Cuestión de oportunidades

por Gabriel Bermúdez Castillo

Zaragozano de nacimiento, Gabriel Bermúdez Castillo se dio a conocer tímidamente hace ya unos años en el mundo de la ciencia ficción con un volumen que (según las malas lenguas) se costeó él mismo, y que firmó púdicamente con el hombre de Gael Benjamín: El mundo Hókum, un conjunto de tres narraciones, de las que una ganó un premio en Trieste. Posteriormente, el libro sería reeditado ya con su nombre por otro editor, y Bermúdez Castillo se animaría a seguir escribiendo. Es uno de los pocos autores españoles de ciencia ficción que ha publicado varias novelas. En su haber figuran obras tan importantes como Viaje a un planeta Wu-Wei («Acervo/ciencia ficción»). La piel del infinito (Ediciones Dronte) y El señor de la rueda («Albia Ficción»), amén de varios relatos en revistas y antologías. Actualmente tiene escrita una nueva novela de más de mil páginas para la que, precisamente por ese motivo, no ha encontrado aún editor. Pero no desespera…

Cuestión de oportunidades es una ácida y mordaz sátira, en la línea de un Russell o un Sheckley, sobre la manipulación del hombre. Para muchos admiradores de Bermúdez es su mejor relato corto. Yo me hallo al respecto frente a un problema, ya que en su conjunto la obra de Bermúdez Castillo, si bien no muy extensa en cantidad, tiene un nivel de calidad muy alto y, además, constante. Por una vez me he dejado guiar por las opiniones de los demás. Por ello les digo: aparte del cuento que figura aquí, no se pierdan el resto de la obra de este autor; es de lo mejor que se ha escrito en España en estos últimos años.

Cuando Mendoza abrió la puerta, le pareció que nadie ocupaba el lujoso sillón de piel situado tras el escritorio, al fondo de la habitación. Más tarde pensó que debía de haber sido una momentánea ceguera provocada por el nerviosismo, puesto que inmediatamente se dio cuenta de que el sillón estaba ocupado por una alta belleza rubia, de cabellos color de miel oscura y rasgos dignos de una estrella de cine.

—Pase, por favor —dijo la joven—. Pase y siéntese.

Notando un característico cosquilleo en las puntas de los dedos (el mismo que cuando cogía el mazo de cartas para repartir), Mendoza ocupó una de las butacas colocadas ante el gran escritorio de marfil.

—¿Puedo servirle en algo, señor…?

—Mendoza, Mendoza es mi nombre, señorita.

—Celebro conocerle. Soy la señorita Hollister, a su servicio.

—Me han dicho —musitó Mendoza, en voz baja— que ustedes pueden conseguir, esto…

—Oportunidades.

—Algo así.

—Está usted en lo cierto. ¿Una copa, señor Mendoza?

—Sí, gracias; cualquier cosa —contestó Mendoza, comenzando a sentirse más a sus anchas—. Me hace falta, la verdad.

—¿Un Calixto con gotas?

—Sí; eso mismo.

Mendoza apartó los ojos del cutis trigueño y los ojos azules de la joven para mirar con más detenimiento lo que le rodeaba. Aparte del magnífico escritorio, quizás imitación de marfil, quizá tallado en uno de los colmillos del extinguido tiranosaurio de Titán, el conjunto era puramente funcional. Dos butacas ante el escritorio; el sillón ocupado por la señorita Hollister, y un archivador semivivo en un rincón. La única ventana daba sobre la desértica planicie de Titán, mostrando el gigantesco Saturno, con los anillos de canto, como siempre.

La larga mano de la señorita Hollister había depositado ante él un torneado vaso de cristal rojo, lleno de líquido helado.

—Muy bueno —dijo Mendoza, después de probarlo—. Yo…

—Usted necesita dinero.

—Así es… ¿Qué…?

—Quizá será mejor que antes de seguir hablando le explique nuestro sistema. Soy la representante de una organización encargada de conseguir trabajo…, organización extendida por todo el universo conocido y parte del desconocido. Nuestros trabajos son perfectamente legales, al menos en los planetas en que se realizan. De manera que no es preciso que hable usted en voz baja, ni que crea que tiene que ocultarse. Ni siquiera los Pistoleros Diplomados de la Autarquía de Titán intentarán emprender una acción legal contra nosotros.

—De los Pistoleros se trata… —dijo Mendoza, con un suspiro.

—No le solicitamos ninguna clase de explicación, señor Mendoza.

—No; si es igual. Yo, ¿sabe?, tengo una fundición de chatarra…, una esposa, Mary, y dos hijos. También tengo el vicio de jugar, y ayer…

Durante unos segundos, los ojos negros de Mendoza se nublaron; pasó la mano callosa sobre el cabello prematuramente encanecido.

—Ayer —dijo, con voz más firme— me jugué todo lo que tenía en la caja: dieciocho mil quinientos créditos. Y los perdí hasta el último. Lo peor es que la mayor parte era una provisión de la Autarquía para fundir los restos de varias naves de línea. Ya sabe usted cómo las gastan los Pistoleros Diplomados con quien se queda los fondos de la Autarquía.

—Mal asunto, señor Mendoza —dijo la señorita Hollister, con gesto comprensivo.

—Me hablaron de esto… ¿Usted cree que podría conseguir dieciocho mil quinientos créditos, y pronto? He prometido que no volveré a jugar más; nunca más, así me ardan las manos… Puede usted creerme, señorita Hollister: ni una sola partida más, ni una carta, ni un dado, nada de nada…

—Yo… —contestó la joven, ligeramente sonrojada—. Yo no puedo entrar en sus problemas morales, señor Mendoza. Sólo puedo darle información. Sí; puede usted conseguir ese dinero… Pero atiéndame bien; fíjese en lo que le voy a decir…

Un poco más tranquilo, Mendoza pensó que la señorita tenía una maravillosa figura, muy bien subrayada por el ceñido traje de escamas doradas y negras. Un poco conservador y anticuado, así como también el escote en uve hasta el estómago; pero se veía que era una chica de buena familia, bien educada.

—Nuestra oficina recibe encargos de búsqueda de personal para trabajos más o menos arriesgados… El personal puede ser humano o de cualquier otra raza, y trabaja mientras lo desea, con ciertas condiciones en cada caso concreto. Cuanto más arriesgado es el trabajo, más alto se paga. Lo entiende, ¿verdad?

—Creo que sí; pero ¿cuál es el riesgo?

—Prácticamente, solo uno: la muerte… A veces, lesiones muy graves… pero es raro…

—Bueno… —dijo Mendoza, pensativo—. Lo cierto es que no me queda otro remedio. Si no consigo el dinero, y fundo la chatarra, los pistoleros me pulverizarán…

—No quiero forzarle —dijo ella, dulcemente—. Tal vez otro sistema, un préstamo del Banco Terrestre, algún amigo…

—¡Bah, bah! ¡Nadie, nadie! Ya lo he probado todo. No me queda otra solución. Pero…, esto…, señorita Hollister…, ¿hay que hacer el trabajo antes? ¡Necesito el dinero hoy!

—No le preocupe eso, señor. Aun cuando usted ocupe, digamos una semana, en cualquiera de nuestras… oportunidades, como la traslación es inmediata, y se produce una estasis temporal…

Ella volvió a ruborizarse un poco; se veía que estaba recitando una lección aprendida de memoria.

—Bueno; ya lo entiendo —contestó él—. Que regresaré aquí a la décima de segundo de haber marchado, aun cuando esté un mes trabajando… donde sea.

—¿Sabe usted algo de viajes temporales, señor Mendoza? —preguntó la señorita Hollister, abriendo admiradamente sus hermosos ojos azules.

—En mi profesión hay que saber de todo —se pavoneó Mendoza—. Bueno. Si he comprendido bien, cuanto más riesgo, más dinero… Veamos, ¿qué clase de trabajos hay?

Pareció que las lágrimas se le iban a saltar a la joven.

—Lo siento… no tenemos información sobre el carácter del trabajo. Sólo sabemos la cantidad que se paga, y el porcentaje de… riesgo.

El señor Mendoza apuró la última gota del Calixto. Una onda de calor le recorrió el cuerpo. Se sentía muy satisfecho viendo sus problemas resueltos; muy animado debido al alto contenido alcohólico del Calixto (quizá demasiado, pensó) y muy orgulloso por la evidente admiración que se desprendía de la señorita Hollister.

—Bueno… —dijo, con algo de miedo—. ¿Porqué no me busca uno barato… y fácil, para empezar? Es por saber en lo que me meto, ¿sabe?

—Lo comprendo —respondió ella—. Muchos lo hacen así.

Al señor Mendoza le pareció que ahora la expresión de la joven tenía cierta frialdad, como si pensase: «Lástima. Un hombre tan varonil, y no se atreve…». Sí lo pensaba; hubiera apostado su horno solar contra un guijarro a que lo pensaba.

—Ven, Lorenzo —dijo la señorita Hollister, cariñosamente.

El fichero semivivo zumbó, bostezó, y se acercó a la mesa, colocando su masa gris deforme junto a los finos rasgos de la joven.

—Dame uno de baja probabilidad, Lorenzo. Entre diez y doce mil.

—No disponible —contestó el fichero, con voz ronca.

—Entonces, entre doce y quince mil.

El fichero emitió un sonido repugnante, como el de un borracho al que apaleasen mientras estuviera vomitando, y arrojó sobre la mesa de marfil una cartulina nacarada con cantos dorados.

—Veamos éste —dijo ella—. Probabilidades, una por doce mil trescientas dieciocho…

—¿Qué quiere decir eso?

—Que hay una probabilidad de muerte por doce mil trescientas dieciocho de salir con vida. Compensación por esta… eh… oportunidad, cincuenta créditos diarios. Cuando decimos diarios, queremos significar que se paga por días completos… si usted vuelve a mitad de jornada, no se le satisface nada por esa jornada. Sólo días completos.

—Bueno… lo tomaré… a ver qué pasa.

—Hay una prohibición. O por mejor decir, dos. Está prohibido ocultarse de la multitud, y arrojar el dinero al suelo. Si se hace así, no se percibe nada.

—¿Qué quiere decir eso?

—No lo sé, señor Mendoza. Consta así en la ficha. Pero no nos lo explican, ¿sabe? Ahora bien; puede usted estar seguro de que lo comprenderá si acepta la… eh… oportunidad…

—Bueno; la acepto. No esconderse de la multitud y no tirar el dinero, ¿eh? De acuerdo. ¡Ah, oiga! Dos cosas, señorita Hollister… ¿hay que pagarles algo a ustedes?

—No, señor. Recibimos nuestros honorarios de las personas o entidades que nos patrocinan; o sea, las que nos solicitan empleados… Para usted, la cantidad, en este caso, los cincuenta créditos diarios, son líquidos.

—Y la otra cosa… cuando me canse, o si me asusto, ¿qué hago para volver?

—Mire esto.

La señorita Hollister agitó su hermosa cabellera al mostrarle una pulsera de plástico barato con un botón rojo en el centro.

—Póngasela. Así. Cuando quiera regresar, aprieta usted el botón… Y ahora, ¿acepta usted el trabajo?

—Sí.

Al señor Mendoza apenas le dio tiempo de ver lo que las manos de la muchacha rubia hacían en el tablero de la mesa. Desapareció inmediatamente; y dos décimas de segundo después volvió a aparecer. El primer sonido que exhaló fue un largo suspiro de alivio. No había grandes cambios en él; solamente su aspecto fatigado, una moradura sobre el ojo izquierdo y un arañazo en la mano derecha, aún goteante de sangre.

—¡Señor! —resopló, abalanzándose sobre el nuevo Calixto helado que acababa de surgir del tablero de marfil—. ¡Qué barbaridad!

Esta vez había una clara nota de desprecio en la voz de la señorita Hollister.

—Si sólo ha estado usted un día… cincuenta créditos, señor Mendoza.

La aristocrática mano de la joven depositó una moneda sobre la mesa, al lado de la butaca ocupada por el hombre.

—No era muy peligroso —dijo él, después de dejar el vaso vacío sobre la mesa—. ¿Sabe usted lo que era? ¿O es que les prohíben escuchar…?

—No; en absoluto. Puede usted decir lo que quiera…

—Bueno; nada más empezar la… oportunidad, me encontré en medio de una masa de seres de color verde, con una especie de plumeros encima de la cabeza…

—El planeta Traskiliskar —comentó ella.

—Eso mismo. Yo era como ellos, y resulta que era nada menos que recaudador de contribuciones… Todos se echaron encima de mí, aullando y berreando… Al principio creí que querían matarme, ¿entiende usted? Pero luego resultó que no. Parece que esa gente, los traski… los trasli… bueno, como se llamen, tienen un sentido absurdo de las cosas. ¿Sabe usted? ¡Me perseguían para pagarme los impuestos! ¡Nada menos! Entonces comprendí las prohibiciones: no podía esconderme, ni tirar el dinero. Estaba bien claro. Pero ¡qué barbaridad! Me acosaban, me perseguían, me metían el dinero en las bolsas que yo llevaba en la cintura, me arrancaban los recibos de las manos…

Y por cierto… ¿sabe usted qué impuesto cobraba yo?

—No, señor Mendoza…

—El Impuesto sobre el adulterio triple… entonces sabía lo que era, pero ahora… bueno; no puedo acordarme bien. Era horroroso, palabra… A lo lejos, vi a uno de mis colegas de recaudación cayendo bajo una masa de contribuyentes; el pobre se levantó y siguió cobrando… ¡Qué espanto! Me harté en seguida, palabra. Oiga, señorita Hollister… prefiero otro trabajo más arriesgado, pero con menos gente… ¿Probamos?

—Lo que usted diga… —esta vez la voz de la muchacha volvía a mostrar signos de admiración; incluso sus ojos miraban al hombre como diciendo: «Usted es una persona verdaderamente valiente…»—. Veamos, señor… entre ocho y diez mil…

—Algo más, algo más —dijo Mendoza, sintiéndose francamente superior en virtud del Calixto recién ingerido—. ¡Oiga! ¿Qué me impediría, en una… oportunidad barata, como esta, estar allí un montón de años, si he de volver de inmediato…?

—Bueno… su edad física sigue corriendo… volvería usted con un montón de años más… y luego… dieciocho mil quinientos créditos son… eh… trescientos sesenta días, a cincuenta créditos cada uno… Tendría usted un año terrestre más… pero si le interesa…

—No, no. Más rápido, aunque sea más arriesgado. Desde luego, le aseguro que no jugaré más. Ni un dado, ni una carta. Palabra.

—Entonces… ¿algo entre cuatro y cinco mil?

—Eso.

—Lorenzo… algo entre cuatro y cinco mil.

Tras un sonido de sierra mecánica cortando huesos cubiertos de carne, el fichero semivivo emitió una nueva tarjeta.

—Mire esto, señor Mendoza. Probabilidades, una por cuatro mil novecientas quince… ya sabe lo que quiere decir. Salario: doscientos créditos diarios. Prohibiciones: estarse quieto y no abrir las puertas. No lo entiendo, pero estoy segura de que lo comprenderá usted… ¿otro Calixto?

—No, prefiero estar sereno. Adelante, señorita. Vamos allá.

Se encontró, tan repentinamente como antes, en un lugar inesperado. Un cielo plomizo, lleno de nubes tempestuosas, se extendía ante su vista… Llovía intensamente, y violentos relámpagos de un intenso color azul chispeante surcaban el lóbrego firmamento. Estaba de pie en la cubierta de un buque; al menos, eso le pareció. Luego recordó las prohibiciones, y comenzó a caminar de un lado para otro.

Llegó hasta la borda, y se inclinó sobre ella, viendo abajo las aguas remolineantes y llenas de espuma, chocando sin cesar contra la pared vertical de color plomo. Entre la niebla se oían a veces chasquidos extraños, el ulular de una sirena, y un profundo ruido de máquinas que parecía venir del interior del barco, latiendo acompasadamente, como si de un gigantesco corazón se tratase.

Aquel buque parecía no tener ni principio ni fin. Por más que se esforzó, no logró distinguir la proa o la popa, donde lógicamente tenía que terminar la cubierta. De pronto, de entre la niebla, surgió una escotilla de metal oxidado, con una compuerta gris provista de un volante cubierto de humedad. Recordó la segunda prohibición: «Prohibido no abrir las puertas». Por la razón que fuese, era evidente que estaba obligado a abrirlas. Tomó el volante entre las manos (se dio cuenta de que no eran exactamente manos, sino una especie de protuberancias de piel de pescado, con cuatro o cinco terminaciones puntiagudas) y lo hizo girar. La compuerta se abrió con un sonido líquido, mostrando una escalera de metal perforado que descendía hacia las profundidades. No sucedió nada más, de manera que pensó que con eso habían concluido sus obligaciones.

Continuó su camino, oyendo entre la niebla el batir sordo de las olas. A veces, la sirena aullaba a gran altura sobre su cabeza, perdida entre las vedijas de color ceniza. En otras ocasiones surgían construcciones características de un navío: las grúas pintadas de blanco y las pasarelas de un buque mercante, las torretas acorazadas, con dos o tres cañones pesados, de un buque de guerra… De cuando en cuando, aparecía una nueva escotilla, o una construcción de metal gris con una puerta. Cumpliendo su obligación, las abría, al principio con miedo y precauciones, y después, a cada momento con más descuido.

Perdió el sentido del tiempo. Llegó un instante en que se cansó y se sentó en el suelo, apoyando la rugosa espalda en un tubo de ventilación. Suponía que el descanso tenía que estar permitido; era lógico, pues nadie era capaz de vencer el sueño y la falta de alimentos. Cuando despertó, el escenario continuaba inmutable; la misma noche lóbrega, surcada de relámpagos, el aullar de la sirena, y el ruido funeral de las encrestadas olas chocando sin cesar contra el casco metálico del navío sin fin. A su lado había una botella de agua y un paquete de una sustancia amarilla, similar al bizcocho. Bebió y comió; se sintió restaurado, y continuó su camino.

Le pareció oír a lo lejos, amortiguado por la distancia, un lento cañoneo. Conforme iba acercándose, el rumor apagado de los estampidos fue siendo sustituido por el ladrar tronante de las pesadas piezas de artillería. Comenzaron a surgir fogonazos rojos entre la bruma; después, una larga estela de espuma cortó las revueltas aguas grises en dirección al costado del barco, y una torre de humo y llamas, acompañada de un sonido desgarrante, se alzó a un centenar de metros delante de él…

Había un acantilado gris a su izquierda, con una puerta de madera barnizada, provista de una claraboya de grueso cristal y una manija de bronce. La abrió, inclinándose hacia delante para ver mejor la batalla que se desarrollaba a corta distancia, y eso le salvó. La hoja de la puerta se volvió contra él con violencia, derribándole al suelo… un turbión de líquido amarillo surgió del interior, como si un dique se hubiese roto… Aterrado, Mendoza contempló el espantoso hervir y burbujear del líquido, evidentemente un ácido corrosivo de gran potencia, sobre la cubierta de madera. Mientras permanecía quieto, lleno de un profundo horror, vio como las maderas se ennegrecían, el metal gris humeaba, y como, poco a poco, el líquido amarillo, cuyo caudal iba disminuyendo, trazaba un ancho surco de destrucción en el costado del buque. A poca distancia, el cañoneo iba cesando…

Hasta entonces había caminado pegado a la borda, sin separarse del oscuro mar, que, sin saber por qué, le producía una sensación de tranquilidad. Pero ahora había demasiados peligros por allí, de manera que se introdujo hacia el interior, tratando de encontrar el otro costado del buque. Pasó al lado de nuevas estructuras, abriendo de vez en cuando una nueva puerta. Dos de ellas no mostraron ningún peligro aparente; la primera daba a un largo pasillo iluminado que parecía extenderse hasta el infinito; la segunda, a una cámara estrecha y mal alumbrada llena de viejos aparatos oxidados.

—¿La han encontrado? —oyó—. ¿La han encontrado?

Una sombra pasó a su lado; intentó detenerla, pero su mano resbaló sobre una piel húmeda y viscosa. El ser se perdió a lo lejos, repitiendo sin cesar las mismas palabras. Vio como abría una de las puertas que él acababa de investigar; repentinamente, un lienzo de muralla metálica se desplomó sobre el ser, aplastándolo.

Durmió de nuevo, comió y bebió. Al día siguiente, una puerta le arrojó un gigantesco chorro de llamas, que sólo evitó gracias a las múltiples precauciones que ahora tomaba. Pasó junto a un puente elevado, donde figuras espectrales utilizaban arcaicos instrumentos de navegación y conversaban entre ellas en tono inaudible. Poco a poco, iba comprendiendo: el trabajo consistía en encontrar a alguien, oculto al parecer tras una de aquellas puertas…

Otra puerta trató de atraparle con unas mandíbulas de acero; la siguiente mostró un gigantesco vano donde pesadas máquinas zumbaban intermitentemente, entre gran movimiento de bielas y palancas; la tercera hizo ceder bajo sus pies un sector de cubierta. Afortunadamente, pudo agarrarse al borde de la trampa y, tras muchos esfuerzos, izarse de nuevo a la superficie, aún asustado por el brillo de los carbones ardientes que había percibido en las profundidades…

En ocasiones, otras figuras fantasmagóricas se cruzaron con él, abriendo puertas sin cesar… Aquella noche, cuando sintió sueño de nuevo, dirigió una última mirada al mar tempestuoso, a las tétricas estructuras del buque, y a lo que más cerca estaba de él: una gigantesca chimenea de la que escapaban torrentes de humo negro. Después, apretó el botón rojo.

—Tres días completos —dijo la señorita Hollister—. Son seiscientos créditos…

La fina mano manicurada dejó junto a la moneda anterior un billete sepia y uno azul. Seiscientos cincuenta créditos en total, pensó Mendoza. No era mucho.

—No alcancé la otra borda… —susurró.

—¿Cómo?

—No; nada. Ah, muchas gracias…

Había un nuevo Calixto helado, en un vaso de doble tamaño que el anterior, allí en la mesa. Mendoza lo bebió de un trago, sintiendo el benéfico calor del alcohol.

Ella le miraba con una expresión de duda.

—¿Seguimos?

—Sí; desde luego… pero prefiero acabar cuanto antes. Algo más…

—¿Más peligroso?

—Más remunerativo, si usted me entiende.

—Claro que sí. Lorenzo, dame algo entre dos mil y dos mil quinientas.

El fichero semivivo aulló como un chacal y escupió una nueva tarjeta.

—Veamos —dijo ella, lanzando una cálida mirada al señor Mendoza—. Probabilidades, una por dos mil cinco… Salario, quinientos créditos diarios…

—¿Prohibiciones? —preguntó el señor Mendoza, con aire de sabérselas ya todas.

—Tres. Prohibido quitarse el transmisor; prohibido detenerse…

—Igual que en el barco, pues.

Ella le dirigió una profunda mirada, mezcla de admiración y de lástima.

—Y prohibido caminar en círculo por los mismos lugares.

—Veamos: prohibido quitarse el transmisor, sea eso lo que sea; prohibido caminar en círculo y detenerse. Comprendido… ¿podría tomar otra copa?

—Desde luego que sí, señor Mendoza.

Ella se levantó un poco para servirle un nuevo Calixto helado, y Mendoza, ligeramente bebido, pudo apreciar la esbelta silueta, encerrada en el flexible traje de escamas.

—¿Se atreverá usted? —dijo ella, con voz ronca.

Había algo de sensual en su mirada… El señor Mendoza estuvo a punto de contestar: «A eso y a otras cosas, prenda», pero recordó que había unos miles de créditos por delante, y se limitó a decir, mientras el fichero parecía mirarle y zumbaba sordamente:

—Seguro, señorita.

Le pareció ver un gran planeta rotando pesadamente sobre un cielo de terciopelo azul oscuro. Estaba cubierto totalmente por bosques espesos, y no había en él un solo mar; sólo las líneas plateadas de algunos ríos… Después, se encontró sólidamente asentado sobre un suelo de hormigón… Se dio cuenta de que tenía cuatro gruesas patas de color gris acero, terminadas en varias uñas redondas de pulido hueso… A su espalda había una caja metálica, atada con correas, seguramente el transmisor, y en la mano, o lo que fuera, tenía un macizo rifle de metal brillante…

El bosque le rodeaba por todos lados, y ante él había una puerta, con una flecha azul iluminada en el dintel, que brillaba intermitentemente, mostrando una gran avenida abierta en la foresta. Con una decisión mixta del deseo de ganar dinero y del alcohol ingerido, el señor Mendoza, bajo su nueva forma, se internó en la espesura.

Cinco días después había comprendido sobradamente los motivos que inducían al patrocinador a pagar quinientos créditos diarios. Caminaba torpemente a través de una jungla de lianas y arbustos, pisando pesadamente con sus gruesas patas un barro de color chocolate, bajo la luz cegadora de un sol blanco que parecía la boca de un horno de reverbero. La suave piel elefantina del ser que era ahora tenía arañazos en varios lugares, y también una herida ancha, pero poco profunda, que supuraba continuamente una serosidad escarlata.

Los desconocidos patrocinadores habían encontrado un sistema efectivo de explorar un planeta y contabilizar, examinar y comprobar los diversos peligros que en él podían existir con vistas a una ulterior colonización. No sólo otro ser, similar a él, que había encontrado dos días antes, se lo había explicado así, sino que la cosa resultaba con una evidencia tan clara como la luz del sol blanco. A cada nueva dificultad, a cada nuevo peligro vencido, el transmisor instalado a su espalda emitía un cliqueteo y chascaba durante unos segundos. Estaba claro que remitía con todo detalle la información precisa a un lejano y misterioso centro.

Al principio había encontrado avenidas bien trazadas, incluso con alguna pequeña edificación donde descansar un poco. No se le había suministrado comida alguna, lo que hacía evidente que tenía que vivir sobre el terreno, probando las frutas de los árboles o las carnes de los animales que pudiese matar. Comió unos tallos de color verde, gruesos como brazos humanos, que resultaron sabrosos y nutritivos; también unas frutas redondas, azules, que a pesar de su delicioso sabor le produjeron un terrible dolor de estómago, con la consiguiente indisposición. Mató algo semejante a una caja de cartón, con una rueda de ojos en la periferia, que exudaba un repugnante licor verdoso… No se atrevió a comerlo, hasta que vio a un ser similar a él que lo devoraba con avidez, sin consecuencias al parecer.

Naturalmente, eran posibles ciertos trucos. Comer siempre las frutas o alimentos comprobados, o matar los animales que habían demostrado ser inofensivos. Pero esto no siempre podía ser. A veces la sed y el apetito eran tan grandes (quizá aumentados artificialmente), que se veía obligado a comer lo primero que se presentaba, o a beber agua de un charco limoso, lleno de pequeñas babosas negras. No obstante, le consolaba el pensar que cada día transcurrido representaba quinientos créditos más… Teniendo en cuenta que el salario de un obrero cualificado, en Titán, tenía como cifra media la de diez créditos diarios, no era para protestar mucho.

De vez en cuando venía a su memoria la imagen de la señorita Hollister. Lo curioso era que revestía la forma de un ser de tamaño paquidérmico, con cuatro patas grises, y siete pechos coronados por un pezón verde… a pesar de lo cual, le resultaba tan atractiva como antes. Una y otra vez se prometió no jugar más, no coger una carta, ni un dado, ni nada de nada.

El día antes, el otro ser elefantino con el que hiciera pareja había muerto, devorado por una enorme flor que cualquiera hubiera creído inofensiva. Al pasar cerca de ella, la flor había agrupado sus pétalos blancos y había lanzado un chorro de líquido ambarino que cayó en su totalidad sobre su compañero… Mendoza había huido para no escuchar los espantosos quejidos y gritos del ser, mientras se disolvía en un magma repulsivo.

Y ahora continuaba caminando a través de la espesura, por un lugar completamente inexplorado, en el que ya no había avenidas ni pequeños edificios donde reposar. Se había visto obligado a pasar las noches al raso, amenazado sin duda por mil peligros desconocidos…

En estos momentos sentía un hambre atroz, y una sed no menos voraz. Pero a su alcance sólo había algunos de aquellos condenados frutos azules, y ni una sola gota de agua…

Se detuvo. Acababa de oír un crujido entre la maleza, que su oído, acostumbrado ya a las frondas del planeta, identificó fácilmente como un animal en movimiento. Esperó, con el pesado rifle en posición.

Un lagarto azul y negro, con seis patas dignas de una araña, atravesó un claro ante él. El disparo del rifle lo tumbó inmediatamente, con gran manoteo de las delgadas patas. Mendoza disparó de nuevo, esta vez apuntando a la cabeza, y el lagarto, tras una última convulsión tetánica, se inmovilizó.

Mendoza no pudo contenerse y se lanzó sobre el animal, cortándolo en cuartos con ayuda de un pequeño cuchillo de caza que formaba parte de su dotación. Después encendió un fuego, mientras el transmisor situado a su espalda chasqueaba sin cesar, y asó algunas de las partes más carnosas del ser.

Harto y satisfecho, aunque devorado aún por una sed abrasadora, se sentó bajo el tronco de un árbol achaparrado, que extendía hacia todas partes unas ramas horizontales, kilométricas, cubiertas de grumos de materia verde vivo.

Una ligera somnolencia le invadía, y como sabía perfectamente que el descanso estaba permitido, y que no era obstáculo para percibir su salario diario, se dejó llevar por ella. Solamente que, al cabo de unos instantes, el profundo sentido de desconfianza que le había invadido desde que comenzase su trabajo en este planeta pudo más que la somnolencia y, con un sobresalto, le hizo recuperar toda la conciencia.

Era tiempo; las larguísimas ramas del árbol achaparrado estaban curvándose lentamente, aproximándose al suelo, y formando una especie de jaula que iba encerrándole poco a poco. Se levantó bruscamente y corrió hacia delante, tratando de salir de aquella jaula de verdor… Resultó inútil, pues las ramas se habían aproximado entre sí de tal forma que, cuando intentó pasar a través de dos de ellas, quedó prendido, como una mariposa, en el pegajoso tejido verde vivo. Luchó y luchó, sintiendo en su áspera piel la quemadura producida por el exudado ácido de la planta; incluso disparó su rifle contra las ramas y el tronco, tratando de matar a aquel aterrador ser vegetal. Pero no consiguió nada. Estuvo a punto de rendirse, cuando recordó el encendedor que formaba parte de su equipo; con un esfuerzo, lo extrajo de la mochila y lo encendió, poniendo la llama al máximo. Poco a poco, consiguió aproximar la larga llama blanca a algunos de los grumos verdes… Con un crujido gelatinoso, las ramas fueron soltándose… De pronto se encontró libre, y corrió alocadamente a través de la selva…

Más tarde, halló una gran extensión de agua intensamente azul, y bebió de ella, calmando así la sed devoradora que le atormentaba. Era ya casi de noche, y trató de buscar un refugio donde protegerse de las fieras. Se fijó, mientras caminaba, en que no había huellas de otros seres similares a él en los barrizales por los que estaba cruzando; parecía claro que era el único que había conseguido llegar tan lejos.

Era ya noche oscura cuando encontró un árbol copudo, con un grueso tronco de madera roja, del cual sabía por experiencias anteriores que no era dañino ni carnívoro. Trepó a él, sintiéndose hambriento y sediento de nuevo, y se acomodó en la horquilla de una rugosa rama. Afortunadamente, conservaba aún algunos pedazos asados del lagarto. Los extrajo, y los arrojó inmediatamente al suelo al darse cuenta de que se habían transformado en una especie de puré amarillento y maloliente. Apenas pudo dormir; se sentía febril y descompuesto. Indudablemente, el sabor rasposo del agua azul implicaba un fuerte contenido en sales laxantes, porque estuvo despertándose toda la noche; y al amanecer había contabilizado doce deposiciones, a cual más dolorosa y molesta.

Se sentía extraordinariamente mal a la mañana siguiente. Débil, descompuesto, y a punto de caer al suelo. Sus gruesas patas caían con pesadez sobre él, y su espesa piel, antes gris, había tomado un denso tono azulado, signo sin duda de alguna enfermedad infecciosa. El transmisor, a su espalda, chascaba y cliqueteaba sin cesar, como si retransmitiera continuamente los diversos estados somáticos en que iba encontrándose. Continuaba teniendo sed, pero había perdido el apetito totalmente.

A mediodía se perdió en un pantano de arenas movedizas, que afortunadamente sólo le cubrieron hasta la cintura. Pero tuvo que vadear durante horas y horas, consumido por la fiebre, y disparando de cuando en cuando sobre alguna extraña bestia que se asomaba a las márgenes del lodazal. El sol blanco brillaba en el cielo con una intensidad deslumbradora, cegándole y aumentando su sed… Había caído de nuevo la noche cuando logró salir del pantano, y la suerte trajo a su alcance una fuente de agua cristalina, que manaba de un agujero en la roca. Bebió sin interrupción durante largo rato, importándole ya muy poco que el líquido fuera dañino o no. Pero resultó no serlo* pues no sólo no empeoró su enfermedad, sino que sintió disminuir la fiebre… El transmisor crujió un par de veces, transmitiendo la posición de la fuente y su contenido químico, de la misma manera que lo había hecho antes con el cenagal de arenas movedizas.

—Buen plato tendréis a mi costa, hijos de mala madre —dijo en voz alta—. Bueno, bueno.

Antes de intentar dormir encontró un plantío de aquellos espárragos gigantes de color verde, que tan bien le sentasen. Tenían una ligera diferencia; una especie de bulbos amarillos en su extremo. A pesar de eso intentó comer uno, y lo escupió enseguida entre aullidos… Los bulbos amarillos se habían roto, derramando en su boca un líquido cauterizante…

Se había cumplido el sexto día. Apretó el botón rojo, sin pensarlo más.

La señorita Hollister le dirigió una mirada de conmiseración. Mendoza tenía los brazos cubiertos de arañazos, la piel quemada por el sol, y era claro que le roía una fiebre maligna. En una de sus piernas supuraba una llaga hedionda, y la boca, cauterizada por el líquido de los renuevos verdes, no daba abasto a calmar su sed.

—Seis días —dijo ella— a quinientos créditos… tres mil créditos. Tiene usted ya un total de tres mil seiscientos cincuenta créditos, señor Mendoza.

—Tengo sed… —dijo él—. No; un Calixto no, por favor. Algo para la sed…

—Cerveza de litago… no tiene alcohol.

Una luciente jarra de a litro de cerveza de litago, dorada como la gloria, coronada de blanca espuma, apareció sobre la mesa. Mendoza bebió y bebió, a largos tragos, deteniéndose para recuperar la respiración.

—¿Tiene usted fotoaspirinas?

—Sí, señor Mendoza. Creo que le hará falta un par, por lo menos. ¿Fue muy malo?

—Pésimo.

—¿Lo deja usted?

—No.

Ahora era ya cuestión de orgullo personal. Aquella condenada organización no iba a poder con él; sacaría el dinero como fuese; pues sí que…

La señorita Hollister, por primera vez, se levantaba y se acercaba a él. Realmente tenía una figura espléndida, y ¿de dónde había imaginado que tenía los pezones verdes? ¡Qué tontería más grande!

Ciertamente, tenía una figura soberbia; las piernas largas y esbeltas, ceñidas por las mallas doradas y negras, y unos pies extraordinariamente femeninos encerrados en un par de escarpines color bario, de alto tacón.

—¿No lo deja usted?

—No.

Ella le tendió el par de fotoaspirinas, y se sentó en el brazo del sillón, rozándole con su cálido cuerpo. El fichero emitió un rugido leonino.

—Cállate, Lorenzo. No armes ruido…

—¿Qué le pasa? —preguntó Mendoza, en quien las dos pastillas comenzaban a surtir efecto.

—Tiene celos… —dijo ella, bajando sus sedosas pestañas y ruborizándose—. Es que… ¿sabe usted, señor Mendoza? El es mi amante…

—Bueno; yo no…

—¡Oh, sí! Él sabe que yo… eh… me excito cuando un hombre tan viril como usted acepta unas… eh… oportunidades tan arriesgadas.

—Vaya, demonios, qué cosas… —atinó a decir él, sin saber muy bien qué contestar. Le impresionaba mucho la calidez que se desprendía del esbelto cuerpo de la señorita Hollister, y le costaba trabajo separar sus ojos del escote en uve y la dorada carne que descubría, pero los créditos eran los créditos, ¡por Titán!, y como decía el viejo adagio, «Lo que no son créditos, son deméritos».

Sin embargo, Lorenzo estaba rugiendo en tono bajo, y recurriendo a todas sus artes de seducción. Emitía sin cesar olores sabrosos, tales como los de pavos recién asados, guarnecidos con patatas asadas y mermelada de arándano, vapor de cerveza de abeto y de ponche de coñac, especias y yema de huevo… sabores a fresas recién cortadas, a dulces y jugosas sandías abiertas y mostrando su sangrienta carnación… a pastas de jengibre, harina, miel y azúcar (a partes iguales, batir con cuidado, y cinco minutos de horno fuerte), a oloroso ron del Caribe (Tierra) aliñado con azúcar, hielo, y hojas de menta…

Pero parecía que nada de eso resultaba convincente para la señorita Hollister. Sus rojos labios estaban entreabiertos en un gesto notoriamente sensual, y sus ojos azules como el cielo no se separaban del derrotado señor Mendoza.

Desde luego, se veía que era una chica bien educada y de buena familia. Si no…

—Bien, señorita —dijo él—. Por favor, búsqueme algo cómodo y rápido. Que no tenga que andar abriendo puertas ni pisando barro… Si hay algo arriesgado y que me permita estar quieto… eso es lo que Mendoza quiere…

—Sí; sí, señor —contestó ella, con voz que rezumaba adoración—. Lorenzo, guapo; algo entre cero y quinientos…

Lorenzo, rugiendo como una fiera herida, lanzó una tarjeta.

—No; esta no. Dame otra.

Lorenzo aulló como si lo despellejasen, eructó, gimió y cambió de forma hasta parecer no un fichero, sino una amalgama de sapo y confesonario. Pero acabó expidiendo una nueva tarjeta…

—Esta sí… señor Mendoza… ¿Cuál es su nombre de pila?

—Ivan.

—Yo me llamo de una forma tan rara que no quiero decírselo.

—Dígamelo, por favor…

—Me llamo Garifalia. Pero cuando me conocen, me llaman Gay… Usted puede hacerlo así, si gusta.

—De acuerdo, Gay. ¿Qué tal es eso?

—Descansado, sí. No debería decirlo, pero otros lo han probado y me han contado algo… No hay que hacer nada. No hay prohibiciones… Dice aquí, que si quiere usted tremolar banderas por la mañana, le está permitido, pero que no es obligatorio. Probabilidades: una por cuatrocientas doce. Salario: dos mil créditos diarios. ¿Lo acepta usted, cariño?

—Sí.

Aún le consumía la fiebre cuando se encontró en la parte superior de una muralla almenada. A su lado, varios seres semejantes a los hombres, sólo que con una cresta córnea sobre la cabeza, y cubiertos de vello rojizo, alzaban banderas hacia el cielo anaranjado, daban vivas y gritaban. Alguien le puso una bandera en las manos, y de momento, mientras se aclaraba lo que estaba sucediendo, procedió a moverla de arriba abajo.

—No; así no —dijo un ser, a su lado—. Hay que tremolarla.

—Y eso ¿qué es?

—¿Es que eres nuevo?

—Sí; acabo de llegar ahora mismo.

—Bueno, pues mira. Hay que agitarla con viveza, con patriotismo, de un lado a otro, haciendo que los colores patrios se extiendan y vibren en el aire. También puedes lanzar gritos alentadores.

—¿Como qué?

—Pues… como… «¡Viva la Esffigornia!». «Siempre adelante con los siervos de Nikrator», o también, «¡Arriba los del tres mil doce!».

De manera que, durante un rato, Mendoza lanzó unos cuantos gritos alentadores, y tremoló un poco la bandera. Se estaba cansando ya cuando pareció terminar la sesión.

Mientras llevaba a cabo esa tarea sin sentido, se había estado lijando en los alrededores. Estaba en una muralla almenada, de casi cien metros de altura, por cuya parte baja pasaban lejanas procesiones de seres similares a él, acompañados por carros de vapor que exhalaban un humo negruzco y de una fetidez tan intensa que, a pesar de la distancia, llegaba hasta sus narices. Cuando fue la hora adecuada, las procesiones se marcharon, y los seres que había en la muralla, después de depositar las banderas en unas hornacinas adecuadas, comenzaron a bajar las escaleras de piedra.

Mendoza ya había visto antes que las murallas eran las de una ciudad, cuyo tamaño, aun cuando no pudo precisarlo con exactitud, no era muy grande. Pero sí se fijó en que los edificios, todos ellos de piedra, y muy antiguos, se extendían en calles circulares alrededor de lo que debía ser una plaza central, pues no se distinguía allí ninguna edificación.

Bajó por las escaleras, sintiéndose cada vez peor, mientras aquel que le había tendido la bandera caminaba a su lado, ayudándole cuando le veía tambalearse.

—¿No te encuentras bien?

—No; tengo fiebre…

—Ven conmigo; yo te cuidaré…

Caminaron por una húmeda calleja empedrada con anchas losas de piedra, mientras los demás seres se desperdigaban entre las vetustas edificaciones. Con los ojos nublados por la calentura, Mendoza vio que las casas eran de un estilo terriblemente anticuado, como quizá sólo existiesen aún en algunas ancianas ciudades de la Tierra. La mayoría eran de piedra ocre, y algunas de ladrillo, y todas ellas con tejados de gran inclinación, hechos con losas de pizarra o tejas de barro cubiertas de musgo. Balconcillos de hierro, cúpulas, minaretes y miradores con cristales polvorientos se extendían por doquier. Las fachadas tenían vigas de madera oscura, puertas bajas y arqueadas, y eran abundantes los arcos de piedra y las balaustradas del mismo material… De la ciudad se desprendía, en conjunto, un olor a enmohecido, como si se tratase de algo de inconcebible antigüedad.

Su compañero se detuvo a la puerta de una mansión de ladrillo rojo, con ventanas de cristales de colores, emplomados y enmarcados en forma ojival… Cuatro altas chimeneas de ladrillo ascendían hacia el cielo, y de una de ellas surgía un delgado hilillo de humo…

—Vivo aquí —dijo el otro—. Puedes quedarte conmigo; me llamo Stringiamor… ¿Y tú?

El señor Mendoza, sintiendo dentro de su boca una enorme lengua hinchada, no pudo contestar. Comenzó rápidamente a perder la conciencia, y sólo recordó, como entre brumas, que su nuevo compañero le hacía ascender una escalera de peldaños desiguales, construidos con baldosas rojas y cantos de madera desgastada, mientras iba apoyándose malamente en un barandal de madera negra, rezumante de humedad. Más tarde, le pareció que le acostaban en una blanda y mullida cama, que le cubrían con mantas, y que una mano cubierta de vello rojizo acercaba a su boca una bebida refrescante…

La última sensación que experimentó fue el terror brutal a perder los dos mil créditos diarios, a causa de esta enfermedad… Después, sólo hubo nubes rojizas, dolor de cabeza, fiebre y malestar continuos. Y de vez en cuando, una mano roja que le daba de beber, o que intentaba que comiese algún platito azucarado… La señorita Hollister, con una maravillosa cresta córnea en la cabeza, y cubierta de un abundante vello rojo, que la hacía más atractiva aún, formaba de vez en cuando parte de sus sueños…

Un día, por fin, se despertó. Se encontró extraordinariamente débil, pero totalmente limpio de fiebre. A su lado, en una grotesca mesita de madera tallada con repugnantes adornos que imitaban seres desnudos desprovistos de vello, y con la cabeza cubierta de pelo, en vez de con una cresta córnea, como era lo normal, había una jarra de cristal verde, llena de límpida agua. No tenía demasiada sed, pero sin embargo bebió una poca, y se incorporó en el lecho. Era de día, a juzgar por la pálida luminosidad que entraba por las ventanas emplomadas, y de la lejanía llegaba el rumor de vivas y el griterío que acompañaba al tremolar de banderas.

Se encontraba en una amplia habitación abovedada, con arcos de piedra que se cruzaban en el techo, formando una cúspide de la que pendía un ancho florón de roca similar a una estalactita. Su cama era de madera, con gruesos edredones de un tejido similar al damasco, que le proporcionaban todavía un benéfico calorcillo.

Hubiera querido levantarse, pero lentamente se durmió de nuevo.

Cuando despertó, el ser llamado Stringiamor estaba sentado a su lado, tendiéndole una bandeja de latón donde había algo similar a un muslo de pollo, si es que existía un pollo con dos garras y de aquel tamaño. Pero el olor era tan apetitoso como la vida misma, y la alta copa de licor blanco lechoso que acompañaba a la comida estaba pidiendo a gritos que la bebieran. El señor Mendoza, sin hacer preguntas, comió y bebió, y al final se sintió muy repuesto…

—¿Cuánto tiempo llevo aquí?

—Una semana —contestó su compañero. Y en sus palabras flotaba claramente un acento de temor.

—Supongo que habré perdido el sueldo…

El otro no contestó. Pero al cabo de unos segundos, ante la conminatoria mirada del señor Mendoza, hizo que no con la cabeza.

—¿Quieres decir que ya he ganado catorce mil créditos?

—Si es eso lo que te dan… sí.

—¿Cuánto te dan a ti, pues?

—Veintinueve dorados al cambio actual, por día.

—¿Es esa tu moneda?

—Sí.

El señor Mendoza se levantó, sintiéndose fuerte como un roble, y procedió a colocarse sus ropas, que se hallaban al pie de la cama. Durante cinco buenos minutos terrestres permaneció de pie sobre las losas de mármol del suelo, mirando cada vez con más intensidad a Stringiamor, que parecía empequeñecerse ante esa mirada penetrante. Muy despacio, la expresión del señor Mendoza pasó de ser desconfiada a ser amenazadora… y por fin, como un muelle que se dispara, agarró a Stringiamor por el velludo cuello.

—Mira… —dijo, con una voz que cortaba como una navaja—. Nadie da nada por nada… ¿sabes? Me vas a decir qué pasa aquí, y porqué me has cuidado tanto… o te rompo el gañote.

Stringiamor emitió unos sonidos ahogados y manoteó a diestro y siniestro, dando a entender que se ahogaba, ¡por la mismísima Sffigornia!, y que si el señor Mendoza no aflojaba un poco su presión, no podría explicar nada. El señor Mendoza le soltó, pero se colocó entre él y la puerta, por si acaso intentaba escapar.

—Ahora habla —dijo—. ¿Qué es esto, y qué peligro hay?

—Esto es la Ciudad del Gusano —contestó Stringiamor, enjugándose las lágrimas que se derramaban de sus anchos ojos translúcidos—. Perdóname, pero tenía tanto miedo… Te prometo que no te engañaré, pero no me hagas daño, benditos sean los del tres mil doce…

Mira… sobre el reino de Haranaskar pesa desde hace mil años exactos la terrible maldición del gusano… y la ciudad en que nos hallamos es su cuna y morada, ¡oh, compañero de fatigas y peligros! Yo me he visto obligado a servir durante unos días en este lugar de horror porque en Haranaskar los artistas no son apreciados, como dicen que sucede en otros mundos de la galaxia… Soy, y perdona que te lo diga, compositor de escrituras plásticas… y ya sé que tus castos oídos estarán irritados sólo por el hecho de oír tal obscenidad…

Como los oídos del señor Mendoza no se habían irritado ni mucho ni poco, contestó al sensible Stringiamor que abreviase.

—Lo que tú ordenes, generoso compañero. Nadie sabe muy bien cómo el terrible gusano cayó sobre el reino, ni por qué estableció tal tributo…

—¿Qué tributo?

—Una vida humana por noche, mi respetado amigo y colega. En el centro de esta ciudad de desdicha, de cuyos confines muy pocos viajeros regresan, yace durante el día, dormido en un sueño de siglos, el terrible gusano de Haranaskar… Si no recibe una vida humana cada noche, saldrá de las murallas y asolará el reino… Por eso, a los responsables de delitos contra la honestidad, como este muy humilde siervo tuyo, los mandan aquí, y aún dicen que contratan gente en otros lugares del universo para que moren en esta tierra de terror, y se expongan a ser devorados por el gusano… He ahí la índole y naturaleza del problema, adorado amigo en la desgracia… Es nuestro sino fatal el permanecer mientras dure nuestra condena, o en tu caso, tu contrato, y exponernos cada noche a ser comidos por el aterrador gusano…

El señor Mendoza sintió que un escalofrío le recorría la pilosa espalda.

—¿Y cuántos estamos aquí?

—Unos cuatrocientos, amo mío. Cualquier suerte, lucha, o mar proceloso surcado de dificultades sin límite es preferible a esta vela silenciosa de las largas noches de Haranaskar, esperando que el gusano despierte de su sueño eterno, repte ominosamente por las viscosas callejuelas, introduzca su espantoso hocico por una casa, y devore a su morador…

El señor Mendoza guardó silencio durante unos segundos.

—Ya —dijo—. Entonces, lo demás está claro, maldito. Cuando viste que estaba enfermo, me trajiste aquí, porque así, si ese asqueroso gusano venía… me devoraría a mí primero…

—Tal fue mi intención, noble protector mío… pero yo te ruego que me perdones, habida cuenta de que mi terror era grande y mis fuerzas escasas. Como compositor de escrituras plásticas soy ser de gran sensibilidad y grandes temores… y que mi debilidad excuse mi egoísmo, si es que tu generosidad sin límites puede…

—¡Cállate ya, condenado!

Y la invectiva del señor Mendoza fue acompañada de un contundente puñetazo en la mandíbula de Stringiamor. El compositor cayó como una masa sobre el suelo, sin que el señor Mendoza le hiciera más caso.

—Te aseguro —dijo el artista, sujetándose la cara con una mano— que el gusano espantoso no te devoró… puedes creerme. Otros fueron los que cayeron en sus fauces malditas ya pesar de eso yo te cuidé amantísimamente… te alimenté y tremolé banderas en tu nombre… ¡perdóname, digno señor del universo! ¡Dispénsame tu protección y tu ayuda! ¡Tus fuertes músculos…!

—¿Dónde está ese gusano, cerdo?

—En el centro de la ciudad, prodigioso ser de las estrellas… pero no vayas a verlo, pues su solo aspecto produce un tal pavor que seres más fuertes que tú se han vuelto locos… Y agradezco ese singular epítome de «cerdo», vocablo que desconozco, pero que sin duda debe ser una alabanza sin par en el planeta del que procedes, por la cual yo…

Completamente harto, el señor Mendoza levantó la pierna derecha y asestó una fenomenal patada en la cabeza del compositor, que lanzó un alarido y se derrumbó sobre el pavimento definitivamente, chorreando por una herida en la frente densas ondas de sangre color limón.

Durante unos minutos, el terrestre exploró las habitaciones ocupadas por Stringiamor. Su cama estaba situada en la primera de ellas, de manera que si el célebre gusano intentaba entrar en la morada, le encontrase a él primero. El resto estaba ocupado por una alcoba para Stringiamor, y una despensa bien provista de víveres.

Dejando al inánime ser a su suerte, el señor Mendoza salió a la calle. Era media tarde, y dos soles de color carne se inclinaban ya hacia el ocaso, entre barras horizontales de nubes grises. Algún ser pasaba cansinamente por las cercanías, pisando con lentitud sobre las losas llenas de musgo. En un impulso, detuvo a uno de ellos.

—Dime… ¿por qué hay que tremolar banderas en la muralla?

—Déjame, catrasnacido de niscocejón —respondió el otro, evidentemente amedrentado—. ¡Soy un asesino terrible y atemorizo a todos…!, ¡déjame!

—O me contestas o te rompo el cuello —respondió el señor Mendoza, cogiéndolo por la garganta—. ¡Dime por qué!

—¡Hodo! ¡Hodo! —exclamó el ser, extrayendo un corvo cuchillo de sus vestiduras—. ¡Nisjo de gluta! Para mostrar nuestra alegría por el sacrificio al gusano… maldito rebrón… ¡Hodo! ¡Suéltame, arcanbojido! ¡Resicha en tu ardre, rebrón! ¡Hodo! ¡Las furias devoren tus cisjones, maritenco!

Quizás el cambio le había dado una musculatura muy superior a la normal, puesto que era evidente que el ser del corvo cuchillo y el lenguaje malsonante estaba muy asustado. No obstante, no había motivo para mantenerlo prisionero por más tiempo, por lo cual lo soltó.

—Vete, rebrón —dijo el señor Mendoza.

Las retorcidas callejuelas le condujeron poco a poco hacia el centro de la ciudad. Se quedó admirado en varias ocasiones ante los palacios cada vez más maravillosos que surgían ante su vista. Las columnatas magníficamente talladas, la euforia ciclópea de los balcones y los aleros, la noble estructura de los muros cubiertos de largas nervaduras de piedra, no ocultaban bajo esa magnificencia sin límites más que un vacío desolador. Nadie se atrevía a vivir tan cerca del terrorífico gusano… Parecía muy claro que todos trataban de irse a las zonas periféricas, creyendo así que eludirían en lo posible la atroz visita nocturna…

—Hodo… —exclamó el señor Mendoza, muy conmovido, al pensar en ello.

Las callejas desembocaban en una ancha plaza circular rodeada por una balaustrada de piedra. Nadie había allí. La soledad era absoluta. Lentamente, el señor Mendoza se aproximó, sintiendo un escalofrío, hacia la barandilla, y con cierto temor se asomó por encima de ella.

Hubiera querido decir una palabrota, pero se quedó sin voz. A unos quince metros de profundidad, en una oquedad circular, yacía, enroscado sobre sí mismo, el horripilante gusano de Haranaskar. En vano intentó encontrar palabras o imágenes para describírselo… Decir que era anillado, que era viscoso, que era abominable… no servía de nada. Sólo la alucinante imagen mental que había de él al verlo allí, realmente, como cosa viva, era suficiente para impresionar su mente; incluso llegó a cerrar los ojos un par de veces, intentando recordarlo, y al abrirlos, descubría que sólo había imaginado una pálida sombra de aquel espantoso ser. Era enorme, ocupando una extensión de unos doscientos metros, y su cuerpo tenía un grosor aproximado de dos… Poseía además todo lo malo y repugnante que la imaginación humana era capaz de concebir; era viscoso, de un color verde repulsivo, estaba cubierto de cerdas amarillentas agrupadas en la cúspide de botones de un tono marrón quitinoso que, a pares, surgían de su hediondo lomo, tenía garras y pinzas de insecto en algunos lugares, y también una especie de cuernos blandos inclinados hacia atrás, que temblaban aborreciblemente con los estremecimientos del ser.

Un leve hálito de aire frío azotó el rostro del señor Mendoza, aún inmovilizado por el terror. El cielo se había vuelto de terciopelo negro, y los diamantes de desconocidas constelaciones comenzaban a lucir en aquella creciente oscuridad… Durante unos segundos el terrestre permaneció quieto, hasta que un ominoso ruido le sacó de su marasmo… Lentamente, en el centro de la plaza, la cabeza del gusano de Haranaskar comenzaba a levantarse hacia el firmamento. Con horror, el señor Mendoza vio que en su extremo se abría una raja vertical, cruzada por otra horizontal, formando así una boca abierta en cuatro labios puntiagudos, cuyo interior no podía distinguirse…

Con un gemido, el señor Mendoza se volvió y, tambaleándose, corrió enloquecido por el mismo camino por donde viniera. No encontró absolutamente a nadie, y en el colmo del pavor, un pensamiento que le heló la sangre en las venas surgió en su mente… ¿Sería capaz aquel engendro de seguir una pista? Porque si era así… sin duda la suya era la más fresca de todas…

Con la respiración entrecortada, llegó a la morada de Stringiamor. El artista continuaba tendido en el suelo, en el mismo lugar en que él le dejase. El charco de sangre color limón se había hecho más grande, y el pobre ser respiraba pesadamente. Apenas tuvo tiempo el señor Mendoza de observar que el vello rojizo, antes suave y sedoso como la piel de visón, estaba ahora erizado y tieso, signo seguro de que Stringiamor estaba en la agonía… Sintiendo que un sudor frío le chorreaba por la velluda frente, Mendoza agarró al compositor por los hombros y lo colocó cruzado ante la puerta… Después, con el corazón latiéndole como una máquina de coser, se refugió en la habitación de Stringiamor, cerró la puerta, y amontonó tras ella todos los muebles que pudo…

Se dejó caer sobre la muelle cama de sedas y pieles, tratando de que su corazón se calmase. Casi lo había conseguido, cuando un sonido sibilante, procedente de la calle, volvió a llenarle de pavor. No intentó siquiera asomarse a una de las ventanas; tal era el espanto y el asco que le producía el solo pensamiento de volver a ver, tan siquiera una sola vez, al nauseabundo gusano de Haranaskar… Tratando de no hacer ruido, se dirigió a la bien provista despensa de Stringiamor y agarró un Irasco que parecía contener licor… Bebió un trago; era lava líquida… y no le animó, sino que le hizo sentirse aún más temeroso…

Un potente olor almizclado atravesaba las paredes, mientras una sombra curvada y potente se tendía sobre los cristales emplomados de la ventana ojival… El señor Mendoza aulló, tiró el frasco al suelo, y se encontró, sin saber cómo, debajo de la cama…

—Nisjo de gluta… —susurró, con un hilillo de voz—. ¡No me cogerás, maritenco!

Había sonidos aterradores en la habitación vecina. Algo terriblemente fuerte arrastraba cosas, movía las camas, tiraba las sillas… y el olor a hormigas, a escarabajos, a reptiles, era más intenso a cada momento… hasta el punto de que el señor Mendoza se encontró dando arcadas y devolviendo la poca comida que tenía en el estómago…

Luego sólo hubo un quejido, prontamente apagado, y un rumor de arrastre… Algo caía dando tumbos por las escaleras, mientras otra cosa, o cosas, reptaban por la calle, raspando las paredes con sus lomos cubiertos de haces de espinas…

El señor Mendoza, en el colmo del terror, perdió el sentido.

Cuando se despertó, era día claro. Algo tranquilizado, quitó la muralla de muebles que colocase tras la puerta, y abrió ésta. El cuerpo del infeliz Stringiamor había desaparecido, pero el rastro de baba limosa que cubría uniformemente las paredes, el mobiliario, y el umbral de la entrada principal era sobradamente aclaratorio con respecto a quien se lo había llevado.

No tuvo el más mínimo deseo de tremolar banderas ni de dar vivas a la Esffigornia, fuese eso lo que fuese… Esperó pacíficamente a que concluyese el octavo día, y cuando de nuevo el cielo comenzó a entenebrecerse, apretó el botón rojo.

Se sintió oprimido de inmediato por un cuerpo femenino, que se hallaba sentado en sus rodillas. La señorita Hollister, exhalando un intenso perfume, le tenía cogida la cara con las manos, y le dirigía una mirada capaz de condenar a un santo. El fichero Lorenzo, refugiado en un rincón, lanzaba torpes gemidos y derramaba unas anchas lágrimas escarlatas…

—¡Oh, querido! —dijo ella—. ¡Qué hombre más maravilloso!

Y le besó. El señor Mendoza, muy emocionado, se dejó hacer, pensando en que si no hubiera sido una chica educada y de buena familia, no se lo hubiera permitido, claro está.

Por fin ella se levantó, muy sonrojada y con los ojos azules brillándole como dos estrellas de primera magnitud. Se veía claramente que estaba excitada y enamorada, y que era capaz de cualquier cosa por él…

—Ocho días —dijo ella— a dos mil créditos… dieciséis mil créditos, que, con lo de antes, suman, ¡diecinueve mil seiscientos cincuenta créditos! ¡Oh, señor Mendoza, oh, oh! ¿Cómo ha podido soportar usted ocho días eso tan terrible…? ¡Me siento tan impresionada…! ¿Cómo pudo usted?

—Sencillamente, con un poco de valor, señorita Hollister… lo que no es difícil para un hombre de verdad, créame.

—Ya tiene usted todo lo que necesitaba, señor Mendoza. Ahora se marchará usted… ¿verdad?

—Claro que sí —contestó él, mirando el fajo de billetes y monedas que la señorita Hollister había depositado sobre la mesa—. Y no volveré a jugar más, se lo prometo. En fin… Por cierto, sólo por curiosidad… ¿aún hay cosas más… difíciles?

—¿Quiere usted decir… eh… oportunidades más retribuidas?

—Sí… Sólo por curiosidad, desde luego…

—Pues, ciertamente… Si es su gusto, yo le enseñaré una de las mejores… Lorenzo, dame la de dos por una…

Lorenzo emitió un llanto y se arrinconó, hecho una bola gris, en un extremo de la habitación.

—Sigue celoso, ¿sabe usted? Tendré que amenazarle un poco… ¡Vamos, Lorenzo! ¡Dámela! Si no lo haces me quitaré la ropa y me entregaré a este hombre extraordinario aquí mismo, delante de tus ojos…

Los lamentos con que el archivador entregó la nueva ficha hubieran conmovido a una hiena.

—Probabilidades, dos por una…

—Una de muerte, por dos de…

—No, no, señor Mendoza. Al revés. Dos de muerte por una de vida… Prohibiciones: moverse. Salario, ¡cincuenta mil créditos!

—¿Al día?

—A la hora, a la hora completa, señor Mendoza…

Por la mente de él pasaron en un segundo mil pensamientos que borraron por entero la imagen de la señorita Hollister, desmelenada y rebosando deseo por todas partes… ¡Cincuenta mil créditos en una hora! ¡Una fortuna! ¡El salario de toda una vida! No veía, no, a la rubia muchacha con la boca entreabierta, la lengua rozando los rojos labios, los ojos casi vueltos de excitación, el maravilloso cuerpo respirando apresuradamente, ondulando, ansioso de entregarse a él… Veía el aguijón de la suerte, una estupenda casa en la avenida principal, una astronave privada…

—La acepto —dijo, sin pensarlo más—. Va todo.

—¿Cómo?

—Que quiero ir… una hora tan solo…

Se encontró, completamente desnudo, con los brazos en cruz, en la cúspide de una alta y escarpada montaña. Sus pies se apoyaban en la cima, que tenía el tamaño justo para contenerlos… A los lados, los bordes de la aguja de roca caían a pico, sobre insondables precipicios cuyo fondo no se distinguía… Dominado por un espantoso vértigo, se dio cuenta de que en otras agujas de roca, que se extendían hasta el horizonte, había otros seres humanos desnudos como él, con los brazos en cruz como él… y que centenares de cables eléctricos pasaban a un centímetro de sus dedos abiertos, de sus brazos, cuerpo, piernas, tal como los cuchillos de un lanzador hubieran rodeado a su compañera…

Su cerebro y sus nervios vibraban continuamente bajo las ininterrumpidas órdenes que los patrocinadores lanzaban… Se dio cuenta de que estaba siendo utilizado como un computador vivo para controlar, a través de su flujo nervioso, la intensidad de la corriente que pasaba por los centenares de cables. Comprendió que se trataba de voltajes aterradores, capaces de freír un cuerpo humano en un microsegundo… solo con que una parte de su piel rozase uno de aquellos cables de cobre sería bastante…

A lo lejos, una de las figuras desnudas se deshizo en una fulminante llamarada blanca…

Sintiendo que el sudor goteaba por su frente, el señor Mendoza trató de no mover un solo músculo, de no mirar siquiera los aterradores precipicios… Pero parecía que le atraían, que tiraban de él.

A los ocho minutos treinta y dos segundos, su dedo índice rozó uno de los cables más gruesos.

En el despacho de Titán, la señorita Hollister esperó en vano, mientras Lorenzo reía sardónicamente en su rincón. Cuando hubo transcurrido media hora, la muchacha, con un suspiro, introdujo en un sobre los diecinueve mil seiscientos cincuenta créditos, lanzó una mirada indiferente al sillón que había ocupado el señor Mendoza, y guardó la suma de dinero.

La puerta se abrió.

La señorita Hollister desapareció inmediatamente.

La recién llegada, una mujer gruesa, muy pintada, con un traje de plumas y los brazos cubiertos de pulseras, lanzó una sorprendida mirada al interior de la habitación. Durante un instante le pareció que no había nadie en el lujoso sillón tras la mesa de marfil; después se dio cuenta de que un joven de negro cabello y ojos seductores lo estaba ocupando.

—Pase, por favor —dijo el joven, con una agradable voz de barítono—. Pase y siéntese…

La mujer ocupó una de las butacas ante el escritorio de marfil, fijando en el apuesto joven la intensa mirada de sus ojos retocados en color azul.

—Bueno, mire —dijo, con voz un poco ronca—. Me han dicho que aquí se puede ganar dinero fácil… Es que, ¿sabe usted? Me colé el otro día… Yo, bueno, soy una mujer de la vida, ¿sabe?, y una amiga me convenció para que le diera el servicio a uno de esos pulpos de Deneb. Que si no te preocupes, que ni no te puede pasar nada, que si no tienen los mismos cromosomas, o como se diga… ¡monsergas! Que me quedé embarazada de él, vamos, y que dicen que para sacarse eso de encima hay que ir a Deneb, y cuesta, ¡no sabe usted lo que cuesta! De manera que… ¿es cierto que ustedes tienen…?

—Oportunidades…

—Como le llamen… Yo soy Krasga de Nar, ¿sabe?

—Y yo —dijo él, con una sonrisa encantadora— soy el señor Hollister. ¿Una copa, señorita De Nar?