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PARÍS, CALIFORNIA:
INTELECTUAL FRANCÉS
En Cambridge, y luego en París, el socialismo no era solo un objetivo político, sino mi área académica de estudio. En algunos aspectos esto no cambió hasta mis primeros años de la madurez. Cuando fui por primera vez a Cambridge como estudiante de licenciatura se cumplía el treinta aniversario del Frente Popular, la coalición de izquierdas francesa que había ocupado durante un breve periodo el poder en Francia, con el socialista Léon Blum de primer ministro. En aquel momento, este aniversario desencadenó una avalancha de libros en los que se describía y evaluaba el fracaso del Frente Popular. Muchos de los que abordaron este tema lo hicieron con el objetivo explícito de ofrecer unas lecciones que garantizaran el éxito la próxima vez: una alianza transformadora de los partidos de la izquierda seguía pareciendo posible y deseable para muchos.
Al principio yo no estaba especialmente interesado en las cuestiones políticas inmediatas suscitadas en estos debates. Desde la perspectiva de la educación que yo había recibido, el comunismo revolucionario había sido un desastre desde el principio, y para mí no tenía mucho sentido reevaluar sus perspectivas futuras. Por otro lado, yo llegué a Cambridge durante el cínico, mermado, autoindulgente y cada vez más abocado al fracaso gobierno de Harold Wilson. Parecía que aquel trimestre tenía poco que ofrecerme. De modo que mi interés por las perspectivas de la socialdemocracia me impulsó a irme fuera, a París, lo que apunta a que fue la política lo que me introdujo en mis estudios franceses y no al revés.
Aunque esto pueda parecer extraño en retrospectiva, dado mi pensamiento político y la turbulencia que se vivía en aquel momento allí, yo necesitaba París para convertirme en un estudiante de Historia hecho y derecho. Me concedieron la beca anual de investigación de Cambridge para ocupar una plaza de postgrado en la École Normale Supérieure, una posición ideal desde la que estudiar y observar la vida intelectual y política francesa. Una vez establecido allí, en 1970, me convertí en un verdadero estudiante —más de lo que en realidad había sido en Cambridge— y realicé importantes progresos en relación con mi tesis doctoral sobre el socialismo francés de la década de 1920.
Empecé a buscar orientación académica. En Cambridge, no puede decirse exactamente que te enseñaran: uno se limitaba a leer libros y a hablar sobre ellos. Allí tenía una amplia variedad de profesores: anticuados historiadores empiricistas liberales ingleses, historiadores metodológicos intelectualmente sensibles y unos pocos historiadores económicos de la vieja escuela de izquierdas de entreguerras. En Cambridge, los encargados de supervisar mi tesis doctoral, lejos de introducirme en metodologías históricas, desaparecían constantemente. El supervisor a quien me habían asignado, David Thomson, murió poco después de que me entrevistara con él por primera vez. Mi segundo supervisor fue un historiador de la Tercera República de Francia, un anciano encantador, J. R T. Bury, que servía un jerez excelente pero sabía poco de mi tema. No creo que me reuniera más de tres veces con él durante mi trabajo doctoral. Así que durante el primer año de estudios doctorales en Cambridge, 1969-1970, carecí completamente de dirección.
No solo tuve que encontrar el tema de mi tesis, sino inventarme partiendo de cero la problématique, los interrogantes que tendría sentido plantear y los criterios que seguiría para responderlos: ¿por qué el socialismo no había cumplido sus promesas? ¿Por qué el socialismo en Francia no había alcanzado los logros de la socialdemocracia del norte de Europa? ¿Por qué no hubo revueltas ni revolución en Francia en 1919 pese a las previsiones de que iba a haberlas y sí se produjo un levantamiento radical en otros lugares? ¿Por qué el comunismo soviético fue mucho más capaz en aquellos años de heredar el manto de la Revolución francesa que el socialismo autóctono de la Francia republicana? Muy en el fondo subyacían las preguntas implícitas sobre el triunfo de la extrema derecha en la década de 1930. ¿Había que interpretar el aumento del fascismo y del nacionalsocialismo simplemente como un fallo de la izquierda? Eso es lo que a mí se me ocurría sobre el tema en aquel momento; solo mucho más tarde estas incipientes preguntas llegarían a tomar cuerpo para mí.
Yo leía todo lo que llegaba a mis manos. Desentrañé hasta donde pude cuáles debían ser las fuentes para un tema como este y dónde encontrarlas, y a continuación me puse a leerlas. Lo único útil que podía hacer en Inglaterra, antes de trasladarme a París y obtener acceso a los archivos franceses, era leer la prensa francesa de la época de la postguerra de la Primera Guerra Mundial. De modo que me fui a Londres a pasar el primer trimestre de 1970, me alojé con la madre de Jacquie Phillips y empecé a leer la colección francesa de la hemeroteca del British Museum en Colindale, a fin de familiarizarme más con la Francia de 1920. Como es natural, esta estancia me acercó más todavía a la familia Phillips, y Jacquie y yo nos casamos al año siguiente. Hicimos una gran boda judía bastante tradicional, bajo un chuppah, que completamos con la rotura de un vaso.
Al aceptar mi beca de investigación en la École Normale Supérieure, estaba adquiriendo también otro tipo de compromiso: con Francia, con la historia francesa y con los intelectuales franceses. Gracias a mi preparación de Cambridge, yo sabía exactamente con quién necesitaba hablar en París, hice mis propios contactos allí y me supervisé a mí mismo bastante bien. (Aunque había sido oficialmente asignado a un asesor académico francés —el catedrático René Rémond—, no nos preocupamos mucho el uno del otro y, de mutuo acuerdo, solo nos reunimos una vez).
De repente me encontré en el epicentro del establishment intelectual, pasado y presente, de la Francia republicana. Yo era muy consciente de que estaba estudiando en el mismo edificio en el que Émile Durkheim y Léon Blum habían estudiado también a finales del siglo XIX, o Jean-Paul Sartre y Raymond Aron treinta años más tarde. Me sentía loco de contento, rodeado de estudiantes inteligentes, con ideas afines a las mías, en un entorno ubicado en el V Distrito, similar a un campus, que combinaba el confort residencial con una biblioteca extraordinariamente útil de la que uno podía coger prestados libros (casi desconocida en el París de entonces y hasta ahora).
Para bien y para mal, empecé a pensar y hablar como un normalien. Esto era en parte una cuestión de forma: adoptar posturas y asumir un estilo, tanto académico como de otro tipo; pero también constituía un proceso de adaptación osmótica. La École estaba llena de jóvenes franceses con una formación absurdamente excesiva, egos desmedidos y el pecho hundido: muchos de ellos son ahora eminentes catedráticos y altos cargos diplomáticos en todo el mundo. Era un ambiente intenso, cerrado, muy distinto al de Cambridge, y allí aprendí una forma de razonar y de pensar que todavía hoy permanece en mí. Mis colegas y coetáneos argumentaban con un rigor y una profundidad admirables, aunque a veces no estaban muy abiertos a las evidencias y los ejemplos que proporciona la experiencia mundana. Yo adquirí las virtudes de este estilo de pensar, pero también, indudablemente, sus defectos.
Volviendo la vista atrás, gran parte de mi identificación con la vida intelectual francesa se la debo a mi encuentro con Annie Kriegel, la gran historiadora del comunismo francés. Tomé contacto con ella en París debido sencillamente a que ella había escrito el libro sobre mi materia de investigación, su obra magna en dos volúmenes titulada Aux origines du communisme français. Su insistencia en comprender el comunismo históricamente —el movimiento en sí, más que la abstracción— ejerció una gran influencia sobre mí. Y era una persona tremendamente carismática. Annie, a su vez, estaba sorprendida de encontrar a un inglés que hablara un francés decente y a quien además le interesaba el socialismo, más que el comunismo, por entonces más en boga.
El socialismo de aquellos años parecía muerto como materia histórica. El Partido Socialista Francés había obtenido unos resultados bastante malos en las elecciones parlamentarias de 1968 y más adelante, en 1971, se había derrumbado, tras una pobre actuación en las recientes elecciones presidenciales. Es cierto que había sido convenientemente reconstruido por el oportunista François Mitterrand, pero como una máquina electoral desprovista de vida bajo un nuevo nombre y despojado de su antiguo espíritu. A principios de la década de 1970, el único partido de izquierdas con perspectivas a largo plazo parecía ser el comunista. En la elección presidencial de 1969 los comunistas habían obtenido el 21 por ciento de los votos, sacándoles una clara ventaja a todos los demás partidos de izquierdas.
El comunismo, entonces, parecía ocupar el lugar central en el pasado, presente y futuro de la izquierda francesa. Tanto en Francia como en Italia, por no hablar de otras tierras más al este, podía presentarse, y de hecho lo hacía, como el vencedor de la historia: el socialismo parecía haber perdido en todas partes excepto en el extremo norte de Europa. Pero a mí no me interesaban los ganadores. Annie me comprendía en esto y lo veía como una cualidad encomiable en un historiador serio. Por eso fue gracias a ella y a sus amigos —entre ellos el gran Raymond Aron— como encontré mi camino para adentrarme en la historia de Francia.
Annie Knegel era una mujer dura, complicada. De un tamaño físico engañosamente pequeño (medía 1,25), se había unido a la Resistencia francesa a la edad de dieciséis años (su coetáneo Maurice Agulhon, más tarde autor de La République au village, recordaba que Annie guardaba una metralleta colgada de la pared de su dormitorio mucho después de la liberación). A principios de la década de 1950, se convirtió en una doctrinaria estalinista y secretaria de organización y comisaria política de facto del movimiento estudiantil comunista en París. Como muchos otros de su generación, abandonó la filiación política de su juventud tras la Revolución húngara y su represión por parte de los soviéticos en 1956. Con el tiempo se convirtió en una reconocida experta sobre el tema de sus propias afiliaciones pasadas.
Cuando yo la conocí, Annie estaba aplicando a Israel y al sionismo el mismo compromiso y fervor incondicional que en su momento había reservado para la URSS. Curiosamente, o quizá no tanto, resultó que me vi fuertemente atraído hacia una mujer cuyo pasado comunista y presente sionista me resultaban casi igualmente antipáticos. Y sin embargo, Annie Kriegel fue una de mis dos grandes influencias intelectuales de principios de la década de 1970 (la otra fue George Lichtheim). Dice mucho de Annie que, pese a que yo disintiera de sus conclusiones en mi tesis doctoral, ella accediera con entusiasmo a escribir el prólogo de esta cuando fue publicada como mi primer libro (La reconstruction du Parti Socialiste, 1920-26).
De hecho, en aquella obra, las veces que yo citaba a Annie era en desacuerdo con ella; como regla general, evité por completo tratar fuentes secundarias relativas a mi tema. Estaba bastante decidido a no escribir otra monografía histórica más al estilo inglés o estadounidense, de esas que abordan todas las interpretaciones añadiendo a continuación alguna pequeña y cautelosa revisión propia. Yo en cambio quería ver lo que podía conseguir por mi cuenta.
Si esto resulta algo presuntuoso para un joven estudioso de veintitantos años, lo único que puedo alegar en mi defensa es que yo no solo no sabía mucho de la literatura secundaria, sino que tampoco me habían enseñado nunca a abordarla. En materia historiográfica, lo que sabía lo había aprendido prácticamente por mi cuenta. Pese a mi licenciatura en Historia por la Universidad de Cambridge, era un poco —quizá demasiado— autodidacta. De este modo, y más de lo que en aquel momento yo era consciente, me unía a la larga y en ocasiones prestigiosa tradición de historiadores que deben mucho —demasiado— de su formación a sus propias y no dirigidas lecturas.
Por aquellos mismos años también conocí en París a Boris Souvarine, uno de los fundadores del comunismo francés, pero tal vez más conocido por ser el autor de una de las primeras (y todavía una de las mejores) narraciones sobre Stalin y el estalinismo. Fue de Souvarine de quien aprendí —o quizá gracias a quien confirmé— algo que he intentado transmitir en varios de mis libros: la profunda fe marxista en la que se apoyaba la vieja izquierda europea, independientemente de a qué parte del espectro de la política radical perteneciera. Souvarine me contó una divertida historia que ilustra bastante bien este punto.
Charles Rappoport era otra de las figuras que integraban aquella generación fundadora del comunismo, y en cierta ocasión, a principios de la década de 1920, él y Souvarine estaban hablando de Jean Longuet, uno de los líderes del Partido Socialista Francés en la época de la Primera Guerra Mundial. Longuet era un conciliador nato que siempre estaba buscando un camino intermedio entre Lenin y los integrantes de la corriente dominante del socialismo europeo, por lo que sus maniobras eran bastante mal recibidas por sus colegas radicales. Además, era nieto de Marx. Así que Rappoport se volvió a Souvarine y comentó: «Verás, lo que pasaba con Longuet era que il voulait contenter tout le monde et son grand-père»: quería complacer a todo el mundo y a su abuelo, una ingeniosa alusión a «Il voulait contenter tout le monde et son père», la frase con la que culminaba El molinero, su hijo y el asno, una de las fábulas más conocidas de La Fontaine. Esto captaba perfectamente la manera de ser de Longuet y los que, como él, siempre tratan desesperadamente de conciliar sus lealtades marxistas con cualquier situación en la que se encuentren. Pero esta anécdota y todo lo que implica capta otro aspecto esencial en los intelectuales de la izquierda: las referencias compartidas derivadas no solo de un objetivo político común sino de un montón de lecturas.
El periodo de estudio al que elegí circunscribir mi tesis, de 1921 a 1926, me mantenía a cierta distancia de la década de 1930 y el tema del Frente Popular. Pero, en cualquier caso, yo ya me había sentido atraído por la trágica figura de Léon Blum, clave en la política del Partido Socialista de la década de 1920, en la que se centraba mi estudio, y que por supuesto continuaría ocupando el cargo de primer ministro de Francia durante la siguiente. En aquel momento a mí no se me hubiera ocurrido escribir una historia de carácter biográfico; pero Blum ya era clave en mi historia, porque él representaba algo que iba más allá del socialismo político: un intento continuado por imbricar los ideales del siglo XIX en la política de masas del siglo XX.
Aunque a mí no me gustaba, y sigue sin gustarme, hacer entrevistas, entrevisté al hijo de Léon Blum y a su nuera, Robert y Renée-Robert Blum. Lo que intentaba, aunque torpemente, era encontrar la forma de penetrar en la mentalidad de la generación de intelectuales europeos nacidos entre 1870 y 1910. Blum había nacido en 1872: poco después que Rosa Luxemburg, tres años antes que Luigi Einaudi, siete antes que William Beveridge, y diez que Clement Atdee y John Maynard Keynes. Lo que Blum comparte con todos ellos es la característica mezcla de autoconfianza cultural con un sentido del deber que les lleva a involucrarse en las mejoras públicas.
Al interesarme por el periodo anterior a 1939, pero centrar mi atención en los herederos de izquierdas de la Europa liberal, estaba sin duda esquivando ciertas cuestiones cruciales de la política y sobre todo de la vida intelectual de aquellas décadas. Lo que faltaba en el pensamiento de la izquierda y del centro de la época de entreguerras era algún tipo de reconocimiento de la posibilidad del mal como un elemento limitador, y mucho menos dominador, de las cuestiones públicas. La delincuencia política deliberada, como la que llevaron a cabo los nazis, era simplemente incomprensible en sus propios términos para la mayoría de los analistas y críticos, tanto de derechas como de izquierdas de la época.
El hecho de que las hambrunas y el terror estalinistas de la década de 1930 no fueran comprendidos por la mayoría de los analistas occidentales ilustra la cuestión. La Primera Guerra Mundial indudablemente había enterrado muchas de las ilusiones progresistas de décadas anteriores; pero todavía no había sustituido ante ellos la imposibilidad de la poesía. De hecho, hubo para quienes la década de 1930 no fue de ninguna manera la década «mezquina y deshonesta» de Auden.
Richard Cobb, el historiador de Oxford, nacido en 1917, recordaba el París del Frente Popular como un lugar feliz, lleno de esperanza y optimismo. Para Cobb y muchos otros, los años treinta fueron una época de grandes energías, a la espera de ser movilizadas. Ciertamente, todo el mundo estaba sobrecogido por una sensación de catástrofe o de fin de una era. El propio Frente Popular (tanto en Francia como en España) era una sorprendente coalición de socialistas, comunistas y radicales. Las reformas que llevó a cabo en Francia, incluidas las vacaciones pagadas, una semana laboral más corta, el reconocimiento de los derechos sindicales, etcétera, iban mucho más allá de lo que los aliados de Blum habían imaginado. Los comunistas especialmente, siguiendo las instrucciones de Moscú de apoyar a un gobierno burgués de izquierdas frente a la emergente amenaza de la Alemania nazi, no tenían interés en asustar a la clase media, y mucho menos en promover la revolución.
Sin embargo, para los de derechas, sí parecía estar teniendo lugar una revolución. El brillante crítico reaccionario Robert Brasillach, que escribía en Je suis partout, estaba bastante convencido de estar viviendo una reedición de la Revolución francesa. Pero esta era una revolución, pensaba Brasillach, cuyas consecuencias superarían a las de sus predecesoras francesa y rusa, porque realmente podía triunfar sin ni siquiera violentar sus propios principios. Y, lo que era aún peor, estaba dirigida por Léon Blum, un intelectual judío.
Lo que a mí me interesaba de Blum como judío era precisamente eso: el odio que suscitaba. Hoy en día nos resulta difícil imaginar siquiera el grado de prejuicios abiertos y sin remordimientos que alguien como Blum pudo inspirar en aquellos años, simple y únicamente por su origen judío. Por otro lado, el propio Blum a menudo no fue consciente del nivel y las implicaciones de este antisemitismo público y su invocación en contra suya. Había, por supuesto, cierta ambivalencia en la propia identidad de Blum: pese a sentirse descarada y absolutamente francés, era a la vez abierta y orgullosamente judío. En años posteriores combinó una gran simpatía por el recién alumbrado Estado judío en Oriente Próximo con una casi total indiferencia por el mensaje sionista en sí. Estas identificaciones y entusiasmos claramente incompatibles tal vez no estuvieran tan lejos de los que yo mismo había sentido en distintos momentos, lo que tal vez explique el interés que este hombre ha despertado en mí siempre.
En ese momento, sin embargo, yo mantenía las cuestiones judías muy alejadas de mis intereses académicos. Pese a mi reciente y entusiasta implicación con Israel, en aquellos años, principios de la década de 1970, no se me habría ocurrido hacer del judaísmo de Blum un tema de estudio. El compromiso político había absorbido toda mi atención adolescente. Pero una vez lo abandoné, era como si las cuestiones judías ya no despertaran mi atención y mucho menos un interés en mi vida profesional. En retrospectiva, me doy cuenta de que había terminado mi «década judía» y estaba absolutamente volcado en prepararme para la «década francesa».
Lo que en la década de 1970 me obsesionaba eran las instituciones, los partidos políticos y las teorías sociales: todo lo cual tendía a considerar, aunque nunca lo explicitara, como el producto de unas condiciones sociales. En el Cambridge de la época, y de distintas formas, Quentin Skinner y John Dunn enseñaban Historia de las Ideas con una especial atención a la contextualización cultural, epistemológica y textual de la producción intelectual. Yo creo que ellos fueron sin duda los responsables de mi interés en pensar seriamente sobre lo que significa someter a análisis unas ideas inicialmente desarrolladas y expuestas en otra época o en otro lugar. Pero el contexto para mí seguía siendo social, o como mucho político, más que religioso, cultural o hermenéutico.
En París hice lo que debía hacer un académico: escribí una tesis, encontré un editor para que la publicara y salí en busca de nuevos campos. Pero en otros aspectos, en realidad no sabía muy bien qué era lo que estaba haciendo y adonde me conducía. No tenía claro cómo convertirme en un historiador académico ni qué significaba eso, aunque yo no valiera para mucho más. Al final, fui capaz de cuadrar mis diversos intereses y afinidades con una carrera académica, pero solo gracias a la buena suerte y a la generosa ayuda de otras personas.
Tras acabar mi doctorado, al principio fui incapaz de encontrar una beca o conseguir un puesto académico, y ya me había resignado a aceptar un puesto en un prestigioso colegio masculino del sur de Londres. Gracias a John Dunn, mi amigo y mentor en el King's, pospuse mi aceptación del trabajo lo bastante para enterarme de que me habían ofrecido una beca de investigación en King's.
Si fui capaz de meter la cabeza en Cambridge fue en gran parte gracias a George Lichtheim, el gran historiador del marxismo y el socialismo, un benefactor a quien nunca llegué a conocer. Había leído todos sus libros importantes entre 1968 y 1973, y sin duda estaba en deuda con su perspectiva: la de un observador simpatizante pero implacablemente crítico del marxismo de finales del siglo XIX y principios del XX. Tanto Lichtheim como Annie Kriegel escribieron al parecer unas cartas de recomendación muy entusiastas sobre mí, basadas en ambos casos en la lectura de mi tesis doctoral. A ellos les debo todo, y para mí no hay otras dos personas con quienes me hubiera agradado más estar en deuda.
Pero Lichtheim y Kriegel representaban unos gustos minoritarios, y ambos eran outsiders, al menos para el mundo académico inglés. Richard Cobb, el principal historiador francés de habla inglesa de la época y una figura muy influyente en mi campo, realmente nunca me consideró un historiador. Para Cobb yo era un intruso en la disciplina con los peores instintos de un intelectual francés: alguien que escribía de política bajo el disfraz de una beca de Historia.
Gracias a su veto, me negaron todas las demás becas y puestos que solicité tanto en Oxford como en Cambridge en aquellos años. Mi tesis no encontró editor en Gran Bretaña. Aunque me había proporcionado la beca del King's, solo se publicó en francés: Presses de la Fondation Nationale des Sciences Politiques, que debía haber recibido una fuerte recomendación antes de comprometerse a publicar el primer libro de un inglés desconocido, probablemente de Annie Kriegel, me ofreció un contrato para publicarlo.
El hecho de que yo nunca intentara de nuevo encontrar un editor en lengua inglesa probablemente sugiere algo más: yo realmente era un intelectual más que un académico, y completamente ingenuo en lo referente a cálculos o planificaciones profesionales estratégicas. Sencillamente, nunca se me ocurrió que publicar mi primer libro en francés fuera una iniciativa un tanto absurda si quería abrirme camino en el mundo académico estadounidense o británico de la Historia. Cobb no estaba del todo equivocado: había algún tipo de error en las categorías. Yo seguía la trayectoria profesional de un historiador inglés, pero me veía como un disidente intelectual francés y actuaba conforme a ello.
A principios de la década de 1970 todavía se podía enseñar Historia en Inglaterra estando completamente separado de la comunidad académica estadounidense. El Atlántico era mucho más grande en aquellos días. Sin embargo, un par de años después de conseguir mi beca en el King's, la suerte y un brevísimo contacto me proporcionaron la oportunidad de ir a California. Yo estaba cenando una noche en King's College con F. Roy Willis, un antiguo alumno del King's que por entonces daba clases en la Universidad de California en Davis y había escrito una temprana historia de la unificación europea, France, Germany and the New Europe. Nueve meses después de nuestro fugaz encuentro, me llamó a Cambridge y me preguntó si me gustaría ir un año a Davis.
Al estilo típico americano, Willis me comunicó cuál sería el salario anual. Yo dudé: era tan superior a lo que entonces yo ganaba en Cambridge que me pregunté si le habría oído bien. El a su vez malinterpretó mi vacilación y aumentó la oferta: ¡aquella fue mi primera y más exitosa incursión en el mundo de la negociación! Jacquie y yo volamos a Boston al verano siguiente, y tras una breve estancia con un amigo de Cambridge, Massachusetts, compramos un viejo y enorme Buick y nos dispusimos a cruzar el país.
Aquel año en Davis, 1975-1976, fue mi primera experiencia en Estados Unidos. Y resultó maravillosa. Nada dependía de ello. Era la primera vez que enseñaba Historia de Europa, y me di cuenta de que en California no podía hacer lo que casi todo el mundo hacía en Cambridge, o sea, leer mis conferencias. En cambio, aprendí a improvisar y me convertí en un profesor de universidad competente.
Mis alumnos americanos entendían el aprendizaje de una forma muy distinta a la de sus homólogos ingleses. En California yo daba clase a gente joven que no sabía mucho, pero que tampoco se avergonzaba de admitirlo y estaba dispuesta a aprender. En Inglaterra, a partir de los dieciséis años son pocos los que están dispuestos a reconocer su ignorancia y mucho menos en Cambridge. Esto conlleva un estilo conversacional más confiado, pero también implica que el típico estudiante inglés pase años sin leer algunos textos fundamentales porque nadie se plantea nunca que no se los haya leído.
Cuando volvimos a Inglaterra, en 1976, Jacquie y yo comenzamos a distanciamos; en diciembre de 1976 nos separamos, y dos años después nos divorciamos. Las razones de esta ruptura no son difíciles de averiguar. California había abierto mis horizontes y, aunque había declinado la oferta de un puesto permanente en Davis, la vuelta a Cambridge me resultó decepcionante y en definitiva insatisfactoria. Antes de marcharnos a Estados Unidos, Jacquie y yo habíamos estado viviendo en un pequeño apartamento de dos dormitorios; cuando volvimos de California había llegado obviamente el momento de comprar algo más grande. Pero el hecho de comprar una propiedad, como ocurre a menudo, hace que te concentres. Hasta entonces, o así me parece visto desde hoy, me había limitado a seguir la senda que mis estudios de postgrado parecían haber marcado para mí; ahora ya no estaba tan seguro de querer que mi vida fuera así. Me resultaba difícil aceptar que a eso se redujera todo: una profesión, una universidad, una casa, una esposa.
Después de nuestra separación, me fui a vivir a Francia un tiempo para investigar en mi segundo libro, Socialism in Provence. La mayor parte del primer semestre de 1977 lo pasé en la baja Provenza, en el departamento de Var, donde estaban mis fuentes y donde Nicholas Kaldor, economista y compañero del King's, me había ofrecido alojarme en su casa de La Garde-Freinet, un pueblecito a unos doce kilómetros al norte de Saint-Tropez. Era una encantadora casa de pueblo típica de la zona, situada en una calle llena de casas vacías y cerradas, con la fachada frontal bañada por el sol y la trasera mirando a las sombras, las praderas y las colinas. Me sentía feliz de ser soltero otra vez, por primera vez desde los dieciocho años; de vivir solo, con el único propósito y el reducido número de pertenencias que necesitaba para trabajar y vivir: un coche, una maleta llena de ropa, el dinero justo y una casa que sería mía hasta el verano.
La vida en La Garde-Freinet seguía una inveterada rutina. Antes de la llegada de los turistas en verano, la comarca era muy del estilo de la vieja Provenza, con unos pocos y ancianos supervivientes que hablaban el dialecto tradicional. Los movimientos de las ovejas y los pastores, las viejas pautas de la economía rural y la vida en aquel pueblo de montaña seguían recordando a los tiempos del siglo XIX. Todavía vivía inmerso en mi tema de estudio —los orígenes económicos y sociales del socialismo rural en la Provenza—. Estaba bien dans ma peau en todos los sentidos.
Todas las mañanas me levantaba, salía de casa y me montaba en el vetusto Citroën DS 19 que había comprado al volver de Estados Unidos; empezaba a bajar la colina en punto muerto (el motor de arranque no funcionaba) y, como la carretera era toda cuesta abajo hasta la costa, cargaba el coche todos los días y tenía batería suficiente para volver a casa. Aparcaba en Sainte-Maxime, me compraba una baguette, algo de queso, fruta, una botella de agua mineral y los periódicos locales, y me sentaba en la playa durante tres horas, alternando los baños con la lectura; luego volvía al coche y subía de nuevo la montaña para darme una ducha, dormir un poco de siesta y a continuación dedicaba muchas horas a trabajar en el libro, hasta bien entrada la noche.
Pasaba tardes enteras en bibliotecas de la localidad, los archivos municipales, los archivos provinciales de la localidad cercana de Draguignan y los archivos urbanos de la ciudad costera de Toulon. Desde entonces he investigado otros libros, pero nunca con la misma escala de intensidad ni la misma familiaridad local. La experiencia me confirmó en la opinión de que ningún historiador debería abordar un trabajo de investigación basado en fuentes primarias a menos que se le permita un acceso directo y continuado a los materiales de archivo. La investigación a distancia, basada en unas cuantas visitas relámpago, es como mínimo frustrante y por general insuficiente para su propósito.
Yo tenía entonces veintimuchos años y me estaba separando de mi primera mujer, para disgusto de mis padres. Por supuesto, luego me volvería a divorciar, mi hermana Deborah también se divorciaría dos veces, y al final incluso mis padres se divorciaron; pero el mío fue el primer divorcio en nuestro núcleo familiar. Aunque más tarde me enteraría de que el divorcio y los matrimonios múltiples, en distintas variaciones y formatos, eran bastante comunes en la historia de mi familia, mis padres y yo ya estábamos lo bastante asimilados a la Inglaterra de 1950 como para pensar en el divorcio como algo fuera de lo normal y que debía evitarse.
Al margen de mi aparente incapacidad para encontrar a la mujer adecuada, sin embargo, a mis padres les parecía que la mía era una vida bien vivida, aunque un poco opaca para ellos. No era obvio (para ellos) que lo que yo hacía era «trabajar», al menos no tal y como ellos lo entendían, tanto más cuanto que mi empleador no ponía objeción a que desapareciera en el sur de Francia durante seis meses. Mi madre, que (como todos los de su generación) se había visto profundamente influida por el desempleo de la década de 1930, tenía miedo de que Cambridge me quitara el trabajo si pasaba demasiado tiempo fuera. Con el tiempo, llegaron a entender lo que era la vida académica, la investigación y la titularidad de una cátedra, si bien no estoy seguro de que ninguno de los dos comprendiera del todo a qué me dedicaba hasta la publicación y el éxito de Postguerra.
En 1977, mientras pensaba y escribía sobre los jornaleros de la Francia rural y la clase obrera francesa del siglo XIX, supongo que yo seguía todavía defendiendo e incluso practicando cierto tipo de marxismo —al menos como enfoque histórico— a la vez que políticamente mantenía la distancia con él y solo reconocía a medias su impacto en mi trabajo. Mi primer libro también había tratado sobre los marxistas, pero no era en absoluto historia social tal y como entonces yo la concebía, dado que se centraba principalmente en los partidos y activistas políticos.
Yo no tenía nada en contra de lo que yo creía que era historia social clásica. Todo lo contrario: en aquellos años, lo que más me motivaba era el ejemplo de Maurice Agulhon y su obra La République au village. Agulhon había revelado e ilustrado las fuentes del radicalismo político que cobró forma en la Francia rural durante la primera mitad del siglo XIX; en concreto, describía las extendidas esperanzas de alcanzar un determinado socialismo campesino, frustrado en 1851 por el golpe de Luis Napoleón Bonaparte.
Bajo la influencia de Agulhon y otros historiadores del sur de la Francia rural, mi intención era escribir una historia social de las bases populares a mi manera: un estudio regional de la Provenza de finales del siglo XIX, aun cuando a ciertos niveles este tipo de escritura sobre los entresijos históricos no era mi fuerte ni se correspondía con mis instintos intelectuales. Pero me enfrasqué en aquellos archivos de Var. Muchos años antes, un viejo profesor mío de Cambridge, Christopher Morris, me había aconsejado (un tanto sentenciosamente) que un historiador debía conocer el precio al que estaban los cerdos en el mercado anual. Bueno, pues después de unos cuantos años de investigación, yo sabía a qué precio estaban los cerdos (y muchas cosas más) en los mercados anuales de Var desde 1870 a 1914. Y también (según parecía anunciar esta investigación) podía hacer historia social como es debido. Y lo hice. Y luego nunca más lo volví a hacer.
El trabajo histórico social de la década de 1970 me tenía perplejo. La economía, la política e incluso la propia sociedad se iban desdibujando y dejándose de lado. Me irritaba el uso de datos sociales y culturales selectivos para desplazar las explicaciones contextuales o políticas convencionales de acontecimientos clave: así, la Revolución francesa podía reducirse a una revuelta de género, o incluso a una manifestación adolescente de un descontento intergeneracional. Lo que en su día se habían considerado los rasgos a todas luces más importantes de los acontecimientos clave del pasado quedaban sustituidos por aquellos aspectos que hasta entonces se habían tenido por completamente periféricos.
Yo estudié Historia Moderna porque me había parecido claramente un camino hacia el compromiso intelectual y la contribución cívica. Pero ¿cómo se implica uno intelectualmente como ciudadano, y mucho menos apela a sus conciudadanos, cuando lo que está haciendo está tan obviamente circunscrito a datos sociales marginales que solo tienen interés para sus colegas académicos? Muchos de mis colegas parecían estar participando en una especie de semiconsciente cencerrada académica: una desenfadada inversión de roles en virtud de la cual se había ofrecido a unos historiadores de segunda fila salir al ruedo y dominarlo, desacreditando y desbancando a los estudiosos más eminentes, cuyas publicaciones e intereses habían gobernado la profesión en décadas pasadas.
Yo estaba en total desacuerdo con las tendencias más importantes dentro de mi propia disciplina: estas se dirigían hacia la teoría de la modernización, por un lado, y —con un pequeño retraso— hacia los «estudios culturales» por otro. Lo que me resultaba especialmente mortificante, supongo, era la reivindicación de muchos de estos nuevos enfoques sobre la historia social de ampliar o enriquecer un marxismo que en su mayor parte no entendían correctamente.
La teoría de la modernización, en aquellos años, se beneficiaba de algunos respetables antecesores de la década de 1950 que habían escrito sobre la sociedad industrial: especialmente de Ralf Dahrendorf y Raymond Aron. En sus formas más burdas, sin embargo, proponía una narración del progreso que conducía a un resultado final claro y no cuestionado: la sociedad industrial y su álter ego político: la democracia. Todo esto me parecía una teleología de lo más descarado y zafio, cuya visión de certidumbre sobre procesos pasados y resultados futuros yo encontraba inaceptable como historiador —e incluso, por raro que pueda sonar, como historiador marxista—. En cuanto a los estudios culturales, yo los encontraba deprimentemente superficiales: motivados por la necesidad de separar los datos sociales y la experiencia de cualquier raíz económica o influencia, con el fin de distinguir sus reivindicaciones del desacreditado marxismo en el que por otra parte estaban descaradamente inspirados.
En los debates políticos y académicos de décadas anteriores, el marxismo siempre había sido tratado en el análisis final como un modelo histórico propulsado por el motor del interés y la acción proletaria. Pero, precisamente por esta razón, a medida que el proletariado obrero disminuía en número e importancia en las sociedades avanzadas, el marxismo parecía más vulnerable a la inverosimilitud de sus premisas.
Al fin y al cabo, ¿qué pasa cuando el proletariado deja de funcionar como motor de la historia? En manos de los artífices de los estudios culturales y sociales de la década de 1970, la máquina todavía podía seguir funcionando: simplemente había que reemplazar «trabajadores» por «mujeres», o estudiantes, o campesinos, o negros, o, finalmente, gais, cualquier grupo que tuviera sólidas razones para sentirse insatisfecho con el poder o la autoridad de aquel momento.
Si todo esto me resultaba insulso e inmaduro, mi irritación obedecía a la peculiar trayectoria que había seguido mi propia formación. Llegada la década de 1970, yo me sentía fuera de onda. Entendía y en gran medida compartía la visión del mundo de figuras como Eric Hobsbawm y E. P. Thompson más que las preocupaciones de mi propia generación académica. Aquellos eran hombres cuya formación había estado marcada por los problemas de las décadas de 1920 y 1930, los problemas que yo había escogido para mi tesis.
En concreto, mis coetáneos estadounidenses me parecían estar avanzando excesivamente rápido, antes incluso de adquirir una plena conciencia de qué era lo que se estaban perdiendo. Yo, por otra parte, terminado mi doctorado a la edad de veinticuatro años, ya formaba parte del cuerpo docente en un momento en el que mis compañeros apenas estaban empezando a conocer a los supervisores de sus tesis y se les instaba a buscar nuevas áreas de interés y nuevos métodos. De este modo, al navegar solo, carecía de unos referentes generacionales. Así que tal vez no resulte sorprendente que en más de una ocasión reaccionara en contra de las tendencias de mi propia generación.
En aquellos años tomé algunas decisiones equivocadas. No mucho después de regresar a Cambridge desde la Provenza en 1977, me enamoré de Patricia Hilden, una alumna de postgrado de Davis que había venido a trabajar conmigo. Debido a su influencia, hice una excepción con la historia de las mujeres en mi crítica de la nueva historia social pese a que era bastante ignorante del tema y lo poco que sabía no me había llamado mucho la atención. Pero Patricia era una feminista muy agresiva y segura de sí misma, inteligente e implacable: una mezcla curiosamente seductora. Así que, incurriendo en una flagrante incoherencia, me permití abordar la historia de las mujeres pese a mantenerme implacable en mi rechazo de cualquier otro tipo de estudios guionizados o identitarios.
Nuestra relación estuvo mal planteada desde el principio, y no solo porque me obligara a entrar en un territorio intelectualmente deshonesto. Durante los siguientes años yo estuve yendo y viniendo de Inglaterra a Estados Unidos; en gran medida por seguir a Patricia, que nunca parecía sentirse a gusto donde estaba. En la primavera de 1978 solicité y me concedieron dos puestos de adjunto en Estados Unidos, uno en Harvard y otro en la Universidad de California, en Berkeley. Elegí Berkeley básicamente porque Harvard se parecía demasiado al Cambridge del que acababa de marcharme. Esta, al menos, fue la razón que me di a mí mismo. Pero la consideración que más pesó fue que Patricia quería volver a California. A mí también me agradaba la idea de volver allí, aunque mis intereses intelectuales ya empezaban a alejarse del enfoque de la historia social que había generado en mí el interés por Berkeley.
Así que de 1978 a 1980 me limité a enseñar Historia Social en Berkeley, muy a pesar de mis preferencias. Un semestre ofrecí un curso sobre la historia del socialismo y el comunismo en Europa. Se apuntaron más de doscientos estudiantes, así qué lo que comenzó siendo un seminario acabó convirtiéndose en un gran ciclo de conferencias. Cuando llegué a León Trotsky y la tragedia de la Revolución rusa, el motivo de mi popularidad quedó claro. Ya desde la década de 1920 ha habido marxistas (leninistas, en realidad) que veían a Trotsky como el camino no andado, la historia que de alguna forma se había truncado, el rey que no pudo reinar. Al parecer, todavía a finales de la década de 1970, en el norte de California, los seguía habiendo. Un grupo de jóvenes se acercó a mí tras la conferencia sobre Trotsky y me dijeron: «Tony, nos encanta tu curso, y nos preguntamos qué te parecería venir a hablar al Grupo de la Cuarta Internacional de San Francisco sobre los errores de Trotsky y cómo evitarlos la próxima vez».
Allí, en una tierra tan lejana, estaba el reflejo de las preocupaciones juveniles de mi padre, y tal vez de las mías: ¿qué era lo que había ido mal en la izquierda revolucionaria? ¿Tal vez no fuera su fracaso responsable, al menos en parte, de la horrible violencia acaecida en las décadas de 1930 y 1940 en Europa? Para estos alumnos, como por supuesto para mi padre y algunos de sus amigos, estas preguntas seguían suscitando respuestas que tenían un cariz personal: la solución al dilema del leninismo era Trotsky, no Stalin. Yo nunca había visto las cosas exactamente de aquella manera y estaba muy alejado de cualquier tipo de marxismo revolucionario. Pero podía reconocer en ello una sensibilidad, un anhelo que me resultaba familiar. Me di cuenta de que lo que en realidad estaba impartiendo era una especie de curso de orientación profesional con desinencias históricas sobre cómo practicar la política de extrema izquierda. Berkeley tenía sus encantos.
Pero Patricia había insistido en que viviéramos en Davis en lugar de en Berkeley. Así que nos establecimos allí, lo que significaba que yo tenía que viajar todos los días hasta Berkeley: cien kilómetros de ida y otros cien de vuelta en el autobús de la universidad. Aquel mismo verano (1979) nos casamos en Davis. Pero al semestre siguiente, al menos conseguí mudarme a Berkeley; Patricia, siempre insatisfecha con el lugar en el que vivía, había regresado por entonces a Inglaterra, para ocupar una plaza postdoctoral.
Durante mi segundo año en California, me quedó completamente claro que allí yo estaba fuera de lugar. Berkeley se me hacía muy alejado de Europa, y todavía más de mis intereses. En el sistema americano, los departamentos y universidades conceden ascensos y «titularidad de cátedra» a los miembros más prometedores del profesorado, manteniendo siempre abierta la posibilidad de un puesto futuro y permanente como catedrático. Conseguir dicha titularidad (o negársela a otros) constituye por tanto la obsesión dominante de la vida universitaria, dado que quien la alcanza adquiere de este modo categoría, prosperidad, autonomía y seguridad, lo cual no es poco.
Mi candidatura a la titularidad de cátedra en Berkeley se resentía bajo la sombra de un largo artículo que publiqué en 1979 criticando las tendencias entonces en boga con respecto a la historia social, bajo el título «Un payaso con vestiduras regias». Varios colegas del departamento de Historia me advirtieron pomposamente de que, por culpa de este célebre ensayo, tendrían que votar en contra de mí. Como uno de ellos me explicó, esto no era debido al controvertido contenido del ensayo, sino a que yo había «citado nombres». En particular, William Sewell, al que yo había nombrado como perpetrador de la historia social más desacertada, era un licenciado de Berkeley. Para un joven profesor adjunto como yo, hacer de menos el trabajo de los alumnos de sus colegas era lese-institution, e imperdonable. Al carecer tanto de lealtad institucional como del instinto de la prudencia, por supuesto yo nunca habría podido entender el alcance de mi ofensa. Gracias a este ensayo, el voto de mi departamento se dividió, aunque con una mayoría positiva. Fueran cuales fueran mis perspectivas a largo plazo, el ambiente resultaba bastante enrarecido.
De modo que decidí volver a Inglaterra si podía. Surgió un trabajo en la Facultad de Políticas de Oxford, una plaza de profesor invitado con una beca en St. Anne's College. Yo la solicité y me ofrecieron el puesto. Volví a Inglaterra con innegable alegría. Iba a echar de menos los tiempos de California: conducir bordeando la costa por la Highway One en un Mustang descapotable, intercambiar notas políticas con los trotskistas, etcétera. E iba a echar de menos a mis alumnos. Pero nunca me arrepentí de haber dejado Berkeley.
Aquí, justo en la mitad, me gustaría interrumpir el relato.
Tanto en la vida privada como en la profesional eres un rebelde de la izquierda, pero no un rebelde contra la izquierda. Incluso tu sionismo es socialista, y te rebelas contra Israel cuando descubres que no todo el mundo lo es. Como estudioso has abordado temas muy tradicionales para un historiador marxista, y tu insatisfacción en la década de 1970 tiene algo que ver con el abandono por parte de colegas de izquierdas de filiaciones marxistas, algo que se cuela hacia el final de tu artículo «Un payaso con vestiduras regias». En él hablas de un colapso total de la historia social, equivalente a una «pérdida de fe en la historia». Pero creo que a estas alturas de tu vida y tu carrera, estás haciendo un último esfuerzo por convencerte de que todo puede llegar a encajar dentro de las categorías marxistas.
Pero solo una parte de la historia del siglo XX puede entenderse dentro de las categorías del marxismo o incluso del marco más amplio de la ilustración y sus variantes, entre las que el marxismo se cuenta. Y dado lo que dijiste en nuestro anterior debate sobre los fascistas, yo creo que estarás de acuerdo conmigo. Así que hablemos de la extrema derecha antes de volver sobre la izquierda o sus fracasos. Detengámonos un momento en la vida intelectual de la extrema derecha y hablemos de los fascistas.
Ya hemos hablado y volveremos a hablar del atractivo emotivo e intelectual del marxismo y el leninismo. Al fin y al cabo, el Frente Popular es una forma de antifascismo. Y, sin embargo, la lógica dice que antes del antifascismo debe venir el fascismo: la llegada de Mussolini al poder en 1922, el aparentemente similar ascenso al poder de Hitler en 1933, la creciente influencia de los fascistas rumanos en la década de 1930, o, para el caso, la más débil pero no obstante importante corriente de pensamiento fascista en Francia y en Inglaterra.
Así que permíteme que empiece por preguntarte por el tema sobre el que elegiste no escribir en tu tesis. ¿Por qué dejamos tan rápidamente de lado a los intelectuales fascistas de las décadas de 1920 y 1930?
Cuando hablamos de los marxistas podríamos comenzar por conceptos. Los fascistas en realidad no tienen conceptos. Tienen actitudes. Tienen distintas respuestas a la guerra, la depresión y el atraso. Pero no empiezan por un conjunto de ideas que luego apliquen al mundo.
Me pregunto si otra razón por la que tenemos problemas para recordar a los fascistas es que si acaso tenían argumentos, normalmente eran argumentos contra algo: el liberalismo, la democracia, el marxismo.
Hasta finales de la década de 1930 (o incluso principios de la de 1940, durante las ocupaciones en tiempo de guerra), cuando empiezan a implicarse en políticas de consecuencias reales, como la legislación antisemita, los intelectuales fascistas no destacan claramente de otros planteamientos políticos durante los años de entreguerras. Es difícil separar a los franceses Pierre Drieu la Rochelle y Robert Brasillach, que eran fascistas palpables, de los editoriales de la prensa de centroderecha sobre temas importantes como la Guerra Civil española, el Frente Popular, la Liga de Naciones, Mussolini o América.
Las críticas a la democracia social o el liberalismo, o las actitudes respecto al marxismo o el bolchevismo también son difíciles de diferenciar. Esto es en gran parte así incluso en la Alemania anterior a 1933, donde desde el liberal Gustav Stresemann hasta los nazis comparten prácticamente las mismas actitudes en materia de política extranjera. Y, en Rumanía, por supuesto, la gente que ahora identificaríamos como intelectuales fascistas —Mircea Eliade, Emil Cioran— no pertenecían simplemente a la corriente mayoritaria, sino que eran la intelligentsia dominante.
¿Cuáles podrían ser las virtudes intelectuales de los intelectuales fascistas?
Tomemos el caso de Robert Brasillach. Él era considerado por sus contemporáneos como una de las voces más interesantes de la extrema derecha. Y también es un caso típico por su juventud; llega a la mayoría de edad en la década de 1930. Escribía muy bien —como bastantes de los intelectuales fascistas—. A menudo eran ingeniosos y más sardónicos que los intelectuales de izquierdas, que tendían a ser excesivamente serios. Existe una sensibilidad estética que permite una respuesta receptiva y culta a las artes modernas. Brasillach, por ejemplo, era crítico de cine, y muy bueno, por cierto. Si leemos su trabajo ahora, y somos justos, vemos que sus críticas a las películas de izquierdas de la década de 1930, precisamente las más admiradas hoy en día, son bastante cáusticas.
A diferencia de la generación de postguerra de los intelectuales de la izquierda mayoritaria —la generación de Sartre, que es la generación de intelectuales más destacados inmediatamente posterior—, los intelectuales fascistas de la década de 1930 tendían a ser menos dados a emitir opiniones sobre cualquier cosa. No son intelectuales para todo; tienden a centrarse en ciertas áreas y a que se les conozca por ello. Suelen sentirse bastante orgullosos de ser críticos culturales, expertos en política internacional o cualquier tipo de política pública. Algunos de ellos son admirados, aun de mala gana, por un espectro de personas mucho más amplio que si simplemente hubieran sido considerados intelectuales fascistas para todo uso. De modo que Brasillach cuenta con un montón de admiradores por sus críticas de cine y algunos de sus otros ensayos culturales, pese a que los publique en un periodicucho de derechas como Je suis partout. Esta especialización hizo, creo yo, que los intelectuales fascistas estuvieran en una posición mucho mejor para defenderse de la acusación de ser meros artífices de la palabra.
Por último, en el caso de alguien como Brasillach, había una especie de cultivado individualismo que, por supuesto, va bien con la derecha y tiende a sentirse incómodo con la izquierda. Los intelectuales de derechas son como los distinguidos críticos culturales de las décadas de 1830 y 1840; un tipo social más reconocible y receptivo que el intelectual ideológico de las posteriores generaciones de la izquierda. Alguien como Brasillach no se identifica de una forma muy activa o coherente con un partido político. Obviamente, parte de la ironía radica en que en Francia no hay partidos políticos de derechas de importancia con los que él se pueda identificar. Pero lo mismo ocurre en otros lugares. La mayoría de los intelectuales de derechas —Jünger, Cioran, Brasillach— no eran hombres de partido. Todo lo cual supone una ventaja para el mundo intelectual.
¿De dónde venían los intelectuales fascistas? ¿Podemos hablar de una genealogía de los fascistas estrictamente intelectual?
La historia genética dominante es que el fascismo nació de las incertidumbres de la generación de preguerra de la Primera Guerra Mundial cuando se vio enfrentada a la guerra y al periodo inmediatamente posterior. Es entonces cuando surge un alambicado y característico nuevo tipo de nacionalismo transformado, por la energía y la violencia de la Primera Guerra Mundial, en un movimiento político nuevo, un movimiento de masas, potencialmente de derechas. Zeev Stemhell, en cambio, destaca que las actitudes de preguerra de la Primera Guerra Mundial frente a la democracia, o la decadencia, acompañadas de la experiencia de la guerra y el fracaso de la izquierda durante la contienda, vuelven a una generación entera hacia el fascismo. Según esta versión, los verdaderos orígenes del fascismo y, sobre todo, sus políticas económicas y su crítica a la democracia, están a la izquierda.
No es necesario optar por una de las dos versiones. No es difícil encontrar personas en las que confluyen ambas trayectorias. Y también puede ser que ambas resulten un tanto anacrónicas. Si pudiéramos detener el reloj en 1913, el año anterior al estallido de la Primera Guerra Mundial, e investigar cuáles eran entonces las posturas y probables futuras afiliaciones políticas de la generación más joven, veríamos que la división entre la izquierda y la derecha no era en sí la cuestión. La mayoría de los movimientos se definían deliberadamente como ni de izquierdas ni de derechas. Rechazaban definirse dentro del léxico revolucionario francés que durante tanto tiempo había marcado los parámetros de la geografía política moderna.
Más bien, consideraban los debates que tenían lugar dentro de la sociedad liberal como el problema y no como el medio para encontrar la solución. Pensemos en los futuristas italianos, sus manifiestos y sus empeños artísticos de la década anterior a la Primera Guerra Mundial. En Francia se hizo un estudio, «Les jeunes gens d'aujourd'hui» (Los jóvenes de hoy), que se convirtió en una especie de manifiesto de la joven derecha, aunque este no fuera el propósito de sus autores. Lo que la gente joven tenía en común era la creencia de que solo ellos podían acometer el siglo. Les gustaría ser libres, afirmaban: querían liberar las poderosas energías de la nación. En 1913 nadie habría sabido si este sentimiento era de izquierdas o de derechas: habría servido muy probablemente como manifiesto modernista de izquierdas: tenía que producirse un cambio, tenía que haber rupturas radicales, había que seguir adelante con el presente y no verse constreñido por el pasado. Pero al mismo tiempo, el tono de estas expresiones de unos impulsos juveniles frustrados resultan típicamente de derechas: la voluntad nacional, el propósito nacional, la energía nacional. El siglo XIX fue el siglo de la burguesía. El siglo XX sería el siglo del cambio, un cambio que llegaría tan rápido que solo los jóvenes libres de compromisos podían tener esperanzas de aprovechar el momento y seguir adelante. La velocidad era fundamental: acababan de inventarse el aeroplano y el automóvil.
En Alemania, todo el mundo, desde grupos de vegetarianos a clubes de ciclistas pasando por sociedades naturistas, se sentía —salvo algunas excepciones— inclinado hacia la derecha nacionalista. Por el contrario, el mismo tipo de personas en Inglaterra —pese a vestir básicamente igual y practicar el mismo tipo de ejercicio que aquellos— se inclinaba a la izquierda: hablaban de los diseños de papel pintado de William Morris, de elevar el nivel cultural de la clase obrera, de difundir el conocimiento sobre la contracepción y la dieta para bien de las masas, etcétera.
Después de 1913 viene la Primera Guerra Mundial y a continuación la aplicación del principio de autodeterminación nacional y la Revolución bolchevique. Me pregunto si algunos de estos factores no podrían diferenciarse en cuanto a tiempo y lugar ante la emergencia del fascismo.
Lo que sorprende incluso en retrospectiva es que la violencia de la Primera Guerra Mundial no tuviera el efecto que cabría suponer hoy. Fue precisamente el aspecto más sangriento y mortífero de la guerra lo que fue más celebrado por aquellos que se encontraban en el momento clave de su juventud. Cuando uno lee a Ernst Jünger, o a Drieu la Rochelle, o las indignadas réplicas a Erich Maria Remarque, se da cuenta de que la celebración retrospectiva de unión frente al conflicto dotó a la guerra de un halo muy especial para muchos miembros de la Generación del Frente. Los veteranos estaban divididos entre aquellos que de toda la vida venían albergando una nostalgie de la boue y los que quedaron para siempre desvinculados de toda forma de política nacionalista y militarismo. Puede que estos últimos fueran una mayoría absoluta, especialmente en Francia y Gran Bretaña; pero entre los intelectuales no lo eran en absoluto.
La Revolución bolchevique tuvo lugar a finales de 1917, es decir, antes del final de la guerra. Esto significa que incluso antes de que empezara el periodo de la postguerra ya existía la amenaza en ciernes de una segunda sacudida: una revolución europea facilitada y justificada por el trastorno de la guerra y la injusticia (real o subjetiva) de los acuerdos de paz. Si se analiza país por país, empezando por Italia, se puede ver que sin la amenaza de una revolución comunista habría todavía menos espacio para que los fascistas se postularan a sí mismos como garantía del orden tradicional. De hecho, al menos en Italia, no estaba claro si el fascismo era radical o conservador. En gran parte acabó cayendo en la derecha debido al éxito de su facción derechista a la hora de presentar el fascismo como la respuesta adecuada a la amenaza del comunismo. De no haber existido la amenaza de una revolución de izquierdas, los fascistas de izquierdas podrían también haberse impuesto. En cambio, Mussolini tuvo que purgarles, al igual que haría Hitler diez años más tarde.
A la inversa, la relativa debilidad de la izquierda revolucionaria en la Gran Bretaña, Francia o Bélgica de la postguerra redujo la credibilidad de los esfuerzos por parte de la derecha de explotar al ogro comunista durante la década siguiente. En Gran Bretaña, incluso Winston Churchill era ridiculizado por su obsesión con la Amenaza Roja y los bolcheviques.
Muchos de los fascistas admiraban a Lenin, su revolución, el Estado soviético, y veían el gobierno unipartidista como un modelo.
Irónicamente, la Revolución bolchevique y la creación de la Unión Soviética plantearon problemas mucho más delicados a la izquierda que a la derecha. En los primeros años de la postguerra, en Europa Occidental se sabía muy poco de Lenin y su revolución. Por ello, y en gran medida, los acontecimientos de Rusia se reinterpretaban en abstracciones al servicio de los intereses locales: que si aquella era una revolución sindicalista, anarquista, un socialismo marxista adaptado a las circunstancias rusas, una dictadura temporal, etcétera. A la izquierda le preocupaba que esta revolución en un país agrícola y atrasado no se ajustara a las predicciones de Marx y pudiera por tanto generar unos resultados extraños e incluso tiránicos. Mientras que para los fascistas, estos aspectos del leninismo que tanto preocupaban a los marxistas convencionales —el énfasis en el voluntarismo y la arrogante pretensión de Lenin de acelerar la historia— eran lo que más les agradaba. El Estado soviético estaba violenta, decisiva y firmemente dirigido desde arriba: en aquellos primeros años, era todo lo que los futuros fascistas ansiaban y echaban en falta en la cultura política de sus propias sociedades. Para ellos era la confirmación de que un partido puede hacer una revolución, hacerse con un Estado y gobernar por la fuerza en caso necesario.
En aquellos primeros años la Revolución rusa también generó una eficaz e incluso hermosa propaganda. A medida que fue pasando el tiempo, además, los bolcheviques mostraron una habilidad característica para explotar los lugares públicos.
Yo iría más lejos. Las caras públicas del fascismo y el comunismo a menudo eran asombrosamente similares. Los planes de Mussolini para Roma, por ejemplo, se parecían estremecedoramente a los de la Universidad de Moscú. Si uno no supiera nada de la historia de la Casa del Pueblo de Nicolai Ceaucescu, ¿cómo iba a saber si se trataba de una arquitectura fascista o comunista? Tras el entusiasmo inicial de los años revolucionarios, se observó además un compartido y (aparentemente paradójico) conservadurismo en el gusto por las artes. En música, pintura, literatura, teatro y danza, comunistas y fascistas eran extremadamente reacios a la innovación o la imaginación. En la década de 1930, los radicales estéticos eran tan mal recibidos en Moscú como en Roma o Berlín.
Me llama la atención lo importante que para los fascistas rumanos era cantar en público. Y me pregunto si el fascismo no depende —y aquí viene una especie de argumento marxista sobre el fascismo— de cierto nivel de desarrollo tecnológico que permite que la gente pueda trasladarse fácilmente, pero la información no tanto. Después de todo, un coro es un medio de comunicación perfectamente útil en ausencia de la radio, todavía no muy extendida en el campo rumano en la época de entreguerras.
Estamos exactamente en el punto en que las sociedades europeas empiezan a entrar en la era de las masas. La gente puede leer periódicos. Trabaja en grandes aglomeraciones y está expuesta a experiencias compartidas —en la escuela, en el ejército, al viajar en tren—. Así que tenemos grandes comunidades conscientes de sí mismas, pero que en su mayoría no se parecen en nada a las sociedades genuinamente democráticas. Por tanto, países como Italia o Rumanía fueron especialmente vulnerables a movimientos y organizaciones que combinaban la forma no democrática con el afán de contentar al pueblo.
Creo que esta es una de las razones por las que tan poca gente les entendía; desde luego, sus críticos no. Los marxistas no encontraban ninguna «lógica de clase» en los partidos fascistas: por tanto, les despreciaban como meros representantes superestructurales de la vieja clase gobernante, inventada e instrumentalizada con el propósito de movilizar el apoyo contra la amenaza de la izquierda —un argumento necesario pero no suficiente para explicar el atractivo y la función del fascismo.
De modo que tiene sentido que tras la Segunda Guerra Mundial, con el establecimiento de unas democracias estables en gran parte de Europa Central y Occidental, el fascismo perdiera gancho. En las décadas siguientes, con la llegada de la televisión (y no digamos Internet), las masas se disgregan en unidades cada vez más pequeñas. Así pues, pese a todo su atractivo demagógico y populista, el fascismo tradicional se ha visto disminuido: una cosa que los fascistas hacían sumamente bien —transformar a las minorías descontentas en grandes grupos y a los grandes grupos en multitudes— es ahora extraordinariamente difícil de conseguir.
Sí. Lo que los fascistas dominaban muy bien era la desfragmentación de un modo transitorio y a nivel nacional. Creo que probablemente nadie podría hacer eso ahora, al menos no de la misma manera.
Las perspectivas para el fascismo hoy dependen de que un país quede atrapado en una situación que combine de alguna manera la sociedad de masas con unas instituciones políticas frágiles, fragmentadas. Actualmente, no se me ocurre ningún país occidental en el que estas condiciones se den en una forma suficientemente acentuada.
Sin embargo, en absoluto puede decirse que las demandas de tipo fascista —o los individuos con una predisposición fascista— hayan desaparecido para siempre. Recientemente las hemos visto en Polonia y en Francia; podemos observar que les va bastante bien en Bélgica, Holanda y Hungría. Pero los protofascistas de hoy en día están disminuidos: en primer lugar, no pueden invocar abiertamente su afiliación política natural. Segundo, su apoyo permanece confinado a determinadas ciudades o proyectos basados en un único interés: la expulsión de los emigrantes, por ejemplo, o la imposición de unos «exámenes de ciudadanía». Y, finalmente, los potenciales fascistas de hoy se enfrentan a un contexto internacional diferente. Su propensión instintiva a pensar en términos exclusivamente nacionales no encaja bien con el énfasis actual en las instituciones transnacionales y la cooperación interestatal.
Quizá los fascistas fueron los últimos en creer que el poder era hermoso.
Ese poder era hermoso, sí. Los comunistas por supuesto creyeron hasta el final que el poder es bueno: las invocaciones de poder, convenientemente arropadas con el envoltorio doctrinal adecuado, todavía podían presentarse sin arrepentimiento. Pero ¿la presentación sin arrepentimiento del poder como algo bello? Sí, ese es un rasgo exclusivamente fascista. No obstante, me pregunto si tienes razón respecto al mundo no europeo. Pensemos en China, que es, después de todo, el caso más obvio.
Me temo que China es excelente como caso típico. Volvamos, no obstante, a Europa: el fascismo y el nacionalsocialismo a menudo son explicados como el resultado de los injustos acuerdos de paz tras la Primera Guerra Mundial. Aunque los americanos introdujeron el principio de la autodeterminación nacional, en la práctica las fronteras se dibujaron en gran medida como en el pasado: para castigar a los enemigos derrotados y recompensar a los aliados.
Pero, en realidad, no parece que importe mucho si los Estados adquirieron, por decirlo así, demasiado o demasiado poco territorio como resultado de la Primera Guerra Mundial. Los rumanos, por poner el caso más obvio, consiguieron demasiado, y fueron un ejemplo sobresaliente del fascismo en la Europa de entrecierras. Por eso, el argumento de que era una cuestión de insatisfacción con los acuerdos de paz es difícil de sostener.
Los italianos se encontraron sin duda entre los vencedores. Sí, algunas de las cosas que querían no las consiguieron; pero estuvieron en el lado vencedor, como los rumanos. Y el fascismo llega al poder de todos modos. Así que tal vez se necesite una explicación más profunda, una explicación que justifique la insatisfacción de los fascistas al margen de cuánto territorio obtuvieran sus países en nombre de la autodeterminación nacional.
Con territorio, y precisamente con más territorio, el problema es mayor. A los fascistas siempre les había molestado la presencia de minorías en medio de ellos: era la evidencia clara de que el Estado nacional, por físicamente extenso que fuera, no era como ellos lo querían. Una presencia cancerosa —de húngaros, ucranianos, judíos— está estropeando la imagen poética de Rumanía, la imagen patriótica de Polonia, o lo que sea.
Estos sentimientos pueden coincidir perfectamente con la sensación de que, pese a su reciente expansión, la nación sigue siendo demasiado pequeña en otro sentido: a los ojos de otras naciones, o comparada con otras civilizaciones. Y por eso hasta los fascistas que se consideraban más estetas, sofisticados y cosmopolitas —los rumanos constituyen un estupendo ejemplo— a menudo descendieron al nacionalismo más crudo y más resentido. ¿Por qué, se preguntan, la gente no aprecia lo importantes que somos? ¿Por qué la gente no entiende que Rumanía (o Polonia, o Italia) es el centro cultural de Europa? De modo que la distinción entre los países infelices y los países felices es difícil de establecer. Incluso los países que lo consiguieron todo no lograron lo que querían en un sentido más amplio; no se convirtieron en el país que pensaban que la guerra haría de ellos, pero que, en lo más profundo de su fuero interno, sabían que nunca podrían ser.
La idea de que crear un Estado sería el final de la historia, o haría realidad las aspiraciones de las masas, rápidamente resulta no ser cierta, como en Polonia o en el Báltico. La variante que consiste en que ya tienes un Estado muy pequeño pero crees que lo único que necesitas es más territorio, como en Rumanía, también resulta muy rápidamente no ser cierta.
Es exactamente esta paradoja la que permite a los fascistas reformular el problema a su manera. La cuestión, argumentarían en la década de 1920, no es la ausencia de un Estado (lo que a partir de 1919 ya no constituía un problema para la mayoría de los europeos); es la presencia del tipo de Estado equivocado. El Estado —burgués, liberal, cosmopolita— es demasiado débil. Ha sido modelado como una mala imitación de otros precedentes occidentales. Ha sido obligado por la fuerza a aceptar y transigir con la presencia del tipo equivocado de gente, de modo que está étnicamente contaminado, etcétera.
Pero para los fascistas de los primeros años de entreguerras, la lacerante conciencia de la debilidad nacional con frecuencia fue motivada por una realidad económica. La mayoría de los países pequeños de Europa Central y del Sur (ya hubieran salido vencedores o derrotados) estaban económicamente devastados: ya fuera a consecuencia de la guerra o por los acuerdos territoriales posteriores. En concreto, el comercio se derrumbó. Los antiguos imperios, pese a sus defectos, eran grandes zonas de libre comercio; las nuevas naciones-Estado eran cualquier cosa menos eso.
El fascismo allí prosperó gracias a la debilidad característica de la izquierda democrática contemporánea: los socialdemócratas no tenían una política económica. Los socialdemócratas tenían sin duda políticas sociales e ideas generales sobre cómo financiarlas. Y, por supuesto, tenían teorías —incluso teorías económicas— sobre por qué el capitalismo no funcionaba. Pero apenas tenían idea de cómo dirigir las disfuncionales economías capitalistas ahora que se encontraban en un puesto de responsabilidad.
De modo que el absoluto silencio de la izquierda democrática durante la década de 1920 y la Gran Depresión dejó a los fascistas carta blanca, libres para proponer medidas económicas radicales sin demasiada oposición. De hecho, por aquellos años, muchos de los conversos más interesantes al neofascismo eran jóvenes con una sólida formación y prometedores profesionales de izquierdas como Henri de Man, John Strachey, Oswald Mosley y Marcel Déat, todos los cuales abandonaron el socialismo indignados ante su fracaso a la hora de responder imaginativamente a la catástrofe económica.
Los fascistas fueron capaces de salirse con la suya en los primeros experimentos con el Estado del bienestar precisamente porque se habían liberado de la carga de los desacuerdos marxistas sobre la reforma frente a la revolución, libres de cualquier tipo de ortodoxia. De modo que fueron libres de decir: quizá deberíamos planificar, los soviéticos lo hacen y parece que funciona; o, quizá deberíamos robarles a los judíos y redistribuir el botín, eso parece práctico.
Por hacerles justicia, había también otra consideración más compleja: ¿por qué no instrumentalizamos el Estado para que planifique e imponga medidas económicas en lugar de someternos a los tediosos mecanismos de la política parlamentaria? En el futuro, limitémonos a promulgar la medida en lugar de buscar apoyos para implantarla. Esta versión del argumento aparece muchas veces en los escritos de antiguos izquierdistas desilusionados con la «democracia burguesa» o en proyectos diseñados por jóvenes impacientes sin experiencia política. ¿Por qué, se preguntaban, debemos modelar la política pública según los parámetros de la conducta individual? Un hombre no debería tomar prestado más de lo que puede devolver, pero esta restricción no se aplica a un Estado.
Y aquí es, por supuesto, por donde entra el fascismo: la idea de que el Estado es libre para hacer lo que quiere. Imprimir moneda, si es lo que hace falta; reasignar los presupuestos y fuerza laboral adonde se necesite; invertir fondos públicos en proyectos de infraestructura aunque no se amorticen en décadas; da igual. Estas ideas no eran fascistas en sí: de hecho, bajo unos formatos más sofisticados, no tardarían en ser asociadas con los escritos de Keynes. Pero en la década de 1930, solo los fascistas estaban interesados en adoptarlas.
En Alemania, Hjalmar Schacht podía fácilmente —si se deja al margen su aquiescencia con el antisemitismo nazi —ser considerado como un adaptador de la teoría keynesiana y la práctica del New Deal; en parte por estas razones, el fascismo en realidad no era solo respetable, sino hasta 1942— el paraguas institucional para una considerable parte del pensamiento económico innovador. Estaba completamente desinhibido respecto al uso del Estado, sorteaba los impedimentos políticos a la innovación política radical, y se saltaba alegremente las restricciones convencionales sobre el gasto público. Cabe señalar, no obstante, el consiguiente gusto por las conquistas extranjeras como forma más fácil de compensar el déficit.
Esta es una diferencia importante; Keynes plantea propuestas para conseguir un equilibrio dentro de las economías nacionales, mientras que Schacht y sus sucesores optan por el saqueo a los demás.
Dicho esto, me pregunto si no nos estaremos precipitando en separar a los fascistas de las continuidades reales en el pensamiento europeo. La idea de que la nación de uno no es el pueblo que vive en su país, sino más bien los que hablan un mismo idioma, o están asociados con una tradición, o acuden a un determinado tipo de iglesia, se deriva directamente de los románticos y puede apreciarse también fácilmente en el nacionalismo del siglo XIX. Quiero decir que las invocaciones de estos últimos hoy en día nos parecen ingenuas y en cierto sentido inofensivas pero, no obstante, parece existir una continuidad que iría desde Fichte y Herder a los fascistas, un siglo más tarde.
Estas continuidades siempre pueden encontrarse. Podemos empezar por Byron, por ejemplo, cuando ensalza a Grecia y sus virtudes como fuente de todo lo bueno, en todo el mundo, y terminar con el poeta rumano Mihai Eminescu, obviamente no porque crea que todo el mundo se beneficiaría del generoso abrazo de la identidad cultural rumana, sino más bien que toda Rumanía se beneficiaría de la exclusión de los no rumanos del territorio que define el lugar en el que solo y exclusivamente los rumanos deberían residir. En otras palabras, con el auge del nacionalismo, la idea romántica se reduce y se invierte con el tiempo. Y lo que empezó siendo una celebración de una identidad universal se convierte en poco más que una defensa territorial.
Esto ocurre incluso en Francia. Tomemos por ejemplo el caso de Victor Hugo. Su concepto romántico del «ser francés» —incluso en su tratado antinapoleónico de mediados de siglo, Los castigos— celebraba las cualidades de Francia que todas las personas de bien deberían compartir. Francia es en este sentido la quintaesencia de las virtudes y las posibilidades humanas. Sin embargo, cuando llegamos a los escritores de entreguerras que tratan el tema de Francia, su país ya no es un modelo universal sino que se ha convertido más bien en víctima de la historia: de Alemania, de Gran Bretaña, de sus propios errores, etcétera. Las invocaciones de Francia de este tenor son poco más que recuerdos neorrománticos de una gloria pasada que es urgente recuperar. El mapa de Francia (a estos efectos, comparable a los de Rumanía, Polonia, Alemania, etcétera) se convierte en una especie de talismán para la derecha: una perfección en el espacio y el tiempo salida de la mano de Dios, la mejor Francia y la única posible.
Los comunistas tendían a venerar lo que veían como lo no contingente: lo que tenía que ser, lo que estaba por venir para todo el mundo, lo que era inevitable y por tanto deseable. Mientras que los fascistas creían en la historia también pero les encantaba lo voluntarista, lo contingente, el azar. Después de todo, tu idioma es fruto del azar, como también tu etnia, tu lengua materna y tu patria. Y en este sentido tienes que hacer un esfuerzo consciente por amarlos. Lo que podría explicar también su estilo y su dandismo.
Tu generalización es interesante; pero incluso en su amor por lo contingente, los fascistas distaban mucho de ser coherentes. Es terriblemente fácil caer en el error de hablar de una especie de abstracción llamada «posturas intelectuales fascistas».
El fascismo variaba de país a país, y de persona a persona. Los intelectuales dandis del entorno de alguien como Brasillach se diferencian mucho en cuanto a su indulgencia ante lo particular de intelectuales nacionalistas curtidos en la violencia como Ernst Jünger, o de los intelectuales de la política fascista. Como tú sabes, alguien como Drieu la Rochelle no sabía diferenciar un argumento económico de otro. Mientras que Marcel Déat, el socialista convertido en fascista, era un normalien de mucho talento, con un sólido conocimiento de la economía keynesiana. Así que, a diferencia de los intelectuales comunistas, no hay nada que ni por lo más remoto les una tanto como su lealtad a un proyecto e incluso a un hecho. Son el fascismo mismo: mucho más claro en cuanto a su estilo y sus enemigos que en cuanto a su contenido.
Los comunistas aceptan la violencia como requisito objetivo del devenir de la historia. A los fascistas parece gustarles la violencia como método para imponer su subjetividad a otros. Los dandis pueden ser muy violentos. Véase los rumanos.
El espacio entre la conversación cultural y el asesinato retórico es muy pequeño. No me refiero a Codreanu y los fanáticos semirreligiosos de los movimientos estudiantiles que se confunden con el verdadero fascismo rumano. Me refiero a personas que habrían resultado absolutamente salonfähig y presentables en cualquier salón de reuniones de cualquier universidad y que, de hecho, más adelante lo fueron. Como Mircea Eliade, por nombrar a uno.
Y eran perfectamente capaces de hablar de expulsar a los judíos o masacrar a los húngaros, o de la necesidad de utilizar la violencia para limpiar la tierra contaminada de Rumanía de las malignas minorías que la habitaban. Consideraban las fronteras, las fronteras de Rumanía, como un revestimiento exterior que había que proteger para que no fuera traspasado. Es un lenguaje que nace de la ira, aun cuando las personas que lo empleaban no parecieran particularmente iracundas. Es como si estuvieran imbuidos de una retórica extrema, aun cuando lo que quisieran decir no fuera clara o necesariamente extremo.
Esto era observado, pero no siempre comentado, por las personas con las que se encontraban. En su diario de Bucarest, durante la década de 1930 y principios de la de 1940, Mihail Sebastian escribe sobre unas conversaciones con Mircea Eliade y Nae Ionescu. Van a cafés del centro de Bucarest y mientras están tomando lo que parece un café al estilo parisién y charlan de arquitectura, o pintura, o cualquier otra cosa, de repente, como Sebastian registra en su diario, Eliade suelta algún comentario absolutamente atroz sobre los judíos. Lo que es interesante es que no se le pase por la cabeza lo extraño que puede resultar decirle eso a Sebastian, que es judío. Ni siquiera a Sebastian le resulta raro del todo hasta más tarde. Es como si el hecho de decir atrocidades sobre las minorías fuera una parte tan natural de la conversación que requiriera un gran esfuerzo de conciencia de uno mismo imaginar la ofensa que podía haberse infligido o la brecha que podría haberse abierto.
Sebastian es atípico, creo yo, porque aunque parece que no le extraña, no obstante se da cuenta. Y ahí es donde pienso que se trasluce su condición de judío, en que se molesta en tomar nota de ello. Creo que para Sebastian este es precisamente un caso en el que la política se aleja de la cultura. Porque los comentarios antisemitas parecen raros, como mínimo, una vez que sabes que se está quemando a los judíos en Bukovina. Lo que hace tan fascinantes a estos diarios es que Sebastian realmente no sabe qué pasa en la Segunda Guerra Mundial; muere en un accidente en 1945 y nunca llega a tener conocimiento del Holocausto tal y como lo entendemos. El escribe sobre Rumanía y sobre un declive particularmente rumano.
He ahí un pequeño ejemplo del problema más amplio al que se enfrenta la gente como nosotros: ¿cómo deberíamos retroceder en el tiempo para situarnos ante el discurso fascista de entonces? Y debemos tener cuidado con las etiquetas. En todo caso, la Guardia de Hierro y Corneliu Codreanu son mucho más directamente fascistas en lo que hacen, y en cómo se organizan, cómo se movilizan, su política, su propaganda, etcétera. Los intelectuales no bajan a la calle y se ponen a degollar a la gente o a colgarles de un gancho de carnicero y cosas así. Por otra parte, Codreanu funciona en una clave ligeramente distinta, y llamarle fascista —aunque esto define de alguna manera lo que hace— no basta para identificar con exactitud lo que dice.
La organización de Codreanu era conocida como la Guardia de Hierro, pero en realidad se llamaba la Legión del arcángel san Miguel —Codreanu tuvo una visión del arcángel san Miguel cuando estuvo en prisión—. Creo que los principios de aquella cosa eran: amar a Dios, amarse los unos a los otros, cumplir nuestra misión en la vida, etcétera. Uno no deduciría estos objetivos a partir de la definición de fascismo que figura en los libros de texto.
Y aquella gente le resultaría muy extraña a algunos de los fascistas cínicamente no religiosos, irreligiosos o antirreligiosos que encontramos más al oeste.
Antes, con respecto al marxismo y al liberalismo, tú hablabas de la primera generación que creció en un mundo sin religión, en el que la fe no era la cuestión. Este podría ser individualmente el caso de los liberales o los marxistas pero, sociológicamente, importa mucho en qué Dios no creen o todavía pueden llegar a creer los demás. En el caso rumano se trata por supuesto de cristianismo ortodoxo, y eso parece importar.
Esto debe dar forma a su particular visión de la muerte. Los fascistas rumanos tenían verdaderamente una fijación con la muerte individual, y no solo la muerte de la persona que estás matando, sino la muerte que te aguarda a ti mismo, como una resurrección. Esto parece una perversión del cristianismo, más que otra cosa.
Y esto nos lleva a los países católicos, que están gobernados por la derecha durante la década de 1930: España, Portugal, Austria, Italia. Francia se suma a la lista durante la guerra.
En los países católicos, a diferencia de los ortodoxos, la Iglesia tiene una base institucional más segura y más o menos autónoma. Y dentro de cada país católico existen unas lealtades y tradiciones institucionales especiales. En Francia, la inmensa mayoría de la población es nominalmente católica, y la mitad del país, grosso modo, activamente católico. La Iglesia católica está en una situación de oposición determinada históricamente: ha sido excluida del poder, funcional y legalmente, pero no obstante ha mantenido una enorme influencia durante la mayor parte del siglo XX. No se asociaba a partidos de extrema derecha, sino que estaba firmemente vinculada a partidos convencionales de derechas o de centro. Esta es una de las razones por las que el fascismo no llegó al poder en Francia, salvo más tarde y por un decreto externo, durante la Segunda Guerra Mundial.
La otra razón, por supuesto, es que el partido francés que sociológicamente más se parece a un partido fascista —con una clase media baja resentida y temerosa, temerosa de una revolución de izquierdas y resentida con la riqueza y el poder— es el Partido Radical, que estaba, por razones contingentemente francesas, ligado a la izquierda: en su anticlericalismo y su asociación con la Revolución francesa como base de la legislación que sus partidarios apoyaban. Esta es quizá una de las razones, por cierto, por las que los intelectuales fascistas franceses no profesaron una lealtad clara a ningún partido que revistiera una auténtica relevancia.
Si miramos hacia Bélgica y Holanda, podría decirse que los partidos católicos allí eran la forma organizacional dominante en la que se expresaba la política de derechas. El propio Vaticano estuvo dominado de 1938 a 1958 por una jerarquía y estructura organizativa de extrema derecha, de manera que la superposición de la autoridad católica y la política conservadora resultaba muy cómoda en aquellos años.
Entretanto, en Inglaterra, el Partido Conservador no hizo nada sin la estrecha colaboración de la jerarquía anglicana. Esta es una de las razones por las que actuó como un estupendo partido paraguas, minimizando así las oportunidades de que surgiera un movimiento fascista aparte. Si alguna vez se producía algún estallido de extremismo dentro de este partido conservador ligado a la Iglesia, quedaba desactivado como política culturalmente reaccionaria de la vieja especie.
En 1933 Hitler llega al poder y, digamos hacia 1936, como tarde, ya resulta claro que la Alemania nazi va a ser el poderoso Estado de derechas en Europa. ¿Cómo asumen eso todos estos fascistas en sus respectivos contextos nacionales?
En general, reafirman su vinculación con el fascismo italiano. El fascismo en Italia, que no reviste connotaciones abiertamente racistas y —para la mayor parte de países europeos— no conlleva asociaciones particularmente amenazantes, se convierte en el tipo de encarnación internacional respetable de las políticas que a ellos les gustaría que se aplicaran en sus países. Así ocurrió en Inglaterra, donde Oswald Mosley admiraba profundamente a Mussolini. Muchos integrantes de la derecha francesa viajaban a Italia, leían el italiano y estaban de algún modo familiarizados con la vida italiana. Italia incluso desempeñó un cierto papel para proteger a Austria de la Alemania nazi entre 1933 y 1936.
Pero en aquellos años todavía era perfectamente posible expresar admiración por Hider, y mucha gente lo hacía. La mujer y la cuñada de Mosley fueron ambas a Alemania, conocieron a Hitler y en numerosas ocasiones expresaron su admiración por su fuerza, su determinación, su originalidad. También hubo algunas visitas francesas a Alemania, aunque menos; los fascistas franceses en su mayoría se habían formado originalmente en el molde nacionalista, y el nacionalismo de aquellos días en Francia era por definición antialemán, además de antibritánico.
Los rumanos mostraban muy poco interés por Alemania, al menos hasta la guerra. Se consideraban como una extensión de la cultura latina, y estaban muy centrados en la Guerra Civil española, a la que veían como la gran opción cultural de la década de 1930. En términos generales, la mayoría de los fascistas rumanos eran algo reacios a asociarse con Hitler: no tanto porque Hitler representara una política que les desagradara de modo especial, sino principalmente porque era alemán. Muchos de ellos se habían formado en una actitud antialemana derivada de la Primera Guerra Mundial, durante la cual los alemanes habían infligido una derrota decisiva a los rumanos (aunque, al final de la guerra, Rumanía, como aliado de la Entente, fue considerada vencedora). Rumanía ganó una enorme cantidad de territorio al final de la guerra, especialmente a costa de Hungría, pero aquello fue gracias a su alianza con Francia y Gran Bretaña. Dado que Hitler iba a destruir el orden de la postguerra creado por aquellos acuerdos de paz, los rumanos tenían razones para ser comedidos. Una vez que Hitler demostró que podía imponer fronteras en Europa, a partir de 1938, los rumanos no tuvieron más remedio que tratar con él. De hecho, una vez que Hitler dispuso que parte del territorio rumano le fuera devuelto a Hungría, no tuvieron elección.
En ocasiones, aunque era algo excepcional, el carácter del nacionalsocialismo alemán constituía un atractivo. Pensemos en el caso de Léon Degrelle, el líder fascista en Bélgica. Degrelle, pese a ser francófono, representaba una especie de revisionismo belga, más extendido en las áreas flamencas. Los revisionistas estaban en lo correcto al simpatizar más con Alemania que sus vecinos franceses, holandeses o ingleses, comprometidos con el statu quo. Ellos estaban especialmente preocupados por pequeñas revisiones territoriales y los derechos del idioma flamenco, todo lo cual Alemania astutamente les concedió en 1940, una vez ocupó Bélgica. Pero el caso más llamativo de fascismo proalemán fue el que protagonizó Noruega con el partido de Quisling. Estos noruegos se veían a sí mismos como una extensión del Deutschtum, como parte del gran espacio nórdico en el que ellos podían aspirar a desempeñar un papel dentro de las ambiciones nazis. Pero hasta la guerra tuvieron una relevancia poco significativa.
Sin embargo, el nacionalsocialismo alemán revestía cierto atractivo europeo. Los alemanes ofrecían una historia de la que los italianos carecían: una Europa fuerte, postdemocrática, dominada por Alemania, pero de la que otros países, occidentales, podían también beneficiarse. Muchos intelectuales occidentales se sentían atraídos por esto, y algunos creían profundamente en ello. La idea de Europa, aunque tendamos a olvidarlo, era entonces una idea de derechas. Era contraria al bolchevismo, por supuesto, pero también a la americanización, a la llegada de la América industrial con sus «valores materialistas» y su capitalismo financiero despiadado y ostensiblemente dominado por los judíos. La nueva y económicamente planificada Europa sería fuerte; de hecho, solo podía ser fuerte si trascendía las irrelevantes fronteras nacionales.
Todo ello resultaba muy atractivo a los intelectuales fascistas más jóvenes y más preocupados por la economía, muchos de los cuales acabarían administrando los países ocupados. De modo que a partir de 1940, tras la caída de Polonia y Noruega y especialmente de Francia, el modelo alemán adquirió, por breve tiempo, un cierto brillo.
En este contexto hay que plantear el problema de los judíos. Fue entonces, durante la guerra, cuando el asunto de la raza se hizo inevitable, y muchos intelectuales fascistas, especialmente en Francia e Inglaterra, no pudieron con eso. Una cosa era proclamar continuamente los encantos del antisemitismo cultural, pero otra muy distinta alinearse con el asesino en masa de naciones enteras.
El ascenso de Hitler al poder también trae consigo, con un retraso de uno o dos años, una reorientación completa de la política exterior soviética, expresada en la Internacional Comunista. Los soviéticos enarbolan el estandarte del antifascismo. Los comunistas ya no iban a combatir contra todos los que se situaban a su derecha, incluidos, sobre todo, los socialdemócratas. A partir de 1934, formarían alianzas electorales con partidos socialistas y ganarían elecciones en nombre del Frente Popular. De modo que el antifascismo permite al comunismo soviético presentarse como una causa universal atractiva, congregando a todos los enemigos del fascismo. Pero este universalismo, dadas las circunstancias de la época, fue en gran medida hecho realidad en Francia. El Partido Comunista Francés adquiere una importancia mucho mayor de lo que debería. El Partido Comunista de Alemania ya no existe…
… y la mayoría de los demás partidos comunistas europeos eran irrelevantes. El único que contaba era el Partido Comunista Francés (PCF). En 1934, Stalin se dio cuenta de que esta era la única herramienta de alguna utilidad que le quedaba en las democracias occidentales. El PCF pasó de repente de ser un participante pequeño aunque ruidoso en la política de izquierdas francesa a un instrumento importante en asuntos internacionales.
El PCF era un espécimen peculiar. Estaba enraizado en una larga y sólida tradición de izquierdas nacional que operaba en el único país que contaba a la vez con un sistema político democrático abierto y una izquierda claramente revolucionaria. Ya empezó siendo grande, en 1920. En todas partes de Europa, la Revolución bolchevique obligó a los socialistas a elegir entre el comunismo y la socialdemocracia, y en la mayoría de lugares a los socialdemócratas les fue mejor. Pero no en Francia. Allí los comunistas siguieron siendo más numerosos hasta mediados de los años veinte.
Luego, poco a poco, debido a las tácticas impuestas por Moscú, las divisiones internas y su incapacidad para presentar una argumentación racional para votarles, fueron perdiendo terreno. Para las elecciones de 1928, el grupo parlamentario del PCF era pequeño, y tras las de 1932, microscópico. El propio Stalin quedó bastante conmocionado por el colapso del comunismo como fuerza en la vida política francesa. Para entonces, lo único que quedaba de la izquierda era el control comunista de los sindicatos y los municipios del «cinturón rojo» de París. Pero eso era mucho: en un país donde la capital lo es todo y donde no había televisión pero sí mucha radio y muchos periódicos, la omnipresencia de los comunistas en huelgas, disputas y en las calles de todos los suburbios radicales de París dotó al partido de una visibilidad mucho mayor de la que cabía explicar por el número de sus militantes.
Afortunadamente para Stalin, el PCF era también sorprendentemente maleable. Maurice Thorez —una marioneta obediente— fue puesto al mando en 1930, y el Partido Comunista pasó de una absoluta marginalidad a la prominencia internacional en solo unos pocos años. Con el giro de Stalin hacia la estrategia del Frente Popular, los comunistas ya no se veían forzados a reivindicar que la verdadera amenaza para los trabajadores de la izquierda era el «socialfascista» partido socialista.
Por el contrario, ahora era posible formar una alianza con los socialistas de Léon Blum para proteger a la República del fascismo. Puede que esta fuera una estratagema en gran medida retórica para proteger a la Unión Soviética contra el nazismo, pero lo cierto es que era muy cómoda. Las inveteradas preferencias de la izquierda por una alianza contra la derecha encajaban perfectamente con la nueva preferencia de la política exterior comunista de que las repúblicas burguesas se aliaran con la Unión Soviética contra la derecha internacional. Los comunistas, claro está, nunca se incorporaron al gobierno que nació del frente unificado en las elecciones de la primavera de 1936, pero fueron considerados por la derecha, no del todo incorrectamente, como el partido más fuerte y peligroso dentro de la coalición del Frente Popular.
La interpretación por parte de Stalin de los intereses del Estado soviético había cambiado de forma que ahora parecía en consonancia con los intereses del Estado francés. Y, de repente, en lugar de que Thorez tuviera que repetir en cada ocasión que estaba realmente deseando ceder Abacia y Lorena a los alemanes, como dictaba la línea política anterior, Alemania podía convertirse en el gran enemigo, una postura mucho más cómoda de adoptar.
Va más allá de eso. Los países que de alguna forma habían defraudado a Francia al negarse a formar un frente común contra la creciente amenaza de Alemania se convirtieron en países que ahora defraudaban a la Unión Soviética al no garantizar el paso libre del Ejército Rojo en caso de guerra. Polonia había firmado una declaración de no agresión con Alemania en enero de 1934, y todo el mundo sabía que Polonia nunca permitiría de buen grado el paso de tropas soviéticas. De modo que los intereses franceses y soviéticos parecían en cierta manera entrelazados, y a un gran número de ciudadanos franceses les convenía creerlo. El Frente Popular actuaba también como un recordatorio de la alianza franco-rusa que se mantuvo desde la década de 1890 hasta la Primera Guerra Mundial, que fue la última vez que Francia tuvo un papel destacado en asuntos internacionales.
Existía también una actitud distintivamente francesa hacia la Unión Soviética, en virtud de la cual pensar en Moscú era en cierto sentido lo mismo que pensar en París. La cuestión del estalinismo era principalmente considerada en Francia como un interrogante histórico: ¿es la Revolución rusa legítima heredera de la francesa? En tal caso, ¿no debería defenderse de cualquier amenaza extranjera? La sombra de la Revolución francesa continuaba de esta forma interponiéndose, dificultando ver con claridad lo que estaba ocurriendo en Moscú. Así, los juicios ejemplarizantes, que comenzaron en 1936, fueron vistos por muchos intelectuales franceses, por supuesto no todos ellos comunistas, como un terror robespierriano más que como asesinatos en masa de un régimen totalitario.
El Frente Popular permite una cierta combinación entre comunismo y democracia. Porque Hitler al mismo tiempo se está deshaciendo de lo que quedaba de la democracia alemana: prohíbe el Partido Comunista Alemán en la primera mitad de 1933. Un año después, la URSS insta a los comunistas a funcionar dentro de las democracias. Y entonces se produce la feliz coincidencia de que el Partido Comunista Francés continúa funcionando dentro de un sistema que es democrático.
Recuerda que para entonces el Partido Comunista Francés llevaba una docena de años funcionando. De manera que todavía era posible para mucha gente que quería pensar bien de él tratarlo como «uno de los nuestros» cuando cerró alianzas de izquierdas tradicionales. Y, de hecho, a muchos de los propios comunistas no les desagradó volver de nuevo a la familia.
Y es una reunión familiar bastante sonada y efectista: no solo por la formación del gobierno del Frente Popular en junio de 1936, sino por todos los gestos que habían precedido a aquel momento, con los comunistas empezando a cantar La. Marsellesa y los mítines en París…
… con socialistas y comunistas reunidos en grandes manifestaciones celebradas simbólicamente en la Place de la Nation, la Bastilla, la Place de la République, etcétera, de una manera que no podía dejar de sorprender a todo aquel que hubiera conocido los diez años anteriores de encuentros a cara de perro en los suburbios de izquierdas. Había un fuerte deseo de recuperar esta unidad perdida de la izquierda, que en aquel momento se combinaba con el creciente temor al nazismo.
En 1936, por primera vez, los tres partidos de izquierdas, con algunas excepciones a nivel local, acordaron no enfrentarse unos a otros en la segunda ronda de elecciones; en otras palabras, asegurarse de que fuera un bloque de izquierdas el que ganara. Y, en la mayoría de los casos, esto supuso que fuera la candidatura socialista, que se situaba a medio camino entre los radicales y los comunistas, la que constituyera el compromiso más aceptable. Y, de este modo, para sorpresa de todos, los socialistas de Blum se erigieron por primera vez como el partido único más importante de Francia, y, al menos numéricamente, el partido dominante dentro de la coalición del Frente Popular. Todo el mundo, incluidos la mayoría de los socialistas, habían creído que serían los radicales los que dominarían.
Blum sabía perfectamente quiénes eran los comunistas: habían sido su principal objetivo durante muchos años. Pero deseaba profundamente alcanzar la solidaridad de la izquierda, la cooperación mutua y poner fin al desagradable cisma existente dentro de la izquierda. Blum era el hombre perfecto para actuar, no solo de mascarón de proa, sino de portavoz de esta unidad.
¿Qué tenía exactamente Blum que le permitía desempeñar este papel tan bien desde un punto de vista, pero tan denostadamente desde otro?
Blum era un crítico de teatro judío procedente de Alsacia, con un timbre de voz muy agudo. Era más intelectual que la mayoría de los intelectuales y nunca renunció a sus usos, por ejemplo en la indumentaria: sus anteojos, polainas, etcétera. Era enormemente popular entre las masas campesinas del sur, donde representaba al viejo electorado de Jean Jaurès, y también en su tierra, entre los mineros y ferroviarios.
A nivel personal, resulta que Blum era, de una forma poco habitual, carismático. Era tan evidentemente honesto, lo que decía lo creía tan sinceramente, estaba tan claro que no pretendía ser otra cosa que lo que era, que en realidad resultaba bastante atractivo y aceptado como era. Su estilo —que para nosotros podría parecer un tanto romántico y repulido para lo que se estila en política, especialmente en la izquierda— era considerado como la prueba de que la izquierda tenía un líder de clase. Y, por supuesto, profundamente odiado por los comunistas, por un lado, y por la derecha francesa, por el otro.
Blum era también la única persona que entendía que su partido, el Partido Socialista, tenía que continuar siendo una fuerza política en Francia. Si los socialistas abandonaban el marxismo y trataban de convertirse en una especie de partido socialdemócrata al estilo del norte de Europa, acabarían sencillamente por fundirse en el ya existente Partido Radical, con cuya base social tenían tanto en común. Por otro lado, los socialistas no podían competir con los comunistas como partido revolucionario y antisistema. De manera que Blum se esforzaba por mantener el equilibrio entre aparentar que lideraba un partido revolucionario comprometido con el derrocamiento del capitalismo y funcionar en la práctica como lo más parecido a un partido socialdemócrata que tenía Francia.
La estrategia comunista se basaba en la asunción de que los radicales ganarían y formarían un benévolo gobierno de centroizquierda que no daría miedo a nadie y sería por tanto un sólido líder de la República, pero al que podrían presionar hacia una política exterior prosoviética. Pero en cambio se encontraron con un gobierno socialista, dirigido por un hombre que estaba al menos retóricamente comprometido con transformar la administración de Francia, su estructura institucional y sus políticas sociales. La jefatura comunista no estaba en absoluto interesada en llevar a cabo un cambio radical en Francia, y mucho menos una revolución. Estaba interesada en una Francia que sirviera a los intereses de la Unión Soviética.
Blum tenía problemas. La fragilidad de su coalición constituía un verdadero obstáculo. Los radicales no estaban prácticamente por ninguna política innovadora y los comunistas solo deseaban cambios en política exterior. No querían crear dificultades domésticas que pudieran debilitar al gobierno. Su misión era mantener en el poder a un gobierno de izquierdas y dirigir su política exterior hacia los intereses soviéticos. Los socialistas estaban por tanto solos en sus demandas e iniciativas parlamentarias en pro de una limitación de la jornada laboral, reformas coloniales, el reconocimiento de los sindicatos en las fábricas, las vacaciones pagadas, etcétera.
Blum no sabía mucho de economía. Carecía en gran medida de información sobre conceptos como la financiación del déficit, la inversión pública, etcétera. Por consiguiente, hacía poco en este sentido, lo que desagradaba a ambas partes. La derecha le veía como excesivamente aventurero; la izquierda se sentía decepcionada por sus repuestas tan poco imaginativas. Él se sentía abrumado.
Al mismo tiempo, Blum también tenía problemas para encontrar aliados en el extranjero. España también tenía un gobierno del Frente Popular, pero estaba bajo la amenaza de un golpe militar. Blum, pese a sus simpatías personales, hizo poco por ayudar. Le preocupaba hasta el extremo de la paranoia perder el apoyo británico, lo que explica su renuencia a prestar ayuda a la República de España.
París era un lugar especial para la izquierda, y no solo para la izquierda francesa. En la segunda mitad de la década de 1930 se convirtió en una especie de capital europea del comunismo, en una época en que la política soviética dentro de su propio país estaba siendo especialmente destructiva y sangrienta. ¿Estarías de acuerdo con la hipótesis de que la oportunidad de vivir seguros que ofrecía el París antifascista a los alemanes y otros refugiados políticos de izquierdas fue el motivo por el que se mantuvieron fieles a Stalin?
La victoria de Hitler y el posterior derrumbamiento del Partido Comunista Alemán, el KPD, constituyó un mazazo terrible para su propia fe comunista, para su actitud deferente hacia Stalin. Pero en París esta gente contaba con una variante más grata de la política de izquierdas con la que consolarse. El comunismo parecía permitido por la línea más blanda del Frente Popular y parecía posible gracias al establecimiento de un verdadero gobierno del Frente Popular en Francia.
Me parece plausible que en aquellos años se temiera que la batalla final sería entre el comunismo y el fascismo, con la democracia atrapada en el medio, y que por tanto era importante saber de qué lado estabas. Incluso en Inglaterra, Orwell no pudo publicar sus memorias de la Guerra Civil española, Homenaje a Cataluña, con una editorial de izquierdas al uso: la izquierda biempensante no quería que la asociaran con ataques al comunismo. Pero París también ejerció un efecto directo en los comunistas. Pensemos en Arthur Koestler, que admite en sus memorias haber abandonado el estalinismo pero no poder reconocer abiertamente su apostasía debido a la necesidad de mantener la unidad antifascista. La lógica del antifascismo era binaria: el que no está con nosotros está contra nosotros. Esto hacía mucho más duro criticar a Stalin, en la medida que podía favorecer a Hitler.
Koestler venía de Járkov, en la Ucrania soviética, donde había pasado algún tiempo. Había conocido la colectivización forzosa y la hambruna. Es uno de los poquísimos intelectuales del grupo del que hemos estado hablando que realmente ha visto con sus propios ojos lo peor del proyecto soviético. Y luego llega a París donde, como tú dices, era incorrecto hablar de esas cosas.
Koestler rompió el silencio —y yo creo que esto es muy importante— sobre la Guerra Civil española, no sobre la Unión Soviética. París era el lugar para hablar, pero España era adonde había que ir. Tanto Orwell como Koestler fueron a España, como muchos de los más brillantes pensadores de la izquierda.
En 1931, la monarquía española había sido derrocada y se había declarado la República. España había tenido una especie de versión blanda de Mussolini desde 1923 hasta entonces. Pero había pasado bastante desapercibida. Por mucha admiración que despertaran las figuras como Mussolini, esta se circunscribía al Duce, y al líder español Primo de Rivera apenas se le conocía. Pero una vez se instauró la República, la configuración política de España —que seguía teniendo poco interés para la mayoría de los extranjeros— cobró más importancia. Por un lado, la Iglesia y el ejército se veían a sí mismos como la encarnación de la España eterna; por el otro, estaban los anarquistas andaluces, los autonomistas y sindicalistas catalanes, los nacionalistas vascos, los mineros asturianos, cuyas radicales reivindicaciones políticas y económicas encajaban todas con unas exigencias de autonomía local y un acendrado resentimiento hacia Madrid. Al principio, nada de eso significaba mucho para los outsiders. Pero esto empezó a cambiar en 1934, con una rebelión de los mineros asturianos que fue sofocada, y lo que parecía una confrontación más de las bases trabajadoras se convirtió en noticia internacional. Estos hechos coincidieron exactamente con un golpe clerical-autoritario en Austria y se produjeron justo un año después de la llegada de Hitler al poder en Alemania.
Pero ¿por qué España adquirió tanta importancia en 1936? Parte de la respuesta radica en que para la mayoría de los observadores el país estaba siguiendo un modelo que empezaba a resultar conocido: el de una república democrática bajo la amenaza de los fascistas o, en todo caso, de unas fuerzas antidemocráticas. En el caso de España, las fuerzas antidemocráticas en cuestión eran a todas luces reaccionarias: el ejército, los terratenientes y la Iglesia. Especialmente los terratenientes —y legítimamente, desde su punto de vista— se sentían amenazados por las políticas de la victoriosa coalición del Frente Popular: la tributación fiscal progresiva de las propiedades de mediano tamaño junto con insistentes rumores sobre la colectivización de las tierras. Esto resultaba muy atractivo para los partidarios del nuevo gobierno, especialmente en el sur, pero menos para los pequeños propietarios de tierras del centro y el oeste del país. De modo que en aquellos años la izquierda fue en cierta medida responsable de empujar hacia la derecha a los potenciales votantes de centro. Pero obviamente, el hecho clave de España en 1936 fue el golpe militar, organizado contra un gobierno democráticamente elegido. En términos históricos, fue un golpe tradicionalmente español, en el que el ejército, como casi siempre, afirmaba hablar y actuar en nombre de la nación contra una clase política que estaba traicionando sus intereses. Pero esta vez, la guerra civil entre el ejército y los políticos incorporó dentro de sí una serie de conflictos internos y guerras civiles locales, cada uno de ellos agravados por el cisma nacional.
Y luego estaba la guerra civil europea, que iba tomando forma en los debates parisinos, la doctrina soviética, los discursos de Hitler y Mussolini. Todo esto parecía reflejarse en el cristal de España. En toda Europa interesaba a la izquierda y la derecha por igual afirmar que dentro del conflicto español el comunismo estaba desempeñando una función fundamental, mientras que en realidad la presencia comunista solo empezó a importar una vez que Stalin declaró su apoyo a los republicanos, en octubre de 1936. El resto de la izquierda estaba internamente dividida, e incluso en el favorable relato de Orwell fue políticamente incompetente y militarmente marginal.
De modo que el conflicto español se convirtió en un conflicto intelectual, político y militar europeo, en gran parte debido a la reinterpretación que se hizo de él en el extranjero: el comunismo contra el fascismo, trabajadores contra capitalistas, Cataluña contra Madrid, los jornaleros sin tierras del sur contra los pequeños propietarios de la clase media rural del oeste del país, o las regiones fuertemente católicas contra otras mayoritariamente anticlericales. Los comunistas españoles reivindicaron un papel central, cuando inicialmente fue solo periférico; los socialistas locales y el centro republicano no podían mejorar su puja, sobre todo porque con el paso del tiempo necesitaron desesperadamente contar con toda la ayuda disponible.
El precio que los defensores no comunistas de la República pagaron por la ayuda soviética fue un aumento de la influencia comunista en las áreas que entonces ellos controlaban. Entretanto, dentro de las regiones bajo el control republicano, había distritos que se convirtieron en virtualmente autónomos, dirigidos por comunistas, socialistas o anarquistas. Era como una especie de revolución dentro de la revolución: a veces verdaderamente radical, a veces consistente solo en que los comunistas se hacían con el control local para suprimir la competencia de izquierdas.
Si uno era un intelectual en el exilio, Francia le elegía a uno. Francia sencillamente estaba ahí. Pero España era una opción deliberada. ¿Por qué fue tanta gente a España a luchar?
Ir a España a luchar por la República tenía un gran atractivo. Era una forma de ser antifascista, de implicarse en una sociedad que se enfrentaba a elecciones muy simples, en un escenario apetecible. Hubo algunos voluntarios de la derecha, incluidos algunos rumanos, pero la gran mayoría de voluntarios procedía de la izquierda, como defensores de los desvalidos contra las fuerzas reaccionarias. Pero también —recuerde que en ese momento nos encontramos a una generación de distancia de la Primera Guerra Mundial— ofrecía la posibilidad de salir y hacer algo contra la creciente amenaza que se cernía sobre la democracia, las repúblicas, el progreso, el mundo de la Ilustración, etcétera. Aquello podía describirse de formas muy intelectuales y era además un lugar romántico adonde ir y morir.
Así que, volviendo a Arthur Koestler —por la figura en sí y también como ejemplo—: ¿Por qué crees que es España lo que finalmente le mueve a rechazar el modelo soviético y a dejar de seguir la línea comunista?
Koestler estuvo algún tiempo condenado a muerte, pero en una cárcel fascista, por lo que no está claro por qué la experiencia debía llevarle a pensar en lo que estaba ocurriendo en Moscú. Creo que fue en parte porque no vivía en París, sino separado de la comunidad cerrada de los intelectuales progresistas, lejos de un escenario en el que abundaban las razones no tanto para fingir pero sí para guardar silencio acerca de las dudas que uno podía albergar.
Porque Koestler se encontraba en ese momento en España, y España equivalía a acción; ya no se trataba de mitología, unidad, ni nada de eso. Creo que fue más fácil para él sincerarse consigo mismo dado que al día siguiente no iba a tener que encontrarse con camaradas excomunistas que habían optado por guardar silencio y rehuían decir lo que de verdad pensaban.
Una vez se cruza ese umbral, lo demás llega sorprendentemente deprisa. Antes has mencionado Oscuridad a mediodía, el libro de Koestler sobre los juicios ejemplarizantes estalinistas, que está escrito…
… en 1940. Los tres libros relevantes en relación con este aspecto de la historia de Koestler —Testamento español, La espuma de la Tierra y Oscuridad a mediodía— los escribe a un ritmo insólito, en dos años. El primero se basa en su experiencia española, el segundo en la realidad de la Europa de 1940 y en lo que se ha convertido el mundo de Koestler, y el tercero es la consecuencia de los dos primeros: con esa experiencia, y tras la pérdida de tantas cosas más, Koestler podía ya escribir abiertamente sobre la tragedia del comunismo.
Más adelante, Koestler escribe de su propia desilusión. Pero me llama la atención que el capítulo de Koestler en The God that Failed es de una naturaleza cualitativamente distinta…
A la de todos los demás.
… porque Koestler explica con detalles verosímiles y convincentes sus razones para unirse al Partido Comunista.
Creo que si hubiera un derby Onuell-Koestler, un concurso para decidir cuál de los dos es el escritor intelectual en lengua inglesa más significativo en política, tú, a diferencia de mucha gente, pondrías a Koestler por delante de Orwell.
Orwell funciona, me parece a mí, en dos niveles, uno muy alto y otro muy bajo. El bajo es la percepción inglesa de las peculiaridades de los ingleses, los matices distintivos de clase y el autoengaño que caracterizan a Inglaterra. Y fue esta habilidad sin igual para la descripción al detalle la que le fue tan útil en España en Homenaje a Cataluña, aun cuando puedan extraerse conclusiones más amplias.
En el otro extremo, Orwell es por supuesto el mejor novelista en inglés sobre el totalitarismo, aunque no alcance el nivel de las obras maestras rusas. Aquí funciona en el nivel más alto, aborda el tema de mayor alcance: en Rebelión en la granja, y obviamente en 1984, describe los rasgos característicos del totalitarismo con el propósito de ofrecer grandes lecciones sobre el precio de la fe, las falsas ilusiones y el poder en nuestra época.
Koestler, en mi opinión, no opera en un nivel bajo ni tampoco muy alto. Es precisamente en el nivel medio donde sobresale. Su interés no radica en describir unos modelos ideológicos y sus defectos, sino más bien en ilustrar unas actitudes mentales y unas percepciones erróneas del mundo: pero muestra poco interés en ese mundo que está siendo erróneamente percibido.
Esto le hace (mucho más que a Orwell, que en estos temas puede resultar abiertamente displicente) extraordinariamente empático con la gran historia del siglo XX: cómo tantas personas inteligentes pudieron autoconvencerse de tantas cosas pese a todas las terribles consecuencias que acarrearon. En esto, Koestler es insuperable. Y se debe, precisamente, a que él mismo fue una de ellas. Mientras que Orwell —que nunca se engañó a sí mismo en este sentido— no tiene parangón como observador de estas personas, aunque no se muestre especialmente empático.
Pero, para ambos, la conexión que establecen a partir de España con la Unión Soviética es extraordinaria. Hay un pasaje, hacia el final de Homenaje a Cataluña de Orwell, en relación con el altercado de Barcelona, sobre la conversación telefónica, en el que dice que las consecuencias de esto no se limitan solo a Barcelona, ni a España, sino que se sentirán en el mundo entero. Lo que, fuera de contexto, puede parecer absurdo…
Incluso estrambótico.
… pero tiene toda la razón. Porque lo que está señalando es parte de la lógica del Gran Terror en la Unión Soviética. Stalin estaba de hecho pensando en España y en la Unión Soviética como parte de la misma lucha. Veía estas cuestiones exactamente igual que Orwell, aunque, por supuesto, las evaluaba al contrario. A él le preocupaba que lo que pudiera ocurrir en España no pudiera llegar a producirse nunca en la Unión Soviética. Para él la lucha era solo una. Y el hecho de que para Stalin fuera solo una, significa que Orwell está en lo cierto…
… al verla como una. Aquellos que no creyeron a Orwell en 1939 se vieron obligados a dar marcha atrás años más tarde: desde 1945 a mediados de la década de 1950, uno de los elementos clave en todos los juicios celebrados en el bloque soviético aquellos años —ya fuera en Polonia, Checoslovaquia, Hungría, Bulgaria, Rumanía o Alemania Oriental— serían las acciones de los acusados durante la Guerra Civil española. La cuestión, reiterada una y otra vez, era que la disidencia, o incluso el pensamiento independiente, era inaceptable para la jerarquía comunista. La relativa autonomía de los comunistas, analizados individualmente, en España o, en un grado menor, durante la Resistencia francesa, debía ser castigada retroactivamente.
En este sentido, la estrategia comunista en España resulta haber servido de ensayo para la toma del poder en Europa del Este a partir de 1945. Evidentemente, en aquel momento era muy difícil darse cuenta de esto. Moscú, al fin y al cabo, fue el único valedor importante y eficaz de la República española. La Unión Soviética era considerada cada vez más como el único baluarte que quedaba contra el ascenso del fascismo en Europa Central y del Este, y por tanto también en España. Todos los demás países, incluido Gran Bretaña, estaban más que felices de transigir… siempre que no les afectara a ellos mismos.
Dejemos por un momento las comodidades de París y el desafío de España. Aquella fue la época de los juicios ejemplarizantes en Moscú, el momento culmen del Terror. Durante el transcurso de la década de 1930, lo que estaba ocurriendo en la Unión Soviética en términos de magnitud y represión era incomparablemente peor que cualquier cosa que se estuviera haciendo en la Alemania nazi. Los soviéticos estaban matando de hambre a millones de personas cuando Hitler llegó al poder; durante el Gran Terror de 1937y 1938, ejecutaron a otras 700 000 personas. Como mucho, al régimen nazi se le puede responsabilizar de unas diez mil muertes antes de la guerra.
Para empezar, la Alemania nazi todavía era en algunos sentidos una especie de Rechtsstaat, por extraño que pueda parecer. Tenía leyes. Puede que no fueran unas leyes muy atractivas, pero en tanto no fueras judío, comunista, disidente o discapacitado, no tenías por qué entrar en conflicto con ellas. La Unión Soviética también tenía leyes: pero cualquiera podía incurrir en su incumplimiento por el mero hecho de ser catalogado como enemigo. De modo que, desde la perspectiva de la víctima, la URSS producía mucho más temor —en la medida que era menos predecible— que la Alemania nazi.
Después de todo, deberíamos recordar que un número muy considerable de ciudadanos de países democráticos viajaron a la Alemania nazi y no encontraron nada de malo en ella. De hecho, quedaron bastante encantados con sus éxitos. Sin duda, también muchos viajeros occidentales que visitaron la Unión Soviética resultaron engañados. Pero la Alemania nazi no tenía que fingir otra cosa. Era lo que era, y a mucha gente le gustaba.
La Unión Soviética, en cambio, era una gran desconocida y sin lugar a dudas no se correspondía con la descripción que hacía de ella misma. Pero mucha gente necesitaba creer en su autodefinición como patria de la revolución, incluidas unas cuantas de sus víctimas. Actualmente no sabemos cómo catalogar a los muchos observadores occidentales que aceptaban los juicios ejemplarizantes, minimizaban (o negaban) las hambrunas en Ucrania, o creían todo lo que les contaban sobre productividad y democracia, y sobre la grandiosa y nueva Constitución soviética de 1936.
Pero no olvidemos que la gente que sabía todo lo que había que saber a menudo también creía estas cosas. Tomemos, por ejemplo, las memorias de Eugenia Ginzburg: la llevan al gulag, pasa por todas las peores prisiones de Moscú, la envían en tren a Siberia. Allí no solo se encuentra con otras víctimas como ella, mujeres que se mantienen firmes en su fe y que están convencidas de que debe de haber una lógica y una justicia tras su sufrimiento; sino que ella misma permanece fiel a un cierto ideal comunista. El sistema, insiste, puede haberse descarriado, pero todavía puede arreglarse. Esta capacidad —esta honda necesidad— de pensar bien en el proyecto soviético estaba tan profundamente arraigada en 1936 que incluso sus víctimas no perdieron la fe.
Pero creo que la otra cosa que debemos recordar si queremos encontrarle sentido a los juicios ejemplarizantes, al menos con anterioridad a 1940, es que incluso sus críticos en Occidente carecían de puntos de comparación. Lo que faltaba era un ejemplo histórico a través del cual captar la importancia de los hechos contemporáneos. Paradójicamente, cuanto más liberal era el observador y más democrático su país, más difícil resultaba encontrarle sentido a la conducta de Stalin. Seguramente, un observador occidental podría pensar que la gente no confiesa haber cometido crímenes terribles a menos que haya cierta verdad en la acusación.
Al fin y al cabo, si uno se declara culpable ante un tribunal inglés o estadounidense, ahí acaba la historia. Así que, si los hombres a quienes Stalin estaba acusando se declaraban culpables con tanta rapidez, ¿quiénes somos nosotros, en Inglaterra o en Estados Unidos, para expresar escepticismo? Sería necesario contemplar a priori la hipótesis de que todos habían sido previamente torturados. Pero esto a su vez implicaba que la Unión Soviética debía ser moral y políticamente corrupta, un sistema dedicado no a la revolución social sino a la preservación del poder absoluto. Si no, ¿por qué iba a hacer esas cosas? Pero albergar esos pensamientos en 1936 requería un grado de lucidez e independencia que era bastante poco frecuente.
De hecho era muy extraño que un europeo de fuera de la URSS presenciara realmente el peor de los crímenes soviéticos y luego volviera a Europa a contarlo. Me viene a la mente por ejemplo el amigo de Koestler en Jarkov, Alexander Weissberg, que, al igual que Koestler, fue testigo de la hambruna en Ucrania y luego se vio arrastrado en una de las redadas anteriores al Terror. Weissberg sobrevivió por los pelos: fue uno de los prisioneros intercambiados entre soviéticos y alemanes en 1940. Como consecuencia de ello, acabó en Polonia, sobrevivió al Holocausto y escribió sus propias memorias sobre el Terror, un correctivo a la novela de su amigo Koestler.
Bueno, es como el caso de Margarete Buber-Neumann, que publicó su Prisionera de Stalin y Hitler en 1948.
Buber-Neumann y Weissberg formaron parte de la misma remesa que fue enviada fuera de la Unión Soviética por el NKVD y entregada directamente a la Gestapo.
No es solo que mucha gente creyera en el sistema incluso después de haber sufrido la represión en la Unión Soviética. Es que, en general, aquellos que fueron castigados estaban bastante seguros de que había habido algún tipo de error. Y si crees eso, solo puede ser porque piensas que el sistema en sí es fundamentalmente sólido. Tú eres víctima de un error judicial mientras que tus compañeros de prisión seguramente sí que han delinquido. Ves tu propio caso como excepcional, y eso parece rescatar a las víctimas del sistema universal.
Cabe señalar lo diferente que es todo esto de la situación de los internos en los campos de concentración nazis: ellos saben perfectamente que no han hecho nada y que han sido encarcelados por un régimen criminal. A buen seguro, esto no mejora sus posibilidades de supervivencia, ni ciertamente alivia en nada el sufrimiento. Pero hace mucho más fácil ver claro y contar la verdad.
Y, a la inversa, la experiencia del comunismo deja a sus supervivientes intelectuales especialmente preocupados por sus propias creencias, más que por los delitos mismos: visto en retrospectiva, es esta lealtad ilusoria la que explica su trauma, más que todo lo que han sufrido a manos de sus carceleros. El título de las memorias de Annie Kriegel —Ce que j'ai cru comprendre («Lo que yo creí entender»)— lo expresa perfectamente. Es esa sensación de continuo autointerrogatorio: ¿lo entendí yo mal?, ¿qué es lo que yo entendía?, ¿qué vi y qué dejé de ver? En resumen, ¿por qué no veía con claridad?
El terror soviético era individualista. Y, por tanto, en los juicios ejemplarizantes había quienes confesaban individualmente haber cometido delitos absolutamente inverosímiles, pero lo hacían como individuos. Pero las detenciones también eran individuales en la mayoría de los casos, incluso durante las operaciones masivas. De las 700 000 personas asesinadas en aquel periodo, en 1937y 1938, la mayoría fue arrestada por la noche, individualmente. Esto a su vez hacía que ellos y sus familias fueran incapaces de entender lo que había ocurrido. Y esa penumbra aterradora, esa incertidumbre indefinida, continúa formando parte del paisaje de la memoria soviética hasta hoy.
Esa, en mi opinión, es la razón por la que cuando pensamos en Orwell como alguien que simplemente era lúcido, estamos quedándonos a medias. Al igual que Koestler, Orwell tenía esta capacidad de imaginar las conspiraciones y complots —por absurdos que pudieran parecer— que estaban teniendo lugar entre bambalinas y tratarlos como reales, haciéndolos reales a nuestros ojos.
Creo que esa es la clave. Los que entendieron correctamente el siglo XX, ya fuera anticipadamente —como Kafka— o como observadores contemporáneos, tuvieron que ser capaces de imaginar un mundo para el que no existían precedentes. Tuvieron que suponer que esta situación insólita y a todas luces absurda estaba sucediendo en realidad, en lugar de dar por hecho, como todos los demás, que era grotescamente inimaginable. Ser capaz de pensar en el siglo XX de esta manera era extraordinariamente difícil para los que lo estaban viviendo. Por la misma razón, mucha gente se tranquilizó pensando que el Holocausto no podía estar sucediendo, simplemente porque no tenía sentido. No es que no tuviera sentido para los judíos: eso era obvio. Es que no tenía sentido para los alemanes tampoco. Dado que lo que querían era ganar la guerra, lo lógico era pensar que los nazis explotaban a los judíos, no que los mataban, con el coste que eso suponía.
Esta aplicación a la conducta humana de un cálculo moral y político perfectamente razonable, absolutamente evidente para los hombres criados en el siglo XIX, sencillamente no funcionó en el XX.