sin duda, sus órganos internos.

»—¡Jamás los había visto tan grandes, excepto en un bacalao vivo! —dijo el capitán Gannington con la voz alterada—. ¡Demonios! ¡Sí que son anormales!

»Tras este inciso, el capitán continuó avanzando, pero, apenas había dado unos pasos, cuando se volvió a detener y acercó el farol a la cubierta tapizada de moho.

»—¡Bendito sea Dios, doctor! —llamó mi atención bajando la voz—. ¿Ha visto alguna vez una cosa igual? ¡Que me cuelguen si no tiene treinta centímetros de largo!

»Me asomé por encima de su hombro y descubrí el motivo de su estupor: era un espécimen transparente, incoloro, de unos treinta centímetros de largo y diez de alto, con un lomo arqueado y enormemente delgado. Los otros se nos unieron y, mientras la contemplábamos en corrillo, aquella extraña criatura realizó un movimiento inesperado y desapareció.

»—¡Saltó! —dijo el capitán—. Juro por lo más sagrado que es el piojo de mar más grande que he visto en toda mi vida! Ha dado un salto impecable de unos seis metros… —se irguió y se rascó un momento pensativo la cabeza, mientras nos miraba balanceando suavemente la lámpara con la otra mano—. ¡Qué pintan ellos en este barco! —dijo al cabo de un rato—. Es normal encontrárselos, aunque más pequeños, en un bacalao grande u otro pescado similar, pero… Que me aspen si lo entiendo, doctor.

»Después acercó el farolillo a una gran protuberancia de moho que se encontraba en la parte posterior de la cubierta de popa y que terminaba en una pendiente de poco más de medio metro hacia una especie de toldilla secundaria elevada, que constituía el remate de la popa. El montículo era bastante voluminoso, unos dos metros de ancho por más de uno de alto. El capitán Gannington se subió encima:

»—Me imagino que éste será el barril del agua —observó, al tiempo que le daba un fuerte pisotón. El único efecto que produjo aquel golpe fue el hundimiento parcial de la cresta de aquella gigantesca y blancuzca joroba de moho, como si hubiese introducido el pie en una masa viscosa. Sin embargo, no sería del todo exacto afirmar que aquél fue el único resultado que se produjo, porque sucedió algo más… Del fondo de la pequeña depresión provocada por el pie del capitán brotó un pequeño chorro de fluido purpúreo que tenía un olor peculiar, en parte familiar y en parte desconocido. Una pequeña porción de la capa de moho se había quedado pegada a la puntera de la bota del capitán y de ella goteaba también una especie de sudor, por decirlo de alguna forma, del mismo color.

»—¡Vaya! —exclamó el capitán sorprendido y levantó el pie con intención de darle otra patada a la joroba de moho; pero se detuvo al oír el grito del segundo piloto:

»—¡No lo haga, señor!

»Yo le miré de reojo y la lámpara del capitán Gannington me desveló su rostro aturdido, atemorizado, como dominado por un terror repentino e indefinido que su lengua acababa de exteriorizar de forma totalmente involuntaria.

»El capitán se volvió hacia él y se le quedó mirando también:

»—¿Qué ocurre, señor Selvern? —le preguntó con un tono poco habitual, en el que se adivinaba un leve matiz de disgusto—. Tendremos que desplazar este trasto si queremos llegar abajo.

»Observé al segundo piloto y me dio la impresión de que no era precisamente la voz del capitán lo que estaba escuchando. De pronto exclamó con voz alterada:

»—¡Escuchen!

»Pero ninguno de nosotros pudo escuchar nada, salvo el lejano murmullo de los hombres que charlaban abajo, en el bote.

»—No oigo nada —concluyó el capitán Gannington, tras una breve pausa—. ¿Y usted, doctor?

»—Tampoco —dije.

»—¿Qué le pareció oír? —preguntó el capitán, dirigiéndose al segundo piloto. Pero el segundo piloto meneó la cabeza con un gesto extraño, como contrariado, como si la voz del capitán le impidiera seguir escuchando. El capitán Gannington se quedó mirándolo fijamente, un poco alarmado. Recuerdo que experimenté una indefinible sensación de inquietud. Pero en la zona iluminada por las lámparas no se veía nada, excepto la blancuzca capa de moho.

»—Señor Selvern —le recriminó finalmente el capitán—, deje de imaginarse cosas. Le ruego que se domine. ¿No se da cuenta de que no ha oído nada?

»—¡Estoy seguro de haber oído algo! —insistió el segundo piloto—. Era como… —se paró de repente y se quedó escuchando con una concentración casi dolorosa.

»—¿Cómo sonaba? —le pregunté.

»—No ocurre nada, doctor —intervino el capitán Gannington con una sonrisa sarcástica—. Quizá el señor Selvern necesite que le dé un tónico cuando regresemos. Ahora voy a quitar de aquí este trasto.

»El capitán cogió impulso y le dio otra patada a aquella espantosa mole que, según creía, ocultaba la escalera de la bodega. En esta ocasión el resultado de la patada fue más inquietante, pues todo aquel cúmulo osciló blandamente como un montón de gelatina infecta.

»El capitán Gannington retiró rápidamente el pie y retrocedió, sin quitarle la vista de encima e iluminándolo con la lámpara:

»—¡Dios mío! —exclamó, y estaba claro que sentía un verdadero terror—. ¡Esa masa maldita se ha ablandado!

»El marinero había salido corriendo, alejándose unos metros de aquel montículo que de repente se había vuelto flácido, y daba muestras de una gran agitación. Sin embargo, estoy convencido de que no comprendía en absoluto el motivo de su temor. El segundo piloto se quedó mirando sin moverse del sitio. A mí me dominó una horrible inquietud. El capitán seguía iluminando aquel montón tambaleante, sin quitarle la vista de encima:

»—¡Toda la masa se ha vuelto blanda! —dijo—. Ahí debajo no puede haber ningún barril. ¡Ni un miserable pedazo de madera! ¡Uf, qué olor tan extraño!

»El capitán dio la vuelta a aquel extraño montículo para ver si podía encontrar en la parte de atrás alguna abertura que condujera al interior del barco. Entonces, se oyó de nuevo al segundo piloto:

»—¡Escuchen…! —repitió con una voz repleta de angustia.

»El capitán Gannington volvió a erguirse y nos quedamos en el más completo silencio; ya no se oían ni los murmullos de los hombres del bote. En ese momento todos pudimos oír una especie de “¡tud!, ¡tud!, ¡tud!, ¡tud!” apagado, lejano, que provenía de algún lugar del casco situado por debajo de nosotros. Pero fue un sonido tan imperceptible que podría haber dudado de su realidad, de no ser porque también los demás lo habían oído.

»El capitán Gannington se volvió bruscamente hacia el marinero:

»—Dígales… —empezó a decir. Pero el marinero gritó algo y señaló hacia delante. Su rostro, normalmente adusto, revelaba una gran tensión. Yo también miré hacia aquel lugar, como podrán suponer, y lo que el hombre señalaba era el montículo de masa. Enseguida me di cuenta de lo que quería decir.

»De las dos concavidades que la bota del capitán había producido en la superficie de la masa mohosa seguía saliendo aquel líquido purpúreo, y brotaba a impulsos regulares, como si fuera evacuado por una bomba. ¡Dios mío! ¡Cómo que estoy vivo que lo vi! Y mientras estaba contemplando aquel fenómeno, salió disparado un chorro aún mayor que le alcanzó al marinero, salpicándole las botas y el pantalón.

»El marinero se había mostrado bastante asustado durante toda la inspección, aunque de un modo más bien estúpido e irreflexivo, y su nerviosismo había ido progresivamente en aumento. Pero aquel sobresalto le desequilibró totalmente; lanzó un aullido y se dio media vuelta para salir corriendo. Sin embargo, se quedó paralizado por un instante, como si le hubiera asaltado un repentino terror ante la oscuridad que se extendía por la cubierta, entre él y el bote. Entonces, de un manotazo, le arrebató la lámpara al segundo piloto y se abalanzó dando tumbos por la cubierta infestada de moho malsano.

»El segundo piloto, el señor Selvern, no reaccionó; estaba estupefacto mirando los dos pequeños surtidores de color rojo oscuro y extraño olor que brotaban del montículo oscilante. El capitán Gannington, sin embargo, le gritó al marinero que regresara, pero éste no se detuvo y siguió corriendo sobre la capa de moho, que parecía dificultar su avance, como si la materia se hubiese reblandecido de pronto. Corría en zigzag, cuando lograba despegar los pies de la superficie, produciendo un continuo chapoteo, y el farolillo se balanceaba en su mano describiendo círculos demenciales. Desde donde me encontraba podía escuchar su respiración jadeante y aterrorizada.

»—¡Trae aquí esa lámpara! —le gritaba el capitán. Pero el marinero prosiguió su loca carrera, haciéndole caso omiso. Entonces el capitán Gannington se quedó callado unos segundos, moviendo los labios de forma inarticulada, como si la propia virulencia de su ira, provocada por aquella insubordinación, le hubiera bloqueado momentáneamente. Y en medio de ese silencio, pude escuchar de nuevo aquellos extraños sonidos: “¡tud!, ¡tud!, ¡tud!, ¡tud!”, pero esta vez con toda claridad, como si algo latiera justo debajo de mis pies, pero a cierta profundidad.

»Miré instintivamente la capa de moho sobre la que me encontraba, con una repentina y desagradable sensación provocada por las cosas horribles que me rodeaban. Luego miré al capitán e intenté decir algo, tratando de ocultar mi temor. Pero el capitán se había girado de nuevo hacia el montículo y parecía aguzar el oído. El silencio se prolongó aún más y, por lo que a mí respecta, no pude oír otra cosa que aquel extraño “¡tud!, ¡tud!, ¡tud!, ¡tud!” que venía de abajo, de algún lugar oculto en aquel enorme casco.

»El capitán alzó los pies con un movimiento brusco y nervioso, y cuando los despegó del moho se escuchó un leve “¡plop!, ¡plop!”. Entonces me dirigió una rápida mirada e intentó sonreír, como si quisiera quitarle importancia al asunto.

»—¿A qué cree que se debe esto, doctor? —me preguntó.

»—Supongo… —empecé a decir, pero el segundo piloto nos interrumpió con una nueva llamada de atención. El tono de su voz, un poco agudo, atrajo inmediatamente nuestras miradas.

»—¡Miren! —exclamó señalando el montículo. Toda la masa estaba recorrida en ese momento por un débil temblor. Un pliegue ondulante partió entonces de la base, y recorrió la cubierta, como una ola que se aleja hacia la costa en un mar en calma. Al llegar la onda a otro montículo que había más hacia proa, y que yo había tomado por el respiradero de la cabina, éste se hundió casi hasta el nivel de la cubierta entre increíbles estremecimientos gelatinosos. Una vibración repentina y veloz se produjo en la capa de moho, justo bajo los pies del segundo piloto, que lanzó un grito breve y ronco y alzó los brazos para no perder el equilibrio. El temblor se expandió y alcanzó al capitán Gannington, que separó los pies al ver que se tambaleaba y lanzó un juramento dominado por un súbito terror. El segundo piloto dio un salto hacia él y le cogió de la muñeca.

»—¡Al bote, señor! —gritó, exteriorizando al fin un sentimiento que yo no me había atrevido a expresar—. ¡Por el amor de Dios…!

»Pero su frase quedó inconclusa, porque un terrible grito desgarrado truncó sus palabras. Los dos hombres se volvieron rápidamente. Yo pude ver todo lo que ocurrió desde donde me encontraba. El marinero que había salido corriendo se había detenido a unos dos metros de la borda tras recorrer más de la mitad de la cubierta. Se tambaleaba frenéticamente dando unos gritos espantosos. Parecía que intentaba levantar los pies del suelo y la luz de su farolillo se balanceaba mostrándonos un espectáculo insólito. La capa de moho que le rodeaba se movía como si tuviera vida propia. Sus pies habían desaparecido en el moho, que ascendía como lamiéndole las piernas. En un momento quedaron al descubierto sus pantorrillas desnudas: aquella masa infecta le había arrancado los bajos del pantalón, como si fueran de papel. El marinero lanzó un horrible aullido y logró sacar una pierna con gran esfuerzo. La tenía medio destrozada. Un segundo después se desplomó, y la materia se replegó sobre él como si estuviera realmente dotada de vida, de una espantosa vida salvaje. Resultaba sencillamente diabólico. El hombre había desaparecido. En el lugar donde había caído se extendía ahora un montículo alargado, lleno de convulsiones, que aumentaba horriblemente de tamaño con la llegada de extrañas oleadas de moho que venían de todas las direcciones.

»El capitán Gannington y el segundo piloto se habían quedado petrificados, sumidos en un horror lleno de estupor e incredulidad. Yo, sin embargo, empezaba a vislumbrar una explicación siniestra y terrible para todos aquellos fenómenos, basándome en mis conocimientos de medicina, y al mismo tiempo refutado por ellos.

»Fue entonces cuando escuchamos un grito penetrante en el bote, e inesperadamente aparecieron los rostros de los remeros asomados por encima de la borda. Los vi claramente durante un instante, al resplandor del farolillo que llevaba el marinero desaparecido, pues la lámpara había quedado inexplicablemente de pie e intacta sobre la cubierta, un poco más allá de aquella espantosa protuberancia alargada, que crecía, temblaba y se convulsionaba de forma increíble. El farolillo se elevaba y descendía con el paso de las ondas de moho, igual que lo haría un bote mecido por un suave oleaje. Desde el punto de vista psicológico no carece de cierto interés el hecho de que aquellas oscilaciones de la lámpara, ahora lo recuerdo, me chocaran más que ningún otro fenómeno, y me hicieran ver con claridad el carácter inexplicable y la monstruosa anormalidad de todo lo que estaba sucediendo.

»Los rostros de los remeros desaparecieron de repente tras la borda seguidos de un alarido, como si se hubieran caído accidentalmente o alguien los hubiera atacado de forma inesperada. Inmediatamente volvieron a escucharse gritos en el bote. Los marineros gritaban que bajáramos, que debíamos abandonar el lugar. En ese momento sentí que mi bota izquierda era absorbida con una presión horrible y dolorosa hacia abajo. Lancé un desgarrado rugido de terror y logré liberarla de un tirón. Toda la infecta capa de moho empezó a moverse delante de nosotros, e inconscientemente me puse a gritar con una voz consternada que me era extraña:

»—¡El bote, capitán! ¡El bote, capitán!

»El capitán se volvió hacia mí y me miró por encima del hombro derecho, de un modo inusual, inexpresivo, que ponía de manifiesto su absoluta confusión ante aquellos hechos perturbadores e incomprensibles. Me acerqué a él dando un paso torpe y nervioso, le cogí del brazo y le sacudí con fuerza.

»—¡El bote! —le grité—. ¡El bote! ¡Por lo que más quiera, dígales a los hombres que acerquen el bote a la popa!

»El moho debía de haberle empezado a succionar los pies, porque en ese momento se puso a gritar con furia, transformando su momentánea apatía en una energía furibunda. Su pesado y musculoso cuerpo se arqueó y empezó a retorcerse con violencia y a dar golpes como un energúmeno. Dejó caer el farolillo y, poco después, logró despegar los pies con un crujido de desgarramiento. Al fin había tomado conciencia de forma brutal de la realidad y el peligro que nos rodeaba, y se había puesto a gritar a los hombres de la falúa:

»—¡Traigan el bote a popa! ¡Traigan el bote a popa!

»El segundo piloto y yo secundamos sus gritos con todas nuestras fuerzas.

»—¡Por el amor de Dios, dense prisa, muchachos! —voceó el capitán, que se agachó rápidamente para recoger la lámpara, aún encendida. Sus pies estaban inmovilizados otra vez. El capitán empezó a blasfemar y enseguida consiguió zafarse dando un salto de cerca de un metro. Al verse libre, empezó a correr hacia la borda, dando un tirón a cada paso para despegar los pies. Entonces, el segundo piloto empezó a gritar y se agarró con todas sus fuerzas al capitán:

»—¡Me ha cogido los pies! ¡Me ha cogido los pies! —gritaba enloquecido. Sus pies estaban hundidos en la masa mohosa hasta la parte alta de las botas. El capitán Gannington le aferró por el tronco con su robusto brazo izquierdo, y de un formidable tirón consiguió levantarle del suelo; sus botas ya casi no tenían suelas.

»Yo saltaba frenéticamente con uno y otro pie para impedir que el moho me atrapara y, al ver aquello, salí corriendo hacia la borda de la maldita nave. Pero antes de que pudiéramos alcanzarla, se abrió entre nosotros y la amurada un inesperado boquete de casi un metro de ancho y de profundidad indeterminada. La abertura se volvió a cerrar enseguida y la capa de moho que la cubrió empezó a temblar y a producir horribles ondulaciones. Ante aquella visión, me puse a correr en dirección contraria, pues no me atrevía a pasar por allí. Al ver mi desconcierto, el capitán me gritó:

»—¡A popa, doctor! ¡A popa…! ¡Por aquí, doctor! ¡Dese prisa! —y entonces me di cuenta de que me había pasado de largo y que ascendía hacia la toldilla trasera de la popa. El capitán llevaba al segundo piloto sobre el hombro izquierdo, como un fardo, totalmente flácido e inerte, porque el señor Selvern había perdido el conocimiento y sus largas piernas colgaban pesadas y flojas, golpeando a cada paso en las firmes rodillas del capitán. Me fijé especialmente, sin reparar en otros detalles, en las suelas del segundo piloto, que colgaban sueltas y se movían al compás de los tumbos que iba dando el capitán en su accidentado avance hacia la popa.

»—¡Eh, los del bote! ¡Eh, los del bote! ¡Eh, los del bote! —gritaba sin cesar el capitán. Poco después me uní a él y me puse también a gritar. Los marineros respondieron dando fuertes voces de ánimo; eran evidentes sus denodados esfuerzos por llevar el bote hacia la popa a través de la espesa sustancia que rodeaba la nave.

»Por fin alcanzamos sin aliento el extremo de la popa, que estaba oculto bajo la capa de moho, y volvimos la vista para ver qué estaba ocurriendo en la penumbra. El capitán Gannington había abandonado el farolillo junto al gran montículo, donde había rescatado al segundo piloto, y descubrimos de repente, jadeantes, que la protuberancia de moho que nos ocultaba su luz se agitaba sin parar. La zona donde nos encontrábamos, sin embargo, a unos dos metros de distancia, se mantenía estable.

»Cada dos segundos les gritábamos a los marineros que se dieran prisa, y ellos nos contestaban a voces que muy pronto estarían con nosotros. No dejábamos de mirar ni un instante la cubierta de aquella nave siniestra y, por lo que a mí respecta, sentía que perdía el juicio por momentos y que me asaltaba la tentación de lanzarme por encima de la borda sobre aquella nauseabunda película que nos rodeaba en una gran extensión.

»Abajo, en alguna parte del interior del navío abandonado, algo seguía produciendo aquel sonido terrible, profundo, obsesivo, “¡tud!, ¡tud!, ¡tud!, ¡tud!”, cada vez más potente. Me dio la impresión de que el casco entero de la nave empezaba a temblar y a estremecerse con cada nuevo latido. Para mí, que creía haber vislumbrado su posible origen, aquel latido constituía el sonido más espantoso y demencial que había oído en toda mi vida.

»Mientras se consumía la insoportable espera hasta la llegada del bote, vigilaba sin perder detalle la zona de la cubierta iluminada por la lámpara. Toda la superficie de la cubierta parecía haber cobrado una extraña animación. En la proximidad del farolillo se veían confusas protuberancias de moho que se estremecían y agitaban horriblemente iluminadas por las irradiaciones de la lámpara. Más cerca, dentro de su círculo de luz, el cúmulo de moho que cubría probablemente la claraboya de la cabina fluctuaba ostensiblemente. Estaba recorrido por repugnantes venas purpúreas y, al moverse, me dio la impresión de que las venas y las manchas se destacaban sobre el fondo blancuzco, dibujándose en relieve sobre la superficie del montículo, como se marcan las venas de un caballo de pura sangre sobre su vigoroso cuerpo. No podía dar crédito a mis ojos. El montículo que, según habíamos creído, ocultaba la escalera de descenso al interior se había hundido hasta el nivel inferior de la capa de moho y me pareció que había dejado de manar aquel extraño líquido purpúreo.

»Entonces el moho inició, a unos metros de la lámpara, un movimiento ondulatorio, acompañado de un extraño gruñido, que se fue extendiendo y oscilando hacia nosotros. Ante aquella angustiosa situación, me subí al pretil de popa, cuyo tacto era esponjoso, y volví a gritar a los del bote. Su grito de respuesta nos anunció que ya estaban más cerca; pero aquella maldita película era tan pastosa que costaba un verdadero triunfo desplazar el bote en cualquier dirección. El capitán Gannington, que estaba a mi lado, se puso a sacudir con fuerza al segundo piloto. El señor Selvern se movió y empezó a gemir. El capitán volvió a sacudirlo de nuevo mientras le gritaba:

»—¡Despiértese! ¡Despiértese, señor Selvern!

»El segundo piloto se puso en pie, dio unos pasos tambaleante y de pronto se desplomó gritando:

»—¡Mis pies! ¡Dios mío! ¡Mis pies!

»El capitán y yo le levantamos del moho y le sentamos en el pretil de la popa, donde continuó gimiendo sin cesar.

»—Sujételo, doctor —me dijo el capitán, que salió corriendo hacia la proa y se asomó por encima de la banda de estribor para gritar—: ¡Por el amor de Dios, dense más prisa, “muchachos”!

»Los hombres del bote le contestaron exhaustos desde bastante cerca, pero todavía demasiado lejos para que pudiéramos abordarlo inmediatamente. Yo sostenía al oficial, que no paraba de gemir, sin dejar de vigilar las cubiertas de popa. Las convulsiones del moho se aproximaban a la popa, lentas y sigilosas. De pronto me di cuenta de que algo se movía cerca de nosotros:

»—¡Cuidado, capitán! —le grité, y en ese momento el moho que había a sus pies produjo de improviso una especie de gorgoteo. Lo que yo había visto era que una oleada de aquel moho repugnante avanzaba hacia él furtivamente. El capitán dio un salto torpe pero colosal y cayó cerca de nosotros, en la zona firme del moho. Pero la onda le siguió, y el capitán Gannington se dio la vuelta y la encaró maldiciendo con furia. Entonces, se abrieron alrededor de sus pies un montón de pequeñas bocas que empezaron a emitir siniestros murmullos de succión.

»—¡Venga aquí, capitán! —grité—. ¡Vuelva enseguida!

»Mientras le llamaba, una onda le alcanzó los pies… y empezó a lamerlos. El capitán la pisoteó como un loco, y después saltó hacia la popa, con una bota destrozada colgándole del pie. Maldijo como un energúmeno, lleno de rabia y dolor, y se subió rápidamente al pretil de popa.

»—¡Vamos, doctor! ¡Saltemos! —rugió. Pero en ese momento debió de recordar la nauseabunda película parduzca y vaciló. Les gritó entonces desesperado a los hombres del bote que se dieran más prisa. Yo también miré angustiado hacia abajo.

»—¿Qué hacemos con el segundo piloto? —pregunté.

»—Yo me ocupo de él, doctor —me contestó el capitán Gannington cogiendo al señor Selvern del brazo. Mientras decía esto, me pareció ver algo por debajo de nosotros, algo que se dibujaba contra la película de sustancia parduzca. Me asomé por encima de la borda para ver de qué se trataba y me encontré con que, efectivamente, había una forma oscura junto a la línea de flotación de estribor de la nave.

»—¡Allá abajo hay algo, capitán! —grité señalando a la oscuridad.

»El capitán sacó medio cuerpo fuera y miró hacia abajo.

»—¡Un bote, santo Dios! ¡¡Un bote!! —rugió, y empezó a avanzar rápidamente a lo largo del pretil de popa, arrastrando consigo al segundo piloto. Yo fui tras él.

»—¡Ya lo creo que es un bote…! —repitió poco después. Levantó al segundo piloto por encima de la borda y lo dejó caer sobre el bote, donde se desplomó con estrépito.

»—¡Ahora le toca a usted, doctor! —me dijo. Levantó el peso de mi cuerpo a pulso y me dejó caer junto al oficial. Cuando me tenía en sus brazos, noté que la baranda, decrépita y esponjosa, vibraba con un extraño y mórbido temblor y que empezaba a tambalearse. Caí casi encima del segundo piloto y un segundo después lo hizo el capitán. Por suerte, cayó lejos de nosotros, pues partió el banco de proa con su peso, produciendo un fuerte crujido de madera.

»—¡Gracias a Dios! —oí que murmuraba—. ¡Gracias a Dios…! ¡Creo que hemos estado a punto de irnos al infierno!

»Me puse de pie y el capitán encendió un fósforo. Cogimos entre los dos al segundo piloto y lo sentamos en uno de los bancos de popa. Luego les gritamos a los hombres del bote para indicarles dónde estábamos, y vimos el resplandor de su lámpara aproximarse a la curva de popa de la nave abandonada. Ellos nos contestaron a voces que estaban haciendo todo lo que podían. Durante la espera, el capitán Gannington prendió otro fósforo y se puso a inspeccionar el bote en el que nos encontrábamos. Era un bote moderno de doble curva, y en la popa llevaba pintadas las palabras CYCLONE GLASGOW. Estaba en muy buen estado; parecía claro que había ido derivando hasta allí y se había quedado atrapado en la zona pastosa.

»El capitán Gannington encendió algunos fósforos más y fue a inspeccionar la proa del bote, junto a la nave abandonada. Al cabo de un momento me llamó y fui hacia la proa pasando por encima de los bancos de remeros.

»—Vea esto, doctor —me dijo señalando a la cubierta del bote. Allí había apilados un amasijo de huesos. Me agaché y los examiné. Aquellos huesos pertenecían al menos a tres personas; se veían bastante revueltos y estaban totalmente pelados y secos. Me asaltó una repentina idea respecto a la presencia de aquellos huesos allí, pero no quise decir nada porque mi suposición era confusa en algunos aspectos, y tenía relación con la siniestra e increíble teoría que me había formado sobre el origen de aquel profundo “¡tud!, ¡tud!, ¡tud!, ¡tud!” que palpitaba de forma tan espantosa en el interior del casco y que seguía escuchándose claramente incluso después de abandonar el barco. Y debo decirles que no lograba quitarme de la cabeza la visión horrible y morbosa de aquel repugnante montículo gelatinoso retorciéndose sobre la cubierta de la nave.

»Cuando la llama del último fósforo empezó a decaer, vislumbré algo que me trastornó por completo, y el capitán lo vio al mismo tiempo que yo. El fósforo se apagó y el capitán buscó otro con gran nerviosismo. Cuando al fin consiguió encenderlo, volvimos a ver aquello: no nos habíamos equivocado… Por encima del borde del bote asomaba un gran labio blancuzco y grisáceo: un enorme pliegue de la masa mohosa se arrastraba sigilosamente hacia nosotros; una sustancia viva del propio casco. En un arrebato repentino, el capitán Gannington llegó a expresar con palabras, dando un grito desgarrado, la idea siniestra e imposible que me estaba rondando por la cabeza:

»—¡La nave está VIVA!

»Jamás oí en la voz de un hombre semejante tono de horror provocado por una revelación repentina. La aterrada certeza que expresaba aquella voz me convenció de la realidad de algo que hasta entonces había permanecido en la oscuridad de mi subconsciente. En aquel momento supe que el capitán había descubierto la verdad, supe que las conjeturas que mi razón y mi formación científica habían aventurado, y se habían negado a aceptar acto seguido, eran ciertas…

»Dudo que alguien pueda llegar a imaginar la sensación que experimentamos en aquel trance… El indescriptible horror y la perplejidad ante lo inconcebible.

»En el momento en que expiraba la llama del fósforo alcancé a ver las ramificaciones venosas de color púrpura que se destacaban, muy hinchadas, en el tentáculo de materia viva que avanzaba lentamente hacia nosotros. Aquella masa se estremecía con cada sordo “¡tud!, ¡tud!, ¡tud!, ¡tud!” del monstruoso órgano que no cesaba de latir en el abultado vientre de aquel casco viscoso y blancuzco. El fósforo se consumió, quemándole la yema de los dedos al capitán y dejando en el aire un repugnante olor a carne quemada; pero el capitán parecía no sentir el dolor. La llama se había extinguido con un corto siseo, pero, justo un instante antes, descubrí algo asombroso y abominable en el borde exterior de aquella masa informe. Una horrible exudación purpúrea recorría su superficie. Y al hacerse la oscuridad, se propaló un intenso hedor a sepulcro.

»Tuve oportunidad entonces de escuchar cómo el capitán Gannington trataba desesperadamente de sacar otro fósforo de la caja, que se rompió en el forcejeo. Una temblorosa maldición se escapó de sus labios cuando comprendió que nos habíamos quedado sin fósforos. Se giró bruscamente en la oscuridad y la urgencia por alcanzar la popa le hizo tropezar con el banco de remeros más próximo. Yo me precipité tras él, pues teníamos la seguridad de que aquella masa infecta avanzaba lentamente hacia nosotros en la oscuridad, deslizándose sobre aquel siniestro amasijo de huesos humanos que había apilados a proa. El capitán y yo unimos nuestras voces para gritar con mayor fuerza a los hombres del otro bote, e inmediatamente vislumbramos en la penumbra la proa de la falúa, que viraba por la curva de estribor de la nave abandonada.

»—¡Bendito sea Dios! —suspiré. El capitán Gannington les gritó a los de la falúa que encendieran la lámpara, pero no fue posible porque, debido a las violentas maniobras que habían tenido que realizar para orientar el bote hacia nosotros, se les había caído el farolillo y se había roto.

»—¡Vamos! ¡Vamos! —les apremié.

»—¡Por el amor de Dios, echen el resto, marineros! —voceó desesperadamente el capitán, y nos quedamos mirando hacia la densa penumbra que se extendía bajo el costado de babor del barco, por donde sabíamos, aunque no llegábamos a verlo, que algo monstruoso estaba avanzando hacia nosotros.

»—¡Un remo! ¡Rápido, échenme un remo! —voceó imperioso el capitán y extendió los brazos hacia la falúa, que ya estaba cerca. Vislumbré entonces la silueta de uno de los hombres; se había puesto de pie en la proa y nos acercaba algo a través de los metros de sustancia pastosa que aún nos separaban. El capitán Gannington batió la oscuridad con las manos y lo cogió.

»—¡Ya lo tengo! ¡Suéltenlo! —dijo con voz furiosa y apremiante.

»En ese momento, nuestro bote se inclinó a estribor como vencido por un peso enorme.

»—¡Agáchese, doctor! —me gritó enseguida el capitán, que blandió en torno a su cabeza el pesado remo de fresno de unos cuatro metros y descargó un tremendo golpe hacia la oscuridad. Se oyó entonces un brusco chapoteo y el capitán lanzó un segundo mandoble, al tiempo que emitía un ronco gruñido de rabia. Tras este nuevo golpe, el bote recobró el equilibrio con un suave balanceo y, un segundo después, la proa de la falúa se deslizaba hasta topar levemente con nuestra barca.

»El capitán Gannington soltó el remo, se acercó al segundo piloto, lo levantó en vilo del banco donde yacía y lo arrojó por encima de la proa hacia los hombres de la falúa. Luego me gritó que fuera hacia allí, y así lo hice. Salté al otro bote y el capitán lo hizo a continuación, ordenándoles a los hombres que remaran un poco hacia atrás. La proa de la falúa se apartó del bote que acabábamos de abandonar y poco después nos abríamos paso a través de la sustancia parduzca hacia el mar abierto.

»—¿Dónde está Tom Harrison? —preguntó casi sin aliento uno de los hombres, mientras tiraba con todas sus fuerzas del remo. Aquel marinero era el mejor amigo del pobre Tom Harrison. El capitán Gannington le contestó lacónicamente:

»—¡Ha muerto! ¡Rema! ¡No preguntes más!

»Pero si les había resultado fatigoso hacer avanzar el bote sobre la espesa película parduzca para venir en nuestra ayuda, el intento de abandonarla parecía que iba a ser infinitamente más penoso. Pasados cinco minutos de intenso esfuerzo, nos dio la impresión de que el bote apenas se había desplazado unos dos metros, como mucho. Un angustioso temor volvió a apoderarse de mi espíritu, un desasosiego que uno de los remeros tradujo en ese momento en palabras:

»—¡Nos atrapó! —jadeó.

»—¡Igual que al pobre Tom! —añadió el hombre que antes había preguntado por él.

»—¡Silencio! ¡A remar! —ordenó el capitán.

»Transcurrieron unos minutos más de denodada lucha contra los elementos. De pronto me dio la impresión de que el profundo y sordo “¡tud!, ¡tud!, ¡tud!, ¡tud!” empezaba a oírse con mayor intensidad en medio de las tinieblas; volví la vista hacia la nave abandonada y escruté la penumbra con atención. El corazón me dio un vuelco. Hubiera podido jurar que la negra silueta del monstruo estaba realmente más cerca… que avanzaba sigilosamente hacia nosotros en la oscuridad. El capitán Gannington debió tener la misma impresión porque, tras echar un rápido vistazo a la oscuridad, se abrió camino hasta el banco del primer remero, se sentó junto a él en la proa y le cogió uno de los remos.

»—¡Venga adelante, doctor! —me dijo entre jadeos—. Póngase en la proa y trate de apartar un poco el fango marrón.

»Hice lo que me pedía, y al cabo de un rato me había instalado en la proa del bote y removía enérgicamente con el bichero aquella inmundicia espesa y pegajosa, tratando de abrir un camino. Despedía un intenso olor, casi animal; toda la atmósfera estaba cargada de aquel olor deletéreo. No creo que encuentre jamás los términos adecuados para poder describir aquel horror: la amenaza se hallaba presente en el propio aire que respirábamos… Y aquel engendro indescriptible avanzando directamente hacia nosotros, a unos metros de la popa, cada vez más cerca, mientras la espesa sustancia parduzca nos dificultaba la huida, correosa como cola semilíquida.

»Los minutos se hacían cada vez más angustiosos e interminables, y yo no dejaba de escrutar la oscuridad que se extendía a nuestras espaldas, mientras removía, empapado en sudor, aquella sustancia nauseabunda, desgarrándola y apartándola a uno y otro lado.

»De pronto el capitán Gannington gritó:

»—Estamos avanzando, muchachos. ¡Sigan remando! —y comprobé que realmente el bote se deslizaba a cierta velocidad, mientras los hombres, animados, remaban con nuevos bríos. Enseguida se hizo evidente nuestro avance: pronto, aquel infame “¡tud!, ¡tud!, ¡tud!, ¡tud!” se convirtió en un rumor lejano y confuso que se perdía más allá de la popa y ya no pude distinguir la negra silueta de la nave abandonada. La oscuridad de la noche se había vuelto impenetrable y el cielo se había cubierto de espesos nubarrones. Conforme nos aproximábamos al borde de la enorme mancha viscosa, el bote se deslizaba con mayor soltura, hasta que finalmente salimos de ella, con un sonido limpio, agradable y fresco, a mar abierto.

»—¡Alabado sea Dios! —exclamé en voz alta; después dejé el bichero y regresé de nuevo a popa, donde el capitán Gannington había vuelto a sentarse para llevar el timón.

»A medio camino le vi alzar la vista al cielo y dirigirla después hacia delante, donde se divisaban las luces de nuestro barco, como si creyera escuchar algo otra vez, con tal concentración que yo también me puse a escuchar.

»—¿Qué es eso, capitán? —le pregunté de pronto. Me había parecido escuchar un sonido lejano a popa, como un extraño lamento o un silbido grave.

»—Es el viento, doctor —me contestó en voz baja—. Daría algo por estar ya a bordo —y después, dirigiéndose a los hombres, les gritó—: ¡Remen! ¡Pongan un poco más de entusiasmo, o no volverán a probar un pedazo de pan!

»Los remeros respondieron magníficamente; llegamos al barco sanos y salvos y la falúa fue izada a lugar seguro antes de que se desencadenara la tormenta, que avanzaba por el oeste acompañada de un violento oleaje espumoso. Estuve contemplándolo varios minutos antes de que nos alcanzara. Aquella turbulencia de las aguas agitó todo el mar hasta convertirlo en una montaña de espuma fosforescente, y cuanto más se aproximaba en medio de la penumbra, aquel lamento lejano, aquel extraño silbido, se escuchaba con mayor intensidad, hasta que se convirtió en un gigantesco silbato de vapor que se precipitaba sobre nosotros a través de las aguas.

»Cuando aquel frente nos alcanzó, había adquirido una extraordinaria virulencia, y el alba nos deparó un mar encrespado de aguas blancas. La espantosa nave abandonada se encontraba ya a muchas millas de nosotros, inmersa en el caos de la tormenta, tan perdida en el mar como podrían desearlo nuestros corazones.

»Cuando finalmente pude ocuparme del segundo piloto, me encontré con que sus pies presentaban un aspecto atroz. Parecía que le hubieran devorado parcialmente las plantas. No se me ocurre una palabra que defina con mayor precisión sus heridas; la agonía que debió de sufrir aquel hombre fue sin duda algo aterrador.

»Con todo, caballeros, esto es lo que yo denomino —concluyó el doctor—, un caso esclarecedor. Si hubiésemos llegado a conocer con precisión la composición del cargamento que en su día llevaba aquella vieja embarcación y la colocación de los diferentes elementos de la carga, aparte de la temperatura y el tiempo que había resistido hasta ese momento la nave, y una o dos variables más de difícil estimación, habríamos descubierto la química del principio vital. Es probable que no hubiéramos desvelado por completo el misterio del origen de la vida, entiéndame bien, pero sin duda se habría dado un gran paso. Debo decirles que a menudo he lamentado aquella tormenta… ¡Sólo en cierto sentido, desde luego! Fue un hallazgo único y extraordinario… aunque, en aquellas circunstancias, comprenderán que sólo deseara perderlo de vista… Una ocasión irrepetible. Con frecuencia me paro a pensar en ello: cómo despertó aquel engendro de su letargo… de dónde había salido aquella película viscosa… y cómo quedaron atrapados en ella los cerdos muertos… Imagino que se trataba de una especie de red, caballeros… Una red que atrapó muchas cosas…

El viejo médico de a bordo suspiró y movió pensativo la cabeza.

—Si hubiera podido conseguir la lista del cargamento… —dijo con una tristeza infinita en los ojos—. Sí… podría haberme servido de ayuda. Pero después de todo… —se interrumpió y se puso a llenar la pipa de nuevo—. Supongo… —añadió, recorriendo al auditorio con una mirada sombría—. ¡Supongo que los seres humanos no somos más que un puñado de mendigos ingratos, en el mejor de los casos…! De todas formas… ¡qué ocasión!, ¿no creen?, ¡qué ocasión!