Epílogo
Tony Judt
Cuando Tim Snyder se dirigió por primera vez a mí, en diciembre de 2008, para proponerme una serie de conversaciones, yo me mostré escéptico. Hacía tres meses que me habían diagnosticado la ELA, y yo no estaba muy seguro de mis planes de futuro. Había intentado ponerme a trabajar en un nuevo libro: una historia intelectual y cultural del pensamiento del siglo XX, que llevaba planteándome desde hacía algunos años. Pero la investigación que implicaba —por no hablar del hecho de escribir en sí— era algo que ya podía quedar bastante fuera de mi alcance. El libro en sí ya existía en mi cabeza, y en bastante medida en mis notas. Pero que yo pudiera acabarlo alguna vez no estaba nada claro.
Por otra parte, el concepto mismo de un diálogo tan prolongado resultaba bastante nuevo para mí. Como muchos escritores conocidos, yo había sido entrevistado por los medios, pero casi siempre en relación con algún libro que había publicado o con algún tema de carácter público. La propuesta del profesor Snyder era muy diferente. Lo que él me sugería era una larga serie de conversaciones, que serían grabadas y posteriormente transcritas, que abarcarían una serie de temas que han estado muy presentes en mi trabajo a lo largo de los años, incluido el tema mismo del libro que yo había tenido la intención de escribir.
Durante algún tiempo estuvimos dándole muchas vueltas a la idea, y finalmente me convenció. En primer lugar, mi enfermedad neuronal no iba a desaparecer y si quería seguir trabajando como historiador, necesitaba aprender a «hablar» mis pensamientos: la esclerosis lateral amiotrófica no afecta a la mente y en general no es dolorosa, de modo que uno es libre de pensar. Pero paraliza los miembros: escribir se convierte en el mejor de los casos en una actividad que necesita de terceros. Hay que dictar. Esto es perfectamente eficaz, pero requiere cierta adaptación. Como fórmula intermedia, la conversación grabada empezó a parecerme una solución bastante práctica e incluso imaginativa.
Pero había otras razones por las que acepté este proyecto. Las entrevistas son una cosa, y las conversaciones otra. Uno puede hacer algo inteligente incluso con la pregunta más estúpida de un periodista; pero no puedes tener una conversación que valga la pena grabar con alguien que no sabe de qué se está hablando o no está familiarizado con las cosas que uno intenta transmitir.
Pero, como yo ya sabía, el profesor Snyder era un caso peculiar. Pertenecemos a generaciones diferentes: nos conocimos cuando él todavía era estudiante universitario en la Universidad de Brown y yo fui allí a dar una conferencia. También procedemos de lugares muy diferentes: yo nací en Inglaterra y llegué a este país siendo ya una persona de mediana edad; Tim es del Ohio más profundo. Y, sin embargo, compartimos una serie considerable de intereses y preocupaciones comunes.
Tim Snyder ejemplifica algo que yo llevo demandando desde 1989: una generación estadounidense de estudiosos de la mitad oriental de Europa. Durante cuarenta años, desde el final de la Segunda Guerra Mundial hasta la caída del comunismo, el estudio de Europa del Este y la Unión Soviética en el mundo anglohablante básicamente estuvo en manos de refugiados procedentes de esa región. Esto no constituía en sí ningún impedimento para alcanzar un alto nivel de erudición: gracias a Hitler y a Stalin, algunas de las mentes más privilegiadas de nuestra época han sido las de desterrados y emigrantes de Alemania, Rusia y las tierras que median entre ambas. Ellos transformaron no solo el estudio de sus propios países, sino disciplinas como la economía, la filosofía política y otras muchas. Cualquiera que haya estudiado la historia o la política de la vasta franja de los territorios europeos que va desde Viena a los Urales, desde Tallin hasta Belgrado, casi con toda seguridad ha tenido la suerte de trabajar bajo la tutela de alguno de estos hombres o mujeres.
Pero este recurso aparentemente insustituible estaba en extinción, ya que la mayoría se jubiló hacia la década de 1980. La ausencia de la enseñanza de idiomas en Estados Unidos (y en un grado menor en Europa Occidental), la dificultad de viajar a los países comunistas, la imposibilidad de llevar a cabo una investigación seria allí, y puede que sobre todo la falta de atención prestada a aquella zona en las universidades occidentales (que se traduce en escasos puestos de trabajo) han contribuido a desalentar el interés de los historiadores nacidos allí.
Pese a no estar ligado por vínculos familiares o emocionales al este de Europa, Tim fue a Oxford y cursó un doctorado en Historia Polaca bajo la supervisión de Timothy Garton Ash y Jerzy Jedlicki, y en colaboración con Leszek Kolakowski. Con los años ha adquirido una extraordinaria facilidad en los idiomas de Europa Central y del Este y una familiaridad con los países y la historia de la región que no tiene parangón entre los miembros de su generación. Ha publicado una inigualable serie de libros, de los cuales el más reciente, Tierras de sangre: Europa entre Hitler y Stalin, se ha publicado precisamente este año. Además, gracias a su primer libro —Nationalism, Marxism, and Modem Central Europe: A Biography of Kazimierz Kelles-Krauz,(1872-1905) (1998)— está familiarizado no solo con la historia social y política de la región, sino también con la historia del pensamiento político en Europa Central: un tema más amplio y menos conocido todavía para la mayoría de los lectores occidentales.
Si se trataba de «hablar» el siglo XX, claramente yo iba a necesitar a alguien que no solo fuera capaz de interrogarme sobre mi propia área de especialización, sino que pudiera aportar a la conversación un conocimiento comparable de las áreas con las que yo estoy familiarizado solo de forma indirecta. Es cierto que he escrito bastante sobre Europa Central y del Este, pero con la excepción del checo (y el alemán), desconozco los idiomas de la región, y tampoco he llevado a cabo investigaciones allí, pese a mis frecuentes viajes. Mi área de especialización estuvo al principio limitada a Francia, antes de ampliarse a la mayor parte de Europa Occidental y a la historia de las ideas políticas. Por tanto, el profesor Snyder y yo éramos perfectamente complementarios.
No solo compartimos intereses históricos, sino preocupaciones políticas. Pese a las diferencias generacionales, ambos experimentamos «los años de la langosta» con similar inquietud: primero con el optimismo y la esperanza de la «revolución de terciopelo», luego con la desalentadora petulancia de los años de Clinton y, finalmente, las catastróficas políticas y prácticas de la era de Bush-Blair. Tanto en política exterior como en política doméstica, las décadas transcurridas desde la caída del muro nos parecían haber sido completamente desaprovechadas: en 2009, pese al optimismo provocado por la elección de Barack Obama, ambos estábamos muy preocupados por el futuro.
¿Qué había sido de las lecciones, recuerdos y logros del siglo XX? ¿Qué quedaba de ellos y qué se podía hacer por recuperarlos? En tomo a todo ello parecía darse por hecho —tanto por parte de coetáneos como de alumnos— que habíamos dejado atrás el siglo XX como un lamentable historial de dictaduras, violencia, abuso autoritario del poder y supresión de los derechos individuales, que debía ser olvidado. El siglo XXI, se afirmaba, sería mejor, aunque solo fuera porque se cimentaría en un Estado mínimo, un «mundo plano» de ventajas globalizadas para todos y libertades ilimitadas para el mercado.
Según fueron desarrollándose nuestras conversaciones, surgieron dos temas. El primero era estrictamente «profesional»: la narración de dos historiadores que debaten sobre la historia reciente y tratan de sacar algunas conclusiones de ella en retrospectiva. Pero había un segundo grupo de preocupaciones que no dejaba de inmiscuirse: ¿qué hemos perdido con el hecho de dejar atrás el siglo XX y qué podríamos esperar recuperar y utilizar de él para construir un futuro mejor? Estos son debates más comprometidos, en los que las inquietudes y las preferencias personales se inmiscuyen necesariamente en el análisis académico. En este sentido son menos profesionales, pero no por ello menos importantes. El resultado fue una serie de intercambios bastante interesantes que superaron todas mis expectativas.
Este libro «habla» el siglo XX. Pero ¿por qué un siglo? Sería tentador desechar meramente el concepto como un cliché fácil, y reestablecer nuestras cronologías conforme a otras consideraciones: la innovación económica, el cambio político o los giros culturales. Pero sería un tanto engañoso. Precisamente por lo que tiene de invención humana, la estructuración del tiempo en décadas o siglos tiene importancia en los temas humanos. La gente se toma estos puntos de inflexión en serio, y ello les dota de un cierto significado.
A veces es una cuestión de oportunidad: los ingleses del siglo XVII fueron muy conscientes de esta transición porque coincidió con la muerte de la reina Isabel y el acceso al trono de Jaime I, lo que constituyó un momento verdaderamente significativo en los asuntos políticos ingleses. Lo mismo puede decirse de 1900. Sobre todo para los ingleses —precedido inmediatamente por la muerte de la reina Victoria, cuyo reinado había durado 64 años y había dado nombre a una época— pero también para los franceses, profundamente conscientes de los cambios culturales que en conjunto constituyeron una época por derecho propio: el fin-de-siècle.
Pero, aun en ausencia de estas coincidencias, estos hitos seculares casi siempre constituyen un punto de referencia. Cuando hablamos del siglo XIX, sabemos exactamente de lo que estamos hablando porque dicha época ha adquirido una serie de cualidades distintivas, y ya lo había hecho mucho antes de que llegara su final. Nadie supone que «en 1800 o en torno a esa fecha» el mundo cambiara en ningún sentido apreciable. Pero, llegado 1860, sus contemporáneos ya tenían perfectamente claro lo que distinguía a su era de la de sus antepasados del siglo XVII, y estas distinciones llegaron a influir en la comprensión que la gente tenía de su época. Luego deben tomarse en serio.
De modo que ¿qué pasa con el siglo XX? ¿Qué podemos decir de él, o —como se dice que Chu En-lai comentó ingeniosamente sobre la Revolución francesa— es demasiado pronto para decirlo? La respuesta no puede aplazarse, porque precisamente el siglo XX ha sido el más etiquetado, interpretado, invocado y castigado de todos. El mejor relato reciente de él —de Eric Hobsbawm— describe el «breve siglo XX» (desde la Revolución rusa de 1917 hasta el colapso del comunismo en 1989) como una «época de extremos». Esta sombría —o, en todo caso, desengañada— versión de los hechos encuentra eco en la obra de varios jóvenes historiadores: sirva como muestra el título que Mark Mazower dio a su obra sobre el siglo XX europeo: La Europa negra.
El problema con estos, por otra parte creíbles, resúmenes de una historia sombría es precisamente que corren demasiado en paralelo con la forma en que la gente experimentó los hechos en aquel momento. La era comenzó con una catastrófica guerra mundial y terminó con el colapso de la mayoría de los sistemas de creencias de la época: difícilmente podía esperarse un tratamiento amable en retrospectiva. Desde las masacres armenias hasta Bosnia, desde el ascenso de Stalin a la caída de Hitler, desde el frente occidental hasta Corea, el siglo XX es una constante relación de desdichas humanas y sufrimiento colectivo del que hemos salido más tristes pero también más sabios.
Pero ¿y si no partiéramos de una narrativa del horror? En retrospectiva, pero no solo en retrospectiva, el siglo XX asistió a importantes mejoras en la condición humana en general. Como consecuencia directa de sus descubrimientos médicos, cambios políticos e innovación institucional, la mayoría de la gente empezó a tener una vida más larga y más saludable de lo que nadie habría imaginado en 1900. Y, por extraño que pueda parecer a la luz de lo que acabo de escribir, más segura, al menos la mayor parte del tiempo.
Tal vez esto debiera considerarse un rasgo paradójico de esa época: dentro de muchos Estados bien establecidos, la vida mejoró espectacularmente. Pero, debido a un aumento sin precedentes de los conflictos interestatales, los riesgos asociados a la guerra y la ocupación también aumentaron extraordinariamente. De modo que, desde cierta perspectiva, el siglo XX sencillamente continuó con las mejoras y los avances de los que el siglo XIX podía congratularse. Pero, desde otra, constituyó una reversión descorazonadora a la anarquía y la violencia internacional del siglo XVII, antes de que el tratado de Westfalia (1660) estabilizara el sistema internacional durante dos siglos y medio.
El significado de los acontecimientos, según fueron desarrollándose para los contemporáneos de la época, se veía de una forma muy diferente a la que se ve ahora. Esto puede parecer obvio, pero no lo es. La Revolución rusa, y la posterior expansión del comunismo hacia el este y el oeste, forjó una convincente narrativa inexorable, según la cual el capitalismo estaba condenado a la derrota, ya fuera en un futuro próximo o en algún momento todavía indeterminado. Incluso a aquellos a quienes esta perspectiva les llenaba de desesperanza, no les parecía ni mucho menos improbable, y sus implicaciones determinaron en gran medida la época.
Parece que somos capaces de entender esto bastante bien: 1989 no está tan lejano como para que hayamos olvidado hasta qué punto la perspectiva comunista parecía plausible para muchos (al menos hasta que la experimentaban). Lo que hemos olvidado del todo es que la alternativa más creíble al comunismo durante los años de entreguerras no era el capitalismo liberal, sino el fascismo, especialmente en su versión italiana, que enfatizaba la relación entre el gobierno autoritario y la modernidad a la vez que abjuraba (hasta 1938) del racismo de la versión alemana. Para cuando llegó la Segunda Guerra Mundial, había mucha más gente de la que ahora nos gusta pensar para la cual la elección entre el fascismo o el comunismo era lo que importaba, con el fascismo como aspirante con más posibilidades.
Dado que ambas formas de totalitarismo hoy en día ya están extintas (institucional si bien no intelectualmente) nos resulta difícil recordar una época en la que eran mucho más creíbles que las democracias constitucionales que ambas despreciaban. En ningún sitio estaba escrito que las últimas ganarían la batalla de corazones y mentes, y mucho menos, las guerras. En resumen, aunque estamos en lo cierto al suponer que el siglo XX estuvo dominado por la amenaza de la violencia y el extremismo ideológico, no podemos encontrarle sentido a menos que entendamos que atrajeron a un número mucho mayor de personas que el que nos gustaría pensar. Que el liberalismo acabara saliendo victorioso —si bien en gran medida gracias a su reconstrucción a partir de muy diferentes bases institucionales— fue uno de los acontecimientos más inesperados de la época. El liberalismo —como el capitalismo— demostró ser sorprendentemente adaptable: por qué esto acabó siendo así constituye uno de los temas principales de nuestro libro.
Para los no historiadores, podría parecer una ventaja haber vivido los hechos que uno está narrando. El paso del tiempo supone hándicaps: las pruebas materiales pueden ser escasas, la cosmovisión de nuestros protagonistas puede resultamos ajena, las categorías habituales («Edad Media», «Edad Oscura», «Ilustración») pueden inducir a error más que explicar. La distancia también puede ser una desventaja: la falta de familiaridad con las lenguas y culturas puede hacer que hasta los más meticulosos yerren el camino. Tal vez los persas[5] de Montesquieu puedan profundizar más en una cultura que los ciudadanos locales, pero no son infalibles.
Sin embargo, la familiaridad también acarrea sus propios dilemas. El historiador puede incurrir en deslices biográficos para colorear el desapasionamiento analítico. Se nos enseña que los historiadores deberían mantenerse al margen de lo que escriben, y el consejo es prudente en general, basta con ver las consecuencias de que el historiador se convierta (a menos a sus propios ojos) en más importante que la historia. Pero todos somos producto de la historia y llevamos incorporados los prejuicios y los recuerdos de nuestra vida, e incluso a veces podemos dejarnos llevar por ellos.
En mi caso concreto, al haber nacido en 1948, soy prácticamente contemporáneo de la historia que llevo escribiendo estos últimos años. He observado de primera mano al menos algunos de los acontecimientos más interesantes del pasado medio siglo. Esto no garantiza una perspectiva objetiva ni una información más fiable; sin embargo, sí facilita una cierta frescura de enfoque. Pero haber estado allí comporta un grado de compromiso del que carece el estudioso imparcial: creo que es a lo que la gente se refiere cuando califica mis escritos de «asertivos».
¿Y por qué no? Un historiador (o de hecho cualquier otra persona) sin opiniones no es muy interesante, y sería muy extraño que el autor de un libro sobre su propio tiempo careciera de una visión intrusiva de la gente y las ideas que lo protagonizaron. La diferencia entre un libro asertivo y uno distorsionado por los prejuicios del autor, a mi parecer, es que el primero reconoce la fuente y la naturaleza de sus opiniones y no alberga pretensiones de objetividad absoluta. En mi caso, tanto en Postguerra como en otros textos con cierto carácter autobiográfico más recientes, he tenido el cuidado de basar mi perspectiva en mi época y lugar de nacimiento —mi educación, familia, clase social y generación—. Nada de esto debería interpretarse como una explicación y mucho menos una apología a favor de las interpretaciones personales; si lo incluyo es para proporcionar al lector un medio para evaluarlos y contextualizarlos.
Nadie, por supuesto, es simplemente producto de su tiempo. Mi propia trayectoria a veces ha discurrido por sendas intelectuales y académicas, y a veces de forma tangencial a ellas. Haberme criado en una familia marxista me hizo en gran medida inmune a los entusiasmos excesivos de mis contemporáneos de la Nueva Izquierda. Al pasar un periodo de dos años en Israel, inmerso en el sionismo, solo me vi indirectamente afectado por algunos de los desaforados entusiasmos de la década de 1960. Le agradezco a Tim que sacara estos factores a la luz: antes estaban bastante oscuros para mí y confieso que hasta ahora les había prestado relativamente poca atención.
El hecho de estudiar Historia de Francia en Cambridge —un semillero de nueva erudición en materia de historia de las ideas e historiografía inglesa pero un terreno bastante yermo en lo tocante a la historia europea contemporánea— me permitió seguir mi propio camino. A consecuencia de ello, nunca formé parte de una «escuela» en el sentido de mis contemporáneos que trabajaron con sir John Plumb en Cambridge o con Richard Cobb en Oxford. Por tanto, me convertí, por defecto, en lo que siempre he sido por afinidad: una especie de outsider para el mundo profesionalizado de la historia académica.
Esto tiene sus inconvenientes, como también los tiene unirse a una élite socioacadémica desde el exterior. Uno siempre recela un poco de los insiders, con sus bibliografías, métodos y prácticas heredadas. Esto resultó ser más una desventaja en Estados Unidos, donde el conformismo profesional se valora (o valoraba) más que en Inglaterra. En Berkeley y otros lugares a menudo me preguntaban por algún libro que tenía cautivados a mis colegas más jóvenes, y yo tenía que reconocer que nunca lo había oído nombrar: nunca me he abierto camino a través de la «literatura sobre la materia». A la inversa, esos mismos colegas se quedaban sorprendidos al descubrir que yo estaba leyendo filosofía política cuando mi «especialidad» oficial era la Historia Social. Cuando yo era joven, esto me producía bastante inseguridad, pero una vez alcanzada la madurez se convirtió en un motivo de orgullo.
Echando la vista atrás, me alegro mucho de haber permanecido fiel a la historia y rechazado la tentación que algunos profesores y catedráticos me presentaron de estudiar Literatura o Política. Hay algo en la historia —el énfasis en explicar los cambios a través del tiempo, el carácter abierto de la disciplina— que a los trece años ya me atrajo y todavía hoy me sigue atrayendo. Cuando finalmente me puse a escribir una historia narrativa de mi propia época, yo estaba bastante convencido de que esta era la única manera de entenderla, y sigo estando igual de convencido.
Uno de los catedráticos de más edad que me dieron clase en Cambridge censuró en cierta ocasión mi fascinación por las estructuras físicas y geológicas (entonces yo estaba trabajando en el estudio del socialismo en la Provenza y andaba muy inmerso en la importancia del paisaje y el clima): «La geografía», me informó, «trata de mapas. La historia trata de personas». Nunca se me ha olvidado, tanto por lo que tiene de obviamente cierto —nosotros hacemos nuestra propia historia— como por lo que tiene de palpablemente falso: el marco en el que hacemos esa historia no puede darse por hecho y requiere una descripción completa y afectuosa, en la que los mapas bien pueden desempeñar un papel importante.
De hecho, la distinción entre mapas y personas, aunque a todas luces real, es también engañosa. La geografía de mi niñez —los lugares a los que iba, las cosas que veía— contribuyó a conformar la persona que acabé siendo no menos que mis padres o profesores. Pero el «mapa» de mi juventud y adolescencia también cuenta. Sus cualidades característicamente judías pero también muy inglesas; el sur de Londres de la década de 1950, todavía reminiscente de las costumbres y relaciones eduardianas, y en las que el lugar del que uno venía importaba tanto (yo era de Putney, no del vecino Fulham): sin esas coordenadas, lo que vino después resulta difícil de explicar. El Cambridge de la década de 1960, con su mezcla de nobleza obliga y movilidad meritocrática; el mundo académico de la década de 1970, con su inestable amalgama de marxismo en decadencia y entusiasmos personalistas: todas estas cosas forman el contexto de mis escritos y la trayectoria que habría de seguir, y a cualquiera que estuviera interesado en entenderlo la guía de un mapa le sería útil.
Si no hubiera escrito alrededor de una docena de libros y cientos de ensayos de un carácter deliberadamente imparcial, me preocuparía que estas conversaciones y reflexiones se consideraran un tanto solipsistas. No he escrito una autobiografía, aunque en los últimos meses he publicado algunos apuntes para unas memorias, y sigo estando bastante convencido de que el modo por defecto del historiador es la invisibilidad retórica. Pero, una vez me han animado a entrometerme un poco en mi propio pasado, confieso que lo he encontrado bastante útil a la hora de entender mi contribución al estudio de otros pasados. Espero que también lo sea para otros.
Nueva York, 5 de julio de 2010