Clemence Housman
(1861-1955)

LA MUJER LOBO [*]

El gran salón de la granja estaba iluminado por la luz del fuego, y había ruido por la risa, la charla y los que estaban trabajando. Ninguno podía estar ocioso excepto los muy jóvenes y los muy ancianos: el pequeño Rol, que abrazaba a un cachorrillo, y la anciana Trella, cuya mano temblorosa manejaba torpemente su labor. La noche había caído, y los sirvientes de la granja, que habían regresado de su trabajo en el exterior, se habían reunido en el amplio salón, donde había espacio para una docena o más de trabajadores. Varios de los hombres estaban ocupados tallando, y a esos se les cedía el mejor lugar y la mejor luz; otros hacían o reparaban equipos de pesca y arneses, y una gran red ocupaba tres pares de manos. De las mujeres, la mayoría estaban escogiendo y mezclando plumas de pato y cortando paja. Había telares, aunque no se estaban usando en ese momento, pero tres ruedas chirriaban simultáneamente, y la mejor y más rápida hebra de las tres corría entre los dedos de la dueña. Cerca de ella había algunos niños, también ocupados, trenzando mechas para velas y lámparas. Cada grupo de trabajadores tenía una lámpara en el centro, y aquellos que estaban más lejos del fuego recibían calor de dos braseros llenos de brillantes ascuas de madera, recogidas de vez en cuando de la generosa chimenea. Pero el parpadeo del gran fuego llegaba hasta los rincones más lejanos, y prevalecía por encima de los límites de las luces, más débiles.

El pequeño Rol se cansó del cachorrillo, lo soltó sin contemplaciones y avanzó hacia Tyr, el viejo perro lobo, que disfrutaba dormitando, gimiendo y retorciéndose en sus sueños de cazador. Rol se tumbó al lado de Tyr, con sus jóvenes brazos alrededor del cuello peludo, y sus rizos junto a la negra mandíbula. Tyr dio un lametón indiferente, y se estiró con un suspiro soñoliento. Rol gruñó, se giró y lo empujó con intención, pero sólo consiguió del viejo perro una plácida tolerancia y un guiño medio despierto. «¡Pues toma esto!», dijo Rol, indignado porque el perro ignoraba sus avances, y lanzó al cachorrillo contra el que dignamente lo desdeñaba como compañero de juegos. El perro no se dio por aludido, y el niño se fue a buscar su diversión a otra parte.

Las cestas de blancas plumas de pato le llamaron la atención desde un rincón lejano. Se deslizó bajo la mesa y se arrastró a cuatro patas, pues la ordinaria costumbre de cruzar una sala sobre sus pies no le atraía. Cuando estuvo cerca de las mujeres se quedó quieto un momento observando, con los codos en el suelo y la barbilla en las palmas de las manos. Una de las mujeres que le veía asintió y sonrió, y enseguida él se arrastró tras sus faldas y pasó, apenas observado, de una a otra, hasta que encontró la oportunidad de hacerse con un gran puñado de plumas. Con ellas atravesó la sala, otra vez bajo la mesa, y salió cerca de las tejedoras. Se hizo un ovillo a los pies de la más joven, protegido de la vista de los otros por sus rodillas, y la desarmó mostrándole en secreto su puñado de plumas con una sonrisa cómplice. Un dudoso asentimiento lo satisfizo, e inmediatamente empezó con el juego que había pensado. Cogió uno de los blancos plumones y suavemente lo soltó de entre sus dedos cerca de la rueca que giraba. El aire provocado por el rápido movimiento lo atrapó, haciéndolo girar y girar en círculos cada vez más amplios, hasta que se quedó flotando como una polilla blanca muy lenta. Uno detrás de otro, los plumones giraban como un animalillo emplumado atrapado en una tela de araña, y al fin flotaban. Rápidamente, se le acabó el puñado.

Rol se estiró para observar la sala y contemplar la posibilidad de otro viaje bajo la mesa. Su hombro, adelantado, chocó un instante contra la rueca y se apartó deprisa. La rueca salió volando con un tirón, y la hebra se partió. «¡Rol, malo!», dijo la muchacha. La rueca más rápida también se paró, y la dueña, la tía de Rol, se inclinó hacia delante y, viendo la rizada cabeza, le advirtió que no hiciese trastadas, y lo envió al rincón de la vieja Trella.

Rol obedeció y, tras un discreto periodo de obediencia, de nuevo se deslizó furtivamente a lo largo de toda la sala lo más lejos de la vista de su tía. Mientras se escurría entre los hombres, ellos se cuidaron de que sus herramientas estuvieran lo más lejos posible del alcance de Rol y cerca de ellos. Sin embargo, no tardó en hacerse con un formón y a despuntarlo contra la pata de la mesa. Las fuertes objeciones del tallador a esta actividad desconcertaron a Rol, quien después de aquello pasó cinco minutos escondido bajo la mesa.

Durante su encierro contempló los muchos pares de piernas que lo rodeaban, y que casi tapaban la luz del fuego. Qué raras eran algunas de las piernas: unas eran curvadas donde deberían ser rectas, otras eran rectas donde debían ser curvadas y, como Rol se dijo a sí mismo: «todas parecían atornilladas de manera distinta». Algunos las habían recogido modestamente bajo el banco, otros las habían estirado bajo la mesa, entrometiéndose en el dominio de Rol. Estiró sus piernecitas y las observó críticamente y, tras compararlas, favorablemente. ¿Por qué no estaban todas las piernas hechas como las suyas, o como las suyas?

Las piernas que merecían la aprobación de Rol estaban un poco apartadas del resto. Se arrastró enfrente de ellas y volvió a comparar. Su expresión se volvió bastante solemne cuando pensó en los innumerables días que le faltaban a sus piernas para hacerse tan largas y fuertes. Esperaba que fueran justo como esas, sus modelos, tan rectas en el hueso, tan curvadas en el músculo.

Unos momentos después Sweyn, el de las largas piernas, sintió una manita que le acariciaba el pie y, al mirar abajo, se encontró con la mirada vuelta hacia arriba de su primo Rol. Tumbado, todavía dando palmaditas y acariciando el pie del joven, el niño estuvo callado y contento un buen rato. Observaba el ir y venir de las fuertes y hábiles manos, y el movimiento de las brillantes herramientas. De vez en cuando, diminutas astillas, sopladas por Sweyn, le caían sobre la cara. Al fin se levantó, muy despacio, no fuera a ser que un empujón acabase con la paciencia del tallador, y cruzando sus propias piernas alrededor del tobillo de Sweyn, agarrándose también con sus manos, apoyó la cabeza en su rodilla. Tal acto es evidencia de la más maravillosa adoración al héroe de un niño.

Bien contento estaba Rol, y más aún cuando Sweyn se detuvo un minuto a bromear, y le dio palmaditas en la cabeza y le tiró de los rizos. Permaneció quieto, hasta donde le es posible a miembros jóvenes como los suyos. Sweyn olvidó que estaba cerca, apenas notó cuando le soltó suavemente la pierna y no se dio ni cuenta del sigiloso hurto de una de sus herramientas.

Diez minutos después se oyó un aullido de lamento proveniente del suelo, con toda la fuerza de los saludables pulmones de Rol, pues se había hecho un corte, y la abundante sangre lo aterró. Entonces llegaron las caricias y los consuelos, la limpieza y el vendaje y una pizca de reprimenda, hasta que el grito se ahogó en sollozos ocasionales, y el niño, cubierto de lágrimas y calmado, fue devuelto al rincón de la chimenea, donde cabeceaba Trella.

En la reacción tras el dolor y el miedo, Rol descubrió que el silencio del rincón iluminado por el fuego le agradaba. Tyr ya no lo desdeñaba, sino que, animado por los sollozos, mostraba toda la preocupación y simpatía que puede mostrar un perro a fuerza de lamer y mirar con atención. Sobre el ánimo de Rol pesaba también una cierta vergüenza. Deseaba no haber llorado tanto. Recordaba que una vez Sweyn había regresado a casa con un brazo desencajado del hombro y un oso muerto, y cómo no se había quejado ni dicho una palabra aunque los labios se le volvían blancos por el dolor. El pobrecillo Rol volvió a sollozar esta vez a cuenta de su carencia de valor.

La luz y el movimiento del gran fuego comenzaron a contarle al niño extrañas historias, y el viento en la chimenea de vez en cuando daba una nota que las corroboraba. La negra boca de la chimenea, sobre el hogar, engullía, como en un misterioso remolino, espesas columnas de humo y brillantes chispas ascendentes. Y más allá, en la oscuridad, había murmullos y gemidos, así que a veces el humo se echaba atrás por el pánico y se giraba y subía hacia el tejado, donde se deshacía hasta ser invisible entre las tejas. Y entonces el viento se lanzaba contra su presa perdida, y soplaba alrededor de la casa, aullando y chocando contra puertas y ventanas.

En una pausa tras una de esas corrientes, Rol levantó la cabeza sorprendido y escuchó. También se había detenido el babel de la conversación y así podía oírse inconfundiblemente un sonido al otro lado de la puerta: el sonido de una voz infantil, unas manos infantiles: «¡Abran, abran, déjenme entrar!», dijo la vocecita desde abajo, más abajo del pomo, y el pestillo se movió como si un niño de puntillas intentase alcanzarlo y hubiera dado golpecitos. Uno situado cerca de la puerta se levantó y la abrió. «Aquí no hay nadie», dijo. Tyr levantó la cabeza y dejó salir un aullido alto, prolongado y de lo más sombrío.

Sweyn, incapaz de creer que sus oídos le habían engañado, se levantó y se dirigió hacia la puerta. Era una noche oscura, las nubes estaban cargadas de nieve que había caído irregularmente cuando el viento se detuvo. Había nieve sin pisar hasta el porche, no había rastro de ningún ser humano. Sweyn miró por todas partes, y sólo vio cielo oscuro, nieve sin pisar y una hilera de abetos en la cresta de una colina meciéndose en el viento. «Ha debido de ser el viento», dijo, y cerró la puerta.

Muchos rostros parecían asustados. El sonido de la voz de un niño había sido tan nítido, y las palabras: «¡Abran, abran, déjenme entrar!» El viento podía hacer crujir la madera, o mover el pestillo, pero no podía hablar con la voz de un niño, ni llamar a la puerta con los golpes suaves que daría un puño regordete. Y el extraño e inusual aullido del perro lobo era una profecía que temer, fuese lo que fuese lo otro. Unos y otros dijeron cosas extrañas, hasta que la reprimenda de la dueña los ahogó hasta convertirlos en susurros intermitentes. Durante unos momentos hubo inquietud, reserva y silencio, luego el miedo helado fue deshaciéndose, y volvió a fluir la charla indistinta.

Pero media hora después un ruido muy ligero al otro lado de la puerta bastó para detener todas las manos y todas las lenguas. Todas las cabezas se levantaron, fijas en una dirección. «Es Christian, llega tarde», dijo Sweyn.

No, no, es un débil arrastrar de pies, no el paso de un joven. Con el sonido de pies inseguros llegó el claro toque de un palo contra la puerta, y la voz aguda de antes: «¡Abran, abran, déjenme entrar!» Otra vez Tyr levantó la cabeza con un largo aullido lastimero.

Antes de que el eco del palo y de la aguda voz se hubiesen extinguido del todo, Sweyn había saltado hacia la puerta y la había abierto de par en par. «Nadie otra vez», dijo con voz calma, aunque sus ojos parecían alarmados mientras miraba hacia fuera. Vio la solitaria extensión de nieve, las nubes bajas y, entre ambas, la hilera de oscuros abetos inclinándose en el viento. Cerró la puerta sin decir una palabra y volvió a cruzar el salón.

Una docena de caras pálidas lo miraban como si fuese él quien debía resolver el enigma. No podía ignorar este mudo interrogatorio, y eso perturbaba su resolutivo aire de calma. Dudó, mirando hacia su madre, la dueña, luego de nuevo a la gente asustada, y gravemente, ante todos ellos, hizo la señal de la cruz. Hubo un aleteo de manos mientras todos repetían la señal, y el silencio total se vio agitado por un enorme suspiro, pues muchos soltaron el aire que retenían como si la señal de la cruz les hubiese proporcionado un mágico alivio.

Incluso la dueña parecía perturbada. Dejó su rueca y cruzó el salón hacia su hijo, y habló con él durante un momento en voz baja para que nadie pudiese oírlo. Pero un momento después su voz se tornó aguda y alta, para que todos aprendiesen de la reprimenda que le daba a una de las chicas por su «charla pagana». Quizá lo hizo para silenciar de ese modo sus propios recelos y presentimientos.

Ninguna otra voz osó hablar con su tono natural. Se oían cuchicheos intermitentes, y de vez en cuando el silencio visitaba toda la sala. El manejo de las herramientas era tan silencioso como podía ser, y se suspendía en el instante en que la puerta sonaba en un golpe de viento. Tras un tiempo, Sweyn dejó su trabajo, se unió al grupo que estaba más cerca de la puerta y anduvo de acá para allá fingiendo dar consejos y ayudar a los menos hábiles.

Se oyeron las pisadas de un hombre en el porche. «¡Christian!», dijeron Sweyn y la dueña simultáneamente; él, con confianza, ella, con autoridad, para que las ruecas volviesen a ponerse en marcha. Pero Tyr echó la cabeza hacia atrás con un espantoso aullido.

«¡Abran, abran, déjenme entrar!»

Era una voz de hombre, y la puerta se sacudió y sonó como si la fuerza de un hombre la golpease. Sweyn podía sentir cómo se combaban las tablas, y en un instante su mano estaba en la puerta, abriéndola, para enfrentarse al porche vacío, y más allá sólo nieve, cielo y abetos inclinados en el viento.

Permaneció un largo minuto con la puerta abierta en la mano. El crudo viento barrió con su helado soplido, pero un frío más mortal llegó aún más deprisa, y pareció congelar los latidos de los corazones. Sweyn dio un paso atrás para coger una gran capa de piel de oso.

—Sweyn, ¿dónde vas?

—No más lejos del porche, madre —y salió y cerró la puerta.

Se arrebujó en la pesada piel y, apoyándose contra la pared más cubierta del porche, calmó sus nervios para enfrentarse al diablo y a todas sus pompas. Ni un sonido de voces vino de dentro, el sonido más nítido era el crepitar y el rugir del fuego.

Hacía un frío espantoso. Los pies se le entumecieron, pero no dio patadas contra el suelo por miedo a que el ruido desatase el pánico dentro, ni tampoco se movía del porche por no dejar una huella de pisada en esa prístina nieve que dejaba muy claro que ninguna voz o manos humanas podían haberse acercado a la puerta desde que empezó a nevar hacía dos horas o más. «Cuando el viento cese habrá más nieve», pensó Sweyn.

Durante casi una hora estuvo vigilando, y no vio nada, ni oyó ningún ruido inusual. «No voy a seguir aquí fuera congelándome», murmuró, y volvió a entrar.

Una mujer dio un grito medio sofocado cuando puso la mano en el pestillo, y luego un suspiro de alivio cuando entró. Nadie le preguntó. Sólo su madre dijo, en un forzado tono de despreocupación: «¿No has visto venir a Christian?», como si sólo estuviese inquieta por la ausencia de su hijo pequeño. Apenas se había acercado Sweyn al fuego cuando se oyó un nítido golpe en la puerta. Tyr saltó del hogar, con los ojos rojos como el fuego, los colmillos blancos en la negra mandíbula y los pelos del cuello erizados y, saltando por encima de Rol, arremetió contra la puerta, ladrando furiosamente.

Al otro lado de la puerta se oía claramente una voz suave. Los ladridos de Tyr hacían imposible distinguir las palabras.

Nadie se ofreció a acercarse a la puerta antes que Sweyn.

Avanzó resolutivamente por el salón, levantó el pestillo y abrió la puerta.

Una mujer con una capa blanca entró.

¡No un espectro! Viva, hermosa, joven.

Tyr saltó hacia ella.

Detuvo con ligereza los afilados colmillos con los pliegues de su capa de pelo largo y, sacando de su cinturón una pequeña hacha de doble filo, la enarboló para defenderse.

Sweyn cogió al perro por el cuello y lo arrastró lejos mientras ladraba y se resistía.

La extraña se quedó inmóvil en el umbral, con un pie adelantado, un brazo levantado, hasta que la dueña atravesó el salón, y Sweyn, dejando a otros al furioso Tyr, se volvió a cerrar la puerta y pidió disculpas por un saludo tan feroz. Entonces ella bajó el brazo, colocó el hacha en su lugar en su cintura, se quitó la piel de la cara y se sacudió la larga capa blanca de los hombros, como si todo fuese un solo movimiento.

Era una doncella, alta y muy hermosa. Sus ropas eran extrañas, medio masculinas, pero no poco femeninas. Una delgada túnica de piel que le llegaba por debajo de la rodilla era toda la falda que llevaba, debajo estaban los zapatos de tiras cruzadas y leotardos que lleva un cazador. Sobre las cejas llevaba una gorra de piel blanca, y de su borde colgaban tiras de piel cayendo sobre sus hombros, dos de ellas se habían adelantado y cruzado su cuello cuando entró, pero ahora, sueltas y echadas hacia atrás, dejaban a la vista coletas de pelo claro que reposaban sobre sus hombros y busto, hasta el cinturón tachonado de marfil donde relucía el hacha.

Sweyn y su madre llevaron a la extraña hacia el hogar sin hacerle preguntas ni mostrar señales de curiosidad, hasta que ella relató voluntariamente su historia de un largo viaje hacia parientes lejanos, una ayuda prometida que no se cumplió y señales y marcas malinterpretadas.

—¡Sola! —exclamó Sweyn asombrado—. ¿Has viajado tan lejos, cien leguas, sola?

—Sí —respondió ella, con una débil sonrisa.

—¡Por las colinas y los eriales! Pero allí las gentes son tan salvajes como las bestias.

Se llevó la mano al hacha con una risa desdeñosa.

—No temo a los hombres ni a las bestias. Algunos me temen a mí —y contó extraños relatos de fieros ataques y defensas, y de la osada vida de cazadora que llevaba.

Sus palabras llegaban algo lenta y pausadamente, como si hablase en una lengua que no le resultaba familiar. De vez en cuando dudaba, y se paraba en mitad de la frase, como si le faltase alguna palabra.

Se convirtió en el centro de un grupo de espectadores. El interés que provocaba disipó, en cierto grado, el temor inspirado por las voces misteriosas. No había nada ominoso en esta realidad joven, brillante y hermosa, aunque tuviese un aspecto extraño.

El pequeño Rol se acercó, mirando intensamente a la extraña. Inadvertido, acariciaba y palmeteaba una esquina de la suave capa blanca que caía al suelo en grandes pliegues. La acarició con la mejilla, y luego se fue acercando a las rodillas.

—¿Cómo te llamas? —preguntó.

La sonrisa y la pronta respuesta de la extraña, mientras miraba hacia abajo, salvaron a Rol de la reprimenda que se había ganado por su descortés comportamiento.

—Mi verdadero nombre —dijo— resultaría grosero a vuestros oídos y lengua. La gente de este país me ha dado otro nombre, y por esto —puso la mano en la capa de piel— me llaman Piel Blanca.

El pequeño Rol lo repitió para sí mismo, acariciando y palmeteando como antes: «Piel Blanca, Piel Blanca».

El rostro hermoso y el suave y bonito vestido complacían a Rol. Se puso de rodillas, mirándola a la cara y con un aire de indecisa determinación, como un petirrojo en el umbral de una casa, y apoyó sus codos en su regazo, con una expresión de sofoco ante su propia audacia.

—¡Rol! —exclamó su tía, pero Piel Blanca dijo: «¡Oh, déjelo!», sonriendo y acariciando su cabeza, y Rol se quedó.

Fue más allá, y resoplando por su propia temeridad ante la autoridad de su tía, se subió a sus rodillas. Los brazos de ella le dieron la bienvenida, lo que acalló cualquier protesta. Satisfecho, se hizo un ovillo, tocando la cabeza del hacha, los tachones de marfil del cinto, el broche de marfil en el cuello, las trenzas de pelo claro, y frotó su cabeza con la suave piel de su hombro, con la confianza de los niños en la bondad de la belleza.

Piel Blanca no se había descubierto la cabeza, sólo había desatado un poco los lazos de piel detrás del cuello. Rol llevó la mano hacia el cuello, susurrando para sí el nombre «Piel Blanca, Piel Blanca», y luego deslizó los brazos alrededor de su cuello y la besó: una, dos veces. Ella rió encantada y lo besó.

—¿El niño le molesta? —dijo Sweyn.

—Claro que no —respondió, con tanta seriedad que pareció desproporcionada a la ocasión.

Rol volvió a acomodarse en su regazo, y comenzó a desatarse la venda que tenía en la mano. Se detuvo al ver dónde había traspasado la sangre. Luego siguió hasta que se su mano quedó desnuda y el corte a la vista, abierto y largo, pero sólo superficial. La levantó hacia Piel Blanca, deseoso de su piedad y simpatía.

Al verlo, y al ver el lino manchado de sangre, ella contuvo de repente la respiración, cogió a Rol con fuerza, hasta que éste empezó a removerse. El niño le tapaba la cara, así que nadie pudo ver su expresión. Se le había encendido la cara con una terrible alegría.

Lejos, más allá del grupo de abetos, el ausente Christian apresuraba su regreso. Llevaba levantado desde el alba, avisando de una cacería de osos a todos los mejores cazadores de las granjas y poblados que había en un radio de veinte kilómetros. Sin embargo, como lo habían entretenido hasta altas horas, ahora comenzó a correr sin aparente esfuerzo con unas zancadas que disminuían rápidamente la distancia.

Entró en la oscuridad nocturna del grupo de abetos sin apenas aminorar el paso, aunque no se veía el camino, y al volver a salir al claro, vio la granja a unos doscientos metros de la bajada. Comenzó rápidamente la bajada, y casi al instante dio un gran salto hacia un lado y se quedó quieto. En la nieve estaba el rastro de un gran lobo.

Se llevó la mano al cuchillo, su única arma. Se agachó, se arrodilló para poner la vista a la altura de la de la bestia, y miró alrededor, con los dientes apretados, el corazón latiéndole un poco más rápidamente de lo que sugeriría el ritmo de su paso. Un lobo solitario, casi siempre salvaje y de gran tamaño, es una bestia formidable que no dudaría en atacar a un hombre solo. Este rastro era el mayor que Christian había visto nunca y, por lo que podía juzgar, era reciente. Bajaba de los abetos por la ladera. Bien, pensó, por el retraso que tanto le había contrariado antes. Bien, por no pasar por la oscura arboleda cuando aún acechaba allí el peligro de esas mandíbulas. Con cuidado, siguió el rastro.

Bajaba por la ladera, atravesando un riachuelo helado, hacia la granja. Alguien con conocimientos menos precisos habría dudado y supuesto que podrían haber sido del gran Tyr o de algún otro perro, pero Christian estaba seguro, y sabía no confundir las pisadas de perros y lobos.

Derechas… derechas hacia la granja.

Christian estaba cada vez más sorprendido y agitado de que un lobo en busca de presas se atreviese a acercarse tanto. Sacó su cuchillo y siguió andando más deprisa, más atento. ¡Oh, si Tyr estuviese con él!

Derechas, derechas, incluso hasta la misma puerta, y no había signos de que hubiese regresado. Los abetos se recortaban rectos contra el cielo, las nubes habían bajado. Pues el viento se había detenido y empezaron a caer algunos copos dispersos. Horrorizado y sorprendido, Christian permaneció aturdido un momento. Luego tomó el pestillo y entró. Su mirada se encontró con todos los rostros conocidos, y entre ellos, el de la extraña, vestida de piel y hermosa. La terrible verdad relampagueó: él supo quién era ella.

Sólo unos pocos se sobresaltaron por el ruido del pestillo cuando entró. El salón rebosaba de actividad y movimiento, porque era la hora de la cena, cuando se dejan de lado las herramientas y se mueven los caballetes y las mesas. Christian no sabía lo que decía ni hacía, se movía y hablaba mecánicamente, medio pensando que pronto debía despertar de ese horrible sueño. Sweyn y su madre creyeron que estaba aterido y agotado, y le evitaron todas las preguntas innecesarias. Así se encontró sentado junto al hogar, enfrente de la cosa pavorosa que parecía una hermosa muchacha, observando todos sus movimientos, helándosele la sangre de terror de verla acariciar al niño.

Sweyn estaba en pie junto a ambos, también mirando a Piel Blanca, pero ¡de qué modo tan distinto! Ella no parecía consciente de que la mirasen, ni tampoco del terror helado en los ojos de Christian ni de la cálida admiración de Sweyn.

Estos dos hermanos, que eran gemelos, eran muy distintos a pesar de su sorprendente parecido. Su perfil general era el mismo, pelo castaño claro y ojos azules, pero las facciones de Sweyn eran perfectas, como las de un joven dios, mientras que las de Christian mostraban algunas faltas. Por ejemplo, la línea de su boca era demasiado recta, los ojos estaban muy detrás, y el contorno de la cara fluía en curvas menos generosas que el de Sweyn. Su altura era la misma, pero Christian era demasiado delgado para tener una proporción perfecta, mientras que la fornida figura de Sweyn, sus anchos hombros y musculosos brazos le hacían un buen espécimen de belleza y fuerza masculinas. Como cazador, Sweyn no tenía rival, como pescador no tenía rival. Toda la comarca le reconocía como el mejor luchador, jinete, bailarín y cantante. Sólo podía superársele en velocidad, y sólo por su hermano. De todos los demás podía Sweyn distanciarse mucho, pero Christian lo adelantaba con facilidad. Incluso podía seguir el paso más esforzado de Sweyn mientras reía y hablaba. Christian no se enorgullecía de la ligereza de sus pies, pensando que las piernas de un hombre eran los menos dignos de sus miembros. No envidiaba la superioridad adética de su hermano, aunque en varias competiciones había acabado en segundo lugar. Le quería como sólo puede querer un hermano gemelo: orgulloso de todo lo que Sweyn hacía, contento de todo lo que Sweyn era y humildemente convencido de que su propio amor no podía ser correspondido del mismo modo, pues se creía ser mucho menos digno.

Christian, entre las mujeres y los niños, no se atrevió a poner en palabras el horror que sentía. Quería consultar con su hermano, pero Sweyn no vio, o no quiso ver, la señal que le había hecho, y tenía la cara siempre vuelta hacia Piel Blanca. Christian se apartó del hogar, incapaz de permanecer pasivo con ese temor que le acechaba.

—¿Dónde está Tyr? —dijo de repente. Luego, viendo al perro en un rincón distante—, ¿por qué está atado ahí?

—Atacó a la extraña —respondió alguien.

A Christian le brillaron los ojos:

—¿Sí? —dijo, con curiosidad.

—Estuvo a punto de abrirle la cabeza.

—¿Tyr?

—Sí, ella es muy rápida con esa hacha que lleva en la cintura. Por suerte para Tyr, su amo lo contuvo.

Christian fue, sin decir una palabra, al rincón donde estaba atado Tyr. El perro se levantó para saludarle, tan fiel e indignado como pueda estarlo una bestia muda. Le acarició la negra cabeza: «¡Tyr, bueno! ¡Perro valiente!»

Ellos lo sabían, sólo ellos. Y el hombre y el perro mudo se consolaron el uno en el otro.

La mirada de Christian volvió de nuevo a Piel Blanca, y también la de Tyr, y dio un tirón de la cadena. Christian tenía la mano en el cuello del perro, y sintió el pelo erizarse bajo el temblor de la furia impotente. Luego él empezó a temblar del mismo modo, con una furia nacida de la razón, no del instinto, tan impotente psíquicamente como Tyr lo estaba físicamente. ¡Oh! ¡No se atrevía a tocar el cuerpo de la mujer! Cualquier otra cosa, y él y Tyr serían libres para matar o morir.

Luego volvió a hacer nuevas preguntas.

—¿Cuánto tiempo lleva aquí la extraña?

—Vino alrededor de media hora antes que tú.

—¿Quién le abrió la puerta?

—Sweyn, nadie más se atrevía.

El tono de la respuesta era misterioso.

—¿Por qué? —dijo Christian—. ¿Ha ocurrido algo raro? Decidme.

Como respuesta, le contaron entre susurros la triple llamada en la puerta sin intervención humana, los ominosos aullidos de Tyr y la infructuosa guardia de Sweyn en la puerta.

Christian se volvió hacia su hermano sufriendo un tormento de impaciencia para poder hablar a solas. El mantel estaba puesto, y Sweyn llevaba a Piel Blanca a la silla de invitados. Eso era aún más espantoso: ¡iba a compartir el pan con ellos bajo el mismo techo!

Se adelantó y, tocándole el brazo a Sweyn, le susurró un ruego urgente. Sweyn se quedó mirando y movió la cabeza con airada impaciencia.

A cuenta de aquello, Christian no probó ni un bocado.

Al fin llegó su oportunidad. Piel Blanca preguntó por algunos lugares de la comarca, en concreto por la colina Cairn, un lugar de reunión en el que se la esperaba aquella noche. La dueña y Sweyn lanzaron una exclamación.

—Está a cinco kilómetros —dijo Sweyn—, sin lugar para refugiarse más que una triste choza. Quédate con nosotros esta noche, y yo te mostraré el camino mañana.

Piel Blanca pareció dudar: «Cinco kilómetros», dijo, «entonces debería poder ver u oír alguna señal».

—Yo miraré —dijo Sweyn—, y si no hay tal señal, no deberías salir.

Fue hacia la puerta. Christian se levantó en silencio y lo siguió.

—Sweyn, ¿sabes qué es?

Sweyn, sorprendido por el vehemente agarrón y el ronco susurro, respondió:

—¿Quién? ¿Piel Blanca?

—Sí.

—Es la muchacha más guapa que he visto en mi vida.

—Es una mujer-lobo.

Sweyn rompió a reír.

—¿Estás loco? —preguntó.

—No, míralo tú mismo.

Christian lo sacó del porche, apuntando a la nieve donde habían estado las pisadas. Habían estado, porque ya no estaban. La nieve caía deprisa, y cada hueco había sido cubierto.

—¿Y bien? —preguntó Sweyn.

—Si hubieses venido cuando te hice la señal, lo habrías visto. —¿Habría visto qué?

—Las huellas de un lobo dirigiéndose hacia la puerta y ninguna que se alejase.

Ya sólo con el tono, era imposible no sobrecogerse, aunque apenas era un susurro.

Sweyn observó con ansiedad a su hermano, pero en la oscuridad no podía distinguir su cara. Luego posó las manos con dulzura sobre los hombros de Christian y notó cómo éste temblaba de emoción y terror.

—Uno ve cosas extrañas —dijo— cuando el frío se ha metido en el cerebro, detrás de los ojos. Has venido helado y agotado.

—No —interrumpió Christian—. Vi primero las huellas en la cresta de la bajada, y las seguí justo hasta la puerta. Esto no fue una ilusión.

En lo más hondo, Sweyn estaba seguro de que sí lo era. Christian era dado a soñar despierto y a fantasear, aunque nunca le había poseído una idea tan extravagante.

—¿No me crees? —dijo Christian desesperadamente—. Debes creerme. Te juro que es la verdad. ¿Estás ciego? Si hasta Tyr lo sabe.

—Mañana, después de haber descansado, tendrás la cabeza despejada. Y si quieres, tú también podrás venir con Piel Blanca a la colina Cairn, y si aún tienes dudas, observa y síguenos, y verás las huellas que deja.

Irritado por el evidente desprecio, Christian se dirigió abruptamente hacia la puerta. Sweyn lo detuvo.

—¿Ahora qué, Christian? ¿Qué vas a hacer?

—Tú no me crees, pero mi madre me creerá.

El agarrón de Sweyn se intensificó. «No se lo vas a decir», dijo con autoridad.

Habitualmente, Christian era tan dócil ante las órdenes de su hermano que resultó una sorpresa que se liberase vigorosamente y dijese, con tanta decisión como Sweyn: «¡Lo sabrá!», pero Sweyn estaba más cerca de la puerta y no le dejaba pasar.

—Ya ha habido suficientes sustos por una noche. Si sigues con esta idea, revélalo mañana.

Christian no cedía.

—Las mujeres se asustan fácilmente —continuó Sweyn—, y están dispuestas a creer cualquier absurdo sin tener ninguna prueba. Sé un hombre, Christian, y olvida esta idea sobre hombres-lobo.

—Si me creyeses —comenzó Christian.

—Creo que eres un necio —dijo Sweyn, perdiendo la paciencia—. Otro, que no fuese tu hermano, podría creer que eres un mentiroso, y que habías transformado a Piel Blanca en una mujer-lobo sólo porque me ha sonreído a mí antes que a ti.

A la broma no le faltaba fundamento, pues la gracia de las miradas de Piel Blanca había caído sobre él, nunca sobre Christian. La vanidad de Sweyn siempre era sincera, totalmente perdonable, y con motivos.

—Si quieres un aliado —prosiguió Sweyn—, cuéntaselo a la vieja Trella. De su almacenada sabiduría, si la memoria la ayuda, podría instruirte sobre la manera ortodoxa de acabar con un hombre-lobo. Si recuerdo bien, debes observar a la persona sospechosa hasta medianoche, cuando debe recuperar su forma bestial, y retenerla para siempre si un ojo humano la ve cambiar. O mejor aún, rociarle las manos y pies con agua bendita, lo que equivale a una muerte cierta. ¡Oh! No temas, la vieja Trella estará a la altura de las circunstancias.

El desprecio de Sweyn ya no era bien humorado, había adquirido un cierto aire de irritación o resentimiento ante la monstruosa duda de la bondad de Piel Blanca. Pero Christian estaba demasiado inquieto para ofenderse.

—Hablas de ello como si fuesen cuentos de viejas, pero si hubieses visto la prueba que yo vi, al menos estarías dispuesto a desear que fuesen ciertas, o incluso a ponerlas a prueba.

—Bien —dijo Sweyn, con una risa que tenía algo de burla—, ¡ponías a prueba! No pondré objeciones a eso, con tal de que te guardes tus ideas para ti. Ahora, Christian, dame tu palabra de que guardarás silencio, y no seguiremos congelándonos aquí.

Christian permaneció en silencio.

Sweyn le volvió a poner las manos en los hombros y en vano intentó ver su rostro en la oscuridad.

—Christian, tú y yo nunca hemos discutido, ¿verdad?

—Yo nunca he discutido —replicó el otro, sabedor por primera vez de que su dictatorial hermano a veces le había dado motivos para discutir si él hubiese estado dispuesto a hacerlo.

—Bien —dijo Sweyn enfáticamente—, si hablas contra Piel Blanca con cualquier otro, como me has hablado a mí esta noche… discutiremos.

Dijo las palabras como un ultimátum, se dio media vuelta y entró en la casa. Christian, más temeroso y desgraciado que antes, le siguió.

—Está nevando. No se ve ni una sola luz.

Los ojos de Piel Blanca pasaron ante Christian sin intención aparente, y brillaron cuando encontró a Sweyn.

—¿No se oye ninguna señal? —preguntó—. ¿No has oído la llamada de un cuerno?

—No vi ni oí nada, y, señal o no señal, por fuerza la nevada debería mantenerte aquí.

Ella lo agradeció con una sonrisa. Y a Christian el corazón le pesó como si fuese de plomo con mortal certeza al notar la luz que se había encendido en los ojos de Sweyn al ver la sonrisa de ella.

Esa noche, mientras los otros dormían, Christian, el que estaba más cansado de todos ellos, vigilaba fuera de la habitación de invitados hasta que pasó la medianoche. No oyó ni un ruido, ni siquiera el más débil. ¿Podría ser verdad la vieja historia de la metamorfosis a medianoche? ¿Qué había al otro lado de la puerta, una mujer o una bestia? Habría dado la mano derecha por saberlo. Instintivamente, puso la mano en el pestillo, y lo movió lentamente, aunque creía que los cerrojos estaban echados al otro lado. La puerta cedió ante su mano. Permaneció en el umbral y una aguda corriente de aire lo alcanzó. La ventana estaba abierta, la habitación estaba vacía.

De modo que Christian pudo dormir con el corazón algo más ligero.

Por la mañana hubo sorpresa y conjeturas cuando se descubrió la ausencia de Piel Blanca. Christian no habló. Ni siquiera a su hermano le dijo que sabía que había huido antes de medianoche. Y Sweyn, aunque evidentemente se encontraba muy contrariado, parecía desdeñar toda referencia al tema de los miedos de Christian.

Sólo Sweyn se unió a la caza del oso. Christian encontró un pretexto para quedarse. Sweyn, malhumorado, manifestó su desprecio no diciendo ni una palabra.

Durante todo aquel día, y muchos días posteriores, Christian no perdía de vista su casa. Sólo Sweyn se dio cuenta de sus maniobras para quedarse, y se sentía muy molesto. Nunca mencionaron entre ellos el nombre de Piel Blanca, aunque se oía bastante a menudo en la charla general. Apenas había pasado un día cuando el pequeño Rol preguntó cuándo iba a volver Piel Blanca. La hermosa Piel Blanca, que besaba como un copo de nieve. Y si Sweyn respondía, Christian podía estar seguro de que la luz de sus ojos, alimentada por la sonrisa de Piel Blanca, aún no se había extinguido.

¡El pequeño Rol! Malicioso y alegre, el pequeño Rol de pelo claro. Llegó un día en que sus pies cruzaron el umbral para no volver nunca más, cuando su cháchara y sus risas no se volvieron a oír, cuando se derramaron lágrimas de angustia por no volver a ver su cabecita. Nunca más, vivo o muerto.

Se le vio por última vez al atardecer, saliendo de la casa con su cachorrillo, en caprichosa fuga de la vieja Trella. Más tarde, cuando su ausencia había empezado a causar ansiedad, su cachorrillo volvió arrastrándose a la granja, asustado, gimiendo y llorando, convertido en un patético bultito mudo y aterrorizado, sin inteligencia ni coraje para guiar la atemorizada búsqueda.

Nunca se encontró a Rol ni rastro de él. Nunca se supo dónde había perecido. Cómo había perecido sólo se sabía por un temible pálpito: una bestia salvaje lo había devorado.

Christian oyó la conjetura sobre «un lobo» y la horrible certeza de saber de qué lobo se trataba se abatió sobre él. Intentó decir lo que sabía, pero Sweyn lo vio empezar a hablar con la cara pálida y labios temblorosos y, adivinando su propósito, se lo llevó y lo hizo callar, a duras penas, con su imperioso agarrón, su airada mirada y un susurro.

Que Christian aún sostuviese sus irracionales sospechas contra la hermosa Piel Blanca era, para Sweyn, prueba de una obstinación que sólo crecería tras la exposición y discusión. Pero este evidente intento de convertir el dolor y la angustia en odio y miedo hacia la hermosa extraña, era intolerable, y Sweyn luchaba contra él. De nuevo Christian cedió ante las palabras y voluntad de su hermano, más fuertes que las suyas, y consintió en callar contra su propio juicio.

El arrepentimiento llegaría antes de que la luna nueva, la primera del año, se hiciese vieja. Piel Blanca volvió de nuevo, sonriendo al entrar, como si estuviese segura de una alegre y amable bienvenida, y en verdad sólo hubo una persona que viese su hermoso rostro y su extraña vestimenta blanca con disgusto. El rostro de Sweyn estaba iluminado de placer, mientras que el de Christian se volvió tan pálido y rígido como la muerte. Había dado su palabra de guardar silencio, pero no había creído que ella osara volver. El silencio era imposible, cara a cara con esa Cosa, imposible. Sin poder reprimirse gritó:

—¿Dónde está Rol?

Ni un temblor perturbó el rostro de Piel Blanca. Lo oyó, pero permaneció tranquila. Los ojos de Sweyn brillaron peligrosamente al mirar a su hermano. Las mujeres derramaron algunas lágrimas ante la mención del pobre niño, pero nadie se alarmó ante la repentina invocación, pues el recuerdo de Rol surgía de modo natural. ¿Dónde estaba el pequeño Rol, que se había acomodado en los brazos de la extraña, que la había besado, que la había esperado desde entonces y que hablaba de ella a diario?

Christian salió en silencio. Sólo había una cosa que pudiese hacer, y no podía retrasarla. Su horror superó cualquier curiosidad de oír las afables excusas de Piel Blanca y sus sonrientes disculpas por su extraña y poco ceremonial salida, su relato de las circunstancias de su regreso u observarla mientras escuchaba la triste historia del pequeño Rol.

El corredor más rápido de la comarca había comenzado su carrera más difícil: poco menos de tres leguas y la vuelta, que él pensaba poder completar en dos horas, aunque la noche no tenía luna y el camino era agreste. Corrió contra el frío aire hasta que sintió el viento en su rostro. El indistinto perfil de la casa se hundía bajo las colinas a su espalda, y unos cerros de nieve impoluta surgían del oscuro horizonte sólo para volver a hundirse en la oscuridad cuando el inmóvil aire soplaba. No tomó ninguna referencia consciente de lugares, ni siquiera cuando todo rastro del camino había desaparecido bajo capas de nieve, y sus fuerzas lo llevaban por instinto, sin una idea concreta que lo guiase.

Y el cerebro ocioso estaba pasivo, inerte, recibiendo incansables retratos de imágenes y sonidos pasados: Rol, llorando, riendo, jugando, enroscado en los brazos de esa Cosa temible. Tyr, ¡oh, Tyr! Colmillos blancos en la negra mandíbula. Las mujeres que seguían llorando. El pobre cachorrillo, precioso ahora por ser lo último que había tocado el niño. Pisadas desde los árboles a la puerta. La cara sonriente entre pieles, de belleza tan femenina, sonriendo. Y la cara de Sweyn.

—¡Sweyn, Sweyn, oh, Sweyn, hermano mío!

La risa airada de Sweyn se apoderó de sus oídos más allá del sonido del aire provocado por su velocidad. Las burlas de Sweyn lo asaltaban más rápida y agudamente de lo que el temible frío asaltaba su garganta. Y aun así permanecía impasible ante la idea de cómo aumentarían la ira y las burlas de Sweyn si supiese el motivo de su partida.

Sweyn era un escéptico. Su total incredulidad ante el testimonio de Christian acerca de las pisadas se basaba en su escepticismo. Su razón se negaba a aceptar la posibilidad de que lo sobrenatural se materializase. Que una bestia viva pudiese ser otra cosa que algo palpablemente bestial, con patas, colmillos, pelos y orejas de bestia, le resultaba increíble. Y más aún el que de aquello pudiese surgir una figura humana, con su aspecto divino, erecto, generoso, dotado del habla y la risa. Las tremebundas y temibles leyendas que había oído de niño y creído entonces, ahora las consideraba construidas sobre hechos distorsionados, superados por la imaginación y alimentados por la superstición. Incluso las extrañas llamadas a la puerta, que él mismo había respondido en vano, las había explicado racionalmente, tras la primera impresión de sorpresa, como una trampa maliciosa de algún inteligente bromista que tenía la clave del enigma.

Para su hermano toda la vida era un misterio espiritual, su conocimiento total velado por la densidad de la carne. Dado que sabía que su propio cuerpo estaba relacionado con las fuerzas antagonistas que constituyen el alma, no le parecía extraño que una fuerza espiritual poseyera diversas formas para distintas manifestaciones. Ni para él resultaba un gran esfuerzo creer que dado que el agua lava toda la suciedad natural, el agua bendita en la consagración debía limpiar este mundo de Dios de esa Cosa sobrenatural y malvada. Por lo tanto, más rápidamente de lo que ningún pie humano había cubierto esas leguas, corrió en la oscura noche cerrada sobre los eriales y colinas de nieve impoluta hacia la lejana iglesia, donde se hallaba la salvación en el agua bendita de la pila de la puerta. Su fe era tan firme como la de cualquiera que hubiese obrado milagros en el pasado, sencilla como el deseo de un niño, fuerte como la voluntad de un hombre.

Apenas se le echó de menos durante esas horas, cada segundo de las cuales las pasó llevando hasta el límite el mayor esfuerzo que sus tendones y nervios pudieran llevar a cabo. Dentro de la casa, mientras, esos momentos se iluminaron con palabras y miradas de inusual animación, pues la gracia y belleza de la extraña había despertado los instintos de amabilidad y hospitalidad de los habitantes convirtiéndolos en expresiones de bienvenida e interés.

Pero Sweyn estaba anhelante y ansioso, más de lo que correspondería a un cortés anfitrión. La impresión de que su primera visita lo había hechizado, y que había vivido desde entonces en el recuerdo, se hizo más profunda ahora ante su presencia. Sweyn, el incomparable entre hombres, reconocía en esta hermosa Piel Blanca un espíritu elevado y valeroso como el suyo, y un cuerpo tan firme y capaz que sólo le faltaban músculos para ser su igual en fuerza. Pero aquella blanca piel estaba moldeada muy suavemente, sin la hinchazón muscular que hacía evidente la fuerza de él. La ardiente admiración por esta suprema extraña dio lugar a un amor como el que podía conceder su sincero amor por sí mismo. En su pasión había más amor que admiración, y por lo tanto se veía libre de las dudas y la delicada reserva de un amante. Sincera y valientemente cortejó su favor con miradas y palabras, con facilidad natural, sin necesidad de talento o práctica.

Tampoco era ella una mujer a la que cortejar de otro modo. Los tiernos susurros y suspiros nunca ganarían su favor, pero sus ojos se iluminarían si oía relatos de una hazaña y, en simpatía, su mano caía rápidamente sobre su hacha y la agarraba fuertemente. Ese movimiento volvió a encender la admiración de Sweyn. Lo buscó, luchó por provocarlo, y se iluminó cuando tuvo lugar. Esa muñeca era maravillosa, delgada y fuerte como el acero. También la suave mano, que se curvaba tan rápida y firmemente, lista para repartir muerte instantánea.

Deseando sentir la presión de esas manos, este osado amante planeó con palpable franqueza, proponiendo que ella debería oír cómo se cantaban sus canciones de caza, con un estribillo que señalaba las palmas. Así su espléndida voz recitaba los versos y, cuando se acercaba el estribillo, tomaba las manos de ella e, incluso en ese apretón calmado, sintió, como deseaba, la fuerza latente y el vigor que aceleraba los dedos, pues la canción la animaba, y su voz se unió a la pegadiza canción, y sonó clara por encima de los últimos versos.

Después cantó sola. En contraste, o por orgullo de cambiar el humor general con su voz, eligió una canción triste que fluía en voz baja, triste como el viento que se lamenta:

«¡Oh, dejadme ir!

Entre coronas de nieve

la tierra oscura duerme debajo.

Lejos, en la llanura

gime una voz dolorida:

¿dónde yacerá mi niño?

En mi pecho blanco

¡que descanse la dulce vida!

¡Que descanse donde yace mejor!

¡Calla! ¡Calla sus gritos!

La noche es oscura en el cielo.

Hay dos estrellas en tus ojos.

¡Vamos, niño, ve!

Pero que repose hasta el gris amanecer

el que debe estar muerto por la mañana.

Esto no puede durar

pero he aquí el rayo maligno.

Todo el dolor debe olvidarse.

Y los reyes

se inclinarán a tus rodillas

adorando tu vida.

Pues los hombres largamente privados

de la esperanza de lo anterior

de abandonar las cosas del pasado.

Mía, y no tuya,

¡cómo brillan sus joyas!

La paz te envuelve a ti, no a mí».

La vieja Trella se acercó tambaleándose desde su rincón, afectada por un temblor adicional provocado por el despertar de un recuerdo. Fijó su vista borrosa en la cantante, y luego inclinó la cabeza para que su único oído aún sensible al sonido le acercase cada nota. Al final, adelantándose torpemente, habló, con el tembloroso tono agudo de los ancianos:

—Así cantaba mi Thora, mi última y más brillante hija. ¿Cómo es esta, cuya voz es como la de mi fallecida Thora? ¿Tiene los ojos azules?

—Azules como el cielo.

—¡También los de mi Thora! ¿Tiene el pelo claro y trenzas hasta la cadera?

—Así es —respondió la propia Piel Blanca, y cogió las manos que se adelantaban con las suyas propias y las guió para que corroborasen sus palabras mediante el tacto.

—Como el de mi querida Thora —repetía la anciana. Y entonces sus manos temblorosas se apoyaron en los hombros cubiertos de piel, y se adelantó y besó el suave rostro que Piel Blanca había vuelto hacia arriba, nada reluctante, para recibir y devolver la caricia.

Así los vio Christian cuando entró.

Se quedó parado un momento. Después de la oscuridad sin estrellas, el helado aire nocturno y la feroz carrera silenciosa de dos horas, sus sentidos se vieron afectados por el repentino calor, la luz y el alegre murmullo de voces. Una imprevista angustia lo asaltó, pues por primera vez contempló la posibilidad de ser superado por su astucia y osadía, si al acercarse la muerte, ella, sintiéndose acorralada, se transformaría en una terrible bestia y provocaría una salvaje carnicería. Miró con horror y piedad a los inofensivos e indefensos presentes, nada deseoso de destruir su seguridad y bienestar. La terrible Cosa que estaba entre ellos, oculta por la belleza femenina, era el centro de interés. Ahí, ante él, notablemente impresionada, estaba la pobre vieja Trella, la más débil de todos, en cariñosa cercanía. Y un momento después podría tener lugar la revelación de un horror monstruoso, un peligro pavoroso y mortal, libre y acorralado, en un círculo de mujeres, chicas y descuidados hombres indefensos. Algo tan repugnante y terrible que podía alterar el cerebro o matar el corazón.

¡Y de todos, sólo él estaba preparado!

Titubeó durante lo que dura un aliento, no más, mientras sobre él caía la agonía del remordimiento que sin embargo no podía convencerle de desistir de su propósito.

¿Estaba solo? No, también estaba Tyr. Y se acercó al único que compartía lo que sabía.

Tan atemporal es el pensamiento que sólo unos segundos pasaron entre que levantase el pestillo y soltase a Tyr. Pero en esos pocos segundos que sucedieron a su primera mirada, igual de veloces habían sido los impulsos de otros, igual de rápidos y seguros fueron sus movimientos. El ojo vigilante de Sweyn le había localizado, e instantáneamente todas sus fibras se alertaron con instintos hostiles y, medio adivinando, medio sin creerse la intención de Christian al agacharse ante Tyr, llegó presta, cautelosa, airada, decididamente a oponerse a la malicia de su fantasioso hermano.

Pero por detrás de Sweyn se levantó Piel Blanca, igual de blanca que sus pieles, con la mirada fiera y hostil. Atravesó el salón hacia la puerta, arrebujando su larga capa hacia su cuerpo. «¡Escuchad!», resopló, «¡el cuerno! ¡Escuchad, debo irme!», mientras le echaba mano al pestillo para salir.

Durante un precioso momento Christian había dudado mientras medio aferraba el collar, pues, a no ser que la forma femenina cambiase a la de bestia, las mandíbulas de Tyr harían pedazos a mordiscos su honor de hombre. Entonces oyó la voz de ella, y se giró… demasiado tarde.

Mientras ella tiraba de la puerta, él saltó agarrando su cantimplora, pero Sweyn se interpuso, y lo agarró irresistiblemente, de modo que en un frenético esfuerzo sólo consiguió liberar un brazo. Con eso y el impulso de su pura desesperación, la lanzó contra ella con todas sus fuerzas. La puerta se cerró tras ella, y la cantimplora se hizo pedazos contra ella. Luego, mientras el agarrón de Sweyn se aflojaba y vio la inquisitiva sorpresa en las caras que lo rodeaban, con un grito ronco e inarticulado:

—¡Que Dios nos ayude! —dijo—. Es una mujer-lobo.

Sweyn se volvió hacia él. «¡Mentiroso, cobarde!», y sus manos agarraron el cuello de su hermano con una fuerza mortal, como si las palabras pudiesen morir así, y mientras Christian forcejeaba, lo levantó del suelo y lo lanzó, estrellándolo hacia atrás. Tan furioso estaba que, mientras su hermano yacía inmóvil, él lo golpeó rudamente con el pie, hasta que su madre se interpuso, gritando «basta». Y aun así, se quedó cerca, con los dientes apretados, el ceño fruncido y los puños apretados, preparado para volver a obligarle a callar violentamente, pues Christian se levantó tambaleándose perplejo.

Pero el silencio total y la sumisión eran más de lo que esperaba, y tornó su ira en desprecio por alguien que tan fácilmente se dejaba intimidar por la simple fuerza. «¡Está loco!», dijo, dándose la vuelta mientras hablaba y así no ver la mirada de doloroso reproche de su madre ante sus repentinas palabras, que eran un temor que acechaba dentro de ella.

Christian estaba demasiado cansado para poder esforzarse en hablar. Su respiración era trabajosa, en grandes suspiros, sus miembros estaban inertes y débiles, en completo descanso tras tan esforzado servicio. El fracaso de su empresa le había provocado un estupor de dolor y desesperación. Además estaba la espantosa humillación de la violencia y la pelea con su hermano, y el disgusto de oír el desprecio erróneo expresado sin reservas, pues era consciente de que Sweyn había recurrido, para calmar el miedo, en parte a la autoridad, en parte a las palabras, mostrando un doloroso desdén al cariño fraternal. Culpó de este rechazo de su gemelo a la Cosa que había provocado su primera pelea, y, ¡ah!, lo más terrible de todo, se había interpuesto entre ellos tan efectivamente que Sweyn era ciego y sordo en lo tocante a ella, resentido por la interferencia, arbitrario más allá de la razón.

Un temor y perplejidad inconmensurables se cernieron sobre él. Toda para él, la carga era abrumadora, una profecía de calamidades innombrables, basada en su pavoroso descubrimiento, arrojada sobre él, aplastando la esperanza de poder soportar el destino que se avecinaba.

Mientras, Sweyn observaba a su hermano, a pesar de encontrarse constantemente con la mirada de Christian con una extraña expresión de dolor indefenso, que bastaba para descomponer al airado agresor. «¡Como un perro apaleado!», se dijo para sí mismo, invocando al desprecio para poder soportar el arrepentimiento. La observación le hizo preguntarse por el estado de agotamiento de Christian. La trabajosa respiración y la inercia de sus miembros sin duda hablaban de un inusual y prolongado esfuerzo. ¿Y por qué las casi dos horas de ausencia habían sido seguidas por una hostilidad abierta contra Piel Blanca?

De repente, los fragmentos de la cantimplora le dieron la pista, lo adivinó todo y se quedó mirando fijamente y asombrado a su hermano. Olvidó que el plan había sido contra Piel Blanca, lo que exigía desprecio y resentimiento por su parte. Eso quedó barrido del recuerdo ante la estupefacción y admiración por la hazaña de velocidad y resistencia. Deseoso de preguntarle, se inclinaba por hacer algo generoso y ofrecerle sinceramente arreglar las cosas, pero el estado lamentable de Christian y su triste mirada le provocaron el deseo de justificarse recordando la ofensa de sus intolerables palabras acerca de Piel Blanca, y el impulso pasó. Luego otras consideraciones aconsejaron silencio, y después se apoderó de él la idea de esperar a ver cómo Christian encontraba la ocasión de hablar de su hazaña y que quedase constancia, sin provocar el ridículo a causa del descabellado encargo.

Esa expectación quedó sin satisfacer. Christian no pronunció la orgullosa declaración que habría dejado constancia de su gesta para que fuese contada a generaciones posteriores.

Esa noche Sweyn y su madre hablaron largo y tendido, dando forma de certeza a la sospecha de que la mente de Christian se había desequilibrado y tratando de su evidente causa. Sweyn, declarando su propio amor por Piel Blanca, sugirió que su desgraciado hermano sentía una pasión similar, siendo ellos gemelos tanto en amor como en nacimiento, y que los celos y la desesperación habían cambiado su amor por odio hasta que la razón cedió por la tensión y desarrolló una locura, cuya malicia y traición convirtieron en una fuerza grave y peligrosa.

Así teorizaba Sweyn, convenciéndose así mismo mientras hablaba, convenciendo más tarde a otros que mostraron sus dudas sobre Piel Blanca, frenando su juicio defendiéndola, y con su acérrima defensa de la apresurada partida de la muchacha silenciando sus propias dudas ante lo inexplicable de su conducta.

Pero pasó poco tiempo y Sweyn perdió su ventaja a causa de un nuevo horror en la casa. Trella había desaparecido, y su final era un misterio. La pobre anciana había salido un día de sol a visitar a una comadre postrada en cama que vivía más allá de la arboleda. Se la vio por última vez bajo los árboles, esperando a su acompañante, que había vuelto a por un regalo olvidado. Rápidamente saltó la alarma, llamando a todos los hombres en su busca. Se encontró su bastón entre los matojos a unos pocos pasos del camino, pero no había rastros ni manchas, pues un fuerte viento estaba derribando la nieve de las ramas y ocultaba toda señal de cómo había muerto.

Tan aterrada estaba la gente de la granja que ninguno osaba salir solo en la búsqueda. Uno podía estar preparado contra peligros conocidos, pero no contra esta muerte subrepticia que caminaba invisible de día, que se llevaba al niño que jugaba y a la anciana, ya tan cercana a su tumba, sin hacer distinciones.

—¡Besó a Rol, besó a Trella! —así repetía Christian una y otra vez, hasta que Sweyn se lo llevó y forcejeó para mantenerlo apartado, aunque en su agonía de dolor y remordimientos se acusaba absurdamente a sí mismo de ser responsable de la tragedia, y daba claras muestras de que el cargo de locura estaba bien fundado si las miradas extrañas y las palabras desesperadas e incoherentes eran prueba suficiente.

Pero de ahí en adelante todo el razonamiento y la autoridad de Sweyn no pudo colocar a Piel Blanca por encima de toda sospecha. No se le pidió que la defendiese de la acusación cuando volvió a silenciar a Christian, pero sabía bien cuál era el significado de ese acto. Que ya no oía el nombre de ella, antes pronunciado alegremente y a menudo. Sólo se mencionaba en susurros que no podía entender.

El paso del tiempo no barrió los miedos supersticiosos que Sweyn despreciaba. Estaba furioso e inquieto, deseoso de que volviese Piel Blanca, y que, simplemente por su graciosa presencia, recuperase el favor de los granjeros, pero dudaba de si toda su autoridad y ejemplo podría evitar que ella se diese cuenta del cambio en la bienvenida, y vio claramente que Christian sería ingobernable, y podría ser capaz de algún ataque peligroso.

Por un tiempo, las diferencias entre los gemelos se hicieron más marcadas. Por parte de Sweyn, un aire de rígida indiferencia, por parte de Christian, por un silencio desesperado y una nerviosa y aprensiva vigilancia de su hermano. Sumado a sus remordimientos y premoniciones, el desprecio de Sweyn le pesaba intolerablemente, y el recuerdo de su violenta ruptura era un dolor incesante. El hermano mayor, autosuficiente e insensible, no podía saber lo profundamente que dolía su rudeza. Una profundidad y fuerza de afecto como las de Christian le eran desconocidas. El leal sometimiento que no podía apreciar lo habían animado a dominar; esta tozuda oposición a su razón y voluntad la consideraba como malicia furiosa, si no auténtica locura.

Vigilar a Christian lo irritaba incesantemente, y preveía que el resultado sería la vergüenza y el peligro. Por lo tanto, para acallar sus sospechas, juzgó que sería adecuado hacer movimientos para firmar la paz. Fue muy sencillo. Un poco de amabilidad, unas pocas muestras de consideración, un ligero regreso a la vieja tiranía fraternal, y Christian respondió con agradecimiento y alivio que lo habrían conmovido si lo hubiese entendido todo, pero que, en lugar de eso, aumentaron su desprecio secreto.

Tanto éxito tuvo su amabilidad que, cuando, más tarde, llegó un mensaje transmitido por Sweyn llamando a Christian a un lugar lejano, éste no dudó de su autenticidad. Cuando su paseo demostró ser inútil, volvió sobre sus pasos, y lo único en lo que pensaba era en un error o un malentendido. No fue hasta que vio la casa, entre las colinas nevadas, que el vivido recuerdo del momento en que había rastreado a aquel horror hasta la puerta dio paso a un intenso temor y con él a una borrosa sospecha.

Aferró con más fuerza la lanza que usaba de bastón. Todos sus sentidos estaban alerta, todos los músculos tensos. La emoción lo empujaba, la prudencia lo controlaba, y ambas dirigían sus largos pasos rápida, silenciosamente, hacia el clímax que sentía que se acercaba.

Al acercarse a las puertas exteriores, una sombra se agitó y se movió, como si el gris de la nieve hubiese adquirido movimientos independientes. Una sombra más oscura se quedó y se giró hacia Christian, haciendo que se le helase la sangre de desesperación.

Sweyn estaba ante él, y desde luego, la sombra que se había ido era Piel Blanca.

Habían estado juntos, y cerca. ¿No había estado ella en sus brazos, lo bastante cerca para que se juntasen sus labios?

No había luna, pero las estrellas daban suficiente luz para mostrar que el rostro de Sweyn estaba arrebolado y exultante. El color permaneció, aunque la expresión cambió rápidamente al ver a su hermano. ¿Cómo, si Christian lo había visto todo, debería enfrentarse a sus arrebatos de locura? ¿Con resolución? ¿Con indiferencia? Se detuvo entre ambas y, como resultado, se pavoneó.

—¿Piel Blanca? —preguntó Christian, ronco y sin aliento.

¿Sí?

La respuesta de Sweyn era una pregunta, con una entonación que implicaba que estaba despejando el camino para la acción.

De Christian salió:

—¿La has besado? —como un golpe directo, asombrando a Sweyn ante la pura fuerza de su temeridad.

Enrojeció aún más, y aun así medio sonrió por su éxito. Si de verdad hubiera existido entre él y Christian la rivalidad que imaginaba, en su cara había la suficiente indolencia del triunfo como para provocar una ira celosa.

—¡Te atreves a preguntarlo!

—¡Sweyn, oh, Sweyn, debo saberlo! ¡Lo has hecho!

El tinte de desesperación y angustia en su tono enfadaron a Sweyn, que lo entendió mal. Los celos que provocaban esa interpretación eran intolerables.

—¡Necio loco! —dijo, ya sin contenerse—. Consíguete tu propia mujer para besarla. Deja en paz a la mía sin preguntas. ¡Una mujer como la que yo desearía besar es una mujer que nunca te permitiría que la besaras!

Entonces Christian entendió su suposición.

—¡Yo…! —gritó—. Piel Blanca… ¡esa Cosa letal! Sweyn, ¿estás ciego o loco? ¡Yo te salvaría de ella, es una mujer-lobo!

Sweyn volvió a irritarse ante la acusación, una venganza miserable, como él lo entendía y, en un instante, por segunda vez, los hermanos peleaban.

Pero Christian estaba ahora demasiado desesperado para ser escrupuloso, pues una borrosa visión le había sugerido una posibilidad, y para seguirla era necesario estar libre de los golpes de su hermano. ¡Gracias a Dios estaba armado, y así era el igual de Sweyn!

Enfrentándose a su atacante con la lanza, subió los brazos, y con el extremo romo golpeó tan fuerte que se cayó. El corredor inigualable saltó en el instante, para perseguir una idea desesperada. Sweyn, al ponerse en pie, estaba tan sorprendido como enfadado ante esta innombrable huida. Sabía en el fondo que su hermano no era un cobarde, y que era poco propio de él retirarse de una pelea porque la derrota fuese segura, y la cruel humillación a manos del vengativo vencedor fuera probable. Era muy consciente de la inutilidad de perseguirlo. Debía guardar su rabia, sabiendo que llegaría su ventaja. Dado que Piel Blanca se había ido hacia la derecha y Christian hacia la izquierda, no se le ocurrió que pudiesen encontrarse. Y ahora Christian, actuando según la borrosa visión que había tenido de algo que se movía contra el cielo a lo largo de la cresta de las colinas en el momento en que Sweyn se lanzaba hacia él, apostaba su única esperanza en aquello y en su velocidad superlativa. Si lo que había visto era de verdad a Piel Blanca, supuso que dirigía sus pasos hacia los eriales abiertos, y había una posibilidad de que, en una carrera en línea recta y un desesperado y peligroso salto sobre un precipicio, podía alcanzarla o adelantarla. ¿Y cuando lo lograse? No lo había pensado.

Pasó la rápida y fiera carrera y el riesgo de muerte en el salto, y se detuvo en una hondonada para recuperar el aliento. ¿Llegaría? ¿Se habría ido?

Llegó.

Llegó deslizándose con un paso veloz, insonoro, que no era ni andar ni correr. Tenía los brazos doblados entre sus pieles, que estaban ajustadas al cuerpo. Las cintas blancas de su cabeza estaban recogidas y atadas debajo de su cara. Sus ojos estaban fijos en la distancia. Así marchaba hasta que el equilibrado balanceo de su paso se vio detenido por Christian.

—¡Piel!

Inhaló rápidamente al sonido de su nombre así mutilado, y vio al hermano de Sweyn. Sus ojos centellearon, levantó el labio superior y mostró los dientes. La mitad de su nombre, impreso con un sentido ominoso según lo había pronunciado él, le advirtió de la presencia de un enemigo mortal. Aun así, ella abrió su capa y habló con suavidad como una mujer:

—¿Qué quieres?

Entonces Christian respondió con su solemne y temible acusación:

—Besaste a Rol… ¡y Rol está muerto! Besaste a Trella: ¡ella está muerta! ¡Has besado a Sweyn, mi hermano, pero él no morirá! —y añadió—: Vivirás hasta medianoche.

El filo de sus dientes y el destello de sus ojos quedaron un momento fijos y su mano derecha bajó hasta la empuñadura del hacha. Entonces, sin una palabra, se apartó de él, y salió corriendo rápidamente sobre la nieve.

Y Christian salió corriendo, y la siguió velozmente sobre la nieve, por detrás, pero a media zancada de su lado.

Así fueron corriendo juntos, en silencio, hacia los vastos eriales de nieve, donde nada vivo excepto ellos dos se movía bajo las estrellas de la noche.

Nunca antes se había regocijado igual Christian de sus poderes. El don de la velocidad y la práctica del uso y la resistencia ahora le resultaban valiosísimas. Aunque quedaban horas hasta medianoche, tenía confianza en que, fuese donde fuese esa Cosa, por mucha prisa que se diera, no podía correr más que él ni huir. Entonces, cuando llegase el momento de la transformación, cuando el cuerpo de mujer ya no fuese un escudo contra la mano del hombre, podría matar o morir para salvar a Sweyn. Había golpeado a su querido hermano en un momento de extrema necesidad, pero no podía, aunque la razón le urgía a ello, golpear a una mujer.

Corrieron uno, dos kilómetros. Piel Blanca siempre delante, Christian siempre a igual distancia a su lado, de vez en cuando tan cerca que sus pieles le tocaban. Ella no dijo una palabra, tampoco él. Nunca volvió la cabeza para verle, ni giró para evitarlo, sino que, con la cara hacia delante, corrió en línea recta, sobre terreno desigual, sobre terreno liso, consciente de su cercanía por el ruido constante de sus pies y el de su respiración.

Durante un tiempo ella aceleró el paso. Desde el principio, Christian había juzgado que su velocidad era admirable, pero con exultante seguridad en su propio talento y resistencia fueran cuales fueran sus esfuerzos. Pero, cuando aceleró el ritmo, se vio puesto a prueba como nunca lo había sido en ninguna carrera. Los pies de ella, sin duda, eran más rápidos que los de él. Sólo por la longitud de sus zancadas podía mantener su puesto al lado de ella. Pero su corazón era resuelto, y aún no temía fallar.

Así siguió la desesperada carrera. Sus pies levantaban la nieve en polvo, su respiración formaba vapor en el aire helado y se habían ido antes de que el aire quedase limpio de nieve y vapor. De vez en cuando, Christian alzaba la cabeza para juzgar, por las estrellas, la llegada de la medianoche. Tanto tiempo… ¡tanto tiempo!

Piel Blanca continúo sin descanso. Ella, era evidente, tenía confianza en que su velocidad era inigualable, y estaba tan resuelta a correr más que su perseguidor como éste de aguantar hasta medianoche y cumplir su propósito. Y Christian continuó, aún seguro de sí mismo. No podía fallar, no fallaría. Vengar a Rol y a Trella era motivo suficiente para hacer lo que haría cualquier hombre, pero más aún por Sweyn. Ella había besado a Sweyn, pero él no moriría. Si tenía que salvar a Sweyn no podía fallar.

Nunca se vio una carrera como esta. No, no cuando en la vieja Grecia hombre y doncella corrieron juntos con dos destinos en juego. Pues la carrera continuaba a plena velocidad, mientras salía estrella tras estrella, camino de la medianoche, durante una, dos horas.

Entonces Christian vio y oyó lo que le provocó miedo. En una arboleda que había sobre una ladera, vio moverse algo oscuro, y oyó un ladrido, seguido de un pavoroso grito, y la oscuridad se extendió sobre la nieve. Una manada de lobos en persecución.

De las bestias poco tenía que temer, al ritmo que llevaba podría distanciarlas, moviéndose las bestias a cuatro patas. Pero por los trucos de Piel Blanca sentía una aprensión infinita, pues quizá tomaría ventaja de los salvajes colmillos de esos lobos, siendo como era medio loba. Ella no les concedió ni una mirada ni una señal, pero Christian, en un impulso por asegurar que no escaparía de él, agarró la parte de atrás de sus pieles, aún corriendo.

Ella se volvió como un rayo con un gruñido bestial, con los dientes y los ojos brillándole de nuevo. Su hacha relampagueó, arriba, abajo, atacando a la mano. La habría cortado a la altura de la muñeca, pero él la paró con la lanza. Aun así, atravesó la lanza y destrozó los huesos de la mano con el mismo golpe, de modo que él le soltó la capa.

Volvieron a correr como antes, y Christian no perdía el ritmo, aunque su mano izquierda colgaba inútil, sangrando y rota.

El gruñido, indudable, y aunque modificado por los órganos de mujer, la furia despiadada que mostraba en dientes y ojos y el agudo dolor de su golpe mutilador hicieron que Christian ignorase a las bestias de atrás, ya que ahora se daba cuenta del peligro infinitamente mayor que tenía ante él en forma de esa Cosa letal.

Cuando recordó mirar atrás, ¡helos!, la manada había alcanzado sus pasos, y se apartaron instantáneamente, intimidados. Los ladridos de persecución se habían tornado gemidos y lloros. Esa criatura era tan aberrante para bestias como para hombres.

Se había envuelto en las pieles, de modo que, en lugar de flotar sueltas hasta sus tacones, ahora nada colgaba por debajo de sus rodillas, y esto sin siquiera frenar su fabulosa velocidad ni entorpecer su paso. Mantenía la cabeza como antes, sus labios apretados, y sólo la tensa nariz revelaba su respiración, no había señal de cansancio que hablase del gran esfuerzo de esa terrible velocidad.

Pero en Christian ya se notaba palpablemente el esfuerzo. La cabeza le pesaba, y la respiración se le volvió trabajosa. La lanza habría sido una carga ahora. Su corazón latía como un martillo, pero tal insensibilidad oprimía su cerebro de tal modo que sólo por pasos podía darse cuenta de su triste estado. Herido y desarmado, persiguiendo a esa horrible Cosa, que era una mujer fiera, desesperada y armada con un hacha, y que asumiría la forma de la aún más formidable fiera con colmillos.

Y a las estrellas lejanas les quedaba aún casi una hora antes de la medianoche.

Tan perdido andaba su cerebro que tuvo la impresión de que ella huía de las estrellas de medianoche, que avanzaban tan lentamente que había pasado un tiempo equivalente a días y más días, y que pasarían días y más días antes del final. A no ser que ella frenase o él fracasase.

Pero no fracasaría.

¿Cuánto tiempo llevaba rezando así? Había empezado con tal confianza y seguridad que no sentía la necesidad de esa ayuda, y ahora parecía que era el único medio de evitar que su corazón se hinchase más allá de lo que podía albergar su cuerpo, de prevenir que su cerebro se le atrofiase. Una criatura de dientes afilados rasgaba y tiraba de su inútil mano izquierda. No la veía, no podía sacudírsela, pero rezaba para que se fuese.

Las claras estrellas ante él empezaron a temblar, y él supo por qué: temblaban a la vista de lo que había detrás de él. Nunca antes había supuesto que hay cosas extrañas que se ocultan de los hombres fingiendo ser montículos cubiertos de nieve o árboles que se balancean, pero ahora surgían de sus inofensivos escondites para seguirlo, y burlarse ante su impotencia de hacer que una Cosa de su familia decidiese volver a su verdadero cuerpo. Sabía que tras él había una multitud, oía el zumbido de innumerables susurros juntos, pero sus ojos no podían verlos, eran demasiado veloces y ágiles. Pero sabía que estaban allí, porque, al echar un vistazo hacia atrás, vio los montículos nevados elevarse cuando movían las tapas para volver a esconderse, vio los árboles moverse y camuflarse entre las ramas.

Y tras esa mirada, durante un rato las estrellas dejaron de titilar, y un momento infinito de silencio se cayó sobre el mundo helado y gris, sólo interrumpido por los veloces ruidos de pisadas, y las suyas, más lentas pero de zancada más larga, y el sonido de su respiración. Y en un momento de iluminación, supo que su única preocupación era mantener su velocidad a pesar del dolor y la amargura, negarle a ella con todas sus fuerzas su capacidad de correr más que él o de agrandar el espacio entre ellos hasta que las estrellas llegasen a la medianoche. Entonces volvió a surgir esa multitud invisible, zumbando y corriendo por detrás, en número suficiente, lo sabía, para ocultar las estrellas a su espalda, pero siempre apartándose de su vista.

Un horrible parón detuvo la carrera. Piel Blanca giró y saltó a la derecha, y Christian, desprevenido ante tan súbita parada, vio cerca de sus pies la boca de un profundo pozo, y se encontró incapaz de frenar su ímpetu. Pero al pasar, la agarró a ella, aferrando su brazo derecho con su única mano buena, y los dos giraron juntos en el borde.

El esfuerzo de ella por salvar la vida fue lo suficientemente vigoroso para contrarrestar el impulso de él, y los puso a salvo a ambos.

Entonces, antes de que estuviese seguro de que no iban a perecer en esa caída, la vio rechinar los dientes con pálida y salvaje furia mientras forcejeaba por liberarse y, dado que él aferraba su mano derecha, usó el hacha con la izquierda, golpeándolo.

El golpe fue lo suficientemente efectivo. Su brazo derecho cayó inerme, herido y con un hueso roto que chirrió con un espantoso dolor cuando él lo dejó colgando cuando volvió a echar a correr para recuperar los pocos pasos que ella le había ganado cuando él se detuvo por la conmoción.

La casi fuga y este nuevo dolor agudo volvieron a despertar y agudizar todas sus facultades. Sabía que lo que seguía era con toda seguridad la muerte animada. Herido e indefenso, estaba completamente a su merced si ella se diese cuenta y pasase a la acción. Incapaz de vengar, incapaz de salvar, su desesperación por Sweyn lo empujaba a seguir, seguir y preceder en la muerte al condenado por un beso. ¿Sería posible que fracasara en perseguir a esa Cosa hasta medianoche, cuando cambiase la forma femenina, atractiva y traicionera, y reducir a la bestia, lo que significaba el último viso de esperanza que quedaba de su confiado propósito?

«¡Sweyn, Sweyn, oh, Sweyn!», creía estar rezando, aunque de su corazón no surgía más que esto: «¡Sweyn, Sweyn, oh, Sweyn!»

Ya había pasado la mitad de los cuartos de la hora que quedaba para medianoche, y las estrellas estarían en lo alto en minutos, y de nuevo su hinchado corazón, su empequeñecido cerebro y la enfermiza agonía que le colgaba a cada lado del cuerpo conspiraban para debilitar la voluntad que parecía imperar sobre sus pies.

Ahora el cuerpo de Piel Blanca estaba tan envuelto en las capas que ningún borde aleteaba. Se estiró hacia delante quedando extrañamente escorada, inclinándose desde la postura recta de un corredor. A veces cubría la distancia con largos saltos, con un incremento en su velocidad que Christian agonizaba por igualar.

Como las estrellas señalaban que se acercaba el fin, la negra manada volvió a aparecer detrás, y le siguió haciendo ruido. ¡Ah! Si se quedasen callados y quietos, se quitasen sus habituales máscaras para animar con su interés la última carrera de su más letal congénere. ¿Qué forma tenían? ¿Llegaría a saberlo? Si no fuese porque tenía que obligar a la Cosa que corría ante él a que tomase su forma verdadera, se daría la vuelta y los seguiría. No… no… eso no. Si pudiese hacer cualquier cosa menos lo que hacía, correr, correr y correr sufriendo esta agonía, se quedaría quieto y moriría para evitarse el dolor de respirar.

Empezó a sentirse desconcertado, inseguro acerca de su propia identidad, dudando de su verdadera forma. No podía ser un verdadero hombre, igual que esa Cosa que corría no era una verdadera mujer, su auténtico cuerpo estaba oculto bajo la apariencia de un hombre, pero qué era, lo ignoraba. Y también ignoraba cuál era la verdadera forma de Sweyn. Sweyn estaba caído a sus pies, donde le había golpeado, había golpeado a su propio hermano. Tropezó con él, y tuvo que saltar por encima y correr más deprisa porque la que había besado a Sweyn corría muy deprisa. «¡Sweyn, Sweyn, oh, Sweyn!»

¿Por qué las estrellas habían dejado de brillar? ¡Seguro que había llegado la medianoche!

Mientras se inclinaba y saltaba, la Cosa le miró con una mirada salvaje y fiera, y se rió con un desprecio feroz y triunfal. El comprendió enseguida por qué: en apenas unos segundos, ella se le habría escapado definitivamente. A un lado aparecía una cuesta de hielo; al otro había una subida que caía hacia delante. Entre ambas había espacio para plantar un pie, pero no para soportar un cuerpo. Pero un matojo de enebro que sobresalía podía proporcionar un agarre lo bastante seguro para que una persona, de un decidido tirón, saltase por encima del peligro y se posase en lugar seguro.

Aunque los primeros segundos del último momento desaparecían, ella se atrevió a echar una mirada maligna hacia atrás y reírse del perseguidor, impotente para alcanzarla.

La crisis adquirió tintes convulsos en su último y supremo esfuerzo: su voluntad surgió indomable, su velocidad se demostró aún incomparable. Saltó impulsándose, la adelantó antes de que su risa tuviese tiempo de desvanecerse, y se giró, taponando el camino y preparándose para oponerse a ella.

Ella se abalanzó desesperada, Untando con la mano derecha y luego se tiró hacia él con un salto como el que da una bestia salvaje cuando se lanza a matar. Y él, incluso con una mano fuerte y un brazo que no podía guiar ni agarrar, la atrapó. Cayeron juntos. Al sentir cómo se le resbalaba el brazo y se le debilitaba la mano, y para evitar la temible agonía del hueso destrozado, mordió y agarró la túnica mientras ella luchaba y se retorcía escapándose del agarrón, victoriosa.

Sacó el hacha como el rayo y le golpeó en el cuello, profundamente, una, dos veces, mientras a él se le escapaba la sangre, manchándole los pies.

Las estrellas alcanzaron la medianoche.

El grito de muerte que oyó no era el suyo, pues sus dientes apenas se habían relajado cuando sonó, y el pavoroso grito comenzó como un gemido de mujer y luego cambió y terminó como el aullido de una bestia. Y antes de que el vacío final se apoderase de sus ojos moribundos, vio que había sido Ella quien lo había proferido, y vio aún más: que la Vida cedía paso a la Muerte, sin motivo aparente, de modo incomprensible.

Pues no podía saber que ningún agua bendita podía ser tan bendita, tan potente a la hora de destruir a un ser maligno, como la sangre de un corazón puro derramada en beneficio de otro en un acto de libre devoción.

La propia realidad oculta que había deseado conocer se hizo palpable, reconocible. Esto fue lo que sintió: la alegre y pletórica esperanza de haber salvado a su hermano; demasiado desbordante para que la contuviese el limitado cuerpo de un solo hombre y que anhelaba una nueva encarnación, infinita como las estrellas.

La verdadera realidad era que el cerebro del hombre se encogió, se encogió hasta que se quedó en nada, que el cuerpo del hombre no pudo retener el tremendo dolor de su corazón y lo expulsó a través de la herida abierta en el cuello y que el silencio volvía presto por detrás de él, reforzado por aquella forma que se disolvía y se perdía de su vista, de su oído, de sus sentidos.

***

Con el gris despertar del día, Sweyn se topó con las huellas de un hombre, de un corredor, según vio en la nieve, y la dirección que habían seguido despertó su curiosidad, pues un poco más adelante el trayecto no tenía más remedio que cruzarse con el borde de un gran precipicio. Se volvió a rastrearlas. Y, al hacerlo, la longitud de los pasos le llamó la atención: era un paso largo, como el suyo propio si echase a correr. Sabía que estaba siguiendo a Christian.

En su ira, había endurecido su corazón a la ausencia de su hermano; pero ahora, viendo hacia dónde se dirigían las pisadas, se sintió víctima del remordimiento y el temor. No había pensado ni se había preocupado por su pobre y agitado gemelo, quien podría (¿sería posible?) haberse precipitado a una frenética muerte.

Se le paró el corazón al llegar al lugar donde había tenido lugar el salto. También había caído un montoncillo de nieve, y al asomarse no vio abajo más que nieve. Corrió por el borde del abismo unos doscientos metros, hasta llegar a una bajada por la que pudo resbalar y bajar, y llegar al fondo donde se encontraba la nieve apilada. Allí vio que la vigorosa carrera había vuelto a empezar.

Se quedó pensando, perplejo de que un hombre hubiese dado aquel salto al que él no se había atrevido, perplejo de haberse engañado al extremo de sentir emociones tan dolorosas, intentando infructuosamente adivinar el motivo de Christian para seguir tan alocada carrera. Y así llegó al lugar donde las pisadas se doblaban.

Estas otras eran pisadas pequeñas, como las de una mujer, aunque la distancia de una a otra era mucho mayor de la que permitiría una falda.

¿No serían las pisadas de Piel Blanca?

Una espeluznante suposición lo asaltó; tan espeluznante que retrocedió incrédulo. Pero el rostro se le volvió gris ceniza, y dio un grito sofocado para recuperar el movimiento de su corazón roto. ¿Increíble? Una investigación más atenta mostró cómo las pisadas más pequeñas habían cogido velocidad, golpeando la nieve con mayor profundidad, ejerciendo una presión más débil en los talones. ¿Increíble? ¿Podía alguna mujer, excepto Piel Blanca, correr así? ¿Podía algún hombre, excepto Christian, correr así? La suposición se convirtió en certeza. Estaba siguiendo el rastro donde en la noche oscura Piel Blanca había huido de la persecución de Christian.

Una villanía tal prendió en su corazón y en su cerebro el fuego de la ira y la indignación. Una villanía tal cometida por su propio hermano, hasta entonces digno de amor y de elogio aunque neciamente manso. Mataría a Christian; si tuviese tantas vidas como huellas había dejado, la venganza exigiría que las tomase todas. Las siguió apresurado, en una tempestad de odio asesino, pues el rastro era bastante evidente, empezando con un arranque de velocidad imposible de mantener y que pronto lo devolvió a un paso lento para recuperar su aliento agotado y entrecortado. Maldijo a Christian en voz alta y gritó el nombre de Piel Blanca en un frenético clamor apasionado. Su dolor era ira ante la intolerable angustia de pena y vergüenza al pensar que su amor, Piel Blanca, que había partido Ubre y radiante tras su beso, era perseguida inmediatamente después por su hermano loco de celos y huía por su vida mientras su amante estaba tranquilamente en la casa. Si lo hubiese sabido, rabió, en una impotente rebelión ante la crueldad de los sucesos, si hubiese sabido que su fuerza y su amor hubiesen podido salir en su defensa… ahora el único servicio que podía rendirle era matar a Christian.

Él sabía que como mujer no tenía rival en velocidad ni fuerza, pero Christian no tenía rival en velocidad entre los hombres ni era sencillo superar su fuerza. Por valiente, rápida y fuerte que fuese, ¿qué oportunidad podría tener contra un hombre de esa fuerza y altura, que además estaba enloquecido y rabioso de venganza contra su hermano, su victorioso rival?

Kilómetro tras kilómetro siguió con el corazón encendido; el caso parecía cada vez más lastimoso, más trágico ante la evidencia de la espléndida superioridad de Piel Blanca, resistiendo tanto tiempo la famosa velocidad de Christian. Tanto, tanto parecía haber resistido que su amor y admiración crecieron más y más, y su dolor e indignación también. Allá donde el rastro estaba nítido, corría con tal temeraria prodigalidad de fuerzas que pronto se agotaba, y se arrastraba penosamente hasta que, a veces en el hielo de un lago, a veces en un punto barrido por el viento, se perdía todo rastro. Sin embargo, tan directa había sido su marcha que siguiendo recto y luego mirando a ambos lados volvía a encontrar el rastro.

Pasaron horas y horas, más de la mitad de aquel día de invierno antes de que llegase al lugar donde la nieve pisoteada mostraba que había tenido lugar un guirigay de pisadas… ¡y desaparecían! Pisadas de lobo… ¡sorprendentemente desaparecidas! Sólo un poco más allá encontró la cortada punta de lanza de Christian; más allá aún vio dónde había caído el resto de la inútil vara. Ahí la nieve estaba salpicada de sangre y las pisadas de ambos estaban muy cerca unas de otras. Salió de él un ronco sonido de júbilo que podría haber sido una risa de haber tenido suficiente aliento. «¡Oh, Piel Blanca, mi valiente, mi desdichada amada! ¡Buen golpe!», gruñó, dividido entre la pena y una gran admiración, pues estaba seguro de que ella se había girado y asestado un golpe.

La vista de la sangre lo había excitado como le hubiera ocurrido a una bestia hambrienta. Enloqueció con el deseo de agarrar de nuevo a Christian por el cuello, y esta vez sin soltarlo hasta arrancarle la vida, o quitársela a golpes, o a puñaladas. O de todas esas maneras, y también hacerle pedazos. Y, ¡ah!, entonces, y no antes, se desharía en lágrimas como un niño, como una niña, por el triste destino de su amor perdido.

Adelante, adelante, adelante… el tiempo pasaba dolorosamente, esforzándose y afanándose en rastrear a aquellos dos soberbios corredores, consciente de lo maravilloso de su resistencia, pero ignorante de lo maravilloso de su velocidad, que les había permitido cubrir tan vasta distancia en las tres horas anteriores a medianoche, una distancia que él sólo podía atravesar de crepúsculo a crepúsculo. Pues se estaba acabando el día cuando llegó al borde de un viejo pozo de marga y vio cómo los dos que habían pasado antes que él habían chocado y trastabillado juntos en una desesperada maniobra en el mismo abismo. Y ahí las manchas frescas de sangre le hablaron de una valiente defensa contra su infame hermano, y siguió por donde la sangre había goteado hasta que el frío había restañado su manar, gratificándose salvajemente en esta prueba de que Christian había sufrido una herida profunda, reanudando su deseo salvaje de hacer lo mismo con más precisión, calmando así su odio asesino. Y empezó a comprender que, entre toda su desesperación, había mantenido un germen de esperanza, que crecía poco a poco, regado por la sangre de su hermano.

Siguió adelante como pudo, acuciado ora por un acceso de esperanza, ora por la desesperanza, agonizando por llegar al final, por terrible que fuese, enfermo por el dolor de la distancia que lo había retrasado.

Y la luz se marchitaba en el cielo, dando lugar a unas estrellas inseguras.

Llegó al final.

Dos cuerpos yacían en un lugar estrecho. Uno era el de Christian, pero el otro, más allá, no era el de Piel Blanca. Allí donde terminaban las pisadas yacía un gran lobo blanco.

Al ver esto, la fuerza de Sweyn saltó en pedazos y cayó fulminado de rodillas en cuerpo y alma.

Las estrellas ya brillaban firme e intensamente antes de que se moviese de donde había caído. Muy débilmente se arrastró hasta su hermano muerto, le puso las manos encima y así se agazapó, temeroso de mirar o de moverse más.

Frío, rígido, llevaba horas muerto. Aun así, el cadáver era su único refugio y sostén en aquella pavorosa hora. Su alma, privada de toda comodidad escéptica, se encorvó tiritando, desnuda, abyecta, y el vivo se aferró al muerto en patética necesidad de gracia por parte del alma que había fallecido.

Se alzó de rodillas, levantando el cuerpo. Christian había caído de cara en la nieve, con los brazos abiertos y en esa postura el hielo lo había vuelto rígido; extraño, horrible, sin ceder a los brazos de Sweyn, de modo que lo volvió a soltar y se acuclilló por encima, rodeándolo con los brazos y lanzando un gemido que venía de su corazón roto.

Cuando al fin encontró las fuerzas para levantar el cuerpo de su hermano y llevarlo en brazos, pegado a su pecho, intentó mirar a la Cosa que yacía más allá. La visión le inmovilizó los miembros de horror y pavor. Los sentidos le habían fallado por pura cobardía, pero la fuerza que le daba sujetar al querido Christian en sus brazos le permitió obligarse a soportar la visión y que su cerebro asimilase el aspecto completo de la Cosa. No estaba herida, sólo tenía manchas de sangre en los pies. Las grandes y aterradoras mandíbulas se curvaban en una sonrisa, aunque rígida y muerta. Y no podía soportar por más tiempo su beso, y se giró para no volver a mirar nunca más.

¡Y el cadáver que llevaba en sus brazos, conocedor del horror, lo había seguido y se había enfrentado a él por su bien, había sufrido la agonía y la muerte por su bien, en el cuello tenía el profundo corte mortal, un brazo y ambas manos estaban oscurecidos por la sangre congelada, por su bien! Ahora que estaba muerto supo, como no había sabido mientras estuvo vivo, que él le había profesado la medida adecuada de amor y adoración. Como por fuera él carecía de perfección y fuerza comparables a las suyas, había tomado el amor y adoración de ese gran corazón puro como algo que le debía; a él, tan indigno por dentro, tan ruin, tan despreciable; insensible y despreciativo hacia el hermano que había entregado su vida por salvarlo. Anhelaba la destrucción completa para evitarse el saberse indigno de un amor tan perfecto. La helada calma de la muerte en el rostro le aterraba. No se atrevía a besarle con unos labios que habían maldecido de ese modo, con labios mancillados por el horror que le había dado la muerte.

Luchó por ponerse en pie, aún agarrando a Christian. El muerto quedó en pie dentro de su abrazo, rígido y helado. Los ojos no estaban cerrados del todo, la cabeza había quedado rígida, inclinada ligeramente hacia un lado, los hombros permanecieron estirados y abiertos. Era la figura de un crucificado, también con las manos ensangrentadas.

Así, vivo y muerto volvieron sobre las huellas que uno había pasado con el más profundo amor y el otro con el más profundo odio. Toda aquella noche se afanó Sweyn a través de la nieve, llevando el peso del muerto Christian, siguiendo las pisadas que antes había recorrido mientras agraviaba con los pensamientos más viles y maldecía con odio asesino al hermano que, mientras tanto, yacía muerto por su bien.

La fría y silenciosa oscuridad rodeaba al hombre fuerte, encorvado por su dolorosa carga. Y sabía con certeza que aquella noche había entrado en el infierno, había caminado por el fuego infernal en el camino de regreso a casa y sólo lo había soportado porque Christian estaba con él. Y supo con certeza que, para él, Christian había sido como Cristo y había sufrido y muerto para salvarlo de sus pecados.