Arthur Machen
(1863-1947)
LA PIRÁMIDE RESPLANDECIENTE [*]
1. La escritura en punta de flecha
—¿Que le persigue, dice usted?
—Sí, me persigue. ¿No se acuerda que cuando le vi hace tres años me habló de su casa en el oeste rodeada de viejos bosques, colinas abovedadas y agrestes, y terreno escabroso? Siempre he conservado en mi mente una especie de imagen encantada, sobre todo cuando me sentaba frente al escritorio a escuchar el ruidoso tráfico de la calle en medio del ajetreo londinense. Pero, ¿cuándo llegó usted?
—La verdad, Dyson, es que acabo de salir del tren. Esta mañana temprano he ido a la estación y he cogido el tren de las 10:45.
—Bien, me complace que venga a visitarme. ¿Cómo le ha ido desde nuestro último encuentro? Supongo que no habrá una señora Vaughan.
—No —dijo Vaughan—, todavía soy un eremita, como usted. No he hecho otra cosa que haraganear.
Vaughan había encendido su pipa y se había sentado en el sillón, inquieto, mirando en torno suyo de una forma algo trastornada e intranquila. Dyson había girado su silla cuando entró su visitante y se sentó con un brazo amistosamente reclinado sobre el escritorio de su estudio, en medio de un desorden de papeles manuscritos.
—¿Sigue todavía ocupado en su antigua tarea? —dijo Vaughan, señalando el montón de papeles y las abundantes casillas.
—Sí, la vana búsqueda de la literatura, tan ociosa como la alquimia, e igual de arrebatadora. Supongo que habrá venido a la ciudad para algún tiempo. ¿Qué haremos esta noche?
—Bueno, más bien desearía que se viniera usted conmigo unos días al oeste. Estoy seguro de que le haría mucho bien.
—Es usted muy amable, Vaughan, pero Londres en septiembre es difícil de dejar. Doré no podría dibujar nada tan maravilloso y místico como Oxford Street tal cual la vi la otra tarde: la llameante puesta de sol y la azulada bruma convertían la simple calle en una “lejana vía de la ciudad espiritual”.
—Sin embargo, me gustaría que viniera conmigo. Disfrutará vagando por nuestras colinas. ¿Vale acaso la pena seguir trabajando todo el día y toda la noche? Me deja usted absolutamente perplejo; me pregunto cómo puede trabajar así. Estoy seguro de que le deleitará la gran paz de mi viejo hogar entre bosques.
Vaughan encendió de nuevo su pipa y miró ansiosamente a Dyson para comprobar si sus estímulos habían surtido algún efecto, pero el hombre de mundo agitó su cabeza, risueño, y juró para sus adentros su firme lealtad hacia las calles.
—No me tiente —dijo.
—Bien, puede que usted tenga razón. Después de todo, tal vez me equivoqué al hablar de la paz del campo. Allí, cuando ocurre una tragedia, es como cuando se arroja una piedra a un estanque: los círculos concéntricos de la perturbación siguen agrandándose y parece como si el agua no fuera ya a quedarse quieta nunca más.
—¿Por casualidad ha habido alguna tragedia donde usted vive?
—Apenas puedo decir eso. Pero hace como un mes me inquietó en grado sumo algo que sucedió; puede o no haber sido una tragedia en el usual sentido de la palabra.
—¿Qué aconteció?
—Bien, la verdad es que desapareció una muchacha de una forma que parece sumamente misteriosa. Sus padres, del linaje de Trevor, eran granjeros acaudalados, y Annie, que era su hija mayor, pasaba por una belleza local; en verdad era extraordinariamente hermosa. Una tarde decidió ir a visitar a una tía suya viuda que cultivaba su propia tierra, y como ambas granjas distaban solamente cinco o seis millas se puso en marcha, advirtiendo a sus padres que tomaría el atajo de las colinas. Nunca llegó a casa de su tía, y nunca más fue vista. Eso fue, en pocas palabras, lo que ocurrió.
—¡Qué cosa más extraordinaria! Supongo que no habrá en esas colinas minas abandonadas. Aunque no creo de verdad que nadie corra hacia algo tan formidable como un precipicio.
—No; el camino que la chica debió tomar no tenía trampas de ninguna clase; es solamente una senda sobre la agreste y desnuda ladera de la colina, lejos incluso de cualquier apartado camino. Se pueden recorrer en ella muchas millas sin encontrar un alma, pero es del todo segura.
—Y, ¿qué dice la gente?
—¡Oh! Cuentan disparates entre ellos. No se imagina usted la cantidad de aldeanos supersticiosos que hay en parajes tan remotos como el mío. Son tan exagerados como los irlandeses, ni una pizca menos, y aún más reservados.
—Pero, ¿qué dicen?
—¡Oh! Suponen que la chica se ha “ido con las hadas” o ha sido “arrebatada por las hadas”. ¡Vaya asunto! —prosiguió—. Uno se reiría si no fuera por la auténtica tragedia del caso.
Dyson parecía un poco interesado.
—Sí —dijo—, en estos días las “hadas” a buen seguro impresionan favorablemente al oído. Pero, ¿qué dice la policía? Presumo que no aceptan esa hipótesis del cuento de hadas.
—No; pero parecen del todo perplejos. Lo que yo me temo es que Annie Trevor puede haber tropezado en su camino con algún bribón. Castletown es un importante puerto de mar, como usted sabe, y algunos de los peores marineros extranjeros desertan de sus barcos de vez en cuando y vagabundean por la ciudad de un lado para otro. No hace muchos años, un marinero español llamado García asesinó a una familia entera para robar menos de seis peniques. Algunos de esos tipos casi no son humanos, y mucho me temo que la pobre chica haya tenido un espantoso fin.
—Pero nadie vio a ningún marinero extranjero por la región, ¿verdad?
—No, eso es cierto; y, por supuesto, la gente de campo repara con facilidad en cualquiera cuyo aspecto y vestimenta se salgan un poco de lo común. Con todo, parece como si mi teoría fuera la única explicación posible.
—No hay datos a los que recurrir —dijo Dyson, pensativamente—. Supongo que no se tratará de un asunto amoroso o algo por el estilo.
—¡Oh, no! Ni por asomo. Estoy seguro de que si Annie estuviera viva habría procurado que su madre se enterara.
—Sin duda alguna. Sin embargo, es apenas posible que esté viva y que no pueda comunicarse con sus amigos. Pero todo esto debe haberle inquietado mucho.
—Sí, en efecto. Aborrezco los misterios, y especialmente los misterios que probablemente ocultan algún horror. Pero con franqueza, Dyson, le confieso que no vine aquí para contarle esto.
—Por supuesto que no —dijo Dyson, un poco sorprendido por la intranquilidad de Vaughan—. Ha venido usted a charlar de asuntos más alegres.
—No, en absoluto. Lo que le he contado sucedió hace un mes, pero algo que al parecer me ha afectado más personalmente ha tenido lugar en los últimos días, y, para ser sincero, he venido a la ciudad con la idea de que usted pueda prestarme ayuda. ¿Se acuerda de aquel curioso caso de que me habló en nuestro último encuentro? Algo sobre un fabricante de lentes.
—¡Oh, sí! Lo recuerdo. Sé que entonces estaba absolutamente orgulloso de mi perspicacia; incluso hoy, la policía no tiene ni idea de para qué servían aquellas peculiares lentes amarillas. Pero, Vaughan, realmente parece usted bastante desconcertado. Espero que no sea nada serio.
—No, creo que he estado exagerando, y pretendo que usted me tranquilice. Pero lo que ha sucedido es muy extraño.
—Y, ¿qué ha sucedido?
—Estoy seguro de que se reirá de mí, pero ésta es la historia. Debe usted saber que existe un sendero, una servidumbre de paso que atraviesa mis tierras, y, para ser preciso, cercano a la tapia del huerto. No es utilizado por muchas personas; de vez en cuando lo encuentra útil algún leñador, y cinco o seis niños que van a la escuela del pueblo pasan por él dos veces al día. Pues bien, hace dos días estaba paseando después de desayunar y acababa de llenar mi pipa junto a las inmensas puertas del huerto. El bosque, debo decirlo, llega hasta muy pocos pies de la tapia, y la senda de la que hablo sigue derecha a la sombra de los árboles. Pensé que era más agradable resguardarse del fuerte viento que soplaba y permanecí allí fumando, con los ojos fijos en el terreno. Entonces algo atrajo mi atención. Al pie mismo de la tapia, sobre la hierba, yacía una cantidad de pequeños pedernales ordenados según un modelo; algo como esto —y el señor Vaughan cogió un lápiz y una cuartilla de papel y dibujó unos cuantos trazos.
—¿Comprende usted? —continuó diciendo—. Había, según creo, doce piedras pequeñas cuidadosamente alineadas y espaciadas a distancias iguales, como le he mostrado en el papel. Eran piedras puntiagudas y las puntas estaban cuidadosamente orientadas en la misma dirección.
—Sí —dijo Dyson, sin demasiado interés—. No hay duda de que los niños que usted ha mencionado estuvieron jugando allí a su paso para la escuela. Los niños, como usted sabe, son muy aficionados a hacer semejantes composiciones con conchas de ostra, pedernales, flores o cualquier otra cosa que se cruce en su camino.
—Así pensaba yo. Únicamente reparé en que estos pedernales estaban ordenados según una especie de patrón. Pero a la mañana siguiente tomé el mismo camino, que, a decir verdad, es habitual en mí, y de nuevo vi en el mismo sitio un dibujo hecho con pedernales. Esta vez era un modelo realmente curioso; algo así como los radios de una rueda, confluyendo todos en un centro común formado por un dibujo que parecía una copa; todo ello, usted me entiende, realizado con pedernales.
—Tiene usted razón —dijo Dyson— en que parece bastante raro. Sin embargo, es razonable pensar que su media docena de escolares son los responsables de esas fantasías en piedra.
—Pensé dejar el asunto en paz. Los niños pasan por la puerta todas las tardes a las cinco y media, y yo solía pasear a las seis, encontrándome el dibujo tal y como lo había dejado por la mañana. Al día siguiente me levanté un cuarto de hora antes de dar las siete, y descubrí que todo el diseño había sido cambiado. Ahora era una pirámide silueteada con pedernales. A los niños los vi pasar una hora y media más tarde, y corrieron sin detenerse en el lugar ni mirar a ninguna parte. Por la tarde los vigilé cuando volvían a casa, y esta mañana, cuando fui hacia la puerta a las seis en punto, había esperándome algo parecido a una media luna.
—Entonces las series se presentan así: primero, ordenadas en filas, a continuación el dibujo de los radios y la copa, después la pirámide, y, por último, esta mañana, la media luna. Ése es el orden, ¿no?
—Sí, en efecto. Pero, ¿sabe usted?, todo esto me inquieta bastante. Supongo que le parecerá absurdo, pero no puedo dejar de pensar que está pasando algún tipo de señalización por delante de mis narices, y esa clase de cosas es inquietante.
—Pero, ¿qué tiene usted que temer? No tiene enemigos, ¿verdad?
—No. Pero tengo una antigua vajilla de plata muy valiosa.
—¿Está usted pensando en ladrones? —dijo Dyson, considerablemente interesado—. Pero usted debe conocer a sus vecinos. ¿Hay entre ellos algún personaje sospechoso?
—No, que yo me haya percatado. Pero, ¿recuerda lo que le conté acerca de los marineros?
—¿Puede confiar en sus sirvientes?
—¡Oh!, completamente. La vajilla está oculta en una caja fuerte; únicamente el mayordomo, un viejo criado de la familia, sabe dónde se guarda la llave. Hasta ahí todo va bien. Sin embargo, todo el mundo está enterado de que tengo mucha plata vieja, y la gente de campo es dada al chisme. Según eso, la información puede propalarse a ambientes muy indeseables.
—Sí, pero confieso que me parece algo insatisfactoria la teoría del robo. ¿Quién está haciendo señales, y a quiénes? No veo el modo de aceptar semejante explicación. ¿Qué fue lo que le hizo relacionar la vajilla con esos signos de pedernal o lo que sean?
—Fue la figura de la Copa —dijo Vaughan—. Da la casualidad que poseo una copa de ponche tipo Carlos II muy grande y muy valiosa. El engaste es realmente exquisito, y el objeto en sí vale mucho dinero. El signo que le describí tenía exactamente la misma forma que mi ponchera.
—Una curiosa coincidencia a buen seguro. ¿Y el resto de figuras o dibujos? ¿Tiene usted algo en forma de pirámide?
—¡Ah! Pensará usted que estoy chiflado. Da la casualidad que mi ponchera, junto con un juego de cucharones antiguos y raros, se guarda en un cofre de caoba en forma piramidal con el vértice hacia arriba.
—Confieso que todo esto me interesa mucho —dijo Dyson—. Prosigamos, pues, ¿qué hay de las otras figuras? ¿Qué hay del Ejército, como propongo llamar al primer signo? ¿Y del Creciente o Medialuna?
—Por desgracia no tengo nada que pueda relacionar con esos dos signos. Sin embargo, comprenderá que, en todo caso, tengo motivos suficientes para sentir curiosidad. Me incomodaría perder alguna pieza de la vajilla; casi todas ellas han permanecido en la familia durante generaciones. Y no puedo sacarme de la cabeza que algunos bribones tienen la intención de robarme y cada noche se comunican entre sí.
—Francamente —dijo Dyson— no puedo hacer nada; estoy tan a oscuras como usted mismo. Su teoría parece, ciertamente, la única explicación posible; y, sin embargo, las dificultades son inmensas.
Dyson se recostó en su sillón y ambos hombres se encararon mutuamente, frunciendo el ceño perplejos ante un problema tan raro.
—A propósito —dijo Dyson, después de una larga pausa—, ¿cuál es la formación geológica de aquellas tierras?
El señor Vaughan elevó la vista, sorprendido en buena medida por la pregunta.
—Arenisca y caliza rojas, creo —dijo—. Precisamente estamos un poco más allá de los yacimientos de carbón.
—Pero, ¿está usted seguro de que no hay pedernales ni en la arenisca ni en la caliza?
—No, nunca vi pedernales en el campo. Confieso que me pareció un poco raro.
—Lo mismo diría. Esto es muy importante. A propósito, ¿de qué tamaño eran los pedernales que se utilizaron para confeccionar esos dibujos?
—Casualmente traigo uno conmigo. Lo cogí esta mañana.
—¿De la Medialuna?
—En efecto. Aquí está.
Y le entregó un pequeño pedernal de forma puntiaguda y de unas tres pulgadas de largo.
El rostro de Dyson ardió de excitación al coger la piedra de Vaughan.
—A buen seguro —dijo, después de una breve pausa— tiene usted algunos vecinos raros. Pero difícilmente creo que puedan albergar malas intenciones con respecto a su ponchera. ¿Sabe usted que esta punta de flecha de pedernal es antiquísima, y no sólo eso, sino que es una punta de flecha de un tipo único? He visto ejemplares de todas las partes del mundo, pero éste tiene unos rasgos verdaderamente peculiares.
A continuación guardó su pipa y tomó un libro del cajón.
—Tenemos justo el tiempo de coger el tren de las 5:45 para Castletown —dijo.
2. Los ojos en la tapia
El señor Dyson aspiró una gran bocanada de aire procedente de las colinas y sintió todo el encanto del escenario en torno suyo. Era muy temprano y se encontraba en la terraza delantera de la casa. El antepasado de Vaughan había edificado en la parte baja de la ladera de una gran colina, al amparo de un espeso y antiguo bosque que rodeaba la mansión por tres lados, y en el cuarto, al sudoeste, la tierra descendía suavemente y se sumergía en el valle, donde un arroyo serpenteaba en místicas eses, y los sombríos y fulgurantes alisos señalaban el curso de la corriente. En la terraza de este lugar resguardado no soplaba el viento, y a lo lejos los árboles estaban inmóviles. Solamente un sonido rompía el silencio: el ruido del arroyo silbando allá abajo, el canto de las límpidas y resplandecientes aguas murmurando al sumergirse en las profundas y oscuras hoyas. Justo debajo de la casa se elevaba, transversalmente a la corriente, un puente de piedra gris, con bóvedas y contrafuertes, una reliquia de la Edad Media; y más allá, las colinas se elevaban de nuevo, inmensas y circulares como bastiones, cubiertas acá y allá de espesos bosques y matorrales de maleza, pero con las cumbres despobladas de árboles, mostrando únicamente césped gris y manchas de helecho, salpicadas con el oro de las frondas marchitas. Dyson miró en torno suyo y contempló la muralla de colinas y los viejos bosques, y el vapor que flotaba entre ellos; todo lo veía confuso y mortecino por la niebla matutina, bajo un cielo encapotado y una atmósfera silenciosa y fantasmal.
La voz del señor Vaughan rompió el silencio.
—Pensé que estaría usted demasiado cansado para madrugar tanto —dijo—. Veo que está admirando la vista. Es preciosa, ¿verdad? Aunque supongo que el viejo Meyrick Vaughan no pensaba demasiado en el paisaje cuando construyó la casa. Una rara y sombría mansión antigua, ¿no es cierto?
—Sí, y ¡qué apropiada a los alrededores! Parece una prolongación de las colinas grises y el puente de abajo.
—Me temo que le he preocupado con falsas apariencias, Dyson —dijo Vaughan, cuando ambos comenzaron a pasear de un lado a otro de la terraza—. He estado en el lugar de siempre esta mañana, y no había ninguna señal.
—¿De veras? Bien, supongo que iremos juntos hasta allí.
Ambos hombres atravesaron el césped y tomaron un sendero por entre los matorrales de acebo que conducía a la parte trasera de la casa. Allí, Vaughan señaló el camino que descendía hasta el valle y luego ascendía a las cumbres por encima de los bosques; después, se detuvieron bajo la tapia del huerto, al lado de la puerta.
—Aquí es, ¿lo ve? —dijo Vaughan, indicando un lugar en la hierba—. La mañana que vi por vez primera los pedernales me encontraba precisamente donde está usted ahora.
—Sí, así es. Esa mañana fue el Ejército, como lo llamé; luego, la Copa, después la Pirámide, y ayer la Medialuna. ¡Qué piedra más curiosa! —prosiguió, señalando un bloque de caliza que asomaba entre la hierba junto a la tapia—. Parece una especie de pilar enano, pero supongo que es natural.
—¡Oh, sí! Eso creo. Aunque imagino que lo trajeron hasta aquí, de la misma forma que nosotros estamos ahora. Sin duda, fue utilizado en los cimientos de algún edificio más antiguo.
—Es muy probable —asintió Dyson, escrutando con atención en torno suyo, del suelo a la tapia, y de la tapia a los espesos bosques que casi pendían sobre el huerto, oscureciendo el lugar incluso por la mañana.
—Mire allí —dijo Dyson, por fin—. Esta vez ha sido con certeza cosa de niños. Mire eso.
Se inclinó y clavó la vista en el rojo apagado de la superficie de los reblandecidos ladrillos de la tapia. Vaughan se acercó y miró con dificultad donde señalaba el dedo de Dyson, pudiendo apenas distinguir una tenue marca de un rojo más intenso.
—¿Qué es esto? —dijo—. No entiendo nada.
—Mire un poco más de cerca. ¿No ve usted un conato de dibujo de un ojo humano?
—¡Ah!, ahora veo lo que quiere usted decir. Mi vista no es muy penetrante. Sí, eso es, sin duda quiere representar un ojo, como usted dice. Tenía entendido que los niños aprendían a dibujar en la escuela.
—¡Vaya!, es un ojo bastante extraño. ¿Ha reparado usted en su peculiar forma almendrada, parecida al ojo de un chino?
Dyson contempló detenidamente la obra del rudimentario artista, y escudriñó de nuevo la tapia, arrodillándose por la minuciosidad de su pesquisa.
—Me gustaría mucho saber —dijo finalmente— cómo un niño de un lugar perdido como éste puede tener alguna idea de la forma de un ojo mongol. Usted sabe que, como término medio, el niño tiene una impresión muy diferente del asunto: dibuja un círculo, o algo parecido, y coloca un punto en el centro. No creo que ningún niño imagine que un ojo se haga así realmente; es una convención del arte infantil. Pero esta forma almendrada me intriga en grado sumo. Tal vez se derive del chino dorado de alguna lata de té procedente de la tienda de ultramarinos. Sin embargo, es muy poco probable.
—Pero, ¿por qué está usted tan seguro de que lo ha hecho un niño?
—¿Por qué? Mire a lo alto. Estos anticuados ladrillos tienen un espesor de más de dos pulgadas; desde el suelo hasta el boceto, si le llamamos así, hay veinte hiladas, lo que da una altura de unos tres pies y medio. Ahora imagínese que va a dibujar algo sobre la tapia. Exactamente; su lápiz, si tuviera uno, alcanzaría la tapia en algún punto al nivel de sus ojos, esto es, más de cinco pies desde el suelo. Parece, por consiguiente, una simple deducción el concluir que este ojo fue dibujado por un niño de unos diez años.
—Sí, no pensé en ello. Por supuesto debe haberlo hecho un niño.
—Eso supongo; y, sin embargo, como dije, hay algo singularmente poco infantil en aquellas dos filas de piedras, y el mismo globo del ojo, lo ve, es casi un óvalo. A mi juicio, tiene un aire extraño y antiguo, y presenta un aspecto más bien desagradable. No puedo por menos que imaginar que, si me fuera posible ver el rostro entero ejecutado por la misma mano, no sería del todo agradable. Con todo, esto son bobadas, al fin y al cabo, y no estamos avanzando nada en nuestras averiguaciones. Es raro que las series de pedernales hayan tenido un final tan repentino.
Los dos amigos se alejaron caminando hacia la casa, y cuando llegaban al porche vieron abrirse un claro en el plomizo cielo y un rayo de sol destelló en la colina gris que tenían delante.
Dyson merodeó todo el día, meditabundo, por los campos y bosques que rodean la casa. Estaba completa y cabalmente perplejo por las triviales circunstancias que se proponía elucidar, y de nuevo sacó de su bolsillo la punta de flecha de pedernal, le dio la vuelta, y la examinó con profunda atención. Había algo en ella que la hacía totalmente distinta de los especímenes que él había visto en los museos y colecciones privadas. La forma era diferente, y alrededor del filo presentaba una hilera de perforaciones puntuales, sugiriendo en apariencia motivos ornamentales. ¿Quién puede, pensaba Dyson, poseer semejantes cosas en tan remoto lugar? Y poseyéndolas, ¿quién podría utilizarlas tan fantásticamente para dibujar figuras sin sentido junto a la tapia del huerto de Vaughan? La extremada absurdidad de todo el asunto le irritaba indeciblemente; y como su mente rechazaba nada más brotar una teoría tras otra, se sintió fuertemente tentado a tomar el siguiente tren de vuelta a la ciudad. Había visto la vajilla de plata que tanto apreciaba Vaughan, y había inspeccionado la ponchera, joya de la colección, con minuciosa atención; y lo que vio, y su entrevista con el mayordomo, le convencieron de que había un plan para robar la caja fuerte, que se les escapaba pese a su indagación. El cofre en donde se guardaba la copa, un pesado ejemplar de caoba, que visiblemente databa de principios de siglo, a buen seguro sugería intensamente una pirámide, y Dyson se inclinó al principio por las necias maniobras detectivescas; pero la sensatez le convenció de la imposibilidad de la hipótesis de robo, y la desechó impetuosamente por otras más satisfactorias. Preguntó a Vaughan si había gitanos en la vecindad, y oyó que no se habían visto romaníes en muchos años. Este hecho le desanimó bastante, pues conocía la costumbre gitana de dejar extraños jeroglíficos a lo largo de su recorrido, y se había exaltado al ocurrírsele esta idea. Cuando hizo la pregunta, se encontraba frente a Vaughan, junto al anticuado hogar, y se recostó en su sillón disgustado por la destrucción de su teoría.
—Es extraño —dijo Vaughan—, pero los gitanos nunca nos han molestado aquí. De vez en cuando, los granjeros encuentran vestigios de hogueras en la parte más agreste de las colinas, pero nadie parece saber quiénes son los que las encienden.
—¿Seguro que parecen de gitanos?
—No, en semejantes lugares no. Los caldereros, gitanos y vagabundos de todas las especies, se aferran a los caminos y no van más allá de las granjas.
—Bueno, nada más puedo añadir. Vi a los niños pasar esta tarde, y, como usted dice, corrían decididos. Así que, en todo caso, no encontraremos más ojos en la tapia.
—No, debo detenerlos uno de estos días y averiguar quién es el artista.
A la mañana siguiente, cuando Vaughan efectuaba su habitual paseo desde el césped a la parte trasera de la casa, se encontró a Dyson esperándole junto a la puerta del huerto, y, a todas luces, en un estado de gran excitación, pues le hacía furiosas señas con las manos y gesticulaba violentamente.
—¿Qué ocurre? —preguntó Vaughan—. ¿Otra vez los pedernales?
—No, mire allí, en la tapia. Allí, ¿no lo ve?
—¡Otro ojo de esos!
—En efecto. Dibujado, vea usted, a muy poca distancia del primero, casi al mismo nivel, aunque ligeramente más bajo.
—¿Quién demonios será el responsable? Los niños no pueden haberlo hecho; no estaba aquí anoche y ellos no han pasado a ninguna otra hora. ¿Qué puede significar?
—Creo que el mismo diablo es el causante de todo esto —dijo Dyson—. Por supuesto, uno no puede resistirse a la conclusión de que estos infernales ojos almendrados deben ser atribuidos a la misma mano que realizó los dibujos con las puntas de flecha; pero no podría decirle adónde nos conduce esta conclusión. Por mi parte, tengo que contener mi imaginación, o de lo contrario se disparataría.
—Vaughan —dijo, mientras daban su espalda a la tapia— ¿no se le ha ocurrido pensar que hay una circunstancia, una muy curiosa circunstancia en común entre las figuras hechas con pedernales y los ojos dibujados en la tapia?
—¿Cuál? —preguntó Vaughan, en cuyo rostro se adivinaba la sombra de un vago temor.
—Sabemos que los signos del Ejército, la Copa, la Pirámide y la Medialuna deben haberlos hecho por la noche. Probablemente están pensados para ser vistos de noche. Bien, precisamente el mismo razonamiento se puede aplicar a esos ojos de la tapia.
—No veo del todo la circunstancia en común.
—¡Oh, no faltaría más! Las noches son ahora oscuras y han sido muy nubosas desde que llegué, lo sé. Por otra parte, aquellos árboles que sobresalen de la tapia arrojan su sombra sobre ella, incluso en una noche clara.
—¿Y bien?
—Lo que se me ocurre es lo siguiente: lo que más llama la atención es que ellos, quienquiera que sean, deben haber sido capaces de ordenar las puntas de flecha en medio de la tétrica oscuridad del bosque, y luego de dibujar los ojos en la tapia sin ningún vestigio de tosquedad o imprecisión.
—He leído sobre personas confinadas en calabozos durante muchos años, que han sido capaces de ver completamente bien en la oscuridad —dijo Vaughan.
—Sí —dijo Dyson—, entre ellos el abate de Monte Cristo. Pero esta circunstancia es más singular.
3. La búsqueda de la Copa
—¿Quién es el anciano que le acaba de saludar? —dijo Dyson, cuando llegaron al recodo del camino próximo a la casa.
—El viejo Trevor. El pobre parece muy agotado.
—¿Quién es Trevor?
—¿No se acuerda? Le conté la historia la tarde que me presenté en su casa; era sobre una chica llamada Annie Trevor, que desapareció de la manera más inexplicable hace unas cinco semanas. Era su padre.
—Sí, sí, ahora lo recuerdo. Para serle sincero, lo había olvidado por completo. ¿No se ha vuelto a saber nada más de la chica?
—Nada en absoluto. La policía está perpleja.
—Me temo que no presté demasiada atención a los detalles que usted me dio. ¿Qué camino tomó la chica?
—Su sendero la hubiera conducido directamente al otro lado de las agrestes colinas que circundan la casa; el punto más cercano de esa senda se encuentra a unas dos millas de aquí.
—¿Está eso cerca del caserío que vi ayer?
—¿Se refiere usted a Croesyceiliog, de donde proceden los niños? No; queda más al norte.
—¡Ah! Nunca tomé ese camino.
Entraron en la casa y Dyson se encerró en sus aposentos, inmerso en profundas dudas; dentro de él se cernía todavía la sombra de una sospecha, vaga y fantástica, que durante un rato le persiguió negándose a tomar forma definida. Estaba sentado junto a la ventana abierta, mirando al valle, y veía, como en un cuadro, el intrincado serpenteo del arroyo, el puente gris, y las vastas colinas elevándose al fondo. Todo estaba tranquilo, sin una brizna de viento que sacudiera los místicos bosques colgantes; los arreboles de la puesta de sol resplandecían sobre los helechos, mientras abajo, una tenue niebla blanca comenzaba a levantarse de la corriente. Dyson se acercó a la ventana cuando el día oscurecía y las inmensas colinas en forma de bastión se vislumbraban vastas y confusas, y los bosques aparecían tenues y más indefinidos. La fantasía que se había apoderado de él ya no le parecía del todo imposible. Pasó el resto de la velada en un ensueño, oyendo a duras penas lo que Vaughan decía. Y cuando tomó su vela en el vestíbulo, se detuvo un momento antes de desearle buenas noches a su amigo.
—Necesito un buen descanso —dijo—. Mañana tengo cosas que hacer.
—¿Se refiere a escribir?
—No. Voy a buscar la Copa.
—¡La Copa! Si se refiere a mi ponchera está a salvo en su cofre.
—No me refiero a su ponchera. Debe creerme, su vajilla nunca ha estado amenazada. No, no le molestaré con más suposiciones. Dentro de poco tendremos, con toda probabilidad, algo más firme que meras suposiciones. Buenas noches, Vaughan.
A la mañana siguiente Dyson partió después del desayuno. Tomó el sendero que bordeaba la tapia del huerto y advirtió que ahora eran ocho los misteriosos ojos almendrados débilmente delineados sobre el ladrillo.
—Seis días más —se dijo a sí mismo; pero cuando reflexionó acerca de la teoría que había elaborado, desechó, a pesar de su fuerte convicción, semejante fantasía tan increíble. Se puso en marcha por entre las densas tinieblas del bosque, y, finalmente, llegó a la desnuda ladera, y trepó cada vez más alto sobre el resbaladizo césped, sin perder de vista el norte y siguiendo las indicaciones que le diera Vaughan. Mientras proseguía su ascensión le parecía como si se elevara por encima de este mundo cotidiano. A su derecha contempló una franja de árboles frutales y vio un tenue humo azulado elevándose como un pilar, era el caserío de donde procedían los niños de la escuela, único signo de vida en toda la zona, ya que los bosques ocultaban con sus enramadas el viejo caserón gris de Vaughan. Cuando coronaba lo que parecía la cima de la colina, se hizo cargo por vez primera de la lúgubre soledad y rareza del lugar. Sólo se veía el cielo gris y la colina gris, una elevada y vasta planicie que parecía extenderse interminablemente, y el imperceptible vislumbre de la difuminada cima de una montaña a lo lejos hacia el norte. Por fin llegó a una senda, una insignificante trocha apenas perceptible, y por su posición y lo que Vaughan le había contado, comprendió que se trataba del sendero que la chica perdida, Annie Trevor, debió haber tomado. Siguió la senda por la pelada cumbre, advirtiendo las enormes y espantosas rocas de caliza que afloraban entre la hierba, de aspecto tan repugnante como un ídolo de los mares del Sur, y, de repente, se detuvo, asombrado, puesto que había encontrado lo que buscaba. Sin advertencia previa, el suelo se hundía súbitamente por todas partes, y Dyson contempló una depresión circular, que bien podía haber sido un anfiteatro romano, rodeada de peligrosos riscos de caliza como si fueran restos de una muralla. Dyson recorrió el contorno de la cavidad y anotó la posición de los peñascos; luego volvió a casa.
—Esto es bien curioso —pensó para sus adentros—. Ya he descubierto la Copa, pero ¿dónde estará la Pirámide?
—Mi querido Vaughan —dijo a su regreso—, debo contarle que he encontrado la Copa, y eso es todo cuanto diré de momento. Nos esperan seis días de inactividad absoluta: no hay nada, realmente, que hacer.
4. El secreto de la Pirámide
—Acabo de volver del huerto —dijo Vaughan una mañana—. He estado contando esos infernales ojos y he descubierto que ahora son catorce. ¡Válgame Dios, Dyson!, explíqueme el significado de todo esto.
—Sentiría mucho el tener que hacerlo. Es posible que haya supuesto esto o lo otro, pero siempre he tenido por norma reservarme las conjeturas. Además, no vale realmente la pena anticipar acontecimientos; ¿se acuerda que le dije que tendríamos seis días de inactividad? Bien, este es el sexto día, y el último de ociosidad. Propongo que demos un paseo esta noche.
—¡Un paseo! ¿Es ésa toda la actividad que piensa ejercer?
—Bueno, puedo mostrarle algunas cosas muy curiosas. Para ser franco, me gustaría que se pusiera en camino conmigo en dirección a las colinas. Quizá tengamos que estar fuera toda la noche, así es que debería arroparse bien y llevar consigo un poco de brandy.
—¿Es una broma? —preguntó Vaughan, desconcertado por los extraños acontecimientos y las extrañas suposiciones.
—No, no creo que haya mucha broma en todo esto. A menos que yo esté equivocado, encontraremos una explicación muy curiosa del enigma. Vendrá conmigo, sin duda, ¿no?
—Muy bien. ¿Qué camino quiere que tomemos?
—El sendero del que usted me habló, el sendero en el que se supone que desapareció Annie Trevor.
Vaughan palideció a la sola mención del nombre de la chica.
—No sabía que estaba siguiendo esa pista —dijo—. Pensé que el asunto que le ocupaba eran esos bocetos con pedernales y los ojos de la tapia. De nada serviría que añadiese algo más; iré con usted.
Esa noche, a las nueve menos cuarto, los dos hombres se pusieron en camino, tomaron el sendero que atraviesa el bosque y subieron a la colina. Era una noche oscura y sombría, el cielo estaba cubierto de nubes y el valle invadido por la niebla. Todo el camino que atravesaron les pareció un mundo tenebroso y lóbrego, por lo que apenas hablaron por temor a romper el fantasmal silencio. Al fin llegaron a la escarpada ladera, y en lugar de la opresión del bosque se toparon con la vasta y confusa extensión del césped; más arriba, las fantásticas rocas de caliza inspiraban horror en la oscuridad y el viento silbaba a su paso por las montañas hacia el mar, produciendo un escalofrío en sus corazones. Les parecía que habían caminado sin parar durante horas, y, sin embargo, la tenue silueta de la colina se extendía aún ante ellos, y las hoscas rocas se mostraban todavía amenazantes en la oscuridad. De repente, Dyson susurró algo, tomó aliento rápidamente y se acercó a su compañero.
—Aquí —dijo— nos tumbaremos. No creo que ocurra nada todavía.
—Conozco el sitio —dijo Vaughan, al cabo de un rato—. He estado aquí a menudo durante el día. Según creo, los campesinos temen venir aquí. Se supone que es un castillo de hadas o algo por el estilo. Pero, ¿por qué demonios hemos venido aquí?
—Hable un poco más bajo —dijo Dyson—. No nos beneficiaría nada que nos oyeran.
—¿Oírnos aquí? No hay un alma en tres millas a la redonda.
—Posiblemente, no; incluso diría que, con certeza, no. Pero puede que haya alguien un poco más cerca.
—No le entiendo en modo alguno —dijo Vaughan en susurros para obedecer a Dyson—. Pero, ¿por qué hemos venido aquí?
—Bien, esa cavidad que ve frente a nosotros es la Copa. Creo que haríamos mejor no hablando, ni siquiera en susurros.
Permanecieron tendidos sobre la hierba. Las rocas se interponían entre sus rostros y la Copa, y, de vez en cuando, Dyson, calándose un poco más su flexible sombrero oscuro, asomaba un ojo y al momento lo hacía retroceder, no atreviéndose a prolongar su ojeada. Luego volvía a pegar su oreja al suelo y escuchaba. Las horas pasaron, la oscuridad se hizo total y el único sonido que se percibía era el débil susurro del viento.
Vaughan se impacientaba cada vez más por este opresivo silencio, esta espera a un terror indefinido; pues no distinguía ninguna forma y empezaba a creer que toda la vigilia era una pesada broma.
—¿Cuánto más va a durar esto? —susurró a Dyson—. Y éste, que había estado conteniendo la respiración en su esfuerzo por escucharle, dijo a Vaughan al oído, deteniéndose en cada sílaba y con voz grave de predicador.
—¿Quiere usted que nos oigan?
Vaughan tocó el suelo con las manos y se tendió hacia adelante, preguntándose por lo que iría a oír. Al principio no escuchó nada, pero más tarde le llegó muy débilmente desde la Copa un ligero ruido, un sonido tenue, casi imperceptible, como cuando uno aprieta la lengua contra el paladar y expulsa el aire. Escuchaba anhelante cuando, al instante, el ruido se acentuó, convirtiéndose en un estridente y horrible silbido, como si en el hoyo de abajo ardiera un férvido fuego. Vaughan, incapaz de permanecer más tiempo en la incertidumbre, se caló la gorra hasta media cara imitando a Dyson y miró al interior de la cavidad.
En verdad, bullía y hervía como una caldera infernal. Por todos los lados y en el fondo se agitaban y se retorcían confusas e inquietantes formas, que se movían alternativamente sin hacer ruido de pasos, y acá y allá se amontonaban y parecían hablarse entre ellos en esos horribles tonos sibilantes, como el silbido de la serpiente, que él ya conocía. Fue como si la fresca hierba y la limpia tierra hubieran sido súbitamente avivadas y padecieran un nefasto y angustioso crecimiento. Aunque sintió el dedo de Dyson tocándole el hombro, Vaughan no podía hacer retroceder su cara, por lo que escudriñó la temblorosa masa y vio confusamente algo parecido a rostros y miembros humanos. Con todo, sentía en lo más hondo un escalofrío, debido a su firme creencia en que ningún espíritu ni forma humana se movía entre toda aquella agitada y siseante hueste. Continuaba mirando espantado, reprimiendo sollozos de horror, cuando finalmente las repugnantes formas se apretaron todavía más alrededor de algún vago objeto en el centro del hoyo, y su lenguaje siseante se hizo más maligno, y entonces vio, a la escasa luz que había, los abominables miembros, vagos pero demasiado evidentes, retorciéndose y entrelazándose entre sí, y creyó oír, muy débil, un impresionante gemido humano entre los sonidos de un habla que no era de hombres. En su corazón algo parecía susurrarle casualmente “el gusano de la corrupción, el gusano que no muere”, y, grotescamente, la imagen cobró en su mente la forma de un pedazo de carniza pútrida, con horribles cosas hinchándose y arrastrándose a todo lo largo. El retorcimiento de los lúgubres miembros proseguía, parecían apiñarse alrededor de la oscura forma del centro del hoyo y el sudor perlaba la frente de Vaughan y caía frío sobre la mano en que apoyaba su cara.
Luego, aparentemente en un instante, la repugnante masa se derritió y se esparció por los bordes de la Copa, y por un momento Vaughan vio en el centro de la cavidad una agitación de brazos humanos. Pero una chispa brilló allá abajo, un fuego prendido, y mientras la voz de una mujer emitía en voz alta un agudo y penetrante alarido de angustia y terror, una gran pirámide de fuego brotó hacia arriba, como el estallido de una fuente cegada, y arrojó una llamarada de luz sobre toda la montaña. En ese momento, Vaughan contempló las miríadas de cosas en forma de hombre pero atrofiadas, como niños espantosamente deformes, con rostros de ojos almendrados inflamados de malignidad y de incalificables pasiones: una masa de carne desnuda de espectral palidez. Y, de pronto, como por arte de magia, el lugar se vació mientras el fuego rugía y chisporroteaba, y las llamas lo iluminaban todo.
—Acaba de ver la Pirámide —dijo Dyson a su oído—, la Pirámide de Fuego.
5. La Gente Pequeña
—Entonces, ¿reconoce usted el objeto?
—A buen seguro. Es un broche que Annie Trevor solía ponerse los domingos, recuerdo el modelo. Pero, ¿dónde lo encontró? ¿Quiere decir esto que ha descubierto a la chica?
—Mi querido Vaughan, me admira que no haya supuesto dónde encontré el broche. ¿Ha olvidado ya la noche pasada?
—Dyson —dijo el otro muy seriamente—, he estado dándole vueltas en mi cabeza al asunto esta mañana, mientras usted estaba fuera. He pensado en lo que vi, o quizá debería decir lo que creí ver, y la única conclusión a la que puedo llegar es ésta: es mejor olvidarse del asunto. He vivido sobria y honradamente, como viven los hombres, siempre con temor de Dios, y lo único que puedo hacer es creer que sufrí un monstruoso engaño, una fantasmagoría de los sentidos aturdidos. Usted sabe que volvimos a casa en silencio, ni una sola palabra se cruzó entre nosotros referente a lo que imaginé ver. ¿No sería mejor que acordáramos guardar silencio sobre el asunto? Cuando fui a pasear esta apacible y resplandeciente mañana, me pareció que el mundo entero estaba en paz, y al pasar por la tapia advertí que no había nuevos signos grabados y borré los que quedaban. El misterio está resuelto, y de nuevo podemos vivir en paz. Creo que en las últimas semanas ha estado actuando alguna ponzoña. He estado al borde de la locura, pero ahora estoy cuerdo.
El señor Vaughan había hablado seriamente; luego, se reclinó hacia atrás en su silla y miró a Dyson en un tono de súplica.
—Mi querido Vaughan —dijo el otro, después de una pausa—. ¿A qué viene eso? Es demasiado tarde para ponerse así; hemos ido demasiado lejos. Además, usted sabe tan bien como yo que no hay engaño en lo que vimos; con todo mi corazón desearía que lo hubiese. No, por mi propio bien debo contarle toda la historia, hasta donde la conozco.
—Muy bien —dijo Vaughan con un suspiro—, si es su obligación, debe hacerlo.
—Entonces —dijo Dyson— si le parece empezaremos por el final. Encontré este broche que usted ha identificado en el sitio que hemos llamado la Copa. Había un montón de cenizas, restos, sin duda, de una hoguera, cuyos rescoldos todavía estaban calientes, y el broche yacía en el suelo, justo fuera del alcance de las llamas. Debe haberse caído accidentalmente del vestido de la persona que lo llevaba. No, no me interrumpa. Ahora podemos volver al principio, ya que hemos visto el final. Retrocedamos al día en que usted vino a verme a Londres. Hasta donde puedo recordar, al poco de entrar usted mencionó, de manera casual, que había ocurrido en su localidad un desgraciado y misterioso incidente: una chica llamada Annie Trevor había ido a visitar a un pariente y había desaparecido. Le confieso francamente que lo que usted dijo apenas me interesó; existen muchas razones que pueden hacer que a un hombre, o más especialmente a una mujer, le convenga desvanecerse del círculo de sus parientes y amigos. Supongo que si consultásemos con la policía, descubriríamos que en Londres cada semana desaparece alguien misteriosamente, y los funcionarios sin duda se encogerían de hombros y dirían que no podía ser de otra manera por la ley de los promedios. En efecto, fui culpablemente inconsiderado con su historia; además, hay otra razón para mi falta de interés: su relato era inexplicable. Lo único que usted podía sugerir era un marinero canalla, pero yo descarté la explicación al instante. Por muchas razones, pero principalmente porque el criminal ocasional, el aficionado al crimen brutal, siempre es descubierto, especialmente si elige el campo como escenario de sus operaciones. Recordará el caso de ese García que mencionó usted mismo: se paseó por la estación de ferrocarril el día siguiente al asesinato con los pantalones manchados de sangre y el mecanismo del reloj holandés, su botín, envuelto en un pulcro paquete. Si rechazamos por tanto su única sugerencia, toda la historia llega a ser, como yo digo, inexplicable y, por consiguiente, completamente falta de interés. Sí, por consiguiente, es una conclusión perfectamente válida. ¿Se ha interesado usted alguna vez por problemas que sabe positivamente que son insolubles? ¿Ha meditado mucho sobre el viejo enigma de Aquiles y la tortuga? Por supuesto que no, porque usted sabe que sería una búsqueda sin esperanzas; de la misma manera, cuando usted me contó la historia de una aldeana que había desaparecido, simplemente la catalogué como insoluble y no pensé más en ella. Así que resultó que estaba equivocado; pero, si se acuerda, pasó usted inmediatamente a otro asunto que le interesaba bastante más porque era personal. No necesito repasar la muy singular narración de los signos con pedernales; al principio, la encontré trivial, probablemente algún juego infantil, y si no algún tipo de mistificación; pero cuando me mostró usted la punta de flecha, logró despertar mi interés. Comprendí que allí había algo que se salía bastante de lo común, que era motivo de verdadera curiosidad; y, tan pronto como llegué a esta casa, me puse manos a la obra para encontrar la solución, repitiéndome a mí mismo una y otra vez los signos que usted me describió. Primero le tocó el turno al signo que convinimos en designar como el Ejército: varias filas apretadas de pedernales, apuntando todas en la misma dirección; luego, las hileras convergentes, como los radios de una rueda, formando la figura de una Copa; después, el triángulo o Pirámide; y, por último, la Medialuna. Confieso que agoté todas las conjeturas en mi esfuerzo por desvelar el misterio y, como usted comprenderá, era un problema doble o más bien triple. Pues, simplemente, no me había hecho la pregunta «¿qué significan estas figuras?». Ni tampoco «¿quién podría ser el responsable de su diseño?». O esta otra: «¿quién podría poseer semejantes objetos valiosos y, conociendo su valor, sería capaz de echarlos por tierra junto al camino?». Este razonamiento me hizo pensar que la persona o personas en cuestión no conocían el valor de las excepcionales puntas de flecha de pedernal, lo cual no me llevaba demasiado lejos, pues un hombre bien educado podría ignorarlo fácilmente. Después vino la complicación de los ojos en la tapia, y usted recordará que no pudimos menos que concluir que la misma mano era responsable en ambos casos. La peculiar posición de esos ojos en la tapia me inclinó a pensar si no habría un enano en alguna parte de la vecindad, pero averigüé que no existía ninguno, y descubrí que los niños que pasan todos los días no tenían nada que ver con el asunto. Con todo, estaba convencido de que quienquiera que dibujase los ojos tendría una estatura entre tres y medio y cuatro pies, ya que, como le señalé en su tiempo, cualquiera que dibuje sobre una superficie vertical elige por instinto una altura al nivel de su rostro. Además, está la cuestión de la peculiar forma de los ojos: ese marcado rasgo mongol del cual los campesinos ingleses no podrían tener ni idea. Y, como causa final de confusión, el hecho obvio de que el dibujante o dibujantes deben poder ver prácticamente en la oscuridad. Como usted observó, un hombre que haya estado confinado durante muchos años en una celda o calabozo extremadamente oscuro puede adquirir ese poder. Pero desde la época de Edmond Dantès, ¿en qué parte de Europa encontraríamos semejante prisión? Un marinero que hubiese sido emparedado durante un período considerable en alguna horrible mazmorra china podría ser el individuo que busco; y, aunque parezca improbable, no es absolutamente imposible que un marinero, o digamos un empleado a bordo, sea un enano. Pero, ¿cómo explicar que mi imaginario marino posea puntas de flecha prehistóricas? Y, dando por supuesta la posesión, ¿cuál es el significado y el propósito de esos misteriosos signos de pedernal y de esos ojos almendrados? Su teoría sobre un proyecto de robo la encontré del todo insostenible casi desde un principio, y le confieso que no sabía qué hacer para dar con alguna hipótesis útil. Un simple accidente me puso sobre la pista. Cuando pasamos junto al pobre anciano Trevor, lo que usted me refirió acerca de su nombre y de la desaparición de su hija, me recordó la historia que había olvidado, o que no había tomado en consideración. Entonces, me dije a mí mismo, aquí hay otro problema, falto de interés en sí mismo, es cierto, pero, ¿y si resultara que está relacionado con todos estos enigmas que me torturan? Me encerré en mis aposentos, esforzándome por excluir de mi mente cualquier prejuicio, y repasé todo de novo, asumiendo teóricamente que la desaparición de Annie Trevor tenía alguna relación con los signos de pedernal y los ojos sobre la tapia. Esta presunción no me llevó demasiado lejos, y estaba a punto de abandonar todo el asunto, desesperado, cuando di con un posible significado de la Copa. Como usted sabe, existe una «Ponchera del Diablo» en Surrey, y comprendí que el símbolo podría referirse a algún rasgo distintivo de la región. Juntando los dos extremos, determiné buscar la Copa cerca del sendero en el que secuestraron a la chica perdida, y ya sabe cómo la encontré. Interpreté el signo por lo que sabía, y leí primero, el Ejército, así: «va a haber una reunión o asamblea en la Copa dentro de dos semanas (eso significa la Medialuna) para ver la Pirámide, o construir la Pirámide». Los ojos, dibujados uno a uno, día a día, marcaban evidentemente los días, y así me enteré que serían catorce y no más. Hasta ese punto, el camino parecía bastante sencillo; no me había molestado en preguntarme ni por la naturaleza de la asamblea ni por quiénes iban a reunirse en el más solitario y más pavoroso paraje de estas desiertas colinas. En Irlanda, China, o en el oeste de América, la pregunta podría haber sido fácilmente contestada: una asamblea de descontentos, la sesión de alguna sociedad secreta, vigilantes convocados para informar; sería una simpleza. Pero en este tranquilo rincón de Inglaterra, habitado por gente tranquila, semejantes suposiciones no eran posibles de momento. Sabía que tendría una oportunidad de ver y acechar la asamblea, y traté de no aturdirme con indagaciones imposibles; en lugar de razonar me dejé llevar por una disparatada fantasía: recordé lo que la gente había dicho sobre la desaparición de Annie Trevor, que había sido “arrebatada por las hadas”. Le diré, Vaughan, estoy tan cuerdo como usted, mi cerebro no es, confío, un mero espacio vacío abierto a cualquier descabellada improbabilidad, y he hecho todo lo posible por erradicar la fantasía. La idea me vino del antiguo nombre dado a las hadas, “la gente pequeña”, y de mi convencimiento de que descienden de los prehistóricos turanios que habitaron este país y fueron cavernícolas. Fue, entonces, cuando me hice cargo con gran sobresalto de que estaba buscando un ser de menos de cuatro pies de estatura, acostumbrado a vivir en la oscuridad, poseedor de utensilios de piedra, y familiarizado con los rasgos mongoles. Le juro, Vaughan, que me avergonzaría de insinuarle semejante asunto visionario si no fuera por lo que usted vio con sus propios ojos la noche pasada, y dudaría de la evidencia de mis sentidos si no estuvieran confirmados por los suyos. Pero usted y yo no podemos miramos mutuamente a la cara fingiendo que todo ha sido un engaño. Mientras yacía usted en el césped junto a mí, le sentí contraerse y temblar y vi sus ojos a la luz de las llamas. Así pues, le cuento sin ninguna vergüenza lo que tenía en mente la noche pasada mientras atravesábamos el bosque y ascendíamos la colina, y permanecíamos ocultos bajo las rocas.
—Había una cosa —prosiguió— que debiera haber sido más evidente que me confundiera hasta el final. Le conté cómo descifré el signo de la Pirámide: la asamblea iba a ver una Pirámide. Pero el verdadero significado se me escapó hasta el último momento. La antigua derivación de πνρ, fuego, aunque falsa, debería haberme puesto sobre la pista, pero no se me ocurrió.
—Creo que poco más puedo añadir. Usted sabe que estábamos desesperados, aun cuando habíamos previsto lo que iba a suceder. ¿El sitio en particular donde se exhibían esos signos? Sí, es una curiosa pregunta. Pero esta casa, por lo que sé, tiene una excelente situación central entre las colinas; y tal vez, ¿quién podría decirlo?, ese raro y viejo pilar de caliza junto a la tapia de su huerto fuera un lugar de encuentro antes de que los celtas pusieran los pies en Britania. Algo debo añadir: no lamento nuestra incapacidad para rescatar a la desgraciada muchacha. Usted vio el aspecto de esas cosas que se apretaban y se retorcían en la Copa; puede estar usted seguro de que lo que les mantenía unidos entre ellos ya no era adecuado para este mundo.
—¿Y bien? —dijo Vaughan.
—La chica entró en la Pirámide de Fuego —dijo Dyson— y ellos volvieron de nuevo al mundo subterráneo, a sus puestos bajo las colinas.