Gira, gira
por Domingo Santos
Un antologista que sea a la vez escritor de ciencia ficción y no se incluya en sus antologías es un antologista tonto, me dijo recientemente Brian Aldiss, con su socarronería habitual. De modo que hay que seguir el consejo de los maestros. Lo que resulta un poco más difícil es hablar de uno mismo sin sonar excesivamente pedante. Con toda mi buena fe y mi proverbial humildad, debo reconocer que es probable que yo sea el autor de ciencia ficción en lengua española más conocido intemacionalmente, lo cual no quiere decir por supuesto que sea el mejor. Eso sí, puedo colocarme la medalla de ser el que tiene tras de sí una producción más abundante, pese a que en los últimos años mi labor creativa se haya visto bastante mermada por mis otras labores de dirección, selección, recopilación y traducción de obras de otros autores. Poseo una docena de libros publicados en mi haber, entre novelas y recopilaciones de relatos, y una cincuentena de estos últimos esparcidos un poco por todas partes… a los que espero que sigan otros, si los editores me lo permiten. Se me alaban muchas cosas, y se me reprochan muchas también (entre ellas la de «inspirarme» frecuentemente en obras de otros autores, con lo cual no estoy absolutamente de acuerdo, y si no que venga Shakespeare y lo vea), pero reconozco que gozo de un cierto renombre a nivel internacional, lo cual no significa que ese status me haya dado fama mundial ni dinero. Uno no puede tenerlo todo en la vida.
Lo más difícil de esta antología ha sido seleccionar mi propio relato. Finalmente, me he decidido de entre mi producción (de parte de la cual ni siquiera me acuerdo) por Gira, gira, y eso por dos razones: la primera, porque a su aparición fue fotocopiado y colgado como ejemplo en unas conocidas dependencias oficiales de Madrid, lo cual halagó mucho mi ego, aunque no me pagaran ningún royalty por ello; y la segunda, porque Donald A. Wollheim seleccionó este relato de entre toda mi extensa obra (aunque ignoro si fue capaz de leerla toda) para incluirlo en su antología The Best of Rest of the World, lo que en lenguaje cristiano quiere decir la mejor ciencia ficción de esos pobres y subdesarrollados autores no anglosajones, es decir lo mejor que hay por debajo de lo mejor. Incidentalmente, él tampoco me ha pagado (todavía) ningún royalty por su publicación.
A Helena, en recuerdo de una tarde en un coche,
a través de una alucinante ciudad.
En realidad fue culpa mía, lo reconozco. Ya sé que me avisaron: me dijeron que no cometiera locuras, que dejara el coche a unos cien kilómetros de Cosmópolis y que usara desde allí los transportes subterráneos. Pero llevaba prisa, y además solamente debía estar dos días en Cosmópolis para resolver un asunto oficial, y me decía por otro lado que una ciudad no puede estar tan llena como todo eso.
Nunca me había equivocado tanto.
Entré por la Autopista del Norte. La entrada es fabulosa: cincuenta kilómetros de autopista metiéndose dentro de la ciudad, con los altos edificios custodiándola a ambos lados. Las ocho pistas de circulación iban repletas de coches, en algo que tenía un cierto parecido con el deslizarse de los maderos sobre la superficie de un río saturado de troncos. Me reía de mis amigos y de sus temores, viéndolo todo mucho más fácil de lo que yo mismo me había imaginado.
Y de pronto, los coches se esparcieron como los fósforos de una caja que abrimos del revés, cuando llegamos a un cruce-en-cinco-tréboles-distribuidos-en-tres-niveles, que esparcieron a los vehículos por toda la ciudad.
Bueno, ahí empezaron mis dificultades. Yo debía ir al sector Este de la ciudad, y circulaba por la segunda fila de la derecha. Cuando me di cuenta de que para coger la bifurcación Este debía colocarme en la primera fila de la izquierda ya era demasiado tarde. Tuve que enfilar el segundo trébol. Por supuesto, y en una forma puramente teórica, los cinco tréboles que formaban el final de la autopista estaban enlazados todos ellos entre sí, de modo que desde uno cualquiera de ellos se podía llegar a los otros cuatro. En la práctica, yo al menos no lo conseguía. Una vez eran los mismos coches los que no me permitían meterme en la línea que quería coger, otras veces era un guardia de vigilancia (no me atrevo a llamarlo de circulación, pues lo único que haría era mirar y darle al silbato de vez en cuando) el que me obligaba a seguir por un camino por el que yo no deseaba ir, otras veces era yo el que interpretaba mal las señales colocadas justamente cincuenta metros antes de la desviación. A las dos horas de dar vueltas, un poco mareado, decidí salir por donde fuera del cruce-en-cinco-tréboles-distribuidos-en-tres-niveles, pensando que una vez dentro de la ciudad me sería más fácil encaminarme hacia mi destino. La verdad es que uno no pierde definitivamente la esperanza hasta que se la machacan con un martillo pilón.
Como la oficina en la que debía resolver mi asunto oficial se hallaba en Cosmópolis-Este, había reservado habitación en un hotel de aquella zona. Me metí dentro de la ciudad, y lo primero que hice fue detenerme ante una librería para adquirir un plano-guía. Tuve que dejar el coche en triple aparcamiento. El librero me mostró un pesado mamotreto subdividido en trescientos cuarenta y tres planos parciales.
—¿No tiene una guía en la que esté contenida toda la ciudad en un solo mapa? —pedí.
—Por supuesto —dijo—. ¿Qué medidas tiene su pared?
Me sorprendió su pregunta, pero la comprendí cuando me mostró el mapa más pequeño: medía dos y medio por cuatro metros, y las manzanas de casas debían ser examinadas con una lupa, que se entregaba gratuitamente junto con el mapa. Abandoné mi idea, mi coche no es exactamente un compacto ni un utilitario, pero tampoco es tan grande como para eso. Me quedé el plano subdividido.
Cuando salí, un hombre uniformado de azul que llevaba en su gorra la placa: POLICÍA-MULTAS-n.° 13428, estaba extendiendo una sanción. Quise protestar, pero me mostró, allá en la lejanía, un disco de «estacionamiento y parada prohibidos».
—¿Y las otras dos filas de coches? —señalé a los demás coches aparcados.
Sonrió con un tercio de boca.
—Bueno, hay que tener un poco de tolerancia, ¿no cree? Aunque tres filas son ya demasiadas.
Pagué sin protestar: dos mil créditos. Pensé que con aquella cantidad podía haberme hospedado un día en el Imperial Hilton. ¡Y el muy cerdo aún me dijo que me rebajaba la sanción en un veinte por ciento por hacerla efectiva en el acto!
Me encaminé tentativamente (eso de conducir un automóvil guiándote por un plano que has de tener precariamente sujeto a un lado no es demasiado cómodo) hacia donde quería ir. Y no crean que me fue fácil. El plano señalaba las calles de dirección única y cuál era su sentido, pero no tardé en encontrarme con una en la que precisamente el sentido de circulación era el opuesto al indicado en el plano. Aquello me desmoralizó, ya que me destruía completamente todo el camino que me había trazado.
Me detuve ante el primer guardia de la circulación que vi, que estaba observando desde un lado la nutrida riada de coches con cara de resignación, y le mencioné aquella anomalía. Sonrió cansinamente.
—Usted no ha leído las instrucciones del plano-guía, ¿no es verdad? —preguntó.
Tuve que reconocer que no lo había hecho.
—Lo imaginaba. Mire: las flechas de dirección única que en el plano están señaladas de negro significan precisamente eso, dirección única. Pero las que están señaladas en rojo significan dirección única alternativa, es decir, dirección única en un sentido por las mañanas, y dirección en el otro por las tardes. Lógico, ¿no?
—¿Y por qué todo esto? —pregunté, no viendo la lógica por ninguna parte.
Sonrió maquiavélicamente, mientras miraba cómo un coche se empotraba materialmente en la parte posterior del que iba delante, y sacó un cuadernito de notas y apuntó: DOS MENOS, y los dos números de las matrículas. Luego volvió a guardar el cuadernito y prosiguió:
—La cosa es sencillísima, señor. ¿Cómo cree usted, si no lo hiciéramos así, que podríamos regular las alternancias de ese indecente flujo de coches y más coches que nos invade, yendo y viniendo?
Me abstuve de insistir sobre ello. En cierto modo, tal vez fuera lógico que los sentidos de las direcciones únicas fueran adecuados a las riadas más intensas de los coches: idas por las mañanas, vueltas por las tardes. Pero me pregunté qué ocurriría si algún automovilista distraído se metía sin darse cuenta por una calle de «dirección mañanas» en plena tarde.
El guardia, con un brillo especial en los ojos, me dijo que eso era algo que ocurría muy a menudo.
Seguí mi lento periplo. Por la escala del mapa, calculé que me separaban unos veinte kilómetros de mi hotel; cuando llegué allá, vi sorprendido que había hecho ciento cuarenta. Salí del coche, me arrastré materialmente hasta recepción, y pedí mi llave.
—¿Dónde les dejo el coche? —pregunté.
El recepcionista puso cara de horror.
—¿Ha venido en coche hasta aquí?
Entonces fue que empecé a darme cuenta de que sí había cometido un error. Pero ya era tarde para rectificar. Afirmé con la cabeza.
El hombre sacudió sus manos ante mí como quien ahuyenta un fantasma.
—Póngalo donde quiera, póngalo donde quiera —gruñó—. Pero no nos involucre a nosotros: el coche es asunto suyo. Nosotros solamente alquilamos habitaciones para personas. ¿O es que cree que vamos a habilitar sitios también para esas nefastas e infernales máquinas, con lo escasos que vamos de sitio en la ciudad?
—Está bien —dije, sintiéndome un poco molesto—. No se preocupe: voy a aparcarlo por ahí y vuelvo.
Di media vuelta para salir. Antes de que hubiera podido salir, el recepcionista me llamó con un chist.
—Señor —me dijo—: a su izquierda, en la cafetería, venden bocadillos para llevar. Le recomiendo los de lomo: son estupendos.
Creí percibir en aquellas palabras un cierto tono de delectante sadismo, y las ignoré. Luego me arrepentí de no haber seguido aquel sabio y experimentado consejo.
Cuando llegué al coche, que había dejado en quíntuple aparcamiento, un hombre uniformado de azul, en cuya gorra se leía: POLICÍA-MULTAS-n.° 27342, estaba extendiendo el boleto de una nueva infracción. La pagué con un resignado suspiro. El policía contempló la pantallita donde estaba la copia de la denuncia que había extendido, conectada directamente, según supe después, con el ordenador de control instalado en el centro urbano de sanciones, y observó cómo se encendía en un ángulo una lucecita azul. Dijo, con un gesto agrio:
—Es su segunda infracción hoy.
—Ya lo sé —dije.
—Recuerde que la tercera infracción en un mismo día comporta la retirada de su vehículo.
—De acuerdo, háganlo —murmuré con cara de mártir—: ¿Dónde tendré que ir buscarlo entonces?
Su cara reflejó una honda sorpresa.
—¿Buscarlo? Señor: no lo devolvemos.
Guardó su bloc-pantalla, y se fue muy dignamente.
Subí al coche. Empezaba ya a arrepentirme de no haber seguido los juiciosos consejos de mis amigos, pero ahora ya era demasiado tarde para lamentarse y mucho más para rectificar. Debía buscar un aparcamiento para el coche y volver al hotel. Me sentía agotado después de tantas horas al volante, y deseaba como nada en el mundo una buena ducha y una buena cama.
Empecé a dar vueltas.
Una hora después seguía dando vueltas; dos horas después seguía dando vueltas; tres horas después seguía dando vueltas. Cada vez en círculos más amplios. Cada vez alejándome más, hasta que llegué a perder la noción de dónde estaba.
Vi a un hombre que pasaba por la acera, y lo llamé. Vino hacia mí.
—¿Qué le pasa, hermano? —preguntó.
Carraspeé.
—Oigame; no soy de aquí, y ando loco buscando un sitio donde dejar el coche. ¿Sabe usted de alguno por aquí?
Su mirada se iluminó como la de José ante la Tierra Prometida.
—A mí no me pregunte —dijo con voz alegre—. ¡Ja!, yo no tengo coche.
Se fue.
Vi a un hombre uniformado que parecía no ser policía: lo llamé y se lo pregunté. Me miró en una forma intensamente condescendiente.
—Mire, amigo —me dijo—: en toda Cosmópolis, ¿entiende?, en toda, no hay ningún aparcamiento libre.
—Pero ha de haber alguno en algún lugar —sollocé—. ¿Y cuando se marcha algún coche que está aparcado?
—Usted es forastero, ¿no? Se comprende que pregunte eso. De veras, tal como están las cosas: ¿usted cree que si alguien tiene la inmensa fortuna de encontrar algún hueco donde dejar su coche, va a quitarlo alguna vez de allá para que venga otro y se lo usurpe?
Tuve que reconocer que terna razón.
—¿Y no hay ningún otro sitio, ningún aparcamiento privado, en donde poder dejarlo?
—Mire, amigo —dijo, apoyándose displicentemente en la ventanilla—, esta es la ciudad con mayor densidad de población de todo el mundo —señaló hacia los altísimos edificios—. Con tanta gente ahí dentro, ¿cree que puede quedar aún lugar para meter coches?
Se marchó, dejándome hundido en el desánimo.
Pasé toda la noche dando vueltas y más vueltas por los alrededores del hotel, sin ver ningún hueco practicable. Amanecía ya cuando, abatido, detuve de nuevo el coche relativamente cerca de la puerta del hotel.
Por supuesto, no había sitio para dejarlo bien aparcado. Pero lo único que deseaba era asearme un poco, ducharme y afeitarme. Creía que tenía derecho a ello, e imaginé que por unos pocos minutos nadie me diría nada. Salí del coche, lo cerré, y me dirigí hacia la entrada del hotel. Pero apenas había andado cuatro pasos cuando vi a un hombre uniformado de azul que surgía de entre los coches donde había estado agazapado y se dirigía al mío con el bloc-pantalla en ristre. Volví atrás rápidamente y me metí nuevamente dentro.
—No puede estacionar su auto aquí, señor —me dijo respetuosamente.
—Estoy esperando a un amigo —mentí—. Es sólo un momento.
—Mientras usted no se mueva del volante, está bien, puede quedarse. Pero no intente engañarme: le estaré vigilando.
Se fue, y vi cómo volvía a agazaparse en su puesto de espionaje.
Me mesé desesperadamente los cabellos. Debía hacer algo, tenía que entrar de alguna forma al hotel. De pronto se me ocurrió una solución. Deslicé una moneda de cinco créditos en las manos de un chaval que pasaba por allí y le rogué que avisara al botones del hotel.
Cuando vino éste, le mostré un billete de cincuenta créditos.
—Oye, muchacho —le dije—. He de ir ahí dentro a cambiarme y a asearme un poco. ¿Te quedas un momento al volante del coche mientras vuelvo?
—No puedo, señor —dijo, mirando ávidamente el billete.
—¿Por qué?
—El sindicato prohíbe el intrusismo, señor.
—¿Qué sindicato?
—El de volanteros, por supuesto.
Parpadeé. Mi abuelita decía que siempre se aprenden cosas nuevas.
—Volan ¿qué? Explícate —rogué.
Lo hizo. En realidad, resultaba que la brillante y nueva idea que había tenido no era ni brillante ni nueva. Los volanteros constituían una nueva profesión en constante alza en Cosmópolis, y el gremio de volanteros poseía doscientos mil afiliados allí, y vigilaban severamente el intrusismo de personas no afiliadas.
—Está bien —dije—. ¿Puedes conseguirme algún volantero?
—Por cincuenta créditos, ya lo creo, señor.
—¿Y por diez?
Abrió el gesto.
—Bueno: si no me queda más remedio…
A los pocos minutos tenía un volantero a mi lado. Era joven, y parecía dinámico. Me mostró, antes de que pudiera abrir mi boca, una placa de identificación del sindicato, con su nombre y fotografía. En la parte inferior de la placa un rótulo fluorescente indicaba: No acepte los servicios de ningún volantero que no le muestre antes esta placa. Si tiene alguna reclamación que formular, tome nota de su nombre y de su número de filiación.
—Está bien, hijo —dije—. Toma, no tardaré mucho.
—No importa lo que tarde, señor —respondió—. Son doscientos créditos la hora.
Silbé por lo bajo, pero no hice ningún comentario. Fui al hotel, me duché, me cambié y me afeité, procurando hacerlo lo más aprisa que pude. Miré con deseo la impoluta cama, pero tenía que acudir a una hora precisa. Cuando bajé creí ver una mirada sardónica en el recepcionista, pero la ignoré.
Le pagué al volantero, se fue, y puse el coche en marcha. El hombre uniformado de azul seguía agazapado en su sitio. Cuando pasé a su altura me hizo un gesto obsceno. Le sonreí con suficiencia, satisfecho de mí mismo por primera vez aquel día.
Pero los asuntos no marcharon demasiado bien.
En primer lugar, apenas hube puesto el coche en marcha me di cuenta de una cosa aterradora: apenas tenía combustible. Había llenado el depósito —un amplio depósito— antes de entrar en Cosmópolis, pero cuando uno se pasa toda una noche dando vueltas y más vueltas suele terminar agotando el combustible.
Recordé que, en mis giros por la ciudad, no había visto ningún lugar que indicara venta de gasolina. Y aquellos lugares eran, allí, algo vital.
Busqué en el plano-guía. Había en las hojas de información general anteriores a los mapas un apartado de «gasolineras». Palidecí. En toda Cosmópolis había cinco surtidores.
Busqué febrilmente el más cercano. Estaba a trece kilómetros de enrevesadas calles, nunca llegaría.
Vi a un hombre con uniforme azul. Me agarré a él como si fuera un salvavidas.
—Necesito llenar el depósito —aullé—. ¿Dónde podría hacerlo por aquí cerca?
El hombre, pese a su uniforme, era una buena persona. Miró mi matrícula, vio que no era de allá, se apiadó. Se apoyó amistosamente en la ventanilla.
—Mire, eso de la gasolina es un problema —dijo—. El ayuntamiento ha vetado la instalación de nuevos surtidores, indicando que esa es una manera de frenar el aumento del parque automovilístico de la capital. Hay solamente cinco surtidores en toda Cosmópolis… y casi nunca tienen gasolina.
—Pero entonces —palidecí—, ¿cómo se proveen de combustible los coches de la ciudad?
—Bueno, hay un floreciente mercado negro. Se calculan en unos ochenta mil los puestos de suministro clandestinos. Usted me es simpático: por cien créditos le puedo indicar los cinco más próximos.
Se los di rápidamente. Cogió el mapa, me señaló los cinco lugares prometidos, y me indicó incluso cómo llegar hasta ellos. Sólo después de habérmelo dicho se guardó el dinero en el bolsillo.
—Pero esos son muchos surtidores clandestinos —dije—. ¿No pone el ayuntamiento trabas a ese mercado negro?
—¡Qué va! Es precisamente el ayuntamiento el que les suministra el combustible a todos ellos.
—¡Pero eso es echarse piedras a su propio tejado! ¿Qué consigue con ello?
Se echó a reír de mi ingenuidad.
—Cobrar una fuerte sobretasa, naturalmente. —Acercó confidencialmente su rostro al mío—. ¿Sabe?, según se dice, con esa sobretasa financian las autopistas rápidas de descongestión.
Sólo más tarde supe, y de una forma terrible, lo que eran esas autopistas rápidas de descongestión.
Cuando llegué al lugar donde debía ir, no había por supuesto ningún aparcamiento practicable, de modo que tuve que contratar a otro volantero. Lo primero que me dijo fue que la tarifa era de doscientos cincuenta créditos por hora.
—¿Se han subido las tarifas? —pregunté.
—No, señor —respondió—. Pero ésta está clasificada como zona comercial: hay sobretarifa.
Le dejé el coche y subí a las oficinas. Debía efectuar una entrevista oficial, ya saben ustedes, una de esas estupideces completamente innecesarias pero sin las cuales no pueden resolverse unos trámites legales, siempre subproducto de la burocracia. Y como siempre en este tipo de entrevistas, me encontré con un «vuelva usted mañana». Mejor dicho, peor aún: el hombre que me atendió me escuchó atentamente, me enumeró cien buenas razones por las cuales no podía atenderme y me dio una tarjeta de presentación para otra oficina oficial, diciéndome que para resolver mi problema me era imprescindible ir allí, aquel mismo día, a las ocho de la noche. Haciendo aquello, me aseguró, dándome unos animosos golpecitos en la espalda, vería solucionados todos mis problemas.
Lo deseé fervientemente.
Volví al coche. Antes de despedirle le mostré al volantero la tarjeta que me habían dado arriba.
—¿Sabes por dónde cae esta dirección? —pregunté.
Dio un silbido prolongado y desmoralizador.
—Huy —dijo—: esto es el Centro —y pronunció la palabra «Centro» en un tono que me produjo escalofríos.
—¿Y eso? —dije.
—¿A qué hora ha de estar allí, señor? —preguntó.
—A las ocho.
Consultó su reloj.
—Será mejor que se ponga ahora mismo en camino —dijo—. Es muy tarde ya. Va a tener el tiempo justo: es más, no sé si conseguirá llegar.
Miré mi reloj: eran las diez y media de la mañana.
—¿Tan lejos es? —pregunté.
—No, señor: tan sólo a treinta kilómetros de aquí. Pero ya le he dicho que es el Centro.
Como no conocía Cosmópolis, decidí hacerle caso: si alguien sabía el tiempo que se puede tardar en ir en coche de un sitio a otro en aquella ciudad, ese alguien sólo podía ser un volantero. Le di las gracias. Adelantó una mano, y puso gesto agrio cuando se la estreché efusivamente.
La sucesión de planos parciales del plano-guía que me llevaba hasta el Centro se iban complicando cada vez más, pero había en medio mismo una amplia avenida que llevaba directamente hasta allá, mejor dicho que atravesaba la ciudad de punta a punta pasando por el mismísimo Centro. Vi el cielo abierto. Enfilé hacia allá. Me costó un poco desembocar en ella desde las calles laterales por las que tuve que meterme, pero al final lo conseguí.
Para encontrarme con una manada de coches que venía en pos de mí como si fueran un tropel de bisontes enfurecidos.
Me eché rápidamente a un lado, sintiendo que se me erizaba de terror todo el vello de mi cuerpo. Lancé un profundo suspiro de alivio cuando los coches pasaron inofensivamente a mi lado, aunque casi rozándome. Busqué febrilmente el plano: creía haber visto una doble flecha que señalaba doble dirección.
Había una doble flecha, sí… pero estaba impresa en color amarillo.
Un hombre uniformado de azul vino hacia mí con evidente cara de mala uva.
—¿No se da cuenta de que está estorbando la circulación, señor? —ladró.
—Estaba mirando el plano-guía —me disculpé—. ¿Qué significa esa flecha amarilla?
—Las instrucciones de la página tres están ahí para algo —sentenció.
Busqué la página tres. Sí, allí estaba. Decía: «Sentidos de circulación alternativa.— Flechas amarillas en ambas direcciones: cambio alternativo de sentido cada media hora; con franja azul en el centro: cada hora; con franja roja: cada veinte minutos».
Cerré el plano-guía. Creí estar viendo un espejismo.
—Ahora está en la media hora de venida —dijo—. Tendrá que esperar a la media hora de ida.
—¿Y cómo? —pregunté suponiendo que no podía quedarme allí.
Trazó círculos con el dedo.
—Dé vueltas. ¿Qué se cree que hace todo el mundo?
Di vueltas. Descubrí que había a todo lo largo de las avenidas unas calles especiales que parecían estar hechas a propósito para ese fin. Descubrí también que había mucha gente que haría lo mismo que yo. Incluso me puse al lado de un automóvil que iba siguiendo la misma ruta circular. Entablamos conversación, y pronto vimos que nuestros problemas eran exactamente los mismos. Aquel fue el inicio de una amistad que creo que no se romperá nunca, ya que fue cimentada en la desesperación. Le pregunté:
—¿Por qué no establecen pasos elevados para evitar todo esto y dar fluidez al tráfico?
Hizo ja.
—¿Y qué se cree que hicieron? —murmuró lastimosamente—. El día de la inauguración cayeron diecisiete coches. Se empujaban de lado los unos a los otros para meterse. Hubo cuarenta y tres muertos, entre los que iban en los coches y los que fenecieron aplastados. Los clausuraron, los derribaron, y se olvidaron de ellos.
—¿Y pasos subterráneos? —vi una oportunidad.
—También. Lo intentaron, pero el primer aluvión de coches los cegó completamente. Aún no los han podido sacar a todos.
—¿Y por qué no prohibir entonces sencillamente la circulación en el casco urbano?
—¿Está usted loco? —gimió—. ¿No piensa en que la economía del país está basada precisamente en la construcción de automóviles y sus derivados? ¿Quiere llevar a la ruina a toda una nación?
En aquel momento sonó la media hora del cambio de venida con el cambio de ida. Nos apresuramos, a la carrera, haciendo apartarse al sprint a los que no habían tenido tiempo de llegar a las Rutas Circulares (luego supe que las llamaban así), y nos metimos en la amplia avenida. Su nombre era el de Avenida de la Eternidad, y realmente era eterna. Antes de que hubiéramos podido llegar al Centro (lo cual estaba más o menos a la mitad de la avenida), saltó la media hora, y tuvimos que salir a escape hacia la Ruta Circular antes de que la avalancha de los que estaban esperando el cambio desde el otro sentido nos triturase. Seguimos dando vueltas.
—Nunca he podido cruzarla en una sola vez —me dijo mi recién adquirido amigo en tono de derrota—. Siempre he necesitado de dos a tres cambios.
—¿Pero por qué esos cambios? —pregunté—. ¿No sería mejor…?
No me dejó terminar. Hizo un gesto extraño con la mano.
—Piense que la gente no solamente necesita ir, sino también volver. ¡Y no hay forma de habilitar dos avenidas, no hay espacio suficiente!
Entonces recordé —mejor dicho, me lo recordó mi estómago— que no había comido desde la tarde anterior. Le pregunté a mi nuevo compañero:
—¿Hay algún sitio por aquí donde se pueda comer?
—Sí, por supuesto —dijo—. En todas las Rutas Circulares los hay. Yo también quiero comer algo. ¿Vamos? Yo le guío.
Le seguí. Nos metimos por una especie de túnel corto agradablemente iluminado. En el centro había como una especie de mostrador abierto al túnel mismo. Antes de llegar a él había la lista de un menú único: concentrado de caldo, más concentrado de pollo, más concentrado de melocotón, más una ración de agua mineral (sin gas), todo ello por doscientos créditos. Lo encontré un poco caro, pero el hambre era imperiosa. Cuando llegué al mostrador deposité doscientos créditos en él, y una camarera mínimamente vestida me entregó una botella cuádruple de plástico translúcido con cuatro válvulas de chupado conectadas a sus cuatro depósitos independientes, llenos de translúcidos líquidos. Las etiquetas pegadas en ellos marcaban el orden de arriba abajo: caldo, pollo, melocotón, agua. Compuse un gesto de desagrado.
—Oiga —le dije a la camarera—, este menú no me convence demasiado. ¿No tiene algo más… sólido?
—¿Sólido? —dijo alarmada—. ¿Está loco, señor? Esto es lo único que está legalmente permitido tomar mientras se conduce.
—¿Mientras se conduce? —me sorprendí—. Entonces, ¿uno no puede tomarlo aquí?
—Por supuesto que no, señor; no hay sitio. ¿Dónde dejaría usted mientras tanto su coche? Circule, por favor: hay otros esperando tras de usted.
Seguí adelante, y volví a la Ruta Circular. Estaba ya terminando el postre cuando volvió a sonar la media hora: tiré la cuádruple botella de plástico a un lado, y me metí por la Avenida de la Eternidad antes de que me metieran los que venían detrás. ¡Conseguí llegar a la desviación que marcaba «Centro» antes de que volviera a sonar la media hora y los coches que venían de frente me echaran de la avenida por la fuerza!
Desde aquel lugar, y después de doblar a la izquierda, se llegaba según el plano-guía a la calle que conducía hasta el mismo Centro. Pero un magnífico disco reluciente señalaba que estaba prohibido, precisamente allí, doblar a la izquierda. No me pregunten por qué estaba allí: alguien me dijo más tarde que formaba parte del plan de medidas tomadas por la Superioridad para descongestionar el Centro. Me vi obligado, en contra de mi voluntad, a girar a la derecha.
Y entonces me perdí.
Creo que todo aquello estaba hecho a propósito. En un área de unos dos kilómetros en torno a aquel giro, las señales se multiplicaban de tal modo que aquello parecía un bosque. Cuando intentaba girar a la derecha una señal me indicaba que tenía que seguir recto, cuando quería seguir recto otra señal me enviaba hacia la izquierda. Y en todas partes se veían hombres uniformados de azul agazapados, acechando.
Así fue de sencillo. Cuando, tras dar tantas vueltas que mi cabeza empezaba a no estar segura sobre los hombros, quise volver a orientarme para tratar de llegar a algún sitio, ya estaba completamente desorientado. Quise buscar el nombre de alguna calle para intentar localizar dónde estaba, pero el azar (¿sí?) hacía siempre que las placas de las calles estuvieran en lugares inaccesibles a la vista de un conductor… o sencillamente no estuvieran. Quise intentar el orientarme a ojo, pero lo único que conseguí fue perderme aún más. Me iba dando cuenta de que me estaba alejando lenta pero inexorablemente de mi destino, y era angustioso pensar que uno no podía hacer nada por remediarlo. Como último recurso intenté guiarme por el sol, pero siempre he sido un hombre de ciudad que nunca ha aprendido a observar la naturaleza y, por otra parte, ¿acaso hay alguien que sea capaz de guiarse por el sol en medio de tan altísimos edificios?
Creo que llevaba ya un par de horas dando vueltas a través de cuarenta kilómetros de tortuosas y maquiavélicas señales de tráfico, cuando creí ver el cielo abierto. Ante mí, una flecha señalaba hacia la izquierda indicando: «VÍA DE CIRCULACIÓN RÁPIDA».
Me agarré a ella como se aferraría un náufrago al carcomido tablón salvador. Las flechas estaban en todos lados, la señalización era perfecta. Demasiado perfecta, hubiera tenido que pensar. Me acuso de no haberlo hecho.
De pronto desemboqué en la entrada de una autopista. La señal indicadora cambió. Ahora decía AUTOPISTA X-332: VÍA DE CIRCULACIÓN RÁPIDA. VELOCIDAD MÍNIMA, 150 KMS/H. PRIMERA SALIDA, A 320 KILÓMETROS.
Intenté desviarme de aquella flagrante trampa, pero ya era demasiado tarde: no había ninguna salida posible, la autopista estaba allí mismo, me encontraba ya dentro de ella.
Juro que no hubiera querido meterme, lo juro por Dios y por todos los santos. Pero en la entrada no había ningún nudo en trébol, ninguna calzada lateral, nada. No habían dejado la menor oportunidad.
Sólo la autopista.
Me metí, no me quedaba otro remedio. Creo que estaba pálido como un muerto. Pensaba en los trescientos veinte kilómetros. Dios mío, ¿en dónde me había metido? Cada cinco kilómetros, un disco recordaba: VELOCIDAD MÍNIMA, 150 KMS/H. Células fotoeléctricas captaban a los infractores. Aceleré, sollozando.
A los cincuenta kilómetros del inicio de la autopista había un área de descanso con aparcamiento, estación de servicio y bar-restaurante. Estaba anunciada cinco kilómetros antes, y había una pista especial de desaceleración. Me metí por ella como si fuera mi última salvación.
El aparcamiento estaba sombreado, lo cual era un alivio en aquel día de sofoco. En el local vendían comidas para llevar, comidas para tomar allí, bocadillos. Mi vista divisó cosas sólidas, las identificó como comida, y mi estómago gruñó obscenamente. Pedí una hamburguesa con mucho pan y mucha hamburguesa, y un litro de cerveza. Me apoyé en el mostrador con un suspiro de alivio.
—Oiga —le pregunté al camarero—, ¿cómo se hace para volver a esa maldita ciudad?
Sonrió tan profesionalmente como pueda hacerlo un camarero.
—A usted también lo han echado, ¿eh?
Asentí tristemente.
—Es el nuevo plan de ordenación urbana para descongestionar el casco —dijo, como si aquello pudiera aliviarme—. De momento lo han instalado solamente en los accesos al Centro y en una forma experimental: un laberinto señalizado por expertos psicólogos, y al final una vía larga de salida rápida de la ciudad. Pero, en vista del éxito, dicen que piensan instalarlo en muchos otros lugares.
Gruñí inconcretamente. La verdad es que no me sentía con fuerzas para decir nada más.
—Eso de los coches se ha convertido en una verdadera pesadilla, ¿sabe usted? —continuó el muchacho—. Y no crea que está mal la idea. Piensan que, si consiguen llevar a un automovilista, tras desorientarlo científicamente, hasta una salida rápida que lo lleve a trescientos o cuatrocientos kilómetros lejos, un elevado tanto por ciento abandonarán la partida y no regresarán. De hecho, los controles que se han efectuado han demostrado que tan sólo un dieciocho por ciento de los vehículos que salen por estas autopistas rápidas regresan.
—Pero con eso sólo conseguirán engañar a los forasteros —me atreví a decir—. Por muy complicados que sean los laberintos, los que vivan en la ciudad terminarán aprendiéndolos y no caerán en ellos.
—¿Eso cree? —se rió—. Cambian los laberintos cada quince días.
Me hundí. Comí en silencio la hamburguesa, me bebí la cerveza, y pensé que el mundo estaba podrido. Sólo después de haberme reconfortado interiormente recuperé mi moral. Encajé los dientes e hinché el pecho. Si una cosa no soporto es que me engañen.
—Yo volveré—dije, como quien pronuncia una sentencia.
Se alzó indiferentemente de hombros.
—Está bien —dijo—: si quiere enfrentarse de nuevo con aquello, hágalo. —Se metió una mano en el bolsillo y sacó una tarjeta—. Cuando vuelva por el otro lado de la autopista —dijo profesionalmente—, le aconsejo que se detenga en este aparcamiento. Está en el mismo kilómetro que este: se llama El puesto de Joe el Bizco. Hace unas cenas rápidas que son una delicia. Tenga: si le entrega esta tarjeta le hará un sustancioso descuento. Es pariente mío, ¿sabe?
Tomé la tarjeta y le di la vuelta.
—¿Cena? —pregunté.
Miró su reloj.
—Sí —dijo—. Pienso que, si va rápido, cuando vuelva aún alcanzará la hora de cenar. Joe cierra tarde, ¿sabe?
No sé, pero creo que aquella hamburguesa me sentó mal.
Volví. A pesar de la voz interior que me chillaba que no fuera loco, volví. Llegué al Puesto de Joe el Bizco justo en el momento en que cerraba la cocina, pero lo retrasó un poco en mi honor. Hubiera querido no detenerme, pero algo más fuerte que yo me lo impidió. Me sentía agotado, tenía agujetas en los brazos y en la pierna derecha. Necesitaba descansar.
Allí, mientras cenaba un filete lo bastante correoso como para tenerme entretenido durante un buen rato, pensé detenidamente en mi problema. Tenía que ir al Centro, eso era imperativo. Había pasado ya la hora concertada para la entrevista, pero imaginaba que la excusa que podía dar justificando el no haberme presentado era lo suficientemente válida. Al fin y al cabo, en una ciudad como Cosmópolis un retraso aun tan considerable como el mío podía ser disculpado.
Pero existía el problema de llegar hasta allá. Tras meditarlo largamente, llegué a la conclusión de que era demasiado arriesgado esperar a la mañana siguiente para hacer el camino. Así que decidí que lo mejor era ir hasta allá ahora. De noche, supuse, mejor dicho, de madrugada (ya que me llevaría aún su tiempo entrar en la ciudad), me sería más fácil llegar hasta allá. Entonces buscaría algún lugar donde dejar el coche, cerca del lugar donde debía ir, y dormiría allí, mis asientos eran reclinables. A la mañana siguiente tal vez estuviera poco presentable, sin afeitar y desaseado, pero al menos estaría allí.
Así lo hice.
Cuando ahora digo lo hice no puedo evitar un estremecimiento. La verdad es que me costó bastante lograrlo. No crean que es fácil ir al Centro de Cosmópolis, ni siquiera en la madrugada. Es por eso por lo que comprendo que poco a poco todas las empresas importantes vayan estableciendo cada vez más sus oficinas de relaciones públicas y de información en la periferia de Cosmópolis, en los nuevos Bloques de Extensión que se levantan cada vez más junto a las salidas de las autopistas, dejando solamente en el Centro sus Oficinas Fiscales, pues ya se sabe que sólo los Poderes Públicos se mantienen aún tradicionalmente en sus conchas inaccesibles. Pero lo hice, aunque para llegar tuviera que llenar por dos veces a tope —y a precios abusivos, por supuesto— el depósito de carburante.
Y empecé a buscar un lugar, un hueco, un rincón. No necesité demasiado para convencerme de que el problema era el mismo que en el hotel, agravado aún más por el hecho de que salvo contadísimas ocasiones estaba absoluta, terminante e irrevocablemente prohibido el estacionamiento e incluso la parada. Era la una de la madrugada cuando empecé a preocuparme. Eran las dos cuando empecé a ponerme nervioso. Eran las tres cuando empecé a desesperarme.
Entonces decidí dejarlo donde fuera, parar en algún rincón: si me quedaba dentro no podrían decirme nada, no podrían multarme, y tal vez consiguiera descabezar un sueñecito: los párpados se me cerraban cada vez más. Arrimé el coche a un lugar que me pareció discreto, dentro de lo que era posible, recliné mi asiento, y cerré los ojos.
No sé el tiempo que transcurrió, imagino que apenas unos segundos, cuando unos golpes repiquetearon en el cristal.
—Esto merece una sanción —dijo el hombre amenazadoramente.
Llevaba el clásico uniforme azul. Parpadeé con ojos soñolientos. Miré el reloj: treinta segundos desde que había reclinado el asiento.
—Lo siento —murmuré—. Estoy agotado.
—Yo también, señor. ¿No sabe lo que cansa perseguir a toda esa gente que se cree más lista que uno y quiere engañarlo impunemente a uno? No es fácil, señor.
Miró la matrícula del coche.
—Es usted forastero, ¿no? —dijo—. Sólo por eso no le extiendo la sanción. Pero no vuelva a hacerlo. La segunda vez no le saldrá tan bien.
—Oiga —supliqué, señalando el edificio donde tenía que estar a la mañana siguiente (donde tenía que haber estado aquella tarde a las ocho)—. Tengo que ir allá. Tenía que haber ido allá. No quiero que mañana me ocurra lo mismo que hoy. Voy a quedarme aquí hasta mañana… —miré el reloj—, bueno, hasta hoy, porque hoy ya fue ayer —me di cuenta de que ya no sabía lo que me decía—. Escuche: mañana contrataré a un volantero para que cuide del coche, y subiré allá: dejaré resuelto el asunto que me ha traído, y me marcharé definitivamente de este lugar infernal. Volveré a mi querida ciudad. Allí al menos hay sitio para los coches, ¿sabe?
Sonrió, mostrando unos dientes amarillentos.
—No debió haberme dicho esto —murmuró dolido—. Pero lo ignoraré, puesto que tiene este problema. Lo ignoraré si contrata a un volantero para esta noche. Usted no puede estar aquí dentro durmiendo, señor. Si uno permanece al volante de su coche, ha de velar.
Suspiré.
—Está bien, buscaré a un volantero para que vele por mí, si es eso lo que quiere.
—No hace falta que lo busque, señor —dijo, dulcificándose un poco. Se metió dos dedos en la boca y silbó en una forma penetrante. A los pocos segundos tenía al lado a un muchacho, que se apresuró a mostrarme su tarjeta del sindicato—. Aquí tiene a uno. Puede poner toda su confianza en él, señor: es mi hijo.
Le cedí mi asiento ante el volante, y recliné el otro. Me acomodé en él.
El muchacho me miró.
—Duerma tranquilo, señor —dijo—. Yo me ocuparé de que todo esté bien.
Se reclinó también en su asiento extendido, y se echó a dormir a mi lado.
A la mañana siguiente, dejé al legañoso volantero al cuidado del coche y subí a la oficina a las nueve en punto. Terna la clara sensación de ir mal aseado, me sentía incómodo, pero pronto me di cuenta de que la mayor parte de personas que circulaban a mi alrededor por los pasillos y oficinas del edificio presentaban un aspecto muy similar al mío. Me miré brevemente en un espejo. Bueno, tal vez todos estuvieran atravesando por mi misma situación.
Pero debía resolver de una vez por todas mi asunto: deseaba más que nunca volver a la tranquilidad de mi casa y de mi ciudad. Penetré decididamente en la oficina.
Una secretaria se levantó y acudió prontamente.
—¿Qué desea, señor?
—Quiero hablar con el señor González —pedí, tendiéndole la tarjeta.
—El señor González no está, señor —dijo rápidamente—. ¿Estaba usted citado con él?
Señalé la tarjeta:
—Ayer, las ocho de la tarde.
—Ayer a las ocho de la tarde tampoco estaba, señor. Salió por la mañana y aún no ha vuelto. Creemos que debe estar atrapado
—¿Atrapado?
—Ajá.
Dudó unos momentos. Imagino que debió ver mi cara de sorpresa, y supuso rápidamente que yo no vivía en Cosmópolis. Aclaró:
—Le suele pasar muy a menudo, señor. Sobre todo cuando debe ir a informar a sitios en los que no le queda más remedio que coger el coche para ir hasta allá. Son gajes del oficio.
Asentí comprensivamente.
—¿Y no sabe dónde está ahora?
—Pues… —dudó un breve segundo. Luego me hizo un signo para que aguardara, se dirigió hacia un teléfono interior de color rojo y disco un número. Habló brevemente, luego colgó.
—Venga, por favor —me indicó. Me llevó hasta un gran mapa de la ciudad que ocupaba todo un paño de la pared, buscó a través del cuadriculado y señaló un punto—. Me acaba de decir que en estos momentos se halla precisamente aquí.
—¿En alguna reunión? ¿En una oficina?
—No, señor: en su coche. Está intentando regresar.
Miré el mapa. Aquello caía realmente lejos del Centro.
—¿Y usted ha hablado con él?
—Sí. Verá, todos los que tienen que utilizar el coche tan a menudo como el señor González llevan instalado en él un teléfono especial de localización y socorro. Es la única forma de poder localizarles en cualquier momento, caso de que se presente una emergencia.
—¿Y tardará mucho en regresar?
Hizo un gesto ambiguo.
—Está intentando hacerlo desde ayer al mediodía. Me ha dicho que se encontró con que cambiaron uno de esos endiablados Laberintos, y que tuvo que irse a trescientos cincuenta kilómetros lejos: es el último Laberinto que han inaugurado, ¿sabe? Le ha costado casi toda la noche regresar.
—Pero ahora ya está relativamente cerca —argüí, mirando el mapa.
Sonrió como se sonríe a un niño pequeño que acaba de hacerse pis en los pantalones.
—No olvide que hoy es día de Audiencia Fiscal —observó.
~¿Y?
—Esto significa miles de personas dirigiéndose hacia el Centro a la misma hora. Los atascos suelen durar hasta la madrugada.
Palidecí. La cosa se estaba poniendo fea.
—¿Entonces no hay ninguna solución?
—Por supuesto que hay soluciones —dijo animosamente—. La experiencia sirve para algo, ¿no? Me ha dicho que, ya que él no puede venir hasta aquí, se llegue usted hasta allí. Le aguardará en la Ruta Circular S-33 —la señaló en el mapa— hasta que usted llegue.
—¡Pero no voy a llegar nunca!
Ella pareció comprender mi problema.
—Usted por supuesto que no —dijo—, aunque la ida siempre es más fácil. Pero hay volanteros de circulación especializados en llegar rápidamente a los sitios. Claro que son un poco caros,' pero si le interesa hablar con el señor González…
Por supuesto que me interesaba. Pocos minutos después tenía a mi lado a un hombre joven de aspecto deportista y ademán dinámico. —Lo primero que hizo, tras exhibir el carnet del sindicato, fue preguntarme qué clase de coche tenía. Se lo dije, y frunció el ceño: mal coche para correr, dijo. Me despedí de la secretaria agradeciéndole su interés, y bajamos.
El volantero que estaba al cuidado del coche frunció el ceño al ver al competidor, y se fue refunfuñando entre dientes algo de que «se lo diría a papá». Lo ignoré. El volantero de circulación se sentó ante el volante y lo hizo girar experimentalmente, puso el coche en marcha y le dio unos acelerones, escuchando cómo cantaba el motor. Se encogió de hombros.
—Échate a un lado, hermano —me dijo. Y arrancó.
El viaje fue realmente corto, aunque a mí me pareciera eterno, ya que en su transcurso viví el equivalente a mis veinte años largos de conductor. Aquel volantero debía pertenecer a algún club de suicidas: pasaba rozando las carrocerías de los otros coches, efectuaba adelantamientos kamikaze, y logró que me surgieran por generación espontánea un buen puñado de canas. Pero hizo lo increíble: me llevó hasta la Ruta Circular S-33 en un tiempo que hubiera creído imposible. Cuando llegamos a destino miró el cuentakilómetros, luego el reloj, y murmuró:
—Tres minutos treinta segundos más que mi récord urbano. No está mal, para este coche. Son mil doscientos créditos, señor.
Pagué sin el menor comentario, pues un hombre capaz de conducir así un automóvil es capaz de cualquier otra cosa. Y me dediqué a buscar a González.
No me costó demasiado hallarlo, porque llevaba sobre el techo de su automóvil una pancarta rígida reflectante que decía: Soy GONZÁLEZ. Entonces comprendí algo que me había chocado antes en algunos coches, y que había visto ya varias veces en Cosmópolis: el que algunos coches llevaran en el techo o sobre el capó rótulos semejantes. ¿Qué otro medio más rápido y efectivo, me dije, para que dos personas automovilizadas pudieran encontrarse en medio de la calle, ya que no podían hacerlo en ningún otro lugar?
Nos colocamos lado a lado, me presenté, nos estrechamos simbólicamente las manos, y pasé a exponerle mi asunto. González, como todo buen automovilista ciudadano de Cosmópolis, llevaba el coche bien pertrechado: conectó el magnetofón para grabar la entrevista, y sacó un bloc de notas susceptible de ser utilizado con una sola mano. Me escuchó atentamente, tomó algunas notas, consultó algunos datos a través de una pantallita translúcida (conectada con el archivo de consulta de su oficina a través de un circuito de televisión, me explicó), y luego frunció el ceño.
—Su caso va a ser difícil —dijo—. Veo un grave problema.
—¿Y?
—Debería examinarlo más a fondo. ¿Puede usted verme algún otro día… mañana por ejemplo?
Pensé en todos mis sufrimientos pasados y me estremecí.
—¿No hay ninguna otra solución? —aventuré.
—Me temo que no. Necesitaría consultar con el Ministro. Verá, su caso no atañe a Circulación: no tiene por lo tanto prioridad. Y yo sólo soy un simple Tercer Delegado. ¿De veras no puede ponerse en contacto conmigo, aunque sea por teléfono, mañana por la tarde? Yo espero poder llegar a mi oficina esta madrugada, y mañana, una vez haya dormido un poco, me ocuparé de usted. Creo que podré arreglárselo.
Asentí con un suspiro.
—Está bien —dije—. Pensaba irme esta noche, pero…
Sonrió.
—No se preocupe. Mañana se lo tendré listo. Ahora debo irme rápidamente. Llevo mucho tiempo dando vueltas en esta misma Ruta Circular, y eso está prohibido. Y hoy llevo ya dos multas reglamentarias…
Me dio un número de teléfono para que le llamara allá al día siguiente, nos estrechamos de nuevo simbólicamente las manos, y se fue raudamente. Yo decidí regresar al hotel. Cogí el plano-guía, y empecé mi peregrinar. Esta vez no me costó tanto, parecía como si empezara a adquirir un poco de experiencia. De pronto, faltaba aún un buen trecho para el hotel, vi algo que jamás hubiera creído poder llegar a ver allí: ¡un aparcamiento varío! Al mismo tiempo, vi otro automóvil que había visto lo mismo que yo. Soy rápido en reacciones: metí la marcha, di gas a fondo, y me metí cuando ya el otro avanzaba a la carga. Rayé todo un lado de mi coche, pero no me importó. Cerré el contacto y descendí.
El otro hombre había llegado con su coche casi a mi lado. Estaba enormemente pálido. Paró, y descendió. Me preparé para cualquier contingencia, con los puños fuertemente cerrados. Pero el hombre no era un luchador nato. Se limitó a detenerse frente a mí, mirarme con ojos de odio y decir:
—Señor, es usted un cerdo.
—Ya lo sé —respondí, sintiéndome alegre por primera vez desde que había llegado a Cosmópolis. Lo vi alejarse derrotado, me metí las manos en los bolsillos y, sin preocuparme por los kilómetros que aún me faltaban para llegar, me fui silbando hacia el hotel.
Cuando llegué allí, penetré en mi habitación, me detuve frente a la cama y, sin molestarme en desnudarme, abrí los brazos en cruz y me dejé caer. Dormí catorce horas seguidas.
Al mediodía siguiente, me lavé y afeité parsimoniosamente, me cambié, hice las maletas y bajé de la habitación. Pensaba que, teniendo en cuenta que probablemente aquella tarde dejaría ya definitivamente arreglados todos mis asuntos, no vaha la pena conservar la habitación. Pagué la cuenta y, cuando ya me iba, con la maleta en la mano, me volví al recepcionista y le dije con voz sardónica:
—Encontré un aparcamiento para el coche. —Y no satisfecho, repetí—: Tengo el coche aparcado.
Y me reí al ver que mis palabras habían sido como una puñalada en su corazón.
Llegué al coche, dejé la maleta en él (varios coches vinieron atropelladamente hacia mí, y recibí varias miradas asesinas cuando se dieron cuenta de que no me iba), y me metí en un bar.
Llamé por teléfono al señor González. Su secretaria me dijo que no estaba, y su voz parecía llorosa.
—¿Y cuándo volverá? —pregunté.
—Nunca… —me llegó el hipido entrecortado desde el otro lado; y luego, en un grito desgarrado—: ¡No volverá ya más!
Sentí un escalofrío. No comprendía nada, pero me temía mucho.
—¿Es que… le ha ocurrido algo?
—¡Sí! —gimió la voz desde el otro lado—. ¡Ayer le pusieron la tercera multa del día!
—Bien, pero…
—¡Oh, ¿es que no comprende?! —lloriqueó la voz—. El señor González le tenía mucho cariño a su coche: ¡No quiso abandonarlo!
Y colgó precipitadamente el auricular.
Durante un buen rato no supe qué hacer. Llamé al camarero, y le pregunté:
—Oiga, cuando a uno le ponen la tercera multa del día, le retiran el automóvil y no se lo devuelven, ¿verdad? —asintió—. ¿Y qué es lo que hacen con él?
—¿Con el automóvil? Lo convierten en chatarra, por supuesto: hay demasiados. —Y, con las manos, hizo el ademán de un martillo pilón que golpeando desde todos lados convirtiera al coche en un compacto cubo de metal.
Y entonces comprendí. Sentí que me mareaba, y salí a la calle. Pensé en mi coche, en mi querido coche, en mi ciudad, en mi querida ciudad, en mi familia, en mi querida familia, en todo ello. Pensé en que tenía que volver a coger el coche, y me estremecí. Me eché a reír, presa de una crisis de nervios. Reía aún cuando se me llevaron en un helicóptero de urgencias.
He pasado dos meses en un sanatorio. Han querido darme ánimos: me han dicho que mi caso no es único, que al día ocurren otras muchas crisis como la mía, se calculan en cinco o seis mil. Incluso le han dado un nombre, ahora no lo recuerdo, a esa nueva enfermedad. Me hablan de síntomas y de posibles terapias. El médico me dice que dentro de una semana podré salir a la calle.
Pero algo ha cambiado profundamente en mí. Sé que, cuando salga de aquí, ya no podré volver a coger un coche en mi vida. Y por supuesto mi coche se queda allá donde está: ahora que he encontrado un aparcamiento, nadie me lo va a quitar. Temo en cómo voy a salir de esta espantosa ciudad. Algunos otros enfermos, ciudadanos de Cosmópolis todos ellos (hay uno que viene regularmente todos los años), me han hablado de las salidas de la ciudad. Me han dicho que las carreteras comarcales que rodean Cosmópolis son como una red inextricable de la que uno puede llegar a no salir jamás. Me han dicho que se cuentan entre diez a veinte mil los coches que se hallan constantemente perdidos por eso que las autoridades llaman «red secundaria de descongestión vial». Sé que, cuando intente salir de la ciudad, puedo hallarme inmerso en ese laberinto, y no salir nunca, nunca, de él. No, no voy a intentarlo.
Sé también que el asunto que me trajo aquí está perdido. Desaparecido González, no me queda otra solución que volver a empezar de nuevo desde el principio. ¿Y cómo voy a hacerlo, Dios mío, cómo voy a volver adonde empecé? Hoy acabo de leer el periódico. Se ha presentado un proyecto de ley por el que se prohíbe absolutamente el estacionamiento y parada en todo el casco urbano de Cosmópolis. Las autoridades han afirmado que si se aprueba este proyecto de ley, puede ser la solución a los problemas circulatorios de la capital. Cuando ha venido el médico a examinarme ha dicho algo de recaída…
Sueño con martillos pilones uniformados de azul. Veo cubos de metal retorcidos de los que surgen risas y gritos. Veo coches, y coches, y coches. Nunca dejo de ver coches. Creo incluso que mi cama es un coche. Yo soy un coche. No puedo pararme, porque si lo hago me sancionarán…