M.R. James
(1862-1936)

EL CONDE MAGNUS [*]

De qué manera llegaron a mis manos los papeles que me han servido para hilvanar una historia coherente es algo que el lector averiguará al final de las páginas que siguen. Sin embargo, es preciso que estos extractos vayan precedidos de una aclaración sobre la forma en que obran en mi poder.

En parte consisten en una serie de textos compilados para un libro de viajes, literatura que se puso tan de moda en el siglo XIX, durante los años cuarenta y cincuenta. Un buen ejemplo es el Diario de una estancia en Jutlandia y las islas danesas, de Horace Marryat. Por lo general estos libros hablaban de alguna región poco conocida del Continente; iban ilustrados con aguafuertes o xilografías, daban información sobre alojamientos y medios de comunicación exactamente como esperamos encontrar hoy en cualquier guía turística bien documentada, y consistían mayormente en entrevistas con hombres cultos, posaderos ocurrentes y campesinos parlanchines; gente abierta en una palabra.

Empezados estos papeles con idea de recoger material para un libro así, conforme avanzan se van configurando como la relación de una única experiencia personal; relación que se extiende casi hasta la víspera misma de su desenlace.

Su autor es un tal señor Wraxall. Lo que sé de él procede enteramente de los datos que aportan sus escritos, de los que infiero que era un hombre de mediana edad, posición algo acomodada, y solo en el mundo. Por lo visto carecía de residencia fija en Inglaterra y era asiduo de hoteles y posadas. Es probable que abrigara la idea de establecerse en un futuro que jamás llegó para él; y creo también que muy posiblemente el incendio del Panthecnicon de principios de los setenta destruyó gran cantidad de material que habría arrojado abundante luz sobre sus antecedentes, porque alude una o dos veces a las pertenencias que guardaba almacenadas en ese establecimiento.

Parece ser, además, que el señor Wraxall había publicado un libro a propósito de unas vacaciones que había pasado una vez en Bretaña. Salvo eso, no sé nada más de tal libro, porque después de buscarlo activamente en las bibliografías he llegado al convencimiento de que debió de sacarlo a la luz de manera anónima o bajo seudónimo.

En cuanto a su carácter, no es difícil formarse una opinión somera. Debió de ser un hombre inteligente y culto. Parece que estuvo a punto de entrar en el consejo de gobierno de su Colegio de Oxford, el de Brasenose, según deduzco del calendario. Su principal defecto fue claramente su excesiva curiosidad; un defecto quizá positivo en un viajero, pero que este en concreto pagó bastante caro al final.

Estaba elaborando el esquema de otro libro sobre la que resultó ser su última expedición. Escandinavia, una región no tan conocida por los ingleses hace cuarenta años, le había parecido un campo interesante. Debió de topar con unos cuantos libros antiguos de historia o memorias de Suecia, y se le ocurrió que había materia para una descripción del viaje por Suecia, entremezclado con episodios de la historia de alguna gran familia sueca. Así que se proveyó de cartas de presentación para personas de calidad en Suecia, y hacia allá partió a principios del verano de 1863.

No hace falta que hable de sus viajes por el norte ni de su estancia de unas semanas en Estocolmo. Sí debo decir que cierto savant residente le puso tras la pista de una importante colección de documentos familiares pertenecientes a los propietarios de una antigua mansión de Vestergothland y le consiguió un permiso para examinarlos.

Llamaremos a dicha mansión, o herrård, Råbäck (pronunciado algo así como Roebeck), aunque no es ese su nombre. De los edificios de su género, es uno de los mejores de toda la comarca, y el grabado de 1694 que lo reproduce en Suecia antiqua et moderna, de Dahlenberg, lo muestra prácticamente tal como el turista puede verlo hoy. Se construyó poco después de 1600, y en términos generales es muy semejante a las casas inglesas de ese período en lo que respecta a materiales —ladrillo rojo con aditamentos de piedra— y estilo. El hombre que mandó construir esta mansión era vástago de la gran casa de De la Gardie, y sus descendientes aún son dueños de ella. De la Gardie es el apellido con que les voy a designar cuando tenga que hablar de ellos.

Acogieron al señor Wraxall con gran amabilidad y cortesía, y le insistieron en que se alojara en la casa el tiempo que durasen sus investigaciones. Pero prefiriendo la independencia, y desconfiando de su capacidad para conversar en sueco, se instaló en la posada del pueblo, que resultó ser bastante cómoda, al menos en verano. Este arreglo suponía hacer andando todos los días, contando la ida y la vuelta, algo menos de una milla hasta la mansión, que se alzaba en un parque y la rodeaban —diríamos que ocultaban— unos cuantos árboles añosos y corpulentos. Cerca de ella encontrabas el jardín vallado, y a continuación entrabas en una apretada arboleda que bordea uno de esos pequeños lagos de que está salpicado el país. Después venía el muro que cerraba la propiedad, y ascendías a un empinado montecillo —una prominencia de roca ligeramente cubierta de tierra—, y en la cima tenías la iglesia cercada de árboles altos y oscuros: era un edificio singular para unos ojos ingleses. La nave central y las laterales eran bajas, y estaban ocupadas con bancos y galerías. En la galería oeste se alzaba un órgano antiguo y elegante, pintado con colores alegres, y con los tubos plateados. El techo era plano, y había sido decorado por un artista del siglo XVII con un extraño y horrendo Juicio Final lleno de llamas pálidas, ciudades que se derrumbaban, barcos ardiendo, almas llorando y demonios marrones y sonrientes. Del techo colgaban hermosas coronas de latón; el púlpito era como una casa de muñecas, y estaba cubierto de pequeños querubines y santos en madera policromada; adosado al atril del predicador había un estante con tres ampolletas. Cosas así pueden verse hoy en muchas iglesias suecas, pero lo que distinguía a esta era un añadido al edificio original. Adosado al extremo este de la nave norte, el dueño de la mansión había erigido un mausoleo para él y su familia. Consistía en un edificio octogonal alargado, iluminado por una serie de ventanas ovaladas, y con el techo en cúpula, coronado por una especie de calabaza que se prolongaba hacia arriba en espiral, forma que les gustaba enormemente a los arquitectos suecos. La cubierta era de cobre y estaba pintada de negro, mientras que los muros, en consonancia con los de la iglesia, eran llamativamente blancos. Este mausoleo carecía de acceso desde la iglesia; tenía su pórtico y escalinata en la fachada norte.

Pasado el cementerio que rodea la iglesia arranca el camino del pueblo, y en sólo tres o cuatro minutos se llega a la puerta de la posada.

El primer día de estancia en Råbäck, el señor Wraxall encontró la iglesia abierta, y tomó esas notas del interior que acabo de resumir. No pudo entrar en el mausoleo. Observó, mirando por el ojo de la cerradura, que tenía bellas imágenes de mármol, sarcófagos de cobre y abundantes ornamentos heráldicos, cosa que le despertó un gran deseo de pasar un buen rato inspeccionando.

Los papeles que examinó en la mansión resultaron ser precisamente del tipo que quería incluir en su libro. Había correspondencia familiar, diarios y libros de contabilidad de los primeros dueños, todo muy cuidadosamente guardado y escrito con letra clara, lleno de detalles curiosos y pintorescos. El primer De la Gardie aparecía en ellos como un hombre fuerte e inteligente. Poco después de construida la mansión había habido un período de agitación en la comarca, los campesinos se habían levantado y habían atacado varios castillos causando algún estrago. El dueño de Råbäck tuvo un papel destacado en la represión de la revuelta, y se hacía referencia a la ejecución de los cabecillas y a diversos castigos infligidos con mano implacable.

El retrato de este tal Magnus de la Gardie era de los mejores que había en la casa, y el señor Wraxall lo estudió con no poco interés al acabar el trabajo del día. No da una descripción detallada de él, pero colijo que el rostro debió de causarle más impresión por su fuerza que por su belleza o bondad; de hecho, dice que el conde Magnus era un hombre fenomenalmente feo.

Ese día el señor Wraxall cenó con la familia y regresó andando ya tarde, aunque aún no era de noche.

«Recordar preguntarle al sacristán —escribe— si puede dejarme entrar en el mausoleo junto a la iglesia. Está claro que él sí puede porque le he visto esta noche delante de la puerta, abriendo o cerrando, me ha parecido».

Encuentro que al día siguiente, por la mañana temprano, el señor Wraxall tuvo una conversación con el posadero. Al principio me sorprendió que la consignara con detalle, pero en seguida me di cuenta de que los papeles que tenía ante mí eran, inicialmente al menos, material para el libro que pensaba escribir, y que iba a ser de esas obras semiperiodísticas que admiten la inclusión de entrevistas.

Su propósito, dice, era averiguar si subsistía alguna noticia oral del conde Magnus de la Gardie en el escenario donde desplegó sus actividades, y si gozaba o no de la estima popular. Averiguó que el conde no era querido. Si sus colonos llegaban tarde al trabajo (eran tiempos en que se debían al amo como dueño del señorío), se les ataba al potro, o eran azotados y marcados en el patio de la mansión. Hubo uno o dos casos de dueños de tierra que adentraron su linde en los dominios del señor, y cuyas casas habían ardido de manera misteriosa una noche de invierno con toda la familia dentro. Pero lo que parecía tener más impresionado al posadero —porque volvió sobre ello más de una vez— era que había tomado parte en la Peregrinación Negra, de la que se había traído algo o a alguien.

Naturalmente, me preguntaréis —como hizo el señor Wraxall— qué es eso de la Peregrinación Negra; pero vuestra curiosidad tendrá que quedar insatisfecha, como quedó la del señor Wraxall. El posadero eludió claramente darle ninguna explicación, o responderle siquiera sobre el particular; y al requerirse su presencia en otra parte, se apresuró a marcharse con evidente alivio, asomando la cabeza por la puerta unos minutos después para decir que tenía que salir para Skara y que no estaría de vuelta hasta la noche.

Así que el señor Wraxall tuvo que acudir un poco frustrado a su trabajo diario en la mansión. Los papeles que tenía entre manos en ese momento dieron muy pronto otro curso a sus pensamientos, ya que se trataba de la correspondencia entre Sophia Albertina, de Estocolmo, y su prima casada Ulrica Leonora, de Råbäck, durante los años 1705-1710. Las cartas eran de excepcional interés, dada la luz que arrojaban sobre la cultura de ese período en Suecia, como puede confirmar cualquiera que las haya leído en el Boletín de Manuscritos Históricos de Suecia, donde se publicaron en su totalidad.

Por la tarde había terminado con ellas, y tras devolver las cajas donde se guardaban a su sitio en la estantería, muy naturalmente, procedió a bajar algunos de los volúmenes que venían a continuación para decidir a cuál se dedicaría con preferencia al día siguiente. El anaquel con el que había dado estaba ocupado en su mayor parte por una colección de libros de contabilidad, con la letra del primer conde Magnus. Uno de ellos, empero, no era de cuentas, sino de alquimia y otros opúsculos, escrito con otra letra del siglo XVI. Como no está familiarizado con la jerga alquímica, el señor Wraxall dedica un tiempo que habría podido ahorrarse a desentrañar los títulos y preámbulos de diversos tratados: el libro del Fénix, el libro de las Treinta Palabras, el libro del Sapo, el libro de Miriam, el Turba philosophorum y otros; y seguidamente expresa con gran entusiasmo su alegría al descubrir hacia la mitad del libro, en una hoja originalmente en blanco, cierto escrito del propio conde Magnus titulado «Liber nigræ peregrinationis». Es cierto que eran sólo unas líneas, pero bastaban para demostrar que el posadero se había referido esa mañana a una creencia al menos tan antigua como el propio conde Magnus, y que probablemente este compartía. He aquí la traducción del escrito:

«Si alguien quiere obtener una vida larga, si quiere asegurarse un mensajero fiel y ver la sangre de sus enemigos, debe ir primero a la ciudad de Chorazin, y rendir allí homenaje al príncipe…» Aquí había raspada una palabra, no del todo bien, de manera que el señor Wraxall tuvo el casi total convencimiento de que ponía aëris («del aire»). Pero no había más texto: sólo una línea en latín: Quore reliqua hujus materiei inter secretiora («ver el resto de esta materia entre las cosas más secretas»).

Es innegable que esto arrojaba una luz siniestra sobre los gustos y creencias del conde; pero para el señor Wraxall —al que le separaba de este personaje un espacio de casi tres siglos— la idea de que a su poder general hubiera podido añadir la alquimia, y a la alquimia algo así como la magia, no contribuyó sino a hacérselo más pintoresco; y cuando, tras contemplar largamente su retrato en el vestíbulo, emprendió el regreso a la posada, lo hizo absorto en el conde Magnus. No tenía ojos para ver a su alrededor, ni percibía las fragancias vespertinas del bosque, ni la luz del crepúsculo en el lago; y cuando de repente volvió en sí, se quedó asombrado al descubrir que se hallaba ya ante la verja del cementerio, y a pocos minutos de la cena. Su mirada se detuvo en el mausoleo.

—¡Ah, estás ahí, conde Magnus! —dijo—. ¡Cómo me gustaría verte!

«Como les ocurre a muchos hombres solitarios —escribe—, tengo el hábito de hablar en voz alta conmigo mismo; y a diferencia de las partículas griegas y latinas, no espero respuesta. Desde luego, y quizá por fortuna en este caso, no hubo ninguna voz ni nada digno de tener en cuenta: lo único que pasó fue que a la mujer que limpiaba la iglesia se le cayó al suelo algo metálico, supongo, y el ruido me sobresaltó. El conde Magnus, me parece, duerme profundamente».

Esa misma noche el posadero, que había oído decir al señor Wraxall que quería ver al sacristán o diácono (como suelen llamarlo en Suecia) de la parroquia, le presentó a dicho personaje en el bar de la posada. Al punto quedó acordada para el día siguiente una visita al panteón de De la Gardie, y siguió una pequeña charla general.

Al señor Wraxall —acordándose de que una de las funciones de los diáconos escandinavos es instruir a los que van a recibir la confirmación— se le ocurrió refrescar su propia memoria sobre una cuestión bíblica.

—¿Podría decirme algo —dijo— sobre Chorazin?

El diácono pareció sobresaltarse, pero le explicó de buen grado cómo ese pueblo fue denunciado una vez.

—Seguramente —dijo el señor Wraxall—, hoy no quedarán de él más que ruinas.

—Eso espero —replicó el diácono—. Tengo entendido que algunos de nuestros viejos sacerdotes dicen que el Anticristo nacerá allí; y hay rumores…

—¿Sí… y qué cuentan esos rumores? —preguntó el señor Wraxall.

—Rumores, iba a decir, que he olvidado —dijo el diácono, y poco después se despidió.

El posadero se quedó ahora solo y a merced del señor Wraxall; y este inquiridor no estaba dispuesto a dejarle escapar.

Herr Nielsen —dijo—: He averiguado algo sobre la Peregrinación Negra, así que puede contarme lo que sepa. ¿Qué trajo consigo el conde a su regreso?

Puede que los suecos sean lentos en contestar, o puede que el posadero fuera una excepción, no sé; pero el señor Wraxall anota que se le quedó mirando lo menos un minuto antes de abrir la boca. Luego se acercó a su huésped y, tras un esfuerzo considerable, dijo:

—Señor Wraxall, voy a contarle esa historia, pero nada más: ninguna más. Así que no me pregunte nada cuando termine: en tiempos de mi abuelo (o sea, hace noventa y dos años), dijeron dos hombres: «El conde ha muerto; se acabaron las preocupaciones. Esta noche cazaremos a placer en su bosque»; el gran bosque que cubre el monte, que ha visto usted detrás de Råbäck. Bien, pues los que les oyeron les dijeron: «No vayáis; seguro que si vais os encontraréis con alguien que no debería andar; con alguien que debería reposar, no andar». Pero los dos hombres se echaron a reír. No había guardabosques que vigilasen, porque nadie quería cazar allí, y la familia no estaba en la casa, de modo que podían hacer lo que quisieran.

»Conque fueron al bosque esa noche. Mi abuelo estaba sentado aquí, en esta sala. Era verano, y una noche clara. Con la ventana abierta podía ver el bosque, y oírlo.

»Estaba con dos o tres parroquianos, escuchando. Al principio todos estaban en silencio; después oyeron a alguien (ya sabe la distancia que hay) gritar como si le arrancaran el alma. Los que estaban aquí se cogieron fuertemente unos a otros, y permanecieron así lo menos tres cuartos de hora. Después oyeron a alguien a sólo unas trescientas anas: le oyeron reír a carcajadas; no era ninguno de los que habían ido a cazar, y lo cierto es que nadie de los presentes aquí se atrevió a decir que fuera una risa humana. Poco después oyeron cerrarse una enorme puerta.

»Esa madrugada, cuando salió el sol, fueron todos al cura, y le dijeron:

»—Padre, póngase el sobrepelliz y la lechuguilla, y venga a enterrar a Anders Bjornsen y Hans Thorbjorn.

»Como comprenderá, estaban seguros de que habían muerto. Así que fueron al bosque… Mi abuelo jamás lo olvidó; contaba que iban muertos de miedo. El cura, también, estaba blanco como el papel. Después de escucharles comentó:

»—He oído un alarido en mitad de la noche, y después he oído una risa. Si no consigo olvidar eso, no podré volver a dormir.

»Fueron, pues, al bosque, y encontraron a esos hombres en la linde. Hans Thorbjorn estaba de pie, con la espalda contra un árbol, y no paraba de empujar con las manos… el vacío que tenía delante. Así que no había muerto. Le cogieron y le llevaron a Nykjoping; pero murió antes del invierno; estuvo empujando con las manos hasta el final. También encontraron a Anders Bjornsen; pero estaba muerto. De él le puedo decir esto: había sido un hombre guapo, pero ahora no tenía cara; le habían sorbido la carne dejándole los huesos. ¿Usted entiende eso? Mi abuelo no lo olvidó. Cargaron a Anders Bjornsen en las parihuelas que habían traído, le echaron un trapo sobre la cabeza, abrió la marcha el cura, y se pusieron a cantar el salmo de difuntos lo mejor que sabían. Y cuando iban por el final del primer versículo, tropezó uno de ellos, el que llevaba la cabeza de las parihuelas, por lo que los otros se volvieron, vieron que había resbalado el trapo, y que los ojos de Anders Bjornsen miraban fijamente porque no tenían párpados que los cerrasen. No podían soportarlo. Así que el cura volvió a echarle el lienzo encima, mandó traer una azada, y allí mismo le enterraron.

El señor Wraxall consigna al día siguiente que poco después de desayunar pasó el diácono a recogerle, y le llevó a la iglesia y al mausoleo. Observó que la llave del mausoleo colgaba de un clavo junto al púlpito, y se le ocurrió que, como al parecer no cerraban la puerta de la iglesia, no le sería difícil efectuar una segunda y más reservada visita a los monumentos si descubría más motivos de interés de los que podía asimilar en la primera. No dejó de encontrar imponente el edificio al entrar. Los monumentos, en su mayoría erigidos en los siglos XVII y XVIII, eran dignos aunque recargados, y abundaban los epitafios y los blasones. El espacio central de la estancia lo ocupaban tres sarcófagos de cobre cubiertos de ornamentos finamente labrados. Dos de ellos tenían, como es frecuente en Suecia y en Dinamarca, una gran cruz metálica en la tapa. El tercero, del conde Magnus al parecer, en vez de cruz tenía grabada una efigie de tamaño natural, y alrededor varias franjas de parecido ornamento que representaban diversas escenas. Una era una batalla, con un cañón escupiendo humo, plazas amuralladas y tropas de piqueros. Otra representaba una ejecución. En una tercera, entre árboles, había un hombre corriendo con todas sus fuerzas, el pelo flotante y los brazos extendidos. Tras él iba una figura extraña; era difícil determinar si el artista había pretendido representar a un hombre y no había sabido darle la semejanza necesaria, o si la había hecho intencionadamente todo lo monstruosa que parecía. Dada la destreza con que estaba trazado el resto de la escena, el señor Wraxall se inclinaba por esta segunda posibilidad. Era una figura grotescamente achaparrada, envuelta casi toda en un ropaje con caperuza que arrastraba por el suelo. La extremidad de la figura que asomaba de ese embozo no tenía forma de brazo y mano; el señor Wraxall la compara al tentáculo de un pulpo. Y añade: «Al ver esto me dije: “Evidentemente se trata de alguna representación alegórica; un demonio persiguiendo a un alma acosada. Quizá sea el origen de la historia del conde Magnus y su misterioso compañero. Veamos cómo está representado el montero: sin duda será un demonio tocando el cuerno”». Pero, como descubrió a continuación, faltaba tan sensacional figura; sólo descubrió la de un hombre envuelto en una capa en lo alto de un cerro, como apoyado en un bastón, observando la persecución con un interés que el grabador había tratado de expresar en la actitud.

El señor Wraxall observó los sólidos candados de acero primorosamente trabajado —tres exactamente— que cerraban el sarcófago. Uno de ellos, vio, se había desprendido y estaba en el suelo. Acto seguido, no queriendo entretener más al diácono ni quitar más tiempo a su propio trabajo, continuó su camino hacia la mansión.

«Es curioso cómo —anota—, cuando uno hace un trayecto que le es familiar, se abisma en sus pensamientos al extremo de perder la noción de lo que le rodea. Esta noche es la segunda vez que no me he dado cuenta de adonde me dirigía (es verdad que había planeado hacer una visita secreta al mausoleo para copiar los epitafios), cuando de repente he vuelto en mí, por así decir, y me he sorprendido a mí mismo (como antes) abriendo la verja del cementerio y, creo, tarareando o murmurando algo así como: “¿Estás despierto, conde Magnus? ¿Duermes, conde Magnus?”; y algo más que no recuerdo. Creo que llevaba un rato comportándome de esta manera insensata».

Encontró la llave del mausoleo donde esperaba, y copió la mayor parte de lo que quería; de hecho, estuvo allí hasta que empezó a quedarse sin luz.

«Creo que me equivoqué —escribe— al decir que había uno de los candados del sarcófago del conde en el suelo; esta noche he visto que hay dos. Los he recogido y los he puesto en el alféizar de la ventana después de intentar cerrarlos en vano. El tercero sigue firme, y aunque supongo que es de resorte, no sé cómo se abre. De haberlo sabido creo que habría cometido la osadía de abrir el sarcófago. Es extraño el interés que se me ha despertado por la personalidad de este antiguo noble, me temo que algo feroz y siniestro».

El día siguiente resultó ser el último en que el señor Wraxall iba a visitar Råbäck. Recibió cartas que le informaban de ciertas inversiones y que hacían aconsejable su regreso a Inglaterra; había terminado prácticamente su trabajo con los documentos, y el viaje era lento. Así que decidió despedirse, añadir unos toques finales a las notas, y partir.

Estos toques finales y despedidas le ocuparon más de lo que había calculado. La hospitalaria familia insistió en que se quedase a comer —comían a las tres—, y eran cerca de las seis y media cuando traspuso la verja de hierro de Råbäck. Se fue demorando a cada paso en su camino junto al lago, dispuesto —ahora que lo recorría por última vez— a saturarse de impresiones de la hora y el lugar. Y al llegar al cementerio, en lo alto del montecillo, se detuvo unos minutos a contemplar la ilimitada perspectiva de bosque, desde sus pies a la lejanía, totalmente oscuro bajo un cielo verde líquido. Cuando se volvió finalmente para reanudar la marcha, se le ocurrió que debía despedirse del conde Magnus como había hecho del resto de la familia de De la Gardie. La iglesia estaba a sólo veinte yardas, y sabía en dónde colgaba la llave del mausoleo. Un momento después estaba ante el gran ataúd de cobre, y como de costumbre, hablando consigo mismo en voz alta: «Quizá fuiste algo bribón en tus tiempos, Magnus —decía—; de todos modos, me habría gustado conocerte; o mejor dicho…»

«En ese instante —cuenta—, sentí un golpe en el pie. Lo retiré instintivamente, y algo pesado cayó sonoramente en el pavimento. Era el tercero y último de los candados que mantenía cerrado el sarcófago. Me incliné a recogerlo, y —el Cielo es testigo de que digo la verdad— antes de incorporarme sonó un chirrido de bisagras metálicas, y vi con absoluta claridad que se levantaba la tapa. Quizá tuve una reacción cobarde, pero por nada del mundo habría permanecido allí un segundo más. Salí del terrible edificio en menos de lo que tardo en escribir estas palabras… casi con la misma celeridad con que hubiera podido decirlas; y lo que aún me asusta más: no pude echar la llave a la cerradura. Sentado aquí en mi habitación, mientras consigno estos hechos (aún no hace veinte minutos de todo esto), me pregunto si continuó el chirrido metálico. Sólo sé que hubo algo más que me alarmó aparte de lo que he dicho, aunque no consigo precisar si se trataba de un ruido o de una visión. ¿Qué he hecho yo?»

¡Pobre señor Wraxall! Al día siguiente emprendió el regreso como había planeado y llegó a Inglaterra sin novedad. Sin embargo, como deduzco del cambio de letra y sus anotaciones incoherentes, era un hombre psíquicamente destrozado. Uno de los varios cuadernos que me han llegado con anotaciones suyas proporciona, no una clave, pero sí una especie de indicio sobre su estado. Gran parte del viaje lo hizo en transbordador, y encuentro no menos de seis penosos esfuerzos por enumerar y describir a sus compañeros de viaje. Son del siguiente tenor:

24. Sacerdote del pueblo de Skåne. Usual chaqueta negra y sombrero flexible negro.

25. Viajante de comercio que viene de Estocolmo y se dirige a Trollhättan.

26. Individuo con capa negra, sombrero de ala ancha, muy anticuado.

Esta última anotación está subrayada; y añade el siguiente comentario: «Tal vez sea idéntico al número trece. Aún no le he visto la cara». Respecto al número trece he averiguado que es un sacerdote romano con sotana.

El resultado de la cuenta es siempre el mismo: de los veintiocho pasajeros que cita, uno es siempre un hombre con una capa larga y sombrero ancho y otro una «figura baja con capucha oscura». Por otro lado, comenta que a las comidas sólo asisten veintiséis; falta siempre el hombre de la capa, y desde luego nunca está allí el individuo bajo.

Al llegar a Inglaterra parece que el señor Wraxall desembarcó en Harwich, y que decidió ponerse fuera del alcance de cierta persona o personas que no especifica, pero que evidentemente había llegado a creer que le seguían. Así que tomó un vehículo —un coche cerrado—, ya que no se fiaba del ferrocarril, y se dirigió a campo abierto al pueblo de Belchamp St. Paul. Eran alrededor de las nueve de una noche de luna de agosto cuando llegó. Iba mirando por la ventanilla cómo desfilaban veloces los campos y los arbolados. De repente llegaron a una encrucijada, en una de las esquinas había dos figuras de pie, inmóviles; las dos embozadas en ropas oscuras; la más alta llevaba sombrero, la más baja una caperuza. No le dio tiempo a verles la cara, ni los personajes hicieron gesto alguno que él pudiese reconocer; Sin embargo, el caballo se espantó y emprendió el galope, mientras el señor Wraxall se echaba hacia atrás en su asiento presa del pánico. Los había visto anteriormente.

Llegado a Belchamp St. Paul, fue lo bastante afortunado para encontrar un alojamiento amueblado y decoroso, y las siguientes veinticuatro horas las vivió, relativamente hablando, en paz. Sus últimas notas las escribió ese día. Son demasiado inconexas y exclamatorias para incluirlas aquí; pero su sustancia es bastante clara. Espera la visita de sus perseguidores —no sabe cuándo ni cómo—, y su grito constante es: «¿Qué he hecho yo?», y «¿Acaso no hay esperanza?» Sabe que los médicos le declararían loco, que la policía se reiría de él. El sacerdote está ausente del pueblo. ¿Qué puede hacer, sino cerrar la puerta con llave y encomendarse a Dios?

La gente de Belchamp St. Paul aún recordaba el año pasado cómo un señor desconocido llegó un atardecer de agosto, hace años, y le encontraron muerto al segundo día por la mañana, y hubo una investigación; los miembros del jurado —siete en concreto— que vieron el cuerpo se marearon al ver el cadáver, y ninguno quiso contar qué había visto; y el veredicto fue designio divino, y cómo las personas que vivían en la casa la dejaron esa misma semana y se fueron del lugar. Pero creo que ignoran que se haya arrojado nunca —ni se pudiera arrojar— ninguna luz sobre ese misterio. Y ocurre que el año pasado esa casita vino a parar a mis manos como parte de un legado. Llevaba desocupada desde 1863, y no parecía haber esperanza alguna de alquilarla; de modo que la mandé derribar. Entonces aparecieron los papeles que acabo de resumir en una alacena olvidada bajo la ventana del mejor dormitorio.