Litobio
por José Ignacio Velasco
José Ignacio Velasco Montes es médico traumatólogo, radioaficionado, especialista en tiro con pistola y escritor de ciencia ficción…, cuatro especialidades que no necesitan más comentario. La primera le permite ganarse la vida. La segunda es un hobby que le libera y le relaja de las tensiones cotidianas. No sé si la tercera le relajará también de las tensiones del día, pero ha escrito sobre el tema dos libros que son considerados muy importantes entre los especialistas, y que recientemente han sido reeditados con un gran lanzamiento en Sudamérica. En cuanto a la ciencia ficción…, ¿qué les voy a decir? Su entusiasmo le ha llevado a escribir más de una docena de relatos, la mayoría de los cuales han visto ya la luz, y dos novelas que tiene en prensa: una de ellas en una colección especializada («Albia Ficción»), y la otra en una colección no especializada… esperamos, tanto el autor como yo. Cuando le fueron publicados sus primeros relatos, José Ignacio Velasco se calificó a sí mismo como un autor «clásico», amante de la ciencia ficción de corte tecnológico. Sus últimas obras, sin embargo, se han decantado claramente hacia la fantasía histórica, es decir hacia la recreación de antiguas civilizaciones (principalmente la egipcia, de la cual es un auténtico experto), a través de una serie de relatos donde la precisión histórica se mezcla con un cautivador ropaje literario y una excelente ambientación. Su relato Kaptiheb de Menfis, por ejemplo, nos da toda una lección de embalsamamiento, siguiendo las antiguas técnicas del Alto Nilo…
Litobio, de todos modos, pertenece a su vertiente de hard SF. Su planteamiento no puede ser más clásico: el contacto de los humanos con una civilización extraterrestre. La originalidad reside precisamente en la naturaleza de esos seres extraterrestres. Y en su forma de comunicarse. ¡Ah!, después de leer este relato, supongo que ninguno de ustedes pondrá en duda que su autor es un auténtico radioaficionado…
El planeta era pequeño, sin alteraciones geológicas dignas de mención. Su rala atmósfera impedía la existencia de las formas de vida habituales. Todo era mineral. Dada la inexistente erosión, las pocas zonas que se alzaban sobre el resto del paisaje, en forma de pequeñas colinas, no habían variado de forma a lo largo de los siglos.
La comunidad de la gran masa mineral, situada en lo alto de una loma, pulsaba lentamente su actividad vital. Hacía millones de años que esperaba entrar en contacto con algo igualmente vivo. Deseaba establecer relaciones, contrastar ideas e intercambiar conocimientos. Había acumulado billones de datos en sus memorias, que eran el resultado del intenso y profundo pensar de todos a lo largo de su existencia.
Había desarrollado un sistema de emisión-recepción de señales de radio de tipo centimétrico con el que se comunicaba en un lenguaje cacofónico, hiático, perfectamente estructurado. La semántica del idioma se basaba en inflexiones de tonos y subtonos sobre unos sonidos elementales. Ambos logros, por sí solos, ya eran dos éxitos trascendentales de la comunidad.
Los pensamientos daban lugar a variaciones infinitesimales de capacidad eléctrica que alteraban el acoplamiento microcristalino de la estructura mineral. Estos cambios provocaban una vibración asincrona que se manifestaba por la emisión de ondas de radio de muy alta frecuencia. De este modo, las escasas y dispersas comunidades existentes en el planeta se comunicaban entre sí. Se había ido constituyendo una profunda filosofía mineral. Era una forma de vida extraña e inimaginable para un humano. Era distinta, pero era vida.
Las contracciones y dilataciones causadas por el ciclo calor-frío rompían a veces estos conglomerados minerales. Según su posición, algunos fragmentos rodaban ladera abajo, alejándose de la comunidad madre. Este había sido el caso de Litobio, una piedra de apenas trescientos gramos. Redondeada, sensiblemente esférica, en su interior se intercomunicaban por estratos miles de agrupaciones radiculadas y altamente imbricadas. Era una comunidad muy activa, que yacía al comienzo del llano, a escasa distancia de la falda de la loma. Por extraña coincidencia, por una concatenación de múltiples factores casuales, al romperse y rodar por la ladera había sufrido numerosos golpes, con las consiguientes fracturas y desprendimientos parciales, que le habían hecho adquirir unas características de volumen, forma y peso que lo volvían especialmente potente en emisión. Litobio era la comunidad más eficiente en resonancia de todo el planeta, y por eso lo empleaban como repetidor para todas sus comunicaciones.
Todos los pensamientos, ideas y descubrimientos, igual que cualquier alteración del entorno, llegaban a él y eran enviados de nuevo en todas direcciones, con su potente emisión.
Litobio era feliz, pues reinaba la armonía en lo más profundo de su naturaleza y existía amor en lo más íntimo de su inverosímil composición. Allá donde el mineral se mezclaba a nivel molecular con unos micetos vegetales semicristalizados pulsaba una vida satisfecha. La copulación minerovegetal, de una antigüedad de siglos, había logrado un ajustado equilibrio que daba lugar a una corriente energética de tipo biopiezoeléctrico. Las sinopsis fitolíticas, íntima y extensamente relacionadas, presentaban una enorme superficie de contacto en la que cada millonésima de milímetro era una unidad de memoria-energía de billonésimas de picovoltio.
El zumbador del indicador de masas de la nave se disparó. Un sonido desagradable llenó la cabina, espabilando al navegante que, cómodamente repantigado en un sillón, dormitaba apaciblemente confiado en el piloto automático. Miró la pantalla de radar, donde todavía no era visible la masa detectada. Manipuló en algunos diales y esperó. Al cabo de un rato, por un extremo de la pantalla apareció el punto brillante de un planeta, aún a mucha distancia.
Avisó al comandante por la megafonía interior, y éste no tardó en llegar con otros miembros de la tripulación. Se estudiaron cartas celestes y se pidió información a la computadora central y a los analizadores de a bordo. En un momento todos los datos estuvieron completos. El comandante decidió hacer alto en el pequeño planeta. Se tomó un rumbo de aproximación y, unas horas después, la nave entraba suavemente en contacto con la superficie.
Las esclusas se abrieron, descendió una rampa y varias figuras pisaron el agreste suelo, embutidas en trajes de protección de vistosos colores.
—Hacía tiempo que no veía un planeta tan desolado como este —se escuchó por los auriculares de los cascos.
—Más que un planeta parece un asteroide —rezongó otro tripulante—. No hay signos de vida, ni siquiera una planta; nada de nada… ¡Qué asco de sitio!
Las figuras se movían con soltura por la superficie. El paisaje era descorazonador. En muchos kilómetros a la redonda sólo se divisaba un inmenso pedregal. Algunas pequeñas elevaciones de roca descarnada rompían el paisaje, pero el resto era un grande y desangelado llano de cantos y rollos que se perdía hasta el curvo horizonte.
—Comandante —intervino el geólogo—, ¿podría hacer unas rápidas prospecciones por la superficie y recoger algunas muestras?
—Estaremos aquí varias horas. Podéis llevar a cabo las investigaciones habituales —respondió el comandante.
Los diversos miembros de la tripulación que habían desembarcado empezaron a realizar sus diferentes funciones. El geólogo, con su mochila a la espalda y un martillo en la mano, se alejó a la caza de un posible mineral desconocido. El ingeniero y sus ayudantes iniciaron una rápida comprobación del casco. El fotógrafo colocó el trípode y empezó a manipular con la cámara.
A bordo de la nave, en el cuarto de la radio, el encargado de las comunicaciones dejó el libro que estaba leyendo y decidió dar un rutinario barrido de frecuencias. Actuó sobre el telemando que abría la portilla de antenas direccionales y se extendió el mástil telescópico que soportaba una de ellas, sacándola de su cubículo. Encendió los equipos y empezó a girar lentamente el mando del sintonizador, recorriendo las bandas largas, medias y cortas. Sólo se escuchaba el silbido sideral y ruido de parásitos. Cambió de equipos y de antena para revisar las bandas de alta frecuencia, pasando sucesivamente por la VHF y la UHF sin obtener resultados. Al llegar a los ocho mil quinientos megahercios, cuando su mano giraba mecánicamente el mando del oscilador de frecuencia variable a más velocidad de la aconsejable, en un intento subconsciente de acabar cuanto antes y volver con el libro que tenía encima de la mesa, escuchó sonidos en los altavoces.
Súbitamente en tensión, volvió atrás el OFV y revisó lentamente la frecuencia en la zona donde momentos antes oyera los ruidos. Encontró los sonidos en seguida. Eran débiles. Buscó cuidadosamente el lugar de máxima señal, moviendo la antena a lo largo del horizonte, hasta encontrar el punto óptimo. Apretó el botón de ganancia de audio y la señal se hizo nítida. Puso en marcha la grabadora y escuchó con la mayor atención. Era un sonido extraño, incomprensible para él. Aunque de escasa potencia, era una portadora en frecuencia modulada que permanecía estable.
Los sonidos, muy metálicos y lentos, se sucedían a un ritmo perezoso. Permaneció durante largo rato escuchando y esperando. No conseguía entender ni interpretar nada. Desde luego, no era la voz emitida por el órgano de fonación de ningún animal. Tampoco sonaba como el ruido que producen los manipuladores de morse o cosa parecida. Era algo distinto, otro tipo de sonido. Le recordaba algo que no conseguía traer a su mente. Continuó escuchando pacientemente, mientras buscaba y rebuscaba en su memoria; su cerebro luchaba por encontrar la analogía. Al fin la tuvo. Le recordaba un tipo de sonidos que escuchara hada mucho tiempo, en su juventud. Fue durante un ciclo de historia de la música. Le parecía estar oyéndolos. Sonidos sintéticos, de aquel absurdo intento del siglo XX de componer música con computadoras. Ahora lo veía claro… Eran unos sonidos similares, muy parecidos.
Conectó el osciloscopio y, al momento, la señal de la portadora se hizo visible en la pantalla. Contempló asombrado los extraños trazos. Nunca había visto nada así. Las líneas se alteraban, se cruzaban, dibujaban figuras caprichosas, se duplicaban en subtonos, variando tanto en altura como en la anchura de la fundamental. Se quedó perplejo mirándolas.
De pronto la señal desapareció bruscamente, quedando sólo el soplido típico de la frecuencia modulada. Aguardó con paciencia y, al rato, se dejó oír una nueva señal. Era más débil aún. Accionó el mando del rotor y la antena empezó a girar lentamente. La portadora se hacía más y más débil. Movió el mando en sentido contrario y apreció que la aguja marcaba más alta en la nueva dirección.
Los trazos en el osciloscopio eran similares a los anteriores. Abrió el compartimento donde se alojaba el manipulador de morse, dejándolo preparado sobre la mesa. Esperaría un espacio de pausa para hacer una llamada. Al poco rato, un nuevo silencio le hizo abalanzarse sobre el manipulador y, con gran lentitud, empezó a desgranar una serie de puntos y rayas:
—¿Quiénes sois?
Esperó pacientemente una respuesta, mientras los altavoces se llenaban de una confusa algarabía del extraño lenguaje, en una sobre-modulación colectiva de múltiples localizaciones. Después, silencio. Aguardó con los dedos apoyados en el pulsador, dispuesto a repetir la pregunta, pero no hizo falta. Escuchó una serie de puntos y rayas, alternados, sin orden, sin sentido, sin formar palabras. Habían captado la señal y la repetían como podían, supuso. La serie terminó y se hizo de nuevo el silencio. Decidió transmitir algo más sencillo, por ejemplo, la A. Su mano, nada más pensarlo, en un gesto reflejo, ya había lanzado un punto y una raya. Espacio. De nuevo punto y raya. Espacio. Repitió la secuencia varias veces y quedó a la escucha.
Al momento empezó a llegar la respuesta. Punto raya. Espacio. Punto raya. Espacio. Todo por tres veces. Lleno de ansiedad decidió pasar a la segunda letra, más complicada que la primera: raya-punto-punto-punto-punto. Espacio. Repitió la secuencia hasta tres veces y esperó. Si eran seres inteligentes, estaba claro que podrían repetir la B. Si lo anterior fue una casualidad, no podrían hacerlo.
La respuesta llegó inmediatamente. Raya-punto-punto-punto-punto. Espacio. Y de nuevo toda la secuencia. No esperó más. Llamó por la frecuencia de trabajo al comandante y a los demás oficiales.
Éstos acudieron rápidamente, jadeantes, vistiendo los trajes espaciales. Les puso al tanto en pocas palabras, explicándoles su hipótesis. El comandante propuso enviar una tercera letra y así se hizo, con gran expectación de todos. La respuesta no se hizo esperar. Tras repetirla exactamente por tres veces, la fuente de emisión desconocida añadió un sonido. Espacio. De nuevo el mismo sonido. Espacio. Otra vez el sonido. Después, silencio. Aguardaban.
—Comandante, están esperando que repitamos este sonido como demostración de que también nosotros somos inteligentes. Ellos ya lo han demostrado.
—Hágalo como pueda. Conecte el micro y trate de imitarlo. Es algo así como BBUUUIIAAA. ¡Inténtelo!
El operador de radio movió una clavija y el micrófono quedó abierto para salir al éter. Repitió el sonido poniendo toda su buena voluntad en imitarlo. Lo hizo por tres veces, dejando espacios en medio. La respuesta llegó en seguida. El mismo sonido, emitido con más lentitud, se repitió varias veces. Se fijó intensamente en él, grabando cada tono, cada matiz.
—El sonido se parece más a GGGEEIIAAA. Voy a hacerlo así, a ver qué pasa… Pienso que me lo hacen repetir porque mi imitación no ha sido correcta.
Vocalizó la nueva imitación del sonido con el ritmo habitual. Momentos después se dejó oír un nuevo sonido, más complicado. Lo escuchó con atención total. Cuando le llegó su tumo, lo repitió con el mayor esmero, pacientemente.
El comandante no esperó más. Empezó a dar órdenes. Un vehículo mixto Oruga-GEM, capaz de actuar en cualquier tipo de planeta, descendió de la nave. El operador de radio continuó la comunicación, alternando el morse con los sonidos, cuya vocalización se le hacía más difícil por momentos. Mientras, un grupo de tripulantes preparaba la expedición en busca de las fuentes de radioemisión.
—No os olvidéis de llevar un medidor de campo —advirtió el operador desde su cabina—. Con él y el radiogoniómetro será más fácil encontrarlos.
—Gracias, ya lo llevamos en el equipo. Mantén abierta la frecuencia, en el canal 3, para todas las comunicaciones entre nosotros.
El vehículo partió. Las orugas intentaban clavarse en el suelo sin apenas conseguirlo. Avanzó en la dirección que le marcaban los indicadores del radiogoniómetro, sentido que coincidía con el que señalaba la antena direccional.
En la gran comunidad de la loma, igual que en las otras dispersas por todo el planeta, reinaba una gran actividad. El hecho de haber contactado tras muchos siglos de silencio con seres capaces de emitir señales similares a las suyas, aunque no fuesen idénticas, indicaba que alguien estaba en el planeta y que ese alguien se comunicaba con ellos.
Habían advertido previamente la llegada de la nave por las vibraciones del motor. Apreciaron después que algo estaba ocurriendo, aunque no tenían posibilidades de interpretarlo. Sin embargo, la nueva situación había servido de starter para despertar e interesar a todas las comunidades dispersas por el planeta y sacarlas del secular letargo en el que se encontraban sumergidas.
Después, cuando escucharon unas señales que se recibían claras y potentes, la actividad de las comunidades se tornó febril: habían contactado.
No entendían lo que escuchaban, pero eso no tenía importancia. El llegar a comprenderlo era sólo cuestión de tiempo y, si algo les sobraba, era precisamente tiempo. Después ambas partes habían iniciado un juego de señales en el que las secuencias de trabajo estaban claras desde el principio. Ahora todas las comunidades analizaban los sonidos, tratando de encontrar una relación lógica. Sabían ya que se empleaban dos sonidos básicos, uno largo y otro corto. El largo tenía una duración equivalente a tres cortos. Entre ellos había un espacio equivalente a… Los millones de cerebros fitolíticos se concentraban en grabar cada sonido, cada cadencia, cada espacio, en un masivo esfuerzo por descifrarlos.
Mientras, Litobio, portavoz de la comunidad, mantenía el intento de diálogo. Desde su ubicación en la falda de la loma recibía las señales y las devolvía. Era su misión. Se había especializado en eso.
Notó que algo, todavía lejano, pero que emitía una potente gama de vibraciones, se aproximaba en su dirección. Le recordaba la sensación que experimentaba en los cambios de temperatura.
El vehículo de transporte avanzaba por el pétreo terreno. La señal en el medidor de campo aumentaba, lenta, pero constantemente. El radiogoniómetro indicaba claramente la derrota a seguir. En la dirección que llevaban no aparecía nada especial. Al fondo se divisaba una colina de poca altura. La señal aumentaba paulatinamente conforme se acercaban a ella, hasta alcanzar un máximo en sus proximidades.
Bajaron del vehículo y miraron a su alrededor. No había nada. Miraron y miraron, asombrados de no encontrar absolutamente nada. Una fuente de emisión requería, al menos en su opinión, de unas instalaciones mínimas. ¡Qué menos que unas antenas, unas máquinas, algo! Pero ¡no había nada!
El oficial de transmisiones, con el medidor de campo en las manos, miraba el dial mientras se movía en varias direcciones, por las cercanías del vehículo, buscando. Lo hacía con pasos cortos, lentos, lleno de incertidumbre, irritado. Terna la sensación de que se estaban burlando de él. Fue dando vueltas alrededor del vehículo. Observaba que a la izquierda del mismo disminuían las oscilaciones de la aguja, al contrario que a la derecha. Se encaminó en la dirección de la máxima señal, zigzagueando todo el camino.
Litobio percibía desde hacía rato que las vibraciones eran muy fuertes. Fueron aumentando en intensidad hasta que notó que estaban allí mismo, a su lado. Vibró, resonó con toda la intensidad de que era capaz, en un intento de señalar su presencia. Apreció que las vibraciones se acercaban y se alejaban de él, para volver a acercarse de nuevo…
El oficial de transmisiones se quedó parado un momento. Miraba el dial del medidor de campo, cuya aguja estaba a fondo, en el tope de la escala. La máxima señal estaba allí, sobre la piedra. No comprendía nada…
Litobio notó que las vibraciones estaban allí mismo, encima de él…
El oficial rebasó la piedra, alejándose de ella. La señal iniciaba un lento baile, disminuyendo…
Litobio, mientras seguía transmitiendo sonidos y repitiendo señales de morse, advirtió que aquello se alejaba de él…
El oficial volvió hacia atrás, y la señal subió de nuevo en el cuadrante del aparato medidor…
Litobio apreció que otra vez estaba encima de él…
El oficial no entendía nada. Cada minuto que pasaba estaba más irritado, más desconcertado.
—Comandante, la máxima señal está aquí, pero no hay nada, absolutamente nada. Sólo una maldita piedra.
Le dio una fuerte patada. Con toda la rabia de su frustración. Con todo el rencor del mundo. La piedra salió rodando y se alejó unos metros. La señal dio varias oscilaciones en el dial del aparato y desapareció…
Litobio se sintió bruscamente desplazado. Entró en vibración con tal fuerza, con tal intensidad, que sobrepasó su umbral máximo de temperatura. Los nanocerebros se depolarizaron. Las estructuras cristalinas sufrieron miles de fracturas. La línea sinóptica fitolitica quedó desconectada. Fueron fracciones de segundo de intensa y descontrolada fulguración eléctrica. La energía se disipó en calor en un masivo cortocircuito. Litobio sintió que perdía la conexión con los demás componentes de sí mismo. Alcanzó un valor eléctrico neutro y se sumergió en el pozo de la nada.
Litobio, una posibilidad entre billones, nunca más volvería a sentir, a vibrar. Había quedado reducido a una simple piedra.
—¡Comandante, no hay señal! ¡Ha desaparecido! —exclamó el oficial de comunicaciones.
En la cabina de radio el operador escuchó bruscamente un terrible rugido. Fue como una enorme explosión, como un grito desgarrador. Después, silencio absoluto.
—¿Qué habéis hecho? —gritó por el micrófono—. ¿Qué habéis hecho?
—Nada. Aquí no hay nada. La señal ha desaparecido —decía el oficial de comunicaciones.
—¿Qué habéis hecho? —continuaba preguntando el operador de radio.
—Nada, no he hecho nada. ¡Sólo había una piedra!
—¿Una piedra? ¿Le has dado un golpe a esa piedra? —preguntó el operador de radio.
—¡Sí! Le he dado una patada al ver que no había nada aquí.
—Pues esa piedra era la fuente de emisión y el ser inteligente. He oído con toda claridad el golpe y su grito de muerte.
—¡Bah!, no digas tonterías. ¿Cómo va a estar viva una piedra?
—No he dicho si estaba viva o no. Dije que era inteligente.
Cortó violentamente la comunicación, a golpes con los interruptores. Estaba alterado. Se sentía desgraciado y triste. Notó una opresión en el pecho y una sensación extraña en los ojos.
Se puso el traje espacial y salió al exterior por una esclusa. Quería andar. Se sentía asqueado. Caminó a grandes pasos, pisando el suelo con rabia, lleno de amargura, harto de la estupidez de la especie humana que sólo sabe mirarse a sí misma, sin verse. Notó que una lágrima escapaba de su ojo derecho y resbalaba a la mejilla. Alzó la mano hacia su rostro para secársela, pero chocó con el cristal del casco.
Entonces se echó a reír, con grandes y sonoras carcajadas.