9
Viernes, 3 de junio de 1960
Kjartan se despertó con los repetidos cantos del gallo que llegaban desde la parte baja del pueblo. Aún tardó un rato en darse cuenta de dónde se encontraba y qué era aquel sonido. La cama estaba bajo el tejado de una buhardilla, y frente a la cabecera había una fotografía a color fijada con chinchetas. La foto probablemente fuese de uno de los fiordos noruegos, con un barco transatlántico grande y moderno que aparecía entre las peñas y las laderas cubiertas de bosque.
Volvió a oír el canto del gallo y entendió que era hora de ponerse en pie, pero le sobrecogía una pesada angustia. Reconocía esa sensación, a veces lo afligía por las mañanas, especialmente si tenía que enfrentarse a circunstancias que le eran desconocidas. Kjartan trató de hacer de tripas corazón y sacudirse aquella sensación de la cabeza. Lo que más lo torturaba en la vida era la timidez y la fobia social. Había intentado todo lo imaginable para evitar eventos que implicasen tener contacto con mucha gente desconocida. Pero ahora había acabado asumiendo este trabajo que lo mandaba de una persona a otra y no podía hacer nada para evitarlo.
Tres moscones del pescado zumbaban contra la ventana, junto al cabecero. Se levantó de la cama y miró a través del cristal. Había dos chiquillos sacando a una oveja negra y un cordero de un campo de hierba en la parte oeste de la isla. Podía oírlos claramente, y también se podían oír los gritos cuando la oveja se giró contra ellos decidida a que no se la llevasen. Fuera no había muchas nubes y brillaba el sol.
Kjartan se vistió y bajó medio trepando la escalera casi vertical de la buhardilla. Había un penetrante olor a café, y en la explanada de delante de la casa la señora estaba colgando la ropa en el tendal. Llevaba puesto el mismo traje tradicional del día anterior pero con un delantal de flores. Una niñita de unos ocho años se hallaba junto a ella y le pasaba las pinzas que sacaba de una vieja lata de pintura.
Kjartan cogió la cafetera que había sobre el fogón y se sirvió una taza. Luego salió y se quedó observando el pueblo allá abajo. Estaba subiendo la marea y las casas se reflejaban en el mar, que iba cubriendo la orilla de la bahía. Algunos de los lugareños andaban atareados de una casa a otra pero no se diría que nadie tuviese prisa. Los que se encontraban charlaban, jóvenes y viejos. Más que nada eran unas cuantas gallinas las que parecían necesitar apresurarse cuando iban de un jardín a otro. Corría una brisa leve y un tanto fría a pesar de la luz del sol.
—Buenos días, joven —saludó Ingibjörg cuando se percató de que Kjartan había salido.
—Buenos días.
—Todavía dura este bendito tiempo seco.
—Mmmm, sí.
Ingibjörg terminó de colgar la última prenda.
—Obviamente, aún queda mucho para la siega, pero ahora nos vendrá muy bien para poder extender el plumón y ponerlo a solear —comentó.
—Mmmm, ¿sí? Por cierto, ¿dónde está Grímur? —preguntó Kjartan.
—Los hombres se marcharon muy temprano a ocuparse de las focas. Tendrían que estar de vuelta sobre el mediodía.
—De acuerdo.
—Grímur ha puesto tu anuncio esta mañana antes de irse.
—Fantástico.
—La central telefónica se abre luego, a las diez, y entonces podrás llamar a tu patrón, el gobernador —se dirigió a la niña—. Gracias por la ayuda, querida Rósa, y ahora ve a jugar.
La niña dejó la lata y se marchó galopando.
Ingibjörg desapareció en la casa con una cesta de ropa vacía en las manos.
Kjartan se sentó sobre un viejo hueso de ballena que había junto a la pared de la casa y bebió a sorbos su taza de café. Las vistas eran hermosas bajo ese tiempo soleado y le pareció que podía divisar casas pintadas de blanco sobre tierra firme al norte, pero también podía tratarse de restos de los cúmulos de nieve.
Se podía oír el gorjeo de las aves en el islote de Hafnarey y cerca de allí balaba un corderillo. La brisa le traía el aroma salado del mar.
Ingibjörg volvió a salir; se había quitado el delantal y se había puesto un gorro tradicional con borla y un chal de punto sobre los hombros.
—Ahora te voy a acompañar a la central telefónica —le dijo contenta.
Bajaron la cuesta y atravesaron el camino de Götuskard. Ingibjörg caminaba considerablemente más despacio que Kjartan, e incluso a veces se detenía para mirar algo o saludar a quien se encontraba por el camino. Kjartan esperaba con paciencia y respondía a los saludos cuando Ingibjörg lo presentaba a la gente. No obstante, a él le resultaba incómodo lo poco discreto que se mostraba todo el mundo a la hora de mirarlo de arriba abajo mientras charlaban con la mujer del alcalde.
Al fin llegaron a la cooperativa. En una de las puertas de la tienda había un recuadro que obviamente se usaba con regularidad para colgar anuncios. Había clavadas chinchetas viejas por aquí y por allá en la madera y acababan de colgar un aviso sobre la misa de Pentecostés de aquel mismo domingo. A su lado se hallaba la nota que Kjartan había mecanografiado, fijada con cuatro chinchetas nuevas. Ingibjörg se detuvo, leyó la nota y asintió con la cabeza sonriendo y dando a entender que todo estaba como era debido.
La central telefónica era una casa de un piso sobre un sótano de mampostería, justo enfrente de la cooperativa.
Sobre la puerta, en un letrero de fondo azul y letras blancas, podía leerse: «Oficina de Correos y Teléfono», y dentro había una reducida entrada con un perchero y un banquito. De allí se pasaba por una puerta a una pequeña recepción. Había unos cuantos receptores de radio grises que colgaban de una pared, y al otro lado, un armario con compartimentos para clasificar el correo. También una pesada caja fuerte sobre un pedestal.
Una mujer bajita y delicada los recibió con una sonrisa. Llevaba pantalones y jersey, y una melena larga recogida en una trenza ancha.
—Ésta es Stína, la directora de la central telefónica y jefa de Correos —informó Ingibjörg a Kjartan, y a continuación mencionó el propósito de la visita—: El ayudante del gobernador tiene que llamar a las autoridades. ¿Ya has abierto, Stína?
Ingibjörg se sentó a la mesa e indicó a Kjartan que se sentase a su lado.
—Estoy a punto de abrir justo ahora. Sólo tengo que poner en marcha el generador y encender la central —respondió Stína mientras se ponía unos guantes viejos de trabajo y desaparecía luego por la puerta.
Ingibjörg explicó todo esto un poco mejor:
—Se trata de la única electricidad que tenemos aquí en el pueblo, la que produce el generador. Hay otro en la planta de pescado, pero la verdad es que rara vez está en funcionamiento.
Al poco oyeron el chasquido amortiguado de un motor y aquella sonrisa alegre volvió a aparecer. La mujer se colocó unos auriculares pesados de color negro que llevaban micrófono incorporado y puso en marcha los aparatos bajando unos cuantos interruptores. Esperó hasta que las lucecillas se encendiesen por completo y luego dijo alto y claro:
—Stykkishólmur, Stykkishólmur, Radio Flatey llamando —esto mismo lo repitió dos veces. Luego se quitó los cascos y dijo—: Stykkishólmur no responde al momento. A veces les gusta hacerse esperar un poquillo, para que la gente piense que tienen mucho que hacer.
Resultó tal y como predijo. Enseguida se oyeron unos ruidos y luego una voz masculina respondió por el altavoz de la pared:
—Radio Flatey, responde Stykkishólmur.
—Buenos días, Stykkishólmur. Una llamada telefónica para el gobernador de Patreksfjördur.
—Un momento —respondieron, y luego hubo un silencio.
Stína e Ingibjörg esperaron solemnemente sin decir palabra.
Kjartan miró a través de la ventana que daba al pueblo y vio a dos hombres junto al anuncio colgado en la cooperativa. Parecían leerlo con mucho interés, luego se pusieron a comentar algo mientras miraban hacia la central telefónica.
—Radio Flatey, Stykkishólmur. El gobernador de Patreksfjördur está en línea.
—Aquí tienes —dijo Stína señalando un teléfono negro sobre la mesa enfrente de Kjartan.
Éste cogió el teléfono.
—¿Hola?, ¿hola? Aquí Kjartan en Flatey.
La voz al teléfono sonaba lejana.
—Sí, hola, ¿qué tal va la investigación?
—Ya hemos ido a buscar el cadáver —respondió Kjartan—, pero todavía no sabemos de quién se trata. Probablemente llegaría vivo a la isla, luego debió de quedarse atrapado y morir por las inclemencias del tiempo.
Hubo un silencio breve y entonces el gobernador retomó la palabra.
—Eso suena muy extraño. ¿De verdad que no hay nadie que sepa de quién se trata?
—No. El cadáver está completamente irreconocible.
De nuevo hubo un breve silencio mientras el gobernador valoraba el asunto.
—Bueno, pero hay que enviarlo al sur —dijo entonces.
—Sí. El féretro sale mañana con el barco del correo.
—Bien.
—¿No debería volver yo hoy?
—¿Hoy? No, quédate un poco más y habla con los isleños. Tiene que haber un modo de averiguar quién llevó a ese hombre hasta la isla.
Kjartan no estaba contento con aquello.
—Yo no estoy habituado a este tipo de trabajos de investigación —dijo.
—No, pero vas a tener que ayudarme. No voy a ponerme a llamar a los detectives de la policía de Reikiavik si podemos resolver el asunto nosotros mismos en la provincia. El alcalde Grímur te ayudará a realizar informes.
—Bueno, ¿cómo va con los registros notariales?
—Eso puede esperar dos o tres días. No te preocupes por nada y concéntrate únicamente en esto. Vuelve a contactar con nosotros mañana. Hasta entonces y que te vaya bien.
La llamada telefónica concluyó y Stína hizo saber a Stykkishólmur que no se esperaba más comunicación por el momento.
Kjartan le entregó la copia del anuncio y le pidió que lo leyese en la radio para las otras islas.
Ella llamó al resto de estaciones:
—Islas Skáley, Svefney, Látur, llamando Radio Flatey.
Lo repitió dos veces y luego fueron respondiendo las islas una tras otra. Estaba empezando a leer el anuncio cuando ellos salían de la central.
—Grímur llega sobre el mediodía y entonces podréis hablar sobre qué vais a hacer ahora —dijo Ingibjörg cuando cruzaron el umbral. Luego añadió—: A lo mejor deberías salir a dar un paseo mientras esperas a Grímur. Puedes echarle un vistazo a la isla. La gente de fuera va muy a menudo a la peña de Lundaberg para ver los pájaros —dijo a la vez que le señalaba el camino hasta allí.
Kjartan asintió con la cabeza e Ingibjörg se despidió y volvió a casa, todavía más despacio que antes. Kjartan empezó su paseo de inspección por el pueblo echando un vistazo a su alrededor. Las puertas de la casa de la cooperativa estaban abiertas pero no se veía ningún cliente. Delante del almacén, una carreta con unos cuantos sacos de cemento. Llegaba hasta él el murmullo ahogado del generador eléctrico desde el sótano, mientras que desde la siguiente casa se podía oír el sonido de un transistor de radio. Aquellos ruidos se mezclaban con el clamor de las aves en las peñas de Hafnarey.
Una mujer con un delantal a rayas estaba extendiendo plumón sobre un suelo de cemento por encima del muelle y un anciano pintaba una pequeña barca que descansaba del revés sobre la bahía. Un rostro lo observaba tras una ventana de la casa del reverendo.
Kjartan siguió deambulando y tomó un camino de grava estrecho que discurría entre las casas. En el aire flotaba un fuerte olor a estiércol de gallina mezclado con el aroma de la vegetación que comenzaba a prosperar bajo la luz del sol y el amparo de las paredes de las viviendas. Las acederas, la angélica ártica y las florecillas crecían bien con el fertilizante que les dejaban las gallinas por todas partes.
Thormódur el Corneja permanecía en pie delante de una casucha para secar pescado, vestido con ropa de faena. A sus pies, sobre una vela de lona blanca, tenía un poco de plumón al sol. En cuanto vio a Kjartan, lo saludó efusivamente.
—Buenos días, señor ayudante del gobernador. ¿Adónde se dirige usted hoy?
Kjartan consideró si debería pedirle que dejase de llamarlo «ayudante del gobernador», pero decidió no darle más vueltas al asunto.
—Sólo estoy echándole un vistazo a la aldea —respondió.
—Excelente idea —dijo Thormódur el Corneja—. ¿Puedo ofrecerle un poco de tiburón fermentado en su propio amoniaco para probar?
—No, gracias.
—¿Y a lo mejor algún huevo de charrán ártico, recién puesto?
—No, gracias, no tengo hambre.
—Bueno, amigo. ¿Y hay alguna novedad sobre el pobrecillo de Ketilsey?
—No, ninguna.
—¿No? Bueno. Todo esto ya lo sé bien. He tenido sueños aciagos últimamente.
—¿Sueños?
—Sí, resulta que tengo sueños clarividentes, amigo mío. No es que esté especialmente dotado para interpretarlos, pero las viejas del lugar sí lo están, y saben encontrarle el hilo a estos desvaríos si la descripción es lo bastante clara.
Thormódur sonrió de oreja a oreja, mostrando sus dientes en condiciones muy dispares.
—A veces las señales resultan tan arcanas que nadie les encuentra coherencia hasta después —añadió.
—¿Y cómo eran esos sueños? —preguntó Kjartan.
El Corneja se sonó la nariz con su pañuelo rojo para el rapé y entró en el secadero.
—Eran sueños aciagos, amigo, sueños aciagos. Muchos sería mejor dejar de soñarlos que haberlos soñado —dijo, y le indicó a Kjartan que lo acompañase dentro. Kjartan tuvo que agacharse para poder entrar por el vano de la puerta, y cuando le llegó el olor que había en el interior, casi le entraron ganas de salir corriendo al momento. Allí se guardaban los alimentos, algunos más comestibles que otros, o bien colgando del techo o en bidones, en sal o en suero de leche. Unas cuantas gallinas tenían su hogar en uno de los extremos del secadero, que estaba dividido con alambre de corral.
Thormódur el Corneja se sentó en una caja, se estiró para coger un marco de madera grande y lo apoyó en sus rodillas. A lo largo del marco, a través de unos agujeros en los extremos de los maderos, había enfilada una cuerda con un centímetro de distancia entre cada hilera. Había dos barriles de madera, uno a cada lado del asiento.
—Me parecía como si me encontrase en la siega del heno allá fuera, en la isla de Langey, y estaba tumbado en la tienda —dijo el sacristán—. Hacía un frío horrendo y húmedo y no conseguía entrar en calor, por mucho que trabajase sin parar con la guadaña.
Thormódur el Corneja sacó un montón de plumón sin limpiar de uno de los bidones y lo puso sobre el marco. Acto seguido, comenzó a sacudir el plumón y a frotarlo contra las cuerdas de modo que la basura se soltase y cayese al suelo.
Continuó narrando:
—Entonces vi cómo un cuervo llegaba volando e iba a posarse directamente sobre mi tienda, que estaba justo a mi lado. Me disponía a espantarlo pero era incapaz de moverme porque los pies me pesaban tanto como el plomo. De pronto llegó otro cuervo y se posó junto al primero, y ambos se quedaron ahí inmóviles en la parte superior de la tienda, y de repente me desperté sobresaltado. Esto mismo lo he soñado cada noche durante toda la semana de Pascua. Lo llamo el Sueño de Langey.
Thormódur el Corneja se calló, tiró toscamente el plumón que había limpiado en el otro barril vacío y cogió un puñado nuevo para limpiar.
—¿Y cómo habría que interpretar este sueño? —preguntó Kjartan.
—Éste lo puede interpretar cualquiera. Son dos muertes, amigo mío, dos defunciones igual que el número de los cuervos. El sueño no podría ser más claro. Un cuervo sobre una tienda siempre es la muerte de alguien, tanto si sucede durante un sueño como despierto.
—Entonces ¿ha de morir otra persona más? —preguntó Kjartan.
—No tiene por qué. El día de la Ascensión falleció una señora muy anciana en las islas del interior. A lo mejor era ella. A lo mejor no. Ya se verá.
Thormódur el Corneja levantó el dedo índice para enfatizar y Kjartan preguntó:
—¿Y se han hecho realidad muchos de los sueños?
—En efecto, amigo mío. Algunos han sido transcritos en los Anales. Los más famosos son el Sueño de Sigrídur, el Sueño de Hjallavík, el Sueño de las Velas y el Sueño de las Criadillas de Cordero. También hay otros que todavía nadie ha podido descifrar, y eso que muchos lo han intentado. Está el Sueño de Stagley, el Sueño de los Terneros y el Sueño del Miércoles de Ceniza. ¿Te gustaría intentarlo? —preguntó tuteándole por vez primera.
Kjartan se encogió de hombros.
—El Sueño de los Terneros es así: me parece como si estuviese allá arriba donde la iglesia y entonces veo cómo llegan tres águilas por el cielo sobrevolando el cabo de Múlanes. Dan vueltas en torno al cementerio y una de ellas se posa sobre una lápida, pero las otras desaparecen y regresan por donde han venido hasta tierra firme. El águila que está posada comienza a batir las alas frenéticamente y de pronto me doy cuenta de que están completamente ensangrentadas y las plumas salpican sangre a su alrededor. Al final pliega de nuevo las alas y vira en dirección al puerto. Entonces veo que allí está atracado un velero con dos mástiles enormes, y veo que conducen una manada de terneros Götuskard arriba, y algunos hombres los siguen, engalanados con coronas y ropa de reyes. Con esto mismo me despierto. ¿Qué crees que significará?
—No sé. Soy muy torpe para resolver enigmas —respondió Kjartan.
—Los sueños no son enigmas. Sólo hay que analizar las pistas desde la perspectiva adecuada. El Sueño de los Terneros presagia grandes nuevas, eso está claro. Tres águilas son siempre símbolo de noticias, pero la sangre no es un buen augurio.
Kjartan sonrió.
—¿Conoces la interpretación de más signos? —preguntó.
—Sí, sí, muchas, un cisne es señal de riqueza; un obispo no es buen presagio; las flores son felicidad en verano, pero tristeza en invierno; un rey significa fama y alta posición social. Luego todo esto puede embrollarse de uno u otro modo.
—¿Y la gente de aquí cree en esas cosas? —preguntó Kjartan.
—Por supuesto que sí, cree todo aquel que se toma la molestia de pensar un poco. ¿Acaso crees que el Creador ha hecho que el ser humano sueñe simplemente por diversión? No, mi querido amigo. Se trata de mensajes que quien haya madurado puede aprender a entender poco a poco. Todo tiene su propósito. Incluso los seres escondidos y los elfos de las colinas están ahí para cumplir su propia función.
—¿Los elfos? —Kjartan dudaba.
—Sí. ¿Nunca has visto a un elfo?
—No.
—Pues habrás de verlo, amigo. Aunque tampoco te aseguro que puedas reconocerlo cuando esto suceda.
—¿Cómo podría reconocer a uno?
—Mantén tu corazón limpio y no dudes innecesariamente. La gente duda demasiado. Uno debería creer en lo que está escrito en las Sagas de Islandeses o en la Biblia y en lo que dice la gente anciana. Así es como los sueños y los deseos se pueden hacer realidad.
Thormódur el Corneja acabó su discurso y siguió limpiando el plumón. Se diría que había tenido suficiente con aquella conversación, así que Kjartan se despidió y salió del secadero. Recibió de muy buena gana el aire fresco al salir.
Un muchacho joven estaba pintando los montantes de una ventana en la casa de al lado con pintura verde. Llevaba un flequillo rubio que le llegaba a los ojos y Kjartan se preguntó si no sería un elfo. «Probablemente no», pensó en cuanto vio que el muchacho dejaba a un lado la brocha y se encendía un cigarrillo. Luego se acordó de haber visto a este mismo muchacho clavando pieles de foca en el hastial de un almacén el día anterior. La casa estaba revestida de chapa metálica ondulada pintada de blanco, pero el tejado era verde. Sobre la puerta de la entrada había un cartel que ponía RÁDAGERDI, y justo debajo el año, 1927.
—¿Eres un poli? —le preguntó en alto el muchacho a Kjartan.
—No, no soy agente de policía —respondió Kjartan acercándose.
—Vaya. Me habían dicho que eras un poli de Patreksfjördur.
—No, soy el representante del gobernador.
—Ajá, ¿y eso no es algo así como un poli?
—Nooo.
—¿No estás investigando quién se cargó al tipo que encontraron en la isla?
—Pues sí… no, estoy intentando averiguar quién era. Dudo mucho que fuese asesinado.
—Pensaba que eras un poli de verdad —dijo el muchacho, decepcionado. A través de la ventana abierta intentó encender un transistor de radio rojo que había dentro en una estantería—. ¿Conoces la música de Elvis Presley? —preguntó.
—No, se podría decir que no —respondió Kjartan.
—La verdad es que nunca lo ponen en la radio, pero a veces consigo escuchar emisoras extranjeras por la noche si hay buenas condiciones atmosféricas. Ponen mucho a Elvis. Incluso he colocado una antena.
El muchacho señaló un cable de cobre que iba desde el hastial de la casa al secadero. Estaba sujeto a unos aislantes de vidrio, y el cable salía de la antena y entraba por la ventana abierta.
—También publicaron un artículo sobre Elvis en el Fálkinn —añadió.
Se volvió de nuevo hacia el transistor, pero no oía nada a pesar de que lo intentaba sacudiéndolo con ganas.
—Se han acabado las pilas —explicó—. A lo mejor me compro un tocadiscos este otoño y unos cuantos álbumes.
—¿Vives aquí? —preguntó Kjartan.
—Sí, pero estoy pensando en mudarme a Reikiavik… o a Stykkishólmur.
—Vaya.
—Sí, voy a aprender a manejar el tractor y a lo mejor me saco el carné de conducir.
—¿Hay tractor aquí en la isla?
—No, todavía no, pero el municipio está pensando en comprar uno. Entonces hará falta alguien que sepa manejarlo.
A Kjartan se le ocurrió retomar entonces su trabajo de investigación y le preguntó:
—¿Recuerdas quizá haber visto por aquí alguna vez estos últimos meses a un turista con una parka verde y botas de montaña de cuero?
—¿Hablas del tipo muerto? —preguntó el muchacho.
—Sí. Se trata de un hombre mayor, canoso. Probablemente viajase solo.
El muchacho se puso a rascarse la cabeza y parecía estar pensándolo mucho.
—No debe de haber pasado por aquí este invierno o en primavera. Si no, lo habría visto. Quizá el verano pasado. Había unos cuantos turistas. Algunos, extranjeros.
—¿Extranjeros?
—Sí, son capaces de quedarse todo el día pasmados mirando a los frailecillos. A veces les vendo erizos de mar o calaveras.
—¿Calaveras?
—Sí, de foca. A veces la abuela chamusca cabezas de foca para echárselas a la sopa. Luego yo las dejo que se pudran y las pongo a secar durante unas semanas.
—¿Y eso se vende bien?
—No, no a menos que los tipos estén borrachos. Entonces sí que me compran algo de vez en cuando.
—Bueno, no te voy a entretener más mientras estás trabajando —dijo Kjartan—. En todo caso, ¿cómo te llamas?
—Benjamín Gudjónsson, me llaman Benni, aunque yo prefiero que me llamen Ben, como Ben Hur.
—Muy bien… Ben.
Kjartan dio media vuelta y desanduvo el camino. Cuando llegó a la explanada por encima del muelle, vio que el barco del alcalde Grímur regresaba al embarcadero.
»Jón, el granjero de Vídidalstunga, contrató a dos sacerdotes para que escribiesen este códice regio: Jón Thórdarson y Magnus Thórhallsson. Sobre ellos no conocemos más que sus nombres, aunque es de suponer que gozaran de una buena educación y fueran escribas con experiencia. Toda la preparación del manuscrito es cuidadosa, la caligrafía es elegante y estable. Las iniciales a menudo están decoradas e iluminadas con miniaturas de personajes o animales, flores o adornos. Tal vez fue Magnus quien realizó estos adornos o iluminaciones, como las llamamos. Se trata de una tarea muy laboriosa, por lo que se estima que cada página ocupaba una jornada entera de trabajo. Quizá haya sido esta ornamentación la responsable de que el Libro de Flatey se haya conservado tan bien. Fue considerado desde sus inicios un verdadero tesoro, gracias a su aspecto y su esmerada elaboración. Los lectores han pasado las páginas de pergamino con cuidado y con respeto. No había riesgo alguno de que el pergamino terminase empleándose para remendar la suela de un zapato o alguna prenda de ropa, como resultó ser la suerte de otros manuscritos cuya elaboración había sido más pobre. De este modo, fue el talento del artesano lo que conservó la narración del escritor…