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LONDRES Y EL IDIOMA:

ESCRITOR INGLÉS

Para mí, la escuela no era ni un hogar ni un escape de mi casa. Los otros chicos, incluidos mis amigos, tenían padres que hablaban sin acento. A su manera, esto resultaba desconcertante y quizá un tanto alienante. En mi mundo, todos los abuelos hablaban con acento. Eso era una abuela o un abuelo: alguien a quien no entendías del todo porque de repente empezaba a hablar en polaco, ruso o yiddish. En mi escuela elemental, el director, en un desafortunado arranque de entusiasmo filosemita, me había utilizado como ejemplo de lo listos que eran los judíos, garantizándome de este modo la envidia y la antipatía de la mitad de mis compañeros de clase. Esto me acompañó a lo largo de toda mi vida escolar.

A los once años, me admitieron en la Emanuel School, un centro local subvencionado, en esencia una escuela selectiva gratuita que más adelante se vio obligada a entrar en el sector privado por culpa del desacertado proceso de integración de la educación británica. En una escuela de más de mil alumnos, no creo que fuéramos más de media docena de judíos. Yo me encontré con mucho antisemitismo de hijos cuyos padres sin duda eran también antisemitas. Entre la clase media baja y la clase trabajadora del sur de Londres a la que esta escuela servía, por aquellos años el antisemitismo no tenía nada de raro ni de especial.

A veces nos olvidamos de cuánto antisemitismo había en Inglaterra, al menos hasta la llegada de los radicales cambios de la década de 1960 y la cada vez mayor conciencia del Holocausto. Winston Churchill desde luego no se olvidaba. Sus servicios de inteligencia de la época de la guerra le habían mantenido informado del extendido recelo hacia los judíos y las constantes quejas en el sentido de que la guerra se estaba librando «para ellos». Por esta razón, suprimió el debate sobre el Holocausto durante la guerra y censuró la polémica pública sobre si las Fuerzas Aéreas británicas (RAF) debían o no bombardear los campos de concentración.

Yo me crie en una Inglaterra en la que a los judíos se les consideraba unos intrusos raros y sospechosos: en aquella época había pocos asiáticos y pocos negros. Si los judíos eran objeto de sospecha, especialmente en la zona de captación de la Emanuel School, no era porque nos consideraran alumnos superdotados, o nos creyeran predispuestos al comercio, o hubiéramos alcanzado excesivo éxito. Simplemente, éramos extraños: porque no creíamos en Jesús, mientras que la mayoría de la gente en esa época sí lo hacía, y porque veníamos o creían que veníamos de lugares extranjeros raros. El número de chicos abiertamente antisemitas era en realidad bastante pequeño, pero ruidoso y descarado.

Aunque probablemente el rugby me ayudó un poco, para esos chicos yo fui siempre el estereotipo del chico judío con gafas. Una o dos veces me vi envuelto en peleas provocadas por burlas antisemitas, y este ambiente de esporádica hostilidad sin duda restó bastante encanto a mis años de secundaria. Yo iba al colegio, estudiaba y practicaba deportes, siempre alerta a encontrarme con los malotes en el camino de vuelta a casa; pero por lo demás, la experiencia en general me resultó bastante indiferente y recuerdo aquellos años sin excesivo agrado.

Lo que no saqué del colegio fue ningún sentido de identidad colectiva. Yo siempre fui un chico solitario. Mi hermana era ocho años menor que yo, por lo que no compartíamos mucho tiempo juntos. Mis pasatiempos favoritos de los siete a los quince años eran leer en mi habitación, montar en bici y viajar en tren. A finales del siglo XIX, el colegio Emanuel se había trasladado a una parcela triangular de terreno en Battersea, justo al sur de la estación de Clapham Junction. El emplazamiento estaba entre dos líneas de ferrocarril: las vías que salían del sur de la estación Victoria quedaban al lado este de la escuela y la ruta de Waterloo a los puertos atlánticos limitaba con la escuela por el oeste. Todas las clases, todas las conversaciones, estaban salpicadas con el sonido de los trenes. La escuela, una responsable importante de mi solitaria adolescencia, al menos me sugería una vía de escape.

En todo caso, el colegio me expuso a la misma educación e influencias que a cualquier niño cristiano. Esto, como mínimo, me sirvió para adquirir un inglés de mejor calidad, gracias a la incomparable Biblia del Rey Jaime. Pero creo que estas influencias tienen un alcance aún más profundo. Si actualmente me preguntaran dónde me sentiría más en mi casa, en una sinagoga ortodoxa o en una iglesia rural anglicana, tendría que responder que en las dos, pero de forma distinta. Sería inmediatamente capaz de identificar, reconocer y compartir lo que se estuviera haciendo en la sinagoga ortodoxa, pero no me sentiría en absoluto parte de las personas que se encontraran a mi alrededor. A la inversa, me sentiría absolutamente cómodo en el mundo de una iglesia rural anglicana y su comunidad, aun cuando no comparta las creencias ni me identifique con los símbolos de la ceremonia.

El colegio me hizo inglés en otro sentido: leíamos buena literatura inglesa. Emanuel seguía el programa de enseñanza secundaria de Cambridge, que era considerado el más riguroso. Leíamos poesía: Chaucer, Shakespeare, los poetas metafísicos del siglo XVII, los poetas augustos del XVIII. También leíamos prosa: Thackeray, Defoe, Hardy, Walter Scott, las hermanas Bronte, George Eliot. Me dieron un premio en Lengua, un libro de Matthew Arnold, bastante adecuado a la asignatura. Mis profesores de entonces estaban bajo la influencia de F. R. Leavis, y promovían una visión estrictamente conservadora de la cultura literaria inglesa.

Esta perspectiva, bastante extendida por aquella época, significaba que un niño de la década de 1960 todavía podía beneficiarse de una educación que no era muy diferente de la ofrecida a generaciones anteriores y quizá incluso mejor. Probablemente fueron esta serie de referencias culturales, esta sensación de encontrarme en casa en el inglés, si bien no exactamente en Inglaterra, la que permitió que personas como yo pasáramos sin problemas de la política radical juvenil a la corriente liberal dominante en momentos posteriores de nuestra vida.

Fuera como fuese, el colegio me enseñó a sentir un aprecio por el idioma y la literatura ingleses que ha permanecido conmigo pese a mis intereses y conexiones extranjeras. Muchos de mis colegas historiadores se convirtieron en europeos del continente, por obligación o por moda, afinidad o interés profesional. Supongo que yo también. Pero más que la mayoría de ellos, creo que yo me sentí y me sigo sintiendo profundamente inglés, por curioso que pueda parecer. No sé si escribo en un inglés mejor que los demás, pero sí sé que lo hago con verdadero placer.

Ya hemos hablado de la importancia espiritual de la Primera Guerra Mundial en Europa. El colapso que siguió a la Primera Guerra Mundial en el continente, en Inglaterra parece que se produjo con una década de retraso. Mientras que en otros imperios —imperios territoriales como por ejemplo la monarquía habsburga— la ruptura fue clara e inmediata: la guerra, la derrota, las revoluciones hechas o desarmadas, en cualquier caso un nuevo mundo parecía a punto de llegar. Ciertamente, durante algunos años hubo una resistencia a estos cambios en todo el centro y este de Europa, y de hecho en el este hubo ejércitos que continuaron en combate hasta bien entrado 1920. Pero algo nuevo estaba en marcha: Keynes estaba indudablemente en lo cierto en cuanto al esquema más amplio de las cosas.

En la pequeña Inglaterra, en cambio, fue posible durante un tiempo soñar con un regreso al mundo anterior a la preguerra.

La voz característica de la década de 1920 es Cuerpos viles, de Evelyn Waugh, donde se combina una especie de actitud despreocupada, carpe diem, post Primera Guerra Mundial, con una desidia con conciencia de clase respecto a la amenazadora sombra de un cambio social. Los privilegiados, al menos durante un tiempo, continuaron disfrutando de sus privilegios en cuanto a sus formas de vida y recursos anteriores a la guerra, aunque no exactamente en cuanto al contenido. Recordemos que Stephen Spender, un izquierdista (y poeta) representativo de aquellos tiempos, considera la década de 1930 como de una politización crucial; pero, al igual que muchos otros, recuerda en cambio la de 1920 como una época de sorprendente inactividad política. Pocos años más tarde, los pensadores, escritores e intelectuales ingleses despertarían repentinamente a las realidades de los conflictos políticos de entreguerras; pero tenían pocas referencias domésticas a partir de las cuales entender este recién descubierto mundo de implicación y compromiso.

En efecto, en Inglaterra, la Gran Depresión no fue la última de una serie de crisis, como sí ocurrió en gran parte de Europa; fue la crisis. El descalabro económico destruyó a la izquierda política: el gobierno laborista elegido con tanta fanfarria solo dos años antes caería ignominiosamente en 1931 ante el desafío del desempleo y la deflación. El Partido Laborista se escindió: un elemento significativo, incluida la mayoría de su plana mayor, entró en coalición con los conservadores, el llamado «gobierno nacional». Desde 1931 hasta la derrota de Churchill en las elecciones de 1945, los conservadores gobernaron en Reino Unido junto a un reducido número de renegados laboristas y supervivientes del antaño gran Partido Liberal de Lloyd George.

De modo que durante gran parte de este periodo, la izquierda política no estuvo simplemente fuera de servicio, sino absolutamente separada del ejercicio del poder. Todo debate político dentro de la izquierda, e incluso toda conversación que discrepara de las convenciones del statu quo, quedó de este modo apartado de la política parlamentaria tradicional. Si los intelectuales de la Inglaterra de entreguerras llegaron a acaparar más atención de la que habían tenido con anterioridad a la década de 1930 no fue porque el país descubriera de repente su importancia cultural, ni porque en conjunto adquirieran mayor conciencia política y se hicieran por tanto más «europeos», sino sencillamente por la ausencia de cualquier otro espacio o debate público en el que la disidencia y la opinión radical pudieran ser formuladas y debatidas.

No alcanzo a recordar cuál de sus esposas, creo que fue Inez, y tampoco si fue en una carta de Spender a ella o de ella a Spender, pero creo que fue ella, la que, después de su divorcio, escribió la frase «primero amas demasiado poco, y, luego, demasiado». Y el contraste entre la década de 1920 y la de 1930 en Inglaterra se produce…

Exactamente así.

… porque tras haber pasado la de 1920 confinado en Inglaterra, Spender —por ponerle a él por caso— va primero a Berlín con Christopher Isherwood y W. H. Auden, y luego a Viena, donde es testigo del fracasado golpe de Estado nazi y la guerra civil de 1934. Spender también pasó algún tiempo en la España revolucionaria. Todo esto lo describe en Un mundo dentro del mundo, sus memorias de esta década, como la experiencia de ser «perseguido por la realidad»: como si la realidad fuera una cosa que no debería importunarle a uno pero que una vez lo hace, debe ser reconocida.

Curiosamente, tanto la geografía de su deambular por el mundo como los comentarios que estos viajes suscitan en él se asemejan a los de Raymond Aron, por entonces un joven recién licenciado que enseñaba en Alemania justo en el momento de la llegada de Hider al poder. Aron regresa a Francia y trata desesperadamente de convencer a sus colegas y contemporáneos —incluido Sartre, absolutamente indiferente por aquellos años— de la realidad que les viene pisando los talones. Sin duda el caso francés fue diferente en varios sentidos, pero guarda cierto paralelismo con la experiencia británica. También en Francia, la de 1920 fue una década relativamente despolitizada, al menos para los intelectuales, mientras que la de 1930, por supuesto, fue una era de compromiso frenético.

Dicho esto, el síndrome de «demasiado poco, demasiado» —la oscilación entre la indiferencia política y el compromiso airado— es tal vez más marcada en Inglaterra que en los demás países. Fue aquí, durante los cruciales años de 1934 a 1938, donde el Partido Comunista fue capaz de atraer a toda una generación de estudiantes de Oxford y Cambridge hacia la comprensión, la apología, el activismo, como compañeros de viaje o, en unos cuantos casos, incluso el espionaje para el comunismo.

Me pregunto si estás de acuerdo en que la atracción por la izquierda tiene mucho que ver —al menos en algunos casos, aunque no en el del grupo de Cambridge, que llegó una década después— con la, experiencia de la Alemania de Weimar. Porque creo que para algunas de estas personas —Auden, Isherwood, Spender— la República de Weimar era la democracia más atractiva de todas: contaba con los jóvenes más simpáticos y la mejor arquitectura.

Es cierto que con Otto Wagner y los travestidos, Alemania parecía mucho más interesante que Inglaterra; y, a decir verdad, lo era. Tanto en Berlín como en Viena, estaba pasando algo verdaderamente novedoso e interesante. Para los jóvenes ingleses que llegaron recién salidos de Oxford a este intenso invernadero cultural, el contraste debió de resultar bastante impactante. Pero lo mismo debió de ocurrirles incluso a los franceses. Para el joven Aron era evidente que debía vivir y estudiar en Alemania si quería completar su formación filosófica y sociológica; y a este respecto al menos, lo mismo puede decirse de Sartre, que también pasó un año en Alemania, aprendiendo alemán (aunque nada de política alemana). Ellos, como muchos otros, se vieron atraídos y contagiados por la energía que emanaba del lugar, incluida, claro está, la energía negativa procedente de los enfrentamientos entre las distintas sectas políticas.

Weimar ha seguido encontrando eco en décadas posteriores. Pensemos en nuestro colega Eric Hobsbawm, que en este sentido debería considerarse una especie de intelectual inglés transnacional, desplazado de su infancia austroalemana a la intelligentsia de Cambridge en la década de 1930. Durante los últimos años de Weimar, Hobsbawm —que vivía en Berlín— era lo bastante mayor (quince años) para sentirse profundamente impresionado por el ambiente y los acontecimientos de la época. Hay un momento en sus memorias en el que habla conmovedoramente y con absoluta convicción de sus sentimientos en aquellos meses: la sensación de estar más vivo, más comprometido, más cultural e incluso sexualmente motivado que en ningún otro momento de su larga vida. Mucho más adelante en sus memorias escribe favorable e incluso apologéticamente sobre la RDAy Berlín Este: por muy grises e ineficaces que pudieran ser, tenían un cierto encanto que lamenta que haya desaparecido. Es difícil resistirse a pensar que en su mente había refundido la Alemania de Eric Honecker con la Weimar de su juventud. Para Hobsbawm, como para Spender y compañía, existe un inconfundible afecto por una democracia tan seductora y desacreditada, tan amenazada e incapaz de defenderse, pero en ningún caso aburrida. Este recuerdo resultaría crucial en la formación de una élite generacional de ingleses, y marcaría la política de las siguientes décadas.

La Unión Soviética, no tanto una realidad vivida como un mito cultivado, figura como lejano trasfondo. Para los intelectuales ingleses que se sintieron atraídos por la Alemania de Weimar y posteriormente por el comunismo, el interés pudo tener algo que ver con el éxito comunista a la hora de fusionar las categorías de «burguesía» y «democracia». No puede decirse que Weimar tuviera mucho de democracia burguesa.

La idea de que lo que no cuadra en la expresión democracia burguesa es el adjetivo más que el sustantivo constituyó una brillante innovación de los retóricos marxistas. Si el problema con las democracias occidentales es que son burguesas (sea lo que sea lo que esto signifique), entonces sus críticos internos, constreñidos a vivir en estos lugares, pueden ofrecer una crítica exenta de riesgo: distanciarse de una democracia burguesa cuesta poco y apenas constituye una amenaza para la institución en sí. Mientras que una postura crítica respecto a la democracia en la Alemania anterior a 1933 representaba casi siempre un compromiso activo con su derrumbamiento. En resumen, los intelectuales de Weimar, les gustara o no, estaban constreñidos a vivir la lógica política de sus afinidades discursivas. Nadie en Inglaterra se enfrentó ni se enfrenta a este tipo de elección.

La asociación entre democracia y burguesía siempre me ha parecido una brillante adaptación freudiana por parte de los marxistas: significa que puedes estar en contra del padre-abogado o del padre-banquero sin dejar de disfrutar de los privilegios de la infancia y la rebelión infantil.

Bueno, supongo que puedes cambiar rápidamente de las consideraciones infantiles del complejo de Edipo a la versión hegeliana pura y dura de la lógica que te une con la historia de las especies. Sin embargo, un adulto sensible, inteligente, solo puede permitirse estos pensamientos si nunca han entrado abiertamente en colisión con su propio interés. Pero de hecho lo hacen cuando te encuentras con que eres el hijo de unos padres burgueses en un país en el que la burguesía está verdaderamente amenazada o ha sido radicalmente desmembrada. Porque en este caso, limitarte a distanciarte de tu clase de origen no ayuda mucho: ser el heredero de una clase culpable basta para condenarte. En la Unión Soviética o la Checoslovaquia comunista, el resultado para dos generaciones de «burgueses» fue decididamente desagradable, justo en el momento en que sus homólogos de Nueva York o Londres, París o Milán, se estaban erigiendo a sí mismos como portavoces de la historia.

La política no parece separar tanto a la gente en Inglaterra como en el continente. T. S. Eliot publica la obra de Spender, por ejemplo.

Hasta la década de 1930, los diversos círculos de escritores y pensadores ingleses que se van superponiendo se vieron unidos no por unas ideas políticas compartidas, sino más bien por unas raíces comunes y sus respectivas afinidades y gustos. Bloomsbury, los fabianos, las redes católicas en tomo a Chesterton, Belloc y Waugh, fueron mundos independientes de intercambio estético y político en los que no participaba más que un pequeño y selecto subgrupo de la intelligentsia inglesa.

Sin embargo, la élite culta de Inglaterra fue y quizá sigue siendo todavía muy pequeña para los estándares americanos o del continente europeo. Antes o después, la mayoría de los intelectuales ingleses iban a conocerse unos a otros. Noel Annan, un contemporáneo de Eric Hobsbawm en Cambridge, se convertiría en el preboste de su propio colegio universitario y más tarde del University College de Londres, participando en prácticamente todos los comités públicos importantes en la vida institucional y constitucional inglesa de las siguientes décadas. Su libro de memorias se titula Our Age. Nótese que no dice «Their» [Su] sino «Our» [Nuestra]: todo el mundo conoce a todo el mundo. En el título y el texto de Annan se encuentra implícito que su generación, colectivamente, dirigió los asuntos del país.

Y, de hecho, así fue. Hasta finales de la década de 1960, el porcentaje de escolares que iban a la universidad en Inglaterra fue más pequeño que el de cualquier otro país desarrollado. Dentro de esa pequeña cohorte de personas con una educación superior, solo los que iban a Oxford o Cambridge (o, en un grado mucho menor, un par de universidades de Londres) podían aspirar a entrar en el círculo íntimo de la clase intelectual y política. Si excluimos de este reducido grupo al nutrido número de más o menos estúpidos alumnos que lo eran «por legado» —los que eran admitidos en Oxford o Cambridge en virtud de su clase o parentesco—, resulta claro que el grupo sociogenético del que se abastecían la cultura y la vida intelectual inglesas era claramente reducido.

¿Pero Oxford y Cambridge no empezaron por entonces a admitir a gente de las colonias?

Sí y no. Por un lado, recordemos que hasta finales de la década de 1950 se podía vivir en Londres sin encontrarse nunca con una persona negra o mulata. En el caso de que sí te encontraras con alguien de piel oscura, casi siempre procedía de la restringida élite de indios que habían conseguido ascender en el sistema educativo británico: bien a través de réplicas indias de los internados ingleses, bien de public schools inglesas a las que la aristocracia india enviaba tradicionalmente a sus hijos, asegurándoles de este modo la entrada en las universidades más elitistas del Imperio. De modo que sí, en efecto había indios de distinta procedencia, tanto en Oxford como en Cambridge, desde finales del siglo XIX. Algunos de ellos liderarían más tarde su país en la consecución de la independencia de Gran Bretaña. Pero no creo que debamos considerar significativa su presencia, salvo en algunos casos notablemente excepcionales.

Sin duda, otra de las formas en que se amplió la reducida reserva de intelectuales ingleses fue gracias a la adición de los emigrantes políticos: Isaiah Berlin, en el caso de Oxford, es quizá el ejemplo más conocido. Berlin ciertamente sabía más, si no todo, de la gente de la que hemos estado hablando hasta ahora, pese a ser un completo outsider: un judío ruso de Letonia.

Pero Isaiah Berlin fue un caso único: judío y extranjero, no cabe duda, pero a la vez un perfecto insider. Aunque el establishment cultural británico le considerara exótico, precisamente por esta razón constituía una claro ejemplo de la capacidad y la función integradora del sistema. Esto es, por supuesto, engañoso: Isaiah Berlin constituía sin duda un ejemplo sobresaliente de integración exitosa, pero este mismo exotismo le hacía, si no más aceptable, en todo caso inofensivo. Desde muy pronto, sus críticos decían de Berlin que su éxito se debía en gran medida a su renuencia a tomar posición, su no disposición a resultar «incómodo». Era esta capacidad emoliente de acomodación lo que le hacía tan aceptable entre sus colegas: tanto durante su época de estudiante universitario como de presidente de la Academia Británica y fundador de un colegio universitario de Oxford.

En cambio, la mayoría de los outsiders son incómodos por naturaleza. Lo mismo podría decirse de los insiders que asumieron una función crítica dentro de su comunidad —George Orwell es quizá el caso más conocido—. Ya sean incómodos de por sí o lleguen a serlo con el paso del tiempo, estos hombres son difíciles: tienen la lengua afilada y personalidades complicadas. Berlin no tenía estos defectos. En ello residía claramente parte de su encanto; pero, con los años, esto también fomentó en él una cierta reticencia a entrar en temas controvertidos, a manifestarse con claridad, que al final pudo acabar dañando su reputación.

El «sistema» podía incuestionablemente integrar al tipo adecuado de personas. Podía admitir a un Eric Hobsbawm: un comunista judío, de habla alemana, educado en Viena y que había vivido en Berlín. Una década después de haber llegado a Londres como refugiado de la Alemania nazi, Hobsbawm había sido elegido secretario de los Apóstoles, una sociedad secreta autoselectiva formada por los hombres más inteligentes de Cambridge: era casi imposible ser más insider que eso.

Por otra parte, convertirse en un insider en Cambridge u Oxford no requiere en sí mismo conformidad, salvo quizá con la moda intelectual del momento; dependía y depende de una cierta capacidad para la asimilación intelectual. Conlleva saber cómo «ser» un catedrático de Oxbridge; comprender intuitivamente cómo llevar una conversación inglesa que nunca sea demasiado agresivamente política; saber cómo modular la seriedad moral, el compromiso político y la rigidez ética a través del uso de la ironía y el ingenio, y una apariencia cuidadosamente calibrada de despreocupación. Sería difícil imaginar la aplicación de estos talentos en el París de la postguerra, por poner un ejemplo.

Eso puede tener como consecuencia que, en cuanto a elecciones políticas, los temas relacionados con la vida privada y especialmente el amor terminan importándoles más a los británicos que a los intelectuales franceses. Los intelectuales franceses están divididos por su pensamiento político y tienden menos, creo yo, a seguir a sus amantes en sus diversos compromisos políticos.

Arthur Koestler y Simone de Beauvoir tuvieron una mala noche de sexo. Esto, hasta donde podemos juzgar por su correspondencia y sus memorias, no fue la causa de su ruptura política, ni tampoco un impedimento para ella. De Beauvoir se vio inequívocamente atraída hacia Albert Camus, lo que tal vez sea una de las razones de por qué Sartre se sentía tan celoso del joven. Sin embargo, esta circunstancia en realidad no tuvo que ver con sus desacuerdos políticos.

Por el contrario, al menos durante la década de 1970, las relaciones sexuales entre los intelectuales británicos —tanto homosexuales como heterosexuales— seguramente formaron parte del epicentro de sus afinidades sociales electivas. No pretendo ni mucho menos sugerir que la vida sexual de los intelectuales británicos fuera en ningún sentido más interesante ni más activa que la de los europeos del continente. Sin embargo, cuando piensas en la relativa inactividad o pasividad de la mayoría de las áreas de su existencia durante gran parte del siglo, sus enredos amorosos adquieren una cierta importancia aunque solo sea por defecto.

Aunque los ciudadanos de las colonias no tuvieran todavía mucha importancia en la vida intelectual británica, ¿no es cierto que el Imperio sí importaba como fuente de experiencia? Pensemos en el caso de George Orwell cuando estuvo en Birmania.

Orwell ocupó un cargo de no muy alto rango pero localmente de alto nivel administrativo en la policía imperial de Birmania de 1924 a 1927. Al leer sus escritos, uno nunca piensa que desarrollara un gran interés por el Imperio en sí; sus textos de aquellos años sugieren la emergencia de una serie de consideraciones morales y políticas —derivadas sin duda de sus críticas al gobierno imperial— que con el tiempo influirían en sus observaciones sobre la propia Inglaterra. El convencimiento de Orwell de que la cuestión birmana (o india) trascendía las cuestiones de injusticia local y tenía sobre todo que ver con el sinsentido e imposibilidad de un dominio imperial, ciertamente influirían en su postura política una vez de vuelta en Inglaterra.

Cabe añadir que Orwell fue uno de los primeros comentaristas en entender que las cuestiones de justicia y subordinación, no menos que los temas tradicionales políticos y de clase, debían ser asumidos por la izquierda; y de hecho, a partir de entonces fueron parte de lo que significaba ser de izquierdas. Olvidamos que ya en las décadas de entreguerras, en Inglaterra había sido perfectamente posible combinar el reformismo social e incluso el radicalismo político con el liberalismo imperial. Hasta hacía muy poco tiempo, había sido posible creer que la clave para la mejora social en Gran Bretaña consistía en retener, defender e incluso expandir el Imperio. Para 1930, esta postura había comenzado a sonar tanto ética como políticamente incoherente, y al menos parte de este cambio de sensibilidad cabe achacárselo a Orwell.

¿Crees que la literatura —las publicaciones de la época, pero sobre todo las novelas que la generación de la década de 1930 había estado leyendo— sirve como una forma de considerar el mundo del Imperio? Pensemos en Joseph Conrad o más tarde en Graham Greene, con esos personajes que viajan a todas partes, a menudo dentro del Imperio, para enterarse de las cosas, sobre todo en las novelas de espionaje, dado que estos han sido precisamente entrenados para enterarse de cosas.

La literatura popular del Imperio trata en realidad de temas morales: quién es bueno, quién es malo y quién tiene razón (generalmente nosotros) y quién no (generalmente los otros). La literatura sobre espías y sobre alemanes que surge en estos años, por ejemplo, está en gran medida estructurada a la manera imperial. Y esto se ve también en el cine de la década de 1930, con su interés por los espías, damas que se esfuman repentinamente, etcétera. Pero yo tengo la impresión de que estos temas se enclavan con mayor frecuencia en «Centroeuropa»: una especie de territorio mítico, un lugar de misterio e intriga, que más o menos va desde los Alpes a los Cárpatos y que se vuelve más y más misterioso cuanto más se avanza hacia el sur y el este. Mientras que lo exótico para los británicos a finales del siglo XIX era la India y Oriente Próximo, es curioso que llegado 1930 es sencillamente un tren que sale de Zúrich. En este sentido constituye una actualización de la literatura imperial, en la que los búlgaros ocupan el lugar de los birmanos. De modo que resulta curioso que, en cierto sentido, los británicos se sientan en casa en el mundo entero y lo que les resulta exótico son territorios europeos no muy lejanos pero siempre fuera del alcance del Imperio.

Sherlock Holmes tiene un misterio que resolver en Bohemia, donde todo el mundo habla alemán y nadie checo. Y por supuesto el corolario político de ello es que Bohemia es un país lejano del que sabemos muy poco. Lo cual, paradójicamente, no hubiera podido decirse de Birmania.

Desde luego; Birmania es un país muy lejano del que sabemos algo. Pero, por supuesto, la sensación de distancia y el misterio de Europa Central tienen unas raíces lejanas: pensemos en Shakespeare y la «costa de Bohemia» de El cuento de invierno. Este sentimiento inglés de que Europa es más misteriosa que el Imperio (una vez se cruza Calais) viene de antiguo y está muy enraizado. Para los ingleses, al menos en la imagen que tienen de sí mismos, el mundo exterior significa una referencia; pero Europa no es algo a lo que deseemos estar ligados demasiado estrechamente. Puedes ir a Birmania, Argentina o Sudáfrica, y hablar inglés y dirigir una empresa de propiedad británica o una economía al estilo inglés; irónicamente, eso no lo puedes hacer en Eslovenia, que resulta por tanto mucho más exótica.

Y en India o en las Indias te encuentras con gente —ya sean compañeros de colegio de raza blanca o subordinados de tez oscura con formación— que tienen las mismas referencias que tú. Resulta bastante sorprendente hasta qué punto el bagaje educativo de un universitario o universitaria mayor de cincuenta años caribeño, del oeste o del este de Africa, o de la India, encajaba sin problemas con el de sus otros contemporáneos británicos. Cuando me encuentro con alguien de mi generación procedente de Calcuta o de Jamaica, nos sentimos inmediatamente cómodos el uno con el otro, intercambiando referencias que van desde la literatura al criquet, lo que para nada ocurre en la misma medida cuando son de Bolonia o Brno.

En la década de 1930 Inglaterra inició un idilio muy peculiar con el desconocido este: el de los espías soviéticos, «los cinco de Cambridge».

Tengamos en cuenta que tres de los cinco espías comunistas de esa década estaban íntimamente relacionados con dos colegios universitarios de élite de Cambridge: el King's y el Trinity. Este era un subconjunto especialmente selectivo de lo que ya era una privilegiada minoría de la intelligentsia inglesa en los años treinta.

En la década de 1930 había dos tipos de simpatizante británico con el comunismo. El primero era el del inglés, por lo general joven y de clase media-alta, que fue a España durante la Guerra Civil española de 1936-1939 para ayudar a salvar a la República. Estos hombres eran progresistas; desde el principio se vieron a sí mismos como parte de la familia de la izquierda europea, y estaban familiarizados con las circunstancias que se iban a encontrar. La mayoría de ellos volvieron desilusionados, y los mejores de ellos tenían algo interesante que decir sobre su desilusión, si bien tras algunas dudas. George Orwell —que regresó e inmediatamente escribió sus recuerdos de esperanzas e ilusiones perdidas en Homenaje a Cataluña— es la excepción.

El segundo grupo era el de aquellos que hicieron causa común con el comunismo, reconociendo abiertamente su filiación doctrinal. El joven Eric Hobsbawm y sus futuros camaradas del Grupo de Historiadores del Partido Comunista son quizá el ejemplo inglés más conocido.

Los jóvenes integrantes de los Cinco de Cambridge no encajan fácilmente en ninguna de estas dos categorías. Su valor de uso para la Unión Soviética residía precisamente en la ausencia de cualquier signo exterior de afiliación política. Desde el principio, su identidad fue secreta; fueron reclutados como espías soviéticos precisamente porque los intelectuales y estudiantes de izquierdas más conocidos evidentemente no podían ser de ninguna utilidad para este propósito.

Dos de los espías de Cambridge, Kim Philby y Guy Burgess, eran —pese a su acento de clase alta y su maravillosa educación— dos outsiders ingleses dentro de Inglaterra. Kim Philby heredó de su padre, el orientalista y disidente constructor del Imperio St. John Philby, un profundo rechazo por el imperialismo y la bien escondida creencia en que las políticas imperiales británicas eran éticamente indefendibles y políticamente catastróficas. Muchos años después, cuando Philby se vio obligado a huir de Inglaterra y pedir refugio en Moscú (cuando estaban a punto de desenmascararle), era un hombre que claramente no albergaba ninguna duda sobre la integridad de sus decisiones: aunque no viviera del todo feliz en la URSS, al menos entendió perfectamente que aquello era el resultado lógico de la elección que había tomado en la vida.

Guy Burgess, según sus numerosos conocidos, era poco más que un matón disfrazado de caballero. Pasaba bebido casi todo el tiempo; era un depredador sexual; y resulta difícil tomarse en serio la idea de que sus ideas políticas fueran producto de un pensamiento metódico y racional. Precisamente por estas razones, por supuesto, era el espía perfecto, un verdadero prototipo, heredero de la tradición de la Pimpinela Escarlata. Pero por qué el servicio secreto británico (que le reclutó en Cambridge) o sus homólogos soviéticos (que le controlaron hasta que se escapó a principios de la década de 1950) pensaron que a aquel hombre podían confiársele las misiones más delicadas y secretas es algo que hoy continúa siendo un misterio.

El tercero de los cinco, el destacado historiador del arte Anthony Blunt, puede servir como el mejor ejemplo del lugar que estos hombres ocuparon dentro del establishment británico —y podrían haber seguido ocupando si no hubieran sido desenmascarados más o menos fortuitamente—. Blunt, al fin y al cabo, era el insider dentro del insider: un esteta y un erudito que llevaba a cabo la crítica de arte profesional y estéticamente más conservadora. En este punto conviene recordar que terminó siendo el encargado de la conservación de los cuadros de la reina. Y, durante tres largas décadas, estableció y mantuvo un inquebrantable compromiso con un sistema político —el estalinismo— que representaba, al menos en principio, valores, intereses y metas claramente opuestas a las que él había propugnado públicamente a lo largo de toda su carrera.

Pero incluso cuando Blunt fue descubierto como espía soviético, en 1979, su posición en la alta sociedad, y los códigos que caracterizan a esa sociedad en Inglaterra, siguieron protegiéndole. Una vez la reina le despojó de su título de sir, y el Trinity College le retiró el de Miembro Honorario, se produjo un conato para expulsarle de la Academia Británica. Un número importante de miembros de la Academia amenazaron con dimitir si aquello ocurría. Estos no eran solo hombres de izquierdas; entre ellos los había que sostenían que se debe distinguir entre la calidad intelectual y la afiliación política. Así, Blunt —un espía, un comunista, un impostor, un mentiroso y un hombre que había contribuido activamente a arriesgar la vida de agentes británicos— no obstante no era considerado por algunos de sus colegas culpable de ningún delito lo bastante grave para justificar que se le privara de su título de miembro de la Academia Británica.

De manera que los espías de Cambridge nunca incurrieron en el estigma con el que sí quedaban marcados quienes eran declarados culpables de espiar para Moscú en Estados Unidos. En Estados Unidos, los espías eran verdaderos outsiders: judíos, extranjeros, «perdedores»; hombres y mujeres movidos por razones incomprensibles, excepto la simple necesidad de dinero. Estas personas —de quienes los Rosenberg constituyen el ejemplo más claro— recibían un severo castigo: en el ambiente paranoico de la década de 1950, se les ejecutaba. No creo que de ningún espía británico se pensara así, y mucho menos que se le tratara tan duramente. En todo caso, sus actividades adquirieron un halo romántico en el imaginario popular; pero, sobre todo, estaban protegidos por tener sus orígenes en la clase dirigente del país.

Desde la perspectiva de un observador extranjero, cabría pensar que aquellos orígenes —y la traición que implicaba el delito— podrían haber levantado un escándalo mucho mayor. Pero en la práctica, amortiguaron el golpe. Los cinco de Cambridge fueron afortunados, en un sentido, al no poder superar sus orígenes, independientemente de las decisiones políticas y vitales que tomaran. Este es solo un ejemplo más de la buena suerte que tuvieron por el mero hecho de haber nacido ingleses, al menos en el siglo XX; en contraste con cualquier otro lugar durante estas décadas, Inglaterra era un país seguro para sus traidores y sus críticos. El compromiso intelectual, incluso llevado hasta el extremo del espionaje, parecía comportar menos riesgo que al otro lado del Canal o del Atlántico. Al fin y al cabo, durante la mayor parte del siglo XX, resulta difícil imaginar que en la Europa continental alguien citara con aprobación a E. M. Forster en el sentido de que es preferible traicionar a tu país que a un amigo.

Mientras que Maclean, Burgess, Philby e incluso Blunt pagaron caros, en términos estrictamente personales, sus compromisos, la mayoría de las decisiones tomadas por sus colegas intelectuales británicos en aquellos años apenas les supusieron ningún coste. Eric Hobsbawm, que —en contra de lo habitual en un intelectual británico de su generación— fue abierta y oficialmente comunista durante toda su trayectoria, solo pago el precio relativamente bajo de ser destituido de la cátedra de Historia de la Economía en Cambridge. Obligado a aceptar una (perfectamente estimable) cátedra en el Birkbeck College de Londres, tuvo que esperar a su jubilación para cosechar las recompensas de una vida intelectual pública exitosa. Tal y como están las cosas, no parece un precio especialmente exorbitante.

Pero no se trata solo de pagar un precio, ¿no? La élite británica vive en un mundo completamente distinto de oportunidades y circunstancias. En 1937 y 1938 unos comunistas polacos fueron asesinados no por su propio gobierno, sino por la jefatura soviética de Moscú, adonde se habían autoexiliado. A principios de la década de 1940 los alemanes asesinaron en Polonia a judíos por el mero hecho de serlo. Prometedores intelectuales polacos de la generación de Eric Hobsbawm fueron asesinados tanto por los alemanes como por los soviéticos durante el Alzamiento de Varsovia de 1944. Si Hobsbawm se hubiera encontrado en ese momento en Polonia, le habrían matado de cualquiera de estas formas, o de otras muchas. En cambio, en Inglaterra, pese a sus conocidas filiaciones políticas, disidentes y radicales, Hobsbawm se convierte, si no en el más, seguramente en uno de los más influyentes historiadores no solo de su país, sino de todo el siglo.

Él no pagó ningún precio por una afiliación que, en medio mundo, le habría supuesto su exclusión, no solo de su profesión académica, sino de cualquier forma de vida pública. En la otra mitad del mundo, su compromiso público con el comunismo podría haberle representado un beneficio o un obstáculo, o muy probablemente ambas cosas en un breve espacio de tiempo, mientras que, en Inglaterra, su pertenencia al Partido para la mayoría de los comentaristas no constituye más que una anécdota pasajera. Lo mismo puede decirse, aunque en menor grado, de muchos de sus contemporáneos.

El mundo termina por darte alcance. El poeta polaco Aleksander Wat escribió «Yo, desde un lado y desde el otro de mi estufa de hierro», un poema muy similar, a su manera, al de T. S. Eliot «La tierra baldía». De hecho ambas obras revelan de un modo indirecto un momento sorprendentemente comparable de desarrollo. Eliot evolucionaría hacia la religión, mientras que Wat lo haría, como muchos polacos de su generación, hacia la izquierda, y finalmente al comunismo. Pero en ambos casos podemos verles abordando y resolviendo lo que esencialmente son sus dudas interiores.

000Supongamos, lo que no resulta ni mucho menos inimaginable (después de todo, Wat termina siendo algo parecido a un cristiano), que intercambiaran sus puestos. Lo que queda claro es el terrible factor de la contingencia: de Alemania, hacia el este, la juventud y los primeros años de la edad adulta presentan muchas más trampas y cepos en los que caer.

No se necesita ir más al este: incluso Francia ofrecía el sangriento anzuelo de Vichy, en el que cayó toda una generación de intelectuales franceses. En este sentido, incluso en Inglaterra se podía participar en juegos que todavía no eran arriesgados, como la promesa del fascismo en la década de 1930. Pero no eran más que juegos. El fascismo no estaba ni remotamente en situación de llegar al poder en Gran Bretaña. Y así, igual que en la izquierda había quien jugaba al comprensivo compromiso con la España republicana, en la extrema derecha encontramos a una serie de poetas y periodistas ingleses que flirteaban con amistades políticas de las que más tarde podrían disociarse sin sufrir un rechazo o exclusión social muy prolongados. El nazismo era algo diferente quizá, aunque no fueron pocos los aristócratas y articulistas ingleses que todavía en 1938 seguían defendiendo a Hitler como el baluarte contra el comunismo o el desorden. Pero aunque a pocos les preocupaba el destino de los judíos alemanes, alinearse con una dictadura alemana requería no poco esfuerzo para un inglés, cuando todavía no habían transcurrido veinte años de la batalla del Somme. Italia era otro asunto, sin embargo, y apoyar a Mussolini —a pesar de, y quizá en cierta medida debido a, su grotesco comportamiento— resultaba claramente más elevado.

Si algo tenían en común las simpatías fascistas en Inglaterra durante la última década anterior a la Segunda Guerra Mundial, ello se debía, creo yo, a la imagen modernista que el fascismo presentaba para los observadores extranjeros. Sobre todo en Italia, el fascismo no era tanto una doctrina como un estilo político característico. Era juvenil, ambicioso, enérgico, partidario del cambio, la acción y la innovación. Para un sorprendente número de sus admiradores, el fascismo representaba en resumen todo lo que habían perdido en el cansado, nostálgico y anodino mundo de la Pequeña Inglaterra.

Desde esta perspectiva, podemos darnos cuenta de que el fascismo no era en absoluto opuesto al comunismo, como popularmente se creía tanto por parte de la izquierda como de la derecha en aquellos años. Su atractivo residía sobre todo en el contraste que ofrecía frente a la democracia burguesa. Cuando Oswald Mosley desertó del gobierno laborista de 1929-1931, acusando con razón a sus colegas de la culpable incapacidad para actuar frente a una crisis económica sin precedentes, constituyó un «Nuevo Partido» que llegado el momento se transformaría en la Unión Británica de Fascistas. Pero, atención: en la política inglesa, expresar una simpatía generalizada por el «estilo» fascista no suponía estigma o riesgo alguno. Sin embargo, una vez que los fascistas de Mosley, en 1936, comenzaron a provocar una violencia civil y a desafiar a las autoridades públicas, dichas simpatías se esfumaron.

¿Realmente fue tan escasa la coincidencia entre las simpatías fascistas ocasionales, voluntarias, de los intelectuales y la irreflexiva visión de los políticos conservadores de que el nacionalsocialismo constituía una versión de Alemania que podían asumir?

Estas son cuestiones más de carácter social que político. El mundo de la alta política conservadora no era un mundo al que la mayoría de los intelectuales estuvieran invitados, ni muchos de ellos habrían deseado esa asociación. Pensemos en los aristócratas tories que desde sus lejanas casas de campo brindaban porque Hitler hubiera conseguido poner orden en Alemania, admiraban los mítines de Nüremberg o —con toda seriedad— consideraban la posibilidad de colaborar con el líder nazi contra la amenaza internacional comunista. Dichas conversaciones de hecho tenían lugar entre los que Orwell hubiera llamado los más estúpidos de los conservadores británicos. Pero los intelectuales no solían moverse en esos círculos y, probablemente, caso de haber compartido sus opiniones con sus anfitriones, habrían recibido sarcásticos comentarios de desdén por su parte. Este, al fin y al cabo, es el mundo de Unity Mitford, una de las hijas de la familia Mitford, con la que el propio Mosley emparentó. Pero los Mitford, pese a la exitosa carrera literaria de dos de las hermanas (Nancy y Jessica), pertenecían sin lugar a dudas a la clase alta. Su interés por Hitler tenía poco que ver con sus programas sociales, reales o supuestos.

A la mayoría de estas personas lo que más les importaba era el Imperio. Y fue su interés en preservar el Imperio británico lo que les llevó a suponer que un trato con Hitler que autorizara a los alemanes a dominar el continente dejándoles a los británicos el campo libre en ultramar era tan deseable como factible. No fue casualidad que, a partir de 1945, cuando Oswald Mosley apenas podía resucitar su organización fascista en un país que se enorgullecía de acabar de ganar una guerra antifascista, decidiera en cambio fundar una Liga de los Legitimistas del Imperio. El hilo conductor fue la creencia en que solo el Imperio —los fiables aliados blancos de Inglaterra en el mundo entero, junto con sus súbditos indígenas de Africa y demás lugares— podría proteger a Gran Bretaña frente al inminente desafío de las potencias mundiales emergentes. Mosley, después de todo, no era el único en creer que Londres no podía confiar en Estados Unidos (que venía siendo su principal competidor en economía desde la década de 1930) y no debería contar con los franceses. Alemania, en resumen, era la mejor apuesta. Puede que fuera el enemigo histórico y que sus políticas desagradaran a algunos, pero ninguna de ambas consideraciones revestía gran importancia.

Esto nos retrotrae a su vez a la escuela de pensamiento imperialista progermana que floreció en la Inglaterra del cambio de siglo, y que Paul Kennedy analiza brillantemente en The Rise of the Anglo-German Antagonism 1860-1914. Antes de la Primera Guerra Mundial, había, tanto entre conservadores como liberales, quienes pensaban que el futuro de Gran Bretaña radicaba en una alianza con la Alemania imperial más que con la entonces incipiente entente con Francia y Rusia. Si se ponía entre paréntesis su ocasionalmente encarnizada competencia industrial (controlable mediante cárteles y protección), los intereses de Alemania e Inglaterra eran simétricos y compatibles. Esta percepción continuó estando muy extendida hasta bien entrada la década de 1930; pero, como Alemania se hizo entonces nazi, adquirió una dimensión mucho más derechista, antisemita y, por supuesto, anticomunista, que tenía poco que ver con la romántica simpatía modernista hacia el fascismo que ocasionalmente brotaba en el Cambridge y el Londres de la época.

Esto parece sugerir que el razonamiento de Stalin —de que los capitalistas podían y de hecho se alinearían contra la URSS— no carecía del todo de fundamento. Porque Stalin tenía razón en algunas cosas: Hitler estaba en efecto planeando ir a por la Unión Soviética, y las democracias burguesas no eran en absoluto reacias a esta perspectiva.

El Pacto Molotov-Ribbentrop, la alianza entre Hitler y Stalin, causó un gran impacto en ese momento. Pero de hecho le sirvió a la Unión Soviética para ganar tiempo.

Habría sido más inteligente si Stalin hubiera escuchado a sus propios espías y comprendido que los alemanes iban a invadir la Unión Soviética en junio de 1941. Pero sí, ciertamente, el Pacto tuvo el efecto de confundir a Occidente y retrasar la agresión alemana unos cuantos meses, sin causar obviamente perjuicio para los soviéticos. Y no debemos olvidar que, con la amenaza de la invasión alemana de Polonia en ese momento en ciernes, no había nada que los aliados pudieran hacer por Stalin en el caso de que hubieran estado dispuestos a ofrecerle ayuda. Aquí en Occidente pensamos en ello como en un momento de incompetencia anglofrancesa a la vista del expolio de Polonia; pero desde la perspectiva de Moscú, la impotencia de sus interlocutores occidentales era algo que la diplomacia soviética también debía tener en cuenta.

Los británicos y los franceses ciertamente no hacen nada por Polonia; pero declaran la guerra a Alemania —porque Alemania invade a su aliado polaco—. Y, por supuesto, no tienen aliado soviético en ese momento, una vez Moscú ha revelado y jugado su baza. Los soviéticos aprovecharon el ataque alemán para invadir ellos Polonia (la zona este) y durante los siguientes veintidós meses se esforzaron por complacer a Hitler de todas las maneras posibles. Esto dejó a Hitler libre para invadir Noruega, los Países Bajos y Francia, todos los cuales cayeron en cuestión de semanas. Lo que, a su vez, dejó a la Gran Bretaña de Churchill sola, enfrentada a las aparentemente invencibles fuerzas terrestres de la Alemania nazi.

Lo que me conduce a una pregunta que llevo queriendo plantearte desde el principio, y es: ¿era Winston Churchill un intelectual?

Churchill constituye en este sentido, como en muchos otros, un caso interesante. El procede de lo que para los estándares británicos es una familia aristócrata importante (descendiente del duque de Marlborough, famoso por la batalla de Blenheim) pero era el heredero de una rama menor. Su padre, lord Randolph Churchill, había desempeñado un papel importante en los últimos años de la política victoriana, pero acabó destruyéndose a sí mismo (por sus errores políticos y la sífilis), lo que hizo que su hijo heredara un legado envenenado. Por otra parte, pese a haber nacido en uno de los grandes palacios ingleses (el de Blenheim, cerca de Oxford) y aunque sus raíces se remontaran más atrás que las de muchos miembros de la familia real británica, Churchill solo era mitad inglés —su madre era estadounidense.

Como otros muchos de sus coetáneos de clase alta, Winston Churchill fue a un prestigioso colegio privado (en su caso, Harrow) y fracasó. Como tantos hijos de lores o de la pequeña nobleza, ingresó en el ejército, pero en lugar de aceptar un destino en el elitista regimiento de la Guardia Real, optó por convertirse en un simple fusilero de caballería, justo a tiempo de tomar parte en la última carga de caballería del ejército británico, la de la batalla de Omdurman (Sudán) en 1898. La carrera política de Churchill pasó por tres cambios en diferentes ocasiones entre el partido conservador y el liberal, y a lo largo de la misma alcanzó el máximo rango dentro del gabinete como ministro del Interior, ministro de Hacienda y ministro de Marina, en calidad de lo cual fue responsable de la catástrofe militar de Gallipoli (1915). En resumen, que hasta 1940, la suya fue la trayectoria de un brillante outsider: demasiado bueno para que le ignoraran pero demasiado poco convencional y fiable para que le nombraran para la máxima responsabilidad.

Excepcionalmente para un político británico, Churchill —cuya situación financiera fue siempre lo bastante precaria como para que tuviera que ganarse la vida con sus escritos— hablaba con cierta distancia de su accidentada carrera incluso mientras la estuvo ejerciendo. Ya sea directamente —como en Mi juventud, o sus memorias sobre la Primera Guerra Mundial (que no son tanto unas memorias como una apología del papel que él mismo desempeñó en ese momento)— o en sus textos puramente periodísticos sobre la guerra de los bóers (en la que tomó parte y fue hecho prisionero durante un breve periodo de tiempo, antes de escapar), Churchill no solo participó sino que dejó constancia de los acontecimientos de su tiempo. Pero también escribió abundantemente sobre la historia del Imperio británico y llevó a cabo una biografía sobre su pintoresco antepasado, el duque de Marlborough.

En resumen, Churchill contribuyó a la historia y a la literatura a la vez que participaba activamente en los asuntos públicos, una combinación que se da con mucha más frecuencia en Francia o incluso en Estados Unidos que en Inglaterra.

Pero esto no le convierte en un intelectual. Para los estándares ingleses, estaba demasiado activamente implicado en el centro de la política y las decisiones públicas para ser considerado un analista desapasionado; y, para los estándares continentales, por supuesto, su interés por la reflexión conceptual era extraordinariamente escaso. Su obra consiste en prolijos relatos empíricos en los que introduce alguna que otra pausa para replantear la historia en una clave moral, pero poco más. Y, sin embargo, él fue a todas luces la figura política más literaria de la historia británica desde William Gladstone. En cualquier caso, Churchill fue único para su época y todavía no ha encontrado sucesor.

Quien busque «intelectuales en política» del estilo de Léon Blum en Francia o Walther Rathenau en Alemania no encontrará muchos si reduce su búsqueda a Inglaterra. Con esto no quiero decir que no hubiera políticos intelectualmente dotados aquí: pero no es por estas dotes intelectuales por lo que son más conocidos. En un sentido estrictamente formal, Harold Wilson —el primer ministro laborista de 1964 a 1970 y de nuevo de 1974 a 1976— era decididamente un intelectual. Nacido en 1916, antes de los treinta años ya había sido ascendido al rango de profesor de Económicas en Oxford y sus colegas le tenían en gran consideración, antes de que entrara en política y acabara siendo —a la relativamente temprana edad de cuarenta y siete años— jefe del Partido Laborista.

Una vez en el cargo, sin embargo, Wilson no alcanzó los resultados esperados y se convirtió en objeto de un cada vez mayor escepticismo entre las filas de su propia familia política. Al final de su carrera era considerado por mucha gente como sospechoso, taimado, disimulador, deshonesto, cínico, distante y, lo peor de todo, incompetente. A buen seguro, la mayoría de estos atributos son compatibles con pertenecer a la intelligentsia, especialmente en un país en el que los intelectuales son típica y desdeñosamente calificados como «personas que se pasan de listas». De todos modos, Wilson se quedó nadando entre dos aguas: fracasó como político y defraudó a los intelectuales de su generación.

Otro intelectual de la política inglesa, pero de un tipo muy distinto, fue Herbert Henry Asquith: el primer ministro liberal de 1908 a 1916, cuando fue derrocado por su colega liberal Lloyd George y los conservadores de la oposición, en plena Primera Guerra Mundial. Asquith era un pensador auténtico, erudito y reflexivo, un típico liberal del siglo XIX en el sentido inglés de la palabra, que fue quedando cada vez más a la deriva en un siglo XX que tenía poco sentido para él y con el que era incompatible. Al igual que Wilson, pero con más excusas, con el tiempo también se pensó que había fracasado políticamente, pese a que sus primeras reformas e innovaciones allanaron el camino para el posterior Estado del bienestar.

Quizá la verdadera dificultad a la que se enfrenta cualquiera que intente encontrar intelectuales en los niveles políticos más altos en Inglaterra es que la agenda intelectual que marcó los movimientos políticos ideológicamente configurados en la Europa continental estaba bastante ausente en Londres.

¿Y qué hay de Benjamin Disraeli?

En un periodo anterior, Disraeli seguramente habría sido el locus classicus. Pero sería difícil afirmar que Disraeli llegara a desarrollar nunca una agenda intelectual o que sus propósitos fueran plenamente llevados a la práctica en sus empresas políticas. Él tenía un instinto político inusualmente agudo, tanto respecto a lo que era posible como a lo que era necesario: sobre qué grado de cambio se requería para que las cosas importantes siguieran como estaban. En este sentido, Disraeli encarna perfectamente la versión de Edmund Burke-Thomas Macaulay en la historia inglesa: una historia en la que el país se somete sucesiva y exitosamente a pequeños ajustes a fin de evitar transformaciones mayores en los siglos venideros.

Pero, obviamente, todo depende de lo que se quiera decir con «pequeños» o «mayores». Disraeli fue el responsable de la Segunda Ley de Reforma de 1867, que amplió las listas electorales en un millón de votantes. Incluso aunque supongamos que esto también constituyó una apertura calculada de la válvula de escape de la seguridad política —una iniciativa destinada a evitar tener que satisfacer las demandas populares de una reforma más radical—, no deja de ser prueba de una inteligencia política fuera de lo normal. Disraeli, el primer político conservador en percibir las posibilidades de un apoyo electoral masivo y darse cuenta de que la democracia no tiene por qué socavar los poderes esenciales de una élite dirigente, destacó también entre sus coetáneos de mediados de la época victoriana por comprender desde un primer momento lo mucho que Gran Bretaña tenía que cambiar si quería seguir siendo una potencia mundial.

Disraeli tenía la impresión de que para que los ingleses se comprendieran a sí mismos, su grandeza y su misión, él tenía que adornárselas. Lo mismo puede decirse de Churchill.

Una vez más, este entendimiento les resulta más fácil a los outsiders. Disraeli, recordemos, era de origen judío. Al igual que Churchill —no tanto un outsider como un incuestionable inconformista—, era un observador perspicaz, no solo de su propio país, sino de su partido y de su clase social. No es que haya que reivindicarles demasiado —Churchill en concreto fue sordo y ciego a la inevitabilidad del declive imperial— pero cada uno de ellos, a su manera, tenían una fina percepción de las peculiaridades del país que dirigían. En la época que a nosotros nos ha tocado vivir, este tipo de outsiders ha escaseado bastante; no creo que nadie más cumpla este requisito, salvo, por supuesto, Margaret Thatcher.

La señora Thatcher era por definición una outsider en un partido (el conservador) de insiders. Para empezar, era una mujer. Procedía de la clase media-baja de provincias; su padre tenía una tienda de alimentación en el remoto Grantham. Y aunque se ganó una plaza en Oxford, fue bastante original en la elección de su carrera: no hay muchas mujeres que estudien Químicas. Luego desarrollaría una exitosa carrera en el socialmente más retrógrado de los dos partidos políticos principales, tomando el relevo de una generación de hombres influyentes que habían llegado al poder en las décadas siguientes a la guerra.

Aunque yo no iría tan lejos como para decir que la señora Thatcher tenía una agenda ideológica coherente, de lo que no hay duda es de que albergaba unos prejuicios dogmáticos a los que podían anexarse unas políticas radicales según la conveniencia y la oportunidad. Aunque no fuera en absoluto una intelectual, Margaret Thatcher se sentía especialmente atraída por los intelectuales que podían ayudarla a justificar y describir sus propios instintos, siempre que ellos fueran a su vez outsiders y no estuvieran cortados por el patrón convencional. A diferencia de los conservadores más moderados, cuyas políticas y ambiciones ella consiguió frustrar de raíz, la señora Thatcher no albergaba prejuicios contra los judíos, mostrando cierta predilección por ellos a la hora de elegir a sus asesores privados. Por último, y una vez más en contraste con sus predecesores conservadores, simpatizaba bastante con los textos de los economistas, pero solo y como es bien sabido con los de una escuela concreta: Hayek y los austríacos.

Existe otra manera de ser un outsider en Inglaterra, y es la de ser ostensiblemente religioso, o católico. T. S. Eliot está de alguna manera presente en muchas de las personas de las que hemos hablado.

En el siglo XVI, durante la Reforma inglesa y la confiscación de las tierras y edificios católicos llevada a cabo por Enrique VIII, los católicos romanos de Inglaterra fueron expulsados a las tinieblas exteriores. Y, sin embargo, el país ostenta una ininterrumpida herencia de figuras públicas católicas extraordinariamente influyentes y bien situadas: duques, lores y pequeños nobles cuyas creencias católicas eran conocidas pero a los que no obstante se les permitía cierto espacio y privilegios en el entendimiento de que no abusarían de ellos ni exigirían nada de la Iglesia establecida (anglicana) ni de la esfera pública. Al menos hasta la década de 1820 y la promulgación de las Leyes de Emancipación Católica, los católicos ingleses tuvieron que conducirse con cautela: existía un ámbito reservado dentro del cual podían practicar su fe o enseñar o escribir. Pero nunca estuvieron plenamente integrados ni pudieron desenvolverse cómodamente en la vida intelectual y política de la nación.

Esta historia es más complicada de lo que parece. El anglicanismo no es igual que el protestantismo. La Iglesia de Inglaterra era y es una criatura extraña: su parte más conservadora es mucho más ampulosa y está más ligada a la tradición que su hermana episcopaliana aquí en Estados Unidos. En esencia, el alto anglicanismo era como el catolicismo pero sin el Papa (y sin el latín, hasta que los propios católicos lo abandonaron). Por otra parte, en su extremo más bajo, la Iglesia anglicana —representada en las comunidades rurales, especialmente en ciertas partes del este de Inglaterra donde el catolicismo era más débil— presenta cierto parecido (salvo en su liturgia, desde hace mucho tiempo encamada en una autoridad episcopal) con el protestantismo escandinavo: poco ampuloso, su autoridad está conferida a un solo pastor, por lo general bastante sobrio y comedido en cuanto a moral y vestimenta, del tipo que aparece tan prominentemente retratado en gran parte de la literatura inglesa del siglo XIX y principios del XX; protestante en todos los aspectos, salvo en el nombre.

Lo que une a esta extraña religión es su arraigada identificación con el poder. Desde la iglesia más pequeña de un pueblo de Norfolk hasta las grandes catedrales anglicanas de Liverpool o York, esta es la «Iglesia de Inglaterra». Históricamente, el vínculo entre la Iglesia y el Estado en Inglaterra ha sido extraordinariamente estrecho; la élite dirigente procedía en su gran mayoría de familias anglicanas y la propia Iglesia estaba umbilicalmente unida al sistema político, entre otras cosas por sus insignes obispos, todos los cuales tienen un escaño en la Cámara de los Lores y ejercieron en el pasado una verdadera influencia. Los obispos y arzobispos procedían por lo general de una pequeña red de familias que a lo largo de los años han perpetuado una clase de administradores eclesiásticos que lo mismo podrían haber sido oficiales del ejército, gobernadores del Imperio, ministros del reino, etcétera. Esta identificación con el sistema propia del anglicanismo reviste por tanto mucha mayor importancia que sus nebulosos indicadores teológicos. Esta era sobre todo una Iglesia inglesa, cuyo cristianismo a veces parecía ocupar un lugar casi secundario.

Eliot fue a la década de 1930 lo que Matthew Arnold había sido a los últimos Victorianos: la voz de una cierta inquietud moral frente a la modernidad, pasada por el tamiz de una sensibilidad literaria y cada vez más religiosa. No obstante, no deberíamos pasar por alto la némesis de Eliot en Cambridge, el crítico literario F. R. Leavis, apreciado y denostado en igual medida, según los gustos y sensibilidades. Salvando las numerosas diferencias, su estatus local podría compararse con el de Lionel Trilling al otro lado del océano, un influyente intérprete e interventor con un refinado gusto literario que combinaba su exquisito juicio estético con ocasionales intervenciones políticas.

En esto podemos encontrar cierta similitud con el grupo de Bloomsbury de Londres: en la idea tan inglesa de que las preferencias estéticas son la base de los puntos de vista políticos y morales. A buen seguro, esta indulgencia solo podían permitírsela personas que habían vivido la mayor parte de su vida en Bloomsbury o Cambridge. También en Eliot hay algo de esto, aunque su idea de las elecciones estéticas era mucho más amplia que la del grupo y su compromiso moral mucho más omnímodo, si bien, por supuesto, constreñido por una creciente sensibilidad religiosa.

Lo que se puede ver aquí, creo yo, es la relación entre los diversos enfoques aplicados al problema de restaurar el orden y la predecibilidad del juicio moral o estético. Una de las preocupaciones que caracterizaron la Inglaterra de la década de 1930 era el miedo a sucumbir al «relativismo», ya fuera intelectual o político. Al igual que Sartre, por extraña que pueda resultar la comparación, Eliot (y Leavis, que tanta influencia ejerció en la generación de mis profesores) sostenía que uno debe tomar decisiones, que la indiferencia ya no era una opción y que era necesario identificar unos criterios normativos para juzgar, aunque no siempre quedara claro de dónde había que tomarlos.

La impresión emergente, en diversas claves estéticas y literarias, de que era necesario decir lo que estaba bien, lo que estaba mal y por qué las cosas eran así, constituyó una característica importante de la era inglesa del compromiso, tanto en literatura como en política. A veces esta sensibilidad raya con los límites de la fe, un aspecto de aquellos años al que tendemos a restar importancia desde una retrospectiva profana.