Naufragio en Titán

por Javier Redal

Tímido, introvertido, de pocas palabras, sonrisa ingenua y mirada huidiza, pero con una exuberancia literaria que compensa todo lo demás; así describiría yo a Javier Redal para quien no lo conozca personalmente. Biólogo, se dedica a la enseñanza en Valencia (hay que vivir), y pasa todo su tiempo libre, o casi todo, frente a la máquina de escribir. Su formación científica le permite elaborar artículos de divulgación sobre numerosos temas, cuya característica principal es una amenidad y un rigor que recuerdan a los de Isaac Asimov. Lleva publicadas varias docenas de relatos, y últimamente tiene en prensa una novela corta escrita en colaboración con J. M. Aguilera. Ecléctico por naturaleza, suele escribir sus relatos «a la manera de», y así ha escrito cuentos a la manera de Lovecraft, Asimov, Heinlein… y por supuesto Clarke, por quien siente la habitual predilección del científico, puesto que lo suyo, como buen académico que es, es la hard SF, la ciencia ficción dura, con una sólida base científica.

Tras lo dicho anteriormente creo que no hará falta aclarar que Naufragio en Titán es un relato escrito «a la manera de Clarke», y él es el primero en sentirse orgulloso de ello. Para mí, Naufragio en Titán, además de estar tremendamente bien escrito, es uno de los cuentos temáticamente más originales de la ciencia ficción española que he leído, y la media mensual de cuentos españoles de ciencia ficción que pasan por mis manos es bastante alta. Por supuesto, imagino que Clarke no lo habrá leído todavía (que yo sepa, Clarke no habla español, o si lo habla no tuvo la delicadeza de hablarlo conmigo la última vez que conversamos en Inglaterra), pero estoy convencido de que, si lo leyera, no vacilaría en ponerle su propia firma. Y sintiéndose orgulloso de hacerlo, además.

Morir resulta siempre desagradable, pero hacerlo lejos de la Tierra lo es más, y morir en Titán, la luna mayor de Saturno, más todavía. Clarke miró por el ventanal del refugio que les protegía de la atmósfera de hidrógeno y metano, contemplando el alucinante paisaje.

Había que mirarlo. El omnipresente velo de nubes rojas que cubría el cielo difundía una débil luz rojiza. La escasa luz solar, a mil quinientos millones de kilómetros, apenas podía proporcionar algo más que el equivalente de un crepúsculo terrestre.

El panorama de peñascos de hielo daba paso, hacia el oeste, a la orilla de un mar de amoníaco, cuyas olas oscilaban lentamente por efecto de la baja gravedad, apenas un octavo de la Tierra. Sólo lo, la luna jupiterina en la que Clarke había trabajado, se le podía comparar, con su cielo de reflejos amarillentos y sus rocas marrones y rojas.

Se abrió la puerta del compartimento y entró Hicks, el corpulento tejano. Con él había penetrado en el refugio un débil hedor de la atmósfera exterior, una mezcla de petróleo crudo, amoníaco y metano. Sin poder evitarlo, Clarke arrugó la nariz. Hicks dijo:

—Si Dios hubiera querido que el hombre viajase con motores de gasolina, le habría dado Titán como luna a la Tierra. Me pilló una niebla de hidrocarburos —explicó.

Hicks era el único de los náufragos que conservaba humor para bromear. Clarke le replicó:

—Y si Dios hubiera querido que los téjanos viviesen en Titán, les habría dado unos pozos de oxígeno.

En la atmósfera de Titán, el oxígeno ardía. En los primeros tiempos de la exploración se habían empleado motores de combustión interna a base de quemar oxígeno, pero eso había sido antes de que los reactores nucleares de fusión portátiles fueran de uso general.

Hicks rió y empezó a despojarse de su traje térmico.

—¿Algo nuevo sobre nuestra posición? —preguntó Clarke.

El otro negó con la cabeza.

—Ferrier y Schleiten han salido en busca de minerales que puedan servir de pista. El capitán y Higgins están tomando la altura del sol. ¡Si al menos esta maldita luna tuviera una ionosfera como mandan los cánones! Podríamos pedir ayuda por radio y vendrían por nosotros en un hovercraft.

—Si es que encontraban por donde llegar —suspiró Clarke—. Los mapas no son de fiar con estas nubes del demonio cubriéndolo todo, y hay que valerse del infrarrojo… Aunque conozco a Mike Willis: si sabe dónde estamos, vendrá a por nosotros aunque sea andando. Pero no hay ionosfera, no saben dónde hemos caído, cosa que tampoco sabemos nosotros, y no hay más que decir.

Su voz se había ido crispando, e hizo un esfuerzo por calmarse.

—Es mi turno de salir, ¿no?

Hicks asintió, y Clarke empezó a ponerse su traje.

Los náufragos, así se consideraba Clarke al menos, habían establecido un rígido plan de trabajo para conservar sus sistemas de soporte vital en perfectas condiciones, pero más que nada para mantener ocupadas sus mentes. Vigilaban por turno el sistema de regeneración de aire y agua, bajo la supervisión de Namura, un ingeniero de soporte vital. También cuidaban del reactor de fusión que les proporcionaba energía.

Titán, uno de los mayores satélites del Sistema Solar, con sus 5.800 kilómetros de diámetro, era también uno de los mundos más extraños del sistema. Mayor que Mercurio, casi igual que Marte, poseía la primera atmósfera planetaria que se había descubierto, hacia 1944. La presión atmosférica era igual a la de la Tierra, pese a tener menor gravedad que la Luna.

La temperatura era de -70 ° C, en lugar de los -124 ° C que cabría esperar. Esto se debía a un efecto de invernadero causado por el metano, junto con la capa continua de nubes formadas por etano, etileno, acetileno y otros hidrocarburos originados por la polimerización del metano bajo la luz ultravioleta del sol.

Los mundos de nuestro sistema responden a dos tipos: los planetas pequeños y densos, como Mercurio, Venus, la Tierra y Marte, y los gigantes gaseosos y ligeros, como Júpiter, Saturno, Urano y Neptuno. Titán era un extraño híbrido, de características intermedias: tamaño pequeño y atmósfera densa.

Las misiones no tripuladas, que comenzaron en 1979 con el Pioneer 11, revelaron algo de su estructura interior. Un núcleo metálico, cubierto por un manto de roca, y sobre él un magma formado por una solución de agua-amoníaco. Por encima de todo se hallaba la corteza de hielo, que era como de piedra a -70° C. A esa temperatura, el amoníaco formaba lagos y mares someros.

Una semejanza sorprendente con la Tierra la ofrecían las corrientes de convección en el manto de agua-amoníaco. Éste era calentado por la radiactividad de la capa rocosa, originando corrientes de convección que daban lugar a movimientos de las placas de la corteza. Había zonas de expansión del suelo, como las dorsales oceánicas o el valle de desgarre de África, y zonas de absorción, como las fosas marinas terrestres.

Al igual que la Tierra, estas zonas de expansión o absorción iban ligadas a la actividad volcánica, con la diferencia de que los volcanes de Titán arrojaban agua líquida en vez de lava.

Titán reunía innumerables ventajas para la colonización, empezando por la temperatura y la presión. Un hombre sólo necesitaba un traje térmico, similar a los utilizados en la Antártida, y una escafandra de oxígeno. En las cercanías de un volcán, incluso se podía prescindir del traje. La baja gravedad era una ventaja evidente y la atmósfera de hidrógeno podía usarse como una masa de reacción en las naves espaciales o para obtener de ella el deuterio necesario para los reactores de fusión. En un futuro breve Titán se convertiría en la perfecta estación de servicio cósmica, que despacharía hidrógeno y deuterio a todo el sistema planetario.

Si podían resolver el problema de los metales. La falta de yacimientos era una dificultad cuya única solución práctica sería la importación de minerales de la Luna o de las lunas exteriores de Saturno, a no ser que los grandes afloramientos rocosos que aparecían en algunos puntos de la superficie resultaran ricos en metales. Su origen era desconocido, quizás impactos meteoríticos que habían hecho fluir la roca silicatada desde el manto rocoso hasta la superficie. Geólogos como Ferrier estaban allí para eso.

Eso era Titán: una tumba solitaria para los tripulantes y los pasajeros del transbordador L-3.

Fue uno de esos accidentes que ocurren una vez cada millón. El L-3 transportaba suministros, tiendas hinchables de plástico de gran tamaño, vigas y tuberías de aluminio, una pila de fusión portátil, un refugio metálico completo con sistemas de soporte vital, algunos instrumentos. Y siete pasajeros.

La nave había reducido su velocidad y estaba dispuesta para la reentrada cuando se produjo la avería del reactor de fusión del motor.

A diferencia de los viejos reactores de fisión, los reactores de deuterio no producían cenizas radiactivas, sino helio, y el combustible nuclear de deuterio, o hidrógeno pesado, abundaba mucho más que el uranio. Pero entrañaban un peligro, podían estallar, cosa que no hacían los de fisión. Por ello, al menor signo de avería que pudiese dejar en libertad al rugiente infierno de plasma, los mecanismos de seguridad cortaban la reacción.

Un accidente así es el que había sucedido en el L-3. El reactor se declaró en huelga y la masa de reacción se quedó en masa a secas. De haber sido uno de los antiguos transbordadores con alas, como el viejo Enterprise que se usó en los años ochenta, el capitán Kovak habría podido emplear el frenado atmosférico. Pero el L-3 carecía de alas, confiaba tan sólo en la energía del motor. Un anillo de tubos propulsores rodeaba un escudo refractario en la base del aparato, que se elevaba y descendía verticalmente. Dicho de otra manera: sin reactor, el L-3 caía como una piedra.

El capitán hizo lo que pudo. Entró en la atmósfera con la cola por delante y, a la altura adecuada, abrió los paracaídas de emergencia de proa. Después, en el último momento, disparó los cohetes de combustible sólido, también para casos de emergencia. No lo habría logrado en un mundo de gravedad más alta o de atmósfera menos densa pero, en Titán, el L-3 aterrizó entero.

Bueno…, casi entero. Al aterrizar, la cola tocó un pequeño lago de amoníaco y el escudo refractario y los tubos calientes vaporizaron instantáneamente el lago, de una forma explosiva. La sección de pasajeros y de carga no sufrió mayores daños, aparte de la avería del sistema de ventilación, pero la sección de cola, con el reactor de fusión y la masa de propulsión, saltó hecha trizas. Fue una suerte llevar el refugio en la carga.

Los pasajeros y los tripulantes se reunieron para discutir su situación. Eran diez: el capitán Kovak, el copiloto Higgins y el radiotelegrafista Hernández, más Clarke, Hicks, Sulivanov y Schleiten, ingenieros, Namura, experto en sistemas de soporte vital, Johansen, bioquímico, y Ferrier, geólogo. El capitán pidió silencio:

—Pierre —preguntó—, ¿alguna idea de dónde estamos?

Ferrier habló:

—Hacia el este hay volcanes y se puede distinguir un valle de desgarre, hacia el oeste está el mar de amoníaco. La única región que concuerda, si estamos cerca del ecuador, como dice el capitán, es Nueva Islandia.

Un silbido se escapó de todas las bocas. Nueva Islandia era una isla, así llamada por su semejanza con su homónima de la Tierra.

La situación era peor de lo que habían imaginado. Nueva Islandia estaba muy lejos de Base Titán…, exactamente en el hemisferio opuesto. Casi nueve mil kilómetros les separaban del único lugar habitado del satélite.

—Algo así me temía —dijo el capitán—. Estamos muy cerca del ecuador, el único mar de importancia es el Mar Oculto, y esta tierra… o este hielo, debe de ser Nueva Islandia.

—Es decir, que nos separan de Base Titán mil quinientos kilómetros de mar y siete mil quinientos de tierra…, o de hielo —resumió Hicks, echándose hacia atrás su sombrero Stetson.

—De los cuales —añadió Ferrier— no se sabe casi nada. Sólo hay mapas trazados con infrarrojos.

—¡Si al menos hubiese ya satélites de comunicaciones! —se lamentó Hernández—. Estoy seguro de que nos oirían con la radio pequeña —dijo, señalando el aparato.

—Capitán —preguntó Namura—, ¿crees que podemos contar con la Base para que nos rescaten?

Kovak agitó la cabeza.

—Con cinco hovercraft grandes, una docena de pequeños y unos diez helicópteros, no se puede cubrir una zona muy amplia. Y hay que tener en cuenta que para ellos podemos estar en cualquier punto de la zona tropical.

Resultaba gracioso llamar tropical a una zona cuya temperatura media era de menos 70 grados.

—Por lo que veo —dijo Schleiten— deberemos contar sólo con nosotros mismos. ¿Qué podemos hacer?

El silencio fue la única respuesta. Johansen continuó con la retahila de si al menos.

—Si al menos en Titán hubiese vientos, podríamos intentar construir un barco de vela…, usando los tubos de aluminio para el casco, recubriéndolos del plástico de los refugios.

—Y aparte de no haber vientos, porque esta maldita bola no experimenta grandes diferencias de temperatura, estamos en la zona de calmas ecuatoriales.

—Olvidamos algo —terció Hicks—. Debemos llevar con nosotros nuestro sistema de soporte vital, por lo que el buen trecho que recorramos, lo haremos bien cargaditos.

Sulivanov, con expresión distraída, dijo a su vez:

—¿Y si volviéramos en avión? Podríamos construirlo con tubos y plástico, en lugar del barco.

Todos miraron a Clarke, que era un entusiasta de los primeros tiempos de la aeronáutica. Este movió horizontalmente la cabeza.

—No sé si alguno de vosotros conoce lo suficiente de hidrodinámica para diseñarlo…, especialmente de dinámica aplicada a la atmósfera de Titán. Para no decir nada del motor. No, no me gustaría intentarlo.

—¿Cuánto tiempo calculas que podremos sobrevivir aquí, Nam? —preguntó Hicks.

Namura se pasó una mano por su largo pelo.

—Mientras tengamos energía de fusión tendremos aire y agua…, pero la comida nos alcanzará para tres meses, cuatro a lo más.

—¿Y no creéis que en tres meses nos habrán encontrado? —preguntó de nuevo el tejano.

El capitán e Higgins se miraron pensativos, y el primero dijo:

—Tal vez sí, y tal vez no. Si estas asquerosas nubes no estuviesen ahí, tal vez nos podrían fotografiar desde un satélite geofísico. Pero no es posible y aunque lo fuese, todavía tendrían que recorrer en hovercraft nueve mil kilómetros de terreno desconocido. Aunque no vamos a rendirnos, ¿verdad que no?

Todos se mostraron de acuerdo, y el capitán añadió:

—Bueno, quizás el trabajo y el esfuerzo nos relajen la mente y se nos ocurra una idea. Vamos al asunto, y dentro de veinticuatro horas nos reuniremos de nuevo.

Clarke estaba otra vez en el exterior. Su única misión era comprobar el funcionamiento del reactor, cosa que podía hacerse cada media hora o así.

Hacia el este se hallaban los volcanes de agua. Sin duda estarían llenos de agua caliente y líquida: agua, amoníaco y metano. Los componentes que, activados por la luz solar, darían un día compuestos orgánicos y, finalmente, vida…

Esta era la razón para la presencia de bioquímicos como Johansen. Casi sufrió un ataque cuando el capitán le negó el permiso para llegar hasta ellos. Pero el viejo tenía razón: era mejor permanecer juntos.

En los lagos calientes, cerca de Base Titán, se habían encontrado en solución azúcares, pentosas y hexosas, aminoácidos idénticos a los de la vida terrestre, glicina, alanina, triptófano, e incluso adenina y guanina, las bases de los ácidos nucleicos. Clarke comprendía la excitación del bioquímico, aunque no la compartiese.

Hubiera sido distinto hallar vida organizada: nativos con ciudades, hermosas princesas, monstruos malvados que decapitar a tajos de espada… (por un momento se representó a sí mismo diciendo a una tribu de asombrados titanianos: «Yo, gran hechicero. Vosotros llevarme ante jefe vuesto»).

Clarke caminó hacia los montones de suministros. Allí estaban las tiendas, enormes globos de plástico plateados para conservar el calor, que se hinchaban con aire a presión ligeramente superior a la ambiental. Esto bastaba para conferirles rigidez y evitar la entrada de la atmósfera exterior. Era la solución ideal para conseguir el mayor espacio habitable al menor peso. Pero no habían inflado ninguno; usaban el refugio metálico, de tamaño similar al de un autobús de dos pisos.

¿Qué era aquello? Por un momento se asombró al ver que ondeaban las imágenes, antes de recordar que se trataba del sistema de refrigeración del reactor, un conjunto de tubos curiosamente semejantes a los radiadores de calefacción central del siglo xix o XX, cada uno de ellos provisto de una aleta de metal, que disipaban el exceso de calor por medio del propio gas atmosférico de Titán.

Su mente volvió a divagar. Quizá Sulivanov tuviera razón y un aeroplano les pudiera sacar de allí. Pero no… Como estudioso de la aeronáutica primitiva que era, sabía que había estado jalonada de accidentes mortales. Sin contar con el problema de pilotarlo. Kovak o Higgins podrían hacerlo… O no; después de todo, el L-3 no tenía alas. No sabía si serían capaces de gobernar un aparato alado.

¡Un momento! Los hermanos Wright aprendieron a pilotar aviones por sí mismos…, se habían entrenado manejando una cometa. Pero no, en Titán no había viento.

Aparte de eso, no es lo mismo un avión de una plaza que otro de diez.

Pero si uno solo de ellos lograra regresar a la Base, podrían venir a buscar a los demás.

No, tampoco. No tenían con qué mover ese avión.

Y en aquel momento, tal vez estimulado por sus recuerdos de aeronaves antiguas, la solución le saltó a los ojos.

—¿Propones en serio que salgamos de aquí en un dirigible? —exclamó con asombro el capitán.

Clarke no se impacientó. Esperaba aquello.

—Lo he calculado todo, y podemos hacerlo. Mirad: usaremos las tiendas como bolsas de gas, y emplearemos las vigas de aluminio para el esqueleto. Este refugio será la barquilla. Instalaremos los controles en ese rincón —e indicó los ventanales del extremo de la sala.

—Me disgusta arrojar jarros de agua fría —dijo Higgins—, pero ¿qué utilizaremos como gas sustentador? Por si no lo sabes, el hidrógeno es el más ligero de los gases. No hay otro.

—Sí, el hidrógeno caliente —le contradijo Clarke.

El otro se golpeó la frente con asombro.

—¡Claro!, un globo de aire caliente. Por los anillos de Saturno, ¡eso es!

El capitán siguió hablando.

—Por lo tanto, tu idea es un Montgolfier. Pero ¿tendrá la fuerza suficiente para elevar todo nuestro peso?

—Piensas en los globos de aire caliente de la Tierra —le contestó Clarke—. Allí haría falta calentar el aire hasta los 300 grados para que tuviera el mismo poder ascensional del hidrógeno, pero aquí la atmósfera está a 70 bajo cero. Bastaría con calentarlo a unos 60 sobre cero, digamos, cosa que podemos hacer sin dificultad. Y no olvides que la gravedad es menor en Titán que en la Tierra.

Entonces habló Hicks, que había permanecido silencioso.

—Escuchad, tampoco a mí me gusta ser aguafiestas, pero ¿qué motor usaremos? No tenemos ni hélices siquiera.

—Es que no usaremos hélices —le replicó Clarke—, sino propulsión a chorro.

Le miraron estupefactos. Pero continuó:

—Calentaremos aire con el reactor y lo expeleremos a alta temperatura.

Kovak siguió su línea de pensamiento.

—Como un cohete de fusión, pero de fabricación casera. Bien, podemos adaptar los chorros de maniobra del L-3 para eso.

Por primera vez desde el accidente todos se animaron, excepto Schleiten.

—No sé… Los cálculos serán correctos, pero todo tiene un aire de… hum… cómo diría yo…

—¿De chapuza? —le apuntó Kovak.

Schleiten asintió, pero esta vez fue el capitán quien le respondió.

—Lo que te ocurre, Otto, es que tienes un concepto anticuado de la astronáutica. Piensas que es como en los antiguos, cuando todo estaba programado, ¿eh? Déjame decirte algo: hoy un buen astronauta debe saber improvisar. Uno no se convierte en un lobo del espacio hasta que no aprende a usar un autoclave como olla a presión para guisar un plato de lentejas con chorizo. O viceversa.

Schleiten no parecía muy convencido, y el capitán siguió:

—Mira: creo que fue en 1972, o en 1973, cuando la primera expedición del Skylab. Se produjo una avería, bueno, hubo varias, pero ésta fue especial, que se resolvió de un modo nada ortodoxo. ¿Sabes qué recomendaron los expertos de Houston? —hizo una pausa y sonrió—. Que un astronauta saliera con traje espacial y arreara unos buenos martillazos en un punto dado. Así se solucionó.

Se levantó.

—Si todos estamos de acuerdo, ¡manos a la obra! Creo que Clarke ha tenido una buena idea.

El montaje del dirigible, al que Clarke bautizó con el nombre de Conde Zeppelin II, les costó mes y medio de duro trabajo, pero los hombres lo llevaron a cabo con entusiasmo. Clarke, con sus conocimientos, era el diseñador, ayudado en la medida de lo posible por los restantes ingenieros.

Al principio pensó construir un dirigible rígido, un zepelín, pero dos cosas lo disuadieron de ello: la gran dificultad del trabajo y la inseguridad en la resistencia que ofrecería al viento. Optó, pues, por un dirigible semirrígido, del estilo del Lebaudy francés: las bolsas de gas soportarían una estructura en forma de quilla, hecha de vigas de aluminio, de la que penderían la barquilla, el sistema de soporte vital y el reactor de fusión, con su laberinto de tubos. Más hacia popa se instalarían los timones verticales y de profundidad.

Primero hincharon las bolsas con un poco de gas caliente y, una por una, las fueron trasladando al refugio, a cuyo lado las sujetaron con cables al suelo. Después montaron la quilla, por secciones, que iban suspendiendo de los globos para ensamblarlas. Una vez construida la sólida estructura, tan sólida como pudieron hacerla, y colgada de los globos, fue fácil unirla a la barquilla con tirantes y puntales. Sólo restaba cargar los alimentos y herramientas necesarias, hinchar las bolsas a tope y largar amarras.

Pensaron efectuar un vuelo de prueba, pero desecharon la idea por temor a un aterrizaje brusco. Aprenderían a gobernar el Conde Zeppelin II sobre la marcha. Después de todo, es la ventaja del dirigible: si algo marcha mal en los motores no se estrella, se detiene. Uno puede permanecer en el aire e intentar reparar la avería. Si no es posible, se puede soltar gas y descender.

Las desventajas del dirigible, principalmente ser muy vulnerable al viento, estaban muy minimizadas en la tranquila atmósfera de Titán. Y un dirigible de hidrógeno no puede arder sin oxígeno. Existía el riesgo de una explosión, si escapaba oxígeno del sistema de soporte vital, pero ese riesgo no era mayor que en la superficie.

Despegaron solemnemente tras una buena noche de sueño y una opípara comida —de todos modos no podían llevarla toda—, y el capitán y el copiloto pusieron rumbo oeste, mientras ensayaban los mandos. Clarke, por su lado, se encargó de comprobar el buen estado de las bolsas de gas. Namura se ocupó del sistema de soporte vital, como había hecho en tierra, y se turnaron con el reactor. De todos modos, todos tendrían que aprender las diferentes tareas para relevarse.

Se elevaron, atravesando la capa de nubes de hidrocarburos. Era un espectáculo ver cómo se evaporaban las gotitas al contacto con las bolsas de agua caliente. Cuando la dejaron debajo, disfrutaron de la contemplación de un panorama que pocos habían gozado.

Bajo ellos, la capa de nubes rojas. Sobre ellos, un cielo excepcionalmente limpio, gracias a la transparencia de la atmósfera de hidrógeno. Sólo algunas nubes altas de hidrocarburos destacaban allá arriba.

El sol, diminuto, pendía en el cielo, sin movimiento perceptible: Titán tardaba dieciséis días en girar sobre su eje. Japeto, la luna siguiente en el orden orbital, destacaba por el raro espectáculo de sus dos caras, una brillante como la nieve, otra oscura como el carbón.

No hablaron en mucho rato. Era una lástima no poder ver Saturno, pero Titán empleaba otros dieciséis días en dar la vuelta al planeta. Por ello, al igual que la Luna de la Tierra, presentaba siempre la misma cara al gran mundo. El L-3 se había estrellado en la cara oculta; a medida que pasasen los días aparecería Saturno. De hecho sería su medio de orientación: Base Titán estaba, casi exactamente, en el centro de la cara dirigida hacia el planeta.

El salón se había dividido en dos con una cortina de plástico: el extremo provisto de amplios ventanales era ahora el puente. Clarke hablaba con el capitán.

—Me pregunto si no será mejor descender por debajo de la capa de nubes. Si viene una expedición de rescate, no nos verá.

Sabía que estaban actuando en contra de la primera regla del náufrago: no abandonar el lugar del naufragio. Con ello dificultaban la búsqueda.

—Hernández ha dispuesto un cacharro que emite una llamada cada quince minutos. Mira —señaló el capitán Kovak.

El aparato era un magnetófono que lanzaba la llamada a intervalos y se rebobinaba. El capitán abrió un interruptor.

«Este es el dirigible Conde Zeppelin II, llevando a los pasajeros y tripulantes del transbordador L-3. Por favor, contesten. Estamos a la escucha. Esto es una grabación».

Hernández, con el casco de los auriculares en la cabeza, escuchaba con atención.

—Hay algo que quiero que sepas —prosiguió el capitán—. En la última hora hemos perdido altura aunque, por el momento, lo compensamos con el timón de profundidad.

Clarke le miró.

—¿Perdemos gas?

—No lo sé; quisiera que echases un vistazo.

Clarke se dirigió al armario de los trajes. Comprobó el oxígeno, la radio y las baterías, y se embutió dentro del suyo.

Salió por la compuerta. Subió por una escalerilla de tubo a la quilla y, sujetándose, avanzó hacia el reactor.

Johansen lo vigilaba. El bioquímico le saludó y Clarke se acercó a comprobar la temperatura. No había variado. El gas caliente entraba a la temperatura óptima para compensar las filtraciones y el enfriamiento de las bolsas.

Johansen se dio cuenta de que algo pasaba. Clarke, tras comprobar que hablaba por el micrófono exterior y no por la radio, se lo explicó.

El bioquímico pensó en voz alta.

—Puede ser una de estas dos cosas: el gas se enfría más deprisa de lo calculado, o perdemos gas. ¿Cuál?

Clarke no dijo nada, y el otro prosiguió:

—Tal vez la diferencia de temperatura ha rasgado las bolsas, como un vaso helado que se llena de agua hirviendo.

—Jo, recuerda que el plástico de las bolsas es elástico y no rígido.

Johansen frunció el ceño. Pero Clarke rectificó:

—Puede que tengas razón… El plástico es elástico, pero todo cuerpo elástico presenta un límite de fractura. Cuando se sobrepasa, se rompe.

—Hay una manera de saberlo —dijo Johansen—. Si el gas se enfría, la temperatura habrá bajado; si se escapa, se mantendrá constante.

Clarke emprendió la subida a las bolsas. Era fácil, pero terna que sujetarse bien para que el viento de la marcha no lo tirase.

Abrió la válvula de seguridad e introdujo el termómetro. La temperatura era igual a la de la última vez. Por tanto, se escapaba. Se deslizó hasta la siguiente.

Vio con claridad que tres de las siete bolsas perdían gas. Se dio cuenta del calor que hacía. El gas caliente calentaba a su vez el aire exterior. El reactor de fusión también producía calor. Se desabrochó la chaqueta, aunque por poco tiempo: una ráfaga de hidrógeno-metano a 70 bajo cero podría congelarlo en un momento.

Regresó a la barquilla e informó. El capitán se lo comunicó al resto por la radio de los trajes. Los muchachos se lo tomaron bien.

Dos días después la situación empeoró. Habían descendido por debajo de la capa de nubes y volaban a unos 150 metros del suelo. Habían hecho lo posible por elevarse.

En primer lugar, calentando más el gas, tanto como se atrevieron para no fundir las bolsas. El calor era ya fuerte y los hombres sudaban en los trajes. Mantuvieron la altura durante un tiempo.

Cuando esto no bastó, se dieron cuenta de que el gas se escapaba con un agudo silbido perfectamente audible. El siguiente paso lógico sería soltar el lastre… que no llevaban. Comenzaron por arrojar las herramientas que no eran imprescindibles; luego le tocó el tumo a las provisiones.

Habían confiado en alcanzar una velocidad de crucero de unos 50 kilómetros por hora. Tenían que recorrer unos 9.000 kilómetros, lo que representaba unos ocho días de vuelo. La avería se empezó a notar al tercer día, pero lo peor no era eso: al deshincharse, las bolsas ofrecían mayor resistencia al avance, y la velocidad había bajado a unos 30 kilómetros por hora.

Eso hacía unos 5.000 kilómetros recorridos en cinco días. Quedaban 4.000: unos seis días más. Seis días sin comer, ni apenas dormir…

Otro incidente vino a agravar la situación: el amoníaco estaba presente en la atmósfera de Titán en pequeña proporción. En mayores cantidades se le podía encontrar líquido, o sólido, si la temperatura descendía por debajo de los 77 o 78 grados bajo cero.

En los volcanes, con temperaturas superiores al punto de congelación del agua, el amoníaco se desprendía en grandes cantidades de vapor, que podía formar lluvia o nieve.

Una lluvia de amoníaco les sorprendió. La elevada temperatura del dirigible la evaporó instantáneamente… a costa de enfriar los globos. Fue preciso inyectar más gas caliente, lo que restó eficiencia al propulsor de chorro.

El capitán Kovak comenzó a pensar en soluciones drásticas. Ponerse los trajes, por ejemplo, tomar los tanques de oxígeno de reserva y desprender la barquilla o, al menos, el sistema de soporte vital, dejándolo llenarse de hidrógeno.

De pronto se levantó Hernández, que seguía escuchando, y con un movimiento enérgico del pulgar conectó el altavoz a todo volumen.

«Este es el hovercraft Speedy González, pilotado por Michael Wi-llis. Os oímos, Conde Zeppelin II, pero seguid hablando para que os localicemos. Por cierto, ¿de dónde habéis sacado un cacharro así?».

Un grito unánime salió de las gargantas de los náufragos.

El capitán habló por el micrófono.

—Soy el capitán Kovak, del L-3. Esta aeronave ha sido diseñada por el ingeniero Clarke. Mike, viejo granuja, ¿cómo nos has encontrado?

Una risa llegó por la radio.

—¿Tan ocupados estáis jugando a los globos que no habéis mirado vuestra estela? Desprendéis una cantidad de calor notable.

Clarke se sintió chasqueado.

—Habéis usado el infrarrojo, entonces, desde un satélite geofísico. Si nos hubiéramos limitado a producir calor a todo pasto nos habríais localizado igual. ¡Qué estúpidos hemos sido…!

—No te precipites, viejo —respondió Willis—. Si os hubiérais estrellado en una región volcánica hubiese sido imposible distinguiros de un volcán. ¿Lo hicisteis?

—Caímos en Nueva Islandia.

—¡Ajá!, era lo que temíamos. Cuando caísteis usamos el satélite para fotografiar con infrarrojos toda la zona ecuatorial. Confiábamos poco, pues hay muchos volcanes, pero cuando las fotos mostraron un volcán en movimiento, nos pusimos inmediatamente en marcha. Ha sido duro, hemos tenido que cruzar dos cordilleras…, pero contadnos: ¿alguna baja?

—Me magullé un dedo al montar el Conde Zeppelin II —dijo Clarke—. Por lo demás, salvo que estamos molidos y no dormimos desde hace tres días, todos bien.

El capitán, que ya estaba observando el suelo con unos prismáticos, preguntó:

—¿Nos habéis localizado ya? La superficie parece horizontal, podéis correr.

—Gracias, ya os tenemos en pantalla. Procurad manteneros en el aire… ¡Un momento! Ya tenemos contacto visual. Podéis empezar a bajar.

En la amplia cabina de pasajeros del Speedy González, los rescatados descansaban mientras Mike les contaba su viaje. El enorme aparato, del tamaño de un barco pequeño, les llevaba a unos 150 kilómetros por hora hacia Base Titán.

El Speedy González había recorrido cuatro mil kilómetros en cuatro días, a unos cuarenta kilómetros por hora de media. Habían cruzado dos cordilleras que los inmovilizaron mientras los helicópteros que llevaban exploraban el camino. En una ocasión tuvieron que abrirse paso con dinamita.

Al término del relato, Clarke dijo:

—Ese es el problema de los hovercrafts: necesitan suelo llano. Si queremos un buen medio de transporte, necesitaremos dirigibles.

Le miraron con asombro.

—¿No has tenido ya bastante? —le preguntó Hicks.

—Caramba, hicimos lo mejor que pudimos. Tenemos que diseñarlos mejor, pero eso es todo. No necesitan de todo ese sistema de seguridad que precisan los aviones, y su radio de acción es enorme. Podrían dar la vuelta a Titán sin aterrizar, llevando a los científicos a donde quisiesen. ¿Qué os parece la idea?

Johansen y Ferrier mostraban una expresión soñadora. Clarke prosiguió:

—Son más fáciles de construir aquí; incluso podríamos emplear materiales que ya tenemos. A la Tierra le gustará: le saldremos más baratos que si nos tienen que mandar aviones desmontados. Y aún hay más ventajas.

»Algún día, no sé cuándo, Titán será una colonia y no una base experimental. Y habrá turismo interplanetario. ¿Os podéis imaginar algo más fantástico que contemplar Saturno desde un dirigible?