Portal

por Sebastián Martínez

Es probable que la extensión de la obra literaria de Sebastián Martínez (media docena escasa de relatos) no merezca a juicio de muchos su inclusión aquí. Pero su personalidad sí la merece. Sebastián Martínez, empedernido aficionado a la astronomía (pese a vivir en Barcelona ha tenido ya varios telescopios, a cual más potente, que instala con todo su optimismo en la terraza de su casa), antiguo miembro de la Agrupación Aster, aficionado desde su primera papilla a la ciencia ficción —que ha leído siempre en inglés, y de la que tiene una biblioteca que supera los tres mil volúmenes—, es uno de los tres locos (el segundo fue Luis Vigil y el tercero fui yo) que hace casi una quincena de años fundó la revista Nueva Dimensión, y ha sudado sudor y lágrimas para mantenerla a flote contra viento y marea hasta nuestros días. Actualmente es jefe de producción de la edición española de la revista Playboy (por si no lo sabían, otro de sus hobbys, aparte de la astronomía, es el erotismo) y, entre bunny y hunny, aunque ya no escriba relatos, sigue leyendo impenitentemente ciencia ficción…, en inglés, por supuesto.

Portales a mi juicio (y espero que al del autor también) su mejor relato, dentro de lo reducido de su producción. Es probable que algunos antiguos aficionados a la época dorada de la ciencia ficción anglosajona encuentren ciertas identidades entre este relato y la narración Mansión decampo de Daniel F. Galouye. Es probable. Sin embargo, aun apreciando el relato de Galouye, a la hora de escoger yo me quedo definitivamente con el de Martínez. Aunque su autor sea español… y aunque cometa la terrible herejía de leer sólo ciencia ficción en inglés.

A las 0700 horas galácticas la nave estableció un campo antiaceleratorio y se transfirió del hiperespacio al espacio normal.

A las 0701 horas galácticas los detectores señalaron la presencia definitiva de un sistema de cinco planetas en la estrella más cercana.

A las 0711 horas galácticas el laboratorio espectroscópico dictaminó la presencia de oxígeno, vapor de agua y clorofila en el segundo planeta del sistema.

A las 0838 horas galácticas la nave emitió por canal subespacial la información de que iban a investigar sobre un nuevo sistema y de que cesaba toda comunicación hasta que se hallasen lejos nuevamente de las deformaciones espaciales producidas por los intensos campos gravitatorios.

A las 1005 horas galácticas la nave estableció una integral elíptica y se dispuso a tomar contacto con el segundo planeta.

El psicólogo dejó oscurecer la pantalla visora y se volvió hacia el sociólogo, que se hallaba sentado al otro lado de la mesa, en la semioscuridad.

—Otro planeta para agregar a nuestra lista de investigaciones —dijo—. Incluso tal vez posea habitantes.

—Todo lo que hemos visto ha sido solamente lo natural del planeta —replicó el sociólogo—. No hay ningún indicio de obra artificial, ninguna señal anormal sobre la superficie.

—Cierto. Pero este planeta parece ser joven, y tal vez la evolución no haya dado aún lugar a seres dominadores de su ambiente.

—Pudiera ser. Pero tampoco hemos apreciado ninguna clase de vida animal que fuera conspicua en toda la superficie del planeta. A menos que los árboles sean la especie dominante, y entonces tendríamos una explicación lógica a esa extraña simetría de distribución que guardan entre sí. La misma vegetación carece de concordancia con…

Una luz se encendió sobre la pulida superficie de la mesa y una voz murmuró:

—Psicólogo Baren Darl y sociólogo Vior: hagan el favor de presentarse en la sala de reuniones.

—Ha llegado el momento de actuar —dijo Darl.

Los especialistas se congregaron alrededor de la alargada mesa de cristal situada en el centro de la sala. Sonaron murmullos en el silencio del recinto, como si el aire estuviera poblado de afanosas abejas. Aunque ya habían visitado otros planetas, uno nuevo siempre causaba cierta emoción.

Los susurros cesaron de repente al entrar en la habitación el director de la expedición, Jorgsnovara, el jefe absoluto de la nave.

—Todos han visto en los visores los resultados de la exploración que se ha efectuado sobre la superficie del planeta —empezó sin preámbulos—. Éste parece ser un mundo de tipo terrestre, equilibrado en la extensión de mares y continentes, sin montañas abruptas, gran desarrollo de vegetación con una regularidad característica y extraña, ausencia de glaciares a excepción de las zonas polares y una atmósfera similar a la terrestre, pero con una distribución radiatoria de la energía solar que permite un clima subtropical en casi todo el planeta. Supongo que cada uno ya se habrá hecho una idea sobre este mundo. Si alguien desea especificar algún punto, que levante la mano.

Nadie se movió.

El silencio imperó en la sala, mientras los especialistas se miraban mutuamente. Todos deseaban hacer una pregunta y al mismo tiempo la temían. Si la hacían y la respuesta era negativa, era otra desilusión, y si era afirmativa, creaba nuevos problemas de un tipo que no había nadie que se hubiera enfrentado aún con ellos.

—Son prudentes, ¿eh? —dijo Jorgsnovara—. ¿No hay nadie que tenga curiosidad?

—No abrigamos muchas esperanzas de que este planeta pueda tener vida de tipo superior —dijo Vior finalmente.

—Tampoco las tenía yo —convino Jorgsnovara—. Pero la patrulla ha informado que, cuando regresaba, ha visto seres de tipo humano situados al final de este valle.

Sonaron exclamaciones de asombro. A pesar de que la mayoría había deseado secreta o abiertamente el que tuvieran la suerte de encontrar otros seres, la sorpresa de que se habían cumplido sus esperanzas los dejó momentáneamente estupefactos.

Jorgsnovara apretó un botón y la sala se oscureció, mientras en la pared del fondo se formaba una imagen tridimensional en colores naturales.

La escena se resolvió y apareció un grupo de gente a la orilla de un río cristalino. Incluso había chiquillos. Todos se hallaban desnudos y parecían un grupo normal de seres humanos, fuertes, bellos y sanos. Se podía apreciar la presencia de individuos de los dos sexos.

La imagen se amplió más y se cernió sobre un componente del grupo. Era un mujer y, según las normas terrestres, de una gran belleza. Alta y esbelta, de cabellos negros y ojos violeta, tenía unos movimientos tranquilos y seguros mientras se dirigía al río. Sonrió a alguien en su camino, aunque no se pudo apreciar que hubiera hablado. Entró en el río y nadó con suaves brazadas. Su cuerpo dorado parecía un rayo de sol reflejado en las serenas aguas.

La imagen se disolvió y las luces se encendieron nuevamente. Los especialistas observaron al director, en espera de sus comentarios u órdenes. Jorgsnovara permaneció silencioso unos momentos, como si estuviera pensando la decisión que había de tomar.

—La patrulla establecerá contacto con ellos. Será acompañada por un especialista en semántica y mnemónica. También irá un antropólogo. En cuanto se haya entablado conocimiento se actuará según los informes. Hasta entonces, nada más.

Baren Darl caminó sobre la verde y fresca hierba que tapizaba el valle, bajo un cielo intensamente azul, como si estuviera en una perpetua primavera. Caminó hacia el final del valle, sin ningún sendero a seguir, acompañado del suave susurro de la brisa al pasar entre los altos y frondosos árboles. Y pensó que no conocía ningún rincón de su mundo que pudiera ofrecer el silencio solitario que le rodeaba. Ningún lugar que pudiera compararse a este pequeño trozo del planeta. Este era un sitio donde a uno no le importaría quedarse a vivir, rodeado de este paisaje tranquilo y sereno, rodeado de esta paz que se respiraba en el aire.

Darl pensó en la gente que habitaba el valle. ¿Qué pensarían de esta montaña de acero y cristal que había descendido de las estrellas? ¿Podrían darse cuenta de la importancia que tenía el entablar contacto con otros seres procedentes de un sol situado a varios miles de años luz? Si habían visto descender la nave, entre un huracán de fuego y un estruendo que había resonado sobre las montañas, ¿por qué no habían acudido a ver qué era lo que había llegado?

¿Qué clase de gente era esta?

Baren Darl llegó al final del valle y se detuvo al lado del helicóptero de la patrulla.

Se había usado el aparato, ya anticuado, para causar mayor impresión, para que los tomaran por dioses provenientes del cielo. Como si esta raza tuviera que estar sujeta al mismo ciclo de mitos que había en el mundo de donde venían.

Escuchó la voz de Jorgsnovara entre un claro de árboles situado cerca del río. Darl no simpatizaba con el director, un hombre ajustado a muchos prejuicios que no tenían razón de existir. Prejuicios de tradición, de padres a hijos, de generación a generación. El eterno sendero psicológico. El hijo que odiaba al padre por su despotismo, su egoísmo, su falta de humanidad y comprensión. Y odiando el hijo al padre, llegaba el momento en que el hijo se convertía en lo que era su padre. Así era Jorgsnovara y así había sido su padre, que se había hecho odiar por todos, incluyendo a su propio hijo. Darl comprendía las causas que habían transformado al director en un hombre solitario, frío y cínico, pero no todos podían entenderlo igual que él.

Se dirigió hacia los árboles y entró en el claro. Pudo ver con asombro que los indígenas se hallaban también en el mismo espacio abierto. Jorgsnovara se paseaba entre ellos, examinándolos detenida y profundamente. Cuando se giró, Darl observó que el director tenía un aire de frustración, de furia reprimida.

—Observe, Darl —gritó Jorgsnovara—. Mírelos bien. Treinta y siete individuos. Treinta y siete corderos listos para el degollamiento. Una exploración inútil, derrochada. Tres mil años luz para conseguir establecer contacto con otros seres y he aquí el resultado. Treinta y siete salvajes. Ni siquiera poseen un lenguaje rudimentario. Igual que si fueran débiles mentales. No podemos averiguar nada. No sirven para nada. Nada.

Se acercó al individuo que tenía más próximo y, antes de que Darl pudiera evitarlo, le golpeó brutalmente con el puño cerrado. El indígena rodó por el suelo, sorprendido por el inesperado ataque. Luego se puso en pie, lentamente, y se quedó igual que antes, sin mostrar ninguna emoción, sin hacer ningún gesto.

—Ya lo ha visto —dijo el director—. No tienen ningún principio instintivo de defensa. Seguramente no saben ni lo que es el miedo. Habrá que enseñarles muchas cosas. Escoja a uno de ellos y sométalo a una sesión de hipnopedia. Antes de una semana quiero que sepa hablar y que nos diga todo lo que pueda referente a su estructura social, su cultura, el desenvolvimiento que han tenido en este planeta.

—Es imposible someter a un ser humano a un tratamiento de tan corto tiempo sin arriesgar su vida —opuso Darl.

—Entonces, peor para él.

Los indígenas no se habían movido del lugar en que se hallaban. Ninguno retrocedió cuando Darl pasó delante suyo. Hacia la mitad del grupo encontró a la muchacha que había salido en la imagen proyectada en la sala de reuniones. Obedeciendo a un súbito impulso, la tomó por el brazo y la hizo caminar. La muchacha era de una gran belleza y tenía unos ojos vivos e inteligentes, muy impropios de un ser en estado salvaje. Sin soltarla, la hizo avanzar con él en dirección a la nave, que reposaba erguida y reluciente sobre la verde hierba del valle. Darl observó que la muchacha no se oponía a su acción, ni tampoco ninguno de los indígenas.

Mientras andaban bajo las sombras esmeraldas de los árboles, Darl pensaba en el director y en su conducta. Esta vez había sido un puñetazo. Si los nativos hubieran tenido un estado avanzado de civilización, se hubiera hecho una demostración de poder. Se hubiera destruido una montaña, convertido un fértil valle en un maldito cráter hirviente de roca y tierra fundida o arrasado una ciudad. Porque hay que demostrar que somos superiores, que no hay nada que pueda oponérsenos. Para demostrar quién es el más fuerte, quién es el que va a decidir por ellos a partir de ese instante. Sí, para demostrar que somos superiores.

¿Era cierto?

Porque este era un grupo de nativos al borde de un tranquilo río que corría bajo frescos árboles que eran como monumentos de vida erguidos sobre aquel mundo. Un grupo de nativos que parecían vivir sin ninguna necesidad. No había signos de ninguna clase de agricultura. No había indicios de que cazaran. No parecían tener necesidad de ningún cobijo, de ningún hogar.

¿Qué clase de gente era esta?

Darl introdujo a la muchacha en la nave. Subieron en un ascensor hacia la parte superior, donde terna instalado el laboratorio. Durante todo el tiempo no dejó de vigilarla atentamente, de observar sus reacciones. Y comprobó con asombro que ella no parecía fijarse ni dar importancia a ninguna de las cosas que veía. No pareció causarle efecto la aceleración del ascensor, ni el cromado de los metales, ni la suave luz indirecta que alumbraba el interior de la nave. Ninguna de aquellas cosas que habían de ser maravillas, cosas desconocidas, produjeron reacción alguna en la muchacha.

Si yo fuera un nativo, pensaba Darl, viviendo en un mundo en el que no se había visto jamás una pieza de metal manufacturado, ni un instrumento, ni un tejido, ¿cuál sería mi conducta ante toda una serie de cosas nuevas y desconocidas para mí? ¿Podría permanecer impasible? ¿Podría permanecer impávido al subir en un ascensor y notar que este se movía? ¿Podría estar tranquilo encerrado en las reducidas estancias de la nave, mientras hacía un momento mi vida entera había transcurrido al aire libre?

Y se dijo que no, que sería imposible para nadie aceptar de repente un cúmulo tal de hechos nuevos y extraños. Sin embargo, aquí estaba esta muchacha, libre de todo conocimiento técnico, ignorante de lo que era un cable de conducción, un ascensor, un computador, miles de cosas capaces de intrigar o aterrorizar a todo el que hubiera salido de una cultura semejante a la de pasar de una tribu solitaria a una metrópolis. Y a pesar de ello no mostraba el más mínimo signo de excitación, de curiosidad, de temor. Como si todo ello fuera algo sin importancia, como si fuera algo que se ha visto durante toda la vida y se termina por ignorar.

Abrió la puerta del laboratorio y la hizo entrar. La muchacha se detuvo en el centro de la estancia, sin hacer caso de los instrumentos que la rodeaban, y se quedó mirándolo con sus grandes ojos violeta, como en una muda interrogación acerca de sus propósitos.

Darl hubiera deseado hacer muchas pruebas antes de someterla a una sesión hipnopédica. Aunque le había dicho a Jorgsnovara que el tratamiento era peligroso, sabía que tenía un margen de seguridad bastante grande para efectuarlo. La sesión se hacía por medio de una máquina que podía grabar directamente una serie de informaciones en el córtex cerebral, sin necesidad de la experiencia.

Pensó que lo mejor sería instruir a la muchacha en el conocimiento del vocabulario básico del idioma terrestre. Incluso podría añadir alguna grabación sensorial para que las palabras no fueran meros conceptos abstractos.

Hizo pasar a la muchacha por el gabinete radiológico y después la condujo a la estancia donde se hallaba la máquina. La hizo tenderse sobre el acolchado soporte y empezó a ajustar el instrumento sobre su cabeza. Cuando finalizaba, le asaltó el presentimiento de que la muchacha tal vez no sobreviviera al tratamiento. Para asegurarse, consultó otra vez el analizador radiográfico y comprobó que el tratamiento era apto, a pesar de ciertas diferencias que habría de examinar luego cuidadosamente.

Como curiosidad, sin saber exactamente lo que esperaba, Darl se situó frente a la muchacha y se señaló con el dedo.

—Baren Darl —dijo.

La muchacha se señaló y dijo clara y distintamente:

—Ihila.

Darl se paseó bajo la oscura y estrellada noche, escuchando el rumor del viento y el susurro de los árboles. Se tendió sobre la hierba y miró las estrellas que refulgían en el negro terciopelo del espacio. En algún lugar, entre todos los puntos brillantes que se acumulaban a un lado de la galaxia, estaba su hogar, a tres mil años luz.

¿Qué es lo que impulsa a un hombre a través de tres mil años luz?

¿Dinero?

¿Fama?

¿Para qué?

¿Esperanza?

¿Esperanza de hallar otros seres?

¿O esperanza de poderse demostrar a sí mismos que eran los únicos y exclusivos habitantes del universo?

Había sido el producto de un sueño el querer visitar otros mundos. Un sueño que quizá había empezado cuando el primer ser humano sobre la Tierra levantó la cabeza y observó con temor las fulgurantes estrellas esparcidas como polvo de diamantes en el firmamento.

Un sueño.

Pero ahora había naves que cruzaban el espacio y habían eliminado ese sueño. Y ahora esos sueños eran diferentes. Ahora podían vivirse, estar presente en ellos, y no todos eran agradables.

Cuando el viaje por el hiperespacio fue factible, las naves exploradoras se habían desparramado por la galaxia, ya que el universo continuaba siendo aún demasiado grande pese a la ambición y el orgullo. Las naves iban armadas, preparadas para enfrentarse y combatir a lo que encontraran. La humanidad no hacía más que llevarse al espacio sus propios complejos, sus propios mitos, su propio sistema de vida deformado y emponzoñado. La violencia, la desconfianza, la lucha, ya eran instintos y sistemas de vida heredados y afirmados en su historia.

No es que tuvieran nada de locos. Era de suponer que entre los miles y millones de soles debía de haber alguna otra forma de vida. Y esta forma o formas de vida podían estar más avanzadas, haber creado centros de comunicaciones, intercambios culturales y comerciales de sistema a sistema, ser algo completamente extraño, más allá de la comprensión humana.

Teorías.

¿Cuántos creían en ellas?

En toda la historia ninguna cultura, ninguna civilización, ha crecido y se ha engrandecido por sí misma. Las guerras, las conquistas, las inmigraciones son lo que ha dado grandeza a los países. No por la violencia, la crueldad y la sumisión, sino porque los nuevos individuos, los vencidos o los vencedores, que a la larga son indistinguibles, han aportado nuevos puntos de vista, nuevas ideas, han contribuido a la transformación, a la presión histórica necesaria que constituye la grandeza de una cultura. Una civilización solitaria no alcanza nunca la grandeza, sino su propia corrupción. Una civilización que quiera avanzar únicamente sobre los fundamentos que la crearon, que quiera alcanzar la grandeza por sí misma, no hace más que colaborar con los medios de su propia destrucción. No importan sus recursos, no importa su sistema de vida, su política, su filosofía. Sus funciones no serán más que un círculo vicioso que terminará por agotar lo que se halla en su interior. Tal vez no muera, quizá sobreviva, languideciendo sobre los laureles de su historia, convirtiéndose en algo insignificante.

El desarrollo técnico y la ciencia no son suficientes, y en algunos casos no hacen más que entorpecer el camino de la grandeza humana. Porque la vida es un proceso, un cambio, una inquietud. Si el hombre levanta la vista y ve una estrella, ha de preguntarse ¿qué habrá más allá? Pero si levanta la vista y sólo ve algo que reluce y centellea y no se pregunta nada, es que ha perdido la inquietud, ha perdido la grandeza, y eso es el principio del fin.

Y la Tierra había estado lo suficientemente cerca de ello, aunque pudo conseguir a tiempo el desarrollo de las naves interestelares. Sin embargo, el mal estaba ya hecho.

Tras muchos siglos, la unión global de la humanidad, suspirada por muchos idealistas, se había conseguido.

A precio de sangre.

Pero en realidad, ¿qué se había logrado con ello? Consígase la unión de todas las culturas de un planeta. Implántense sistemas eficientes de comunicación e información. Déjense transcurrir los años, y llegará un momento en que las diferentes culturas habrán dado paso a una sola y única.

Entonces, cuando hayan desaparecido todas las otras, se tendrá una cultura estática, incapaz de poder renovarse. Peor aún: sin ningún sistema de comparación para poderse juzgar a sí misma, esta cultura puede envenenarse, dar paso a aberraciones insospechadas, a pensamientos y filosofías ilógicas.

¿Qué es el bien y qué es el mal?

Sería lo mismo preguntar sobre la belleza y la fealdad, porque esto depende de unas normas que ha establecido la propia cultura, de un concepto arbitrario. Unas normas que han dependido de la tradición temporal y que van variando según evoluciona la cultura.

Así se puede crear cualquier forma de filosofía o de pensamiento y aceptarla como la mejor. La historia de la Tierra estaba llena de ejemplos de razas o de naciones que se habían creído superiores a las otras.

Por su color.

Por su religión.

Por cualquier hecho, mientras haya alguien que crea en él.

La Tierra continuaba haciendo preguntas, pero estas preguntas tenían un matiz diferente de cuando el planeta era más joven. Estas preguntas habían lanzado a la humanidad hacia las estrellas, a la exploración, a la búsqueda de otros seres.

Pero recordad que vosotros sois los mejores. Que no es posible mostraros ante otros con ninguna debilidad. Habéis de ser eficientes, infalibles, temerarios.

Superiores.

Si encontráis un mundo habitado estableced contacto, pero recordad siempre, bajo todos los conceptos, que os habéis de mostrar superiores.

Si es necesario hágase una demostración de poder.

Que es lo que había hecho Jorgsnovara. Porque estaba convencido de que era superior a los indígenas que habitaban el valle. Pero en realidad, ¿quién era superior, si tal pregunta terna sentido? ¿Era mejor una cultura que viviera al aire libre, transcurriendo su vida en un ambiente natural, bajo un cielo azulado y un cálido sol o una cultura mecanizada, ahogándose bajo su propia existencia?

Tal vez Ihila pudiera dar alguna respuesta a estas preguntas.

Ihila.

Una indígena de un planeta que era como un vergel maravilloso. Viviendo una vida sencilla y agradable. Sin necesidades apremiantes, sin preocupaciones, sin angustias.

Pero cuando él se había señalado y dicho su nombre, esperando tal vez obtener la misma incomprensión que habían mostrado los nativos hasta el momento, ella había reaccionado inteligentemente y había dicho claramente su nombre.

Si es que era un nombre.

Sin embargo los indígenas no podían hablar. No parecían tener un lenguaje articulado. No parecían comprender nada de lo que se les enseñaba.

Eran salvajes.

Pacíficos, pero salvajes.

¿Lo eran?

¿Qué clase de gente era esta?

Darl se levantó y aspiró hondamente el aire fresco y perfumado. Decidió irse a descansar a la reluciente nave, aunque se dio cuenta de que lo hacía por rutina, pues no le hubiera importado dormirse sobre la verde hierba.

Observó la metálica mole que se erguía sobre el pacífico valle. Pudo ver el débil brillo de los detectores en su eterna vigilia, y el reflejo azulado de las cúpulas del sistema de astronavegación al ser iluminadas por las estrellas.

Vosotros, extranjeros, ¿qué hacéis sobre este mundo?

Antes de introducirse en la nave se giró para mirar el valle una vez más. Entonces se dio cuenta de un difuso resplandor dorado que destacaba en el fondo de los prados, precisamente en el emplazamiento donde estaban situados los nativos.

¿Qué podía ocurrir allí?

Corrió por el silencioso valle, sobre las altas hierbas y bajo el palio de los árboles, guiándose en su camino por la luz de estas estrellas que no pertenecían al cielo de donde venía. Pero, antes de llegar, el resplandor desapareció y reinó la pálida oscuridad en el prado.

Darl entró en el claro donde estaban los indígenas y pudo comprobar que se hallaban de pie, despiertos, silenciosos, inmóviles. Su presencia no los alteró en lo más mínimo. No se movieron ni hicieron un gesto. Como si nada hubiera sucedido allí.

Sin embargo…

¿Qué había podido ocurrir?

Darl volvió a la nave mirando con frecuencia hacia atrás. El resplandor dorado no volvió a aparecer en todo su trayecto. Al llegar a la nave, se dirigió directamente a su laboratorio y miró el lugar donde reposaba Ihila, bajo los efectos del tratamiento hipnopédico. Comprobó que se hallaba dormida, estado en el que se hallaría mientras durara el tratamiento, y que no presentaba ninguna anormalidad.

Luego, se retiró a descansar.

Aquella noche no durmió bien.

Pasaron varios días, y Darl hizo un alto en la etapa hipnopédica a que se hallaba sometida Ihila. Desconectó y apartó los instrumentos que ocultaban sus bellas facciones, y la hizo reaccionar.

Decidió no comunicar nada a Jorgsnovara hasta que este reclamara qué información había obtenido. El director ya tendría suficiente trabajo en supervisar todos los informes que iban rindiendo los demás especialistas.

Por ello, se llevó a la muchacha bajo los árboles, al lado del tranquilo y fluyente río, donde crecían toda clase de flores extrañas y exóticas. Un lugar apto para una larga conversación si era posible. El primer intercambio de información que iba a tener lugar para la Tierra con un ser de otro mundo.

Se sentaron en el florido prado.

—¿Puedes comprenderme? —dijo Darl.

—Creo que sí —respondió Ihila.

—¿Cuántos habitáis el lugar?

—Treinta y siete.

—¿No hay más?

—Sí.

—¿Dónde están?

—Lejos.

—¿Vienen aquí?

—Sí.

—¿Frecuentemente?

—Sí.

—¿Sabes de dónde vengo yo?

—De las estrellas.

—Dime todo lo que puedas acerca de vuestro grupo.

Ihila contó una historia ambigua. Había nacido allí y todo había estado siempre como ahora. Vivía como vivían los demás, actuaba como actuaban los demás. No había necesidades, ni temores, ni ansiedades.

Era una historia normal para este grupo de indígenas.

Muy normal.

Luego, continuó la conversación en un plano de preguntas y respuestas cada vez más lacónicas. De todo ello Darl sacó la conclusión de que la información que buscaba, la razón de la existencia de los nativos, su sistema de vivir, sus costumbres, su desarrollo, toda esta información era eludida sutilmente. Durante unos instantes le pareció que, en realidad, el que estaba investigando era la muchacha y no él.

Cuando el cielo se volvió ocre y se transformó en una llameante puesta de sol, Ihila y Darl volvieron a la nave.

Darl iba más confundido que nunca. Toda la conversación que había mantenido no le había ayudado mucho. En cierto modo, tenía que confesarse que sus conocimientos acerca de los nativos seguían igual que antes de hablar con Ihila. El misterio era cada vez mayor, pareciendo insoluble.

¿De dónde procedía la raza de Ihila si no había rastros de ningún otro animal, ningún ser que, merced a la evolución, pudiera dar paso a otro altamente especializado?

¿Por qué no existía ninguna clase de vida sobre el planeta, exceptuando la vegetación y un reducido número de seres necesarios para la simbiosis de las plantas?

¿Por qué los árboles tenían esa extraña distribución sobre la superficie del planeta?

¿Cómo es que Ihila había dicho que venían otros nativos frecuentemente, si ellos habían explorado el planeta y no habían encontrado a nadie más?

¿Dónde encontrar todas esas respuestas?

¿En Ihila?

Pero se suponía que Ihila era una salvaje ignorante. Una indígena que no conocía nada, exceptuando lo que ahora se le había enseñado.

¿Dónde estaba la solución?

Cuando llegaron a la nave, Darl guió a la muchacha hacia su laboratorio y la volvió a dejar bajo la máquina hipnopédica. Cuanto más aprendiera más fácil sería tal vez una rápida comprensión.

Si es que Ihila quería.

Darl se paseó en la noche, disfrutando de las estrellas, del viento y del silencio.

Si solamente pudiera venir aquí y vivir, pensaba. Si sólo pudiera olvidar mi seguridad y el torrente de ruidos que es mi civilización.

Continuó vagando sobre el mullido prado, a través de rocas y plantas olorosas de sorprendentes hojas verdes. El río se hallaba a poca distancia de allí y podía oír su eterno rumor, haciéndole recordar escenas pasadas y lejanas en el tiempo.

Estaba todo tan silencioso como si este mundo acabara de nacer, fresco y nuevo. Se sentó sobre una roca y miró hacia las lejanas montañas que se perfilaban en la estrellada noche.

De repente, entre los árboles, como algo fantasmal, apareció el resplandor dorado, igual que si fuera una nube etérea que flotara sobre el suelo.

Darl empezó a correr hacia el final del valle, donde habían de estar los nativos, deseando poder llegar a tiempo de ver la causa del fenómeno.

Cuando llegó a los alrededores se encontró, para su sorpresa, con un campo de fuerza que impedía el paso al terreno situado más allá. Esto sólo podía ser obra de Jorgsnovara. Seguramente algún centinela había visto el resplandor anteriormente y el director había hecho instalar el campo de fuerza. Ello significaba, además, que una patrulla debía estar vigilando constantemente a los indígenas y Darl no tenía ningún deseo de encontrarse con ella.

Se subió a un árbol y desde allí pasó a otro y a otro, hasta encontrar un lugar que, desde el exterior de la barrera, le permitía ver lo que estaba ocurriendo en el claro que ocupaban los indígenas.

Allí estaban los nativos.

Y allí… allí había algo más. Algo dorado, fluctuante, como un líquido inquieto, como un rayo de sol cayendo sobre motas de polvo, como oro fundido en movimiento. Y por allí aparecían y desaparecían los nativos, como si aquello fuera una puerta, o al menos así lo creyó Darl, puesto que el resplandor le impedía ver claramente lo que estaba sucediendo.

Una puerta. Una puerta increíble. Y el otro lado de la misma sólo podía llevar a un lugar… a las estrellas.

Y si aquello era una puerta a las estrellas, entonces…

La voz de Jorgsnovara resonó en el exterior del campo, haciendo que Darl maldijera en voz baja.

—¡Detengan eso! —gritó—. ¡Deténganlos, malditos sean!

El resplandor dorado se esfumó, y el prado quedó sumergido en la oscuridad de la noche. Potentes luces surgieron de los alrededores del campo de fuerza, llenando el claro de sombras fugitivas. Sonaron voces secas y cortantes, dando instrucciones a los que estaban entrando a través de la barrera.

Darl tuvo un sobresalto de sorpresa. No por la acción de Jorgsnovara, que era algo que esperaba ya después de encontrarse con la barrera, sino porque había estado contando el número de indígenas que habían quedado.

Había contado treinta y siete.

Treinta y siete.

Y esto no podía ser. No era posible porque treinta y siete era el total de individuos que formaban el grupo y había uno que no podía estar presente, uno que se hallaba en trance hipnótico y encerrado tras una pulida puerta de acero.

Pero había treinta y siete.

Darl bajó del árbol y corrió a través de la confusión creada por la patrulla de la nave. Le pareció ver a Ihila que corría hacia él, pero estaba frente a los focos y se hallaba deslumbrado. Estiró el brazo y cogió a la muchacha. Ante su asombro ella se liberó con una facilidad pasmosa y se movió con una rapidez sobrehumana, hacia el refugio de los árboles, hacia la barrera.

Darl corrió tras ella, pero se encontró solo con otro nativo que huía en la misma dirección, mientras que la muchacha parecía haber desaparecido. Antes de que pudiera hacer nada el nativo había llegado hasta la barrera y se había encontrado con un miembro de la patrulla. El soldado levantó su pistola neurónica y disparó. A corta distancia, el arma ejercía una acción vibratoria mortal sobre el sistema nervioso. El nativo sufrió un espasmo muscular incontrolable y cayó inerte. Darl maldijo al director y a todos los que habían dado lugar a que en su mundo aún existiera gente como Jorgsnovara.

Se arrodilló y examinó el contraído cuerpo del indígena. Estaba muerto. Sus ojos abiertos parecían mirarle aún. El soldado se había quedado a su lado, inmóvil, anonadado. Al levantar la cabeza vio a Jorgsnovara muy cerca, contemplando ferozmente al grupo de nativos, y Darl sintió un odio irrefenable contra su propio mundo.

—¡Darl! —gritó Jorgsnovara al verle.

Sin prestarle atención, Darl se encaminó hacia la nave.

Al llegar, subió directamente a su laboratorio y se detuvo ante la pulida puerta de tono plateado.

Si Ihila estaba dentro, ¿quién era el otro miembro de la reunión de los nativos?

Y si no estaba, ¿cómo había podido salir de este departamento?

Entró en la estancia.

Ihila se hallaba bajo la máquina hipnopédica, inmóvil, dormida hasta que fuera despertada.

… así la princesa reposaría hasta que fuera despertada por un beso de amor…

Leyendas.

Cuentos de niños, tradiciones conservadas a través de los siglos, mágicos mundos de la infancia.

Pero este era un mundo situado a tres mil años luz de su hogar. Un mundo que presentaba un problema irresoluble. Un mundo que no podía existir en teoría. Y además…

¿Se había enamorado de Ihila?

Aquella noche Darl se despertó sobresaltado, como si alguien le hubiera hablado al oído.

Si se llega a un planeta y se encuentra a alguien en una playa, tomando el sol, nadando, disfrutando del aire y del mar, ¿qué puede pensarse de su nivel intelectual y técnico?

Más sencillo.

Supongamos que alguien o algo hubiera llegado a la Tierra en cualquier época, y se hubiera encontrado al viejo Einstein tostándose en una playa o a María Curie nadando en el mar.

O que se hubiera encontrado a Heisenberg paseando en bicicleta, a Chadwick tumbado debajo de un pino leyendo una novela policíaca, a Bchr ordeñando una vaca.

Que se hubiera encontrado a una especialista en biología y un psicólogo haciéndose el amor en una playa solitaria.

Si se encontrara con cualquiera de ellos, ¿qué impresión podría obtener este visitante?

¿Quién podía decir que estos nativos no se hallaban en las mismas condiciones?

¿Quién podía asegurar que estos supuestos indígenas no se hallaban de vacaciones, apartados de su vida normal y fuera de una civilización compleja?

¿Quién podía afirmar que este planeta no era un lugar de veraneo?

Darl no durmió en el resto de la noche.

Al día siguiente Darl habló con varios especialistas, unas veces haciendo preguntas lógicas y otras absurdas. El sociólogo Vior, al que no había vuelto a ver desde su llegada al planeta, conversó con él.

—¿Tienes alguna idea de lo que ocurre en este mundo? —le preguntó Vior.

—Sí, pero lo que pienso es descabellado y no quiero decir nada hasta que se tome una decisión sobre los nativos. Y entonces tal vez lo que pienso será obvio. ¿Qué has averiguado sobre ellos?

—Nada. Exactamente nada positivo. Su comportamiento no se ajusta a ninguna razón social. No parecen tener reglas tribales. No parecen tener tabúes. En realidad no forman ni una comunidad. Cada uno parece ser libre de hacer lo que quiera sin obedecer ninguna regla. Como contraste, aparece esa cosa dorada durante la noche que parece debida a un motivo determinado, pero indefinido por el momento para nosotros. Ya no sé qué pensar de esta gente ni del fenómeno de esta noche. Indudablemente son inteligentes y parecen ocultarlo, mejor dicho, actúan como si hicieran caso omiso de nuestra presencia. No hablan entre ellos y, sin embargo, parecen entenderse a la perfección. Y, lo más curioso, ese nativo que murió anoche… Ven a verlo.

Se dirigieron al departamento médico, encontrándose allí con el doctor que salía llevando al indígena… vivo.

—¿Cómo es posible? —preguntó Darl.

—Sigo sin saberlo —replicó el doctor—. Por la noche estaba muerto. Esta mañana, al entrar en el departamento, estaba de pie en medio de la estancia. Su sistema nervioso está intacto otra vez. No puedo averiguar nada más, de modo que voy a llevarlo con el resto de los nativos.

Darl dejó al doctor y a Vior en una animada discusión y se dirigió a su departamento. Sin vacilación, despertó a Ihila.

La muchacha no hizo ninguna pregunta ni ningún gesto de extrañeza cuando Darl la sacó de la nave, dirigiéndose hacia el valle.

Darl caminó amargamente por el valle. Esta era una especie de despedida, un adiós que tal vez no se repetiría nunca más en toda su vida. ¿Dónde podría encontrarse otra vez en estas condiciones, bajo un cálido sol y un mundo tranquilo y silencioso, acompañado de una mujer, paseando sin ninguna clase de angustia, sin ningún temor por el futuro? ¿Era nostalgia —se preguntó— por estar tan lejos de su hogar? No, porque su hogar no disponía de verdes valles, no tenía ríos tranquilos, no poseía el reposado silencio de este planeta. Su hogar era un mundo mecánico, de altas torres metálicas, de gente pálida y hosca. Si pudiera quedarse en este mundo, si pudiera…

¿Quién había dicho que esto era una especie de despedida?

Darl se detuvo bruscamente y se enfrentó con Ihila. La muchacha le miró serenamente con sus grandes ojos violeta.

—Has jugado conmigo, ¿verdad? —preguntó Darl.

—No —repuso Ihila—. No he hecho nada de que puedas sentirte agraviado. Sólo que era necesario que nadie pudiera hallar una explicación más o menos acertada sobre nosotros. Pero ahora que nos vamos, no es necesario seguir ocultando la verdad. Por ello he permitido que pudieras sacar tus conclusiones libremente, cosa que podrías haber hecho mucho antes si no hubiera interferido.

Telepatía, pensó Darl.

—Sí. —Y esta vez no fue una voz la que resonó en sus oídos, sino en su cerebro, como el contacto de los pétalos de una rosa en la oscuridad.

—Entonces, si podíais hacer lo que queríais, ¿por qué os comportasteis como unos salvajes? ¿Por qué adoptasteis esa actitud ante nosotros? —continuó pensando Darl.

—Porque era necesario, para vosotros y para nosotros. Cada mundo puede seguir avanzando hasta donde le permite la evolución. Si no ha tenido vida, es y será siempre un trozo de roca inanimado girando en el espacio; pero si tiene vida inteligente, la evolución lo hace seguir hasta cierto punto por un sendero ineludible. El sendero puede continuar hasta que no encuentre salida y terminar allí. O puede bifurcarse en muchas direcciones si se saben escoger a tiempo. Para nosotros vuestra presencia era una especie de signo, una flecha indicadora de que existen muchos caminos por los que puede evolucionar la humanidad, en vez de creer obstinada y egoístamente que sólo puede existir uno y que está premeditado y condicionado desde el principio. Esta noche habrá muchos que se darán cuenta de ello. Y tú pudiste haberte dado cuenta desde el primer momento si no hubiera sido por mi participación.

Ihila se acercó y le besó suavemente.

—Hemos sido y somos una raza humana —susurró la voz en su cerebro—. Por eso puedo comprender que amas, y que tu amor contiene cariño y afecto y ternura. Que desearías retenerme a tu lado, pero no puedes hacerlo porque consideras que soy un ser libre y que nadie más que yo puede tener derecho a cambiar esa libertad y porque crees que estoy más allá de tu alcance y de tus ilusiones. Y yo puedo decirte que, solamente por ese afecto, por ese sacrificio y por ese deseo de felicidad, también puedo quererte por ello…

Se acercó otra vez y Darl la estrechó en un fuerte abrazo y la besó en la boca, en la frente, en los ojos, en el cabello, como si no pudiera convencerse deque esto ocurría realmente. Y por todo eso y por todo el amor que había guardado dentro de sí, la volvió a besar en las orejas, en el cuello, en los hombros… hasta que su mirada cayó sobre la metálica mole que se erguía, deslumbrantemente extraña, por encima de los árboles.

Ihila se separó y corrió hacia el final del resplandeciente valle.

Por la noche Darl se encontraba en el claro donde se reunían los nativos cuando aparecía el portal a las estrellas.

Pero esta noche iba a ser diferente.

Y sólo lo sabían Darl y los nativos.

Entre los árboles podía verse el débil brillo de los ojos ciegos de los reflectores y el ocasional ruido de metal producido por la patrulla que vigilaba desde el otro lado de la barrera. Darl pensó que seguramente Jorgsnovara se hallaba también allí aquella noche, y se preguntó si iba a actuar cuando apareciera el portal o comprendería su significado. Claro que ello no haría cambiar el curso de los acontecimientos.

El prado se iluminó con la inquietante y dorada luz que acompañaba la presencia del portal.

Durante unos instantes reinó la más absoluta calma a ambos lados de la barrera que presentaba el campo de fuerza. Darl se preguntó con curiosidad qué es lo que estaría pensando Jorgsnovara. ¿Es que el director comprendía el significado del portal?

Aun así, Darl no tuvo que esperar mucho. Cuando el primer nativo se introdujo en el portal, desapareciendo, oyó gritar a Jorgsnovara en el exterior.

La patrulla irrumpió en el claro, bajo el resplandor de los focos. Darl pudo ver que el director empuñaba un arma y gesticulaba a los hombres que entraban.

Pero el resplandor dorado, el portal, no había desaparecido como la vez anterior.

Jorgsnovara se aproximó al primer individuo que halló cerca de él y trató de asirlo por un brazo.

El nativo continuó hacia el portal.

El director levantó la pistola neurónica y disparó sobre él.

El nativo llegó al portal y desapareció.

Jorgsnovara quedó inmóvil por la sorpresa, sin comprender, anonadado ante el inesperado hecho.

Darl corrió hacia él.

El director apuntó hacia otro nativo y disparó.

El indígena llegó al portal y desapareció.

Darl cogió al director, que se debatió débilmente, y lo arrastró hacia el exterior del claro, hacia el espacio abierto, desde donde podían verse las estrellas.

—¡Mire, Jorgsnovara, mire! —gritó Darl, zarandeándolo—. Cien mil millones de estrellas repartidas en toda la galaxia. Y usted esperaba solamente encontrar mundos en los que fuera respetado y obedecido como un dios. Pero se había olvidado de que las estrellas también son viejas y de que han transcurrido muchos eones antes de que un pez saliera del mar y se instalara en tierra para dar paso con los millones de años a un animal especializado. Y este animal especializado, después de examinar su pobre equipo mental y de compararse con los demás animales de su mundo, decidió que él era el ser más inteligente del universo y, lleno de orgullo, saltó un ridículo trozo de espacio entre las estrellas, consolidando su premisa al no hallar nada. Hasta que aquí encontró a otros seres, y entonces tuvo miedo de que pudiera ser inferior. Miedo en vez de alegría, al encontrar alguien que pudiera guiarlo de la mano y aconsejarlo en el tortuoso sendero de su propio desarrollo y evolución. Miedo de que no pudiera levantar altivo la cabeza ante otros seres que pudieran hallarse entre las estrellas. Miedo, cuando lo que debía haber hecho era humillar la cabeza ante un grupo de seres que habían alcanzado la meta más provechosa de su existencia: el saber vivir. Pero no, tuvo que comportarse de un modo brutal, ilógico, egoísta, cuando en realidad teníamos todas las pruebas de una anormalidad que nos indicaba que habíamos encontrado algo superior a nosotros. Un planeta con un clima subtropical en casi todas sus regiones y una vegetación que está distribuida como un jardín, pero de un tipo estético que no podemos entender. Un jardín que comprende todo un mundo. Un lugar de veraneo, de descanso, para disfrutar en los ratos libres, en las vacaciones, en lo que sea ocio para ellos. Y el portal. El portal, Jorgsnovara, que no es más que una luz para usted, es el indicio de una era inimaginable para nosotros. Es el símbolo de una raza que no necesita depender de las máquinas. El símbolo de unos seres que han hallado el significado de vivir. Un significado que nosotros no conocemos y estamos en peligro de no conocer jamás. Y ahora se han ido, se han marchado, a las estrellas, a su hogar.

Ihila apareció al lado de Darl.

—Sí, nos vamos —murmuró la voz en su cabeza—. Pero el camino de la vida es muy largo y ahora saben que existe algo más. Ahora tienen la seguridad de que la vida no es algo ciego y determinado por el destino, sino de que es algo que se puede escoger y dirigir. Y el universo es grande y joven y tal vez algún día nos volvamos a encontrar. Algún día, cuando su raza se haya dado cuenta de que solamente se es feliz en la mutua comprensión, cuando se hayan liberado de todos sus pensamientos egoístas, de sus prejuicios, cuando pueda pensar y darse cuenta plenamente de que otro ser es igual a uno mismo, que sufre, ama y ríe, entonces el camino estará abierto. Hasta entonces…

El portal fulguró y desapareció.

Y con él se fueron.

Los dos.

Ihila y Darl.