No comerás

por Alfonso Alvarez Villar

Es triste iniciar una antología con un autor al que hemos perdido para siempre, pero la ordenación alfabética lo ha querido así. Fallecido a finales de 1980, en plena fiebre creadora, Alfonso Alvárez Villar era un escritor de sólida formación científica: doctor en psicología, profesor adjunto de psicología en la Universidad de Madrid, había sido jefe del Departamento de Opinión Pública y ostentado otros varios cargos oficiales. Hombre muy introducido en la vida pública española, unía a su intensa labor profesional (aparte del ejercicio de su profesión, tiene publicados media docena de libros de psicología y traducidos muchos otros, además de escribir innumerables artículos en periódicos y revistas) una gran afición a la fantasía y la ciencia ficción, que consideraba como una catarsis. Su producción original comprende una treintena de relatos, entre los que cabe destacar como su obra maestra La espiral del alma, casi una novela (por cuyo motivo no ha podido ser incluida aquí, pues hubiera ocupado más de dos tercios de la antología), que aborda directamente su tema preferido, la psicología, trasladado al futuro, y salpicada con grandes dosis de onirismo.

Las dos características principales de la obra de Alfonso Alvárez Villar son su fantasiosa imaginación y su gran sentido de la sátira. Aunque lo último de su obra (quizá previendo la proximidad de la muerte) se decanta más bien hacia una lúgubre recreación de mundos imaginarios que reflejan la ineluctabilidad del más allá, la base de su producción es esencialmente, ácidamente, satírica. Entre toda ella destaca No comerás, mordaz visión de los tabúes que refrenan a todas las civilizaciones, y que supongo a muchos lectores hará recordar una famosa escena de la película de Luis Buñuel El discreto encanto de la burguesía, si bien debo apresurarme a añadir que el relato de Alvárez Villar es anterior a la película de Buñuel.

Cuando la nave espacial que llevaba en su morro los emblemas de los Estados Unidos de Europa dejó de bucear en el hiperespacio, comenzó a sentir sobre su blindaje la caricia ruda de una atmósfera. Simultáneamente, las neuronas de los cinco tripulantes del cohete interplanetario se desperezaron de su siesta artificial para trabajar activamente en los preparativos del planetizaje.

El primero en recibir la descarga-despertador en su diencéfalo fue el capitán de la astronave, el francés Ballabeaud. Unos instantes después, su ayudante, el teniente Smith, nacido en la República Autónoma de Inglaterra, comenzó a manipular en los mandos y a inspeccionar los numerosos diales de la cabina delantera. Hasta entonces habían operado los controles automáticos. Ahora era necesaria la mano correctora del hombre para elegir el lugar exacto en donde debía posar sus tentáculos el imponente artefacto.

Pronto aparecieron contoneándose grotescamente el ingeniero geólogo Petrakis, el médico biólogo Liovoff y, por último, el español Rodríguez, doctor en psicología social.

El nuevo planeta, cuarto satélite de la estrella Arturo, aparecía como una inmensa pelota de goma a la que un futbolista hubiese colocado a varios años luz de un larguero celeste. Pero aquel planeta se parecía extraordinariamente a la Tierra. Desde luego, el contorno de los Continentes era muy distinto; desde la posición del Meteoro se divisaba un gran continente de color marrón, rodeado por los chafarrinones azules de algo que podía ser un océano.

Los refractómetros, los espectógrafos y los analizadores revelaron unos datos casi exactamente iguales a los de nuestro planeta: la misma composición en nitrógeno, en vapor de agua, en anhídrido carbónico…

—Apuesto 50 créditos a que si el principio de la analogía no nos falla esta vez, vamos a ser recibidos al aterrizar por seres vivientes —argumentó el médico biólogo.

—Lo que no sabemos es si esos seres vivientes tienen cuatro patas o dos, y hasta quién sabe si ocho o dieciséis —comentó Smith—, porque de todo hemos visto hasta ahora en los demás planetas habitados.

—Y si son seres humanos o humanoides tampoco podemos saber, por ahora, si nos van a recibir con hachas de piedra o con bombas de hidrógeno —ironizó Rodríguez, rascándose una cicatriz que aún le quedaba, recuerdo del lanzazo que le había propinado un habitante del planeta Alfa del centauro 4.

Porque en todas partes en donde había encontrado seres semejantes a él, el homo sapiens terráqueo había tropezado con el mismo recibimiento que la mayor parte de los descubridores españoles habían tenido que sufrir en las Américas.

—De lo que no cabe duda —dijo Ballabeaud— es de que todavía no han alcanzado nuestro nivel de civilización. La mejor prueba es que aún no nos han desintegrado.

Mientras tanto, la astronave comenzaba a sentir sobre su cutis el zarpazo incandescente del plasma. La pelota se había convertido ya en una superficie salpicada de trozos de algodón. Ballabeaud enfiló el telescopio óptico hacia el planeta recién profanado por los terrestres. Sí, no cabía duda: se descubrían ríos, bosques y algún que otro trazo rectilíneo que no podía haber sido construido más que por una mano inteligente. Luego aparecieron ciudades.

Quedaba a la elección del comandante el lugar exacto del planetizaje y Ballabeaud, que como buen parisino amaba la compañía de sus semejantes, escogió uno de los núcleos urbanos más amplios que desde la astronave podían ya percibir perfectamente. Mientras tanto, Petra-kis se afanaba en hacer funcionar a toda velocidad las cámaras fotográficas, como si intuyera que no iba a encontrar en aquel nuevo planeta más clases de minerales o más tipos de accidentes geográficos que los que los muchachos de doce años aprendían en los colegios de la Tierra. Pero el oficio era el oficio y no siempre se podían ofrecer mojigangas a los museos y a los Congresos de Astrofísica.

Ballabeaud y Smith consiguieron un cero perfecto en la maniobra de sentar sobre sus nalgas, empolvadas de silicatos, al Meteoro. A pocos kilómetros se distinguían las edificaciones de una gran ciudad. Como medida de precaución habían cargado hasta el tope los lasser de la aeronave, y los lanzacohetes, con su mortífera carga de plutonio, giraban amenazadores hacia los cuatro punto cardinales. Pero nada apareció en el horizonte, salvo un individuo vestido con una zamarra y una bolsa que salió corriendo en dirección a la ciudad como alma que lleva el diablo. Los cinco hombres descendieron, sin embargo, a un suelo muy parecido al del extrarradio de cualquier enclave urbano. Iban amartillando sendas pistolas termonucleares, pero lo que más les preocupaba era si aquellos trajes que el reglamento les obligaba a llevar para bucear en los espacios (habían por supuesto prescindido de las escafandras porque la composición de aquella atmósfera se lo permitía), iban a provocar la risa o el espanto de sus anfitriones.

Al cabo de media hora vieron avanzar hacia ellos a una gran multitud que fue engrosando a cada momento. Viajaban en landos, en carretas, a caballo y sobre toda clase de vehículos de tracción animal. No se veían cañones ni fusiles por ninguna parte, pero como medida de precaución los cinco terráqueos prefirieron contemplar la escena desde el rellano superior de la escalerilla metálica.

Se acercó primero una lujosa carroza tirada por cuatro soberbios alazanes. La escoltaban una docena de soldados cuyos uniformes conocían todos los terrestres por los telefilms que trataban de la «belle époque». Sobre sus cascos de acero patinaban los fulgores de Arturo, que se hallaba en su cénit. Detrás venían media docena de tílburis en los que se apiñaban hermosas jovencitas representando distintas alegorías mitológicas, con más exceso de fantasía que de ropas. Luego más carrozas y una masa indiferenciada de gente.

Descendieron de la primera carroza cuatro señores vestidos con un impecables chaqué y tocados con un sombrero de copa de proporciones descomunales. Apenas podían moverse por el exceso de cruces y de medallas que colgaban de sus levitones. Avanzaron unos cuantos pasos hacia la astronave y, quitándose los sombreros, hicieron una cortés inclinación y uno de ellos pronunció un corto discurso que los traductores electrónicos vertieron inmediatamente al idioma común de los Estados Unidos de Europa. Alentados por aquella grata acogida y sobre todo por las jovencitas ligeras de ropa, los cinco hombres bajaron de tres en tres la escalerilla.

Los cuatro embajadores de la ciudad X, capital de la Monarquía M, les deseaban una feliz estancia en su país. Luego, las alegorías mitológicas propinaron un cariñoso ósculo a los viajeros interplanetarios, que se olvidaron de poner en marcha el «jeep» blindado de propulsión nuclear y, de común acuerdo, prefirieron dirigirse a la ciudad en una lujosa carroza que les pareció mucho más cómoda que los últimos automóviles terrestres, fabricados por los trusts de turno.

Los habitantes de X debían proceder de las células germinales contenidas en un meteorito procedente de algún país latino, porque inmediatamente improvisaron espléndidos arcos triunfales e inmensas pancartas de salutación y de bienvenida. Uno de los cuatro personajes, que era Ministro de no se supo qué Cartera, les había comunicado ya que el Rey de M estaba ausente de la capital por hallarse entretenido en una cacería, pero que se le había enviado por telégrafo un mensaje urgente. Los cinco terrestres fueron, pues, recibidos por el Presidente del Consejo de Ministros, un hombre que se parecía bastante a Winston Churchill, en sus buenos tiempos de Premier británico.

A continuación fueron obsequiados con un vino de honor en el Palacio presidencial… y allí empezaron las sorpresas para nuestros cinco protagonistas, que se habían creído transportados a la primera década del siglo XX terráqueo. Porque hay que revelar un pequeño secreto íntimo: al despertarse las neuronas de los cerebros de los cinco terrestres, se habían despertado también las restantes células de su organismo, incluyendo las de sus estómagos, y éstas empezaban a reclamar imperiosamente una buena ración de glucosa, de aminoácidos y de esos otros elementos nutritivos que tanto nos gusta descubrir en las chuletas, en la langosta y en tantas otras cosas que contribuyen a hacer agradable la existencia. Es cierto que todas las aeronaves iban equipadas con pastillas de proteínas y de carbohidratos sintéticos, en una cuantía adecuada a la duración de la estancia de los pilotos en los planetas. Pero el lector, por muy ingenuo que sea, comprenderá que esto no era precisamente el tipo de alimento con que soñaban nuestros amigos. Además, con la euforia de encontrarse en el siglo XIX, el psicólogo Rodríguez, que era además oficialmente el despensero de la tripulación, había arrojado con gesto olímpico todas las píldoras. (Hay que aclarar que, en el hiperespacio, y bajo los efectos de la anestesia eléctrica, el organismo no necesita alimentarse).

El gran salón de recepciones del Palacio presidencial se hallaba repleto de elegantes caballeros y de damas de todas las edades que procuraban obsequiar a sus cinco invitados con sonrisas y con frases que los traductores eléctronicos no cesaban de verter al europeo. Al cabo de unos minutos se abrió una de las puertas laterales y aparecieron unas lindas camareras, cuyas cortísimas faldas, que llegaban a la mitad del muslo, dejaban al descubierto unas piernas dignas de cualquier Miss Europa, aunque veladas para mayor picardía con unas medias negras. Se oyó un aplauso general en el que intervino la mayoría masculina. Sólo los terrícolas mediterráneos las encontraron algo delgadas, pero aplaudieron, también, por cortesía.

Las camareritas comenzaron a servir champán en copas de plata sobredorada. Hizo el primer brindis el Primer Ministro, que deseó toda suerte de felicidades a los habitantes de aquel planeta desconocido que les enviaba tan lucida representación. Terminó, como siempre, descubriendo relaciones históricas y culturales entre el reino M y los Estados Unidos de Europa. Luego siguieron los brindis ininterrumpidamente. Pero el psicosociólogo Rodríguez empezó a notar, gracias a su sangre celtibérica, una serie de anomalías que los demás científicos y técnicos de la expedición tardaron en descubrir por sí mismos: que aquellos refinados señores acariciaban más de lo debido a las hermosas azafatas que les servían sin cesar el néctar dorado, y que además las esposas de sus anfitriones se permitían demasiadas familiaridades con él y con sus compañeros.

(Debemos advertir que hacia el año 2.500 habían vuelto a imperar en la Tierra las costumbres victorianas. Había sido una reacción lógica contra el libertinaje de los siglos XX y XXI, en los que se había despreciado tanto la sexualidad que los gobernantes tuvieron que tomar medidas biológicas y de toda índole para impedir que la Tierra se despoblase. Los sabios terminaron, pues, dando razón a los moralistas de otros siglos, que con sus tabúes y sus campañas pro decencia habían mantenido el encanto de la atracción erótica).

El que más tardó en darse cuenta de estos detalles fue el científico Petrakis, de 65 años de edad, al que la esposa del Primer Ministro estaba intentando seducir de una manera descarada, pese a los torrentes de erudición geológica y geográfica que brotaban de los labios del ilustre Premio Nobel, y que hubieran sido capaces de enfriar la lava del volcán más ardiente.

—¿Es que no le agrada mi esposa, Caballero? —tradujo el altavoz auricular, que daba a nuestros viajeros la apariencia de sordos o de asistentes a un Congreso Internacional—. Me está usted ofendiendo gravemente con sus desplantes. Si no fuese usted nuestro invitado y no admitiera su ignorancia natural en estos puntos de la cortesía y del decoro, lo citaría a usted al campo del honor.

Intervinieron varios Ministros para apaciguar los ánimos (los de su jefe, claro está) y el incidente se resolvió con un amistoso apretón de manos.

Pero había una cosa que todos los terrestres habían percibido desde el primer momento: las espasmódicas contracciones de sus estómagos. Rodríguez, que como buen español poseía una gran iniciativa, se dirigió primero a una de las damas que le asediaban y a cuyas insinuaciones comenzaba a corresponder:

—¿Es que estas lindas señoritas nos reservan alguna otra sorpresa, por ejemplo, algunos canapés? —preguntó con toda ingenuidad nuestro psicólogo.

La dama se ruborizó intensamente, y dando media vuelta se alejó de Rodríguez con aire de dignidad ofendida. Rodríguez achacó el incidente a un defecto de la batería de su traductor electrónico, y sacando un microdestornillador de uno de los amplios bolsillos de su uniforme practicó una reparación de urgencia. Luego se dirigió a una de las camareras, no sin antes esperar a que uno de los Ministros la dejara tranquila:

—¡Preciosa! ¿No hay por ahí algún bocadillo de jamón?

Pero esta vez el traductor electrónico sí que sufrió una avería momentánea, porque, incapaz de traducir las palabrotas de la angelical criatura, fundió una de las pilas.

—Está visto que este traductor posee una especial alergia al sexo femenino —ironizó para sí el doctor en psicosociología—. Vamos a probar con el género masculino.

Y acto seguido se dirigió a uno de los caballeros más jóvenes. Pronto tuvo a su alrededor un corrillo de magnates de todas las edades que repetían con grandes risotadas las preguntas de Rodríguez, aunque procurando que no les oyeran las damas que revoloteaban a sus alrededores.

—¡Conque un bocadillo de jamón o un «sandwich» de queso! ¡Ja! ¡Ja!

Y varios de ellos comenzaron a contar con actitud de conspiradores unos cuantos chistes en los que los muslos de pollo y los bistecs eran los protagonistas. Chistes que no le hicieron ninguna gracia a Rodríguez, pero que hacían revolcarse de risa a los demás oyentes.

Mientras tanto, la recepción se había ido animando. El Primer Ministro había procurado que permanecieran a las órdenes de sus invitados diez de las camareras más agraciadas (dos para cada uno). A ello había que añadir las señoritas y las señoras (estas últimas, ya francamente aceptables por los mediterráneos) que se prestaron voluntariamente a tentar a aquellos cinco infelices. Salían por las puertas laterales todos los varones llevando por la cintura a una o más camareras o a una o más féminas de alto copete. Rodríguez, que era buen observador, se dio cuenta en seguida de que a pesar de las muchas copas de champán que todos habían ingerido entre pecho y espalda ninguno de aquellos señores respetables se equivocaba y elegía a su propia esposa.

Pronto quedaron los cinco terrestres rodeados, como núcleos atómicos, de una nube de electrones femeninos. Pero el enjambre se impacientaba de la actitud pasiva de nuestros protagonistas, que se hallaban en esos momentos padeciendo un auténtico trauma psíquico, todo ocurrió, pues, en unos segundos: entre una algarabía de chillidos y de risas femeninas los cinco terrícolas estuvieron a punto de perecer despedazados como el Orfeo de la mitología griega en manos de las bacantes tracias. Felizmente, el Primer Ministro no había perdido su empaque, y un escuadrón de lanceros despejó rápidamente la sala, a la par que sustituía los andrajos en que se habían convertido los uniformes interplanetarios por atildados pantalones y chaquetas postdecimonónicas.

Cuando despertaron los cinco viajeros (habían perdido el conocimiento a manos del hambre y de las mujeres), se encontraron acostados en unas camas que hubiesen epatado a algunos de sus compatriotas: patas de ébano con incrustaciones de nácar y de oro, soberbio baldaquino sobre sus cabezas y, a su alrededor, inmensas poltronas, sillones ventrudos y de respaldos majestuosos, alfombras de cinco dedos de espesor y tapices con escenas bucólicas o cinegéticas. En la mesilla de noche sus ojos tropezaron con un vaso de leche y un plato lleno hasta los topes de miel. Con la misma rapidez que habían viajado por el hiperespacio nuestros héroes devoraron aquellos alimentos, y tanta felicidad les causó este banquete que volvieron a quedarse dormidos, soñando con hermosas muchachas (hasta el mismo Petrakis soñó) que huían de sus garras de faunos. Luego entró un barbero que los afeitó pulcramente y un sastre que les tomó medidas. Invadieron el hall infinidad de reporteros, que les hicieron preguntas más o menos impertinentes o ingeniosas. Y el jefe de la expedición recibió una carta firmada por el propio Rey en la que se les invitaba al día siguiente a otra recepción en el Palacio Real.

También tuvieron que salir varias veces al balcón de aquel edificio que era el hotel de más lujo de toda la Monarquía, para contestar a las aclamaciones de la multitud. Extraños individuos vestidos con blusones grises y provistos de unos artefactos que ya sólo se veían en los museos de la Tierra les obligaron a posar para obtener infinidad de daguerrotipos. Luego, al anochecer, volvió a aparecer en las mesillas de noche otro vaso de leche y el consabido plato de miel. El Primer Ministro les había comunicado que prefería dejarlos descansar hasta el día siguiente para que se repusieran de la fatiga del viaje y de la agresión de la que habían sido víctimas (el Primer Ministro no conocía, desde luego, la existencia de un hiperespacio, pero sí las consecuencias nefastas que podían acarrear las mujeres de su país). Provistos de unos largos camisones de noche, se introdujeron entre la fina lencería de sus mayestáticos lechos. Pero Rodríguez, que por ser psicólogo era muy buen observador, pudo percatarse de la existencia de dos cordones conectados a un timbre eléctrico. En la cinta de uno de ellos figuraba una camarera vestida con un traje negro normal, es decir de los que llegaban hasta el suelo, como las faldas de las contemporáneas del profesor Guillermo Wundt, el padre de la psicología. El otro mostraba, en cambio, a la misma camarera pero en camisa y sonriendo provocativamente. Comunicó el hallazgo a sus compañeros, que prefirieron tirar del primer cordón. Rodríguez, en cambio, quiso demostrar que España seguía siendo la cuna de Don Juan Tenorio, y tiró inmediatamente del segundo.

Ni que decir tiene que los cinco pensaban en una sola cosa: comer, y algo que no fuera exclusivamente leche y el dulce néctar de las abejas. Lo que sigue a continuación puede, pues, ser leído por un menor de 14 años. Ballabeaud y Liovoff aparecieron con un ojo amoratado, Smith y Petrakis sólo hambrientos y, en cambio. Rodríguez, que había tropezado con una muchacha menos timorata, se levantó con una terrible gastritis, porque la virtud de la muchacha sólo había podido ser doblegada hasta el punto de exponerse a traer de escondidas un litro más de miel. Pero nada de pollo ni de chuletas de cordero u otros manjares deliciosos, porque la hermosa le impuso una condición que el temerario Rodríguez no se atrevió a aceptar: la de que se casase con ella.

Aquella noche aprendió Rodríguez muchas cosas acerca de la psicología de los habitantes de aquel planeta. En efecto, parecía ser que allí todo el mundo tomaba sólo leche y miel. Únicamente dentro del matrimonio y bajo el más riguroso recato, se permitían algunos extras (esto lo sabía la sirvienta por ciertos amantes suyos, casados, que se habían atrevido a revelarlo en plena embriaguez: croquetas de jamón, tortilla de patata, huevos fritos, sólo entre los matrimonios de ideas más avanzadas algún filete que otro en días festivos). Pero esta innovación era duramente criticada por los derviches, que hacían voto de abstinencia rigurosa y sólo se alimentaban con yogourth. Rodríguez hubiese querido recoger más datos sobre el origen de estos extraños tabúes, pero su compañera era medio analfabeta y no pudo añadir otra información.

A las once de la mañana les vino a recoger una carroza sobrecargada de molduras de oro y de coronas reales. Sus seis imponentes caballos, con gualdrapas de seda y de terciopelo, piafaban impacientes ante la puerta del hotel. El mismo Rey en persona les esperaba en el Palacio Real, rodeado de todos sus Ministros y de una legión de príncipes, duques y demás títulos nobiliarios. Había también allí algún representante del partido liberal y uno o dos socialistas camuflados. Pero, como era obvio, predominaban las fuerzas conservadoras del país.

Rodríguez, que era monárquico por tradición familiar, enseñó rápidamente a sus compañeros unas cuantas lecciones de protocolo, pero la recepción perdió pronto toda su rigidez cuando comenzaron a descender del techo, mediante una sutil tramoya teatral, unas muchachas cuyo solo vestido eran unas alas transparentes de libélula. Llevaban bandejas provistas del consabido champán y de otras bebidas exquisitas sobre las que se precipitaron los cinco terráqueos, no porque fuesen bebedores habituales, sino porque sabían que el alcohol etílico posee un alto índice calórico. Aparecieron luego un grupo de bailarinas cubiertas por una diáfana gasa e interpretaron una danza licenciosísima.

Luego, la orgía de la jornada anterior volvió a repetirse, pero con matices mucho más aristocráticos. Ballabeaud tuvo el honor de ser ascendido por unas horas a amante oficial de la reina, y sus cuatro colaboradores tuvieron que contentarse con princesas, duquesas y alguna bailarina que otra. Pero en las habitaciones en donde se retiraron con sus respectivas compañeras alguien había colocado una copa repleta hasta los bordes de una infusión de hierbas afrodisíacas. Se habían propagado por todo el planeta bulos mordaces sobre la incapacidad genésica de los terrestres y sus extrañas costumbres amorosas. Lo que sí es cierto es que tanto Ballabeaud como sus compañeros quedaron profundamente desengañados… porque se habían hecho la ilusión de que la copa contenía una apetitosa sopa de mariscos, o por lo menos un humilde potaje de lentejas.

Cuando sus cabezas se vieron libres de los vapores etílicos, los cinco expedicionarios recibieron el aviso de que el jefe de protocolo del Ministerio de Asuntos Exteriores les invitaba a visitar los barrios típicos de la ciudad. Les aconsejaba, eso sí, un riguroso incógnito para no ser víctimas del afecto popular. Por eso, procuraron disimular sus auriculares y micrófonos y, en una carroza de aspecto anodino, comenzaron su gira turística.

Aprovecharon las últimas luces de la tarde para visitar los monumentos de la ciudad. En el centro de una espaciosa plaza se erguía un obelisco, encima del cual se alzaba la estatua de un anciano, en el que cualquier estudiante de anatomía podía haber contado una por una las costillas y las vértebras.

—Mira, eso se parece a los ascetas que pinta tu compatriota Ribera —bromeó Liovoff, dando un codazo a Rodríguez.

—O a los campesinos de la era de Stalin —contraatacó el español.

—Éste es el santo más grande que hemos tenido en nuestro país —explicó con énfasis de cicerone el jefe de protocolo—. Estuvo 40 días sin comer, pero tuvo la mala suerte de morirse cuando ya estaba acostumbrado a pasar sin alimentos.

En una especie de pagoda, atendida por unos derviches que apenas se podían tener en pie de hambre, los cinco hombres pudieron admirar un cuadro que representaba un penitente sentado sobre una roca. Una legión de diablillos le presentaban jamones, chorizos y otras viandas.

—Son «Las tentaciones de T» —se explicó.

Al pasar por una callejuela observaron a dos gendarmes que llevaban esposados a tres jóvenes. Estos vociferaban, como poseídos por todos los diablos.

—¿Qué ocurre? —preguntó Petrakis.

—A estos jóvenes se les conduce a la Comisaría por inmoralidad pública. ¡Les han cogido comiéndose una perdiz escabechada! Es justo que las autoridades velen por el orden y por la decencia de nuestro pueblo.

Pero el crepúsculo vespertino, teñido de fulgores metálicos, se había trocado en una noche densa y cerrada, sin satélite que iluminara las calles o que inspirase pensamientos románticos a los enamorados.

Los faroles de gas comenzaban a encenderse en todas las vías públicas. A la luz mortecina de los reverberos pudieron percatarse de que sus caballos, algo ya cansinos, habían abandonado los barrios aristocráticos para introducirse en los suburbios.

—Tengo órdenes estrictas, caballeros, de mostrarles también todas las lacras de nuestra monarquía. Ahora entramos en una zona en la que el libertinaje hace estragos —anunció el jefe de protocolo.

Y, en efecto, ciertos tufillos que empezaron a llegar a las fosas nasales de nuestros protagonistas llenaron de alegría sus aparatos digestivos.

Modulaban sus rapsodias divinas las sartenes, con el chirrido del aceite hirviendo, y alegres llamaradas rojas se proyectaban en las paredes, procedentes de los hornos y de los fogones. El estado de excitación de los cinco hombres era tal que les pasaron desapercibidos los grupos de jóvenes medio ebrios que circulaban por las calles, cantando extrañas canciones obscenas, en donde los muslos y la pechuga de los pollos intervenían casi siempre. Pero sí, en cambio, oyeron los pregones provocativos de unos hombres cubiertos con un mandil blanco y con gorros de cocinero que anunciaban en voz alta el menú del día, para atraer a los incautos y derretir escrúpulos morales. Mientras, el jefe de protocolo se tapaba los oídos y clavaba su vista en un punto imaginario del techo de la carroza.

—¿No está incluido en nuestro itinerario una visita a uno de esos burdeles? —insinuó Ballabeaud, fiel degustador de la cocina francesa y de todas las cocinas en general.

—Ustedes son libres y pueden hacer lo que deseen —contestó su acompañante—, pero yo tengo mujer e hijos y, además, mi cargo oficial me prohíbe entrar en uno de estos lugares. ¡Qué magnífica arma para mis enemigos políticos si alguien me viera entrar allí!

—¿Pero es que usted no ha entrado nunca en uno de estos sitios nefandos? —preguntó con sorna Rodríguez.

—¡Jamás! Yo he llegado puro al matrimonio. Confieso, sin embargo —y al confesarlo bajó la vista avergonzado—, que en cierta ocasión hojeé un libro de cocina.

El cochero, que había oído parte de la conversación, guiñó un ojo a sus pasajeros y pronto se vieron enfrente de un elegante restaurante frecuentado por los calaveras más aristocráticos.

—Yo les esperaré aquí, si no les importa. ¡Allá sus conciencias!

Pero los cinco terrestres no tenían conciencia y sí, en cambio, un hambre feroz. Por eso entraron atropellándose casi los unos a los otros.

Una mujer, que mostraba claramente las huellas del vicio, es decir, unos carrillos mofletudos y unos cuantos kilos de más en el cuerpo, y que debía de ser la dueña del antro, les condujo a una lujosa sala en donde los cinco viajeros tomaron cómodo asiento.

La celestina dio unas palmadas y acto seguido aparecieron unas camareras bastante metiditas en carnes que transportaban bandejas de porcelana con los ejemplares más irresistibles de la carta. Las muchachas rieron desvergonzadamente cuando Ballabeaud preguntó si se podían pedir dos o más platos.

—¡Son ustedes unos picarones! —comentó la dueña.

Y este concepto de libertinos quedó multiplicado por cien cuando nuestros amigos solicitaron comer juntos.

—En general, nuestros clientes comen solos, pero para gente más…, ya saben, tenemos algunas mesas más grandes —contestó la dueña, mientras recibía por adelantado uno de los vales del Ministerio de Hacienda que se les había entregado para sus gastos de estancia en el país.

Mientras se dirigían presurosos al reservado vieron cómo la dueña intentaba cerrar el paso a un hombre maduro que se dedicaba a respirar con fruición los aromas celestiales que despedía la comida.

—Es un olfateador, es decir, un enfermo psiquiátrico que ya hemos tenido que denunciar a la policía más de una vez…

—Pues ahora le vamos a invitar a olfatear nuestros platos, si es que no se decide a alimentarse con algo más sólido —cortó Ballabeaud con la anuencia de sus compañeros, que querían doctorarse en tabúes alimenticios.

Pronto se hallaban devorando uno tras otro los platos más irresistibles.

El olfateador parecía un hombre culto, aunque víctima de una extraña neurosis. A una de las preguntas de Rodríguez, respondió:

—Naturalmente, caballeros, ninguna mujer se atreve a entrar en estos lugares. De ser soltera, quedaría estigmatizada para el matrimonio, y en cuanto a las casadas, la ley permite a los maridos solicitar el divorcio en estos casos, aunque es bastante frecuente que sean éstos los que se tomen la justicia por su mano. Sin ir más lejos, ayer apareció en la prensa la noticia de que el duque de N había apuñalado a su mujer porque la había sorprendido comiendo una pechuga de faisán con su amante.

—¿Es que las mujeres tienen aquí el estómago más pequeño que los hombres? —volvió a inquirir Rodríguez, que estaba disfrutando uno de los ratos más deliciosos de su carrera de psicólogo.

—Por supuesto que no. Oficialmente, el delito es el mismo para los hombres que para las mujeres, pero en la práctica gozamos de mucha mayor libertad los varones. Fíjese usted si no en estas perdidas, que han terminado siendo cocineras, pinchas o mozas de restaurante. Son la hez de la sociedad. El Ministerio del Interior les obliga a llevar un carnet infamante para que todas ellas estén fichadas. Además, los inspectores de policía cursan por aquí visitas periódicas para vigilar la calidad y cantidad de las comidas. Sobre todo está prohibida la mostaza, que ha aumentado el índice de enfermedades secretas: ¡el mes pasado hubo más de 300 casos de dispepsia!

—¿Y quién inventó esta extraña costumbre de prohibir el comer como Dios manda? —espetó con grosería Liovoff.

—En realidad, su origen se pierde en la noche de los tiempos. Hace muchos miles de años, nuestros antepasados creían que el abrir la boca para alimentarse era como dejar una puerta abierta a los espíritus malignos. Por eso, tras cada bocado debían realizar varios ritos de purificación: ¡El almuerzo duraba varias horas! La defecación estaba rodeada de numerosos actos profilácticos. Casi, casi, como ahora: se habrán ustedes dado cuenta del secreto que rodea a cierto tipo de habitaciones. Se creía que podría acarrear también plagas terribles para el individuo y para la tribu. Por eso cada vez que una persona cumplía esta función, debía cavar un hoyo de tres metros de profundidad y sacrificar una cabra o un cerdo al dios de las Buenas Digestiones. Comprenderá usted por qué ahora nos alimentamos de leche y miel.

La explicación se interrumpió unos segundos porque un menor de edad discutía acaloradamente con la dueña sus derechos a ser atendido culinariamente.

—Naturalmente, ésta no es la interpretación oficial que se suele dar a este fenómeno que tanto les intriga a ustedes, los terrestres. Yo, al fin y al cabo, soy un maníaco y tengo derecho a opinar a mi guisa, pero ya hay un grupo de librepensadores que razonan como yo. Hay un tal Fred que acaba de publicar un libro en el que afirma que la psique es sólo energía nutritiva que tiende a crear trastornos en la esfera de la conciencia. A esta energía nutritiva le llama «Ello». Yo me voy a poner en manos de ese psiquiatra, porque siempre que como algo mi super-Yo me hace vomitar.

Salieron a la calle, donde les esperaba la carroza. Algunas sombras huían furtivamente del restaurante. Procuraban que nadie descubriera su identidad.

Utilizando como base la capital de M, los cinco tripulantes del Meteoro realizaron varios vuelos ultrasónicos en torno al planeta, para cumplir los objetivos científicos que el Alto Mando les había impuesto. En todos los países existían, más o menos atenuados, los mismos tabúes alimenticios que habían observado en M. Sólo en algunas islas desperdigadas por el Océano, y a las que no había llegado la mano benéfica de la Civilización, pudieron comer sin remilgo alguno en compañía de los salvajes algún cochinillo asado o unas buenas costillas de cordero. Pero generalmente acudían a los figones o a los restaurantes del barrio chino de X, en donde eran acogidos con los brazos abiertos. Harían dos visitas por día, y la fama de libertinos que adquirieron llegó a ser tan grande que al cabo de una semana los cinco terrestres pasaron a ser los protagonistas de un gran número de escenas de banderilla y de chistes picantes. También quisieron aprovecharse de las facilidades que les brindaba Venus, pero notaban una gran frialdad por parte de las señoras y señoritas más distinguidas. Las gangas de los primeros días habían desaparecido para siempre.

Al iniciarse la segunda semana de estancia en aquel planeta, la prensa comenzó a publicar algunos artículos que rezumaban veneno. Motejaban a los cinco terrícolas de «corruptores de la juventud», y de «letrinas de vicio», y exigían abiertamente su expulsión del país. Desde luego, todas las órdenes de derviches les habían declarado una guerra sin cuartel, y cada día era mayor la aversión que despertaban los terrestres en grandes sectores de la sociedad, especialmente entre las mujeres decentes. Una mañana apareció sobre el blindaje de la astronave un grafito con un lema que pronto se convirtió en el grito de batalla de todos los antiterrestres: «¡Sinvergüenzas, volveos a la Tierra!». Otro día, Rodríguez estuvo a punto de ser linchado en plena vía pública por limpiarse con el pañuelo unas manchas de salsa que le habían quedado en el bigote.

La situación se había hecho insostenible, pero el Gobierno no se atrevía a tomar ninguna decisión contra los cinco viajeros interplanetarios, quizá por temor a las represalias de la Tierra. Y eso que sólo por 10 votos había sido rechazada una moción en el Parlamento solicitando la expulsión de los terrestres.

Hasta que un día nuestros protagonistas (que ya no se atrevían a dormir en el hotel, sino en las literas de la astronave) se despertaron sobresaltados al oír el clamor de una inmensa multitud que rodeaba la torre metálica.

Hombres y mujeres (predominaban estas últimas) rugían contra ellos. Los traductores automáticos pudieron, además, deletrear el contenido de las pancartas: «¡Fuera la semilla de la corrupción!», «¡Vivan las buenas costumbres!», «¡No queremos más pecadores entre nosotros!». Luego apareció un regimiento de húsares, que deshizo a mandoble limpio la manifestación. Pero la opinión pública había colocado al Gobierno en un brete: a la mañana siguiente recibieron los terrestres una cortés misiva, firmada por el Presidente del Consejo de Ministros, en la que se les invitaba a abreviar el plazo de su estancia en el reino.

Como que prácticamente todas las exploraciones encomendadas al Meteoro habían sido ya cumplidas, los cinco viajeros aceptaron la amable sugerencia; y, así, después de las despedidas oficiales, subieron a su nave, regresaron al hiperespacio y, tras el sueño de rigor, volvieron a la Tierra.

Nadie supo comprender en ésta cómo, a su descenso de la nave, los cinco astronautas rechazaron de plano toda clase de honores y vítores que se les ofrecían, y pidieron en su lugar un buen solomillo con patatas para cada uno…