Alan Moore
(1953)

COMPAÑERAS DE LABOR [*]

Dentro de las cabezas de búhos y comadrejas hay joyas que procuran una cura para el escalofrío, para el cólico. El rayo es el esperma de Dios que cae sobre el fresno, donde Sus semillas crecen con cabezas redondeadas y colas esbeltas, entre las raíces. Una mujer o un hombre podrían tomar ese esperma con la boca y tener la Visión, de modo que puedan poner todos sus pensamientos en una hoguera, y viajar así con el humo hacia el cielo. Allí se encontrará con una cigüeña o garza que los llevará hasta que pueda llegar hasta la Gran Catedral, con sus perfectos techos abovedados formados por nada más que Ley y Número. Me he bebido mi propio orín, y he visto esas cosas.

No hace una hora, el Sr. Danks, el Ministro de Todos los Santos, vino con el Libro y los alguaciles a la celda que comparto con Mary, después de lo cual nos sacaron y nos colgaron en un cadalso en la puerta Norte de la torre hasta que estuvimos casi muertas, con los gaznates medio aplastados. Nos bajaron, y luego nos ataron aquí, Llevando las quemaduras de la cuerda como gloriosas insignias de nuestro cargo, es tamos sentadas semiinconscientes y resplandecientes en nuestro trono de leña.

Atada a mi latió, la mano pequeña y cálida de Mary está sobre la mía. No tiene más miedo que yo, calmada por una brisa procedente de las invisibles terrazas, tranquilizada por esa luz malva que cubre sus pastos nocturnos. Incluso aunque nuestras gargantas no estuviesen aplastadas por nuestro linchamiento privándonos del habla, ninguna palabra sería necesaria entre nosotras dos para que supiéramos tales cosas. Es el mismo Reino, la misma idea del Reino, donde la idea del Reino es el Reino mismo. Van a quemarme, y aún no he cumplido los veinticinco.

A través de los fríos campos de marzo los pájaros están construyendo algo delicado y terrible con cuerdas de sonido, con restos de eco. Nosotras tíos somos las últimas que serán asesinadas de este modo por Inglaterra. Esto nos lo han dicho duendes y cosas de color que moran en pueblos más altos donde todos los días son uno, donde no hay ayeres ni mañanas aun. Después de esto, se acabó el sebo humano alrededor de una mecha de enaguas. Se acabaron las hermosas mejillas coloreadas por las ampollas.

Ahora alzo lentamente mis pesados párpados hasta que tengo ambos ojos abiertos, justo al mismo tiempo en que Mary hace lo mismo a mi lado. Al ver esto, el rebaño reunido alrededor de nuestra pira profiere grandes suspiros de asombro y dan un paso atrás, sus rostros de chiqueros blancos de terror. La viuda Peale, que dijo que nos había oído hablar acerca de matar a la señora Wise, hace la señal de la cruz sobre su ajada teta y escupe, mientras el Pastor Danks comienza a leer en voz alta de su libro comido por las polillas, y sus palabras son como cenizas barridas por la mañana.

SÍ supierais, monos de establo, qué es lo que estáis quemando aquí. No es por mí por quien lo digo, sino por Mary, que es hermosa mientras que yo soy corriente. Si pudierais ver el rabillo de sus ojos cuando está diciendo algo cómico, entonces la conoceríais. Si conocieseis el fuerte sabor de su cono cuando aún no se ha despertado por la mañana, apartaríais la mirada avergonzados y extinguiríais vuestras antorchas. Atrapada en su vello femenino, mi saliva se convertía en joyas dentro de las que había mansiones de diminutos y brillantes homúnculos pintadas con acuarela. Cuando sube escaleras es como una canción, y durante su período sabe hablar en las lenguas de los gatos, pero ¿y qué? Todo esto no es nada. Prendedlo, convertid en cenizas su pelo rojo, los dibujos que hace.

Admitiré que tuvimos la conversación sobre aquellos nueve Duques que gobiernan el Infierno. Ahora que he visto ese lugar, no lo temo, pues es hermoso, y en su entrada hay piedras preciosas. No es sino el rostro del Cielo cuando lo miran los engañados y temerosos, y en todos mis tratos con sus Embajadores los he encontrado caballerosos, majestuosos y de justas maneras. Belial es como un sapo de maravilloso cristal con muchos ojos sobre su frente. Es profundo pero a la vez indescifrable, mientras que Asmodeo es más como una exquisita red que rodea la cabeza: irónico, fiero y talentoso en las artes matemáticas. A pesar de su ira y sus caprichos, no son tan malos con nosotras como otros lo han sido, y a su manera son más que hermosos, y uno debería envidiar a aquellos que estudian tales maravillas dela Naturaleza.

Ahora, un hombre cejijunto que no conozco se adelanta con su antorcha y la acerca a los trapos anudados y a la paja que están al borde de la pira. Cerramos los ojos y suspiramos. No queda mucho, mi amor. No queda mucho camino. Las terrazas invisibles ya no están tan lejos.

Nos conocimos cuando yo tenía catorce años y vine de Cotterstock a Oundle porque mis padres querían deshacerse de mí. Mary tenía la misma edad, era pálida y pecosa, con largos brazos y piernas. Aquellos primeros y fríos meses me dejaba esconderme en el patio trasero de su padre, y algunas noches en su habitación, si podíamos pasar sin que su hermana nos viese y su hermano no estaba. Íbamos al pueblo y jugábamos. Cuando caía la noche nos retábamos la una a la otra a quedarnos bajo el pasaje empedrado del Hotel Talbot que llevaba al oscuro patio de detrás. Jurábamos que oíamos el fantasma de la vieja Reina María que había dormido allí la noche antes de que le cortasen la cabeza, caminando por el rellano de las escaleras con ella bajo el brazo. Chillábamos. Nos abrazábamos en la oscuridad.

A veces nos aventurábamos más allá del enlosado empapado de pis y cerveza hasta el callejón del pozo del tambor, en la parte de atrás del Talbot. Nos quedábamos de pie escuchando el mismo pozo, que hizo un ruido muy parecido al de un tambor la noche en que murió el rey Carlos y también otras veces, como en la muerte de Cromwell. Ladeábamos la cabeza y aguantábamos la respiración, aunque nunca oímos nada.

Corríamos por el campo para escondernos entre los laburnos silvestres, donde había hombres salvajes de culo azul que habían venido de África y que se arrastraban medio desnudos con expresión feroz y divertida entre los adormecedores árboles. Nos metíamos los dedos la una a la otra y al principio nos reíamos, y después nos entraban la seriedad y los calores. Encontramos una musaraña muerta, tiesa, pero con un brillo como si su muerte no fuese más que una capa de barniz, y una tarde la observé orinar entre las prímulas, concentrando mi vista en el ondeante chorrillo de oro trenzado que dejaba un agujero empapado en el suelo; aún puedo oír esa música chispeante y aún puedo ver el chorro entrelazado en mis pensamientos.

Ahora llega el primer beso del humo, la caricia en la nariz de un marido amante, e igual que con un marido ambas cerramos los ojos mientras ocurre. Pronto llegará el momento en que empuje su amarga y asfixiante lengua en nuestros gaznates. Ásperas y ardientes picaduras de ortigas se arraciman detrás de nuestros apretados agujeros de la nariz, y espero que la leña no esté verde y húmeda ni sea lenta en arder, pues cuando hicimos nuestro pacto, el Hombre de Rostro Negro dijo que no conoceríamos los fuegos del castigo. Un silencio sibilante me llena los oídos, como una frase indescifrable que rápidamente se desvanece, ahogada entre el crujido que nos rodea ahora. Calla, Mary Phillips, y no tengas miedo, pues nos hicieron una promesa a ti y a mí.

Encontramos un modo de vida que me convenía, y también una habitación en Benefield donde me alojé los siguientes diez años, aunque rara vez pasaba un día sin que estuviésemos la una en compañía de la otra. Según crecíamos, la gran aventura que había entre nosotras era casi como nuestra barquichuela que nos alejaba justo a tiempo del campo de laburnos, lleno de fantasmas y juegos secretos, para llevarnos entre esas islas mohínas que son los hombres.

Los años siguientes nos revolcamos en hombres, ¿verdad, Mary? Aunque confieso que yo me revolqué más que tú, tú tampoco te quedaste corta. Enterradores, sacristanes, taberneros y carniceros que aún tenían el hedor de la muerte en sus manos. Nos invitaban a una cerveza en el bar del Talbot; nos empujaban contra el muro del malecón un rato y después se detenían a mear en su tambaleante regreso a casa con su mujer y su hogar. A causa de esto no dormía a menudo con ellos, pero cuando lo hacía me quedaba sorprendida: si no están despiertos, son mucho más suaves al tacto, y se parecen más a las mujeres. Qué lástima, entonces, que se movieran nunca.

Pero se movían. Se levantaban antes que yo y se habían ido antes de que terminase de abrir los ojos, y cuando los veía paseando con sus familias los domingos, sólo me miraban las mujeres con expresión ceñuda. Si me veían después en el mercado, reunidas en parejas o tríos, me gritaban «Ahí va una puta», o si no hacían que sus pequeños me insultasen, gritándome «Shaw la puta» y «La zorra Nell» allá por donde fuera. ¿Cómo es que algo tan simple como el placentero y sencillo asunto de las pollas y los coños puede provocar tal desprecio, vergüenza y dolor? ¿Por qué debemos tomar la parte más dulce de nuestro ser y convertirla en otra piedra con la que martirizarnos?

Ahora ocurre algo curioso: frotándome contra mis ataduras, de nuevo abro los ojos y encuentro que todo se ha detenido. El mundo, el humo, las nubes, el gentío y las llamas saltarinas, todo ello está quieto, sin movimiento. Detenido.

Qué extraño y encantador es este reino carente de movimiento, qué perfectamente correcto. Las volutas de humo estático, vistas de cerca, poseen una belleza que se pierde a la vista, con volutas más pequeñas de formas idénticas que florecen, como helechos, partiendo de la retorcida columna principal. Y pensar que nunca me había dado cuenta.

Mirando hacia abajo, siento tan sólo una leve sorpresa al ver que estamos ardiendo, Mary y yo. Vaya, si nuestras sosas Faldas nunca han tenido mejor aspecto que ahora, inundadas de fuego, luz y color; llamas de color rubí que no se mueven. No hay dolor, ni siquiera calor, aunque veo que uno de mis pies está negro y carbonizado. En lugar de dolor hay una tristeza pasajera, porque siempre he creído que mis pies son la parte más bonita de mi cuerpo, aunque Mary dice que le gustan mis hombros y mi cuello. Cuando estemos desnudas de forma, caminaremos verdaderamente desnudas de entre nuestras cenizas, y no habrá una parte de nosotras que no sea hermosa.

Aunque estrangulada sin capacidad de hablar, oigo dentro de mí la voz de Mary diciendo Elinor, oh Elinor, y me pide que mire dentro de las llamas, que de algún modo, y sin movimiento aparente, se han alzado hasta mi pecho como un escudo feroz.

Miro fijamente los carámbanos invertidos de oro y luz, y en cada uno de ellos hay un momento, diminuto y completo, atrapado en el tembloroso ámbar. Aquí está mi padre, dándole una paliza a mi madre mientras ella aúlla tumbada sobre la mesa de la cocina, visto como a través de una puerta abierta. Aquí está el sueño que tuve cuando era pequeña sobre una casa infinita llena de más libros de los que hay en el mundo. Aquí está cuando me corté el hombro con un clavo, y aquí está la musaraña muerta, encerada y fría.

Bajo la base de todas las llamas hay una ausencia clara, definida; un hueco misterioso entre la muerte de la sustancia y el nacimiento de la luz, y el mismo tiempo está suspendido en este vacío de transformación, esta pausa entre dos elementos. Ahora comprendo que ha existido un solo fuego que ardía antes de que empezase el mundo y que no se apagará hasta que el mundo haya terminado. Veo a mis iguales en las llamas, los nonatos y los muertos. Veo al niño del cuello cortado. Veo al hombre harapiento que se sienta dentro de un cráneo de hierro candente. Casi los conozco, casi tengo la sensación de qué significan, como las letras de un alfabeto bárbaro.

Al principio todo era en broma, el dibujo hecho con sangre de cerdo y la vela. No creíamos que pasaría nada, ni que se consiguiera nada con tan temible facilidad. Se dijeron algunos nombres en voz alta, y al final llegaron respuestas desde un lugar oscuro; descendieron a nuestros pensamientos desde una niebla viva. Esto sucedió en febrero del año pasado, cuando todos los estanques estaban cubiertos y helados.

Tiritando, nos sentábamos en mi destartalada habitación y escuchábamos las nuevas palabras que oíamos dentro de nuestras cabezas, un modo de escuchar que no se puede hacer con los oídos, que es más bien como un cambio de humor o de visión que como palabras. Nos contó muchas cosas.

Todos, cada uno de nosotros, somos los fragmentos escocidos y sangrientos de un Dios que quedó hecho pedazos por el llanto del nacimiento de la Eternidad. Cuando llegue el fin de los días, Ella que es la Novia y Madre de todos nosotros reunirá en un mismo lugar cada pedazo del ser diseminado, donde volveremos a saber lo que sabíamos al principio de las cosas, antes de la terrible separación. Todo ser está dividido en lo que es y lo que no es. De estos dos, el último es el mayor y de más importancia. Saberlo es estar en otro país. Todo es real. Todo.

Aunque al principio no era más que una voz interior, el Hombre de Rostro Negro se fue apareciendo en pequeñas medidas. Primero tuvimos la sensación de que había alguien sentado en la silla vacía que se encontraba en un rincón de mi habitación, pero cuando mirábamos no había nadie allí. Podíamos verle mirando con el rabillo del ojo, pero si dirigíamos directamente la mirada desaparecía.

Era alto y terrible, con pelo y bigotes como de bestia y sus brillantes ojos de color amarillo pálido resaltaban en el negro hollín de su cara. Sobre él colgaba una luz púrpura oscura, y parecía que toda su piel estaba sembrada de tatuajes, con líneas sinuosas que parecían serpientes o una nueva caligrafía. Unas cosas que podrían ser ramas o cuernos sobresalían a cada lado de su cabeza, y cuando habló dentro de nuestros pensamientos su voz era lo suficientemente profunda como para hacer que el aire se enfriase. Nos dijo que debíamos estirar los brazos, pero yo fui la única que se atrevió porque Mary estaba muy asustada.

Me quedé allí unos momentos con el brazo extendido y al principio no sentí nada más que creerme tonta. Pronto, sin embargo, pude sentir el más débil roce de algo muy parecido a dedos que se enlazaban con los míos, y eran muy fríos. Cuando habló, me habló sólo a mí, porque cuando Mary y yo hablamos las cosas después, ella me confesó que en ese momento no había oído nada.

Él dijo: «Elinor Shaw, no me temas, pues soy uno con la Creación, como vosotras mismas lo sois».

Luego dijo algo que no entendí, y dijo que tomaría algo prestado de nosotras durante un año y dos meses. No deseaba algo sólido, sino algo inmaterial, y al principio yo tuve miedo, creyendo que me pediría mi Alma. Me tranquilizó diciéndome que tan sólo me pedía la mera Idea de mí, para la que tenía un uso que yo no supe comprender, y que sólo la quería durante un breve tiempo. Incluso hoy, el día de mi muerte, sigo sin entender cómo puede tener algún valor la Idea de mí, ni para quién.

Me prometió que a cambio nos diría cómo invocar Diablos y conseguir su obediencia. Más aún, nos prometió que no sentiríamos las llamas del Infierno ni otro castigo.

No estoy segura de dónde salió el fragmento de pergamino en el que pusimos nuestras marcas con sangre para sellar el trato. Durante un tiempo pensé que fue nuestro visitante quien lo había traído con él, pero no se me ocurre dónde podía llevarlo, dado que estaba desnudo. Ahora se me ocurre que podría haber estado en mi habitación antes de que él viniese, olvidado hasta aquella noche en que lo encontramos. Insistió en que firmásemos con sangre, diciendo que todas las funciones humanas y sus fluidos poseen un poder asombroso, atractivo para aquellos espíritus que no poseen un cuerpo y por lo tanto encuentran esa sustancia novedosa. Diciendo esto, añadió que deberíamos dejar que cuando los invocásemos, los Diablos absorbiesen los fluidos de nuestro sexo, lo que los aplacaría y haría que nos favoreciesen. Esto lo dijo sin ninguna maldad, como si para él un acto así no encerrase ninguna vergüenza, aunque yo me ruboricé, como hizo mi Mary cuando se lo conté.

Lo que ocurrió después no sabría decirlo. En mi confesión he dicho que el Hombre de Rostro Negro se vino con nosotras a la cama, y lo hizo con nosotras, y es muy posible que ocurriese, pero en otro sentido de como estamos acostumbrados. No estoy segura de que estuviese nunca en la cama con nosotras, en carne y hueso, ni de que las cosas que creímos que hizo con nosotras no nos las hiciéramos, después de todo, la una a la otra. Pero ambas lo sentimos allí con nosotras en ese delirante movimiento y enredo, esa intensidad de presencia muy diferente a la de un hombre que entrase en nosotras, frío pero a la vez excitante.

Con él nos encontrábamos fuera del tiempo. Nuestra cama era todas las camas donde hombres o mujeres alguna vez dieron a luz, follaron o murieron. Cuando Mary me chupaba el culo vio una curiosa flor de luz que surgía de él y nos echamos a reír, pero en nuestras cabezas su voz nos dijo: «Ved esta Rosa de Poder. Hay una de ellas junto a cada una de las puertas del cuerpo», tras lo cual nos pusimos más serias.

Cuando alcanzamos nuestro Éxtasis, hubo un momento distinto a todo en el que todo el mundo había desaparecido, o no había existido nunca, y sólo existía la blancura más perfecta, y nosotras éramos la blancura, y ambas éramos sublimes y no éramos nada. Después, como si pudiese haber un después tras tales cosas, dormimos hasta la mañana cuando nos despertamos, encontrándonos solas con una vela apagada y un pergamino ensangrentado.

Ahora mis brazos y mis hombros están en llamas, junto a mí, bajo la falda de Mary, oigo el siseo y el chisporroteo de su vello del amor quemándose; la insignia secreta, el animal sagrado de nuestra especie. Qué glorioso debe de parecer ahora, cubierto de espléndidas llamas, como una visión. Si frotase ahora mi cara en él, me empaparía la barbilla de chispas en lugar de saliva. Lo idolatraría. Lo adoraría. Sigue sin haber dolor.

Nos acusaron de, en poco más de un año, matar a quince niños, ocho hombres y seis mujeres con nuestras artes diabólicas; de que en un modo similar también barrimos del mundo a cuarenta cerdos, cien ovejas y treinta vacas, lo que según mis cálculos suman tres bestias hechizadas por semana. También hubo unos dieciocho caballos, se me había olvidado. Por codos los alrededores de Oundle, e incluso en Benefield y Southwick, no quedó hormiga pisada sin que nos responsabilizasen de alguna manera de la muerte del pobre bicho. Cuando se les acabaron los asesinatos de los que acusarnos, hicieron una lista de nuestros pecados menores, acusándonos de ser pareja de cama y también «compañeras de labor», lo que nos dio muchos motivos para la chanza.

¿Qué era lo que tejíamos con nuestra cera y arcilla, con nuestros alfileritos? Si soy sincera, la mayoría era poco más que diversión egoísta, aunque según aprendíamos más sobre el Reino Superior que nos tocaba, más reverencia sentíamos por él. Pero seguíamos riendo, inclinadas sobre nuestra labor, y lanzábamos maldiciones y hechizos en series interminables, y cosíamos palabras en forma de maravillas.

Con que dijésemos la mitad del hechizo, aparecían los Demonios que llamábamos y también muchas criaturas más altas. Como he dicho antes, la facilidad con que se puede hacer es temible si a uno le enseñan cómo. Teníamos cuatro clases de demonios a nuestras órdenes, todos ellos con diferentes usos y colores. Algunos eran rojos y conocían las Artes y otros diversos asuntos. Algunos eran pardos, y tenían cuerpo como de anguilas decoradas, o como torsos con cola, y aunque no parecían tan inteligentes como los otros, en sus movimientos y giros oíamos nuestros pensamientos, y sus ondas enviaban nuestros sueños por todo el mundo.

Algunos Demonios eran negros y tenían la piel brillante en la que se reflejaban Todas las cosas, como en un espejo. Estos tenían cuerpo de hombre, aunque más pequeño, y los usábamos para profecías o para ver desde lejos. Observando sobre su frente, vimos el tiempo oscuro que había tenido lugar antes, y los días del fuego que estaban escritos en sus vientres de ébano.

Los Demonios blancos eran como hurones, o quizá como gatos delgados con manos diminutas como las de los ancianos, y también tenían algo de la cara de un anciano en sus rasgos. Esos no servían más que para hacer daño. No los usábamos. Bueno, no tan a menudo.

Lo que ocurre con los Demonios es que se les debe dar cosas que hacer a todas horas, o se aburrirán de la compañía de los mortales y se irán. Además es justo que se les recompense tras cada tarea, un premio que Mary y yo les dábamos tumbadas sobre nuestras espaldas en el círculo de tiza, con las faldas levantadas y las piernas abiertas. Después de hacerlo, siempre estábamos cansadas. No los veíamos mientras nos lamían los muslos, sino que a veces simplemente notábamos cómo nos chupaban los botoncitos.

(Aquella miserable noche en que enviaron a por nosotras a Billy Boss y a Jacky Southwell, el par de policías, nos examinaron. Todos los hombres allí presentes observaron nuestros botoncitos, donde dijimos que nuestros Demonios nos habían chupado, y quedaron muy asombrados, como si no hubiesen visto tales cosas antes. Al describirlos, dijeron que eran como pezones o trozos de carne enrojecida ahí, en nuestras partes pudendas. Compadezco a sus pobres esposas, si es que las tienen).

Además de a Demonios, invocábamos a criaturas muy peculiares que son como perros monstruosos que a veces llaman Shagfoals. Tienen ojos ardientes, y algunos son muy viejos. Viven cerca de cruces de caminos, o en puentes, lugares donde se toman decisiones y donde el velo entre lo que es y lo que no es se desgasta y deshilacha, desgarrándose fácilmente.

Tienen una especie de cachorros, mucho más pequeños y repugnantes de ver, que son negros y ciegos, con largas lenguas que sondean. Su presencia da a las cosas un aire de miedo que sin embargo se convierte en un placer exquisito y espantoso cuando se les toca. Le enviamos un par a Bessy Evans cuando dijo que no tenía diversión en su vida, y fíjate cómo nos ha dado las gracias.

Aún la recuerdo, aquella mañana en su patio con Mary, y Bessy hablando sobre su John y diciendo que hacía un año que no la tocaba, y que dormía en una habitación distinta a la suya. Le dijimos que era tonta por vivir tan lastimosamente, y entonces nos preguntó si le enviaríamos algo que le hiciera sentir bien. Juramos hacer cuanto pudiéramos, y a la mañana siguiente cuando la volvimos a ver parecía una mujer distinta, contándonos que por la noche había soñado que dos cosas parecidas a topos habían trepado a su cama y le habían chupado sus panes, por delante y por detrás, lo que, según nos contó, le había parecido aterrador pero a la vez agradable. Más tarde, cuando presentó pruebas contra nosotras, juró que esas visitas nocturnas le asustaron tanto que tuvo que enviar a por el Sr. Danks el Ministro, que varias noches acudió a su habitación donde rezaron juntos para que las criaturas desaparecieran.

¡Cuatro noches! Según ella misma admitió, ese es el tiempo que esa desagradecida vaca se complació con nuestros cachorrillos antes de que se le ocurriese llamar al Ministro, y sólo porque no se los enviamos más y deseaba tener a un hombre en su habitación para que tomase su lugar. ¡Cuatro noches!

Os digo que aunque normalmente me desagradan los hombres, a veces las mujeres son aún peores. Cuando pienso en las cosas que hicimos por ellas por simpatía porque compartieron nuestro sexo, y cómo todas ellas se apresuraron a acusarnos una vez que se supo todo. Cuando estaban embarazadas y sin casar, o si creían que su hombre se acostaba con otra, la historia era diferente. Entonces nos decían «Nell, quítamelo», o «Mary, hazlo más gordo que un cerdo y que vuelva conmigo». Curamos a sus bebés del garrotillo y hechizamos a sus infieles hombres para que les saliesen verrugas en la polla. Enviamos gemas azules de luz para calmarles los calambres cuando estaban enfermas y les dimos recetas para alejar a violadores y ladrones. Deliramos, profetizamos y leímos el futuro en sus boñigas.

Pero ¿matamos?

Creo que sí. Al menos a la vieja Wise y sí, quizá al chico Ireland. No puedo decir que fuese sin intención, pues la teníamos cuando hicimos nuestros encantamientos, pero al menos yo me arrepiento ahora. Ira, resentimiento, desprecio y esas emociones vulgares y mundanas son lujos peligrosos que uno que trabaja con el Arte no puede permitirse. Volverán a ti como perros hambrientos. Se lo comerán todo.

Con la Sra. Wise fue porque no quería vendernos suero de leche, aunque había algo más. Para empezar, era amiga de las esposas de cara de rata que nos llamaban zorras, y compartía esa opinión con ellas porque Bob Wise, su marido, me metió la mano en el escote y me besó cuando se emborrachó la penúltima Fiesta del Arado.

Es curioso ahora que lo pienso: para la Fiesta del Arado iba disfrazado como el Brujo, como hace alguien siempre todos los años. Llevaba la cara pintada de negro y tenía ramas y astillas atadas en la cabeza como si fueran cuernos, tal como es la tradición. Le pregunté si llevaba cuernos porque su mujer andaba revolcándose en el heno con otro, a lo que me contestó que no le importaba dónde estuviese ella siempre que él me tuviese a mí en su lugar, y después me besó en la boca y me agarró de una teta. Aunque era robusto, áspero y ni mucho menos tan alto, ¿por qué no pensé en el disfraz de Bob Wise cuando vimos por primera vez al Hombre de Rostro Negro? ¿Qué significa ese parecido y por qué no se me había ocurrido hasta ahora?

No importa. Cuando su mujer se negó a vendernos suero de leche, aprovechó para llamarme todos los nombres de las putas que han existido, y me enfurecí y me acordé de todas las veces que paseaba entre los puestos del mercado de Oundle con sus chillidos e insultos aún resonando en mis oídos y yo estaba demasiado asustada y llena de ira como para contestarla. Regresé enfurecida a casa y entré en la habitación de Mary para despertarla como un huracán, y estaba tan furiosa que durante un momento ella no entendía nada de lo que le decía. Cuando me calmé un poco, preparé un muñeco de cera lleno de alfileres, y Mary llamó a un Demonio blanco como un armiño con manos de bebé que respondía al nombre de Chúpame el Pulgar, o a veces, cuando le apetecía, al de Jelerasta. Así apareció, hablando a veces en inglés pero más a menudo en un idioma que creíamos que era griego. Se alimentó del néctar de la Rosa de Luz de Mary y luego le encargamos que provocase esos males reflejados en mi maniquí de sebo, atravesado como un mártir, casi desaparecido bajo un puñado de clavos y alfileres. Esto fue por la tarde.

Esa noche vino a visitarnos la viuda Peak. Aunque el apellido de su marido era Pearce, la llaman la viuda Peak porque el pelo de los lados se le había retirado como les suele ocurrir a los hombres a una cierta edad y le formaba un pico por delante. Había venido a pedirnos si podíamos darle suerte con los hombres para el Año Nuevo, porque estábamos en Noche-vieja, pero aunque le escribimos un filtro no se iba, y seguía sentada con nosotras en el momento en que nuestra puerta se abrió de par en par cuando el campanario de la iglesia dio la medianoche. Chúpame el Pulgar entró, volviendo de donde lo habíamos enviado y se deslizó por el suelo y saltó al regazo de Mary, donde disfrutó de la calidez y el olor.

La viuda observaba al Demonio con fascinado terror y apartaba la mirada como si no estuviese segura de qué era lo que veía, o si veía algo en absoluto. Nos hizo sonreír verla tan incómoda, porque hacía rato que la viuda había agotado nuestra paciencia, y creo que Mary pretendía asustarla para que se fuera cuando dijo, señalándome: «¡Mira, la bruja que mató a la vieja Wise haciendo un muñeco de cera y clavándole alfileres!» La viuda Peak se fue poco después de esto, y ambas nos reímos, y no se nos ocurrió que podíamos haber dicho cosas mucho más prudentes.

Al día siguiente supimos que, después de dejarnos, la viuda había ido directamente a casa de la vieja Wise, apresuradamente, donde se encontró a la mujer entre grandes dolores, y poco después de medianoche murió a causa de ellos, que Dios guarde su cruel y desilusionada alma. No me siento tan mal por ella como me siento por el pequeño Charlie Ireland, a quien creo que matamos la semana anterior.

Las dos muertes no dejaban de estar conectadas. En el caso de la señora Wise, Mary utilizó a Chúpame el Pulgar cuando mi muñeco de cera y mis alfileres habrían bastado sin duda para hacer el trabajo. Lo hizo, y se alegraba de hacerlo y darle al Demonio algo que hacer y mantenerlo contento, pues es un hecho que los Demonios se descontrolan y se vuelven irritables si no están siempre ocupados, y el ejercicio parece hacerles más fuertes. Siendo más fuertes exigen más trabajo, y así, una vez que los has invocado, es difícil saber qué mandarles hacer, semana tras semana.

Mary había llamado a Chúpame el Pulgar algo antes de Navidad, cuando, igual que yo con la señora Wise, sufrió un pequeño disgusto. Se lo había causado Charlie Ireland quien, con otros niños de su edad, andaba por el pueblo de Southwick, por donde nosotras paseábamos a menudo. Mary había ido a Southwick a comprar un jamón para hervirlo para la cena, y al regresar del carnicero se vio rodeada por un grupo de muchachos, con Charlie Ireland a la cabeza. Picado por sus compañeros, la llamó vieja bruja y zorra y le preguntó si le comería la polla por un céntimo.

Nunca la había visto de tan mal humor como cuando volvió a casa aquella noche. No dijo una palabra, sino que fine a su cuarto donde primero, tras un silencio, le oí hacer ruidos como si estuviese follando, y luego le oí hablar en voz baja, aunque no sabía con quién. Pasó un tiempo antes de que abriese la puerta, y se quedó en pie desnuda con la delgada criatura blanca susurrándole en francés mientras se enroscaba en sus talones, antes de salir disparado de la habitación y de la casa, y desapareció de la vista.

Aquella noche no volvimos a ver al Demonio, y Mary me dijo que le había enviado a que buscase entre los oscuros y vacíos callejones la casa de los Ireland en Southwick, donde debía ocuparse de las entrañas del muchacho, enfermándolo con calambres y dolores. Pensar en su enfermedad le calmó la ira, y las dos creímos que ahí se había acabado todo hasta la noche siguiente, cuando la criatura de dedos de bebé volvió con nosotras.

Caminaba y chapurreaba en una multitud de lenguas ante nuestro hogar, y al principio parecía amohinarse y luego enfurecerse cuando no le dábamos trabajo que hacer. Nos miraba fijamente con odio o nos tiraba de la falda con sus manitas calientes y suaves y no se iba a pesar de nuestros ruegos y órdenes de que lo hiciese. Luego empezó a insultarnos en inglés, que fue cuando nos dijo que ahora debíamos llamarle Jelerasta, y que no nos permitiría dormir hasta que encontrásemos una tarea que darle para contentar su naturaleza.

A primeras horas de la mañana, con el ánimo en lo más bajo, le rogué a Mary que se inventase un recado para la bestia o me volvería loca, y, debilitada al ver mi debilidad, accedió. Chúpame el Pulgar (o Jelerasta) fue enviado de nuevo a mordisquear las entrañas del desgraciado muchacho y, como más tarde supimos, le hizo aullar como un perro. Cuando a la noche siguiente la criatura volvió con nosotras era mayor y más insistente, y no nos dejó otra opción que volver a enviarlo a Southwick a casa de los Ireland.

Esta vez regresó casi directamente, en menos de una hora, y parecía furioso y perplejo a la vez. Nos dijo, cayendo a veces en otras lenguas por pura exasperación, que los padres del niño, sin duda aconsejados por metomentodos entrometidos, habían llenado una jarra de piedra con el orín del niño, y dentro habían colocado alfileres y agujas de hierro antes de enterrarlo bajo su hogar. Chúpame el Pulgar, por razones que el Demonio no sabía explicar, fue incapaz de entrar en la casa debido a esta protección, y había regresado para mantenernos despiertas toda la noche con horrendos pellizcos, tirones y frases de queja en otros idiomas.

Al día siguiente, llorosas y contritas, fuimos a ver a la madre del niño, a la que confesamos nuestro crimen y le rogamos que desenterrase la jarra y nos la diera, a lo que neciamente accedió cuando le prometimos que dejaríamos en paz a su hijo. Esa noche el Demonio blanco Jelerasta mató a Charles Ireland en su cama mientras nosotras dormíamos como bebés. Utilizamos los alfileres y las agujas que habíamos encontrado en la jarra de pis para encargarnos de la vieja Wise la semana siguiente, tras lo cual Chúpame el Pulgar pareció satisfecho, y no le hemos visto desde entonces.

Aquellos fueron nuestros asesinatos. Aquellos los confieso, pero no más. No matamos a la niña Gorham, ni dejamos coja a la viuda Broughton porque nos negase unos guisantes. Ni tampoco matamos al caballo de tiro de John Webb cuando este nos llamó brujas, porque su caballo murió mucho antes de que conociésemos al Hombre de Rostro Negro. Entonces no éramos brujas, ni nos lo llamaban, sólo zorras. Aparte de eso, el caballo se moría de puro viejo. ¿Quién iba a agotarse utilizando Brujería para matarlo cuando un soplo de viento hubiese bastado?

Eso sí, cuando Boss y Southwell vinieron a detenernos, rápidamente confesamos haber hecho todas esas cosas, no teníamos elección. Nos empujaron de acá para allá, nos hicieron llorar y nos dijeron que si no confesábamos nos matarían, mientras que si admitíamos haber cometido el asesinato de Lizbeth Gorham y algunos otros nos soltarían. Aunque no nos creímos la última parte de su promesa, creímos la primera, y contamos todas nuestras fechorías, las reales y las otras.

Con el tiempo hubo un Juicio, aunque ya había tan mala opinión pública en nuestra contra, con Bob Wise y la madre de Charlie Ireland llorando desconsolados desde la galería, que el resultado estaba bien claro antes de que hubiese empezado, y el asunto concluyó con insólita rapidez, y nos llevaron a las Mazmorras de Northampton a esperar nuestra quema.

Para entonces, ya no teníamos motivos para fingir, ni para dejar de invocar nuestro Poder, y mientras estuvimos encerradas maldecíamos y reíamos noche y día, y provocábamos escenas de lo más alarmantes.

Una tarde dejaron entrar a visitantes a la mazmorra; para que se emocionasen y temblasen al ver a las presas en toda su miseria. Un hombre llamado Laxon y su esposa habían venido especialmente a ver a las famosas brujas que iban a quemar. Ambos estuvieron un tiempo fuera de nuestra celda y, aunque el marido no tenía mucho que decir, su esposa estaba llena de buenos consejos. Habló muy píamente sobre nuestro error, y nos dijo que nuestra situación demostraba que el Diablo nos había abandonado, como hacía con todos los que le seguían.

Es fácil imaginar que pronto me había cansado de los consejos de la señora Laxon, y recurrí a susurrar ciertos nombres y abjuraciones en la Lengua Angélica, de modo que en un minuto o así las faldas y el guardapolvo de la mujer empezaron a flotar en el aire, y aunque ella y su esposo gritaban e intentaban evitar que se subieran, toda su ropa se había dado la vuelta sobre su cabeza y se quedó mostrando toda su desnudez. Mary y yo nos reímos al verlo, y le dije a la mujer que le había demostrado que mentía.

Unos días después seguíamos riéndonos de la cara que se le había puesto al señor Laxon, y montamos tal algarada que atrajimos al Guardián de la Prisión a nuestra celda y nos amenazó con grilletes. Le dijimos el Gorgo y el Mormo, tras lo cual se vio obligado a arrancarse la ropa y bailar desnudo en el patio de la cárcel una hora o más hasta que cayó exhausto con espuma seca sobre los labios.

Nos divertimos, y al final nos sacaron de allí y nos quemaron. Tenían una Magia más poderosa. Aunque sus libros y palabras eran estériles, aburridos y no tan hermosos como los nuestros, tenían un peso mayor, hasta que al fin nos arrastraron con ellos. Nuestro Arte se ocupa de todo lo que puede cambiar o moverse en la vida, pero ellos pretenden con sus escrituras interminables que todo aquello quede sofocado, aplastado bajo sus manuscritos. Por mi parte, prefiero con mucho el Fuego. Al menos él baila. La pasión no le es extraña.

Miro alrededor y veo que es más tarde, que el cielo es ahora oscuro, cuando hace poco era por la mañana. ¿Dónde se ha ido la multitud? Mary y yo casi nos hemos ido; una mirada furiosa y hosca, reducida a polvo entre la ceniza que se enfría. Mañana, niñas pequeñas bailarán entre nuestras costillas, los combados huesos carbonizados y amontonados como uñas mondas de gigantes sucios. Cantarán, y levantarán nubes grises y sofocantes de nosotras, y si el viento se lleva nuestros fragmentos hasta el ojo de alguno, bueno, entonces quizá haya lágrimas.

Las ascuas se apagan, una a una. Pronto no estarán. Pronto sólo quedará la Idea de nosotras. Hace diez años en el campo de laburnos nos miramos a los ojos y contuvimos la respiración. Abajo, en la hierba, suena un escarabajo. Estamos esperando.