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LA EDAD DE LA RESPONSABILIDAD:
MORALISTA ESTADOUNIDIENSE
En la década de 1990 expandí el alcance de mis escritos públicos, pasando de la historia de Francia a la filosofía política, la teoría social, la política y la historia de Europa del Este, y de ahí a cuestiones de política exterior tanto europea como estadounidense. Yo nunca habría tenido la osadía intelectual o social de proponerme a mí mismo estos temas. Fue Robert Silvers, el director de The New York Review of Books, quien me enseñó, pese a mi propia opinión, que realmente yo podía abordar este tipo de textos; que podía pensar y comentar sobre estos temas tan alejados a priori de mis intereses académicos. Silvers me ofreció la oportunidad de escribir sobre cosas que yo creía más allá de mi alcance. Y le estaré eternamente agradecido por haberlo hecho.
Yo estaba operando en dos registros distintos; y trabajando demasiado. Mientras escribía para The New York Review y otras publicaciones, de forma regular e incluso frecuente, estaba a la vez escribiendo Postguerra y otros libros, además de formando una familia y tratando de cumplir con un horario académico y administrativo bastante exigente. Requería un considerable esfuerzo intelectual, además de planificación y tiempo, atender a todas estas cosas. Pero al menos con ello evitaba las rutinas mundanas características del historiador consagrado: conferencias, asociaciones profesionales, publicaciones profesionales. En este punto al menos, me beneficiaba no ser —como el viejo Richard Cobb siempre había insistido— un historiador al uso, y por tanto no estar en absoluto dispuesto a desperdiciar el tiempo en construir una trayectoria profesional solo entre historiadores.
Gran parte de lo que estaba escribiendo era una especie de historia intelectual evaluativa, los ensayos que luego se recogerían en Sobre el olvidado siglo XX. El siglo XX es el siglo de los intelectuales. Y en él hubo todo tipo de traiciones, acuerdos y compromisos. El problema es que hoy vivimos una época en la que las traiciones, los compromisos, las ilusiones, desilusiones, odios, etcétera, acaparan todo el protagonismo. De modo que requiere un esfuerzo consciente identificar y preservar la esencia de lo que la vida intelectual tuvo de positivo en el siglo XX.
Dentro de veinte años, será bastante difícil que alguien recuerde exactamente de qué fue todo aquello. Por encima de todo, tal vez, estaba la cuestión de la verdad, o más bien, de los dos tipos de verdad. ¿Puede alguien que ha aceptado una verdad política o narrativa más grande redimirse como intelectual o como ser humano sin alejarse de unas verdades más pequeñas, o de la veracidad misma? Esa era una de las preguntas que yo le planteaba al siglo XX, pero también quizá una pregunta que yo me hacía a mí mismo. Y estaba tratando de responder a esa pregunta al mismo tiempo que comenzaba a escribir como intelectual político.
Yo abogaría por lo que para la mayoría de los historiadores estadounidenses son dos postulados metodológicos contradictorios. En primer lugar, que el historiador debe escribir sobre las cosas dentro de su contexto. Contextualizar es parte de la explicación y, por tanto, distanciarse de la materia de estudio a fin de contextualizar es lo que distingue a la historia de otras formas alternativas e igualmente legítimas de explicar la conducta humana, como la antropología, la ciencia política o cualquier otra. Contextualizar, en este caso, requiere tiempo como variable indispensable. Pero lo que sostengo en segundo lugar es que ningún erudito, historiador ni otro tipo de profesional queda —por el mero hecho de serlo— éticamente excusado por sus circunstancias propias. Nosotros también formamos parte de nuestra época y nuestro entorno, y no podemos renunciar a ellos. Y estos dos contextos deben estar metodológicamente separados; pero, al mismo tiempo, están inextricablemente unidos.
The New York Review me ayudó a convertirme en alguien que escribía públicamente sobre intelectuales públicos; pero fue la ciudad de Nueva York la que me convirtió en un intelectual público. Aunque no tenía planes de mudarme y no hice ningún intento de encontrar empleo en otro sitio, no creo que nunca tuviera la intención de quedarme en Nueva York para siempre. Pero gracias al 11 de septiembre de 2001, me fui implicando cada vez más y más polémicamente en los asuntos públicos estadounidenses.
Creo que sería justo decir que me pareció cada vez más urgente zambullirme en una conversación estadounidense: exigir el debate abierto y sin restricciones sobre temas incómodos en un momento de autocensura y conformidad. Los intelectuales con acceso a los medios de comunicación y un puesto laboral seguro en una universidad tienen una responsabilidad clara en tiempos políticamente turbulentos. Por aquellos años yo me encontraba en una posición que me permitía hablar con muy poco riesgo para mi situación profesional. Esto me parecía casi la definición de lo que es la responsabilidad cívica, al menos en mi caso particular: tal vez suene un tanto sentencioso, pero así es como yo lo veía. Y así, curiosamente, encontré una manera de hacerme estadounidense.
¿Qué tipo de estadounidense quería ser? Los franceses tienen una palabra para algunos de sus más insignes escritores, desde Montaigne a Camus: ellos les llaman moralistes, un término con un significado más amplio que su equivalente en inglés y que carece totalmente del matiz peyorativo implícito. Los moralistes franceses, ya se dediquen a la literatura de ficción o a la práctica de la filosofía o a la historia, son mucho más dados que sus homólogos angloamericanos a dotar a su trabajo de un compromiso ético explícito (en este sentido, al menos, Isaiah Berlin también fue un moraliste).
Sin otras aspiraciones más allá de mi condición, creo que yo también estaba involucrado en este sentido: mis estudios históricos, por no hablar de mis publicaciones periodísticas, estaban motivados por un conjunto explícito de preocupaciones contemporáneas y compromisos cívicos. Yo también era un moraliste: pero un moralista estadounidense.
Empecemos por el caso Dreyfus, con la entrada del intelectual en la política moderna, sobre una cuestión de lo que tú llamas pequeña verdad: la traición o no de un hombre a su país. Un oficial del ejército francés, de origen judío, fue falsamente acusado de traición, y defendido por una coalición de intelectuales franceses. Este momento, enero de 1898, en París, cuando el novelista Émile Zola publicó su famosa carta «J'accuse», se considera el inicio de la historia del intelectual político. Pero me llama la atención que este momento no pueda ser considerado solo en términos históricos, que desde el principio nuestra idea de lo que es un intelectual incluya un componente ético.
Bernard Williams propone una distinción entre la verdad y la veracidad. Los dreyfusards[3] trataban de decir la verdad, que es en lo que consiste la veracidad, más que reconocer otras verdades superiores, como sus oponentes querían que hicieran. Con «verdades superiores» querían significar que Francia está primero, o que no se debe insultar al ejército, o que el propósito colectivo se antepone a los intereses individuales. Esta distinción es lo que subyace a la carta de Zola: la cuestión consiste simplemente en decirla como es, en lugar de averiguar cuál es la verdad superior y a continuación adherirse a ella. Uno tiene que decir lo que sabe en la forma en que lo sabe.
Ahora bien: eso no es lo que los intelectuales acaban haciendo en el siglo XX; muy a menudo acaban haciendo exactamente lo contrario. En algunos aspectos, el modelo para el intelectual del siglo XX era tanto el antidreyfusard como el dreyfusard. Alguien como el novelista Maurice Barres no estaba interesado en los hechos del caso Dreyfus. Estaba interesado en el significado del caso Dreyfus. Y no estoy seguro de que siempre hayamos entendido del todo la naturaleza de los orígenes del intercambio intelectual del siglo XX. Esto marcó una división de la personalidad que ha permanecido con nosotros a lo largo de todo el siglo.
Aproximadamente par la misma época, en la Europa Central imperial, Tomás Masaryk revela a los cuatro vientos que los poemas épicos checos de la Edad Media son falsificaciones y defiende a los judíos del libelo sangriento. Pese a las diferencias obvias, aquí nos encontramos también con un intelectual que defiende las pequeñas verdades contra lo que al parecer demanda la historia nacional.
Completamente de acuerdo. A mí no pudo por menos que sorprenderme que a lo largo de mis años de formación yo nunca hubiera oído hablar de Masaryk salvo como parte de la historia diplomática del siglo XX y que hasta los cuarenta y tantos años no le conociera en este otro contexto. Y, sin embargo, se trató de un momento europeo claramente similar. Alguien que esté completamente volcado en lo que considera los verdaderos intereses de su futuro país se encuentra en total desacuerdo con aquellos para quienes la prioridad absoluta radica en entender correctamente la historia nacional. Y eso es obviamente lo que une a Masaryk y a Zola. Y es lo que ofrece a los liberales del oeste y el este de Europa un punto de partida común en el siglo XX: una referencia compartida que no redescubrirían hasta la década de 1970.
Si en realidad uno lee el famoso artículo de Zola, «J'accuse», deja bastante que desear en cuanto a forma, es demasiado prolijo y contiene montones de referencias que es imposible entender; dejando aparte el título, carece completamente de garra. Y me pregunto si eso no tendrá algo que ver con los problemas que nos encontramos en el siglo siguiente, a saber, que la veracidad es fea y complicada, mientras que la verdad superior se muestra pura y bella.
En aquellos años, la gente que se siente impulsada a participar en debates públicos sobre abstracciones acerca de lo bueno y lo malo, la verdad y la falsedad, siguen siendo periodistas, dramaturgos, profesores conocidos con un seguimiento público, etcétera. En décadas posteriores lo serán los filósofos, más adelante los sociólogos, etcétera. Dentro de cada ámbito profesional habrá un estilo de argumentación que excluirá o fomentará ciertas formas de verdad y falsedad.
Durante las primeras décadas del siglo, la mayoría de los intelectuales responden al perfil del literato, de un tipo u otro. Sus hábitos retóricos mantenían muchos vestigios del discurso del siglo XIX, que a los oídos del siglo XXI pueden sonar redundantes o pretenciosos. Estos hombres y mujeres se veían ocupando una función pública a medio camino entre el adivino y el periodista de investigación. Veinte años más tarde, todo ha cambiado. Los intelectuales a quienes Julien Benda ataca en la década de 1920 en La traición de los intelectuales, por su grado de abstracción y su argumentación excesivamente teórica, no ven ninguna traición en su postura, porque para ellos la abstracción era la verdad.
Mientras que esto le habría parecido una mera estupidez a un periodista como Zola. La verdad eran los hechos. Masaryk, a pesar de su formación filosófica, veía las cosas de la misma manera. Allá por 1898, pocos habrían defendido que la autenticidad y la razón abstracta podrían prevalecer en ningún caso sobre el compromiso directo con la verdad y la falsedad. El compromiso intelectual consistía en revelar la falsedad de algo. Una generación después, el compromiso intelectual consistió en proclamar verdades abstractas.
Ese es un tema sobre el que hemos debatido antes: la inmanencia de los valores morales en la historia, localizados en el futuro y encargados de dictar el presente, en el caso del leninismo o el estalinismo, o bien localizados en la voluntad de un líder, en el caso del fascismo o del nacionalsocialismo.
La reacción de muchos intelectuales a este tipo de política fue rechazar la ética como tal o, en el caso de los existencialistas, considerarla como algo que debía ser afirmado necesariamente en el vacío.
Y entonces llega el momento, a finales de la década de 1940, en el que Camus manifiesta con toda franqueza: ¿y qué pasa si simplemente todos estamos equivocados? ¿Y si Nietzsche y Hegel nos han engañado y realmente existen unos valores morales? ¿Y si todo este tiempo hubiéramos debido estar hablando de ellos?
Podemos imaginarnos a Maurice Merleau-Ponty, Simone de Beauvoir y Jean-Paul Sartre —todos los cuales estaban presentes cuando Camus dijo aquello— poniendo los ojos en blanco ante su inocencia filosófica. Arthur Koestler también estaba presente, aunque no podemos estar seguros de cómo reaccionó.
Pero pongamos que Camus tiene razón. ¿Cuáles son entonces esos valores morales? Es decir, si la misión de un intelectual es algo más que buscar la veracidad como opuesta a la falsedad y distinta a la verdad superior, ¿qué más debería hacer? Si los intelectuales ya no abogan por ninguna verdad superior, o deberían evitar el tipo de postura que sugiere que lo hacen, entonces, ¿cuál debería ser exactamente su postura? ¿Qué panorama se ve desde ninguna parte, por utilizar la frase de Thomas Nagel?
Pienso que, de una forma u otra, este es el desafío al que se enfrenta cualquier intelectual serio hoy en día: cómo ser un universalista coherente. No es solo una cuestión de decir: creo en los derechos, las libertades o esta norma o aquella. Porque si uno cree en la libertad de elegir de la gente, pero también cree que sabe mejor que los demás lo que les conviene, se enfrenta a una potencial contradicción. ¿Cómo puede un universalista coherente imponer una cultura o un conjunto de preferencias a otras, y al mismo tiempo, cómo puede negarse a hacerlo si se toma sus propios valores en serio? E incluso si asumimos que este problema puede resolverse, ¿cómo podemos estar seguros de que hemos evitado otras contradicciones en un mundo político necesariamente complejo? Los universalistas éticos como Václav Havel, André Glucksmann o Michael Ignatieff, todos los cuales apoyaron la guerra de Irak de 2003 basándose en unos principios generales, tuvieron que enfrentarse a unas consecuencias prácticas contradictorias para las cuales sus flamantes absolutos abstractos no les habían preparado.
La idea de la guerra preventiva no pasa la primera prueba kantiana, que es actuar como si lo que estuvieras haciendo estableciera una norma. Me pregunto si hay alguna manera de llegar a lo universal, al menos para los intelectuales laicos, sin partir de otra premisa kantiana: que la ética reside en el ser humano individual. Una cosa que la guerra de Irak tenía en común con otra serie de aventuras es que fue retratada de una forma estilizada y abstracta, utilizando conceptos generales como «liberación». Lo cual nos permitió pasar por alto cosas que realmente debíamos haber sabido: que la guerra es horrible, que mata gente, que las personas van a matar y a morir.
El atractivo de la idea de que la ética reside en el individuo consiste en que la reduce a un proceso de toma de decisiones o a una serie de evaluaciones del interés, o lo que quiera que sea, que no pueden colectivizarse ni por tanto imponerse.
Pero puede conducir a otro problema, el de la magnificación de las categorías éticas de individuos o colectivos. Creemos entender con bastante claridad lo que queremos decir cuando afirmamos que la libertad es un valor humano universal, que los derechos a la libertad de expresión, la libertad de movimiento, la libertad de elección, son inherentes a las personas. Pero yo pienso que desde el siglo XIX hemos pasado demasiado fácilmente de hablar de la libertad de un hombre a hablar de libertades colectivas, como si fuera el mismo tipo de cosa.
Pero una vez que empiezas a hablar de liberar a un pueblo, o a tomar la libertad como una abstracción, empiezan a pasar otras cosas muy distintas. Uno de los problemas del pensamiento político occidental desde la Ilustración ha sido este movimiento hacia delante y hacia atrás entre las evaluaciones éticas kantianas y las categorías políticas abstractas.
Existe claramente un problema con la analogía entre individuos y colectividades que en el caso de la nación se manifiesta con especial virulencia. La idea liberal de la nación era en gran parte la idea liberal del individuo: que las naciones existían, que tenían una especie de destino, un derecho a la libertad, y que esa era la razón por la que la autodeterminación nacional resultaba tan poco problemática para los liberales de derechas.
Pero ¿no podría decirse que eso es un error categorial?
Se puede defender la idea de la nación como individuo colectivo diciendo que el individuo también es una entidad construida, que llega a ser con el tiempo, adquiriendo recuerdos, prejuicios, etcétera. Al fin y al cabo, lo que importa de una nación no es la verdad o la falsedad de sus reivindicaciones sobre el pasado sino más bien el deseo y la libre elección colectivos de creer estos postulados, y las consecuencias derivadas de ello.
Ahora, yo no creo que debamos aceptar estos resultados: es mejor oponerse a los mitos nacionales aun al precio de la desilusión y la pérdida de la fe. De todos modos, las historias y los mitos nacionales son el subproducto necesario e inevitable de las naciones. Así que debemos tener cuidado en distinguir entre lo obvio —las naciones existen— y lo que es un constructo: la creencia que las naciones tienden a tener de sí mismas.
De hecho, las naciones llegan demasiado fácilmente a la conclusión de que tienen derechos qua naciones, de forma análoga a los derechos que los individuos reclaman para sí mismos. Pero no es tan sencillo. Porque para que una nación tenga derechos u obligaciones, esos mismos deberes y reivindicaciones deben ser ciertos para los individuos y para las colectividades. Si una nación tiene derecho a «ser libre», también deben tenerlo sus ciudadanos y sujetos individuales, o si no, el término «libre» se estará utilizando en un sentido claramente diferente.
Permíteme que te ponga un ejemplo de una aplicación problemática del lenguaje de los derechos y reivindicaciones individuales cuando se aplica a colectividades. Yo estoy aquí, vivo en este país: soy un ciudadano estadounidense. ¿Creo yo que este país le debe algo a su población negra? ¿Una deuda incurrida a causa de la esclavitud, de los hombres y mujeres obligados a venir aquí y contribuir a la prosperidad del país contra su voluntad? Sí, lo creo. ¿Creo que la discriminación positiva fue una estrategia legítima para este fin? Sí, lo creo. Etcétera.
Pero ¿me siento culpable por ello como hombre blanco? No, absolutamente no. En la época del comercio de esclavos, e incluso hasta su abolición, mis antepasados vivían en la pobreza en algún remoto shtetl del este de Bielorrusia. No creo que se les pueda hacer responsables de la América en la que yo me encuentro ahora en ningún sentido razonable.
Por tanto, yo tengo una responsabilidad cívica, como ciudadano; pero no siento ninguna responsabilidad moral por las circunstancias que pretendo mejorar. No soy parte de ningún organismo colectivo que se llame «El crimen de la América blanca contra los negros». Estas pueden parecer distinciones sutiles, pero en la ética y la política públicas probablemente sean cruciales, y no solo aquí en Estados Unidos.
Yo creo que las naciones tienen unos derechos positivos, pero no negativos. Es decir, la nación no tiene un derecho a la libertad, que es un derecho negativo, porque no es coherente. Solo el individuo puede tener derechos negativos, que son esencialmente los derechos a que le dejen en paz: a ser libre, a que no le maten.
Pero en la medida en que una nación existe, tiene el derecho positivo al bienestar, lo que significa que las personas individuales deberían tratar de mejorar la nación. Esto es, estas personas intentan hacerla existir en virtud de hacer cosas como construir carreteras y ferrocarriles, sistemas educativos, etcétera. Y cualquier individuo que afirme pertenecer a una nación tiene unos deberes para con esa nación, que son la contrapartida, el cumplimiento de esos derechos positivos de la nación.
Entonces, ¿de qué deberían estar hablando los intelectuales cuando se involucran en la construcción de la nación o abogan por las políticas sociales? ¿Es la nación la unidad adecuada de discernimiento y acción hoy en día?
Eso es interesante.
Los intelectuales que están más libres del riesgo de ser captados por partidos o propósitos interesados son aquellos que parten de unos vínculos no muy firmes o inexistentes con la nación en la que se encuentran. Pienso en Edward Said, que vivía en Nueva York pero actuaba intelectualmente en Oriente Próximo. O en Breyten Breytenbach, involucrado en los asuntos públicos africanos pero que muy a menudo habla y escribe para públicos no africanos.
La cuestión de partida para cualquier intelectual debe ser esta: no lo que yo pienso como intelectual estadounidense, judío o con cualquier otra etiqueta, en un debate cerrado. La cuestión es: ¿qué pienso yo del problema A, la decisión B, o el dilema C? Puede que me encuentre en Nueva York o en cualquier otro sitio, pero eso no debería afectar a mi manera de enfocar esos temas.
Nunca he entendido por qué se considera tan reprobable tanto que alguien critique duramente a su país como que intervenga en los asuntos de otro país. En ambos casos, está claro que lo único que se requiere es saber de lo que se habla y tener algo que aportar. Pero no veo por qué estaría mal que, por ejemplo, un intelectual francés o inglés escribiera un artículo en el que vilipendiara la política interior rusa en un periódico ruso.
Sí, pero Tony, ese alejamiento de la nación ¿no hace también que te importe menos?
Si no te interesa lo que pasa a tu alrededor, probablemente sea por alguna otra carencia, no porque no puedas identificarte con el país. Quiero decir, yo no me identifico profundamente con América, con Estados Unidos, pero me interesa y me preocupa mucho lo que pasa aquí.
¿Cómo funciona eso, Tony? Porque yo me identifico profundamente con América. Y la razón de que me muestre crítico con ciertas cosas es que, bueno, creo que es parque, cuando amo algo, quiero sacar lo mejor de ello.
Lo que me sorprende es lo fácil que es para ti y para mí estar de acuerdo, o en todo caso, entendernos, sobre una serie de temas entre los que se incluyen muchas cosas que tienen que ver con lo que va mal en Estados Unidos, a pesar de que tú partes de un sentimiento como estadounidense que siente que su país necesita redescubrir su mejor ser, por parafrasear tus palabras, y yo parto… no sé de dónde. Pero no de ahí.
Bueno, tratemos de ser programáticos. ¿Cómo se llega a esa visión desde ninguna parte, suponiendo que tengas razón en eso y que exista ese lugar?
En su Teoría de la Justicia, John Rawls expone esta idea de que la forma de pensar en la moralidad es imaginar que se está tras un velo de ignorancia y que uno no sabe nada de sí mismo, ni siquiera de sus propias aptitudes o compromisos. Y a continuación empezar desde ahí y tratar de decidir qué es lo que pediría si se tratara de una especie de juego colectivo. Así comienza la revisión más respetada del liberalismo de todo el siglo XX.
El problema de la búsqueda rawlsiana de un punto de Arquímedes liberal es que para alcanzar sus metas está obligado a cuestionarse algunas de esas mismas preguntas que pretende responder. El tipo de persona que no está familiarizada con ciertos aspectos cruciales de sus intereses y capacidades —y que en este sentido tiene que ser ignorante de cara a los propósitos de Rawls— en principio no me parece demasiado buena candidata a saber lo bastante de sí misma para tomar unas decisiones moral e intelectualmente coherentes. Tendría que comprender la diferencia entre lo que está bien y lo que está mal y saber qué tipo de mundo sería el que desearía alguien como ella. Pero, en ese caso, de lo que no hay duda es de que a ese desafío llega con una herencia cultural: una forma de pensar sobre sí misma y los demás y de valorar la corrección de sus propias acciones y objetivos. Estos puntos de vista implican unos valores, de modo que el problema de la fuente de esos valores sigue sin resolverse.
En el paradigma rawlsiano, esta persona suele ser un ciudadano del noroeste de Europa o de Estados Unidos con una cierta forma de preguntar y responder a este tipo de cuestiones, aunque se le prive del conocimiento de sí mismo más circunstancial. El liberalismo que predeciblemente arroja como resultado este experimento mental siempre ha sido vulnerable a la acusación de carecer de base frente a los desafíos del mundo real: ni se deriva de circunstancias actuales ni responde a experiencias pasadas.
Quizá esto carecería de importancia si el enfoque rawlsiano sobre la fundamentación del pensamiento liberal estuviera principalmente dirigido a personas con una predisposición liberal. Pero eso carecería de sentido. La comprobación de este teorema es lo eficaz que resulta a la hora de convencer a personas que no parten de esa disposición. E, incluso entonces, sigue planteándose la pregunta de exactamente cómo actuarían dichos liberales cuando se tratara de personas y sociedades que no se corresponden con sus preferencias. Rawls no se queda callado al respecto, pero se ve obligado a introducir consideraciones externas que no pueden ser derivadas del modelo en sí.
Para ser franco, prefiero la ética escéptica de la generación de Rawls y un poco posteriores: la de aquellos para quienes el propio proyecto de identificar y fundamentar una ética universal llega a parecerles imposible, y en última instancia, inútil. Es mejor decir que existen normas de comportamiento humano que han emergido como atractivas y universalizables; y que son, dentro de unas circunstancias razonables, ejecutables. Esto no es lo mismo que el neorrelativismo de los pragmáticos de la última generación: los principios éticos que uno puede aplicar son reales, y son mejores y más aceptables que los que uno no desea aplicar. Pero en parte son atractivos porque la gente los encuentra aceptables; y, en todo caso, probablemente son los mejores a los que podemos aspirar si apostamos más por una ética práctica que por una moral teórica.
Parece que estuvieras sugiriendo que un intelectual eficaz tuviera que sentirse al menos lo bastante cómodo con las historias nacionales para poder meterles mano. Los debates importantes en realidad están teniendo lugar a nivel nacional.
Lo veo como una paradoja necesaria. Ningún intelectual que haya despertado algún interés duradero puede limitarse solo a unos temas de estudio locales. Por otra parte, el mundo es en realidad una aglomeración de espacios locales y el que quiera desenvolverse fuera de esos espacios tendrá poco que decir sobre las realidades cotidianas de la mayoría de la gente. Un intelectual francés que no tenga nada que decir sobre Francia dejará antes o después de ser escuchado en Francia, e incluso acabará dejando de despertar interés en Estados Unidos.
Pero una vez establecida la credibilidad en un determinado contexto, un intelectual necesita demostrar que la forma en que él o ella contribuye a la conversación local reviste en principio interés para la gente más allá de la conversación misma. De otro modo, cualquier experto en política o columnista de prensa podría reivindicar con credibilidad su estatus intelectual.
¿Qué significa esto en la práctica? Yo no dudaría en implicarme en conversaciones estadounidenses si me sintiera competente para hacerlo. La razón por la que participo en temas de Oriente Próximo no es porque yo crea que puedo influir en lo que pasa en Jerusalén; hay otros mucho mejor situados que yo para hacerlo. Pero considero que es mi responsabilidad tratar de influir en lo que pasa aquí en Estados Unidos, dado que es en Washington más que en Jerusalén donde se resolverá el problema. Lo que me preocupa es que somos nosotros, los estadounidenses, los que fracasamos a la hora de solucionar este problema. Y es nuestra conversación la que requiere atención.
Pero hay otras conversaciones estadounidenses a las que no creo que tenga nada útil que aportar. No me siento cualificado para participar en debates intracristianos sobre las responsabilidades de los creyentes en un Estado laico. Por supuesto que tengo opiniones al respecto: pero reconozco que el tema me toca muy de lejos y que pasarían desapercibidas para los participantes.
De la misma manera, si tú, Tim, aterrizaras en Inglaterra hoy, podrías sentirte igualmente dispuesto y cualificado para tomar parte en una conversación sobre las actitudes británicas hacia Europa o la política exterior británica en Oriente Próximo. Pero muy probablemente andarías a la deriva y perdido si participaras en los enérgicos pero esotéricos debates sobre las relaciones entre Inglaterra y Escocia. Hay cierto tipo de conversaciones en las que un outsider se siente cómodo y puede aportar algo, y otras en las que es mejor permanecer callado.
Así que ¿qué es un intelectual cosmopolita? Alguien que vive y escribe en París pero al que no le preocupan solo los temas parisinos: es a la vez francés y más que francés. Lo mismo puede decirse de los intelectuales de Nueva York, que pueden ser asombrosamente provincianos pese al implícito cosmopolitismo de su ciudad. Yo tengo la impresión de que muchas de las personas a las que leo, especialmente en las páginas de publicaciones como Dissent, están profundamente circunscritas a sus raíces locales.
¿Cómo se pasa de ser un intelectual francés a ser otra cosa, algo más amplia, sea lo que sea? Porque, como tú dices, lo que ocurre a menudo es que algunas cosas que parecen encontrar mucho eco a cierto nivel, resultan profundamente provincianas cuando se ven desde cierta distancia. Y, sin embargo, al mismo tiempo, seguramente en el siglo XXI los intelectuales van a desempeñar una función más allá de un contexto nacional.
Pero a mí me parece que aquí hay un problema. Y es un problema que se puso de relieve en el siglo XX: el problema de pensar mediante apoderados, o de pensar, como tú has dicho a veces, en bloque. Si se empieza a pensar en términos de la clase trabajadora internacional, digamos, puedes muy bien tener problemas. O si se piensa en términos de la liberación de los pobres o de los colonizados del mundo, es probable que también los tengas. Estos intentos de pensar más allá de las categorías locales pueden ser loables, pero pocos de ellos han resultado fructíferos a la larga.
Cuanto mayor sea tu marco de referencia, menor será tu percepción del detalle y del conocimiento local, razón por la cual los mejores a la hora de plantear preguntas sobre lo que de verdad está pasando no son, por lo general, los intelectuales sino los periodistas. No se puede ser un tipo de persona con «perspectiva global» y esperar seguir teniendo un conocimiento regular, sobre el terreno. Pero es difícil mantener el respeto por el tipo de intelectuales que carecen de ese conocimiento: antes o después, estos se alejan a toda velocidad de su materia de estudio, aunque solo sea en busca de una perspectiva que lo trascienda. En resumen, la gente que habla de todo corre el peligro de perder la capacidad de hablar sobre algo.
El intelectual tiene, después de todo, una válvula de salida y otra de entrada. La de entrada es leer, saber, aprender. Pero la de salida es el público, en ausencia del cual su labor no tiene sentido. El problema es que no existe un público «global». Si uno publica un artículo en The New York Review, puede que se lea en todo el mundo; pero tu público real es la comunidad de lectores activamente comprometidos en el debate concreto sobre el que te has manifestado. Solo en el contexto de ese debate el autor produce un impacto y adquiere una importancia duradera.
De este modo, pese a las etiquetas que indican lo contrario, no existe el «intelectual global»: Slavoj Žižek no existe en realidad. Por la misma razón, yo siempre me he mostrado escéptico respecto a las «teorías de sistemas mundiales» y cosas así. Puede que un sociólogo como Immanuel Wallerstein aporte de vez en cuando una idea perspicaz. Pero los términos en los que enmarcan sus postulados enormemente generales prácticamente garantizan que la mayoría de las veces no hagan otra cosa que reciclar meras banalidades.
Por supuesto, siempre habrá gente dispuesta a pensar en esos términos, al igual que siempre habrá quienes desarrollen un trabajo empírico estricto. Un intelectual, por definición, es alguien temperamentalmente inclinado a situarse de forma periódica al nivel de los postulados generales. No podemos ser todos especialistas, y los especialistas por sí solos nunca podrán encontrarle el sentido a un mundo complicado. Pero lo que importa es el territorio intermedio —el espacio entre el detalle local y el teorema global— y esto tiende incluso hoy en día a determinarse a nivel nacional. Cualquiera que tenga verdadero interés en cambiar el mundo probablemente tenderá, paradójicamente, a situarse en este registro intermedio.
Los intelectuales que quieran tener relevancia, incluso aunque hablen principalmente a nivel nacional, van a tener que tratar con problemas que no eran internacionales en el momento del caso Dreyfus. Por ejemplo, el cambio climático y la distribución desigual de los recursos energéticos son inherentemente problemas a los que las comunidades nacionales y los ciudadanos tienen que enfrentarse de todas formas.
Pero hubo unos pocos, sobre todo a finales del siglo XIX, que empezaron a manifestarse sobre temas comparables: con la aparición de la ametralladora, las leyes de la guerra necesitaban que se les dedicara atención. El aumento de la velocidad de los medios de comunicación hizo necesaria una regulación más estrecha. No se podía comerciar con otro país si se partía de unos criterios completamente diferentes respecto a medidas, calidad o valor, de modo que había que establecer acuerdos. Todo esto inició, o aceleró, el proceso de pensar globalmente o, como se decía entonces, internacionalmente, a la hora de resolver cuestiones nacionales.
Ahora no nos paramos a pensar en el hecho de que hoy en día el ancho de vía es casi, no del todo, el mismo en todo el mundo —existen algunas excepciones debidas a razones históricas—. Pero, si no fuera así, el coste de enviar un paquete desde, por ejemplo, Canadá a México sería dos o tres veces superior, debido a los esfuerzos relativos al cambio de vías, el tiempo que eso requiere, etcétera. De modo que existen muchos casos en los que simplemente hemos aceptado, desde entonces hasta hoy, que no podemos pensar en los intereses nacionales sin pensar internacionalmente. Y no podemos tratar sobre objetivos políticos nacionales sin pensar más allá de nuestras fronteras. Pero la conversación no obstante sigue hoy en día teniendo lugar dentro de nuestras fronteras.
Pensemos en la Europa de hoy. Kant habló del mercado único y de la idea de la libre circulación de bienes, divisas y ciudadanos. Pero lo que ha acabado pasando, cosa que era perfectamente predecible, claro está, es que los bienes circulan libremente, el dinero circula a la velocidad de la luz, prácticamente, pero los seres humanos no, o al menos no la mayoría de ellos. Una élite del mundo intelectual sí es libre de hacerlo, pero la mayoría de la gente no. La mayoría se lo piensa mucho antes de dejar su vida, pongamos por caso, en el norte de Francia, y mudarse a Luxemburgo, solo porque allí va a tener un trabajo mejor. Aunque hoy en día la moneda sea la misma, y se llegue enseguida en tren de alta velocidad, y la mayoría de las leyes que a uno le afectan sean similares. Los seres humanos, incluso en Europa, viven dentro de marcos nacionales.
¿Cuáles dirías tú que son los intentos más o menos interesantes, o más o menos exitosos, de pasar de una conversación nacional a algún otro tipo de conversación'?Porque, de hecho, parecemos estar viviendo una especie de momento fatídico en el que, sí, lo que importa es si puedes cambiar la mentalidad de la gente dentro de una conversación nacional llevada a cabo dentro de unas ciertas convenciones nacionales, pero es poco probable que resulte eficaz a menos que te bases en algún otro tipo de conocimiento u otra perspectiva diferente.
Siendo yo también un poco «local», diré que el cambio reciente más importante fue la creación de una identidad europea formada por los responsables políticos y la élite más culta de un gran número de países que hasta hace muy poco solo se veían participando, principal o únicamente, en conversaciones políticas nacionales. Europa es una creación intelectual pese a que la mayoría de los intelectuales no tuvieran nada que ver en ello.
Lo que para mí sería una prueba de la existencia de una identidad nacional europea es la existencia de un equipo de fútbol europeo o de una única representación europea en las Olimpiadas. Dos cosas que no creo que llegue a ver en mi vida.
Pero date cuenta de que el concepto ha sido privatizado con gran eficacia. Hace pocos años, el equipo de fútbol londinense del Arsenal ganaba las competiciones británicas y europeas jugando un fútbol absolutamente glorioso: y era un equipo completamente europeo. En un momento dado, no había ni un solo futbolista inglés jugando en el campo. Los que lo integraban, excepto por los inevitables brasileños, se contaban entre los mejores de toda Europa. Esto funcionaba a nivel nacional, pero no a nivel supranacional.
Uno puede hacer un equipo de fútbol inglés con jugadores brasileños, italianos y ucranianos. Pero no puede coger a un puñado de ingleses y crear una representación europea.
En la mentalidad inglesa se da una especie de confusión muy curiosa. Los equipos se compran y venden de una forma bastante peor que la del típico equipo de béisbol estadounidense y, al mismo tiempo, existe un idealizado sentimiento atávico de la época en la que en el equipo había once chavales que se apellidaban Smith.
Los clubes de fútbol ingleses en este sentido son un poco como eran los castillos situados en lugares remotos hace ciento cincuenta años. Si te has hecho rico en Rusia, te compras uno, porque te hace sentir mejor contigo mismo.
Pero hay una diferencia entre Estados Unidos y Europa. A nivel de los equipos de las ciudades somos iguales. Puedes crear un equipo de béisbol en un periquete, y a los estadounidenses les encantará, aunque los jugadores procedan de la República Dominicana, Ecuador y Venezuela. Pero en Estados Unidos, en realidad, puedes contar con una representación estadounidense en cualquier competición internacional, y nadie dirá que Texas o Idaho deberían tener sus propios equipos en las Olimpiadas.
De todos los países que se siguen considerando naciones, Estados Unidos es el más inventado de todos. Quiero decir, fue literalmente creado de forma deliberada por un puñado de intelectuales que lo describieron, lo definieron y decidieron cómo debía ser. Pero el hecho de que fuera inventado, paradójicamente, lo hace mucho más real para que la gente se identifique con él. Mientras que la mera facticidad de un lugar como Francia, o España, en realidad hace posible que muchos españoles o franceses se disocien bastante activa y radicalmente de cualquier identificación más abstracta con la nación o Estado, sin perder ningún sentido de su identidad. Simplemente son franceses y españoles. No necesitan la bandera. Ni siquiera necesitan su lengua nacional; no les importa hablar inglés con otra gente si eso supone algún provecho.
A un inglés se le hace muy raro, y creo que si se trata de cualquier europeo del continente todavía más, llegar a Estados Unidos y descubrir la intensidad del sentimiento de identificación nacional de incluso sus ciudadanos más liberales y cosmopolitas, algo que en general no ocurre en Europa. Hubo un tiempo en el que las formas de identificación con el Estado y la nación formaban parte de la vida cívica. Te ponías de pie, como solía hacer mi madre, cuando la reina salía por televisión, cuando sonaba el himno en el cine, etcétera. Antes estas cosas sí se hacían, pero no porque estuvieran profundamente imbricadas en lo que significaba ser de un determinado país, sino simplemente porque formaban parte de la tradición: como el tartan en Escocia. Si se quiere, era una tradición inventada, pero percibida como real. Las tradiciones estadounidenses están ahora tan profundamente arraigadas que es muy difícil distinguirlas de lo que significa ser estadounidense: que es la razón por la cual ciudadanos estadounidenses perfectamente sensatos pueden llegar a enfadarse verdaderamente cuando alguien no saluda a la bandera o no canta el himno. Estos sentimientos son desconocidos en la Europa contemporánea.
Sigo esforzándome por encontrar un camino para poder atravesar esta barrera de lo nacional a lo internacional. De lo que tú decías al principio sobre luchar por el universalismo, deduzco que debes considerarlo como algo deseable, aunque no siempre sea adecuado o posible. Por eso quería preguntarte si hay, si no unos valores, al menos unas prácticas que europeos o estadounidenses debieran tratar de exportar.
La más obvia es la democracia. La guerra de Irak —el momento que tú citabas y al que hemos aludido en varias ocasiones— es bastante interesante en este sentido. Porque la guerra de Irak fue librada por un gobierno estadounidense que en sí mismo no estaba democráticamente legitimado, una cuestión en la que nadie hace hincapié pero que, en términos de teoría de la guerra, de la teoría kantiana de la guerra, no deja de revestir cierta importancia. Al fin y al cabo, es lo que cabría esperar: precisamente un gobierno así es el que con más probabilidad se lanzará a librar guerras estúpidas. Mientras, sin embargo, ese mismo país, Estados Unidos, estaba promoviendo la democracia en Ucrania. Se trata esencialmente del mismo momento. E, irónicamente, lo hacía tomándose en seno los sondeos a pie de urna realizados en Kiev, lo que, por supuesto, no hicieron en Miami, que es como los estadounidenses hemos llegado adonde estamos hoy, básicamente.
La actividad intelectual es un poco como la seducción. Si vas derecho al objetivo, lo más seguro es que no tengas éxito. Si quieres ser alguien que contribuya a debates históricos de orden mundial, lo más probable es que si empiezas por contribuir a debates históricos de orden mundial no tengas éxito. Lo más importante es hablar de las cosas que tienen, podríamos decir, resonancia histórica mundial, pero a un nivel en el que uno pueda ser influyente. Si entonces tu contribución a la conversación encuentra eco y entra a formar parte de una conversación más amplia o de otras conversaciones que están teniendo lugar en otros lugares también, pues estupendo y mejor todavía.
Así que yo no creo que a los intelectuales les vaya muy bien si se dedican a hablar de la necesidad de que el mundo sea democrático o de que los derechos humanos se respeten en todas partes. No es que esta declaración no sea deseable ni mucho menos, pero contribuye muy poco a alcanzar su objetivo y no aporta rigor a la conversación. Mientras que si esa misma persona apunta exactamente a lo que la democracia y las democracias tienen de defectuoso, sienta una base mucho mejor para argumentar que la nuestra es una democracia que los demás deberían animarse a emular. Limitarse a decir que la nuestra es una democracia o que no me interesa esa democracia nuestra pero quiero ayudar a que tú construyas la tuya, provoca más una respuesta del tipo, mira, tú vete a arreglar la tuya y entonces tal vez puedas tener un público extranjero, etcétera. De modo que para ser internacional, tienes que ser primero nacional.
¿De qué deberíamos preocuparnos hoy? Estamos al final de un ciclo de mejora muy largo. Un ciclo que comenzó en el siglo XVIII y que, pese a todo lo que ha pasado desde entonces, básicamente ha llegado hasta la década de 1990, con la constante ampliación del círculo de países cuyos gobernantes se han visto obligados a aceptar algo parecido al Estado de derecho. Creo que a partir de la década de 1960 eso se ha visto sobrepasado por dos logros diferentes pero relacionados: la libertad económica y la libertad individual. Estos dos últimos avances, que pueden parecer relacionados con el primero, de hecho representan un peligro para él.
Yo veo que el siglo actual está marcado por una creciente inseguridad debida en parte a una excesiva libertad económica, utilizando la palabra en un sentido muy específico, y también a una creciente inseguridad derivada del cambio climático y del comportamiento impredecible de ciertos Estados. Probablemente nosotros, como intelectuales o filósofos políticos, nos encontraremos enfrentados a una situación en la que nuestra principal tarea no será imaginar mundos mejores, sino más bien pensar en cómo evitar que sean peores. Y esa es una situación ligeramente distinta, en el que el tipo de intelectual que pinta grandes panoramas de situaciones idealizadas o improbables puede no ser la persona a la que más merezca la pena escuchar.
Tal vez tengamos que preguntarnos cómo podemos defender unos derechos humanos, normas, libertades, instituciones, etcétera, legales o constitucionales. La cuestión no será si la guerra de Irak fue una forma buena o mala de llevar la democracia, la libertad, el mercado, etcétera, a Oriente Próximo; sino, más bien, si fue una empresa prudente aun cuando alcanzara sus objetivos. Recordemos los costes de oportunidad: el potencial perdido de conseguir otras cosas con unos recursos limitados.
Todo esto es difícil para los intelectuales, la mayoría de los cuales se imaginan defendiendo y promoviendo grandes abstracciones. Pero creo que la forma de defender y promover grandes abstracciones en las generaciones venideras consistirá en defender y proteger instituciones, leyes, normas y prácticas que encarnan nuestra mejor manera de plasmar esas grandes abstracciones. Y los intelectuales que se preocupen de esto serán los que revistan mayor importancia.
Cuando antes mencioné la democracia, lo que tenía en mente no era tanto la idea de que uno debería hablar de la democracia o difundirla, sino más bien de que se trata de una cosa muy delicada compuesta de un montón de mecanismos y prácticas pequeñas y frágiles. Una de ellas es asegurarse de que se cuentan los votos.
Recuerdo una conversación con un amigo ucraniano sobre las elecciones presidenciales de Estados Unidos de 2000. Los rusos iban a enviar observadores electorales a California y Florida basándose en que estas eran partes del país que se habían anexionado hacía poco y que allí los abusos eran más probables. Aquello me pareció irrisorio. Al final resultó que mi arrogante postura sobre nuestras prácticas locales y la defensa que de ellas hacían todas las partes implicadas desde las instancias más altas a las más bajas estaba completamente equivocada. Aquellas elecciones fueron, creo yo, un muy buen ejemplo de cómo una institución atractiva e incluso glamurosa, la democracia, había sido socavada desde dentro mientras nosotros ignorábamos los detalles.
Si uno se para a pensar en la historia de las naciones que maximizaron las virtudes de lo que nosotros asociamos con la democracia, se da cuenta de que primero vino la constitucionalidad, el Estado de derecho y la separación de poderes. La democracia casi siempre llegó lo último. Si por democracia entendemos el derecho de todos los mayores de edad a tomar parte en la elección del gobierno que va a dirigirles, eso llegó muy tarde: mi generación ha asistido a su llegada en algunos países que ahora tenemos por grandes democracias, como Suiza, y ciertamente la generación de mi padre ha asistido a la de otros países europeos, como Francia. Así que no deberíamos engañarnos pensando que la democracia es el punto de partida.
La democracia actúa sobre una sociedad liberal bien ordenada de la misma manera que un mercado excesivamente libre lo hace sobre un capitalismo próspero y bien regulado. La democracia de masas en la era de los medios de comunicación de masas hace que, por un lado, se pueda poner al descubierto de inmediato que Bush robó las elecciones pero, por otro, que a gran parte de la población no le importe. En una sociedad liberal con un sufragio más restringido, como las viejas sociedades del siglo XIX, le habría sido más difícil robar las elecciones: a las relativamente pocas personas verdaderamente implicadas les habría preocupado mucho más. De modo que debemos entender que la masificación de nuestro liberalismo conlleva un precio. Con ello no quiero decir que debamos volver al sufragio restringido, o a dos clases de votantes, los informados o los desinformados, ni mucho menos. Pero el argumento sirve para comprender por qué la democracia no es la solución al problema de las sociedades que no son libres.
Pero ¿no sería la democracia un buen candidato para un siglo más pesimista? Porque yo creo que su mejor defensa radica en que sirve para evitar que lleguen a implantarse sistemas peores, y como política de masas se articula mejor como una forma de asegurarse de que a la gente no la engañen una y otra vez.
La máxima de Churchill de que la democracia es el menos malo de los sistemas posibles alude a una cierta verdad, aunque limitada. La democracia ha sido la mejor defensa a corto plazo contra las alternativas no democráticas, pero no constituye una defensa frente a sus propias taras congénitas. Los griegos sabían que no es probable que la democracia sucumba a los encantos del totalitarismo, el autoritarismo o la oligarquía; es mucho más probable que lo haga ante una versión corrupta de sí misma.
Las democracias se corroen muy rápidamente, se corroen lingüísticamente, o retóricamente si lo prefieres, eso es lo que Orwell quería señalar respecto al lenguaje. Se corroen porque la mayoría de la gente no se preocupa mucho de ellas. Pensemos que en la Unión Europea, cuyas primeras elecciones parlamentarias se celebraron en 1979 con una participación media del sesenta y dos por ciento, ahora se obtiene una participación de menos del treinta por ciento, pese a que el Parlamento Europeo en la actualidad reviste más importancia y más poder. La dificultad de mantener el interés voluntario en elegir a los representantes que te van a gobernar está perfectamente contrastada. Y la razón por la que necesitamos a los intelectuales, así como a cuantos más periodistas de valía podamos, es llenar el espacio que va creciendo entre las dos partes de la democracia: los gobernantes y los gobernados.
Por otro lado está la máxima de Goebbels de que en cualquier sistema puedes reivindicar que eres una víctima, y empezar una guerra, y poner a la mayoría de la gente de tu lado. Lo que es mucho más cierto de lo que nos gustaría. Y esto lleva a la conclusión, creo que bastante obvia, de que si lo que quieres es defender la democracia tienes que reconocer que las guerras en el extranjero son uno de los factores que generan más distorsión. Esto ha constituido un problema desde el principio, y desde Luis Bonaparte…
No es casualidad que Marx se centrara en Luis Bonaparte como ejemplo de las posibilidades demagógicas de transformar las elecciones libres en sociedades sometidas. Marx utilizó esto en su favor argumentando que ello era consecuencia de tener un tipo de electorado concreto, un electorado preindustrial. Pero, desgraciadamente, hemos comprobado que los electorados postindustriales son igual de vulnerables. ¡Si hace tan solo unos pocos años, personas como Michael Mandelbaum han escrito libros afirmando que las democracias nunca han provocado una guerra y que un mundo lleno de democracias sería un mundo seguro!
La guerra de Irak ejemplifica precisamente lo contrario: que una democracia, y especialmente una democracia armada, es muy fácil de conducir a la guerra, siempre que se le cuenten unas historias compatibles con la imagen que tiene de sí misma. No se le puede decir: vamos a emprender una guerra de conquista. Esto va en contra de su capacidad de autoconvencerse de que lo que hace es correcto. Pero si se le dice que de lo que se trata es de hacer por otros lo que en su día ella afortunadamente hizo para ella misma, es decir, protegerse contra sociedades autoritarias que quieren destruir esos mismos valores que la hacen democrática, entonces se moviliza rápidamente en pos de objetivos que no son democráticos, como por ejemplo una guerra agresiva e ilegal. Si una democracia puede hacer eso, no quedan muchas cosas que la distingan —como decía Goebbels— de una dictadura: salvo su propia versión autojustificativa de la libertad. Esta última mantiene su valor, pero no constituye una defensa muy fuerte. Digamos que en eso viene a cumplir el criterio de Churchill, pero nada más.
Yo soy un poco más optimista. No creo que el gobierna que condujo a la guerra a Estados Unidos fuera un gobierno democráticamente elegido. Y de eso se derivaron todas las consecuencias que cabe imaginar. A saber, una vez que has llegado al poder de forma antidemocrática, piensas en la manera de volver a hacerlo. Y la guerra fue, de hecho, la manera de salir elegido una segunda vez. Bush no habría tenido muchas oportunidades de ser reelegido de no ser por la guerra.
Primero engañas, luego vas a la guerra, luego dices que la guerra quiere decir que el contrincante no está legitimado. Así que, de hecho, creo que existe una conexión entre la democracia y luchar en la guerra, y que, a modo de primera prueba de fuego de lo que está pasando en el país, puedes preguntarte: ¿estamos librando una guerra ilegal de agresión? Y si la respuesta es afirmativa, existen bastantes posibilidades de que tus instituciones democráticas estén sufriendo algún problema.
La democracia no es condición necesaria ni suficiente para una sociedad buena y abierta. No quiero parecer excesivamente escéptico respecto a la democracia, como si en realidad prefiriera las sociedades aristocráticas, liberales, del siglo XIX. Pero sí quiero hacer una observación en la línea de lo que decía Isaiah Berlin. Simplemente tenemos que reconocer que algunas sociedades anteriores no democráticas fueron en ciertos aspectos mejores que democracias posteriores.
Estoy de acuerdo en que el constitucionalismo y la idea del Estado de derecho son anteriores, tanto histórica como yo creo que éticamente, a la democracia. Pero en un mundo en el que la política de masas ya ha eclosionado, hay que contar con alguna forma de manejarla.
En eso estoy de acuerdo. Pero a mí me parece que estaría bien que fuéramos capaces de producir élites políticas que no estuvieran tan ligadas a eso que ya ha eclosionado como para que no pudieran alejarse un poco de ello a fin de representar los valores de la sociedad que los demócratas de masas han heredado.
La tendencia de la democracia a producir políticos mediocres es lo que me preocupa. La inmensa mayoría de los políticos de las sociedades libres del mundo actual dejan mucho que desear. Desde Gran Bretaña a Israel, desde Francia a cualquier país del este de Europa o desde Estados Unidos a Australia. La política no es un lugar al que tiendan a dirigirse las personas con autonomía de espíritu o amplitud de miras. Y pienso que eso es cierto incluso en el caso de nuestro actual presidente, Barack Obama, que está demostrando un afán excesivo por lo que algunos de nosotros temíamos que sería su rasgo más prominente: el deseo de que le consideren razonable. No necesariamente de transigir, sino el deseo de que piensen que sabe transigir. Lo que hace muy difícil la tarea de gobernar.
¿Puede entonces surgir alguien con algo más inspirador, Tony? ¿O la carga moral de los intelectuales consiste precisamente en ser los menos inspirados?
Bueno, ya sabes, la reputación de Casandra es bastante conocida. No es tan malo luchar hasta el final para contar una verdad desagradable.
Nos acordamos de quién era Casandra, pero nadie recuerda cuál era esa verdad desagradable.
Así es. La verdad desagradable suele ser, en casi todas partes, que te están mintiendo. Y la función del intelectual es descubrir esa verdad. Descubrirla y explicar por qué es la verdad. El papel del periodista de investigación es descubrir la verdad: el de los intelectuales es explicar qué ha ido mal cuando la verdad no se ha descubierto. Creo que el peligro de pensar en los intelectuales como inspiradores es que volveremos a requerir de ellos grandes narrativas u obviedades morales. Y cuanto mayor es la obviedad moral y la narrativa, más se parecerán al tipo de inspirador intelectual que creemos necesitar. Y yo no creo que sea eso lo que necesitemos.
¿Por qué no fue la guerra de Irak como una especie de caso Dreyfus global? ¿O al menos estadounidense?
El caso Dreyfus fue muy sencillo: una cuestión de verdad y mentiras. Lo de la guerra de Irak no fue exactamente así. Para plantear la acusación, se tiene que recurrir a un buen número de lo que llamamos consideraciones contingentes: la prudencia del precedente, la imprudencia de violar la ley si no quieres que otros la violen, la predecible improbabilidad de que cualquiera de los buenos resultados que se afirma querer alcanzar se produzcan de verdad. Todos ellos son argumentos muy buenos, pero van más allá de la simple ética o de cuestiones de hecho.
La cuestión ética que yo creo que estaba absolutamente clara se derivaba no de consideraciones relativas al caso Dreyfus, sino a Nuremberg. En realidad es muy, pero que muy imprudente, en la ética práctica de las relaciones internacionales, que las democracias vayan a la guerra motu proprio —por razones preventivas— cuando tienen a su disposición estrategias alternativas. Porque eso es corrosivo, no solo por lo que respecta a la cualidad ejemplar que caracteriza a las democracias —sin la cual no pueden permitirse dar lecciones a las dictaduras— sino que es internamente corrosivo respecto a lo que se supone que deben ser las democracias.
Yo habría pensado que el punto clave, en la analogía con el caso Dreyfus, sería que el Estado estadounidense hizo circular varías mentiras en los preliminares de la guerra. Por ejemplo, la mentira de que las autoridades iraquíes habían tenido algo que ver con los ataques del 11 de septiembre, y la mentira de que Irak estaba a punto de crear un arma nuclear. Estas mentiras se utilizaron de forma bastante consciente con el fin de predisponer a un pueblo para ir la guerra.
Cuando una democracia va a la guerra, primero tiene que crear un estado de psicosis bélica, y crear un estado de psicosis bélica equivale a corromper los valores de la democracia. Tienes que mentir, tienes que exagerar, tienes que distorsionar, etcétera.
En el siglo XX, las guerras en las que ha participado Estados Unidos no le han supuesto casi ningún coste en relación con los que les han supuesto a otros. En la batalla de Stalingrado, el Ejército Rojo perdió más soldados de los que Estados Unidos ha perdido —contando soldados y civiles— en todas las guerras norteamericanas del siglo XX. Es difícil para los estadounidenses comprender lo que la guerra significa, y por tanto extraordinariamente fácil para un político estadounidense engañar a la ciudadanía para que la democracia entre en guerra.
Recuerdo que en abril de 2003, una noche, a una hora bastante tardía, mientras hacía zapping, me encontré con que tú estabas saliendo en uno de los canales. Y con una actitud muy tranquila, estabas diciendo cosas que tenían todo el sentido, a saber, que la justificación que habíamos empleado para entrar en Irak se podía haber utilizado para justificar cualquier tipo de guerra. Y yo tuve la sensación de que tu aparición era excepcional porque, tanto en el tono como en el contenido, aquello era diferente de lo que todos los demás estaban haciendo en ese momento. Entonces, David Brooks discrepó, afirmando que había algo llamado «realidad» a lo que los responsables políticos tenían que responder, y que ellos no estaban buscando una coherencia lógica. Por supuesto que en aquel momento la «realidad» en cuestión, la supuesta amenaza de Irak, era una realidad completamente inventada que Brooks estaba ayudando a construir. Bueno, esta descripción de t u tranquila exposición puede tomarse como un cumplido…
Me lo tomaré así.
… pero lo que quiero plantear es la pregunta de cómo las cosas fueron tan mal en aquel momento. Porque si hubo un momento en el que los intelectuales debieron escribir el «J'accuse», en el que debieron tratar por todos los medios de llegar a grupos de población más amplios, cristalizando sus pensamientos si era necesario, eligiendo los medios necesarios, fue en abril de 2003, cuando Estados Unidos estaba metiéndose en ese lío que hasta el momento presente define lo que ha sido todo este siglo, y que probablemente ha privado a América de lo que debería haber sido su siglo. Tú te encontraste de algún modo en medio de todo ello: ¿podía haber ido todo de otra manera?
Me gustaría recordar unos cuantos encuentros.
Uno de ellos fue durante los preliminares de la guerra, cuando algunos de nosotros estábamos planteando la pregunta de si una guerra preventiva era o no necesaria y prudente.
Mi interlocutor en un programa de televisión no dejaba de preguntarme: pero confiará al menos en Donald Rumsfeld, ¿no? Es un hombre con mucha experiencia, no irá a decirme que usted tiene una visión mejor de la seguridad nacional que Donald Rumsfeld… Recuerdo que pensé que aquel tipo de razonamiento era terriblemente peligroso. Nos encontramos ante un ejemplo de atribución de autoridad. El secretario de Defensa debe saber lo que hace porque él está al mando. Y el compromiso intelectual crítico apunta básicamente a lo contrario: el hecho de que alguien esté al mando nos obliga a interrogarle con todo rigor, en lugar de desentendemos y decir «papá sabe lo que hace».
Esa atmósfera de «ellos saben lo que hacen porque son los expertos, los jefes, los importantes, los tipos duros, los realistas, los que conocen desde dentro la información, ¿qué vamos a saber nosotros los moralistas mojigatos?» era inquietante. Porque es el caldo de cultivo del autoritarismo.
La mención que haces de David Brooks me retrotrae a un momento diferente, una conversación diferente, en el programa de Charlie Rose. Era sobre qué podía hacer Naciones Unidas para resolver la crisis de Irak, en lugar de dejar que Estados Unidos hiciera lo que quisiera. Brooks argumentaba con mucha labia que Naciones Unidas no servía para nada y que no se podía contar con ella para tomar medidas contundentes. Decía: mire para lo que sirvió en el caso de los Balcanes. Yo entré a dar algunos detalles sobre la resolución de la crisis de Kosovo y, en concreto, sobre el papel de los organismos internacionales allí, argumentando que, en las situaciones de catástrofe, los organismos internacionales podían seguir haciendo cosas positivas, precisamente porque eran organismos internacionales. Esperaba que Brooks me replicara: y qué hay de esto, y de aquello, etcétera. En cambio, dijo: bueno, en realidad yo no sé nada de eso. Y cambió de tema.
Y recuerdo que en ese momento pensé: usted sale en televisión, hace sus declaraciones ex cátedra contra la idea de la acción internacional como medio para resolver crisis políticas en lugares peligrosos, defendiendo que Estados Unidos tiene que hacer lo que crea oportuno porque nadie más puede hacerlo, y cuando le ponen contra las cuerdas, dice: bueno, en realidad no sé de lo que estoy hablando. Aquí nos encontramos con un intelectual público que no solo ocupa programas de televisión sino las páginas de opinión de los periódicos más influyentes en lengua inglesa, y no sabe nada.
Raymond Aron criticó muy acertadamente a la generación de intelectuales sartrianos que no sabían de lo que estaban hablando: pero, al menos, sí sabían de otras cosas. Hombres como Brooks no saben, literalmente, de nada. De modo que durante aquellos turbulentos meses me encontré ante una combinación de catastrófica aquiescencia con la autoridad y pura, anticuada y asombrosa ignorancia, disfrazadas de análisis político. Estas circunstancias fueron las que permitieron que una acción política criminal pudiera abrirse paso en el espacio público con muy poca oposición.
No obstante, otra cosa que debemos recordar es que la gente que sí sabía algo se limitó a darse la vuelta. Estoy pensando en Michael Ignatieff, o David Remnick, o Leon Wieseltier, o Michael Walzer. En lugar de plantear preguntas, se comportaron como si la única función del intelectual fuera proporcionar justificación a las acciones de los no intelectuales. Y recuerdo haberme sentido profundamente conmocionado y también muy solo. No es que me sintiera cómodo tampoco con los aislacionistas; yo había estado muy a favor de la intervención en los Balcanes y sigo creyendo que eso es lo que había que hacer.
Entre los que se oponían a la guerra estaban también los neokissingerianos, que, por así decirlo, estaban en contra de cometer alguna tontería porque simplemente no nos interesa. Eso se acerca más a lo que podría considerarse una postura legítima, pero sigue siendo absolutamente insuficiente. No basta con decir que no deberíamos quedar como tontos en lugares como Vietnam, o Irak, si la única razón que das es que no nos interesa. Partiendo de esa base, también podrías decir que deberíamos quedar como tontos en lugares como Chile porque eso sí nos interesa. De modo que no recuerdo haber leído por aquella época muchos ensayos o artículos que compartieran mi punto de vista y, ciertamente, ninguno escrito por estadounidenses.
A mí me parece que los dos primeros puntos podrían estar interrelacionados. Esto es, la defensa por parte de los periodistas de la epistemología autoritaria y, digamos, que aquellos que están en el poder y a quienes se les supone que tienen la razón, también puedan actuar en defensa de los propios periodistas y sus métodos de trabajo. Porque ¿qué tienen muchos de estos periodistas aparte de su propia autoridad? ¿Yen qué se basa dicha autoridad aparte de en el contacto con el poder?
Creo que ese es un argumento bastante razonable. A la mayoría de los periodistas, y esto tiene que ver con la naturaleza del poder y la comunicación hoy en día, la idea de perder su estatus de conectados les aterroriza tanto como la de estar equivocados. Sin embargo, la idea de que el intelectual debe considerarse a sí mismo como una correa de transmisión es por supuesto peligrosa, porque eso es exactamente lo que eran en la Unión Soviética; la metáfora de la correa de transmisión es de Lenin. Pero estos tipos estaban asustados —creo que tú tienes razón— de que su estatus pudiera verse disminuido.
Brooks constituye un caso interesante, pero todo está hecho con espejos, no hay conocimiento experto. El aparente conocimiento experto consiste en la capacidad de utilizar su labia cada semana hablando de cualquier acontecimiento público de una forma que los lectores se han acostumbrado a verlo como un comentario ilustrado. Thomas Friedman, otro destacado «experto» contemporáneo, explota otra idea ligeramente distinta de conocimiento. Fíjese que casi todas las columnas de Friedman incluyen la referencia a alguna persona famosa con la que él ha hablado. Esto hace explícita la idea de que el conocimiento depende de tus contactos: «Como una vez me dijo el rey Abdalá…», «como una exesposa del vicesecretario de Estado del Ministerio de Información de Corea del Sur me confió una vez durante una cena a la que asistí…», etcétera. Da igual de quién se trate, en realidad. Es la idea de que yo tengo acceso a algo especial.
En el caso de Friedman, el acceso a la información se reformula cuidadosamente como punto medio aceptable en cualquier terreno político. Y la postura de Friedman en la guerra de Irak fue despreciable. No solo cerró filas con todos los demás, sino que probablemente malinterpretó ligeramente los posos del té y también se alineó demasiado rápidamente con la postura antifrancesa y antieuropea. Fue él quien publicó una columna en la que decía que Francia debía ser expulsada del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas por haber tenido la desfachatez de oponerse a Estados Unidos en un asunto tan importante.
Periodistas de investigación como Mark Danner o Seymour Hersh, de The New Yorker, aplicaban otro enfoque diferente. Su trabajo consiste sencillamente en descubrir la suciedad que está debajo de la alfombra de las decisiones o declaraciones políticas. Por tanto, no es casualidad que la labor auténtica de mostrar lo que estaba pasando en la primera década del presente siglo no fuera desempeñada por intelectuales, ni por periodistas al uso, y por supuesto tampoco por analistas, sino por los que se dedican a sacar la suciedad a la luz: ya se trate de las armas de destrucción masiva, las mentiras sobre el material nuclear que había en Irak, o la tortura.
El caso extremo en la otra dirección tiene que ser Judith Miller, cuyo mayor logro fue legitimar la afirmación de que había armas de destrucción masiva y cuya fuente, Ahmad Chalabi, era alguien que no solo tenía intereses personales en que hubiera un cambio de régimen en Irak, sino que luego resultó ser agente de los servicios secretos iraníes.
La última vez que vi a Judith Miller fue en una especie de cena debate en los Hamptons, creo que a mediados de 2002, a la que asistían George Soros, algunos destacados periodistas y algunas otras figuras públicas. Yo hablé sobre Irak, en un momento en el que nos encontrábamos en una primera fase de los prolegómenos a la guerra de Irak. Judith Miller me desautorizó de la forma más despectiva y categórica posible. Ella era la experta y yo no era más que un académico parlanchín. Dado que George Soros había dicho cosas muy parecidas a las que yo acababa de decir, me sorprendió mucho que me hiciera a mí objeto del ataque. Pero, claro, uno no ataca a George Soros en los Hamptons; ¡nunca sabes cuándo te va a hacer falta el dinero! A continuación las cosas tomaron un cariz bastante personal; yo traté de responder y algunas personas me plantaron cara y básicamente me vinieron a decir: «¿Cómo puedes estar en desacuerdo con Judith Miller?». Ella era la autoridad, ella tenía el conocimiento y acceso a las fuentes internas. Toda la experiencia reproducía el mismo intercambio que he descrito con Charlie Rose, salvo que de una forma mucho menos caballerosa al no haber micrófonos conectados.
La única persona que después de la cena en los Hamptons vino a decirme: «Tú tenías razón y ella estaba peligrosamente equivocada» fue Jean-Marie Guéhenno, jefe de las misiones de paz de Naciones Unidas. Él me dijo: «Puedo asegurarte que todo lo que tú dijiste es verdad y que todo lo que ella dijo era simplemente la postura de Washington filtrada a través de un medio periodístico útil». Lo que realmente me preocupaba era que aquella fue una cena en la que había congregadas personas poderosas: altos cargos de The New York Times, responsables de productoras de la televisión pública y más gente. Nadie tuvo la valentía de apoyarme. En aquellos días Miller era intocable. Y, luego, de repente, todo se viene abajo y nadie quiere volver a dirigirle la palabra.
Me da la impresión de que uno de los problemas aquí es que no puedes sacarle la verdad a la autoridad cuando tú en realidad no crees en la verdad. Parece como si una de las razones por las que era difícil que Irak se convirtiera en una especie de caso Dreyfus global fue la falta de interés de los estadounidenses por la verdad como tal.
Desdichadamente, ese es uno de los precios que pagamos por la década de 1960: la pérdida de fe en la verdad como antítesis suficiente de la mentira. No basta con decir: ella no está diciendo la verdad; tienes que decir: ella está mintiendo porque está relacionada con una empresa de fabricación de armas. O está mintiendo porque su política mantiene lazos con el lobby sionista, o porque tiene un plan de más alcance que no quiere revelar. Lo malo de su caso, en resumen, no es que ella mienta, ya que todo el mundo miente. El problema de ella es que sus motivaciones no son buenas.
Hoy en día requiere un considerable grado de autoconfianza ética decir, como la gente solía hacer en épocas tan recientes como la era Watergate, que tal y tal persona es un mal político porque miente. No porque miente como portavoz del lobby armamentístico, o del lobby israelí, o lo que quiera que sea, sino solo porque miente. Y si hoy en día defiendes la honestidad, es probable que se rían de ti. Todos mentimos, todos mienten, ese es el razonamiento. La cuestión es: ¿es tu mentiroso o mi mentiroso?
Los antecedentes históricos de esta inquietante pérdida de confianza moral me parece que radican en gran medida en el derrumbamiento de la vieja izquierda, con todos sus defectos, y el correspondiente ascenso de la izquierda cultural blanda. De este modo, los liberales estadounidenses se sienten un tanto inseguros sobre qué terreno pisan exactamente cuando dicen que desaprueban algo. Nos resulta más cómodo que el problema del bien y del mal se encuentre inequívocamente localizado en otra época (o lugar); preferimos decir que no nos gusta la caza de brujas o que no nos gusta la Gestapo. Pero no siempre tenemos claro cómo deberíamos expresar nuestra oposición a, por ejemplo, la ablación del clítoris en el este de África, por miedo a incurrir en una ofensa cultural. Y eso nos hace perfectos rehenes de aquellos (normalmente, aunque no siempre, adscritos a la derecha) que, de una forma mucho más burda, creen saber exactamente qué está bien y qué está mal, qué es real y qué es falso, etcétera. Y que están dispuestos a afirmarlo de una forma asertiva y confiada. El problema de la inseguridad ética ha tenido atadas de pies y manos a dos generaciones de liberales.
Esa es una pregunta que persiguió a Isaiah Berlin, pero había una respuesta clara para ella. Es decir, Berlin era un realista moral, no era solo un reduccionista moral. Pensaba que estas cuestiones morales eran completamente reales; la tragedia de la vida moral es que tales cuestiones no son conmensurables o reducibles a ningún bien moral subyacente. Pero él pensaba que todas estaban ahí y contaban, y son valores humanos, aunque en última instancia incompatibles.
Pero yo creo que hay otra cuestión berliniana que es importante aquí, y no tiene que ver con el pluralismo moral, sino con el conocimiento. Berlin escribió un ensayo sobre el criterio político en el que tras algunas reflexiones trataba de definir qué lo era y qué no. En aquellos años (los años cincuenta y sesenta), estas consideraciones habían caído en el abandono. Para Berlin, el criterio político conllevaba un sentido de realidad: la capacidad de olfatear la verdad en un mundo de intencionada confusión.
Es parte de una historia más larga en la que el propio Berlin estaba activamente comprometido, que es el problema de pensar políticamente. Nosotros creemos saber lo que son la teoría política, el pensamiento político o la filosofía política; pero en realidad se sitúan en un terreno muy sutil, intermedio, entre la ética o la filosofía, por un lado, y la política e incluso las medidas políticas por otro.
Así, en el mundo académico estadounidense, la política es simplemente lo que sucede cuando la gente se dedica a los asuntos públicos. Y lo que haces es estudiarla, pero no dedicarte a ella. Si tienes que participar en ella, utilizas el término peyorativo y desdeñoso de razonamiento político «normativo», que sugiere que estás introduciendo subrepticiamente tus propios puntos de vista en el objeto del estudio. La actividad que tú acabas de describir como «criterio» es en realidad bastante sutil: requiere el establecimiento de un conjunto determinado de normas relativas a las posibles aplicaciones de conceptos que utilizamos para entender los asuntos públicos.
Por tanto, es fácil demostrar que los políticos son incoherentes o carecen de altos ideales. Pero eso no resuelve la cuestión de lo que la gente debería hacer políticamente para cumplir con algún conjunto de normas deseables, ya sea de coherencia moral, o veracidad, o ética práctica, o lo que sea. Ese es el terreno del pensamiento político. Como John Dunn expresó muy acertadamente, no es fácil.
Cualquier compromiso con una decisión política tiene que ser triangulada mediante tres cuestiones diferentes. Una de ellas es la cuestión consecuencialista. ¿Estamos seguros de que las consecuencias de una opción determinada no son peligrosas, ya sea directamente o como ejemplos y precedentes? Incluso si la guerra de Irak hubiera valido la pena en términos de Bush, habría seguido siendo no obstante —desde una perspectiva consecuencialista— una idea pésima, al animar a otros a actuar de formas que podrían haber fracasado y haber tenido consecuencias terribles. De modo que el mero hecho de que haya triunfado no sería una justificación por sí misma.
En segundo lugar, está la conversación realista: ¿qué nos reporta a nosotros? Esto debe tenerse en cuenta en cualquier decisión política, porque la política trata, al fin y al cabo, de gobierno, y de generar unos resultados que presuntamente beneficien a los que han emprendido la acción. Pero la delgada línea que separa el realismo político del cinismo moral es muy fácil de cruzar, y el precio de hacerlo, con el tiempo, acaba pagándose con un espacio político corrupto.
Y la tercera pregunta debe ser: ¿lo que se va a hacer es algo bueno, correcto o justo, independientemente de mis dos consideraciones anteriores? Es nuestra incapacidad actual para manejar estos tres diferentes conjuntos de consideraciones lo que refleja el gran fracaso del razonamiento político.
Me temo, sin alejamos de este ejemplo de la guerra de Irak, que puede existir un problema subyacente que haga difícil que la gente asuma alguno de los tres, y no digamos los tres. Y es una cierta falta de respeto por el pensamiento político, o tal vez solo por la lógica.
Me explico: si vamos a instaurar una democracia en Irak, ¿realmente creemos que sus ciudadanos van a votar a favor de que ocupemos indefinidamente su país? ¿O realmente pensamos que nos van a votar para que nos quedemos con sus recursos petrolíferos? Si Irak es un Estado laico, ¿deberíamos derrocarlo como parte de una campaña contra el terrorismo religioso? Estas consideraciones básicas, que requieren escaso conocimiento local, parecían bastante ausentes del debate público.
Desde mi punto de vista, el fracaso de pensar con lógica está ligado a la ideología. Pensemos en los intelectuales y reformadores comunistas de la década de 1960. Su incapacidad para captar el alcance de la catástrofe comunista se debió en gran medida a la ideología. Aunque fueran ciegos a las contradicciones de lo que consideraban una economía «reformista», no eran estúpidos ni actuaban de mala fe. Pero su razonamiento lógico estaba subordinado a unos principios dogmáticos.
Mutatis mutandis, para pensar que imponer la democracia en Bagdad era la condición necesaria y suficiente para resolver el conflicto entre israelíes y palestinos —un argumento que he oído una y otra vez— uno tiene que creer en un montón de cosas imposibles antes del desayuno, por citar a Lewis Carroll. Entre ellas, pensar que el mundo efectivamente se parece en todo al constructo abstracto que tú has hecho de él.
En realidad, este constructo consistía en una serie de mundos de plástico como si fueran hechos con piezas del Lego, interconectados a gusto de uno: el primero describía las tierras árabes y musulmanas como un todo bidimensional: si empujas en un lado, predeciblemente se moverá hacia el otro. Luego vino la curiosa asunción (que revela una notable ignorancia de la historia del siglo XX) de que todo el mundo quedaría tan impresionado por la «conmoción y pavor» de la destructiva campaña de bombardeos sobre Bagdad que inmediatamente se pondrían de su parte pese a estar a cientos de kilómetros de distancia; y, por supuesto, se daba la asunción todavía menos plausible de que el conflicto israelí-palestino no era más que otra cuestión al estilo de la Guerra Fría, en la que no intervenían factores autónomos o locales sino que meramente reflejaba y estaba subordinada a unas fuerzas globales que Estados Unidos podía manipular a su antojo.
Dialéctica. Pero ¿cuál es la ideología que se impone a la lógica en la América de principios del siglo XXI? Yo tengo mi candidato, que es el nacionalismo estadounidense.
A mí me parece que el nacionalismo estadounidense nunca ha desaparecido. Creemos que vivimos en un mundo globalizado, pero eso es porque pensamos económica y no políticamente. De modo que no sabemos muy bien qué hacer con actuaciones que de forma tan evidente no vienen marcadas por la globalización o incluso la economía. Aquí se produce una paradoja interesante. Estados Unidos es el menos globalizado de todos los países desarrollados. Es el que está menos expuesto al impacto inmediato de las comunicaciones internacionales, los movimientos internacionales de población, o incluso las consecuencias de los cambios internacionales en cuanto a moneda y comercio. Aunque todo ello afecta enormemente a la economía estadounidense, la mayoría de los estadounidenses en realidad no experimentan la vida como algo internacional, ni relacionan sus circunstancias personales o locales con acontecimientos transnacionales.
De modo que los estadounidenses rara vez se topan con una moneda extranjera, ni se consideran afectados por la relación del dólar con otras divisas. Esta perspectiva provinciana tiene unas consecuencias políticas inevitables, tanto para sus votantes como para sus representantes. Estados Unidos por tanto sigue enredado en una serie de consideraciones miopes, aunque siga siendo la única potencia mundial y ejerza una enorme influencia militar en todo el orbe. Existe una desconexión entre la política doméstica y las capacidades internacionales de Estados Unidos que en las grandes potencias del pasado sencillamente no había.
Muchos rusos y muchos chinos, supongo, también son ignorantes en el sentido que tú calificabas antes a los estadounidenses. La diferencia es que en el momento actual, ni Rusia ni China tienen en realidad los niveles estadounidenses de poder en temas internacionales. Pero ambos, al menos eso parece desde la distancia, son bastante nacionalistas.
Pero ¿cómo funciona exactamente el nacionalismo estadounidense en la práctica, y qué tuvo que ver con errores como la guerra de Irak? Una cosa que a mí me parece característicamente nacionalista es la confusión sobre cuándo ser cínico y cuándo ingenuo. Así, uno es extraordinariamente cínico sobre todo lo que se dice en París, hasta el punto de creer que todo lo que dijo el presidente Chirac resultaba intolerable, pese a que en general el hombre se mostró prudente y cauto, y dijo muchas cosas que luego resultaron ser ciertas. Mientras, aceptamos de Washington propuestas y políticas que son a todas luces absurdas y proceden de fuentes e individuos cuya falta de inteligencia y sentido común es de sobra conocida.
El nacionalismo estadounidense está muy estrechamente ligado a la política del miedo: recordemos las Leyes de Extranjería y Sedición de la década de 1970, los Know-Nothings[4] del siglo XIX, el temor a los outsiders que caracterizó los años posteriores a la Primera Guerra Mundial, el macartismo y, sin ir más lejos, los años Bush-Cheney. Todos ellos constituyen ejemplos de aquellos momentos en los que el debate público estadounidense combina la sensibilidad ultranacionalista ante las influencias y ofensas externas y una voluntad de absoluto desacato a la Constitución, tanto en el espíritu como en la letra.
Cuando Bush dijo que estaban luchando contra los terroristas «allí» para no tener que combatirlos «aquí», estaba adoptando una actitud característicamente americana. Se trata de una figura retórica que no tiene ningún sentido en Europa, por ejemplo. Porque «allí», ya sea Líbano, o Gaza, o Bagdad, o Basora, está solo a unas pocas horas de vuelo desde las fronteras de la Unión Europea; y lo que hagas allí, a «ellos», tiene unas consecuencias inmediatas para sus correligionarios musulmanes o árabes, o que viven en las afueras de Hamburgo o de París, Leicester o Milán. En otras palabras, si comenzamos una guerra entre los valores occidentales y el fundamentalismo islámico, de esa manera que resulta tan familiar y autoevidente a los analistas estadounidenses, no se quedará convenientemente circunscrita a los límites de Bagdad. También se va a reproducir a treinta kilómetros de la Torre Eiffel. De modo que el concepto de nosotros y ellos, aquí y allí, que es crucial para el nacionalismo estadounidense en su inveterado aislamiento geográfico, es completamente ajeno a las sensibilidades de otros países occidentales, que cuentan con nacionalismos propios, claro está, pero que ya no pueden asumir de una forma tan hermética.
Creo que si existe una figura retórica global, o al menos general en el mundo occidental, es la del victimismo. Y la gente añora ese victimismo deformas que hace solo veinte años nos habrían resultado muy extrañas.
En Estados Unidos, una gran cantidad de ciudadanos que son de derechas y votan a los republicanos se sienten victimas por razones más o menos comprensibles. Puede que no se consideren dentro de la economía global, como tú dices, pero la globalización ciertamente les ha castigado, ha destruido un cierto estilo de vida rural. Walmart ha supuesto un desastre para la América rural y semirrural. La gente del campo vive ahora peor que hace treinta años. La incapacidad estadounidense para vivir al mismo nivel que sus padres está mucho más acentuada en el campo que en las ciudades. De modo que esas personas se sienten víctimas, y tienen razón para sentirse así, y el partido republicano se encarga de articular ese sentimiento de victimismo a su favor. En parte, les sigue la corriente diciéndoles que de todas formas algún día serán ricos, y en parte les explica que, si todavía no lo son, es por culpa del intrusivo e ineficaz Estado que supuestamente los demócratas construyen siempre.
De esta forma, la brecha entre el sentimiento de victimismo de alguien que vive en Kansas y la capacidad estadounidense de proyectar su poder en el resto del mundo es absolutamente enorme. Y yo creo que esa es una brecha que no puede reproducirse igual en ningún otro lugar.
La sospecha de que la élite sencillamente no lo entiende está profundamente arraigada en el resentimiento populista estadounidense. Se remonta como mínimo a William Jennings Bryan y las elecciones de 1896. En este sentido, la distancia también importa. En Holanda uno también encuentra referencias al hecho de que «esa gente de Amsterdam» no lo entiende. Pero esa gente de Ámsterdam está como mucho a ciento veinte kilómetros, mientras que la de Washington o Nueva York, o Berkeley, puede estar a tres mil kilómetros de distancia y culturalmente a dos mil años luz de «eso» que no entienden.
De modo que el nacionalismo provinciano estadounidense se siente remoto e incomprendido en dos sentidos, que se combinan con bastante elegancia en el temor y el desagrado que siente hacia las Naciones Unidas: una organización ajena, desconocida y de alguna forma muy lejana (situada, más precisamente, en Nueva York).
Después de todo, lo que sigue siendo un misterio insondable es que esto nunca se haya traducido de verdad en una política demagógica real de la forma en que lo ha hecho en la mayoría de los países europeos en un momento u otro. En parte, esto podría atribuirse al sistema electoral. Pero también refleja unas realidades geográficas muy simples. Por ejemplo, en Inglaterra, la xenofobia y el nacionalismo se han debilitado gracias a su sublimación, en momentos decisivos, en un partido conservador. Pero en América, la mera cuestión del tamaño influye: todo el mundo está tan lejos de todo el mundo que la coherencia y la energía organizativa necesarias para la demagogia política tienden a disiparse. Aun así, en alguna ocasión ha brotado a través de lo que Marx habría llamado el tegumento externo, en forma de Newt Gingrich, Dick Cheney, Glenn Beck o los Know-Nothings, el macartismo, etcétera, consiguiendo hacer bastante daño para amenazar la calidad de la república pero no el suficiente para que se le vea como lo que realmente es, o sea, un fascismo autóctono estadounidense.
Esto sugiere, de hecho, una cierta misión para los intelectuales patriotas estadounidenses, que consistiría en la defensa de las instituciones y la defensa de la Constitución. Y también un cierto test de prueba para los que afirman ser patriotas: a saber, ¿están defendiendo las instituciones o están congregándose en torno a una persona que tiende a plantear argumentos excepcionalistas (o totalmente estrambóticos e ignorantes en el caso de Sarah Palin) sobre lo que debería pasar con esas instituciones?
Los analistas estadounidenses son muy buenos a la hora de captar esas amenazas, a posteriori. Pero la clave está en identificarlas en el momento y a tiempo. Ahora tienen en contra una omnipresente cultura del miedo.
Estados Unidos es más vulnerable a la explotación del miedo con fines políticos que cualquier otra democracia que yo haya conocido (con la posible excepción de Israel). Tocqueville se dio cuenta de esto, así que no es que hayamos descubierto nada original. Ocupamos un espacio público conformista. Las tradiciones disidentes de Nueva York son algo marginal y apenas le afectan. En cuanto a Washington, no es un lugar en el que la disidencia ni ningún otro tipo de actividad intelectual se vea muy alentada. Están, por supuesto, los intelectuales característicos de D. C., pero la mayoría viven tan abducidos por el deseo de tener influencia que hace mucho tiempo que han perdido toda autonomía moral.
El miedo funciona de formas muy diferentes. No es algo tan claro como el viejo temor a que el rey o el comisario de policía vengan a detenerte. Es más bien una renuencia a transgredir la comunidad en la que uno vive: el temor que me han expresado judíos liberales a que les tomen por antisemitas o antiisraelíes. El temor a que te tomen por antiamericano. El temor a colisionar con la biempensante opinión académica sobre cualquier cosa, desde la corrección política a las opiniones radicales convencionales. El temor a ser impopular en un país en el que la popularidad es una virtud, algo de lo que se toma conciencia ya en los primeros años de secundaria. El temor a estar en contra de la mayoría en un país en el que el concepto de mayoría parece profundamente entronizado en la idea de legitimidad.
De modo que tal vez podríamos terminar con la cuestión del medio, de llegar a la gente en una sociedad conformista. En cierto sentido, tú has sido afortunado, al haber llegado a lo que tal vez acaben siendo los últimos estertores del medio ensayístico clásico.
Déjame que recalque la coincidencia ligando el auge de la alfabetización universal y la llegada de los medios de comunicación escritos de masas con la emergencia del intelectual público. El típico intelectual desde, digamos, 1890 a 1940 tenía la literatura como un trabajo diario. Tanto Bernard Shaw como Émile Zola, André Gide, Jean-Paul Sartre o Stefan Zweig, alcanzaron el éxito traduciendo su talento literario en una influencia muy extendida. Luego, entre 1940 y 1970, los intelectuales con un acceso y alcance comparable tendieron a ser científicos sociales de uno u otro tipo: historiadores o antropólogos, sociólogos, a veces filósofos. Esto se debió a la expansión de la enseñanza superior y la aparición del profesor de universidad como intelectual. En estas décadas, los intelectuales eran gente cuyo trabajo diario solía consistir no tanto en escribir novelas como en enseñar en la universidad.
El auge de los «catedráticos de la radio» en la Inglaterra de la década de 1950 supuso otro cambio llamativo. Obedeció al creciente temor de que la cultura de masas y la alfabetización universal de alguna forma se estaban yendo al garete. La mayoría de las sociedades avanzadas estaban entonces universalmente alfabetizadas, pero la audiencia que seguía el debate público inteligente en realidad estaba disminuyendo, al parecer de muchos, debido a la televisión, el cine y la prosperidad material. El libro The Uses of Literacy, de Richard Hoggart, y algunos de los primeros escritos de Raymond Williams abordan este tema. El temor a que en ese momento se contara con un nuevo y abonado espacio público para la comunicación pero con una capacidad cada vez más disminuida por parte del público culto de responder a él se hizo generalizado.
Esto nos lleva a la tercera y más reciente etapa, que es la televisión. El intelectual característico de la era de la televisión tiene que saber simplificar. Así que el intelectual de la década de 1980 en adelante es alguien con la capacidad de, y dispuesto a, abreviar, simplificar y dirigir bien sus comentarios: como consecuencia, hemos llegado a identificar a los intelectuales con los comentaristas de los temas de actualidad. Esto implica que tanto en su función como su estilo sea muy distinto al del intelectual en la época de Zola o incluso en la de Sartre y Camus. Internet todavía ha acentuado más este aspecto.
Hoy en día un intelectual se enfrenta a una elección. Puede comunicarse al estilo de la prensa que surgió a finales del siglo XIX: el semanal literario, la revista política mensual, la publicación periódica académica. Pero de esta forma solo llegará a una audiencia de opinión afín que a nivel doméstico ha disminuido —aunque para ser justos, también se ha expandido internacionalmente gracias a Internet—. La alternativa es ser un «intelectual de los medios». Esto implica dirigir sus intereses y sus comentarios a la cada vez menor audiencia a través de debates públicos, blogs, tweets y similares. Y —salvo en las raras ocasiones en que se suscita una cuestión moral importante o se produce una crisis— el intelectual tiene que elegir. Puede replegarse al mundo del ensayo reflexivo e influir en una minoría selecta, o dirigirse a lo que espera sea una audiencia masiva pero de una forma atenuada y resumida. Aunque para mí no está nada claro que pueda hacer ambas cosas sin sacrificar la calidad de su contribución.
No quisiera terminar sin hablar de una figura que fue extraordinariamente importante y sin duda un intelectual, pero que no encaja fácilmente en las categorías que hemos estado manejando. Y es el periodista vienes Karl Kraus, editor de Die Fackel y azote de varias clases políticas durante décadas.
Kraus constituye un caso interesante por el énfasis que pone en el lenguaje, por la deslumbrante negatividad de su crítica: utiliza las palabras para desenmascarar las falsas ilusiones y el autoengaño. Kraus, pese a su inequívoca localización en la Viena de principios del siglo XX, sigue siendo una guía válida para las circunstancias que hoy vivimos. Como comenté antes, en la Norteamérica contemporánea, los únicos críticos eficaces del poder son los periodistas, especialmente los periodistas de investigación. Y Kraus fue, antes que cualquier otra cosa, un periodista.
Si tu pregunta es quién desempeñaba la función del intelectual —de decirle la verdad al poder— en la América de George Bush, ciertamente no eran los Michael Ignatieff; ni siquiera —por muy halagador que pudiera resultar para mí— los Tonyjudts u otros intelectuales que pretenden exponer las incongruencias de la política pública. Eran Seymour Hersh, Mark Danner y algunos más: a su manera modesta, los Kraus de nuestra era.
Kraus ya supo ver esto hace un siglo. Cuanto más democrática es una sociedad, más limitada es la influencia de los verdaderos intelectuales. La crítica inteligente, literaria o impresa, de los que ostentan la autoridad funciona mejor cuando la influencia y el poder son gestionados dentro de un círculo restringido. Como cuando Voltaire era recibido por Federico de Prusia o Zola era leído por absolutamente todos los políticos franceses de su época. Pero hoy en día, los intelectuales solo tienen éxito si pueden circunvalar o cortocircuitar el acceso convencional al poder y —ya sea por su buena puntería o sencillamente por buena suerte— tocan un nódulo particularmente sensible de la persona de un responsable político, o de la opinión pública. Más allá de este oportunismo, la única forma de movilizar al público contra los que están en el poder consiste en destapar un escándalo, destruir la reputación de alguien o establecer un puesto de información alternativo. En resumen, actuar como un Kraus moderno.
Si los intelectuales quieren defender la veracidad frente a una verdad superior o, por utilizar una expresión de los años de Bush, frente a la corazonada, tienen que sonar de una manera determinada. Tienen que cuidar del lenguaje en cierta forma. La puntualización que Orwell hizo a este respecto seguirá eternamente vigente, sin duda, si los intelectuales quieren sobrevivir y ser tenidos en cuenta.
Creo que la tarea del intelectual es captar la esencia de la brevedad, un don que es evidente que no todo el mundo tiene. Decir algo importante, preferiblemente algo que vaya en dirección contraria a lo que la gente cree; decirlo bien, para que el público entienda que la claridad de la exposición se corresponde con la veracidad del contenido: pero decirlo de formas que resulten accesibles. La confusión intelectual es contraproducente. Habría mucho que decir en relación con respetar la capacidad de la gente de captar un razonamiento complicado si se expone con claridad. ¿Y luego? Tienes que esperar que en el espacio público siga quedando sitio para este tipo de aportación: puede que no lo haya, puede que los foros para este tipo de comunicación desaparezcan o estén ya desapareciendo. Desde luego, muchos que hoy en día pasan por intelectuales son incapaces de escribir ni comunicarse con coherencia. Y entre ellos se incluyen personas muy inteligentes.
La cuestión más amplia es si vivimos en una economía política en la que los medios se han centralizado —pese a que parezca que se han descentralizado, se han centralizado— y si esa es una de las razones por las que es difícil comunicar una opinión disidente.
Bueno, podríamos hacernos esa pregunta con respecto a lo que estamos haciendo ahora mismo. Llevamos varios meses manteniendo una conversación larga y seria. ¿Qué vamos a hacer ahora con ella? La vamos a plasmar en un libro. Si tenemos suerte, a nuestro libro le dedicarán una reseña en todas las buenas publicaciones intelectuales y también en The New York Times, y luego, si esas críticas son positivas, y Penguin es una editorial tan buena como se supone en eso de vender libros, venderemos (y esto será un logro increíble) digamos que ochenta mil libros en este país. Y, siendo optimistas, añadamos otros cuarenta mil (esto es muy optimista) en el resto del mercado de lengua inglesa. Y tal vez no nos vaya tan mal en Brasil, la Europa continental, etcétera. En resumen, habremos alcanzado un éxito fuera de lo normal si llegamos a vender doscientos cincuenta mil libros en todo el mundo. Eso sería considerado un logro sin duda extraordinario para un libro así.
Pero también cabría considerar esta cifra de ventas como una mera bagatela. Doscientas cincuenta mil personas, la mayoría de las cuales ya están de antemano de acuerdo con nosotros. Y muchas de las cuales seguro que ya conocen a uno de nosotros o a los dos, y, directa o indirectamente, se sentirán encantadas de ver sus ideas inteligentemente reflejadas. En fin, existe una posibilidad bastante alta de que a alguno de nosotros —espero que seas tú— Charlie Rose le invite a hablar del libro y sus ideas. Pero sabes que no llegaremos a vender un millón de ejemplares, ni siquiera medio, pase lo que pase. Y esto no debería avergonzarnos, porque, si lo consiguiéramos, seríamos un supervenías como Stephen King y habríamos traicionado nuestra vocación.
De modo que, en este sentido, lo que estamos haciendo no deja de resultar extraño. El ejercicio intelectual que estamos llevando a cabo no tendrá consecuencias de gran alcance, y a pesar de eso lo hacemos. Obviamente, esta es la condición de la mayoría de la gente que escribe: lanzar una carta al océano con la vana esperanza de que alguien la encuentre. Pero para los intelectuales, escribir y hablar con pleno conocimiento de lo limitada que es su influencia, al menos a primera vista, constituye una empresa curiosamente inútil. Y, sin embargo, es lo mejor que podemos esperar.
Porque, al fin y al cabo, ¿cuál es la alternativa? ¿Escribir alguna ñoñería sentimentaloide sobre los intelectuales para The New York Times Magazine? Cualquier cosa que tengamos que decir sobre el relativismo, el nacionalismo o la responsabilidad intelectual, e incluso el criterio político, sería leída sin duda por millones de personas. Pero lo editarían, lo expurgarían y lo reducirían a un mero conjunto de generalidades aceptables. Ello iría seguido de un intercambio de cartas centradas exclusivamente en algún aspecto superficial o marginal de nuestra conversación —algo de lo que yo he dicho sobre Israel o de lo que tú has manifestado sobre el nacionalismo estadounidense—, lo que nos condenaría a ser calificados como estadounidenses renegados o judíos antisemitas. Y ahí acabaría la cosa.
Así que no sé qué responder a tu pregunta. ¿La manera real de influir en el mundo en general? Soy bastante escéptico sobre qué pueden hacer los intelectuales al respecto. Nuestros mejores momentos surgen alguna vez, pero pocas: como Aron dijo en una ocasión, no todo el mundo se topa con un caso Dreyfus. Pero si estoy orgulloso de alguna de mis contribuciones no académicas, sigue siendo de esta: durante los debates previos a la guerra de Irak, yo dije «no». Y lo dije en un foro bastante destacado, en un momento en el que casi todo el mundo —incluidos muchos de mis amigos y colegas— estaban diciendo «sí». Había mucha gente que opinaba como yo, que tenía las mismas ideas que yo, que tal vez las hubiera podido expresar como mínimo igual de bien, pero no estaba en posición de hacerlo. Porque no fueron invitados al programa de Charlie Rose, ni escribían en las páginas de opinión de The New York Times ni publicaban ensayos en The New York Review. Yo fui un privilegiado, y estoy orgulloso de haber utilizado ese privilegio como debía.
En tu libro The Burden of Responsibility, afirmas que Camus, a pesar de todo, es un típico intelectual francés; que Aron, pese a lo que todos pensaban, era un típico intelectual francés, y que Blum, pese a ser un político, era un típico intelectual francés. Y en cada caso el argumento siempre me pareció un poco forzado. Me pregunto si lo que realmente querías decir no es tanto que fueran típicamente franceses, como que fueron intelectuales porque asumieron su responsabilidad.
Lo que quería transmitir sobre Camus, Blum y Aron es que todos ellos defendieron a Francia precisamente en un momento en el que su importancia dentro del debate francés se consideraba menor y sus opiniones contrarias a los intereses franceses. Quería apuntar a la idea de que los tres fueron pensadores verdaderamente independientes en un momento en el que ser independiente suponía un gran peligro y te relegaba a un segundo plano dentro de tu comunidad, además de granjearte el desprecio de tus colegas intelectuales.
Puede que la razón por la que me pareció interesante contar esta historia es porque hay una narración subterránea del siglo XX pendiente de contar sobre los intelectuales que se vieron obligados por las circunstancias a quedar fuera, y a veces incluso a situarse en contra, de su comunidad natural de origen e intereses.