Un novicio para Su Grandeza

por Angel Torres Quesada

Las antiguas novelas de quiosco son un excelente campo de pruebas para todo autor en ciernes que se precie. Yo mismo llegué a escribir una cincuentena de ellas (¡hasta varios westerns!) antes de pasar a la «literatura mayor», y confieso que no me avergüenzo de ello. Ángel Torres Quesada se encuentra en mi mismo caso, sólo que él continúa, cuando yo lo dejé hace ya años. Empezó con el seudónimo de Alex Tower, y sigue ahora con el de A. Thorkent, bajo el que ha producido una saga casi comparable a la ya lejana de la Familia Aznar: la de la Caída del Imperio Galáctico. Con su auténtico nombre ha publicado también varios relatos, y las dos primeras novelas de una tetralogía, la de los Dioses (Dios de Dhrule y Dios de Kerlhe, en la revista Nueva Dimensión), que han despertado una activa controversia: entusiasmos y críticas a la vez. Ángel Torres Quesada es gaditano, y como todo buen escritor de cienca ficción se gana la vida por otros medios, en su caso regentando una pastelería de su propiedad, aunque para él lo realmente importante es la ciencia ficción; lo otro sólo le sirve para endulzar un poco su vida.

Un novicio para Su Grandeza puede inscribirse en las directrices que marcara Un cántico por Leibowitz, la célebre obra de Walter M. Miller, Jr., sin que ello pretenda establecer ninguna comparación. Señala, en sus líneas generales, las preferencias literarias de su autor: su predilección por la aventura, unos esquemas típicos de space-opera y un dinamismo argumental que es una de las cosas que más fallan en la ciencia ficción española actual, demasiado abocada a profundas elucubraciones sobre abstrusos problemas intelectuales. En pocas palabras: una obra que generalmente se lee con agrado y que además, al terminar la lectura, no deja la mente vacía.

1

El aire húmedo azotó al novicio en la cara cuando se asomó al estrecho ventanal para ver lo que ocurría en el patio. Un jinete estaba descabalgando, y varios monjes revoloteaban a su alrededor. Uno de ellos se hizo cargo del caballo, y los demás saludaron al recién llegado con sendas inclinaciones de cabeza. Luego le indicaron el camino hacia el interior del edificio.

El novicio se retiró de su observatorio y reanudó su lento caminar, tal como requería su condición, por los corredores sumidos en la penumbra. El jinete le había impresionado. Nunca había visto a un guerrero de Koremi hasta entonces. Aquellas ropas chillonas y los brillantes arreos de guerra contrastaban enormemente con el ropaje gris de los monjes.

Se preguntó Leser para qué habría llegado el guerrero al apartado monasterio de la Orden de los Pensadores. Entre sus compañeros de noviciado había corrido desde hada varios días el rumor de que alguien importante de la capital llegaría para entrevistarse con el Mayor Pensador; pero nadie conocía el motivo.

El guerrero hablaría con el Mayor Pensador en privado, y tal vez ni siquiera el secretario conocería la índole de la entrevista. Además, nadie se atrevería a preguntar nada. El silencio era la mayor virtud en aquella casa consagrada a la meditación y al estudio del pasado.

Leser el novicio, que estudiaba la especialidad más difícil que en el monasterio podía aprenderse, la de lector de lenguas, se dijo que antes de un año sería investido monje y que quizás entonces participaría de alguno de los secretos que a los neófitos les estaban vedados.

Las reuniones y las oraciones de los habitantes de aquella casa ya habían terminado aquel día, y la noche estaba cercana. Vio al final del pasillo a un monje encender las antorchas.

Había llegado casi sin darse cuenta hasta la celda del Mayor Pensador. Pasó por delante de ella temeroso. La puerta de gruesa madera estaba cerrada, y no podía oír nada de lo que dentro estuviera hablándose. Junto a la entrada descubrió, depositadas en el suelo sobre un paño negro, las armas del guerrero de Koremi El Grande. Se detuvo para estudiarlas. Allí estaba la espada dentro de su funda de cuero repujado y adornado con metales pulimentados, y un objeto parecido a un puño, de metal, introducido en un portante de plástico marrón. Recordó la descripción de una pistola que una vez leyó en un libro de la biblioteca.

Se apresuró a marcharse de allí cuando escuchó rumores de pisadas procedentes de otro pasillo. Si le descubrían curioseando el castigo podía ser doloroso. Unos latigazos y una semana recluido en la celda con sólo pan y agua por todo alimento.

Leser llegó a su pequeña celda y se echó sobre el camastro. Entornó los ojos y dejó vagar libremente a su imaginación.

No tenía noción del tiempo transcurrido cuando escuchó cómo la puerta de su celda se abría y la luz amarilla de una antorcha expulsaba de allí la oscuridad. Debía de ser ya de noche. Por la tronera habían dejado de penetrar los débiles rayos del sol.

—Levántese, novicio Leser. Vamos —dijo una voz.

Leser supo que era el monje secretario del Mayor Pensador. Se incorporó de un salto, nervioso. No era frecuente que aquel anciano se dedicara a ir a las celdas de los novicios.

—Serenos Pensamientos, hermano secretario —murmuró Leser, mientras se arreglaba la túnica y hacía las tres inclinaciones reglamentarias.

—Acompáñeme —respondió el secretario saliendo de la celda.

Leser caminó tras los pasos del que portaba la antorcha. Se sobresaltó al ver que era conducido hasta los aposentos del Mayor Pensador. Sintió miedo. Tal vez antes había sido visto por alguien cuando se había detenido ante la puerta y había curioseado las armas del visitante con pecaminoso interés.

Empezó a musitar una plegaria cuando el secretario golpeó suavemente tres veces la recia puerta de madera. Una voz ronca por los años partió del interior, concediendo permiso para entrar.

El novicio lo hizo con la cabeza inclinada, dispuesto a recibir una fuerte reprimenda primero y luego escuchar el castigo que le sería impuesto por su falta.

—¿Este es? —escuchó a una voz preguntar con decepción.

Leser conocía todas las voces del monasterio. Aquella era la primera vez que la escuchaba. Levantó la mirada del suelo y vio al guerrero de Koremi el Grande sentado en una silla de madera frente al Mayor Pensador, que fue quien respondió.

—Sí. Se llama Leser y es inteligente y buen estudiante. Conoce ya tanto como sus profesores. El año entrante será investido monje.

—Es muy joven. Tal vez demasiado —respondió el guerrero, mirando fijamente a Leser.

—Ese es un defecto que se cura con el pasar de los años —dijo el Mayor Pensador.

—Cierto; pero me temo que mi señor no estará contento con él. Dirá lo mismo que yo. Dudo que pueda servir porque tendrá poca experiencia.

Leser no comprendía todo aquello. No había esperado encontrar allí todavía al guerrero. Si no había sido llamado para ser castigado, ¿para qué entonces? El Mayor Pensador hundió su mano derecha dentro de su larga barba y pareció rascarse el mentón, diciendo lentamente:

—Sus dudas, guerrero, podríamos hacerlas desaparecer si usted supiera leer los textos antiguos. El novicio puede demostrarle ahora mismo que está capacitado perfectamente para el servicio que requiere Su Grandeza.

—Yo soy un guerrero —respondió éste un tanto ofendido.

—Lo sé. Por eso debe confiar en mí. Koremi no se sentirá defraudado. ¿Cree que yo me iba a atrever a dejar en entredicho el prestigio de nuestra Orden? Somos humildes servidores de Su Grandeza y le estamos muy agradecidos por los privilegios que nos otorgó desde su llegada. Es de nuestro interés que quede contento. ¿Qué me responde?

El guerrero, de rostro serio y endurecido, cruzado por tres pequeñas cicatrices en su mejilla derecha, pareció meditar. Luego dijo:

—Está bien. Yo no puedo decir éste o aquel. Debo llevarme a quien usted indique. Espero que no se tengan que arrepentir.

—¿Cuándo partirán? —preguntó el Mayor Pensador.

—Tan pronto como salga el sol. Confío en que el novicio sabrá montar a caballo.

—Sabe hacerlo —respondió el Mayor Pensador—. Nosotros procuramos que asimilen toda la enseñanza posible. El saber ayuda a pensar.

El emisario de Koremi el Grande se levantó y se detuvo unos instantes ante Leser. Le miró de arriba abajo, y comentó antes de salir:

—Tal vez sea preferible un hombre joven para tan largo viaje. Un viejo sería una carga pesada y retrasaría el regreso a la capital.

El secretario marchó con el guerrero. Leser no sabía si también él tenía que marcharse. Pero debía esperar a que su superior se lo indicara. El Mayor Pensador se levantó trabajosamente de su sillón y se acercó a él. Miró a Leser a los ojos y dijo:

—Leser, Su Grandeza nos pide un erudito en lenguas antiguas. Esto va en contra de nuestras leyes, pues un novicio no debe salir de esta casa cuando está a punto de profesar los votos de nuestra Orden; pero el bien de la comunidad aconseja que yo lo consienta. Koremi el Grande fue benévolo con nosotros y, contra lo que temíamos, nos respetó e incluso nos favoreció de muchas formas. Sólo por tales gestos debemos estarle agradecidos. Irás con el guerrero a la capital y te pondrás bajo las órdenes de Su Grandeza, obedeciéndole como si yo fuera.

Leser titubeó. Le salieron unas palabras entrecortadas y, después de un gran esfuerzo, pudo decir:

—¿Tengo que marcharme ahora, cuando estoy a punto de ser uno más en el pensamiento?

—Sí, así es. Pero esta casa siempre estará abierta para ti si sabes mantenerte puro en el mundo, si no renuncias a nuestras costumbres y pensamientos.

El novicio apretó los labios. Algo de ira apareció en sus ojos.

—¿Es una orden, Mayor Pensador? —preguntó, al cabo de un momento de silencio.

—No, no es una orden. Me es imposible ordenarte tal cosa. Yo sólo podría expulsarte si tu comportamiento me obligara a ello, pero tu conducta es impecable y si lo deseas puedes quedarte aquí.

—¿Quién iría en mi lugar si me negara?

El Mayor Pensador se volvió y regresó a su sillón. Desde allí miró al novicio y dijo amargamente:

—¿Supones que tomo mis decisiones sin meditarlas primeramente? El viaje será largo hasta la capital. Ninguno de los monjes expertos en lenguas lo resistiría. Todos son ancianos como yo. Y entre todos tus compañeros tú eres el único que puede dejar contento a Koremi. Si decides no marchar con el guerrero no te lo reprocharé. Consideraré que tus deseos de convertirte en monje son muy grandes. El guerrero regresará solo.

—¿Qué pasaría entonces?

—Ignoro cuál sería la reacción de Su Grandeza ante lo que podría considerar como una ofensa por nuestra parte.

El novicio Leser bajó la mirada, respiró fuertemente y dijo:

—Acataré sus decisiones, Mayor Pensador.

El anciano asintió con la cabeza. Pero en su mirada no había alegría ante la obediencia del joven.

—Estaba seguro de tu respuesta, Leser —dijo—. Puedes retirarte. Recuerda que debes estar en el patio a la salida del sol. No debes despedirte de nadie. Ya sabes que el monasterio siempre estará dispuesto a abrirte sus puertas si tu espíritu se conserva inamovible ante las bajezas del mundo.

Leser retrocedió de espaldas hasta la puerta. Hizo las tres reverencias al viejo monje y salió confuso de la celda, convertida su mente en un mar de pensamientos contradictorios.

2

Alguna ropa interior, unas libretas con apuntes sobre sus estudios, pequeños objetos personales, el Libro del Pensamiento, y algo de comida, eran todo el equipaje del novicio Leser encerrado en un saco de cuero y atado a su espalda por una correa.

Hacía frío aquella madrugada en el patio del monasterio. Cuando Leser bajó ya estaba esperándole el guerrero, montado en su caballo. Se cubría con una gruesa capa de pieles y le miró en silencio cuando apareció. Allí estaban el secretario del Mayor Pensador y el monje encargado de la portería, que sostenía por las bridas el caballo destinado a él.

Después de los saludos de rigor, Leser montó en su caballo y tomó las bridas con habilidad. El animal soltó un corto relincho. Luego Leser se volvió hacia el guerrero y le dijo:

—Cuando queráis, señor.

El emisario de Koremi hizo una señal al monje portero para que abriera las pesadas puertas del monasterio. Espoleó su caballo después de hacer un saludo con la cabeza al secretario, y cruzó el portalón. Leser no llevaba espuelas y se limitó a acariciar a su caballo. El noble bruto le conocía, y respondió a su requerimiento con presteza.

Leser, una vez fuera, se volvió para mirar la negra y triste mole granítica del monasterio. Pensó que quizá no la volvería a ver. Se había pasado toda la noche meditando, y había llegado a la conclusión de que el Mayor Pensador, pese a manifestar lo contrario, debía creer que el novicio Leser no regresaría más para profesar en la Orden de los Pensadores. Eso, al menos, se había figurado leer en los cansados ojos del más viejo de los monjes.

Iba a enfrentarse a un mundo que sólo conocía por vagas referencias. Se contaba mucho y malo de él. El monasterio estaba demasiado alejado de la ciudad o aldea más próxima, y hasta allí solamente llegaban las noticias tergiversadas de los mercaderes o personas piadosas que acudían al recinto para vender o dar limosnas.

Leser cabalgaba a unos tres metros tras el guerrero. Estaban saliendo de la región desértica y pantanosa que rodeaba al monasterio y que más de una vez lo había salvado de ser saqueado. Aquel peligro siempre había existido para los monjes, pero desde la llegada de Koremi el Grande parecía haber cierto orden, y las bandas de forajidos no menudeaban tanto como antaño. Los guerreros de Koremi habían impuesto la paz entre los campesinos después de duras campañas de castigo en las cuales siempre hubo algún inocente que cayó junto con los culpables.

Se decía que el mismo Koremi patrullaba una vez con una pequeña escolta y fue atacado por unos bandidos. Casi todos sus hombres cayeron en la primera embestida y luego él solo puso en fuga a los salteadores con la ayuda de su espada y pistola.

Leser sintió un escalofrío al pensar que él vería dentro de pocos días a Koremi, el hombre que llevaba conquistada casi toda la península. Se preguntó para qué querría un monarca tan poderoso a un erudito en lenguas antiguas. Generalmente aquellos conquistadores eran analfabetos e ignorantes. Si conseguían el poder era gracias a su osadía o a las traiciones cometidas, o al favor del veleidoso destino.

Al caer la noche, el guerrero, una vez fuera de la inhóspita zona, eligió un claro en un pequeño bosque. Allí procuraron alimento a sus cabalgaduras y prepararon algo de comer. Leser encendió fuego rápidamente y dispuso una pequeña marmita para hervir el agua. Ambos viajeros se sentaron junto al fuego a esperar.

El guerrero sacó una bolsita de cuero y, bajo la curiosa mirada de Leser, extrajo una pipa y atascó la cazoleta de tabaco. Con una ramita encendida prendió fuego a la pipa y empezó a aspirar el humo con deleite.

El novicio era la primera vez que veía fumar y se quedó mirando al guerrero como atontado. Éste se percató de la atención que le prestaba su joven compañero de viaje y le sonrió amistosamente, ofreciéndole su pipa para que fumara. Leser negó con la cabeza y dijo agradecido:

—No, señor. Gracias. No he fumado nunca, y creo que no me sentaría bien aspirar ese fuerte humo.

—Llámame Daniel —dijo el guerrero—. Me has gustado, muchacho. Cuando mi capitán me dijo que tenía que ir al monasterio a recoger a un monje monté en cólera. Me imaginaba que tendría que soportar a un viejo quisquilloso. Tú sabes montar, encender el fuego y parece que serás también buen compañero para charlas junto al fuego.

—No sólo nos limitamos a rezar y meditar en el monasterio, se… Daniel —Leser tuvo algún trabajo para llamar al guerrero por su nombre. Le parecía que estaba faltándole al respeto—. Allí nos enseñan muchas cosas prácticas.

—¿También a luchar? —insinuó Daniel, curioso.

—No, a eso no. Todo lo que nos enseñan son cosas pacíficas, útiles para ayudar a nuestros semejantes. Algunas veces los campesinos se acercan al monasterio para pedir consejo a los monjes sobre cómo sembrar, recolectar, preparar el ganado para que se reproduzca mejor, etc. A veces esos pobres hombres no saben descubrir una vaca mutante de una normal y se la comen como si tal cosa. La gente humilde necesita de la sabiduría de nuestros maestros. También acuden al monasterio para que los curen de sus heridas y ser sanados de sus enfermedades.

Daniel, en medio de una gran bocanada de humo, dijo:

—He conocido muchos monasterios, y en ninguno se dedicaban a ayudar a los demás —su voz se hizo dura—. Eran gentes egoístas. Acaparaban el grano y expoliaban a los granjeros. Koremi destruyó a muchos de ellos. Hizo bien.

—No serían pensadores —protestó Leser, con vehemencia.

—Claro que no. Se trataba de sectas discriminatorias. Abundan mucho por el norte. Algunas incluso ofrecían sacrificios humanos.

Leser sacó de una vasija hermética algo de carne y la echó a la marmita, después de sazonarla con especias. Saldría un buen estofado, pese a todo.

—Eres buen cocinero —dijo Daniel.

—Gracias. Nosotros, los novicios, tenemos que ayudar también en la cocina, y aunque en esta materia no soy muy hábil creo que no pasaremos hambre.

—Pronto llegaremos por donde están las granjas y en ellas nos darán de comer.

El novicio miró al guerrero. Sabía que los granjeros estaban obligados a dar albergue y comida a los soldados de Koremi el Grande a cambio de nada. Aunque aquello no le gustó, no comentó nada al respecto.

Se dijo que debía empezar a acostumbrarse a muchas cosas que no le gustarían. Tal vez aquella sería la primera.

—¿Cuántos días tardaremos en llegar a la capital? —preguntó Leser.

—Dentro de cinco jornadas. ¿Nunca has estado en ella?

Leser negó con la cabeza.

—Bueno —dijo el guerrero—. No sé qué impresión te causará, pero seguro que te alegrará conocerla —rió y añadió—: Allí se puede divertir uno con algunas monedas, sí señor.

—¿Cree que Su Grandeza me retendrá mucho tiempo?

—No lo sé. ¿Ya piensas en volver al monasterio?

—Sí. Estoy a punto de profesar en la Orden.

Daniel le miró fijamente y luego dijo con seriedad:

—Me temo que tus futuros hábitos quedarán colgados en espera de otro novicio.

El joven sintió deseos de preguntar al guerrero qué era lo que le hacia pensar así. Pero optó por callar y preparar en dos platillos de cinc la carne.

Después de cenar, mientras Leser se dedicaba a fregar los platos con arena, el guerrero colocó un paño negro en el suelo y sacó sus armas. En silencio, con la pipa apagada colgada de sus labios, procedió a limpiarlas concienzudamente.

Leser le observaba en silencio. Cuando terminó de preparar las dos mantas que iban a servirles para dormir, se aproximó a Daniel, que pulía con un trapo grasiento las brillantes piezas de la pistola.

—Hay que cuidarlas mucho, amigo —dijo Daniel levantando la mirada hacia Leser—. Cuando un soldado pierde o deja que su arma se le estropee, difícilmente puede reemplazarla. ¿Sabes lo que es esto?

Leser asintió.

—Es una lanzadora de proyectiles —dijo—. Lleva una carga de varios cartuchos en la culata y un percutor los golpea cuando se aprieta el gatillo. Se produce una explosión que impulsa una munición de plomo recubierta de cobre o acero. Puede alcanzar hasta mil metros. Existen también pistolas más largas cuyo alcance y eficacia son mayores. Se llaman rifles, escopetas, fusiles, etc. También hay otras máquinas que arrojan proyectiles ininterrumpidamente: son las ametralladoras, muy mortales.

Daniel abrió la boca con estupor y dijo asombrado:

—Me sorprendes. ¿Cómo sabes tantas cosas?

—Existen libros en la biblioteca del monasterio que hablan de armas —respondió Leser, sintiéndose importante. Nunca hubiera imaginado que sus conocimientos llegarían a sorprender a todo un guerrero de Koremi—. ¿Sabes lo que es un cañón?

Su interlocutor titubeó antes de responder:

—Creo que sí. Su Grandeza utilizó uno en la batalla de la Sierra. Pero pronto agotó los proyectiles y decidió hundirlo en un río.

—Los cañones componen una variedad muy grande. Disparan obuses que pueden llegar a pesar hasta quinientos kilos, y van más allá de los veinte mil metros. Pueden destruir el monasterio de un solo disparo.

Daniel terminó de montar su pistola y la guardó cuidadosamente en la funda. Muy serio, dijo:

—Será mejor que durmamos. Quiero reemprender la marcha antes de seis horas. El camino será a partir de ahora más peligroso a causa de los bandidos.

Leser se tumbó sobre la manta, liándose en ella. Estaba disgustado porque sabía que su erudición había humillado un poco al guerrero. Éste no había vuelto a hablarle. Lo vio a su lado, dándole la espalda y con sus preciadas armas al alcance. Se dijo que tal vez mañana olvidaría lo sucedido y volvería a mostrarse amable con él.

Durante la noche notó que el guerrero, en dos ocasiones, se levantaba y con sus armas prestas recorría los alrededores del campamento. Luego regresaba y volvía a quedarse aparentemente dormido.

Daniel le despertó cuando todavía era de noche, aunque por levante empezaba tímidamente a clarear. Le apresuró a preparar los caballos y partieron de allí en menos de cinco minutos.

Salieron del bosque después de dos horas de camino y entraron en una zona rocosa y de escasa vegetación. Era un paisaje desolador. Al mediodía Daniel permitió un descanso, comieron algo frío, bebieron agua de las cantimploras, alimentaron a los caballos y volvieron a montar.

Empezaba a oscurecer y avanzaban lentamente. Leser pensó que Daniel parecía temer algo, pues constantemente miraba hacia atrás y se detenía para otear el camino. El terreno seguía siendo abrupto. Quizá el guerrero estaba buscando ya un lugar donde pasar la noche.

—Koremi quedará satisfecho con tu labor, novicio —dijo el guerrero sin mirarle. Era la primera vez que se dirigía a él en todo el día.

—¿Por qué?

—Estás resultando ser más inteligente de lo que a primera vista me pareciste.

Leser iba a responder cuando algo silbó en el aire. Una larga vara pareció crecer rápidamente en la espalda de Daniel, que dejó salir de su garganta un ronco aullido de dolor. Quiso sostenerse sobre su caballo y sacar de la funda la pistola, pero terminó por caer pesadamente al suelo.

Un nuevo silbido ululante, agudo, y otra flecha floreció al lado de la primera en el cuerpo de Daniel. El guerrero dejó de moverse y sus dedos dejaron escapar la pistola que al fin había conseguido amartillar.

El novicio miró con estupor la escena. Tardó en comprender que eran atacados. Habían matado al guerrero y él podía correr en breve la misma suerte. Consideró la necesidad de escapar de allí lanzando al galope su caballo, pero se sentía paralizado en aquel lugar. Por primera vez en su vida conoció el verdadero miedo. Pero parte de su mente parecía permanecer serena y le había dictado que sería un suicidio pretender escapar. Las flechas eran más veloces que los caballos. Además, quienes habían matado a Daniel no debían querer hacer lo mismo con él. Habían tenido ya tiempo suficiente para matarle.

Descabalgó y se dirigió al caído. Quizá no había muerto aún y podía ayudarle. Empezó a arrodillarse junto al guerrero. Estaba tendiéndole la mano cuando una nueva flecha cruzó el aire y fue a clavarse en el suelo a menos de medio metro de él. Leser se levantó y miró las rocas que le rodeaban. Los emboscados, en número superior a la docena, estaban apareciendo. Se dirigían a él convencidos de no encontrar resistencia en el novicio.

Leser quiso recitar unas plegarias y no pudo. Súbitamente se había olvidado de ellas.

3

—Mira qué calladito está.

—Da pena matarle.

—Tal vez Oscar no ordene su muerte.

—¿Porqué?

—Recuerda que él dijo que sólo podíamos matar al guerrero, no al monje.

—No es un monje, sino un novicio.

—Es igual.

Los hombres volvieron a comer, ayudados con largos tragos de vino. Otro de ellos, después de limpiarse los labios con la mano, dijo:

—Oscar no puede tardar ya. Pronto sabremos lo que tenemos que hacer con él. ¿Le doy comida?

—Es una tontería alimentarle. ¿Y si Oscar decide matarle? Sería desperdiciar comida, ¿no?

—Tienes razón.

Leser escuchaba la conversación que sostenían los hombres que apenas hada dos horas habían dado muerte a Daniel. Le habían conducido a una gruta que debían utilizar como guarida cuando operaban por aquellos contornos. Varias mujeres, y no contra su voluntad, según dedujo, vivían con ellos. Algunas estaban armadas y casi todas eran muy hermosas. Vestían escasas ropas y llevaban al descubierto sus pechos.

El jefe de la banda, el llamado Oscar, había salido tan pronto como llegaron, y todos estaban esperando su regreso con impaciencia, ansiosos por saber la suerte que iba a correr el prisionero.

Una mujer, joven y bella, pese al desaliño de su indumentaria, se acercó a Leser. Llevaba en la mano una vasija. Se arrodilló junto a él y se la tendió.

Leser tomó la vasija, sin dejar de mirarla. Ella dibujó una sonrisa que pretendía ser amistosa y dijo:

—Es agua. Es buena y fresca. Cerca de aquí hay un magnífico manantial.

Bebió con ansiedad. Se daba cuenta de que tenía mucha sed. Devolvió la vasija de barro y dijo escuetamente:

—Gracias.

La luz de las hogueras le permitía percatarse de que era demasiado joven, casi una niña. Sus senos eran pequeños pero firmes. El cabello rubio y ralo caía sobre sus hombros desnudos graciosamente. El resto de su cuerpo lo cubría con unos pantalones cortos de tela gruesa.

—Me llamo Irene —dijo la muchacha—. Oscar es mi hermano.

—¿Regresará pronto? —preguntó Leser. Sabía que su vida podía durar lo que tardase en regresar Oscar.

Ella le sonrió de nuevo y respondió:

—No tengas miedo. Si has escuchado a esos tipos hablar sobre tu muerte para cuando regrese mi hermano, no te preocupes. Sé que él no piensa matarte.

—¿Estás segura?

—Oí que se lo decía a Nadia. Eres un monje y hombre de paz. Pero Oscar teme que estés de parte de Koremi porque ibas con uno de sus guerreros. Querrá interrogarte. Que vivas o no dependerá de tus respuestas.

—¿Cómo voy a saber lo que tengo que contestar para que Oscar me permita seguir mi camino?

—Dile la verdad. ¿Qué relación ternas con el soldado?

—Ninguna. Fue a buscar un monje al monasterio por orden de Koremi. ¿Crees que eso disgustará a tu hermano?

Irene movió la cabeza negativamente.

—No lo sé. A veces no comprendo a Oscar; pero él es un hombre instruido y no suele ser sanguinario con los monjes. Cuando era joven estuvo en un monasterio. Fue novicio como tú. Tuvo que escapar cuando la comunidad fue asaltada, incendiada, y todos sus compañeros pasados a cuchillo.

—¿Por eso se dedica ahora a asaltar viajeros?

La muchacha le miró esta vez irritada. Se levantó para alejarse, pero dijo antes de hacerlo:

—Parece ser que la situación actual no ha traspasado las piedras de tu monasterio. Oscar es un fugitivo desde que llegó Koremi el Sanguinario.

Leser quedó solo. Irene había llamado a Koremi, en lugar de el Grande, el Sanguinario. Parecía que los atributos a las personas podían cambiar de significado según el particular criterio de las personas.

En la caverna se produjo un revuelo. Un hombre alto y fuerte, seguido de tres más, todos bien armados, y una mujer de mirada altiva y belleza felina, irrumpieron con pasos rápidos. Leser reconoció en el hombre alto a Oscar, el jefe. La mujer debía ser Nadia, su compañera.

—Y a enterramos al guerrero —dijo Oscar a los hombres y mujeres que habían quedado en el refugio—. Recorrimos los alrededores y no hay rastros de tropas.

Luego se volvió hacia Leser y le hizo una señal para que se levantara, diciendo:

—Vamos, novicio. Ven.

Leser se levantó como impulsado por un resorte y siguió a Oscar, que se dirigía al fondo de la cueva. Allí, separado del resto por una cortina, había una especie de habitación acondicionada en la roca, con una mesa, un camastro y dos sillas por todo mobiliario. Oscar indicó con un ademán a Leser que se sentara.

El novicio vio entonces la pistola de Daniel pender del cinturón del jefe, además de otra de diferente modelo y una pesada espada. Oscar se sentó frente a él, después de encender una antorcha y correr la cortina.

—¿Reconoces esto? —preguntó el jefe, colocando sobre la mesa una saca de cuero que Leser identificó como perteneciente a Daniel con una inclinación de cabeza. Oscar continuó—: Dentro hay una carta de identificación para el Mayor Pensador de tu Orden religiosa, muchacho. En dicha carta Koremi pide un monje que sea capaz de leer textos antiguos escritos en varias lenguas. ¿Eres tú ese sabio?

—Sí, señor. El Mayor Pensador me honró con…

—Bueno, bueno. Me pareces muy joven, pero conozco al Mayor Pensador y sé que no enviaría a ningún inexperto a un requerimiento de Koremi. ¿Sabes para qué necesita Koremi un políglota?

—No.

—¿Preguntaste al guerrero?

—Desde luego, pero nada sabía al respecto.

Oscar tamborileó con sus dedos sobre el tablero de la mesa. Leser había pensado que iba a enfrentarse con un rudo y analfabeto jefe de bandidos, pero se había equivocado. Oscar sabía leer, pues de otra forma no se habría enterado del contenido de la carta. Además, Irene le había dicho que Oscar había estudiado en su juventud con unos monjes.

—¿Qué piensa hacer conmigo? —preguntó susurrante Leser.

—Se supone que debo matarte —respondió Oscar. Sonrió y agregó—: Al menos eso creen mis hombres. Ellos no entienden nada de nada. Nuestro Comité Libertador no duda en utilizarlos porque son necesarios para este tipo de trabajo. Muchos están conmigo porque creen que nos dedicamos únicamente a robar; pero la mayoría son buenos patriotas, ¿sabes? Luchamos contra Koremi el Sanguinario.

Leser permaneció en silencio. Apenas conocía lo que pasaba fuera de los muros del monasterio.

—Yo sabía que vosotros pasaríais por aquí y ordené que sólo matasen al soldado. Necesito de ti, muchacho —dijo Oscar.

—¿De mí? No comprendo qué utilidad puedo yo… —dijo Leser, visiblemente sorprendido.

—Tengo espías entre los criados de Koremi. Son fieles ciudadanos a la causa de liberación. Koremi prepara algo grande porque tiene la llave que le puede hacer dueño de algo muy poderoso, aunque él todavía no sabe de lo que es. Si logra adueñarse de tal poder nadie será capaz de expulsarlo del país. Será muy fuerte, más de lo que podemos imaginar. Pero para conseguir todo eso Koremi tiene necesidad de personas que sepan leer los textos antiguos, tiene que rodearse de sabios. Tú eres el primero. Te utilizará como una experiencia.

—Todavía no comprendo…

—Espera. El ejército de Koremi es poderoso y disciplinado, pero muchos de sus capitanes son ambiciosos y verían con agrado que su jefe desapareciera. Entonces lucharían entre sí por el poder. Si eliminamos a Koremi, las fuerzas enemigas se dividirán, y entonces nosotros actuaríamos con posibilidades de éxito.

Leser recogió su sucia túnica y miró a Oscar. Empezaba a comprender que Oscar quería su colaboración para algo muy importante. Preguntó:

—En concreto, ¿qué es lo que tengo yo que hacer?

—Estarás cerca de Koremi. Si logras conquistar su confianza tendrás mil oportunidades de servir a nuestra causa.

—¿Cómo?

—Matando a Koremi.

Leser había escogido un lugar apartado de los demás para dormir. Sólo había una pequeña hoguera en la cueva, y la oscuridad era casi total allá donde él se había refugiado. Desde allí podía ver la entrada. La luz de la luna penetraba por ella y le permitía distinguir al adormilado centinela apostado en el exterior.

Sólo escuchaba las respiraciones acompasadas de los durmientes y los sordos ruidos del exterior.

No volvería al monasterio. Estaba seguro de ello. Su situación no podía ser peor. Si quería quedar libre tendría que acatar las órdenes de Oscar, ir a la capital, presentarse ante Koremi, contarle unas mentiras bien urdidas… y luego matarle. No podía ni pensar en engañar a Oscar diciéndole que cumpliría con sus deseos, para luego servir fielmente a Koremi. En el palacio del dictador vivían muchos espías de los conspiradores que no dudarían en acabar con él si se percataban de su traición. Así se lo había advertido Oscar al terminar la entrevista que había sostenido con él y decirle que tenía toda la noche para pensarlo. Si no aceptaba, nunca saldría vivo de allí.

Leser escuchó cómo alguien se acercaba a él arrastrándose por el dado el Mayor Pensador en aquella situación si hubiera podido. Seguramente le diría que era preferible dejarse matar antes que convertirse en un asesino. Terna todos los caminos cerrados. Cualquier determinación que tomase le cerraría las puertas del monasterio. Su mayor ilusión, verse convertido en monje, había quedado frustrada desde el momento mismo en que abandonó los viejos muros de la Orden de los Pensadores.

Leser escuchó como alguien se acercaba a él arrastrándose por el suelo. Se incorporó a medias y una mano suave le tapó la boca.

—Soy Irene —dijo una voz queda.

Leser notó la proximidad del cuerpo de la muchacha y se escandalizó cuando ésta se introdujo en su lecho.

—¿Qué haces? —preguntó asustado.

—No hables tan fuerte. Puedes despertar a los demás. Quiero hablar contigo.

—¿Y tu hermano? Si nos descubriera…

Ella soltó una risita de complicidad y dijo:

—Está con Nadia y no creo que escuche nada. Dime, Leser, ¿qué piensas hacer? Oscar me contó lo que desea de ti.

—No lo sé. Me pide algo muy duro para mí, algo que va en contra de mis creencias. Yo no soy, no puedo ser como los demás.

—¿Por qué te crees diferente? Eso es ser presuntuoso.

Leser sudaba. El semidesnudo cuerpo de la muchacha estaba cada vez más junto al suyo y le costaba un gran esfuerzo hablar.

—Es un homicidio —dijo Leser al fin.

—Es justicia. Koremi ha matado a miles de personas. Cuando llegó a estas tierras ajustició a todos los que él creyó que podían ser peligrosos.

—Pero Oscar quiere que robe algo que todavía no sé lo que es y que luego mate a Koremi sin dar la cara —protestó.

—También Koremi ordena asesinar a sus víctimas sin verlas.

Leser quiso escrutar el rostro de la muchacha pese a la oscuridad. Apenas distinguió su silueta, pero sus manos podían acariciar su espalda. La piel era suave y las yemas de sus dedos parecían estar cargadas de electricidad al tocarla.

—Yo no puedo… —jadeó el novicio.

—¿Por qué no? ¿Insistes en creer que eres diferente, mejor acaso que los demás? —la voz de Irene era impaciente, nerviosa. Se apretó más contra él y le besó con fuerza.

—Me gustas —dijo Irene al cabo de un instante—. No deseo que mueras. Te esperaré. Si obedeces a mi hermano podremos volver a encontramos. ¿Qué te puede ofrecer el monasterio? Yo puedo hacértelo olvidar, demostrarte que eres como otro hombre cualquiera…

Leser no podía pensar. Todavía tenía en sus labios el fresco sabor de los de la muchacha. No quiso hablar más. La tomó entre sus brazos y esta vez fue él quien buscó con ansia, aunque con marcada inexperiencia, el beso.

El jinete vestía la túnica de novicio y se alejaba. Al llegar a unos cien metros ladera abajo, se volvió y agitó un brazo a manera de saludo. No esperó la respuesta de los que permanecían en la entrada de la cueva y espoleó su caballo, desapareciendo al doblar un pequeño montículo.

Oscar soltó una carcajada y dio unas palmadas en las nalgas de Irene.

—Conseguiste lo que yo no pude, hermana —dijo.

Irene tenía la vista perdida en el horizonte, por donde Leser se había marchado con la sonrisa en los labios, una sonrisa difícil de clasificar. Pero la despedida ante Oscar y Nadia había sido temerosa por parte del muchacho. Habíase atrevido a guiñar un ojo a Irene, y ella se sintió sucia por hacerle creer que ambos compartían un secreto.

—Quizá hubiera aceptado de todas formas por salvar la vida —dijo Irene.

—No. Yo conozco bien a esos tipos. Por algo fui uno de ellos. Durante mis primeros años de noviciado me hubiera dejado cortar el cuello antes que renegar de mi fe. Luego me di cuenta de lo que en verdad era aquel monasterio. Pero esto no viene ahora al caso —dijo Oscar con una sonrisa enigmática—. Leser estaba indeciso cuando yo le hablé. Necesitaba un pequeño empujón para terminar de convencerle. ¿Acaso existe otro mejor consejo que el de una linda muchacha por la noche?

Irene le volvió la espalda y regresó a la cueva. Oscar no le hizo caso, no había visto la tristeza en los ojos de Irene. Nadia, por el contrario, la miró, movió la cabeza y marchó tras ella.

4

Era una hermosa terraza con suelo de mármol, amplia y con una gran vista sobre la capital. Leser se aproximó a la balaustrada y miró. Abajo estaban las casas apiñadas, reconstruidas algunas sobre ruinas.

Formaban un conjunto gris y monótono. Por las estrechas calles la gente circulaba aprisa o bucólica. Cerca había un mercado, y allí la multitud era abigarrada y hasta él llegaba el estridente griterío de los vendedores pregonando sus mercancías. Las carretas cargadas o los coches de comerciantes potentados tenían a veces que abrirse paso a latigazos. Iban tiradas por enormes caballos mutantes, poderosos pero de lento caminar, que no servían para ser usados como monturas pero eran muy útiles para labores.

El enorme palacio de Koremi el Grande estaba edificado sobre una elevación del terreno y en el centro de la ciudad. Se encontraba bastante bien conservado, aunque la parte Este mostraba signos de ruina, haciendo pensar que había sufrido un incendio en el pasado. Muchas casas de la ciudad también parecían haber sufrido la acción del fuego. Algunas estaban reparadas, pero otras resultaban inhabitables, siendo usadas solamente por mendigos, mutantes e inválidos.

Leser hada dos días que había llegado a la capital. En la puerta de las murallas presentó a los soldados las cartas y documentos que pertenecieron a Daniel. Luego, en su entrevista con el oficial de servicio, tuvo que declarar que el guerrero que había marchado al monasterio a buscarle había sido víctima de un accidente al caer su caballo por un barranco. Al quedar bien probada su identidad fue conducido al palacio de Koremi, quien le recibió de inmediato. Leser fue introducido en una estancia grande. Al fondo estaba Koremi, discutiendo con algunos de sus capitanes y hombres encargados de la administración. Apenas pudo distinguirlo bien a causa de la distancia. Un criado se acercó a Su Grandeza para anunciarle su llegada. Koremi escuchó sin levantar la mirada de unos documentos, dijo algo, y el criado retomó al lado de Leser, diciéndole que Koremi le daba la bienvenida y que disponía para él una de las más cómodas habitaciones del palacio.

Luego supo que Koremi tuvo que salir aquella misma mañana de la capital. No regresó hasta el día siguiente. Apenas debía haber descansado unas horas cuando ordenó que el novicio fuese conducido a su presencia.

Leser se apresuró a vestirse cuando dos criados acudieron a su habitación para comunicarle que Su Grandeza le esperaba en el estudio. El novicio fue conducido esta vez a los pisos superiores del ala Sur, quizá la mejor conservada del edificio. Allí la guardia era más nutrida y disciplinada. Todos los soldados llevaban armas de fuego además de alabardas.

Un oficial le dijo que aguardase en la terraza, que Koremi no tardaría en recibirle.

Leser dio la espalda a la ciudad y retornó lentamente junto a la puerta custodiada por dos guerreros, que debía conducir al llamado estudio de Koremi.

Volvió a aparecer el oficial y dijo a Leser:

—Su Grandeza le espera. Sígame.

Fue introducido en una estancia de amplias dimensiones, bien iluminadas por la luz que penetraba a través de grandes ventanales. Leser se quedó plantado cerca de la puerta, mirando con estupor los objetos y muebles que llenaban a rebosar la habitación.

—Adelante, joven —dijo una voz con segura entonación.

Leser se agitó y miró a Koremi el Grande, que estaba delante de una sólida mesa, apoyado en ella. Por todas partes se veían paquetes de papeles y libros. El novicio se inclinó ante Su Grandeza y recitó el saludo ritual de su Orden.

—Gracias —respondió Koremi—. Aproxímate y siéntate ahí.

Le señaló una silla acolchonada con piel. Luego dio la vuelta a la mesa y tomó asiento en un amplio butacón.

Leser estaba gratamente sorprendido ante Koremi. Había esperado encontrarse con un hombre brutal, de feo aspecto, tarado y lleno de malos modales. Cuando lo vio a su llegada, a causa de la distancia, no pudo distinguirlo bien. Ahora, teniéndole a menos de un metro, llegó a la conclusión de que Koremi el Sanguinario, como le llamaban sus enemigos, daba la impresión de ser un hombre cultivado e inteligente. Instintivamente se acordó de Oscar.

Koremi apenas debía contar cuarenta años. Era de mediana estatura, moreno, y su cara estaban bien rasurada. Vestía con sencillez y sus manos eran suaves, cuidadas. A Leser le costaba trabajo imaginarse a aquel hombre empuñando un arma. Su lugar más adecuado estaba en el monasterio, enseñando a los novicios los textos teológicos de la Orden.

—Parece que te ha sorprendido esta habitación, ¿no? —preguntó Koremi.

Leser asintió. Trató de imprimir a sus palabras un tono de respeto cuando dijo:

—Gratamente, Su Grandeza.

Se permitió girar la cabeza para estudiar lo que allí había en gran número y en caótico orden. Libros, cajas, aparatos, muebles y grandes montones de papeles. Leser pensó que allí debía haber tantos textos como en la biblioteca del monasterio, lo que en aquellos tiempos podía ser considerado como algo insólito.

—Mientras mis hombres robaban dinero, joyas, telas y mujeres, yo me he estado haciendo con estas cosas —dijo Koremi—. Me informaron de la muerte del guerrero que fue a buscarte. ¿Cómo ocurrió?

El novicio contó la mentira que habían urdido Oscar y él. Koremi le escuchó en silencio y, al terminar, Leser se preguntó si habría sido totalmente creído.

—¿Qué hiciste con él? —inquirió Koremi.

—Lo enterré, Su Grandeza.

—Bien hecho. Vas a trabajar para mí, muchacho. Espero que el Mayor Pensador haya elegido bien y me sirvas. ¿Tienes idea de para qué has venido?

Leser negó en silencio con la cabeza.

—Si respondes adecuadamente tú puedes ser el primero de un ejército de hombres que necesito. Un ejército de paz, no para la guerra sino para la reconstrucción. ¿Entiendes?

—No, Su Grandeza.

—Mira a tu alrededor. ¿Ves aquí armas? No, sólo libros, planos, mapas, riqueza más valiosa que he ido acumulando en lugar de oro o plata. Algún día será más apreciado un buen libro que un montón de joyas. Están esperando que alguien sepa sacar a estos legajos todo su valor, convertirlo en algo tangible, real. Quiero hacer rentable esta fortuna.

Koremi se levantó y cogió de una estantería unos libros bastante bien conservados, casi tanto como los del monasterio, pensó Leser.

—Están escritos en inglés, alemán, francés y ruso. La mayoría son libros técnicos, de estudio. Yo no los entiendo. Bastante he tenido que trabajar para saber leer y escribir el idioma que hablo. ¿Conoces estas lenguas?

Leser tomó los libros que le daba Koremi y los ojeó.

—Sé leer en estos idiomas. Y también en italiano y portugués. Pero…

—¿Qué? —preguntó Koremi, arrugando el ceño y volviéndose a sentar.

—Son textos científicos, y muchas de sus palabras no tendrán significado para mí.

—Quiero que me traduzcas todos esos libros. Tengo buenos diccionarios bilingües. No espero que tú solo realices todo este trabajo. Sólo quiero probar ahora que podemos sacar a estos papeles algo provechoso. Luego puedo hacer traer más traductores de los monasterios. Ya tengo trabajando para mí, en un lugar apartado, a un equipo de hombres inteligentes que he estado encontrando diseminados estos años. Son técnicos en mecánica, una ciencia que en muchos sitios consideran como una brujería. Una vez llegué a un poblado y vi cómo terminaban de colgar a unos veinte ancianos de varios árboles. Pregunté qué crimen habían cometido y me respondieron que habían conseguido poner en marcha un vehículo sin la ayuda de los caballos. ¡Figúrate! Si yo hubiera llegado unos minutos antes hoy tendría bajo mi servicio a veinte sabios. Hice arrasar el poblado y ordené ejecutar a todos aquellos ignorantes.

Leser se estremeció. ¿Mató Koremi a aquella gente por vengar el crimen? ¿Hubiese actuado del mismo modo si los ajusticiados hubieran sido ignorantes campesinos? No supo qué contestarse.

—Por suerte —siguió diciendo Koremi—, encontré el vehículo intacto. Alguien apareció y me dijo que era —o había sido— compañero de los ejecutados, que pudo esconderse de sus vecinos. Ordené cargar el vehículo en un carro grande y me traje al superviviente. Hoy vive con otros hombres como él que estudian la mecánica de los motores. Alrededor de ese lugar he tenido que montar una pequeña guardia porque la gente de los alrededores ha pretendido más de una vez matarlos a todos. Los consideran brujos. ¡Estúpidos!

Koremi golpeó con el puño en la mesa. Su boca formó un rictus de amargura y continuó:

—He recorrido miles de kilómetros —notó la expresión de curiosidad de Leser, sonrió y explicó—: Sí, sé lo que es un kilómetro. Mis padres aprendieron de sus abuelos muchas cosas. Tuvieron que hacerlo a escondidas para que sus vecinos nunca recelaran. Incluso sus conocimientos tenían que mantenerse en secreto. Murieron víctimas de una banda de salteadores. Yo escapé y tuve que unirme a una partida de hombres hambrientos. Encontramos un pequeño depósito de armas y me convertí en caudillo de un puñado de soñadores. Pronto mi grupo se convirtió en un ejército. Implanté una disciplina férrea y fue tarea fácil hacerme dueño de casi toda la península. En ningún sitio había resistencia suficiente para detenerme. He mandado cuerpos expedicionarios más allá de nuestra meseta y ahora dispongo de puertos y fortalezas que pueden permitirme más adelante seguir implantando el orden. Sé que en el Norte la cosa no está mejor que aquí, pero allí existen muchas riquezas olvidadas y yo tengo que descubrirlas.

—¿Riquezas como ésta? —preguntó Leser, haciendo un ademán que abarcaba toda la estancia.

—Sí. El oro lo reparto entre mis capitanes, por eso me son tan ñeles. Ningún caudillo se guarda papeles para él y entrega el oro. Pero estas tierras son difíciles de gobernar. Creo que siempre lo fueron. Parece que prefieren vivir en la anarquía. Existe un movimiento contra mí que por días está tomando mayor peligrosidad. Apenas una pequeña parte de mis soldados están armados con pistolas y fusiles. Las armas de fuego se estropean con facilidad y la mayoría son imposible de arreglar. Y las municiones escasean. Los artesanos apenas pueden sustituir las que se consumen. Ya apenas se encuentran las antiguas en buen estado.

Koremi se pasó la mano por el rostro. Sus ojos parecían fatigados.

—El mismo día en que tú llegaste tuve que salir hacia una aldea donde una partida de bandidos se habían hecho los amos, matando a mi guarnición. Hicimos un buen escarmiento. La gente no comprende que esos bandidos no son patriotas, sino asesinos. Ahora volverán a llamarme Sanguinario y otras lindezas por el estilo.

»Estoy fatigado, muchacho. He querido recibirte aquí porque esta habitación será tu sala de trabajo. Dentro de estos cajones encontrarás lápices, plumas y tinta. He dispuesto que un criado esté continuamente a tu disposición. Puedes pedir todo lo que necesites. Eres libre de andar por el palacio, pero te aconsejo que no salgas de él. La ciudad es peligrosa para quien no la conoce.

Koremi se levantó y salió de la habitación. Leser se quedó durante unos minutos de pie. Su mano se hundió dentro del bolsillo de su túnica y tocó el pequeño frasco que Oscar le había entregado para que asesinara a Koremi el Grande de una forma que nadie pudiera acusarle. Sacó el frasquito y lo miró. Contenía un líquido incoloro. Oscar le había asegurado que resultaba insípido dentro de una copa de vino. Producía la muerte a los pocos minutos de ser tomado y no se conocía ningún antídoto contra él.

Las palabras de Koremi le habían resultado extrañas. Hablaba de un país grande, pero los oriundos de aquellas tierras lo consideraban como un extranjero. Era normal que se le tachase como extranjero, pues lo era todo aquel que llegase después de dos días de viaje. Las patrias resultaban ridiculamente pequeñas hoy en día si eran comparadas con las que existieron antaño. Sin embargo, Koremi no se veía a sí mismo como un invasor. Consideraba aquella ciudad tan suya como el pueblo donde nació. Leser recordó que los monjes llamaban extranjeros a los hombres de la capital antes de la llegada de Koremi. Y sólo habían seis días de camino a ella desde el monasterio. Menos de doscientos kilómetros si en lugar de utilizar las viejas carreteras se seguían los senderos abiertos por las carretas y el ganado.

5

Al principio, Leser estuvo desorientado dentro de aquella habitación. No sabía por dónde empezar. Con la ayuda de Hugo, el criado puesto a su servicio por Koremi, comenzó su trabajo preliminar de ordenación. Preparó un archivo, donde fue anotando primeramente la existencia de libros. Luego los clasificó por lenguas y temas. Para suerte suya, cerca de un sesenta por ciento estaban escritos en su idioma nativo, pero estimó que los más importantes eran precisamente los que tenían que ser traducidos.

Los mapas estaban algunos tan deteriorados que decidió separarlos de los demás, los limpió, quitóles el polvo acumulado durante muchos años y preparó para ellos unos estantes apropiados. Luego vino lo más difícil: los planos. Aquí su ignorancia era casi total; pero decidió colocar a un lado los de arquitectura y en otro los de mecánica.

A los tres días de trabajo intensivo se enfrentó con los aparatos. Muchos de ellos los conocía, pero la mayor parte eran enigmas completos para él. Consideró que el noventa por ciento eran sólo parte integrante de máquinas mayores, y que por lo tanto resultaban inservibles. Se llevó una grata sorpresa al descubrir una máquina de escribir dentro de una caja metálica. La estudió y llegó a la conclusión que de poco le podía servir aun después de un esmerado engrase. La cinta estaba deteriorada y no encontró ninguna otra. Además, si la hubiera hallado con toda seguridad estaría en mal estado. El tiempo era inflexible con ese material, a no ser que la cinta estuviese bien cerrada y precintada. Por supuesto que no había tenido ocasión de aprender el manejo de una máquina de escribir, pero estaba seguro de que hubiese aprendido pronto. En el monasterio había leído algo sobre ellas y conocía un poco su mecánica, que no era muy compleja.

Koremi acudió al quinto día. Pareció satisfecho ante la labor realizada por el joven. Cuando éste terminó de explicarle lo que había hecho, se sintió un poco desolado ante la cantidad de material que el novicio había considerado como inservible. Pero luego se mostró complacido ante la reparación que había llevado a cabo en un microscopio, unos anteojos de campaña, varias reglas de cálculo y la puesta a punto de la máquina de escribir.

—Creo que puedo hacer unas modificaciones para conseguir que escriba, Su Grandeza —dijo Leser—. Modificando esas barritas donde descansan las letras, puedo colocar una pequeña tira de algodón entintado donde los tipos se impregnarán previamente de tinta para luego escribir el papel.

Koremi elogió su ingenio, pero Leser se apresuró a explicar:

—No es nada nuevo, Su Grandeza. En el monasterio existe un libro que trata de esa técnica, y mucho antes que existiera este modelo hubo otro que trabajaba con tampón. No resulta tan legible ni limpio como el que utiliza una cinta, pero no veo otra posibilidad de sacarle provecho. No me he atrevido a hacer nada antes de pedirle permiso, pues puedo terminar estropeando para siempre la máquina.

—Tienes mi permiso para hacer lo que creas más conveniente, Leser.

El novicio se sintió complacido al oírse llamar por su nombre. Aquella corta visita de Koremi le animó a seguir trabajando. Hugo resultó ser un buen ayudante y en poco tiempo dejó de ser su criado para convertirse en su amigo.

—Con unos arquitectos sería capaz de traer a la capital las aguas de los manantiales cercanos, Hugo —dijo Leser una tarde al criado.

—Hay pozos suficientes ya.

—Los antiguos disponían de agua corriente en sus casas. Sólo tenían que mover una especie de palanca para tener toda la que quisieran.

—¿Cómo es posible eso?

—Si algún día revisas el palacio descubrirás en ciertos lugares que todavía quedan tuberías de plomo y restos de grifería. Las calles aún deben conservar en el subsuelo las canalizaciones. Sólo sería preciso repararlas.

Leser se llevó una grata sorpresa cuando dentro de un cajón olvidado encontró toda una colección de libros de medicina. Se apresuró a rogar a Koremi que acudiese al estudio. Le mostró lleno de alborozo los libros.

—Están escritos en nuestro idioma, Su Grandeza —dijo Leser, golpeando con sus dedos las tapas descoloridas. Olían a humedad, a ancianidad, pero aquel olor a él le sabía a flores—. No debemos descuidar la salud. Los curanderos deben dejar de ser tales y convertirse en médicos.

Koremi hojeó los libros con el ceño fruncido.

—Muy interesante, pero me temo que al igual que con la medicina, toparemos siempre con la misma dificultad. ¿Quién aprenderá adecuadamente estos textos y luego podrá enseñarlos sin tergiversarlos?

—El monje Pablo es un entendido en esta materia, Su Grandeza. El sana a los enfermos mejor que cualquier curandero. Allá en el monasterio conserva libros, no tantos como los que hay aquí, pero muy eficaces para su labor.

—Creo que tendremos que hablar muy extensamente de este asunto, Leser —sonrió Koremi—. Siempre pensé que los monasterios eran como oasis de sabiduría en medio de este extenso desierto de ignorancia. Por eso no sólo me limité a respetar a los buenos monasterios, sino que los amparé cuanto pude. No es que comparta sus credos y dogmas, no. Pienso que pierden algo de su tiempo en los ejercicios religiosos, pero dedican también una buena parte de él a mantener la cultura dentro de sus recintos.

—¿Qué pensáis hacer, Su Grandeza?

—Quiero visitar personalmente los monasterios más idóneos, los que además de profesar culto a su religión lo hacen también a la ciencia. Quizá convenza a sus jefes para que conviertan sus edificios en seminarios educativos. Allí podrían ir quienes quieran ser monjes u hombres de ciencia.

—La labor que quiere emprender Su Grandeza es extraña… y maravillosa a la vez.

—Tal vez. Cualquier conquistador apetecería riquezas y poderes. Y ya ves, Leser, este pueblo me odia en su mayor parte porque me considera un dictador, un tirano. Sin embargo, lucho por conseguir mejoras. Pero ellos no lo comprenden. He implantado registros, censos, impuestos, etc., y toman estas medidas como opresiones. Esta tierra siempre ha sido anárquica, indisciplinada, y ahora lo es más aún.

—No le comprendo, Su Grandeza.

—¿Por qué no? Seguramente tú también tenías de mí un particular concepto, ¿no?

Leser se ruborizó.

—Sí, Su Grandeza. Reconozco que me he equivocado.

Koremi sonrió con amargura.

—¿Sabes acaso el porqué de mi ansiedad, de mi desesperación? Quizá es porque tengo la convicción de que no llegaré a ver completada mi obra —ante el silencio respetuoso de Leser, Koremi agregó—: Hace muchos años que la humanidad se sumergió en el océano de la ignorancia. Los gobiernos cayeron, se destrozaron en la guerra. Las poderosas naciones desencadenaron el Desastre y fueron las primeras en perecer. Quedaron en parte libres de la Lluvia de la Muerte las que eran neutrales. Pese a lo que se pensó, el continente que primero debía perecer sobrevivió. Pero también el caos llegó hasta aquí. Las pasiones se desataron y un huracán de destrucción, de anarquía total, destruyó la sociedad que pudo haber subsistido. Los gobiernos no supieron atajar la marea de desórdenes. Pecaron de débiles cuando era necesaria una mano dura.

»No me he preocupado de leer libros científicos, pero sí he devorado cuanto he encontrado referente a la historia, economía, política… Después del Desastre vinieron las matanzas de políticos. Los ejércitos se sublevaron y mataron a sus jefes. Las fuerzas de policía fueron impotentes para mantener el orden. Las fábricas y talleres se vieron abandonados. Las grandes universidades se vaciaron, y las irreemplazables bibliotecas fueron saqueadas. Los libros sirvieron de combustible cuando las energías vitales de aquel tiempo se agotaron. He visto valiosos cuadros que otrora estuvieron en cuidados museos sirviendo para tapar agujeros del techo de chozas, obras de arte destrozadas. Puedo hacer un relato interminable sobre este tema.

»Las gentes sólo se preocuparon de acaparar comida y armas. Se luchó en una cruel guerra civil. Las armas se fueron estropeando y las municiones agotando. Se volvió a la espada y a la lanza, al arco y las flechas. Las naciones se convirtieron en regiones primero y luego éstas en ciudades fortalezas. Pero todo siguió desmoronándose. Lo que se caía, nadie se preocupaba de levantarlo. ¿Cuánto tiempo ha pasado desde el Desastre, Leser?

El novicio escuchaba absorto a Koremi. Al oír su nombre sintió un escalofrío y se apresuró a contestar:

—No lo sé, Su Grandeza.

—Yo calculo que entre cien y ciento cincuenta años. Menos de un siglo y medio para destruir una civilización de milenios, para hacerla retroceder a la Edad Media, pese a que todavía conservamos algunas pistolas y rifles. Pero pronto no quedará nada de nada si no detenemos este retroceso y comenzamos la reconstrucción.

—Su Grandeza debe tener algún plan. ¿Puedo conocerlo?

Koremi tomó con sus manos a Leser por los hombros y le dijo:

—Por cierto. Tengo depositada toda mi confianza en ti, muchacho. Quiero educar a la gente, hacer que se interese por los estudios. Tengo que recorrer este continente, traspasar la cordillera y visitar los lugares donde deben permanecer grandes depósitos de maquinarias agrícolas, armas, bibliotecas completas, medicinas, equipos para producir energía, de todo. Hay que volver a perforar los pozos de petróleo del Este y reacondicionar las viejas carreteras que actualmente todo el mundo rehúye.

»Antes del Desastre, algunas organizaciones debieron intuir lo que sucedería y escondieron bajo tierra grandes reservas para el futuro. Deben estar bien preparadas, acondicionadas sus instalaciones para que las medicinas no se estropeen y las máquinas no sean corroídas.

»Uno de los pocos monasterios que he destruido no era tal casa de oraciones, sino que conspiraban contra mí. Entonces ellos tenían los planos para llegar hasta esos viejos depósitos. Estoy seguro de que deben estar entre estos papeles. Pero entonces mi enemigos carecían de la clave para identificarlos. Hoy ellos deben poseer ya la clave, pero no así los documentos. Quiero que tú me encuentres esa pista en medio de tantos papeles, Leser. Tal vez logremos descifrar este enigma sin necesidad de clave alguna.

«Necesitamos esos depósitos para edificar una nueva civilización que sobreviva a nuestra muerte. Tiene que ser fuerte, disciplinada, continuar el sendero que yo trace. Pero antes que nada tendríamos que desterrar el hambre de estas tierras, levantar el interés por el estudio entre la gente, desterrar la superstición. Es necesario inculcar un sentido de patria, de hogar y de orden. De responsabilidad ante ellos y sus descendientes, de unidad para el bien de todos.

»E1 destino nos ha dado un corto plazo para poder realizar esta labor. Si dejamos pasar los años y con ellos permitimos que la herencia de nuestros mayores sea aniquilada, la raza humana no volverá a recuperar lo perdido hasta dentro de varios milenios. Cada vez se verá más hundida en el fango y la miseria.

Leser se sintió terriblemente cansado al atardecer. La taza de caldo que le había llevado Hugo al estudio se enfriaba sobre su mesa de trabajo. Le dolía la mano derecha de escribir y los ojos de fijarlos en los libros. Había traducido, sintetizándolo, un extenso manual de agricultura que sería impreso en breve en una imprenta rudimentaria recientemente preparada bajo su dirección y que los hombres de Koremi habían traído de la costa Este, de una enorme ciudad casi solitaria, en la que apenas vivían unos miles de vagabundos.

Repasó su trabajo y se sintió verdaderamente satisfecho. Había intentado hacer una redacción clara y de fácil comprensión para los hombres que estaban aprendiendo a leer bajo la dirección de varios monjes convertidos en maestros de primera enseñanza.

El hallazgo de la rudimentaria imprenta, que sería movida a mano, representaba un gran descanso para los copistas que se habían reclutado de los monasterios. La parte ruinosa del palacio de Koremi se había reparado y toda esa ala servía como centro de enseñanza y talleres de reparación y conservación de maquinarias simples.

Habían pasado ocho meses desde que llegó al palacio y raramente se acordaba de Oscar, aunque sí muy a menudo de Irene. Se preguntó qué sería de los dos hermanos.

Aunque lentamente, el Comité Libertador seguía ganando adeptos. Los descontentos del régimen de Koremi no habían disminuido a pesar de las mejoras que estaba sufriendo la capital y otros muchos pueblos. Leser se había preocupado mucho de la cuestión higiénica. Se había reparado parte del viejo alcantarillado, y desde hacía tiempo no se habían vuelto a dar tan numerosos casos de tifus.

Aquel estado que estaba implantando Koremi en la península era cada vez más fuerte. La administración pública empezaba a funcionar con cierta eficacia y las incursiones de bandidos eran escasas. Ya empezaban a comprender que existía un ejército preparado y disciplinado, capaz de hacerlos retroceder.

Pero una rebelión de campesinos a pocos días de camino de la capital mantuvo en pie de guerra a Koremi durante un mes. A su regreso, después de descansar durante un día completo, mandó llamar a Leser a su aposento.

El ex novicio, que ya se había desprendido de sus hábitos, acudió presto a la llamada de Koremi. Encontró a Su Grandeza demacrado y dando sensación de gran agotamiento. Tenía vendado el brazo derecho y cojeaba ligeramente al andar.

Lo recibió en una silla, junto a un amplio ventanal desde el cual se divisaba una buena parte de la ciudad.

—La situación no es buena, Leser —dijo Koremi.

—¿Qué ocurrió, Su Grandeza?

—Por favor, Leser, te he dicho muchas veces que prefiero que me llames por mi nombre. Ese título me horroriza.

—Está bien, Koremi. ¿Qué ha pasado?

—Esta revuelta ha sido más importante de lo que me temía. Estaban bien organizados, aunque afortunadamente su armamento dejaba mucho que desear. La batalla fue cruel, y no tuve otra alternativa que ajusticiar de inmediato a los cabecillas. No pude hacer otra cosa. Mis hombres, mis capitanes, se hubieran amotinado si yo me hubiera mostrado blando con los rebeldes. Mataron a muchos guerreros. Y lo peor de todo es que con esto yo sólo conseguiré que el pueblo me odie todavía más. Ya se preocuparán mis enemigos de contarle una particular versión de lo sucedido que poco se parecerá a la realidad.

—¿Qué piensa hacer, Koremi? ¿Por qué esa revuelta?

Koremi suspiró y, mirando hacia el horizonte, respondió:

—Hay hambre, Leser. La gente carece de alimentos en la mayor parte de las regiones. Muchas cosechas son mutantes e incomestibles. Necesitamos que el trigo crezca sano. Tiene que existir un medio para evitar que a la hora de recolectarlo se desmorone como el polvo. ¿Qué podemos hacer ante esta situación?

Leser respondió en seguida porque actualmente estaba traduciendo textos sobre aquel tema:

—Hay que seleccionar las semillas y el agua de riego. Por la lluvia no tenemos que preocuparnos, pero algunos ríos corren con agua sulfurosa y ésta es usada en los sitios donde todavía perduran los antiguos canales.

—Entonces debemos dedicar nuestros esfuerzos a esa tarea. Si conseguimos que los campesinos saquen a la tierra el fruto adecuado a sus esfuerzos, no harán caso a los revoltosos. Un pueblo hambriento es temible. Debemos colmar su apetito. Trabajaremos en eso antes que pensar en las expediciones al Norte.

Encontrar una ligera pista para explorar las tierras del Norte, más allá de las cordilleras, era la obsesión de Koremi. Debía creer sinceramente que allí encontraría el remedio a todos los males. Leser pensó que Koremi se imaginaba que los norteños vivían sin saberlo junto a los remedios eficaces para todas las dificultades existentes. Mientras Koremi sanaba de sus heridas, Leser le visitaba todas las tardes para darle cuenta del trabajo en el que él se había convertido en director. Pronto Koremi se restableció y se ejercitaba todas las mañanas en el patio de armas.

Los ayudantes de Leser aumentaban cada día. Entre ellos llegaron algunas mujeres que sabían leer y escribir y que, al saberse amparadas por Su Grandeza, no temían ya a la superstición del populacho.

Leser recibió más tarde con gran alegría la llegada de varios hombres de mar, pescadores. Estaban ligeramente instruidos y los dedicó a estudiar la técnica de navegación con la ayuda de los manuales marítimos, así como el arte de la pesca. Se entusiasmaron cuando Leser les explicó que él quería poner a punto un buque movido por la fuerza del vapor. Pero para conseguir tal cosa tendrían que volverse a abrir las minas de carbón de la costa Norte.

En algunas ocasiones Leser se desalentaba. La tarea le parecía cada vez más grande, y comprendió que la dificultad radicaba en que quería hacerlo todo en seguida. Se hizo de paciencia y consideró que, aunque lentamente, podían lograrse llevar a cabo todos sus amplios proyectos si no desmayaba y lograba mantener la esperanza en su cada vez más numeroso grupo de colaboradores.

Muy lentamente, los habitantes de la capital empezaron a darse cuenta de las mejoras que paulatinamente se iban introduciendo en ella. Un comerciante, menos ladrón que los demás y de probada inteligencia, fue elegido por Leser para fundar una Hacienda Pública, Banca y Bolsa de valores. La cuestión monetaria era algo anárquico y urgía establecer un sistema económico estable y unificado.

La gente seguía usando las viejas y gastadas monedas de plata, níquel y cobre que existieron en el antiguo país y las extranjeras. Despreciaban las de aluminio. La cotización era enloquecedora y el valor del dinero dependía de la apreciación que le daban en las distintas regiones. En algunas incluso no tenían el menor valor, prefiriendo sus habitantes el simple trueque de mercancías. Leser estaba decidido a acabar con aquel caos que detenía cualquier intento de impulsar la situación económica.

Adolfo Montes, el comerciante investido por Leser como ministro de Hacienda, dijo a éste con consternación un día:

—Es imposible fijar un tipo monetario contando con el dinero existente. Existen personas que las cuentan, otros las calculan a simple vista, y lo que es peor, muchas no las quieren. ¿Cómo podemos cobrar impuestos, pagar las obras públicas, dar intereses bancarios, cobrarlos, implantar créditos, etc… ? Las operaciones de asentamiento en los libros sería algo exhaustivo, imposible de llevar correctamente. Además, necesitamos impresos, papeles nuevos, muchas cosas. ¿De dónde sacaremos todo eso?

Leser se sintió apabullado. Ciertamente, al principio todo parecía fácil, pero luego los detalles insignificantes se convertirían en obstáculos insalvables. ¿Dónde había leído algo sobre la fabricación de papel partiendo de los viejos? Luego buscaría. Ya se resolvería eso. Ahora interesaba resolver otro problema más urgente y acuciante. Dijo:

—Adolfo, creo que no sería muy difícil acuñar una nueva moneda. Busca fundidores, un buen taller, un hábil grabador, y alguien que entienda bastante en metales. Quizá recogiendo las monedas que corren por ahí podamos hacer algo bueno. Además, la ciudad está llena con el plomo de las viejas tuberías.

—¿Cómo respaldaríamos esa moneda? —preguntó desconfiado Adolfo.

—La respaldaría Koremi, por supuesto, con sus reservas de trigo. Labra un tipo de moneda con la cual se pueda conseguir una medida de trigo. Puede que al principio la gente recele algo de esto, pero si inicialmente nosotros respondemos del valor de la nueva moneda y no de las otras, entregando a cambio trigo por el dinero que pondremos en circulación al pagar a los guerreros, albañiles y carpinteros, todos la aceptarán.

—Pero será difícil mantenerla siempre con el mismo poder adquisitivo. Dependeremos constantemente de las cosechas…

—Al principio, sí. Las monedas tendrán valor siempre que nos dure la reserva de trigo, que no se agote antes de que podamos recolectar las sanas que ya están en marcha. Confío en no vemos en un aprieto.

Adolfo se acarició su enorme barbilla y al cabo sonrió.

—Sí, lo que usted dice puede ser una solución temporal. Esta ciudad puede convertirse en el centro radiador que llevará a todos los puntos del país el nuevo dinero. ¿Qué cantidad de monedas podemos acuñar teniendo en cuenta las reservas de grano de Koremi?

—Muy por encima de la realidad. No todo el mundo vendrá a reclamar a la vez su parte de grano.

—A eso se le suele llamar inflación. Me pregunto si lograremos controlar la circulación fiduiciaria.

—Seguro que sí. Para eso tenemos los impuestos. Vamos, Adolfo. Ponga inmediatamente manos a la obra. ¡No estamos sobrados de tiempo!

6

Leser sólo estaba contento a medias con su labor. Sabía que lo que estaba haciendo no era nada nuevo, sino que se limitaba a revivir las viejas costumbres de la antigua sociedad. Se dijo que tal vez a causa de la premura que él se imponía impedía recoger de los antiguos sólo lo bueno, rechazando los sistemas que habían sido deficientes. Pero no tenía otra alternativa. No tenía tiempo para crear cosas nuevas, sólo podía resucitarlas, con todas sus ventajas e inconvenientes.

A los dos meses, Adolfo Montes le mostró los resultados de su trabajo. Resultaron ser bastante buenos. Leser tenía ante él un disco de plomo de treinta y cinco centímetros de diámetro. La moneda estaba aceptablemente labrada. En el reverso se podía ver la efigie de Koremi y la leyenda: Paz, Prosperidad y Reconstrucción. En el anverso solamente el valor: Una medida. Otras monedas menores representaban media medida, un cuarto de medida y un décimo de medida.

—Tuvimos que decidirnos por el plomo —dijo Adolfo— después de probar con otros metales. El plomo es más maleable y fácil de fundir. Pero creo que debemos pensar ya en sustituirlo por otro metal mejor tan pronto como nuestras posibilidades lo permitan, para evitar en lo posible las falsificaciones.

Koremi dio por último su visto bueno y el nuevo dinero se puso en circulación. Ahora había que esperar la reacción del pueblo.

La tarde iba cayendo lentamente. Leser tuvo que encender la lámpara de aceite para seguir trabajando en el estudio. Ante él tenía un interesante proyecto. Se trataba de localizar en un mapa del continente los lugares donde anteriormente existieron yacimientos petrolíferos.

Escuchó que la puerta se abría, y unos pasos sonaron apenas en el pavimento de madera. Sin levantar la vista de los papeles, Leser dijo:

—Pasa, Hugo. Cierra la puerta, por favor. Quiero enseñarte algo muy interesante.

Leser, al no obtener respuesta, levantó la cabeza y se quedó quieto al ver ante él a Irene. Vestía las ropas de las criadas del palacio y sostenía entre sus manos la taza con leche caliente que todos los días solía llevarle Hugo a aquella hora.

Leser soltó sobre la mesa la pluma que sostenía y se levantó lentamente. Su boca abierta por la sorpresa reaccionó y pudo articular:

—Irene…

—Hola, Leser. Te ves muy bien —dijo ella, dejando el vaso junto a los papeles.

—¿Qué haces aquí?

Se quedó quieto frente a ella. Estaba muy linda. El tiempo transcurrido desde que la conoció en el refugio de Oscar había acentuado su juvenil belleza. Pero Leser descubrió que su mirada se había vuelto dura, terriblemente dura.

—He tenido que venir aquí, convertirme en una criada de Koremi, para recordarte tu promesa —dijo Irene muy seria.

—Mi promesa —repitió Leser, como ausente.

—Eso es. Tu promesa de entregar a Oscar unos documentos cifrados que posee Koremi y luego matarle. Pero parece que él te ha halagado y te has vendido. ¿Qué te ha ocurrido, Leser? Yo me cansé de esperarte, y Oscar ha tenido mucha paciencia contigo hasta ahora.

Leser la tomó entre sus brazos y la besó. La muchacha se dejó besar, pero no respondió a las caricias del joven. Cuando se separaron, Leser la miró decepcionado ante tanta frialdad.

—No te recordaba así —dijo.

—Ni yo tampoco te tenía en mi mente como un sirviente del tirano. Conservaba tu imagen pura, la de un alma que no estaba a la venta.

—Creo que aquella noche tú fuiste la moneda por la que me vendí —respondió Leser con acritud.

—No, Leser. No te vendiste entonces, porque no has cumplido con tu deber.

—¿Mi deber? ¿Es mi deber convertirme en un asesino además de ladrón? ¿Para ganarte he de cometer un crimen?

—Los patriotas siguen luchando contra Koremi el Sanguinario mientras tú vives a su amparo. ¿Por qué no has matado al invasor?

—Koremi es tan extranjero e invasor como tú o como yo, Irene. ¿Sabías que nació en la meseta del centro? ¿Acaso un día de camino es suficiente para llamarle extranjero? No seas ridícula.

—Nos oprime. Sus leyes son cada vez más extrañas y esclavistas. ¿Sabes lo del nuevo dinero, la cobranza de impuestos y demás modalidades que quiere implantar? Hasta ha ordenado que todos los hombres y mujeres sean registrados. Quiere ejercer sobre nosotros un control cada vez mayor. Es un tirano. No hace mucho tiempo que mató a muchos campesinos que se hartaron de entregar parte de sus cosechas.

Leser había escuchado en silencio. No se sentía con deseos de explicar a Irene toda la labor que ella atribuía exclusivamente a Koremi y de la que él era el mayor responsable. Como la mayoría del ignorante pueblo, Irene no llegaba a comprender la nueva situación llena de ventajas.

—¿Sólo has venido a decirme que tengo que robar esos documentos que todavía no he visto y matar a Koremi? —preguntó Leser.

—Sé que no me harás caso. Principalmente he venido para decirte que Oscar quiere verte. El piensa que no has tenido todavía ocasión de actuar. Quiere cambiar impresiones contigo. Está en la ciudad, escondido en casa de unos amigos. Los soldados le buscan.

—¿Cómo puedo verle?

—Deberás ir a esa casa por la noche. Oscar permanecerá hasta mañana.

—¿Y tú?

—Yo me marcharé con él. He empezado a trabajar hoy aquí y no puedo resistir estar bajo el mismo techo que Koremi. Si pudiera, yo misma le clavaría un puñal en el corazón.

—¿Por qué no lo haces?

—Sabes demasiado bien que no podría acercarme hasta él. ¿Acudirás a ver a Oscar, Leser?

Leser asintió.

—¿Dónde está la casa? —preguntó.

—A medianoche te esperaré en la plaza que existe cerca del matadero. Yo te conduciré.

—Está bien. Hasta la noche, Irene.

Ella se volvió sin decir nada más. Leser volvió a su sillón y miró el vaso de leche. Ya no estaría caliente. Se la bebió y la encontró tibia. Levantó la mirada. Irene se había marchado.

Abrió un cajón de la mesa y sacó del fondo un cuaderno muy estropeado. Podía apostar su vida a que aquello era lo que Oscar estaba buscando y cuyo contenido aún no podía saber con exactitud por estar escrito en clave. También sacó del cajón un frasquito conteniendo hasta su mitad un líquido que parecía agua. Lo depositó sobre la mesa y quedóse quieto, sin parpadear siquiera, mirándolo fijamente y meditando. Tenía cerca de cuatro horas, hasta la medianoche, para pensar.

Las voces procedentes del patio, de los centinelas durante el cambio de guardia, le anunciaron la proximidad de la medianoche. Leser tenía sus miembros entumecidos de no moverse durante horas. Se dirigió a la puerta y cerró con llave el estudio. Al llegar al cuerpo de guardia, el oficial de servicio le salió al encuentro.

—Señor —dijo al tiempo que le saludaba respetuosamente.

Leser le entregó la llave del estudio y dijo:

—Conserva esto hasta mi regreso; tengo que salir.

—¿Desea una escolta, señor? No es aconsejable caminar solo de noche por las calles.

—No es preciso. No pienso ir lejos. Si no regreso antes de la madrugada entrega la llave al mismo Koremi. A ningún otro, ¿entendido?

El oficial asintió y dio unas órdenes a varios soldados del retén para que abrieran las enormes puertas. Leser salió y se enfrentó con una ciudad silenciosa y sumida en la oscuridad de la noche. Escuchó cómo las pesadas puertas del palacio se cerraban a su espalda. Se abrochó la capa para mejor defenderse del frío otoñal y empezó a caminar hacia la plaza del matadero. Llegó junto al recientemente reparado edificio. Aquella obra era suya, como otras tantas. Allí se sacrificaban las reses que estaban sanas y se incineraban las que presentaban algunas características dañinas de mutación o enfermedad. Antes no se hacía nada semejante. La gente comía cualquier carne sin temer a las nefastas consecuencias. Incluso las críticas de los campesinos eran violentas cuando parte de su ganado era declarado no sano, pese a que la dirección del matadero abonaba parte del valor de la res incinerada.

Siempre sucedía igual. El pueblo era un inconsciente.

Leser se refugió junto a la entrada del matadero, bajo la marquesina. Olía a carne fresca y sangre. Esperó.

No tardó en presentarse Irene. Venía acompañada por un desconocido. Leser, a la luz de las antorchas que iluminaban la plazoleta, quiso reconocer en aquel hombre a uno de la partida de Oscar, a uno de los que mientras comían discutían sobre su destino como si se tratase de un animal destinado al sacrificio.

Irene cambió con él una mirada y siguió caminando. Leser la siguió y el hombre se colocó detrás suyo. Vestía una amplia capa y Leser intuyó que debajo de ella podía esconder algún puñal o arma de fuego.

Caminaron por un dédalo de callejuelas del barrio más mísero de la ciudad, sobre el cual Leser había puesto su atención con el propósito de derribarlo, pues sus condiciones de habitabilidad eran precarias y las inmundicias llenaban las estrechas calles.

Se detuvieron ante una ruinosa casa de dos plantas, e Irene golpeó tres veces la puerta. Transcurrieron unos instantes antes de que se abriera. Una mujer de mucha edad les franqueó la entrada. Llevaba en la mano una bujía de aceite y con ella, después de volver a echar la tranca a la puerta, les fue iluminando el camino.

Subieron por una ruinosa escalera de madera y penetraron en una habitación iluminada por unas lámparas. Oscar estaba de pie en el centro de la estancia. Leser no le reconoció al principio. Llevaba ahora una poblada barba que modificaba extraordinariamente sus facciones.

—Hola, Leser —dijo Oscar—. Has cambiado el austero hábito por lujosas ropas, según aprecio.

—No puedo decir otro tanto de ti, Oscar. Lo siento —respondió el novicio, notando el aspecto demacrado de Oscar y la pobreza de sus ropas.

—Tuve que convertirme en un mendigo para burlar a los guerreros de Koremi. Siéntate.

Leser obedeció. La vieja salió de la habitación. El acompañante de Irene llenó unos vasos de vino y luego se retiró a un rincón. La muchacha dio uno a Leser, que lo sostuvo en la mano derecha sin mirarlo.

Oscar dijo:

—Ciertamente, no me recuerdas en nada a aquel muchachito temeroso que me prometió servir a la causa para libertar al pueblo de Koremi. Y no ha pasado mucho tiempo, en verdad.

—Un año, Oscar —dijo Leser.

—Sí, un año. En algunas personas ese tiempo es apenas un segundo, pero para otras es suficiente para hacerlas envejecer mentalmente. Y tú has envejecido mucho en ese aspecto. ¿Qué está ocurriendo en el Palacio?

—Koremi quiere organizar una nación de todo este conglomerado de rufianes, ruinas y miseria. Su idea es volver a reconstruir lo que lentamente se está cayendo. Primero tiene que detener el derrumbamiento, apuntalar el edificio de la civilización, para poderlo embellecer más tarde.

—Son unas bonitas palabras. Sé que colaboras con él en todos sus estúpidos proyectos —Oscar hizo saltar sobre su mano una moneda de plomo e hizo una mueca despectiva—. Dinero legal, botón de muestra de una civilización caduca e imperfecta, que dejó de ser a causa de los males que ella misma había engendrado. ¿Acaso vamos a comenzar un nuevo ciclo lleno de los mismos errores, Leser?

—No sé qué quieres decir.

—Lo sabes perfectamente. La civilización que provocó el Desastre era una porquería. Era imperfecta, capitalista, segregacionista, absurda. Estaba llena de prejuicios, temores religiosos, hipocresía, mentira. Todas sus taras se coaligaron para impedirle un desarrollo lógico y sano. Los intereses de las minorías se imponían sobre los de la ignorante mayoría. Sí, es cierto que podemos reconstruir una nueva civilización, pero tiene que ser mejor que la otra, no igual.

—¿Quién desarrollaría esa labor?

—Nosotros, el Comité Libertador. ¿No comprendes, Leser, que si resucitamos las costumbres atávicas, sus sistemas y métodos, irremediablemente volverá a producirse otro desastre? Nuestra labor tiene que ser más lenta, pero al mismo tiempo más firme. Tenemos que empezar desde abajo, creando unos firmes cimientos que deberán servir para sostener a un hombre mejor, a una raza más pura.

—¿Qué cosas os impedían haber hecho todo eso antes de que llegara Koremi?

—Fue Koremi quien echó por tierra nuestros proyectos al llegar. Ahora él quiere realizar los suyos.

Leser dejó el vaso de vino sobre la mesa, sin haberlo probado. Suspiró desalentado y dijo:

—Tú y Koremi queréis el bienestar para la humanidad, pero cada uno ha escogido un camino distinto para llegar a la meta. ¿Quién tiene razón?

—¿Acaso lo dudas? —intervino Irene—. Nuestra ideología se basa en la libertad para todos, en unos deberes equilibrados. Nada de jerarquías mandatarias y castas privilegiadas. Sólo seres humanos empeñados en una lucha común, cuyos beneficios deberán ser repartidos entre todos a partes iguales.

—Es todo lo contrario de lo que está haciendo Koremi —añadió Oscar a las palabras de su hermana—. Si un hombre tiene un brazo con gangrena es preciso cortárselo, no intentar calmarle la fiebre con leche caliente. Así sólo lograremos prolongar su agonía. Lo que quiere Koremi es poco ambicioso: son proyectos de emergencia. ¿Para qué resucitar algo que es sobradamente conocido por todos y que dejó de ser a causa de su imperfección?

—Koremi piensa que el tiempo es nuestro mayor enemigo, que no podemos permitimos el lujo de ensayar nuevos sistemas de problemática eficacia, viendo cómo los restos de las desiertas fábricas, embalses astilleros e industrias caen a pedazos. Hay que encontrar energía para impulsar de nuevo las máquinas que volverán a producir artículos para nuestras necesidades más perentorias —respondió Leser.

—El mundo sufrió mucho antiguamente a causa de las autarquías —insistió Oscar—. El Desastre se produjo a petición paranoica de los políticos y militares de carrera, no a petición del pueblo. Por eso fueron linchados todos los que sobrevivieron. No podemos consentir que vuelvan los políticos, los que viven medrando del pueblo.

Leser respiró hondo antes de responder:

—En consecuencia a todo esto, Oscar ¿qué propones?

Oscar bebió del vaso destinado a Irene y dijo:

—Vuelvo a repetirte lo mismo que hace un año: entrégame esos documentos que Koremi robó a un monasterio que destruyó. Tú ya debes saber cuáles son. Luego mata a ese perro sanguinario. Sin él, su ejército no vale nada. Aunque nosotros no estemos bien armados, si aprovechamos los momentos de confusión podemos hacernos con el poder y llevar a cabo la reconstrucción de acuerdo con nuestra doctrina.

Leser dibujó una amarga sonrisa.

—Y para conseguir todo eso esperáis que yo mate a Koremi.

—Es tu deber, Leser.

Leser se volvió para mirar a Irene.

—Son tus mismas palabras —dijo a la muchacha—. Exactamente las mismas. ¿Por qué? —su voz se hizo angustiosa—. ¿Por qué hay que matar a Koremi, al único hombre que nos puede salvar del negro abismo de la ignorancia? ¿Y por qué he de ser yo?

—Leser se ha vendido al tirano, hermano. Ya te lo dije antes —dijo Irene.

Pero Oscar pretendió no haberla oído. Su voz, terriblemente amable, dijo a Leser:

—Sólo tú puedes quitarlo de en medio sin que sospecha alguna recaiga sobre ti. Con el líquido que te entregué su muerte parecerá natural.

El ex novicio sacó el frasquito, lo cogió entre dos dedos y preguntó:

—¿Con esto?

Oscar sonrió.

—Veo que aún lo conservas, Leser. Me gusta eso. Has vivido alejado del mundo muchos años. Eras un crío cuando se empezó a hablar de Koremi. No conoces sus salvajadas. Quizás ese perro te esté engañando con bonitas palabras y no te das cuenta de lo embustero que es. Pretende ayudar al pueblo, pero lo único que quiere es servirse de él como un trampolín para conquistar todo el continente primero y luego, si puede, todo el mundo.

Leser jugueteaba con el frasquito. Tenía fija la mirada en él, como ausente. Oscar empezó a impacientarse y preguntó:

—¿Todavía dudas? Puedo matarte aquí mismo, muchacho, pero no lo haré aunque me digas que no matarás a Koremi. Yo no soy un asesino.

—Tal vez tengas razón, Oscar —Leser suspiró y trató de sonreír—. Sí, en cierto modo aún dudo. Y te propongo algo a cambio. Tú también debes confiar en mí. Será en mutuo beneficio.

Oscar enarcó una ceja interrogadoramente.

—¿Qué es ello? —preguntó.

—Ven conmigo al palacio, enfréntate con Koremi.

Oscar dio un respingo.

—¿Qué dices? ¿Estás loco? Koremi me mataría.

—No. Yo tengo la total confianza de Koremi. Podemos hablar a solas los tres. Y ninguno deberá estar armado, excepto yo. Si advierto que oralmente vences a Koremi y éste intenta algo contra ti, yo mismo le mataré ante tu presencia, sin darle tiempo a llamar a la guardia.

—No saldríamos vivos de allí —protestó Oscar.

—La reunión puede ser mañana. Tendrías tiempo para preparar a tus hombres para el asalto al palacio de Koremi, si éste muere. Nadie se enteraría de su muerte hasta que no fuera ya demasiado tarde para organizar la defensa. Los hombres de Koremi saben que tienen que obedecerme y yo puedo bastarme para desorientarlos.

—¿Quién me asegura que no me traicionarás, Leser?

—Lógicamente puedes suponer que de estar en mi ánimo el deseo de suprimirte hubiera avisado a Koremi de nuestra reunión. Un batallón bien armado habría rodeado entonces esta casa.

Irene se situó entre los dos hombres y miró con repulsa a Leser.

—¿Y si es Koremi quien vence ante ti a Oscar con sus argumentos? ¿Qué pasará en ese caso? —preguntó.

—Oscar puede brindarle su colaboración, la adhesión del Comité Libertador. Si no accede, nadie le impedirá salir del palacio. En tal caso yo advertiría a Koremi para que duplicara la vigilancia en la ciudad. Oscar ya no podría atacar. Tendría que avisar a sus hombres, decirles que atacar sería un suicidio.

—Y la lucha seguiría como si nada hubiera pasado, ¿no? —inquirió Oscar.

—Eso es. Todo se reducirá a una tregua. ¿Aceptas?

—Maldito seas, Leser. Sí, acepto. Mañana nos veremos —gruñó Oscar, escanciando más vino en su vaso—. Te prometo que jugaré limpio.

Leser se levantó, dispuesto a marcharse. Irene le dijo:

—Te acompañaré.

Bajaron, y de nuevo la vieja desatrancó la puerta. La luna iluminaba las solitarias callejuelas. Caminaron en silencio hasta la plaza del matadero. Allí, con el gris palacio de Koremi al fondo, Irene dijo:

—Si a Oscar le sucediera algo nunca te lo perdonaría, Leser. Yo misma te mataría.

—Estoy seguro que lo harías, Irene. Puedo estar loco, pero intento servir de mediador entre dos fuerzas opuestas que pueden autodestruirse estúpidamente. No podemos desperdiciar ni hombres valiosos ni más tiempo. Y tengo que reconocer que Koremi y Oscar son muy importantes.

—¿Por qué te has pasado al lado del tirano? —preguntó ella, dolorida—. Koremi es para nosotros dos como una separación infranqueable, un alto muro que nos aleja el uno del otro.

Leser cogió entre sus manos aquel rostro juvenil y bello y lo levantó. Miró a Irene a los ojos y dijo:

—No deseo otra cosa con más fuerza que lograr la compresión entre Koremi y el Comité Libertador. Sólo así podríamos amamos, Irene.

La besó suavemente y se alejó de ella, sin volver a mirarla.

Irene regresó hacia la casa. A medio camino le salió al encuentro el hombre que antes la acompañó y la escoltó hasta el piso superior. Allí estaba Oscar, discutiendo los planes y medidas que era necesario tomar para el día siguiente con los demás miembros del Comité, que habían salido de la habitación contigua al marcharse Leser. La presencia de Irene no fue advertida por nadie. La discusión estaba resultando muy acalorada.

7

—¿Sólo para mostrarme esto me has traído aquí? ¿Dónde está Koremi?

Leser miró a Oscar, que se mostraba a cada momento más impaciente. Estaban en el estudio. Sonrió y, mostrándole sus archivos, trató de calmarlo.

—No tardará en venir —dijo—. En realidad él cree que la cita es para dentro de dos horas. Todavía tenemos tiempo para seguir discutiendo. Sí, es cierto, Oscar, te he hecho venir antes para enseñarte lo que estamos haciendo.

—¿Con qué fin? —preguntó Oscar, paseando nervioso ante la ventana.

—No quiero que Koremi te encuentre desprevenido con sus argumentos. Debes conocer nuestra obra por anticipado. Como puedes ver, el trabajo realizado es insignificante comparado con el que tenemos proyectado. Queremos…

—Nuestro trabajo… Queremos… —repitió Oscar—. Hablas como si tú participaras activamente en estoy no fueras un simple traductor.

Leser sonrió levemente, se sentó frente a Oscar y respondió.

—Efectivamente, Koremi me necesitaba sólo para traducir libros, pero luego me nombró jefe de sus ambiciosos planes. Todas las medidas impuestas últimamente fueron ideadas por mí, con el consentimiento de Koremi, por supuesto.

Oscar miró incrédulamente a Leser primero y luego soltó una sonora carcajada.

—Desvarías, muchacho —dijo—. ¿Pretendes hacerme creer que eres el jefe de esa partida de estudiosos que últimamente está llamando Koremi a su lado? Vamos a hablar claro, Leser —dijo después de que el ex novicio asintiera en silencio. Había sacado una pistola de su blusa y encañonaba con ella a Leser.

—¿Qué haces? —preguntó Leser muy tranquilo.

—Vamos a poner las cartas boca arriba, ¿eh? —sonrió Oscar yendo hasta la puerta, entreabriéndola y asegurándose que al otro lado no había nadie. Luego regresó junto a Leser y agregó—: Koremi no aparecerá por aquí, y presiento que tú tienes para mí unos planes muy particulares, ¿no es cierto?

—Te equivocas en poco, Oscar. Pero puedes guardar esa pistola. Sería estúpido que muriésemos los dos al mismo tiempo —Leser descubrió de entre los cojines de su sillón la escopeta de caza con el cañón recortado que empuñaba con mano firme—. Sólo dispararé después de que tú lo hagas. Aunque me aciertes con el primer disparo, yo tendré fuerzas para apretar el gatillo. Este cacharro dispara cientos de perdigones que a la distancia en que estás serán mortales para ti. No puedo fallar.

Oscar bajó el arma, pero no la abandonó. Furioso, dijo:

—Has vuelto a engañarme. Te has vuelto muy astuto, Leser. Ahora llamarás a la guardia, ¿no?

Leser negó con la cabeza.

—No. Quiero hablar contigo. Te juro que saldrás vivo de aquí si no intentas jugar sucio de nuevo. Sabía que traías escondida un arma y me previne al entrar en esta habitación. Por supuesto, acabo de advertir a Koremi de que el asalto se producirá esta noche. Tu actitud así lo demuestra.

—¿Cómo lo has advertido?

—No me has visto tirar de este cordón —dijo Leser, mostrando una cuerda que pendía junto a una cortina y que estaba a su alcance—. Una campana sonó en otras habitaciones, advirtiendo a Koremi. Le dije que, si sonaba, el ataque se produciría esta noche. Como ves, Koremi me tiene tanta confianza que no me interrogó más.

—¿Qué sabes de mis proyectos?

—Tu intención era tener a Koremi ante ti y matarlo de inmediato. Además, tienes a varios hombres infiltrados entre los criados del palacio. A una señal tuya atacarían a los centinelas y permitirían la entrada de los que esperan fuera. Ya deben haberse tomado las medidas oportunas en estos momentos, y el enemigo del interior estará desarmado y encerrado. Si el asalto al palacio se lleva a la práctica será un rotundo fracaso.

—Debí figurarme algo por el estilo —masculló Oscar.

—He intentado ser leal contigo, pero tú has sido el primero que ha roto las hostilidades. Te he traído aquí precisamente porque este es el lugar del palacio que más ambicionas poseer.

—Estás diciendo tonterías, Leser. Te pasas de listo y me estás resultando un tonto.

—No, Oscar. Pese a que has querido mostrarte indiferente ante estos libros, registros y mapas, he notado que tus ojos relucían ante esta cantidad de conocimientos. Has reconocido títulos de obras científicas de incalculable valor. Todo esto estuvo, en su mayor parte, en el monasterio al que perteneciste, y que Koremi ordenó destruir porque sabía que allí se fraguaba una revuelta muy importante. Quizás otro dictador hubiera ordenado la destrucción de la biblioteca, pero Koremi no es un ignorante y optó por llevársela. Conocía lo que vale.

Oscar dibujó una sonrisa y dijo:

—Sigue, muchacho. Eso me interesa.

—Los supervivientes de aquel monasterio, que poco tenía de religioso, se volvieron a reagrupar para planear cómo apoderarse de los libros. Con alarma se enteraron de que Koremi estaba empezando a reunir a su alrededor a todas las personas cultas que quedan. Los libros podían ser descifrados y esto supondría para vosotros que lo que pensábais obtener lo lograría Koremi. Entonces sería invencible. No podría ser derrotado. Me raptasteis y tú me ordenaste robar algo que yo debía intuir como importante porque estaría cifrado de una forma que no podría leerlo. También me pediste que matara a Koremi. Me pediste demasiado. Tal vez si sólo te hubieras limitado a pedirme lo que ya he encontrado, te habría obedecido. Prefiero no mencionar los argumentos que aquella noche se usaron para convencerme.

Oscar suspiró.

—Es lamentable que Irene no fuera tan convincente. Tal vez tuvo la culpa el hecho que tú le gustaras verdaderamente a ella. Pero continúa. Confieso que tus palabras están resultando verdaderamente amenas.

—Has tenido mil ocasiones de asesinarme durante este año pasado por medio de tus hombres infiltrados en el palacio al ver que no cumplía tus órdenes. ¿Por qué, Oscar? Hugo, mi criado, estaba a tu servicio y me vigilaba estrechamente. Él te hubiera avisado si yo descubría el secreto de los libros cifrados. Sólo entonces le habrías ordenado que me liquidara. Yo podría resultar peligroso. Tú pensabas que mientras tanto, hasta llegar la hora en que te apoderarías de todo, te encontrarías con el trabajo muy avanzado.

—¿Cómo descubriste que Hugo no era simplemente un criado?

—Desde los primeros días averigüé que Hugo sabía leer. Era imprescindible que el hombre que terna que vigilarme pudiera hacerlo. Le sorprendí un día leyendo. Aquello resultaba inconcebible en un vulgar criado. Koremi daba mejor trato a los hombres ilustrados. ¿Por qué, entonces, Hugo ocultaba tal cosa? Resultó fácil llegar a una conclusión acertada.

—Pero ¿cómo supiste de la importancia de los libros?

—Me subestimaste, Oscar. Creíste que no podría leer los libros secretos de los ejércitos aliados que se confeccionaron poco antes del Desastre. Estaban en clave, pero parte de ellos estaban escritos en un idioma del que no conozco mucho, en holandés. En tales escritos se especifican, bajo clave, los lugares donde se almacenó material en grandes cantidades para poderlo usar en caso de emergencia. Luego, lo acontecimientos posteriores al Desastre impidieron que estos secretos salieran a la luz y los que estaban al tanto de él murieron. Yo desorienté a Hugo hablándole de descubrimientos sin trascendencia. Luego, a solas, trabajaba en las claves. Ya tengo ese trabajo casi a punto de llevarlo a buen término.

—Eso es algo que pertenece al Comité —dijo Oscar, defendiendo los principios de su causa.

Leser negó con la cabeza.

—No, no pertenece a nadie en particular. Todos somos los herederos de nuestros antepasados.

—Koremi utilizará ese material para adueñarse del mundo.

—No tendrá tiempo. Si acaso, podrá poner los cimientos de un nuevo imperio, aunque dudo que eso sea algo eficaz. Todo dependerá de los sucesores de Koremi. Pero ya intentaremos que ésos sean buenos líderes.

—¿Por qué prefieres que sea Koremi quien saque provecho a los depósitos subterráneos y no el Comité?

—Se llega a esa conclusión por simple lógica. Koremi tiene ya formada una nación lo bastante organizada como para desarrollar una política de reconstrucción. Para que vosotros podáis hacer lo mismo, primero tendréis que derrotarle a él y a su poderoso ejército, cosa muy problemática. Si Koremi aplasta la rebelión en ciernes sólo supondrá un derramamiento de sangre insignificante si lo comparamos con el que se produciría para conseguir el triunfo del Comité. Y luego está precisamente ese Comité, compuesto de varios miembros. ¿Quién será el líder absoluto si la rebelión triunfa? Se producirán nuevas luchas y conspiraciones entre los líderes victoriosos. Más guerra, más muerte.

»No, Oscar, no puedo permitir que eso suceda. Las armas y el material ocultos serían utilizados en una guerra civil. Si tiene que haber guerra, que sea más allá de la cordillera del Norte, conquistando tierras, implantando un orden y rescatando las riquezas que esos pueblos sumidos en la barbarie ignoran poseer.

—Así, expuesto de esa forma, ¿debo considerar tu actitud como una total traición a nuestra causa? —El rostro de Oscar había empezado a adquirir una palidez mortal. Su arma había vuelto a apuntar a Leser.

—Puedes darle el nombre que prefieras. Tampoco tú tenías intención de actuar con nobleza ante Koremi; pensabas matarle si yo no lo hacía. Estoy dispuesto a impedir que todo lo realizado se venga abajo.

—Maldito seas, Leser —rezongó Oscar—. Soy capaz de apretar el gatillo aunque al mismo tiempo me mates.

—Puedes hacerlo. ¿Quién te lo impide?

Durante un largo instante, los dos hombres, encañonándose con sus armas, se miraron a los ojos. La frente de Oscar terminó por llenarse de sudor. Con voz quebrada, preguntó:

—Tienes que proponerme algo, ¿no es así?

—Quiero que el Comité sea desarticulado. Está compuesto por hombres inteligentes y astutos que se valen de ardorosas palabras, tales como libertad y patriotismo, para conseguir sus fines. Sois muy peligrosos. Será conveniente desterraros a distintos puntos de la península. Separados no seréis nada.

—No me gusta tal proyecto, Leser. Lo siento —respondió Oscar encogiéndose de hombros.

Su gesto engañó a Leser, quien, con los nervios en tensión y el dedo acariciando el gatillo de su escopeta, obró instintivamente cuando Oscar levantó su pistola y disparó contra la ventana abierta. Se produjo un brillante fogonazo verde y una estela de fuego subió al cielo. Al mismo tiempo, cuando todavía no se había apagado el siseo de la bengala, tronó el doble cañón recortado de Leser.

Oscar fue golpeado por docenas de perdigones que lo levantaron de su silla y lo derribaron pesadamente al suelo. El resto de la descarga, por la precipitación de Leser, se perdió en los estantes llenos de libros.

La habitación se llenó de olor a pólvora y azufre. Leser miró estúpidamente el cuerpo mortalmente herido de Oscar. Se aproximó a él, arrodillándose a su lado. Oscar abrió los ojos y trató de sonreír, pero su intento quedó desdibujado en una mueca de dolor.

—Esta vez te has precipitado, muchacho —dijo quedamente el herido.

—¿Qué hiciste? —preguntó Leser, mientras tomaba del suelo la pistola de Oscar. Humeante todavía y, por su estructura, comprendió que no era un arma destinada a matar, sino una lanzadora de bengalas. Oscar la había utilizado contra él solamente para intimidarle.

—He avisado a los míos. Atacarán el palacio. Era la señal que estaban esperando.

—Estás loco. Los soldados están alertados y los destrozarán.

—Lo sé. Pero es nuestra última posibilidad de triunfar. Los demás miembros del Comité no querían esperar más tiempo para atacar. Yo no pude convencerles para que desistieran… —el rostro de Oscar se convulsionó y emitió un gemido de dolor. Su pecho, a la altura del corazón, presentaba cuatro puntos de sangre que se iban agrandando por momentos. Oscar debía tener los pulmones atravesados por varias municiones.

—Avisaré para que te curen —dijo Leser.

—No te molestes. Esto se está acabando. Será mejor así. Tal vez tengas razón y seamos nosotros los que estamos equivocados, muchacho. Puede ser que sea mejor para todos que seáis vosotros los que triunféis. Pero es cierto que nuestros ideales eran nobles también.

—Todas las ideologías políticas son buenas, Oscar. Lo que falla es el hombre encargado de llevarlas a la práctica.

—Seguro. En nuestro orgullo creemos que lo nuestro es lo mejor. Nos obcecamos estúpidamente y no llegamos siquiera a entreabrir nuestra mente para reconsiderar que estamos equivocados. Lo peor que hace el hombre es encerrarse en sus ideas, no escuchar otras que pueden ser mejores que las suyas.

A través de la ventana por la que saliera al exterior la bengala verde penetraban los gritos de una multitud desordenada y alborotadora. Al tumulto se unió pronto el taladrante resonar de una descarga de fusilería. Los silbantes sonidos de las flechas y jabalinas al cruzar el aire apenas si suponía un rumor ahogado en medio de los estampidos de las armas de fuego.

Oscar, ayudado por Leser, se acercó a la ventana. Desde allí se veía parte de las murallas del palacio defendidas por nutridos grupos de guerreros de Koremi. Casi todos estaban armados con fusiles de todas clases y los hacían funcionar en un alarde consumidor de municiones desconcertante en aquellos tiempos de carestía.

—Este es el fin del Comité —murmuró Oscar—. Será el día de tu gran triunfo, muchacho.

Dos largas flechas disparadas desde el exterior se estrellaron cerca de la ventana y Leser retiró de allí a Oscar, acomodándolo en un sillón.

—No debiste dar la señal —dijo Leser preocupado—. Creí que me ibas a disparar y apreté el gatillo sin darme cuenta. Fue un movimiento instintivo. No quería matarte.

—Uno de los dos tenía que morir. Lamento que me haya tocado a mí, desde luego; pero no estoy triste por ello. Este mundo no es muy acogedor para vivir en él. Sólo te pido que respetes a Irene y a Nadia. Ellas son inocentes… Y mi hermana te quiere de verdad.

La boca de Oscar seguía abierta, así como sus ojos; pero ni de la primera salieron nuevas palabras ni los segundos servían ya para ver. Leser le bajó los párpados y cubrió el cuerpo con una manta. Luego salió del estudio.

En el palacio, todo el mundo parecía estar poseído por una locura y nerviosismo extraordinarios. Los soldados corrían de un lado para otro y los criados se multiplicaban para llevar municiones a las murallas y trasladar los heridos a la enfermería.

Leser buscó un lugar apartado para sentarse y meditar.

Su indiferencia ante lo que sucedía a su alrededor era total. Pasó el tiempo y no se percató de que el fragor de la batalla había dejado paso a un silencio que resultaba más aterrador que el tronar de las armas de fuego. Escuchó los pasos firmes de alguien que se acercaba. Levantó la mirada del suelo y vio frente a él, con el rostro sucio por la pólvora y el uniforme manchado de sangre, a Koremi el Grande.

—Todo terminó, Leser —le dijo.

—Sí, me lo figuro. Este silencio sólo puede existir cuando se produce la victoria de los que destruyen una revolución. Los rebeldes, de haber vencido, estarían celebrando su triunfo ruidosamente. Quizá sea mejor así.

—¿Piensas que debimos ser nosotros los derrotados? A veces no te comprendo.

—No estoy arrepentido de mis actos; pero me hubiera gustado haber llegado a un acuerdo con el Comité.

—Tú sabes que eso era imposible. No en lo que a mí respecta, sino por ellos. Aunque eran débiles y tenían su pensamiento dedicado exclusivamente a aniquilarme, representaban un peligro grande para nuestros proyectos. Si yo les hubiera pedido colaboración, ayuda, se hubieran reído en mis barbas.

Leser se levantó. Desde el patio de armas llegaba el rumor de los prisioneros que eran conducidos a los sótanos, mezclado con los ayes de dolor de los heridos.

—¿Muchas bajas? —preguntó Leser.

—Menos de las que temíamos antes de que empezara todo esto —replicó Koremi echando a andar a la vez que Leser—. Esos prisioneros serán llevados en breve a los campos agrícolas del Oeste. Unos años de trabajos forzados en régimen especial les harán abandonar toda idea subversiva.

Habían llegado hasta la muralla principal del palacio. Afuera, bajo el fuego de las antorchas portadas por cientos de criados y guerreros, se procedía a la retirada de cadáveres y heridos. Al fondo, entre las callejuelas, el pueblo, atónito, presenciaba la escena. Leser quiso inspeccionar aquellos rostros uno por uno. Koremi le miró, dándose cuenta de su inútil esfuerzo. Dijo:

—¿Buscas a alguien?

—Sí. A una muchacha.

—Debes referirte a la hermana de Oscar, ¿no?

—¿Sabes algo de ella?

—Ayudó a curar a los heridos rebeldes. Preguntó por su hermano y tuve que decirle que había muerto. Entonces me rogó que te entregara esto. Luego se marchó sin que yo la pudiera retener.

Koremi colocó sobre la tendida mano de Leser un paquete atado con un cordel. Leser lo abrió y sacó un pequeño libro, muy deteriorado, aunque sus páginas, impresas con letras menudas, resultaban perfectamente legibles. Una hoja de papel escrita a mano acompañaba al libro.

Cuando Leser hubo terminado su lectura, Koremi, viendo cómo el joven estrujaba entre sus manos el papel, se atrevió a preguntar:

—¿Qué dice ese papel?

—Ella escuchó a su hermano planear con el Comité el ataque al palacio. Estaban desesperados y comprendió que sería un fracaso.

—¿Adivinó que Oscar iba a morir en tus manos?

—Sí, o algo parecido. Sabía que lo que iba a suceder nos separaría para siempre —la voz de Leser era quebradiza, casi sollozante—. Dice en la carta que no me guarda rencor ni odio, pero que la sangre derramada de su hermano nos separará siempre. Al final Irene ha parecido comprenderme.

—¿Te dice algo más?

—Sí —respondió Leser con una mueca de amargura—. ¿Sabes, Koremi, lo que es este pequeño libro, lo que significa para nosotros? Un ahorro de miles de horas de trabajo con los libros cifrados —golpeó las ajadas tapas con un dedo y añadió—: Es lo único que Oscar pudo llevarse del monasterio cuando tú lo destruiste, Koremi. Se llevó lo más importante. Este es el código de claves para poder descifrar en unos días lo que a mí me llevaría años.

Se retiraron de la balaustrada. Koremi se pasó la mano por la sudorosa y sucia frente. Sonrió al cabo de unos segundos y dijo:

—Entonces se podrá enviar la expedición al Norte mucho antes de lo que pensábamos, Leser. Ganaremos mucho tiempo.

—Sí. Y además de ir directamente a los lugares precisos, significará que sabremos a qué atenemos respecto a lo que contengan esos subterráneos. No trabajaremos inútilmente.

El rostro de Koremi el Grande se ensombreció. Dudó un instante antes de decir:

—Creo que estarás pensando en ir tú en esa expedición, ¿no?

—Quizás antes sí pensaba que debía ir, pero ahora comprendo que mi sitio está aquí. Buscaremos gente capacitada para ello.

Leser se apartó de Koremi, dirigiéndose a las habitaciones destinadas a él, al llamado estudio.

—¿Adonde vas, muchacho? —dijo Koremi—. Debes descansar. El día ha sido agotador.

—Quiero empezar a descifrar los libros cuanto antes —replicó Leser, antes de desaparecer por la puerta tenuemente alumbrada por las resinosas antorchas—. No hay tiempo que perder.