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KING'S COLLEGE Y «KIBUTZISMO»:
SIONISTA DE CAMBRIDGE
En 1963, mi padre sugirió que tal vez me gustaría ir a Israel, donde él y mi madre habían estado por primera vez de visita no hacía mucho. Mis padres encontraron una organización juvenil judía, Dror, que estaba asociada a un movimiento kibutz y organizaba viajes de verano a Israel para jóvenes judíos ingleses. A mí me encantaron los reclutadores israelíes que dirigían el movimiento en Londres: Zvi y Maya Dubinsky, que representaban a Hakibbutz Hame'uhad, un movimiento kibutz de izquierda con un largo recorrido. Zvi, el encargado oficial de hacer prosélitos, era un carismático y comprometido sionista de veintimuchos años; su esposa Maya, nacida en París (y cuya tía, como luego saldría a la luz, estaba casada con un primo segundo mío), era guapa y cosmopolita. Yo fui a Israel con ellos aquel verano y quedé completamente cautivado.
Así comenzó mi romance con el kibutz. En Israel había chicas guapas y simpáticas, chicos judíos francos y sencillos cuyo judaísmo no les acarreaba ningún problema ni ninguna hostilidad en su entorno. Era un lugar donde los alrededores, sin resultarme especialmente familiares, en todo caso no me parecían muy diferentes ni extraños. Pero creo que incluso cuando me introduje de lleno en el sionismo y su penumbra ideológica, algo dejé inconscientemente reprimido dentro de mí. En el «kibutzismo» más ideológico de aquella época, a los recién llegados se les asignaban nombres hebreos. El nombre hebreo era o bien el equivalente bíblico del visitante europeo o guardaba alguna relación con él, y formaba parte del no tan sutil proceso de extraer a los jóvenes judíos de su herencia europea e insertarlos en su futuro en Oriente Próximo. Al no existir un equivalente bíblico para «Tony», mis nuevos amigos del kibutz cogieron la «n» y la «t», las intercambiaron de sitio y trataron de llamarme «Nathan». Yo rechacé aquello desde el primer momento; la gente me llamaba simplemente Tony.
Estuve trabajando durante siete semanas en el kibutz Hakuk, en Galilea. Más adelante entendí que además de prepararme para la inmigración, yo era mano de obra barata: desde el punto de vista económico, para el kibutz tenía todo el sentido enviar a sus representantes más encantadores a Inglaterra pese al elevado coste de hacerlo, si a su vuelta traían consigo gente joven dispuesta a trabajar en la granja. Esto, obviamente, era precisamente lo que mis patrocinadores buscaban. Hakibbutz Hame'uhad era el movimiento kibutz de Achdut Ha'avodah, uno de los principales partidos políticos de centroizquierda en el Israel de entonces. Para el partido, el movimiento kibutz representaba capital financiero, social, político y simbólico, y nosotros, los nuevos reclutas, constituíamos su futuro. Pero si aquello era explotación, a nadie parecía importarle. A mí desde luego me encantaba aquello de recoger plátanos, disfrutar de una vida sana y sin artificios, explorar el país en camioneta y visitar Jerusalén con las chicas.
La esencia del sionismo laborista radicaba en la promesa del Trabajo Judío: la idea de que los jóvenes judíos procedentes de la diáspora fueran rescatados de sus vidas decadentes y asimiladas y trasladados a los remotos asentamientos colectivos de la Palestina rural para crear allí (y, según preconizaba la ideología, recrear) un verdadero campesinado judío, ni explotado ni explotador. Yo veía a Israel a través de unas gafas color de rosa: un país de centroizquierda único donde todo el mundo sabía que estaba afiliado a un kibutz y donde podía proyectar sobre toda la población judía un idealismo socialdemócrata peculiarmente judío. Nunca me encontré con ningún árabe: los movimientos kibutz de izquierdas evitaban emplear mano de obra árabe. Desde la perspectiva de hoy, mi impresión es que esto no servía tanto para realzar sus credenciales igualitarias como para aislarlos de los incómodos hechos de la vida en Oriente Próximo. Estoy seguro de que entonces yo no me daba cuenta de todo ello, aunque sí recuerdo haberme preguntado por qué nunca veía a un árabe durante mis largas estancias en el kibutz, a pesar de vivir cerca de una de las comunidades árabes más pobladas del país.
Yo estaba comprometido, era como uno de los «bailarines» de Milan Kundera: me introduje en los círculos, aprendí el idioma en ambos sentidos, literal y políticamente. Yo era uno de ellos o, más exactamente, uno de nosotros. Y por tanto puedo decir, con cierta convicción, que comparto con Pavel Kohout o Milan Kundera el especial conocimiento que se atribuye a los insiders de lo que es estar dentro del círculo: mirar con suficiencia y desdén a los no creyentes, los ignorantes, los desinformados y los incultos.
Volví a Inglaterra convertido en un sionista socialista convencido, y a los quince años ambos componentes de esta identidad eran claves para mi fe. El sionismo para mí era sin duda una rebelión adolescente, pero no creo que contra ninguna autoridad o norma paterna o social. Ciertamente yo no estaba abrazando una forma de política que fuera ajena a la de mis padres: muy al contrario. Ni sublevándome contra la cultura, la forma de vestir, la música o la política inglesas, al menos no en mayor medida que el resto de mis coetáneos y quizá menos que muchos de ellos. Contra lo que me rebelaba era contra mi condición de inglés, o más bien contra la hasta entonces no cuestionada ambigüedad de mi infancia: ser inglés y a la vez e inequívocamente el hijo de una familia de judíos del este de Europa. En Israel, en 1963, yo resolví aquella ambigüedad y me convertí en Tony Judt, sionista.
Mi madre estaba horrorizada. Ella pensaba que el sionismo era solo una forma de alardear de ser judío; y en su opinión hacer ostentación de ello era de mal gusto a la vez que imprudente. Pero también era lo bastante lista para darse cuenta de que el sionismo podía interponerse en mis estudios, como en efecto ocurrió. Ella continuó insistiendo en que los resultados académicos eran más importantes que todo lo demás mientras que yo era más bien de la opinión de que era más divertido llevar una plantación de plátanos en el mar de Galilea que estudiar para aprobar los A-levels, o sea, los exámenes británicos de revalida que permiten el acceso a la universidad.
En concreto, mi madre se daba cuenta de la atracción que ejercía sobre mí la carismática pareja que me había llevado por primera vez a Israel. Sin duda es cierto que me atraía mucho Maya, que no era mucho mayor que yo. Aunque no llegaría a afirmar que ella fue la razón por la que dediqué los siguientes cuatro años de mi vida al sionismo, sin duda desempeñó un papel clave en la historia. Maya representaba algo, como mi madre había sabido ver, que podía seducirme y alejarme de mi otro yo, el niño solitario, intelectual, centrado en su mundo interior de mis primeros años. Precisamente por esta razón, mi padre se mostró al principio entusiasmado, hasta que él también empezó a detectar las mismas señales de peligro. Los dos comenzaron entonces a ejercer una gran presión en contra de mi deseo de dejar la escuela y marcharme a un kibutz.
Al final llegamos a un acuerdo informal: yo podía marcharme a Israel, pero primero tenía que aprobar los exámenes de acceso a la universidad. Si acepté estas condiciones fue porque en realidad yo no era tan rebelde. En todo caso, nunca llegué a realizar el examen de muchas de las modalidades, pero tampoco dejé el instituto. En lugar de ello, un año antes de tiempo, y a instancias de mis profesores, me presenté al examen de entrada para la Universidad de Cambridge. Las normas de aquella época estipulaban que si aprobabas este examen con una nota suficientemente alta y eras aceptado por uno de los colleges, habías conseguido los requisitos mínimos para ser admitido en la universidad.
Durante los meses anteriores al examen de Cambridge, en el otoño de 1965, yo estaba emocionado saliendo con una chica del movimiento sionista juvenil, claramente a costa de mi preparación para el examen. Al volver a casa una noche, sobre las dos de la madrugada, me quedé horrorizado al encontrarme a mi padre sentado en el cuarto de estar, esperándome. Me soltó una charla sobre la insensatez, por decirlo finamente, de anteponer la compañía femenina a los deberes escolares. No creo que le guardara resentimiento por aquel rapapolvo; quizá incluso ya entonces me daba cuenta de lo que mi padre estaba haciendo por mí. De buenas a primeras dejé a la chica, me puse a estudiar noche y día, y aquel examen me salió mejor que ningún otro de los que había hecho hasta entonces o volvería a hacer.
Por aquellos años, los colleges universitarios de Cambridge enviaban un telegrama —un telegrama de verdad— para notificarle a uno si había conseguido un ingreso con beca. De modo que una noche, mientras estaba en la zona norte de Londres en casa de unos amigos sionistas —el principal atractivo de esta casa en concreto era que en ella vivían dos chicas muy guapas de mi misma edad—, recibí una llamada de mis padres diciendo que había llegado un telegrama para mí. Naturalmente, lo habían abierto y lo que ponía es que me habían concedido una exhibition para el King's College de Cambridge. Me preguntaron qué significaba eso y yo les expliqué que era la concesión de una beca y una plaza para estudiar allí. Tienes que venir a casa, insistieron, queremos felicitarte. Cuando llegué a casa, lo primero que oí fue que en el piso de arriba estaban discutiendo. Mis padres, como luego averigüé, estaban inmersos en un intenso debate sobre cuál de las dos ramas de la familia había aportado el material genético responsable de mi éxito…
Ala semana siguiente, envié una carta al senior tutor del King's College de Cambridge, preguntándole si me permitiría dejar de preparar los exámenes oficiales de acceso (A-levels); en resumen, dejar el instituto. En una respuesta extraordinariamente generosa y comprensiva, el senior tutor me decía que sí, porque como había elegido las asignaturas de francés y alemán en mi examen de entrada y había obtenido un nivel superior al de los A-levels cumplía los requisitos en lo que a ellos se refería y por tanto podía obrar como deseara.
Con profundo alivio, dejé atrás seis años de escuela y pasé la primavera y el verano de 1966 en el kibutz Machanayim. Elegí Machanayim simplemente porque la organización kibutz me instó a hacerlo. Una vez allí, trabajé en los naranjales, un trabajo más fácil que el de las plantaciones de plátanos de Hakuk, junto al lago: el olor de los cítricos es muy preferible a la presencia de serpientes de agua.
Machanayim formaba parte del mismo movimiento kibutz que Hakuk, aunque sus miembros mantenían una línea más dura en cuanto a los temas ideológicos cotidianos (como la distribución de los aparatos eléctricos, cupones para ropa, etcétera). Era una organización más grande y mejor organizada que Hakuk, pero menos amistosa, y mucho menos receptiva a las opiniones disidentes. Pasé allí unos cuantos meses, pero el ambiente se me hizo cada vez más agobiante e inhóspito, algo parecido al de una granja colectiva.
Cuando mis colegas del kibutz se enteraron de que había sido aceptado en la Universidad de Cambridge y tenía previsto estudiar en ella, se quedaron consternados. Toda la cultura del aliyah —«acercamiento» (a Israel)— presuponía romper con los vínculos y oportunidades de la diáspora. Los líderes del movimiento juvenil de aquella época sabían perfectamente que una vez que a un adolescente se le permitía quedarse en Inglaterra o Francia para estudiar en la universidad, lo más probable es que Israel los perdiera para siempre. La postura oficial, por tanto, era que los estudiantes que iban a ir a la universidad debían renunciar a hacerlo en los lugares de Europa de los que venían, comprometerse con el kibutz durante algunos años como recolectores de naranjas, conductores de tractor o clasificadores de plátanos, y más tarde, si las circunstancias lo permitían, presentarse a la comunidad como candidatos para cursar estudios superiores, en el entendimiento de que el kibutz determinaría colectivamente si los cursaban o no, y de qué tipo, poniendo el énfasis en su utilidad futura para el colectivo.
Fui a la universidad. Como desde la retrospectiva de hoy puedo apreciar, llegué a Cambridge en el otoño de 1966 como miembro de una generación bastante particular. A buen seguro, sería difícil escribir un libro sobre Inglaterra como Génération intellectuelle, de Jean-François Sirinelli, un estudio sobre el grupo que se licenció en la École Normale Supérieure a finales de la década de 1920: Merleau-Ponty, Sartre, Aron, De Beauvoir y algunos otros, que dominarían la vida intelectual y política francesa durante gran parte del medio siglo siguiente. Incluso si Oxford, Cambridge y la London School of Economics se agruparan (lo que no debería ocurrir), sus licenciados seguirían siendo excesivos en cuanto a su número y diversidad de afinidades para constituir una generación intelectual coherente. Y, sin embargo, hay algo que en todo caso resulta muy sorprendente en la generación que pasó por las universidades británicas entre el principio de la década de 1960 y la de 1970. Fue una generación de gente joven que se benefició de la Ley de Educación de 1944 y las subsiguientes reformas que hicieron a la educación secundaria británica libre y abierta a todo aquel capaz de aprovecharla. Aquellas reformas establecieron un sistema de institutos de secundaria estatales de élite, selectivos, que, aunque pedagógicamente anticuados y con frecuencia inspirados en las antiguas escuelas públicas (que es como en Inglaterra se llama a las escuelas privadas), estaban abiertas al talento procedente de cualquier clase social. Además, existía también un número algo menor de escuelas subvencionadas similarmente elitistas y meritocráticas en teoría privadas pero subvencionadas por las autoridades locales o el gobierno central, cuyos beneficios para los alumnos eran comparables.
Los chicos y chicas de las clases medias o bajas que asistían a estas escuelas eran aquellos que habían sacado buena nota en el examen a nivel nacional que se pasaba a la edad de once años, y a quienes por tanto se les ofrecía la posibilidad de acceder a una enseñanza secundaria académica (los que suspendían este examen eran condenados demasiado a menudo a escuelas «técnicas» mediocres y con frecuencia abandonaban los estudios al finalizar la escolaridad obligatoria, en aquella época a los quince años). Los alumnos de más talento o mejor preparados de las escuelas públicas o subvencionadas eran a continuación debidamente filtrados a través de la fina red de los exámenes de entrada de Oxford y Cambridge.
A finales de la década de 1960, el Partido Laborista abolió estos procedimientos de selección y estableció lo que se denominó la enseñanza integrada o comprensiva, conforme al modelo del sistema de educación secundaria estadounidense. El resultado de esta bienintencionada reforma fue demasiado predecible: para mediados de la década de 1970, cualquier padre que podía permitirse sacar a su hijo del sistema estatal, lo hacía. Y de este modo Gran Bretaña experimentó un retroceso, pasando de una meritocracia social e intelectual a un sistema regresivo y socialmente selectivo de educación secundaria en virtud del cual los ricos podían de nuevo comprar una educación a la que los pobres no podían acceder. Desde entonces, el sistema de la educación superior británica no ha hecho otra cosa que sobrecompensar este hecho, tratando desesperadamente de encontrar formas de evaluar a los niños del sector público para quedarse a los mejores, y salvarlos de unas escuelas que en demasiados casos no pueden proporcionarles la formación necesaria para la universidad.
El resultado es que Gran Bretaña experimentó una especie de génération méritocratique, como dirían los franceses, que se inició con los primeros productos de la Ley de Educación y acabó al implantarse la educación integrada. Yo, que me encuentro exactamente en la mitad de esta generación, soy muy consciente de este proceso. Puedo afirmar que en el Cambridge de mi época —por primera vez— había un importante número de alumnos cuyos padres no habían ido a la universidad; o, como en mi propio caso y en el de un buen número de mis amigos, ni siquiera habían completado la educación secundaria. Esto hizo que mi Cambridge fuera muy diferente al de generaciones anteriores, en las que los estudiantes eran hijos y nietos de exalumnos.
Un rasgo distintivo de esta generación académica meritocrática y con posibilidad de ascenso era el insólito número de alumnos que estábamos interesados en hacer carrera en el mundo académico o relacionado con él. Esta, al fin y al cabo, era la ruta a través de la cual habíamos ido ascendiendo y conseguido nuestros éxitos; era lo que nos interesaba y la forma en que nos veíamos a nosotros mismos en relación con los entornos y comunidades de los que procedíamos. De modo que un desproporcionado número de mis colegas se licenciaron y entraron a formar parte de la vida académica, o de la flor y nata de la enseñanza escolar (a menudo impartiendo clases en excelentes escuelas de secundaria como aquellas en las que ellos habían estudiado), el mundo editorial, las cotas más altas del periodismo y el servicio al gobierno.
Por aquella época, la vida académica ofrecía unas expectativas que para la mayoría de la gente hoy no siguen vigentes: era gratificante y emocionante. Por supuesto, los académicos no eran necesariamente gente aventurera, ni la naturaleza de las profesiones liberales atraía de por sí a un gran número de amantes del riesgo. Pero esa no era la cuestión. El conocimiento, las ideas, el debate, la enseñanza y la política en aquellos días no constituían solo la vía para trazar trayectorias profesionales respetables y razonablemente bien remuneradas; eran también y sobre todo lo que la gente inteligente e interesante quería hacer.
El King's College de Cambridge, pese a su inveterada fama liberal y poco convencional, era incuestionablemente elitista. Todas las personas que conocí durante mi primer año habían obtenido un resultado muy bueno en el examen de entrada y eran extremadamente inteligentes, aunque sus intereses fueran en gran medida muy diversos. Yo me hice muy amigo de Martyn Poliakoff, actualmente miembro de la Royal Society y catedrático de Química Inorgánica de la Universidad de Nottingham en Inglaterra. Mientras el resto de nosotros andaba de un modo u otro ocupado con el sexo, la política o la música, Martyn no parecía especialmente interesado en nada de eso. Su padre era un científico y empresario ruso; su abuelo había desempeñado un papel fundamental en la construcción de las vías férreas del Imperio ruso. Al propio Martyn le habían animado a aprender ruso, idioma que todavía hoy sigue hablando. Se casó con una matemática del Newnham College (uno de los tres colegios universitarios femeninos de aquella época) y de todos mis amigos de esos tiempos es uno de los pocos que lleva desde entonces casado con la misma persona.
Otro de mis amigos, John Bentley, fue el primer miembro de su familia en ir a la universidad; si me paro a pensarlo, es lo único que teníamos en común. John procedía de una familia de clase obrera de Leeds, en el norte de Inglaterra, y lo que aparentemente más le interesaba en la vida, aparte de las mujeres, la cerveza y su pipa (en orden ascendente) era pasear por el campo. Y, sin embargo, cuando hoy en día pienso con cierto cariño en Inglaterra, lo que me viene a la cabeza es el mundo de John, no el mío. John estudiaba Filología Inglesa y entró a trabajar de profesor en Middlesborough, al norte de Inglaterra, donde lleva enseñando Literatura cuatro décadas: no tengo ni idea de si eso es lo que siempre había querido. Él y yo hemos mantenido una relación desenfadada, a menudo divertida, en ocasiones escabrosa, pero bastante estrecha y afectuosa, ahora mejorada gracias a la magia del correo electrónico.
A nuestra manera, los que formamos mi generación de Cambridge fuimos obviamente muy sensibles a los matices de nuestro contexto de procedencia. En Estados Unidos, por el hecho de preguntarle a alguien a qué instituto ha ido, normalmente no averiguas mucho de él. La respuesta dejaría abierto un amplio abanico de posibilidades ambientales y culturales salvo, claro está, en los extremos sociales. Pero en Inglaterra, cuando te enterabas de a qué colegio había ido alguien, ya sabías casi todo lo necesario para situarle en un contexto muy concreto y detallado.
Recuerdo la primera noche que nos reunimos todos, un puñado de adolescentes tímidos recién instalados en las residencias de Cambridge. De forma instintiva y predecible, lo primero que nos preguntamos unos a otros era a qué colegio habíamos ido. Yo recuerdo haberle preguntado a Mervyn King, actualmente gobernador del Banco de Inglaterra, a qué escuela secundaria había ido. Como era de esperar entre los de nuestro grupo, él también procedía de una familia de clase media-baja y había ido a un instituto para los hijos más intelectualmente dotados de la comunidad local. El contraste con nuestros profesores de Cambridge saltaba a la vista: yo creo que a mí me dieron clase, exclusivamente, hombres que habían estudiado en Winchester, Haileybury u otros centros privados de pago.
De modo que nosotros constituíamos el mismísimo epicentro de un gran cambio sociológico, a pesar de lo cual no creo que nos sintiéramos outsiders. King's College era el centro al que habían asistido John Maynard Keynes y E. M. Forster, y por tanto tan extremada y deliberadamente poco convencional que nadie, excepto un reaccionario homófobo, se habría sentido verdaderamente incómodo allí. Yo me sentía y me comportaba, creo, como si aquel fuera mi Cambridge, y no el Cambridge de no sé qué élite ajena en la que se me hubiera permitido entrar por algún error. Y pienso que este mismo sentimiento de inclusividad era compartido por la vieja guardia del King's, salvo por algunas contadas excepciones. Por supuesto, existía otro Cambridge que funcionaba en paralelo y que constituía el terreno acotado de una minoría social y económica, pero no sabíamos casi nada de ellos y no nos importaban lo más mínimo. En todo caso, las chicas más guapas venían con nosotros.
Aquel otoño de 1966 en Cambridge pasé mucho tiempo yendo y viniendo de Londres, sobre todo para asistir a las reuniones de Dror. Estaba saliendo con una chica especialmente atractiva, Jacquie Phillips, que pertenecía al movimiento sionista juvenil y a la que había conocido en 1965. Ella era mi vínculo con Londres, en un momento en el que la mayoría de mis coetáneos y amigos estaban estableciendo vínculos dentro de Cambridge. Aunque Jacquie estaba implicada —como yo y, hasta cierto punto, a través de mí— con el sionismo, no era una persona especialmente interesada en la política. Yo creo que ella se había sentido atraída por el movimiento por la razón más habitual —porque quería pasar un verano en Israel— y había permanecido en él porque era una comunidad social muy agradable y porque los dos nos habíamos liado. En todo caso, nuestra conexión con el sionismo y entre nosotros dos iba a hacernos aterrizar de nuevo en Israel.
En la primavera de 1967, justo antes de la guerra de los Seis Días, yo desempeñé un papel activo en organizar el apoyo para Israel durante el preludio al conflicto. Las organizaciones sionistas, el «kibutzismo» y las fábricas de Israel habían emitido un llamamiento público pidiendo voluntarios para ir y trabajar allí, en sustitución de los reservistas que habían sido llamados a filas en previsión del combate. Desde Cambridge, yo contribuí a formar una organización nacional para localizar y enviar voluntarios. Más tarde yo mismo fui a Israel, acompañado de Jacquie y de otro amigo, Morris Cohen, embarcando en el último avión que salió para Israel antes de que el aeropuerto de Lod se cerrara a la llegada de vuelos. De nuevo tuve que pedir permiso para que el King's College me permitiera dejar mis estudios antes de tiempo (aunque en este caso solo por unas semanas, ya que acababa de terminar los exámenes de primer curso) y, una vez más, me fue generosamente concedido.
Cuando llegamos, había un autobús esperando para llevar a aquella peculiar remesa de voluntarios llegados en avión a Machanayim. Pero yo no tenía intención de volver allí, e informé al conductor de que a tres de nosotros había que dejarnos en Hakuk. Fingí que ese era el asentamiento que nos habían asignado. Israel estaba en ese momento bajo un apagón total, en previsión de la guerra, y yo tuve que ir dirigiendo al conductor para que nos llevara en medio de aquella oscuridad. Cuando llegamos, por suerte Maya Dubinsky estaba en el comedor: aquello fue casual, dado que no nos esperaban y habíamos aparecido sin avisar.
Maya, a quien llevaba dos años sin ver, no estaba tal vez en el mejor momento para recibirnos. Ella estaba viviendo una aventura —desde luego no la primera para ella— y el kibutz, lejos de estar preparándose para la lucha, se encontraba dividido entre los amigos de Maya y los partidarios de la esposa a la que el amante de Maya había dejado plantada. Yo, en mi búsqueda romántica de recuerdos y experiencias, me encontraba de repente inmerso en lo que no era más que un escándalo sexual pueblerino.
Pero allí estábamos. Durante el transcurso de la guerra y el periodo posterior inmediato, trabajé de nuevo en una plantación de plátanos junto al mar de Galilea. Pero pocas semanas después, el victorioso ejército israelí emitió un llamamiento para reclutar voluntarios dispuestos a trabajar para el ejército como auxiliares y ayudar en las tareas de postguerra. Yo tenía diecinueve años, y aquello resultaba irresistible. De modo que me apunté voluntario con un amigo, Lee Isaacs: juntos fuimos hasta los Altos del Golán y allí se nos asignó a una unidad.
Se suponía que íbamos a conducir camiones capturados al ejército sirio para llevarlos de vuelta a Israel, pero muy pronto, y para mi decepción, me asignaron un trabajo de traducción. Para entonces yo tenía un nivel de hebreo razonable y hablaba francés con fluidez. El lugar estaba inundado de voluntarios de habla inglesa y francesa que habían llegado a Israel desde diversos puntos del mundo pero cuyos conocimientos del idioma nativo eran escasos o nulos. Así que durante un breve espacio de tiempo me convertí en intérprete trilingüe entre los jóvenes oficiales israelíes y los auxiliares de habla francesa e inglesa destinados a sus unidades.
A consecuencia de ello, tuve más contacto con el ejército israelí del que habría tenido si me hubiera limitado a conducir camiones hasta el valle, lo que me resultó bastante revelador. Por primera vez llegué a darme cuenta de que Israel no era un paraíso socialdemócrata de judíos pacíficos que habitaban en granjas, que habían nacido israelíes pero que en todo lo demás eran iguales a mí. Esta era una cultura y una gente muy diferente a la que yo había conocido hasta entonces o me había empeñado en imaginar. Los oficiales de rangos inferiores que conocí procedían de ciudades y pueblos y no del «kibutzismo», y gracias a ellos pude darme cuenta de algo que debería haberme resultado evidente desde mucho antes: que el sueño del socialismo rural era solo eso, un sueño. El centro de gravedad del Estado judío estaba y debía estar en sus ciudades. En resumen, me di cuenta de que no vivía y nunca había vivido en el Israel real.
En lugar de ello me habían adoctrinado en un anacronismo, había vivido en un anacronismo y ahora era consciente del alcance de mi engaño. Por primera vez me encontré con israelíes que eran chovinistas en toda la amplitud de la palabra: antiárabes hasta un punto que rozaba el racismo, a quienes no les incomodaba nada la perspectiva de matar árabes siempre que fuera posible, que lamentaban que no les hubieran permitido abrirse camino luchando hasta Damasco y vencer a los árabes de una vez por todas, que se burlaban de lo que ellos llamaban los «herederos del Holocausto», los judíos que vivían fuera de Israel y no entendían ni apreciaban a los nuevos judíos, los nativos de Israel.
Aquel no era el mundo fantástico del Israel socialista que a tantos europeos les encantaba (y encanta) imaginar, una proyección ilusoria de todas las cualidades positivas de la Centroeuropa judía libre de cualquier defecto. Aquel era un país de Oriente Próximo que despreciaba a sus vecinos y estaba a punto de abrir con ellos una brecha catastrófica, de una generación, confiscándoles y ocupando sus tierras. Al final de aquel verano dejé Israel deprimido y con sensación de claustrofobia. No volvería hasta dos años más tarde, en 1969. Pero cuando lo hice, me di cuenta de que me desagradaba profundamente todo lo que veía. Ahora era considerado por mis excolegas y amigos del kibutz como un outsider y un paria.
Treinta años más tarde volví sobre el tema de Israel con la publicación de una serie de ensayos críticos con las prácticas israelíes en Cisjordania y el apoyo acrítico que recibía de Estados Unidos. En el otoño de 2003, en lo que llegaría a ser un conocido ensayo publicado en The New York Review of Books, yo sostenía que una solución del Estado único, por más improbable e indeseable que resultara a la mayoría de sus protagonistas, era en ese momento la perspectiva más realista para Oriente Próximo. Esta afirmación, nacida tanto de la desesperación como de la esperanza, levantó una tormenta de resentimiento y malentendidos. Yo siento que como judío uno tiene la responsabilidad de criticar a Israel enérgica y rigurosamente, de una forma que los no judíos no pueden por temor a espurias pero eficaces acusaciones de antisemitismo.
Mi propia experiencia como sionista me permitió identificar el mismo fanatismo y la misma visión miope y exclusivista en otros, especialmente en la comunidad de «animadores» estadounidenses que siempre están jaleando a Israel. De hecho, en ese momento vi (y sigo viendo) el problema de Israel como un dilema cada vez mayor para los americanos. Todos mis escritos sobre Oriente Próximo han ido explícita o implícitamente dirigidos al problema de la política estadounidense en la región y el pernicioso rol desempeñado por las organizaciones de la diáspora en Estados Unidos a la hora de remover y exacerbar el conflicto. De modo que me encontré inmerso, quisiera o no, en un debate intraamericano en el que el papel de los propios israelíes es solo periférico. En este debate, yo tengo el privilegio no solo de ser judío, y por tanto inmune al chantaje moral de ser reprobado por otros judíos; soy además un judío que ha vivido en Israel y ha sido un sionista comprometido; de hecho, un judío que incluso se presentó voluntario para ayudar al ejército israelí en la guerra de los Seis Días: una baza que a veces resulta muy útil frente a las críticas de quienes se creen moralmente superiores.
Cuando expuse la solución del Estado único, lo hice con la intención deliberada de reabrir un debate que se había suprimido. Por un lado, estaba lanzando una piedra sobre las plácidas aguas del «sí, bwana», del asentimiento acrítico que caracteriza el autodefinido «liderazgo» judío aquí en Estados Unidos. Pero el otro público al que iban dirigidos mis escritos eran y son los estadounidenses no judíos activamente interesados en Oriente Próximo, o a quienes les preocupa la política estadounidense a este respecto, hombres y mujeres que se sienten silenciados por la carga de antisemitismo que se vuelca sobre ellos cada vez que abren la boca: ya sea para hablar de los excesos del lobby israelí, la ilegalidad de la ocupación, la incorrección de utilizar el chantaje del «holocausto» israelí (si no quieres otro Auschwitz, no nos critiques) o los escándalos de la guerra en Líbano o Gaza.
Era gente como esta, de todo el país, la que me invitaba a ir a hablarles: grupos parroquiales, organizaciones femeninas, colegios, etcétera. Americanos normales con una conciencia del mundo exterior superior a la de la media, lectores de The New York Times, espectadores de PBS, profesores de escuela, gente que buscaba una guía para salir de la perplejidad. Y aquí, de forma excepcional, encontraron a alguien dispuesto a ir y hablarles abiertamente, sin ningún guión partidista ni identificación étnica discernible.
Yo no era, no soy, ni me postulo como antiisraelí. Entiendo todo lo que está pasando en el mundo árabe y no me siento cohibido en lo más mínimo para hablar de ello. Tengo amigos israelíes y amigos árabes. Soy un judío en absoluto reacio a debatir las problemáticas consecuencias de nuestra actual obsesión con la conmemoración del Holocausto. Pese a mi estilo firme, no soy un polemista nato y, sobre todo, no soy un hombre de partido. Y por eso, tanto si hablo con chavales de instituto, gente de iglesia o grupos de lectura, al final me dicen lo agradecidos que se sienten por haber gozado de la rara oportunidad de mantener un debate abierto sobre temas de este calado.
El dilema de la asimilación judía (en su caso, Cambridge y su carrera académica) y el compromiso judío (en su caso, los años en Israel) está ahí desde el principio de la política judía moderna. De hecho, podemos ver el original sionismo de Theodor Herd de finales del siglo XIX como un intento por parte de un judío bastante asimilado de exportar una mejor forma de vida europea a Oriente Próximo, bajo la forma de un Estado nacional judío en Palestina.
Había diferentes Europas, diferentes tipos de judíos europeos, diferentes sionismos. En términos estrictamente intelectuales, podemos hablar de judíos de Alemania, Austria o Francia que —al igual que Herzl— habían crecido en el desencantado mundo de la Europa de finales del siglo XIX y para quienes el sionismo era, en parte al menos, una extensión de su cosmopolita existencia europea. Pero esto, sencillamente, no es aplicable a los judíos —la abrumadora mayoría, al menos de los askenazíes— que vivían más al este: en la Zona de Asentamiento y Rusia propiamente dicha. Y, por supuesto, estos fueron los judíos que iban a adquirir mayor importancia en las décadas siguientes. El suyo era todavía un mundo religioso —un mundo encantado, pese a todos sus problemas— y, por tanto, la rebelión y la separación supusieron para ellos un giro sin duda mucho más dramático.
Pero también podemos observar una diferencia, que ya hemos comentado previamente, entre la experiencia judía centroeuropea de desilusionada asimilación y una experiencia judía más del este de Europa de separación y tentación revolucionaria. Esto está presente en el sionismo de una forma muy especial; en la versión rusa del sionismo obrero que tú viviste.
La idea de que uno puede recrear una comunidad rural ideal no es solo una idea sionista, es más bien y sobre todo una idea socialista rusa.
Una de las grandes confusiones en la historia del sionismo, visto en retrospectiva, es la incapacidad para percibir la enorme tensión existente entre los pensadores sionistas y otros radicales surgidos del Imperio ruso y cuyas raíces se hallan en Europa Central y Occidental. Esta tensión va más allá de la cuestión de qué tipo de país pretendían inventar y pone de manifiesto unas actitudes muy diferentes hacia sus críticos y opositores.
Los radicales del Imperio ruso, judíos y no judíos, rara vez supieron ver el punto de compromiso. Desde el punto de vista de los primeros sionistas rusos (o polacos), envueltos en la inflexible narrativa de un pasado trágico, la historia era solo y exclusivamente la narración de un conflicto en el que el ganador se queda con todo. Por el contrario, los centroeuropeos podían al menos imaginar una visión liberal de la historia de nuevo como un relato de progreso en el que todo el mundo puede encontrar su sitio y en el que ese propio progreso garantiza espacio y autonomía para todos. Esta forma de pensamiento inconfundiblemente vienesa fue desde el primer momento desestimada por lúcidos radicales rusos, como Vladimir Jabotinsky, que la consideraban como meros cuentos. Lo que los judíos buscaban en Palestina, solía decir Jabotinsky, no era progreso, sino un Estado. Cuando construyes un Estado haces una revolución. Y en una revolución solo puede haber ganadores y perdedores. Esta vez, nosotros los judíos vamos a ser los ganadores.
Pese a mi temprano adoctrinamiento en una variante más moderada y socialista del sionismo, llegué a apreciar con el tiempo el realismo lúcido y riguroso de las críticas de Jabotinsky. En todo caso, fue la tradición rusa, en el caso del sionismo revisionista de Jabotinsky una tradición de revolución reaccionaria, la que prevaleció. Hoy en día son los herederos de los sionistas revisionistas de Jabotinsky los que gobiernan y dominan Israel, y no la mezcla un tanto incómoda de utopismo de izquierdas ruso y liberalismo centroeuropeo que gobernó el país durante sus primeras tres décadas.
En ciertos aspectos significativos, Israel se parece hoy a los pequeños Estados nacionalistas que surgieron en la Europa del Este tras el final del Imperio ruso. Si Israel —como Rumanía, Polonia o Checoslovaquia— se hubiera establecido en 1918 en lugar de en 1948, habría seguido muy de cerca el camino de los pequeños, vulnerables, resentidos, irredentistas, inseguros y étnicamente exclusivistas Estados a los que la Primera Guerra Mundial dio lugar. Pero Israel no se creó hasta después de la Segunda Guerra Mundial. A consecuencia de ello, lucha por una ligeramente paranoide cultura política nacional y ha llegado a ser enfermizamente dependiente del Holocausto, su apoyo y arma moral preferida para rechazar cualquier crítica.
La separación radical de los judíos con respecto a Europa —primero el asesinato en masa y luego el traslado de la historia judía desde Europa del Este a Israel— les sitúa a cierta distancia de la recién emergente ética secular de la Europa postcristiana. No podemos dejar de señalar que la Europa de hoy no es meramente postcristiana —su fe y sus prácticas tradicionales han sido en gran parte abandonadas— sino también postjudía en un sentido más dramático.
En la Europa de hoy los judíos han desempeñado un papel parecido al de una especie de mesías colectivo; durante mucho tiempo fueron un fastidio considerable: causaban muchos problemas, introdujeron un montón de conflictivas ideas revolucionarias o liberales. Pero cuando murieron —cuando fueron exterminados en masa— les enseñaron a los europeos una lección universal que, después de tres o cuatro décadas de incómoda reflexión, los europeos han empezado a hacer propia. Para los europeos, el hecho de que los judíos ya no estén con nosotros —que les matáramos, dejando escapar a los que quedaron— se ha convertido en la lección más importante que nos ha legado el pasado.
Pero esta incorporación de los judíos al significado de la historia europea solo fue posible precisamente porque se habían ido. Comparados con los que había antes, en Europa no quedan realmente muchos judíos, y menos aún que pudieran impugnar su papel en la nueva ética nemotécnica europea. Ni, para el caso, quedan muchos judíos que puedan realizar una aportación significativa a la vida intelectual y cultural europea, al menos no como lo hicieron hasta 1938. De hecho, los judíos que quedan hoy en Europa constituyen una contradicción: si el mensaje que los judíos han dejado detrás de sí exigía su destrucción y expulsión, su presencia solo contribuye a confundir las cosas.
Esto lleva a una actitud europea positiva —pero solo condicionalmente positiva— hacia Israel. El significado del Estado de Israel para los europeos está ligado al Holocausto: apunta a un mesías perdido de cuyo legado al menos hemos podido extraer una nueva moral secular. Pero los judíos que actualmente viven en Israel trastocan esta narración. Crean problemas. Sería mejor —según esta manera de pensar— si no causaran tantos problemas y nos permitieran a los europeos interpretarles en paz, de ahí que los comentaristas europeos centren su atención en los fallos de Israel. En este punto, como verás, estoy defendiendo a Israel.
Muy bien: en tu versión cristiana de la historia judía, los judíos —como Cristo— solo pueden vencer de verdad cuando pierden (o mejor dicho, después). Si parecen salir victoriosos, conseguir sus objetivos (a costa de otros) existe un problema. Pero esta por otra parte elegante apropiación europea de la historia de otros para propósitos muy distintos genera complicaciones. La primera de ellas, como tú acertadamente señalas, es que Israel está ahí.
Es como si —y perdona si te ofendo— Jesucristo se hubiera reencarnado en una versión bastante retorcida aunque brillante de su anterior ser: instalado en un café de Jerusalén, diciendo las mismas cosas que solía decir y haciendo que sus antiguos perseguidores se sientan culpables de haberle crucificado, aunque al mismo tiempo le odien profundamente por recordárselo. Pero piensa en lo que eso significaría. Sugeriría que en un breve plazo de tiempo —una o dos generaciones— el incómodo recuerdo del sufrimiento de Jesús se vería completamente borrado por la irritación derivada de la continua evocación de ese sufrimiento.
Y así la historia terminaría pareciéndose mucho a esta. Los judíos —como Jesús— se convertirían en la evidencia martirizada de nuestras propias imperfecciones. Pero lo único que podemos ver es su propia imperfección, su obsesiva insistencia en alimentarse de nuestros defectos en su beneficio. Creo que ya hoy estamos empezando a ver cómo emerge este sentimiento. En los años próximos, Israel va a devaluar, socavar y finalmente destruir el significado y la utilidad del Holocausto, reduciéndolo a lo que mucha gente ya dice que es: la excusa de Israel para su mal comportamiento.
Antes esta argumentación solía escucharse en círculos lunáticos o fascistas. Pero hoy en día está totalmente instalada y se ha convertido en un lugar común dentro de la corriente intelectual y contracultural dominante. Vayamos por ejemplo a Turquía, Amsterdam o incluso Londres (a Estados Unidos todavía no): en cualquier debate serio sobre Oriente Próximo o Israel, alguien te preguntará —con toda la buena fe del mundo— si no ha llegado ya el momento de distinguir entre Israel y el Holocausto, y que esto último no debería seguir utilizándose como el salvoconducto para exculpar a un Estado canalla.
¡No veo por qué la idea de que Jesús vuelva y se reencarne en un molesto intelectual de café debería ofender a un cristiano! Después de todo, no se aleja tanto de lo que fue en su primera venida… Seguramente la cuestión tiene que ver con que Él es de hecho humano; si se dispone a lavar los pies a las prostitutas, creo que es porque de verdad lo quiere hacer. Así que me temo que no has ofendido a nadie; la de Jesús en un café de Jerusalén es una imagen bonita.
Pero ahora en serio: algo está pasando entre Estados Unidos y Europa con respecto al Holocausto. Aunque cada lado afirma tratarlo como la fuente de un mandamiento moral, en el ejemplo práctico más reciente, la guerra de Irak, las lecciones aplicadas fueron sorprendentemente distintas. El Holocausto se considera con demasiada facilidad como un argumento válido tanto para la guerra como para la paz. Parece como si desde el punto de vista europeo, el mensaje de la Segunda Guerra Mundial y el Holocausto fuera algo como: evita las guerras ilegales, agresivas, fundamentadas en mentiras, porque sacarán lo peor de ti y puedes llegar a cometer verdaderas atrocidades. Quizá no llegues a cometer la peor atrocidad de todas, pero puede que vayas más lejos de lo que imaginas.
En cambio, la respuesta estadounidense sería algo así: Múnich nos enseñó que si no haces frente a la agresión ocurrirán cosas espantosas a gente inocente. Y Múnich —la contemporización, hacer la vista gorda con los crímenes de otros— es aplicable a cualquier escenario actual. Por tanto, debemos hacer todo lo que esté en nuestra mano para evitar que se repita una situación parecida a la de Europa en vísperas de la Segunda Guerra Mundial.
Según esta versión, la guerra de Irak apunta al sufrimiento de los judíos, porque los testigos inocentes que probablemente se verán arrastrados por el torbellino son israelíes. Sadam Husein, como con frecuencia se nos recordó, era un enemigo de los israelíes; mientras tanto, el gobierno israelí apoyó y confirmó esta versión promoviendo activamente —en mi opinión, en contra de sus propios intereses— la invasión de Irak por sus propios motivos.
Bien, entonces, ¿cómo deberíamos situarnos respecto a ambas posturas? Es posible hacerlo, pero no si nos limitamos a las abstracciones. Lo que está sobre el tapete es una interpretación no de la ética, sino de la historia. Si Múnich no es una analogía apropiada —y yo creo que no lo es— es porque hay demasiadas circunstancias y variables locales respecto al pasado y al presente para que se pueda establecer una correspondencia clara entre unas y otras. Pero si yo quiero defender esta postura, tengo que empezar por estas circunstancias y variables. En resumen, tengo que empezar por los hechos. En definitiva, este no es un conflicto que pueda resolverse por la simple yuxtaposición de las historias éticas en liza.
Ya desde Ben-Gurión, la política israelí ha insistido bastante explícitamente en la afirmación de que Israel —y con Israel, todo el mundo judío— sigue siendo vulnerable a una reedición del Holocausto. La ironía, claro está, radica en que el propio Israel constituye una prueba bastante irrefutable de lo contrario. Pero si aceptamos, como seguramente deberíamos, que ni los judíos ni los israelíes se enfrentan a un inminente exterminio, estamos obligados a reconocer que lo que se está haciendo es utilizar políticamente la culpa y explotar la ignorancia. Como Estado, Israel —bajo mi punto de vista, irresponsablemente— explota los temores de sus propios ciudadanos. Al mismo tiempo, explota los temores, recuerdos y responsabilidades de otros Estados. Pero al hacerlo, se arriesga a agotar ese mismo capital moral que le permitió ejercer dicha explotación en primera instancia.
Que yo sepa, ningún representante de la clase política israelí —y ciertamente del ejército o la élite responsable de tomar las decisiones— ha expresado nunca ninguna duda acerca de la supervivencia de Israel: al menos no desde 1967 y, en la mayoría de los casos, tampoco antes de esa fecha. El temor a que Israel pueda ser «destruido», «borrado de la faz de la Tierra», «arrastrado dentro del mar» ni expuesto remotamente a sufrir una repetición del pasado, no constituye un temor real. Es una estrategia retórica políticamente calculada. Puede que ello no tenga nada de extraño: uno puede entender la utilidad que para un pequeño Estado situado en una región tan turbulenta puede tener el hecho de afirmar cada dos por tres su vulnerabilidad, indefensión y necesidad de despertar compasión y apoyo en el extranjero. Pero eso no explica que los outsiders muerdan el anzuelo. La respuesta inmediata, por supuesto, es que ello tiene muy poco que ver con las realidades del Oriente Próximo actual y sí mucho con el Holocausto.
Tiene mucho que ver, creo yo, con el sentimiento de culpa tan extendido en una comunidad que tú no has nombrado explícitamente: los judíos estadounidenses que no participan en el aliyah.
Nosotros solíamos decir que un sionista es un judío que paga a otro judío para que viva en Israel. Estados Unidos está lleno de sionistas. Los judíos norteamericanos tienen un problema de identidad muy poco habitual: constituyen una minoría «étnica» importante, bien establecida, destacada e influyente en un país en el que las minorías étnicas ocupan un lugar distintivo y —en la mayoría de los casos— afirmativo dentro del mosaico nacional. Pero los judíos son los únicos que forman una minoría étnica que no puede describirse exactamente así. Hablamos de italoamericanos, hispanoamericanos, americanos nativos, etcétera. Estos términos han adquirido unas connotaciones claramente positivas para las personas a las que describen.
Pero quienquiera que hablara de «judioamericanos» sería inmediatamente sospechoso de tener prejuicios; en efecto, los propios judíos americanos no utilizarían el término. Y, sin embargo lo son, por supuesto, son judíos y son americanos. Así que ¿qué es lo que les distingue? Sin duda no es la religión, con la que la mayoría han perdido el contacto hace mucho. Con la excepción de una minoría atípica, los judíos estadounidenses no están familiarizados con las prácticas culturales judías tradicionales. Carecen de un idioma privado o heredado que les distinga, ya que la mayoría de los judíos americanos no conocen el yiddish ni el hebreo. A diferencia de los polacoamericanos o irlandoamericanos, no atesoran entrañables recuerdos del «viejo país». De modo que ¿qué es lo que les une? La respuesta, en términos muy simples, es Auschwitz e Israel.
Auschwitz representa el pasado: el recuerdo del sufrimiento de otros judíos en otro lugar y otro tiempo. Israel representa el presente: el logro judío bajo la forma de un Estado militar agresivo, seguro de sí mismo: el anti-Auschwitz. Con el Estado judío, los judíos de Estados Unidos pueden establecer una identificación y una asociación positiva sin tener que trasladarse allí, pagar impuestos allí o cambiar de otro modo sus lealtades nacionales.
A mí me parece que en esta transferencia de la autodescripción actual a unas personas muy distintas a uno, que vivieron en otro lugar y otra época, hay algo de patológico. Estoy seguro de que no puede ser saludable que los judíos estadounidenses se identifiquen tan estrechamente con las víctimas judías del pasado, hasta el punto de creer —como muchos sin duda creen— que la mejor razón para mantener a Israel operativo es la probabilidad de que haya otro Holocausto a la vuelta de la esquina. ¿Realmente ser judío requiere que por todas partes te imagines una reedición de 1938? En ese caso, supongo que sí tiene sentido ofrecer un apoyo incondicional a un Estado que de por sí dice esperar algo así. Pero no creo que constituya un modo de vida normal.
Bueno, si hablamos de los judíos americanos, creo que deberíamos tener en cuenta otros dos factores. Yo subrayaría uno de tus comentarios y añadiría que aquellos judíos americanos que mejor han articulado sus puntos de vista sobre la política estadounidense en Oriente Próximo no se identifican con Israel como tal. Más bien, han hecho causa común con el Likud, o tal vez con aquellos elementos del Likud que les hacen sentir más culpables. La derecha israelí, dicho de otro modo, hace que el público estadounidense se sienta mal, y ellos, a su vez, la autorizan a comportarse mal.
Pero aún hay más. Los judíos estadounidenses, creo yo, tienen algo en común con los negros, una cualidad compartida que no siempre resulta evidente a los outsiders: los judíos, como los negros, saben quiénes son. Los judíos americanos pueden fácilmente identificar a otros judíos americanos. Por el contrario, los israelíes no. En toda mi vida solo un judío americano me ha preguntado si yo era judío, y ocurrió en un contexto confuso, ya que fue en un puente de Praga. Los israelíes me lo preguntan siempre.
Cuando los israelíes vienen a Estados Unidos, se puede decir sin exagerar mucho que si miran a su alrededor no tienen ni idea de quién es judío y quién un baptista de Kansas. En cambio, los judíos estadounidenses viven constantemente identificando estas diferencias —diferencias que otros americanos pueden no captar en absoluto—. Al fin y al cabo, los estadounidenses no judíos, como los israelíes, no pueden distinguir a quien es judío de quien no lo es y evitan establecer la distinción.
No es solo una cuestión de buena educación: la mayoría de los estadounidenses son realmente incapaces de saber quién es y quién no es judío. Creo que en general, si se le pregunta a un estadounidense si Paul Wolfowitz es judío, se… No, Tony, te lo digo yo, conozco a mi gente; se pararían un momento a pensarlo y dirían: «Bueno, ahora que lo dice, puede que sea judío».
Bueno, si tienes razón —y no dudaré de tu palabra—, eso es muy interesante.
Mientras que un judío americano mira a Paul Wolfowitz y dice: «Sí, es uno de los nuestros… Y, oh, Dios mío, ¿en qué lío nos está metiendo este? ¿Qué consecuencias va a tener esto para nosotros los judíos, esta absurda guerra de Irak (o, tal vez, esta maravillosa guerra de Irak)?».
Esto sitúa a los judíos de Estados Unidos en una peculiar posición. Ellos saben quiénes son, pero la sociedad que les rodea no, o, como mínimo, mucho menos de lo que los judíos americanos a menudo creen. Par otra parte, a la sociedad en la que viven no le importa demasiado; insisto, sin duda menos de lo que los judíos americanos piensan. ¿Le preocupa a la mayoría de los estadounidenses saber que Steven Spielberg es judío? No lo creo. Ni siquiera creo que les preocupe mucho que el propio Hollywood sea abrumadoramente judío. El que los judíos adquieran prominencia sencillamente no encuentra mucho eco en este país, en todo caso.
Es como si hubiéramos preservado la mitad de nuestro modelo de separación tradicional askenazí —saber quién es tu propia gente— pero hubiéramos perdido la otra mitad, porque carecemos de la tradición de un campesinado cristiano instintiva y recelosamente consciente de la presencia judía entre ellos. Estados Unidos es simplemente demasiado grande y diverso —y el asentamiento judío está demasiado concentrado geográficamente— para sostener este tipo de conciencia y reconocimiento.
Quizá. Pero seguramente deberías incorporar a tu versión el sorprendente éxito de la legislación antirracista, la política multicultural y la corrección política de los pasados cuarenta años. De muy diversas formas, los estadounidenses han llegado a entender que a uno no debería obsesionarle si alguien es negro, judío o lo que sea. Al final, reforzada por la ley y la práctica, la indiferencia se hace sistémica. Si le dices a la gente con la suficiente frecuencia que identificar a los demás por su color, religión o cultura está mal —y no existe una presión en contra bajo la forma de partidos racistas, prejuicios institucionalizados, un temor generalizado o cualquier otro modo de movilización demagógica—, la gente acaba haciendo lo correcto por costumbre.
Nunca ha existido una presión legislativa o cultural similar en pro de la asimilación y la indiferencia étnica en ninguna otra parte del mundo excepto Francia. Y en el caso francés, como tú sabes, esto fue resultado de un conjunto de consideraciones y circunstancias muy distintas. Aun así, algunos efectos son comparables. Sin dejar de admitir el caso excepcional de personalidades destacadas con un nombre (extranjero) inequívocamente judío como Finkielkraut, lo normal es que el público, los espectadores y lectores franceses desconozcan que un intelectual o comentarista público es judío y dicha información les resulte indiferente.
Por poner quizá el caso actual más conocido, yo nunca he oído que Bernard-Henri Lévy —que difícilmente podría tomarse por otra cosa que por judío, aunque solo sea por el nombre— sea descrito como un judío, ni siquiera por aquellos que le desprecian. Parece darse por hecho que sean cuales sean las cualidades o los defectos como figura pública que uno tenga en Francia, pueden ser catalogados, ya sea favorable o desfavorablemente, sin recurrir a una etiqueta étnica. Nótese, sin embargo, que con toda seguridad esto no era así antes de 1945.
Yo creo que tu sugerencia de que los judíos en Estados Unidos tienen una sensación estrictamente subjetiva de su identidad diferenciada y que esta no es compartida por los observadores externos suscita una cuestión interesante. Si realmente es cierto que solo los judíos pueden identificarse unos a otros, entonces Estados Unidos debe constituir un desafío permanente a las premisas mismas del sionismo. Después de todo, si puedes venir a un país en el cual —llegado un determinado momento— la gente no será consciente de que eres judío a menos que tú lo quieras, habremos hecho realidad una de las grandes ambiciones de los asimilacionistas. En cuyo caso, ¿para qué necesitamos a Israel?
Así que no deja de resultar una curiosa paradoja que en uno de los pocos países en los que la asimilación ha funcionado de verdad, nos encontremos con que los judíos están casi exclusivamente obsesionados con precisamente aquellas circunstancias en las que la asimilación ha fracasado o ha sido directamente rechazada: la exterminación en masa y el Estado judío. ¿Por qué en Estados Unidos precisamente a los judíos les importan tanto estas cuestiones?
Ahora debería recordarte que mis profesores sionistas tenían una respuesta a estas paradojas: incluso aunque a los gentiles les gustes y te traten como a uno de ellos, a ti no te gustará. De hecho, te gustará todavía menos precisamente por esa razón. Y buscarás otras formas mediante las que afirmar tu judaísmo. Pero el precio de la asimilación es que ese judaísmo que reivindicas será perverso y malsano.
A veces pienso que los sionistas tienen un punto de razón.
Hay otra cosa que importa aquí, creo yo, y que tiene que ver no solo con la trayectoria general de la asimilación, sino con Estados Unidos y su distancia geográfica y política de Europa del Este y de Oriente Próximo. Las dos experiencias que más importan —el Holocausto, Israel— ni siquiera son hechos que hayan acaecido en la historia de los judíos americanos; desde luego, no de una forma directa en la mayoría de los casos.
Desde luego. Porque la llegada a este país de los antepasados de la mayoría de los judíos americanos se remonta a un momento muy anterior al Holocausto o al nacimiento del Estado de Israel.
Pero, veamos, ahora voy a hacer una defensa en este sentido de las preocupaciones judioamericanas respecto a Auschwitz e Israel. Mirémoslo desde el punto de vista de un judío americano: estaba allí, apañándoselas, asimilándose a la vida americana; a veces resultaba cómico, a veces duro, pero la transición más o menos había funcionado… y luego vienen y te atacan desde fuera.
Pensemos en los judíos americanos durante la Segunda Guerra Mundial y las dificultades que tuvieron a la hora de responder al Holocausto. Hitler declara que los judíos habían comenzado la guerra y que sus enemigos están luchando en nombre de una conspiración judía internacional, poniendo a los judíos americanos en una situación complicada. Y había mucho más antisemitismo en Estados Unidos en las décadas de 1930 y 1940 que el que hay hoy en día.
Muchos judíos americanos alegaron que si hubieran enfocado el asesinato de los judíos como un casus belli, habrían caído en la trampa de Hitler. Por tanto, muchos optaron por el silencio o la pasividad, aunque odiando a Hitler por ponerlos en semejante aprieto. En aquellos años, a cualquiera que quisiera que Estados Unidos entrara en la guerra se le aconsejaba que mantuviera una cierta discreción respecto al verdadero mal que nosotros, hoy, consideramos el acontecimiento clave de aquella guerra.
Me doy cuenta de ello. Y estoy de acuerdo en que la historia de los judíos americanos es en muchos aspectos la historia de una respuesta tardía, a veces retrasada en una generación o más, a los hechos acontecidos en Europa o en Oriente Próximo. La toma de conciencia de la catástrofe judía —y la posterior creación del Estado de Israel— se produjo mucho después de aquel hecho. La generación de la década de 1950 habría preferido con mucho mirar hacia otro lado, algo que hoy puedo confirmar desde la diferente pero comparable experiencia británica. Israel en aquellos años era como un pariente lejano: alguien de quien se habla con cariño y a quien se le manda una tarjeta de felicitación por su cumpleaños, pero que si viniera a hacerte una visita y se quedara más tiempo del estrictamente necesario resultaría embarazoso y al final un fastidio.
Sobre todo, muy pocos de los judíos que yo conocí en aquellos años habrían querido ir a visitar a ese pariente y mucho menos vivir con él. Y si esto era así en Inglaterra, mucho más en Estados Unidos. Los estadounidenses, de forma bastante parecida a los israelíes en este aspecto, valoraban el éxito, el logro, el ascenso, el individualismo, la superación de los obstáculos para el avance propio, y mostraban una desdeñosa despreocupación por el pasado. El Holocausto, por tanto, era una historia que les resultaba un tanto incómoda, especialmente con respecto a la extendida opinión de que los judíos habían ido «como corderos al matadero».
Yo iría más lejos. No creo que el Holocausto encajara en absoluto en las sensibilidades judioamericanas —y mucho menos en la vida pública estadounidense en general— hasta que la propia narrativa nacional aprendió a adaptarse e incluso a idealizar las historias de sufrimiento y victimización. Los ingleses siempre asumieron sin problemas hechos como el de Dunkerque —fracasos vergonzosos reconvertidos en sucesos heroicos—. Pero los estadounidenses eran históricamente poco comprensivos con el fracaso hasta hace dos días y preferían o bien negarlo o encontrarle una dimensión moral positiva.
Por tanto, hubo un largo periodo durante el cual los judíos americanos continuaron recurriendo, por costumbre y por preferencia, a una narrativa anterior: una historia de huida de la vieja patria —que no lamentaban— y la llegada a una nueva en la que las identidades pasadas importaban poco. Irving Berlin era un judío ruso. Pero en lugar de pensar, hablar o escribir sobre su condición de judío ruso, sobresalió componiendo canciones estadounidenses, con letras pegadizas y animadas, sin otro objetivo que el disfrute de la música por sí misma: algo que hacía mejor que la mayoría de los nacidos en Estados Unidos. Berlin se convirtió en un ídolo. Pero ¿quién en aquella época celebraba a Isaac Bashevis Singer? Todo esto cambiaría, pero creo que no hasta la década de 1980.
No hay unas etapas intermedias, ni otras razones por las que los judíos americanos recelaran de identificarse a sí mismos con el Holocausto. Pensemos en la Guerra Fría y lo que eso conllevó. Los germanooccidentales eran el aliado estadounidense más importante en el continente europeo desde principios de la década de 1950, una dura realidad que requería su rápida rehabilitación. Y Adenauer, el canciller demócrata-cristiano, propuso bastante deliberadamente intercambiar el apoyo y la lealtad germanooccidental por el silencio de Estados Unidos acerca del desagradable pasado reciente.
Entretanto, en Alemania Occidental —y no solo allí— se produjo aquella extraña inversión de alianzas por las que la izquierda pasó de admirar al valiente Israel socialdemócrata a reprobar el imperialismo sionista, mientras la derecha abandonaba el antisemitismo y aprendía a querer a su pequeño pero fuerte aliado del Estado judío.
La percepción internacional de Israel es otra historia. En el nacimiento del país, Stalin actuó de comadrona. La visión de la izquierda, tanto comunista como no comunista, era que por razones ideológicas y genealógicas, un Estado que albergaba a judíos del este de Europa procedentes de entornos socialistas debía de ser sin duda un socio favorable. Pero Stalin se dio cuenta enseguida, bastante más rápido que los demás en realidad, de que la trayectoria natural de Israel sería formar una alianza con protectores occidentales, especialmente teniendo en cuenta la creciente importancia de Oriente Próximo y el Mediterráneo para la seguridad y los intereses económicos occidentales. El resto de la izquierda tardó en caer en la cuenta: a lo largo de las décadas de 1950 y 1960, Israel siguió contando con la simpatía y la admiración de la izquierda política e intelectual. De hecho, el país fue gobernado durante sus tres primeras décadas por una élite política compuesta exclusivamente por autodenominados socialdemócratas de un tipo u otro.
No fue en la guerra de los Seis Días de 1967, sino más bien en el periodo transcurrido entre esa guerra y la de Yom Kippur de 1973, cuando la izquierda internacional abandonó a Israel. Esto, creo yo, tuvo más que ver con el trato que Israel dio a los árabes que con su política interior, que apenas cambió durante aquellos años.
Es cierto que la guerra de los Seis Días hizo a muchos judíos americanos reconciliarse con Israel, aunque su impacto fue menor que en Europa, creo yo. Pero la actual comprensión del Holocausto tiene bastante que ver con la idea de que se debería usar la violencia para defender los derechos humanos en casos extremos. La asociación con el Holocausto se hace más cómoda cuando se identifica no solo con la victimización sino con los derechos humanos y, de este modo, con la intervención militar en nombre de esos derechos.
Cuando uno recuerda como los estadounidenses justificaron la intervención en las guerras de los Balcanes de la década de 1990, resulta claro que todos los implicados invocaron el Holocausto, como si siguieran la misma plan tilla: la peor violación de los derechos humanos de todos los tiempos, algo que «jamás debe volver a ocurrir». La generación que ocupaba la autoridad política entonces había aprendido a pensar así, y fueron este tipo de argumentos los que finalmente invocó Estados Unidos para justificar su intervención contra Serbia.
Estos argumentos podían encontrar un eco eficaz con respecto a los hechos que estaban sucediendo en Europa. Curiosamente, la universalización del Holocausto en realidad tenía más sentido en su punto de origen: tenía sentido en Europa sobre todo, porque los europeos de más edad captaron instintivamente el razonamiento y estuvieron intuitivamente de acuerdo en las conclusiones.
Pero este mismo razonamiento, creo yo, encuentra una resonancia muy diferente cuando se aplica al mundo en general, o cuando es aplicado por los estadounidenses, como ocurre con frecuencia, respecto a Israel u Oriente Próximo. Aquí el riesgo reside en que la naturaleza universal de la lección a extraer de Auschwitz llega a aplicarse a Israel, que a su vez se transforma de país en metáfora universal: nunca más un lugar como Israel sufrirá algo como el Holocausto. Pero visto desde cualquier sitio que no sea Estados Unidos —el propio Oriente Próximo, por ejemplo— esta extensión de una analogía moral a un ámbito político local resulta un tanto peculiar.
Cuanto más se aleja uno de las costas de Estados Unidos, más se parece la conducta de Israel a una simple explotación política de una narrativa victimista. Al final, por supuesto, te alejas tanto que acabas en países y continentes —el este de Asia, África— en los que el propio Holocausto es una abstracción poco conocida. Llegado este punto, lo que la gente ve es el extraño espectáculo de un país pequeño y poco importante, en una región peligrosa, que ha conseguido valerse de la influencia del más poderoso del mundo, pero en detrimento de los intereses de su protector.
Por consiguiente, esta peculiar situación reviste tres dimensiones. Por un lado, la acrítica implicación estadounidense, mediatizada por una burda universalización del significado de un genocidio europeo. Luego, la respuesta europea: espere un momento, aunque no dudamos en admitir que el Holocausto es todo lo que usted dice que fue, esto constituye una apropiación indebida. Por último, está el resto del mundo: ¿cuál, preguntan ellos, es esta historia occidental que nos están imponiendo a nosotros, distorsionando grotescamente las consecuencias geopolíticas?
Volvamos a la fuente, a Estados Unidos. Ahora voy a montar la defensa de los judíos americanos y su cosmovisión, que sería algo así: viniendo de Inglaterra, Tony, tú no tienes que lidiar con la profunda y confusa religiosidad de los gentiles. Simplemente, allí no existe. A buen seguro hay gente que pertenece a la Iglesia de Inglaterra, que es una institución respetada y socialmente útil, que establece el calendario y ofrece a las viudas la posibilidad de hacer algo. Pero difícilmente podría decirse que sea una fuente de ferviente religiosidad.
Mientras que aquí en Estados Unidos, en cuanto nos alejamos un poco de ciertos vecindarios de la costa Este y Oeste, nos encontramos con cristianos, verdaderos cristianos, que celebran las Navidades y algunos de ellos de corazón. Y también la Semana Santa, con todas sus amenazadoras connotaciones sangrientas. Y luego, si uno se adentra en el interior —que ciertamente no es algo que muchos judíos americanos estén dispuestos a hacer— se encuentra con otro tipo de creencias cristianas, más fervorosas y exóticas.
Y eso —aunque creo que la comparación es muy inexacta, esta es mi impresión— hace que los judíos americanos piensen de manera reflexiva sobre Rusia, Polonia, Ucrania o Rumanía: allí también había gente que vivía con auténtica fe otros credos que posiblemente no fueran solo diferentes sino que podían resultar verdaderamente amenazadores. Creo que es este temor, por supuesto no explícito por lo general, lo que subyace a la incipiente ansiedad ante la perspectiva de otro Holocausto y lo que explica el deseo de mantener a Israel como un futuro refugio. Esto me parece irracional y profundamente erróneo, pero no del todo incomprensible.
Otra respuesta frente a esto —una respuesta minoritaria, la respuesta neoconservadora— ha sido el compromiso. Ahora me estoy refiriendo a la alianza entre los sionistas americanos que creen que Israel debería existir como una patria para otros judíos y los fundamentalistas cristianos americanos que creen que Israel debería existir como punto de reunión para los judíos antes de que sean ferozmente exterminados en el apocalipsis venidero. Por un lado están los judíos que saben poco de Israel y por otro los cristianos que saben poco de los judíos. Pero ambos grupos tienen unas visiones y razones hasta cierto punto imbricadas para querer que los judíos vayan a Israel y por supuesto para que haya guerras en Oriente Próximo. No puedo evitar pensar que, visto en retrospectiva, esta puede parecer una de las alianzas más extrañas en la historia política de los judíos: hace que la cooperación sionista revisionista con Polonia de la década de 1930 resulte de lo más pedestre.
Veámoslo desde una perspectiva más amplia. Sin dejar de lado tu argumento de que el caso de Estados Unidos es un poco distinto debido a la extraña e intensa religiosidad del mundo no judío circundante, también le diferencia el intenso y agresivo igualitarismo civil que establece su Constitución y que se le está inculcando constantemente a la gente como parte de lo que significa ser estadounidense. Como tú comentabas, yo crecí en un país en el que el hecho de ser cristiano, en su versión bastante descafeinada del anglicanismo, venía dado por defecto, incluyendo a las instituciones del Estado —de hecho, sobre todo en el caso de las instituciones del Estado—. Yo estoy mucho mejor informado sobre la materia del Nuevo Testamento, los salmos, himnos, catecismos y rituales de la Iglesia cristiana que ningún judío americano que conozca, aparte de los que los han estudiado por razones profesionales. A diferencia de los americanos, carezco de esa insistencia visceral en la distinción entre la religión y la identidad nacional o cívica. De modo que Estados Unidos es diferente también en este sentido: es diferente en ambos extremos. ¿Estás de acuerdo?
Desde luego. Pero también hay algo en esta diferencia que hace a los judíos americanos más distintos de lo que quizá eres capaz de apreciar. La identificación tan profunda con el Estado en la división Iglesia-Estado permite un nivel de ignorancia que era y es inimaginable en Europa. Los judíos americanos, por ejemplo, encuentran muy difícil hacer la distinción entre los diferentes tipos de religiosidad cristiana. Con esto no me refiero solo a las diversas y confusas denominaciones protestantes, sino a diferencias básicas entre fundamentalistas y no fundamentalistas, católicos practicantes y católicos no practicantes o incluso católicos y protestantes.
Esta confusión se deriva de una asombrosa ignorancia cultural, un increíble desconocimiento del Nuevo Testamento. Esto es algo que distingue a los judíos americanos de los judíos ingleses mucho más de lo que uno esperaría a primera vista, dado que cabría suponer que, aunque solo sea por autodefensa, los judíos americanos deberían dedicar un rato a familiarizarse con este misterioso y, después de todo, breve añadido a la Biblia.
Esta, pienso yo, es la razón por la que el mundo cristiano que se extiende por las Grandes Llanuras y más allá de las Montañas Rocosas está mucho más alienado y resulta quizá más amenazador de lo que uno supondría. Por el contrario, en Inglaterra, creo yo, el cristianismo cuenta con unas referencias culturales y familiares más amplias. Cuando tú, por ejemplo, hablas de la Biblia del Rey Jaime, no estás meramente aludiendo a una más de las numerosas versiones del Libro Sagrado. Estás hablando de un texto culto, tan universal y conocido como Shakespeare. Esta es una perspectiva que pocos judíos americanos comparten.
En Inglaterra, la religiosidad, en su nivel textual o mnemónico mínimo pero por eso mismo más fácil de asimilar, todavía era universal en mi niñez. No conozco a ningún judío inglés que se encontrara excesivamente incómodo si se subiera a un tren y, al pasar por el Lincolnshire más profundo, se bajara en Lincoln Station y entrara en la catedral de Lincoln o en la iglesia parroquial de la localidad. Lo más probable es que la experiencia le resultara bastante cómoda e incluso familiar, especialmente si ha nacido antes de 1960. Sin embargo, supongo que si alguien del Upper West Side de Nueva York fuera depositado por casualidad en el noroeste de Texas, en una iglesia baptista, seguramente se sentiría a disgusto por todo tipo de razones.
¿Alguna vez has tenido la sensación de que alguien estaba tratando de expulsarte de la comunidad judía americana?
En sus comentarios en The New Republic a propósito de mi comentado ensayo en The New York Review, Leon Wieseltier señaló que yo era claramente un judío que había pasado demasiado tiempo en cenas de sociedad neoyorquinas escuchando a la gente criticar a Israel y que mi relación con ello me avergonzaba y por eso trataba de distanciarme. Esto me pareció una curiosa malinterpretación: ¡yo siempre he odiado las cenas de sociedad y haría lo que fuera por evitarlas! Y todavía las odio, por supuesto, aunque, claro está, en mi situación actual ya no tengo que pensar excusas para declinar invitaciones.
Además, las críticas a Israel jamás me producirían ninguna vergüenza como judío; por un lado, porque no me identifico con el país, y por otro, porque el hecho de ser judío no genera en mí ninguna confusión ni inseguridad. Así que parece una manera un tanto extraña de excluirme de la comunidad judioamericana de derechas, dado que nunca he pertenecido a ella. Tal vez hubiera sido más efectivo acusarme de que estaba tan preocupado por la conducta de Israel porque era judío. Sin embargo, como tú me has señalado antes, no me importa mucho que me expulsen de ninguna comunidad: tal vez incluso me divierta. Dicha exclusión me brinda la oportunidad una vez más de verme como el outsider, y yo siempre me he encontrado seguro, hasta cómodo, en esa posición.
Bueno, aterrizar en el centro de Manhattan y luego definirse en contra de la corriente mayoritaria de los judíos americanos ¡es ciertamente un plan infalible para convertirse en un outsider!
Los riesgos nunca fueron grandes. Supongamos que me hubieran expulsado no de una comunidad a la que, como dice Groucho Marx, nunca he estado especialmente interesado en pertenecer, sino de un lugar y una sociedad en la que radicara mi fuente de ingresos y mi prestigio profesional. Eso habría sido distinto. Así que me produce verdadero malestar que la gente me diga: «Oh, es usted un héroe por adoptar posturas impopulares».
Es indudable que a nadie le molesta ser admirado o respetado por escribir bien o por decir algo que sea cierto o interesante. Pero el hecho es que requirió muy poca valentía publicar un texto polémico sobre Israel en The New York Review of Books siendo el titular de una cátedra de una universidad importante. Y si asumí algún riesgo fue desde luego muy localizado —probablemente perdí un par de amigos en Nueva York— y decididamente contingente —supongo que me cerré las puertas a algunas posibilidades de publicar en un par de revistas.
Así que la verdad es que no me considero valiente. Solo me veo —si me puedo permitir una pequeña inmodestia— como bastante más honesto o sincero que otras personas que conozco.