La Gioconda está triste
por José Luis Garci
De nuevo cine y ciencia ficción se entrecruzan en esta antología. José Luis Garci empezó su carrera como ensayista de ciencia ficción (por cuya labor ganó en su día el premio Nueva Dimensión), y como crítico de cine en periódicos y revistas de Madrid (por lo que ganó un premio del Círculo de Escritores Cinematográficos). Su obra dentro de la ciencia ficción se compone exclusivamente de relatos, casi todos de muy breve extensión, esparcidos en multitud de revistas, periódicos y antologías, y algunos de ellos recogidos en el libro Bibidibabidibu (Ediciones Cuenta Atrás, colección «El Aleph»), así como un monumental ensayo sobre Ray Bradbury editado por Ediciones Taurus. Pero la verdadera pasión de Garci es el cine, y su destino era inevitable. Tras ejercer de crítico y guionista cinematográfico, se decidió finalmente a pasarse a la dirección, y su éxito fue instantáneo. Es uno de los padres de la «tercera vía» del nuevo cine español, al que ha dado películas tan famosas como Asignatura pendiente (la película española más taquillera en los últimos años), Solos en la madrugada, Las verdes praderas, El crack (un interesante acercamiento al cine negro) y, muy recientemente, Beguin the Beguine. Un único reproche que hacerle a su por otro lado exitosa carrera cinematográfica: ¿para cuándo una buena película española de ciencia ficción, José Luis? Tú eres capaz de ello.
La gioconda está triste es para mí el mejor relato de José Luis Garci, dentro de una producción escasa en páginas pero no tan escasa en títulos. Fue también un espléndido dramático de televisión, de la mano de Antonio Mercero, que obtuvo resonancia internacional y que es probable que ustedes recuerden: ese problema internacional que se producía cuando de repente la Gioconda, y luego todo el mundo, perdía su sonrisa… Si es así, si lo recuerdan, estoy seguro de que la lectura del texto original les hará vivir una nueva experiencia… y un nuevo placer.
Todo empezó en una ciudad llamada París. En un museo de esa ciudad llamado Louvre. Con una pintura de ese museo, llamada La Gioconda.
Un vigilante nocturno fue quien primero lo advirtió. Sucedió así: estaba haciendo su última ronda cuando, al llegar a la mitad de la galería, la mirada de ella le dejó petrificado. Ciertamente, era extraño. Aquella mujer, en unas horas, había perdido toda su belleza, toda su serenidad, todo aquel aire —tan misterioso, por otra parte— de grandiosidad que emanaba de su semblante.
El vigilante se frotó los ojos con las manos y volvió a mirar. Sí. No había duda. Ante él, a un metro escaso, estaba otra mujer. De gesto duro y amargo. Con una mueca, entre patética y sádica, en lugar de su famosa sonrisa.
El director del museo apenas tardó diez minutos. Y se notaba en que se había vestido precipitadamente: venía sin corbata. En realidad, no creyó una palabra de cuanto le había comunicado el vigilante por teléfono. Lo que temía era que aquel hombre se hubiera vuelto loco e hiciera una barbaridad, si no la había hecho ya.
Al verla, no pudo reaccionar. Era cierto. Sorprendente y absurdamente cierto. Ella no sonreía.
Eso era todo.
El director del museo comenzó a temblar ligeramente; su cabeza empezó a dar vueltas, aunque unas vueltas muy lentas, y su frente y sus manos se llenaron de sudor. Luego, algo más tranquilo, marcó el número del ministro de Cultura.
Media hora después, un lujoso coche negro se detuvo ante la entrada del museo. Del automóvil bajó, muy de prisa, un señor elegante y con cara de sueño. Sin hacer caso de las reverencias, subió los peldaños de la escalinata de dos en dos. Al llegar junto a La Victoria de Samotracia, todos corrían ya, sin disimulos, tras el ministro.
El grupo se detuvo ante La Gioconda. El hombre elegante y con cara de sueño, se acercó al cuadro. Lo miró detenidamente. Al cabo de un buen rato pareció sentirse mal y retrocedió un paso, inconscientemente.
Más tarde, el ministro pidió un vaso de agua; lo bebió de un solo trago. Luego, dio orden de cerrar el museo. Y, por último, se fue.
Una semana más tarde, en la página de «Informaciones pintorescas» de un periódico, apareció una noticia bastante original. Venía a ser algo parecido a ésto: «Una reproducción de la admirable Gioconda, de Da Vinci, que se halla en un museo de Providence —una reproducción sin mucho valor— ha aparecido, en la mañana de ayer, sin su sonrisa habitual. Por el contrario, se encontraba como enfadada».
Desde luego, la noticia pasó bastante inadvertida. Aquel periódico no era muy importante; sólo se distribuía en algunos países occidentales. Lo que no se podía negar era la magnífica categoría del material gráfico que acompañaba la información. La película sobre aquella triste Gioconda —«La Gioconda está triste», se titulaba el reportaje—, en un excelente color, no parecía trucada, y si lo estaba era un truca je excepcional.
Algún otro periódico —ya de tirada normal; es decir, todo el planeta— volvió sobre lo mismo; y luego, otro. Total, que se creó un estado de opinión. Y la televisión, los tebeos, los organismos continentales y mundiales de siquiatría (poderes infalibles de aquella etapa histórica), exigieron enérgicamente que el museo abriese sus puertas —el Louvre, entonces, se hallaba cerrado porque, según se decía, se estaban llevando a cabo grandes reparaciones—, de forma que todos pudieran ver qué ocurría en aquella dichosa pintura de Leonardo.
Y no hubo más remedio. El ministro de Cultura dio orden de que se abriesen las puertas y dio orden de que entrase un amplio grupo de representantes de aquellos poderes. Y millones de personas —todo el mundo, prácticamente porque se hizo conexión especial— vieron la seria mueca de Monna Lisa.
París, una de las ciudades más importantes, se vio invadida, en pocos días, por peritos y técnicos de todo el planeta. Se jxroit el cuadro cien veces. Mil veces. Pero fue inútil. Quedó claro, eso sí, que la pintura no había sido falsificada. El cuadro del Louvre era el mismo que Leonardo había pintado dos mil trescientos años atrás.
De todas formas, daba igual. Telegramas y telegramas de todos los museos de los cinco continentes —en casi todos ellos había copias del cuadro— anunciaban que «sus» Giocondas, de repente, se habían puesto serias, tristes, raras…
Acudieron a la ciudad muchos pintores. Los había de todos los estilos. Retratistas y vanguardistas se daban la mano. Y se temían. Era difícil prever a qué estilo iría mejor la «nueva» Gioconda. Todos coincidían, sin embargo, en una misma idea: querían recoger, como fuese, la mueca o expresión, o como quisiera llamársele, de la mujer.
No pudo ser. Al llegar a los ojos, a la rajftnezy, a la nariz, el pincel no obedecía. Trazaba otra cara. Gente que nunca había atrapado con su pulgar una paleta, intentaba la xtyettox. Sin suerte, por supuesto.
A alguien se le ocurrió pintar, de nuevo, a la antigua mujer, tal y como la inmortaliza Leonardo. Pero tampoco pudo. No existía ya, en ningún país, grabado, fotografía, cuadro, libro, que conservase la sonrisa de la mujer, etc.
Los periódicos, entre tanto, hablaban, hablaban…
Se dieron toda clase de teorías para explicar el fenómeno. Se buscaron miles de argumentos, de motivos…
Una mañana, un hombre, al decir «Buenos días» a un vecino, se dio cuenta de que no podía sonreír. Era terrible. Lo volvió a intentar. Nada. Tampoco pudo. Hizo más esfuerzos. Daba igual. No podía ser. No obstante, lo que descubrió después fue más grave. Recordó que no había visto reír a nadie en fas últimas veinticuatro horas. Entonces, el corazón comenzó a latirle con mucha fuerza.
Más tarde, otras personas también se dieron cuenta de aquello.
Los hombres miraban a sus mujeres de forma extraña; y éstas a sus hombres con la misma extrañeza. Hasta los niños salían de los colegios sin alborotos, sin juegos, en filas de a dos, en completo silencio, hasta que llegaban a sus casas. Una noche se dio la noticia. Se había perdido la risa. El planeta había dejado de reír. Pocas horas más tarde, personas de todas las condiciones, de cualquier edad, se sintieron diferentes.
Y es que el gesto —idéntico, exacto— de la «Mujer» (así se la llamaba) se fue reproduciendo en la cara de los viejos, de los jóvenes y hasta de los que acababan de nacer. El mundo estaba poblado por millones de Giocondas tristes.
Los gobiernos intentaron hacer algo, poner remedio a aquello durante algún tiempo. Médicos especialistas trataron de cambiar los rostros, de quitar aquella mueca que, día a día, se volvía más terrorífica. Pero también fue inútil. Terminadas las operaciones, cuando se quitaban las vendas y algodones, allí estaba ella.
Se proyectaron entonces películas cómicas. Películas que estaban olvidadas, desde hacía años y años, en algunos museos de cinematografía. Y se adquirieron para las pantallas de todas las casas los rostros llenos de tarta, las carreras, los golpes, los resbalones. Algo que podía haber hecho sonreír, e incluso reír, a las personas. Pero aquellas películas no eran como contaban los libros: no había resbalones; ni golpes; y cuando alguien tiraba una tarta a Oliver Hardy, éste, presintiéndolo antes, se agachaba; y no le daba.
Hubo un nuevo intento con los payasos. Pero los payasos, vestidos con ropas anchas, embadurnados de maquillaje, no pudieron ni hablar. Y sus piruetas fueron en todo momento perfectas, precisas, sin ningún titubeo.
Al dar una vuelta en la cama, la mujer dijo: «Esto es el fin»; y el marido, aunque estaba despierto, no contestó. Pero ya no pudo dormir.
Poco a poco, lentamente, muy despacio, el planeta —y la humanidad— fue deteniéndose, muy despacio, lentamente, poco a poco.
Y cuando ya nadie creía en nada, cuando ya nadie pensaba nada, alguien dio la idea. Y como era la única idea que había en el mundo, fue aceptada. Era algo sencillo. Una ocurrencia muy simple. Todos, a un tiempo, ante sus pantallas —sincronizadas a una misma hora, a un mismo segundo—, intentarían, con todas sus fuerzas, producir una sonrisa, una risa…
Llegado el momento, el locutor anunció:
—¡Ahora, intentémoslo ahora!
Hubo una pausa. Después, el planeta estalló hecho pedazos en un trillón de carcajadas.
JAMÁS ESTUVO CLARO QUE LA GIOCONDA SONRIESE. REALMENTE, Y COMO USTED NO IGNORA, NUNCA SE HAN TENIDO PRUEBAS DE QUE EXISTIESE ESE CUADRO, NI SU AUTOR, POR SUPUESTO. DE HABER EXISTIDO ESA CIVILIZACIÓN, EL MITO DE LOS HOMBRES DE LA EDAD DEL ÁTOMO, HUBIERAN TENIDO MÁS ADELANTOS DE LOS QUE USTED APUNTA EN SU EJERCICIO. ASÍ, POR EJEMPLO, EL TELÉFONO. SABEMOS QUE SU USO CORRESPONDÍA A ETAPAS MÁS PRIMITIVAS, MUY ANTERIORES A LAS QUE USTED DESCRIBE. LO MISMO OCURRE CON LA CORBATA. TAMBIÉN DE UN MOMENTO DE EVOLUCIÓN RETRASADO. VEO QUE HA BORRADO UNA FRASE («DIO ORDEN DE QUE SE ABRIESEN LAS PUERTAS»), NO ES ACONSEJABLE. DA LA IMPRESIÓN DE INSEGURIDAD. PODRÍA HACERSE, AUNQUE YA LE DIGO QUE NO ES RECOMENDABLE, CUANDO LA FRASE ELEGIDA PARA SUSTITUIRLA FUESE DE UNA CALIDAD MAYOR, LO CUAL TAMPOCO OCURRE EN SU EJERCICIO («DIO ORDEN DE QUE ENTRASE UN AMPLIO GRUPO DE REPRESENTANTES»), SU INVENTIVA PARA ELEGIR NOMBRES NO ES DESAFORTUNADA. MONA LISA, SIN EMBARGO, ERA EL NOMBRE DE UNA REINA DEL SIGLO XXII. INVENTE —TAMPOCO ES MUY ACONSEJABLE— CUANDO TENGA LA CERTEZA DE QUE ESE NOMBRE O PALABRA JAMÁS ANTES HA SIDO CREADO POR OTRA SENSIBILIDAD. IGUAL PODRÍA DECIRLE SOBRE LA FECHA EN QUE USTED SITÚA AL SUPUESTO PINTOR DA VINCI, DOS MIL TRESCIENTOS AÑOS ANTES DEL INSTANTE QUE USTED DESCRIBE. LO CIERTO ES QUE DA VINCI, CASO DE NO SER UNA LEYENDA, DEBIÓ DE VIVIR ENTRE CINCO O SEIS MIL AÑOS ANTES DE ESE MOMENTO HISTÓRICO. AUNQUE TODO ESTO NO SEAN MÁS QUE SUPOSICIONES. LA PALABRA JXROIT NO EXISTÍA ENTONCES. ES UNA PALABRA POSTERIOR. USTED TENÍA QUE HABER ESCRITO «ANALIZÓ». TAMBIÉN SON PALABRAS POSTERIORES RAJFTNEZY («BOCA») Y XTYETTOX («AVENTURA»); TAL COMO USTED ESCRIBE LA FRASE ES «INTENTAR LA AVENTURA», «ABRIR UN NUEVO CAMINO». EL EMPLEO DE ETC. —LE FELICITO, ES UN GRAN HALLAZGO— ESTÁ MAL UTILIZADO NO OBSTANTE; ENTONCES SE EMPLEABA DE LA SIGUIENTE FORMA —Y TOMO POR REFERENCIA SU FRASE—: «CUADRO, LIBRO, ETC.», NO COMO USTED LO ESCRIBE, PONIENDO FIN A UNAS PALABRAS QUE YA NO SE RELACIONAN CON ESE ETC. («CUADRO, LIBRO, QUE CONSERVASE LA SONRISA DE LA MUJER, ETC.»). SU ESTILO, EN GENERAL, LO ESTIMO UN POCO DESCUIDADO. LA PUNTUACIÓN ES CORRECTA. DE IMAGINACIÓN LE VEO SUFICIENTEMENTE PREPARADO. CREO QUE LE ENCOMENDARÉ ESTUDIAR EL MITO DE LOS GRIEGOS, SUS AUTORES Y SUS OBRAS, MITO QUE COMO USTED NO IGNORA ACABAMOS DE DESCUBRIR. QUEDA ADMITIDO USTED. EL EJERCICIO ES ACEPTADO. LO MEJOR ES SU DESCRIPCIÓN FINAL. PORQUE FUE ASÍ. ESTÁ PROBADO QUE LA DESAPARICION DE ESA ETAPA HISTÓRICA TUVO SU ORIGEN EN LA EXPLOSIÓN DE UN TRILLÓN DE CARCAJADAS. AUNQUE EL MOTIVO, NATURALMENTE, FUESE OTRO, MENOS POÉTICO. ¡AH!, EL NOMBRE DE OLIVER HARDY ES UN HALLAZGO, COMO TAMBIÉN LO SON LAS EXPRESIONES «BUENOS DIAS» Y «PETRIFICADO».
El cerebro del profesor terminó de absorber el ejercicio. Y una parte del otro cerebro, el del alumno, volvió a juntarse, despedidas sus ondas. Y los dos cerebros, en medio de la oscuridad, siguieron cada uno su camino…