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SOCIALISMO FAMILIAR:

MARXISTA POLÍTICO

Mi abuelo paterno, Enoch Yudt, nació en Varsovia, hoy capital de Polonia y entonces una metrópolis del oeste del Imperio ruso. Como muchos otros jóvenes judíos de aquella época y lugar, Enoch era socialista. Sus simpatías estaban con el Bund, el primer partido socialista grande del Imperio ruso. Era un partido judío, en el que se hablaba en yiddish, la lengua materna de la mayoría de los judíos de Europa del Este, pero estaba a favor de la revolución socialista en todo el Imperio ruso, desde Europa hasta el Pacífico. Su hijo, mi padre, Joe Judt, dejó la escuela a los catorce años para trabajar en lo que saliera, primero en Dublin y luego en Londres. El también era socialista. De niño había pertenecido a Hashomer Hatzair, el movimiento juvenil socialista-sionista comprometido con llevar a los jóvenes judíos a Palestina a fin de implantar el socialismo allí. Este es un concepto muy distinto del socialismo del Bund, que insistía mucho en que los judíos debían cambiar el orden social dondequiera que se encontraran, más que emigrar a tierras exóticas.

En algún momento antes de la Segunda Guerra Mundial, cuando mi padre tenía diecitantos años, se cambió al Partido Socialista de Gran Bretaña, una pequeña escisión marxista con sede en Londres integrada por un gran número de autodidactas judíos como él. Para entonces ya había más o menos abandonado el sionismo de su juventud, aunque más adelante volvería en algunos momentos a él. Yo nací en 1948, el año en que se estableció Israel y Checoslovaquia se hizo comunista, completando de este modo el Bloque Oriental bajo dominio soviético. Yo crecí en el mundo de la Guerra Fría, dando por hecho que los países del este de Europa de los que procedía mi familia eran entonces y para siempre comunistas, y sus regímenes sostenidos por la Unión Soviética. La política y la vida judías ya no estarían ligadas a aquellos lugares nunca más, pero sí el debate sobre el marxismo.

Mi padre y yo veíamos a A. J. P. Taylor cuando pronunciaba sus brillantemente expuestas e improvisadas conferencias televisivas sobre historia de Europa, mientras mi padre expresaba sus críticas filomarxistas desde su sillón. Cuando cumplí trece años mi padre me compró tres volúmenes de la biografía de Isaac Deutscher sobre León Trotsky, probablemente basándose en que ya tenía edad para aprender a distinguir entre buenos y malos (una historia en la que Stalin era por supuesto el principal villano). Trotsky era una figura importante para la izquierda socialista en aquellos años. Tras haber sido el colaborador más estrecho de Lenin durante la Revolución rusa, había caído víctima del engaño de Stalin en la lucha por la sucesión que siguió a la muerte de Lenin.

La muy favorable biografía de Trotsky escrita por Deutscher, que mi padre también leyó, contribuyó a mantener la leyenda de lo que el comunismo podría haber sido. La gente como mi padre estaba dispuesta a pensar bien de Trotsky debido en gran medida a que veían a Lenin como una persona equivocada más que malévola: para ellos, la podredumbre llegó con Stalin. Tal vez tuviera que ver que muchos de los partidarios de Trotsky fueran judíos. Estos volúmenes biográficos fueron los primeros libros «gordos» que me regalaron. Mucho más adelante yo le regalaría a mi padre una colección de las obras de Deutscher que incluía el famoso ensayo titulado «El judío no-judío». No estoy seguro de que el regalo le satisficiera del todo.

El tema que trataba Deutscher ya me era familiar. Yo había comenzado a leer a Marx por aquella misma época; mi padre tenía una edición abreviada de El capital publicada por el Partido Socialista de Gran Bretaña. También leí Trabajo asalariado y capital y Salario, precio y ganancia; de Engels, Del socialismo utópico al socialismo científico, el Manifiesto comunista y el Anti-Dühring (La revolución de la ciencia de Eugenio Dühring), del que no entendí nada. Supongo que estaba leyendo a Marx, con una comprensión lógicamente limitada a mi edad adolescente, con unos cinco años de adelanto sobre mis coetáneos. La era de las revoluciones de Eric Hobsbawm lo leí cuando tenía unos quince años, no mucho después de que fuera publicado por primera vez, en 1962. Mi padre por supuesto me animó a leer a George Orwell, el gran crítico inglés del totalitarismo, cuyos ensayos y novelas devoré durante aquellos años. También leí Oscuridad a mediodía, de Arthur Koestler, y su ensayo sobre la desilusión comunista en The God that Failed. Estos eran los textos de cabecera de una educación de izquierdas en las décadas de la postguerra, de las que yo fui un afortunado y neófito beneficiario.

En casa siempre se dio por hecho que el comunismo soviético no era el marxismo, y que los comunistas soviéticos, al menos de Stalin en adelante, no eran verdaderos marxistas. Mi padre solía obsequiarme con sus recuerdos de las manifestaciones antifascistas de finales de la década de 1930 en el East End de Londres. Los organizadores comunistas, explicaba, enviaban a la gente a buscar y luchar contra los fascistas, y luego se iban a un café a esperar los resultados. Según esta forma de verlos, los comunistas eran gente que dejaba que los trabajadores salieran a que les mataran en su nombre y luego cosechaban los beneficios. A consecuencia de ello, y de forma bastante injusta, yo empecé a considerar a los organizadores comunistas como unos cínicos y unos cobardes. Esta debió de ser una opinión bastante extendida entre los miembros del Partido Socialista de Gran Bretaña durante la década de 1940, entre los que se contaban la mayoría de los conocidos políticos de mi padre. Sin embargo, llegada la década de 1960, mi padre y muchos de sus camaradas del Partido Socialista de Gran Bretaña se habían convertido en una especie de guardianes de las esencias marxistas desengañados, lo que valía para explicar cualquier cosa a la vez que para demostrar que todos los demás habían transigido y se habían vendido. De manera que mi entusiasmo adolescente por el Partido Laborista, cuando por fin ganó las elecciones generales de 1964, recibió una ducha de agua fría en casa: no debía esperarse nada de esa gente.

Respecto a las ideas y la opinión política de mi padre, mi madre mantenía el tipo de actitud que, salvando todas las distancias, Heda Margolius Kovály mostraba hacia las ilusiones de su marido en Bajo una estrella cruel, su incomparable libro de memorias sobre su vida en la Checoslovaquia comunista: los hombres son unos crédulos que se cuentan a sí mismos sus historias y creen en abstracciones, mientras las mujeres pueden ver claramente la realidad. Pero el matrimonio de Kovály con el comunista checojudío Rudolf Margolius estuvo quizá más unido que el de mis padres. Incluso después de su juicio ejemplarizante y de haber sido sentenciado a muerte en 1952, Rudolf recordó decirle a su mujer, en la última visita que recibió de esta, que estaba muy guapa.

En 1968, el año de la última oportunidad que tuvo el marxismo en la política europea, yo estaba estudiando en la Universidad de Cambridge. A diferencia de algunos de mis amigos, yo no estaba en primera línea ni desempeñaba el papel de líder. Si algo me tenía indignado por aquellos años era la guerra de Vietnam, una opinión bastante convencional aunque muy sentida en aquella época. Participé en las grandes manifestaciones contra la guerra de Vietnam de finales de los sesenta; recuerdo especialmente la famosa manifestación de Grosvenor Square y el poco convincente asalto a la embajada estadounidense. También tomé parte en reuniones y mítines tanto en Cambridge como en Londres. Pero aquello era Inglaterra, y lo que eso significa puede describirse así.

Estaba en una manifestación en Cambridge contra Denis Healey, que por entonces era el ministro de Defensa del gobierno del Partido Laborista en un momento en el que los laboristas estaban, al menos en principio, apoyando la guerra de Lyndon Johnson. Healey se estaba marchando de Cambridge en su coche después de dar una conferencia, conduciendo hacia el sur por Trumpington Street. Un montón de estudiantes, entre ellos yo, íbamos corriendo al lado del coche, saltando y gritando; un amigo mío, Peter Kellner, llegó incluso a encaramarse al coche y empezó a aporrear el techo. El coche se marchó, por supuesto, y allí nos quedamos nosotros, atrapados en el extremo de Trumpington Street más alejado de la universidad, con la hora de la cena echándosenos encima. Así que empezamos a correr de vuelta al centro. De repente me encontré corriendo junto a uno de los policías que habían estado controlando la manifestación. Mientras íbamos trotando, se volvió hacia mí y me preguntó: «¿Qué tal ha ido la manifestación, señor?», y yo, sin encontrar nada de extraño o absurdo en la conversación, me volví y le respondí: «Yo creo que ha ido bastante bien, ¿no?». Y continuamos nuestro camino. Esa no era forma de hacer una revolución.

En la primavera de 1968 fui a París, y me sentí arrastrado como todos los demás. Sin embargo, el bagaje de mi formación socialista-marxista me hizo desconfiar instintivamente de la idea, popular en Francia, de que los estudiantes podían ser en ese momento una —la— clase revolucionaria. Así que, aunque impresionado por las huelgas de Renault y otras ocupaciones de fábricas que tuvieron lugar aquel año, nunca llegué a sentir un gran entusiasmo por Dany Cohn-Bendit y el «Sous le pavé, la plage».

Esta distinción entre la política de izquierdas y el mero activismo estudiantil me resultó explícita por primera vez aquel otoño, gracias al historiador Eric Hobsbawm. En 1968 yo era el secretario de la King's College Historical Society, como Eric lo había sido muchos años atrás. Hobsbawm era en muchos aspectos importantes un verdadero y leal Kingsman: la universidad en la que había sido estudiante en la década de 1930 y miembro de la junta de gobierno hasta mediados de la de 1950, significaba tanto para él en ciertas áreas de la vida como el Partido Comunista, al que más célebremente se le asocia. Él vino al King's y pronunció un sutil sermón político, desestimando implícitamente a la juventud revolucionaria de aquel año e invirtiendo la famosa Undécima Tesis de Marx sobre Feuerbach: a veces no se trata tanto de cambiar el mundo como de comprenderlo.

Esto me llegó hondo: siempre había sido el Karl Marx analítico, el comentarista político más que el profeta revolucionario, el que más me había atraído. Si me preguntaran cuál de los ensayos de Marx recomendaría a un estudiante a fin de apreciar el talento de Marx y captar el mensaje principal, creo que diría El dieciocho Brumario, seguido muy de cerca quizá por Las luchas de clases y La Guerra Civil en Francia. Marx era un comentarista político de enorme talento, pese a los defectos de sus especulaciones teóricas de carácter más amplio. Por esta razón, me dejaban bastante frío los debates de la década de 1960 entre el «joven» y el «viejo» Marx, el filósofo de la alienación y el teórico de la economía política. Para mí, Marx era, en primer lugar y por encima de todo, un observador de los acontecimientos políticos y la realidad social.

Empecemos por algunos marxistas políticos anteriores, los teóricos y los hombres y mujeres del partido de finales del siglo XIX y principios del XX. Se trataba de personas que leían a Marx y se leían unos a otros, y que a la vez albergaban verdaderas esperanzas de llegar al poder por medio de la revolución, la huelga general o quizá incluso (aunque esto era entonces controvertido) unas elecciones. Era el periodo de la Segunda Internacional, de 1889 a 1917, más o menos entre la muerte de Marx (en 1883) y la revolución de Lenin. Era gente que formaba parte del sistema intelectualmente, a menudo con formación universitaria y que hablaba el lenguaje filosófico de su época; en general confiaban bastante en la política, no solo en el sentido de que creyeran que el tiempo estaba de su lado, sino también porque pensaban que podían comprender el orden de las cosas. Y también estaban muy indignados, y expresaban esa indignación con claridad, lo que les distingue, por ejemplo, de los intelectuales de nuestros días, que tienden a estar indignados o a expresarse con claridad, pero rara vez ambas cosas a un tiempo.

Hay una generación política y un perfil de partidos políticos bien definidos. Pensemos en la aparición de la Federación Socialdemócrata de Henry Hyndman en Londres, el ascenso de los socialdemócratas en Alemania con Wilhelm Liebknecht y August Bebel y Karl Kautsky y Eduard Bernstein, y en la supremacía de Jean Jaurès en el partido francés, por no hablar de los italianos, los belgas, los polacos y por supuesto los rusos.

¿De dónde venían? Esta fue la primera generación verdaderamente postreligiosa. Si retrocedemos una generación nos encontramos en medio de los debates sobre Darwin, los debates cristiano-socialistas o la reactivación de los debates religiosos de los últimos años de la época romántica. Algunas de estas personas hablan de su nacimiento como seres políticos o pensantes como alumbrados por la clara luminiscencia de lo que Nietzsche habría denominado la muerte de Dios. No es solo que no creyeran; la cuestión de la fe ya no es lo más importante para ellos. Ya sean judíos postliberados o anticlericales católicos franceses o protestantes socialdemócratas no practicantes del norte de Europa, se han despegado de los términos más antiguos, puramente morales, en los que se había criticado la injusticia social. Me da la impresión de que el obsesivo materialismo de Gueorgui Plejánov y los rusos o de Jaurès y la izquierda francesa no pueden explicarse si no les vemos como una generación que quiso, con gran energía, pensar en la sociedad como un conjunto de problemas seculares.

Si había una consideración trascendental en política, no era el significado de la sociedad, sino más bien sus propósitos. Esto constituyó un giro sutil pero crucial. Podemos apreciarlo claramente si nos desviamos hacia el liberalismo inglés. La ruptura liberal respecto a la fe comenzó obviamente en la Ilustración, donde la fe como parte integrante del marco para pensar en los propósitos humanos sencillamente desaparece. Pero hay una segunda etapa, que reviste gran importancia en Francia e Inglaterra: el colapso de la creencia religiosa como tal que se produce en el tercer cuarto del siglo XIX. Los nuevos liberales, nacidos en este ambiente, reconocían que el suyo era un mundo sin fe, un mundo carente de base. Y por eso intentaron fundamentarlo en nuevas formas de pensamiento filosófico. Nietzsche se refiere a ello cuando escribe que los hombres necesitan unos fundamentos realistas para la acción moral, y sin embargo no pueden tenerlos porque son incapaces de ponerse de acuerdo sobre cuáles serían esos fundamentos. No cuentan con una base para esos cimientos —al haber muerto Dios— y sin ellos no pueden fundamentar ninguna acción.

Así, Keynes, en My Early Beliefs, escribe sobre su entusiasmo por G. E. Moore, el filósofo de Cambridge. Moore, hay que decir, se parece mucho a lo que Nietzsche habría sido de haber nacido en Inglaterra. No hay Dios, existe una no-necesidad radical en todos los temas éticos, y, sin embargo, tenemos que proponer unas reglas que obedecer, aunque solo sean para la élite. De modo que esta élite se explica a sí misma las reglas de su propia conducta y las razones que puede dar al mundo en general para seguirlas. En Inglaterra esto produjo una adaptación selectiva de la ética utilitaria posterior a John Stuart Mill: nosotros tendremos imperativos éticos kantianos, pero el resto de la humanidad se las arreglará con unas bases utilitarias para seguirlos, porque ese será el regalo que nosotros le haremos al mundo.

Eso es lo que el marxismo de la Segunda Internacional parece. Se trata de un conjunto de normas y reglas neokantianas autoimpuestas sobre lo que está mal y lo que debería ser, pero dentro de una penumbra científica a efectos de la explicación —para ellos y para los demás— de cómo llegar de aquí a allí con la confianza de que la historia está de tu lado. Estrictamente hablando, de la versión del capitalismo que da Marx no puede extraerse una razón de por qué el socialismo debería (en un sentido moral) existir. Lenin entendió esto, reconociendo que la «ética» socialista era una secuela de la autoridad religiosa y un sustituto de ella. Hoy en día, por supuesto, esta ética es la mayor parte de lo que queda de la socialdemocracia, pero en la época de la Segunda Internacional representaba una amenaza para el duro realismo histórico del socialismo.

El marxismo ejerció una atracción especial, no solo para esa primera generación de críticos intelectuales y cultos, sino hasta la década de 1960. Tendemos a olvidar que el marxismo ofrece una explicación extraordinariamente atractiva de cómo y por qué funciona la historia. La promesa de que la historia está de nuestro lado, de que nos dirigimos hacia el progreso, resulta reconfortante para cualquiera. Esta afirmación distinguió al marxismo, en todas sus formas, de otros radicalismos de esa época. Los anarquismos no tenían ninguna teoría real de cómo funcionaba el sistema; los reformistas no tenían nada que contar sobre transformaciones radicales; los liberales no contaban con una explicación para la ira que uno debía sentir frente al estado actual de las cosas.

Creo que tienes razón en lo de la religión, y me pregunto si estás de acuerdo en que esto se traduce de dos maneras distintas y enfrentadas.

Una es la ética secular: el renacimiento kantiano de finales del siglo XIX en los países de habla alemana como sustituto de la religión, expresado perfectamente en la Segunda Internacional por los marxistas austríacos en Viena en las décadas de 1890 y 1900, que el marxista italiano Antonio Gramsci fue lo bastante inteligente para ver que necesitaba estar institucionalmente organizado. De aquí la idea de hegemonía de Gramsci: en efecto, los intelectuales del partido tienen que reproducir de forma consciente la jerarquía de la Iglesia, institucionalizando por medio de ella la reproducción social de la ética.

Pero luego esta también la escatofagia. La idea de la salvación final, la vuelta del hombre a su propia naturaleza, todas estas ideas increíblemente motivadoras por las que uno puede hacer sacrificios en el mundo secular —la prioridad del sacrificio es idea de Lenin, esencialmente—. Y a mí me parece que cada uno de estos dos conceptos son sustitutos satisfactorios para la religión, pero pueden llevarte a lugares muy distintos.

Así es. Y surgen con diferente fuerza en diferentes sitios. Por eso la línea escatológica de razonamiento es muy poco atractiva para los protestantes escandinavos, por ejemplo. No basta con decir que no había razón para que el comunismo prosperara en Escandinavia porque la democracia social había arraigado bien entre el electorado mayoritariamente compuesto de campesinos y trabajadores en países como Suecia. Eso es cierto, pero no constituye explicación suficiente. En Escandinavia nunca iba a haber —salvo durante un breve lapso en Noruega entre un grupo olvidado de pescadores— un electorado partidario de una política del todo o nada, de echarlo todo por la borda y de una vez por todas.

Ni tampoco iba a haber un impulso subliminal hacia una organización neorreligiosa. La forma organizacional —el concepto gramsciano de hegemonía, la idea de que el partido debe sustituir a la religión organizada, dotado de una jerarquía, una élite, una liturgia y un catecismo— puede explicar en parte por qué el comunismo organizado del modelo leninista funciona mucho mejor en los países católicos y ortodoxos que en los protestantes. Al comunismo siempre le iría mejor en Italia y en Francia (y durante un breve periodo en España) que a la socialdemocracia.

El argumento más habitual sobre los países católicos es que no había una mano de obra capaz de hacer que los sindicatos evolucionaran en una forma de organización dentro de la cual pudiera tomar forma un partido de masas de izquierda. Pero esto no es cierto del todo. En Francia había un gran número de trabajadores manuales que estaban bastante bien organizados en varios puntos. Pero no estaban organizados políticamente. La organización política de la clase trabajadora en el «cinturón rojo» de París, por ejemplo, fue incuestionablemente un logro de los comunistas; hasta entonces, los syndicats tenían muy poca influencia, en gran medida debido a la ausencia de un vínculo orgánico con algún partido político. Recelaban bastante del socialismo precisamente por sus ambiciones organizacionales.

La evidencia a contrario sensu la encontramos en el caso inglés. Aquí, en 1870, ya existía un movimiento de mano de obra cualificada muy avanzado; a partir de la década de 1880, esto es, sobre la misma época que la socialdemocracia empezaba a tomar forma, en las grandes ciudades empezó a surgir otro tipo de mano de obra, cada vez más significativa: una mano de obra turbulenta, desfavorecida y fácil de movilizar. El resultado fue un movimiento sindical en rápida expansión, que fue más o menos legal desde principios de la década de 1880, y cuyas actividades políticas se canalizaron en un Comité de Representación Laboral creado en 1900 que seis años después se convertiría en un Partido Laborista a gran escala, dominado y financiado por sus jefes sindicales durante el resto del siglo. Pero pese, o quizá debido, a los orígenes desproporcionadamente metodistas y disidentes de los líderes laboristas de aquellos años, tanto la escatología religiosa como la organización eclesiástica que caracterizaba el radicalismo continental estuvieron completamente ausentes.

¿No esparte del secreto del marxismo que fuera sorprendentemente compatible con las tradiciones nacionales autóctonas de la política radical?

El marxismo era la estructura profunda del pensamiento radical europeo. El propio Marx sintetizó, más de lo que nunca llegó a darse cuenta, muchas de las tendencias sobre crítica social y teoría económica de principios del siglo XIX: él fue, por ejemplo, un ejemplar panfletista político francés a la vez que un comentarista menor sobre economía británica clásica. Por ello, este estudiante alemán de la metafísica hegeliana legó a la izquierda europea la única versión de su propia herencia que era compatible con las tradiciones locales de la indignación radical y ofreció una versión que podía trascenderles.

En Inglaterra, por ejemplo, la economía moral del artesano radical o el agricultor desheredado del siglo XVIII alimentó el marxismo insistiendo en una narrativa centrada en la creatividad destructiva del capitalismo y la ruina humana que dejaba a su paso. Aquí, como en el propio marxismo, nos encontramos con la historia de un mundo perdido que no obstante podríamos recuperar. Por supuesto, las versiones más antiguas (y moralizadas) —como las salidas de la pluma de Richard Cobbet, por ejemplo— enfatizaban la destrucción, en especial la corrosión de las relaciones humanas; Marx, por otra parte, vuelve esa misma destrucción a su favor a través de su visión de una forma más elevada de experiencia humana que puede emerger de los desechos del capitalismo.

Al menos a este respecto, la escatología de Marx no es en sí misma más que un añadido al profundo sentimiento de pérdida y perturbación que trajeron las primeras etapas de la industrialización. De este modo, y sin darse cuenta, Marx proporcionó un patrón dentro del cual la gente podía representar y reconocer la historia que ellos mismos llevaban contando desde hacia algún tiempo. Esta es una de las fuentes del atractivo de Marx. Una defectuosa versión del funcionamiento del capitalismo, junto con una garantía de futuros resultados —de los cuales pocos acabaron por suceder— no habrían podido por sí solas captar la imaginación de intelectuales, trabajadores, oportunistas políticos y activistas sociales de cuatro continentes distintos durante más de un siglo si sus raíces sentimentales no hubieran estado también presentes.

Es la magia de Hegel, ¿no, Tony? Porque lo que Marx está combinando, en lo que estás diciendo, es una visión esencialmente conservadora, espiritual, del pasado, con el argumento dialéctico de que lo que es malo para nosotros en realidad es bueno para nosotros. Pensemos en lo que Engels escribe sobre la familia, pero también sobre la idea de Marx sobre las especies y la naturaleza antes de ser corrompida por la propiedad: ahí se encuentran unas descripciones de la integridad y la armonía humana en el pasado prehistórico o no histórico que todavía hoy nos dan que pensar por su intensidad. A través de la dialéctica hegeliana, la nostalgia se combina con la capacidad, no meramente de aceptar, sino de dar la bienvenida a lo que sea que está destruyendo la belleza del pasado. Puedes abrazar la ciudad, y la fábrica: ambas representan la destrucción creativa. Puede que el capitalismo nos oprima, nos aliene, y ciertamente nos empobrezca, pero no obstante tiene su propia belleza y es un logro objetivo que más adelante seremos capaces de explotar cuando devolvamos nuestra propia naturaleza a nosotros mismos.

Recordemos que esto otorga al marxista una ventaja distintiva en las confrontaciones dialécticas. A los liberales y progresistas que afirman que todo es para bien, Marx les ofrece un poderoso relato de sufrimiento y pérdida, de deterioro y destrucción. Con los conservadores, que estarían de acuerdo con ello y subrayarían aún más la afirmación insistiendo en la superioridad del pasado, Marx era, obviamente, despectivo: estos cambios, por poco atractivos que resulten en el medio plazo, son el precio necesario y en todo caso inevitable que pagamos por un futuro mejor. Son los que son, pero merecen la pena.

El atractivo del marxismo también conecta con el cristianismo y el darwinismo: ambos, de forma diferente, superados por el sentimiento filosófico y político de finales del siglo XIX. Pienso que avanzamos en el sentido de estar de acuerdo en que los socialistas les dejaron atrás solo para en cierta manera reinventarlos. Pensemos en el cristianismo y el significado adscrito al sufrimiento de Cristo: su propósito se nos explica en este mundo imperfecto solo en la medida en que la salvación nos espera en el más allá. En cuanto a los difusores de Darwin (y divulgadores, incluido Friedrich Engels), la evolución, insistían, no solo era meramente compatible con una visión del cambio político, sino que lo apoyaba: las especies surgen, compiten. La vida —al igual que la naturaleza— es bastante cruenta, los dientes y las garras se manchan de sangre, pero la extinción de las especies (y no menos la de las clases) tiene un sentido moral y también científico. Conduce a unas especies mejores y de este modo, al final, hemos llegado adonde hemos llegado y las cosas suceden para bien.

A principios del siglo XX, la versión de Engels era con diferencia la más influyente. Engels sobrevivió a Marx trece años: lo bastante para implantar sus propias interpretaciones en la versión aceptada de los textos marxistas populares. Él escribía con más claridad que su amigo. Y tuvo la buena suerte de escribir justo después de que el pensamiento científico popular hubiera penetrado en la corriente política y educativa dominante gracias a Herbert Spencer y algunos otros. Por ejemplo, «Del socialismo utópico al socialismo científico» de Engels es comprensible para cualquier estudiante de catorce años. Pero, por supuesto, ahí está el problema. La versión expurgada de Engels sobre la teoría evolutiva del siglo XIX dejaba a Darwin reducido a un cuento con moraleja sobre la vida cotidiana. El marxismo se convierte entonces en un relato accesible que lo comprende todo: ya no es un texto político, un análisis económico o incluso una crítica social, sino poco menos que una teoría del universo.

En su forma original, la neorreligiosidad de Marx implicaba un telos, un final a la vista del cual toda la historia adquiría sentido: se sabía dónde iba a parar. En manos de Engels, se reducía a una simple ontología: la vida y la historia vienen cuando vienen y se van cuando se tienen que ir, pero si tienen un significado discernible este ciertamente no se deriva de sus perspectivas futuras. En este sentido, y sin menoscabo de sus muchas virtudes, Engels recordaba a Herbert Spencer: es mecánico, demasiado ambicioso en sus afirmaciones, pretende abarcarlo todo con su visión, fundir una serie de materiales sueltos para crear una historia que pueda aplicarse a todo, desde la historia de los relojes a la fisiología de los dedos de la mano. Este relato multiuso demostró ser extraordinariamente práctico: era accesible a todos y a la vez podía justificar la exclusiva autoridad interpretativa de una élite clerical. El modelo de partido característico de Lenin sería impensable sin ella. Pero, precisamente por eso, Engels tiene la culpa de los absurdos del materialismo dialéctico.

Volvamos a tu argumento de que el marxismo tiene más resonancia en los países católicos que en los protestantes debido a cierto tipo de prácticas rituales que tienen que ver con la forma de utilizar el lenguaje y en qué contextos. ¿Podemos esgrimir el mismo argumento respecto al judaísmo y su compromiso con la política radical?

Que el marxismo es una religión secular parece autoevidente. Pero ¿qué religión es la que está siguiendo? Eso no está tan claro. Tiene mucho de la escatología tradicional cristiana: la caída del hombre, el Mesías, su sufrimiento y la redención vicaria de la humanidad, la salvación, la ascensión, etcétera. El judaísmo también está presente, pero menos en esencia que en estilo. En Marx y en algunos de los marxistas posteriores más interesantes (Rosa Luxemburg, quizá, o Léon Blum), y sin duda en los interminables debates germanosocialistas mantenidos en las páginas de Die Neue Zeit, podemos percibir rápidamente una variante del pilpul, la juguetona autoindulgencia dialéctica que se encuentra en el núcleo de los juicios rabínicos y la moral y el relato tradicional judío.

Pensemos, si te parece, en lo ingenioso de las categorías: la forma en que las interpretaciones marxistas se pueden invertir y desplazarse, de manera que lo que es resulta no ser, y lo que era surge bajo una nueva apariencia. La destrucción es creativa, mientras que la conservación se vuelve destructiva. Lo grande se hace pequeño, y las verdades de hoy están condenadas a perecer como ilusiones pasadas. Cuando me refiero a estos aspectos bastante obvios de las intenciones y el legado de Marx ante personas que han estudiado e incluso escrito sobre él, a menudo se sienten molestas. Con bastante frecuencia se trata de judíos que se sienten incómodos cuando se pone de relieve el origen judío de Marx, como si uno hubiera aludido a un tema familiar.

Me viene a la memoria la escena que Jorge Semprún describe en sus memorias, Quel beau dimanche. Después de que su familia fuera expulsada de España, él, con veinte años, se vio arrastrado a entrar en la Resistencia francesa y fue posteriormente detenido por comunista. Tras ser enviado a Buchenwald, se cobijó bajo la protección de un viejo comunista alemán, lo que sin duda explica su supervivencia. En un momento determinado, Semprún le pide a este hombre mayor que le explique qué es la «dialéctica». Y la respuesta que recibe es: «C'est l'art et la maniere de toujours retomber sur ses pattes, mon vieux», el arte y la técnica de caer siempre de pie. Y lo mismo puede decirse de la retórica rabínica: es el arte y la técnica —pero sobre todo el arte— de caer siempre de pie en una posición firme de autoridad y convicción. Ser un marxista revolucionario era convertir en virtud tu desarraigo, por ejemplo la ausencia de unas raíces religiosas, agarrándose —aunque sea de un modo no del todo consciente— a un estilo de razonamiento que hubiera resultado muy familiar para cualquier estudiante de una escuela hebrea.

La gente se olvida de que los socialistas judíos se organizaron antes y mejor que otros en el Imperio ruso. El Bund es en realidad anterior y durante algún tiempo eclipsó los intentos por crear un partido ruso. De hecho, para definir su posición, Lenin tuvo que separar a sus seguidores del Bund, una escisión más importante que la más conocida entre los bolcheviques y los mencheviques.

¿Qué opinas de la actuación de Lenin sobre esta generación, en este ambiente, durante la Segunda Internacional?

Los rusos constituían una presencia incómoda en la Segunda Internacional, que era una colección de partidos marxistas en general mejor integrados en los sistemas políticos nacionales de lo que los radicales rusos podían estarlo dentro de la autocracia zarista. Las cuestiones sobre la participación en los gobiernos burgueses, que fue el tema dominante de aquella Internacional celebrada en vísperas de la Primera Guerra Mundial, no revestían ningún interés para los súbditos de un imperio autócrata.

Los marxistas rusos estaban profundamente divididos entre la mayoría socialdemócrata al estilo alemán de corte materialista —ejemplificada por el veterano Plejánov— y una minoría activista radical liderada por el joven Lenin. Si uno se para a pensarlo, es como las divisiones convencionales y familiares que enfrentan a los adversarios de todas las sociedades autoritarias: entre los que están dispuestos a creer en la buena fe de las reformas marginales del gobernante y los que piensan que esas pequeñas reformas constituyen el mayor peligro de todos porque debilitan y dividen las fuerzas que quieren un cambio más radical.

Partiendo del marxismo, Lenin reinterpretó, revisó y resucitó la tradición autóctona rusa de la revolución. En la generación anterior, los eslavófilos revolucionarios habían incurrido en el complaciente pensamiento de que existía una historia y una trayectoria característicamente rusas para acometer cualquier acción radical en ese país. Algunos de ellos abogaban por el terrorismo como forma de preservar las virtudes propias y diferenciadas de la sociedad rusa a la vez que socavaba la autocracia. Aunque Lenin se mostraba impaciente con la inveterada tendencia rusa hacia el activismo, la revolución mediante la acción, el nihilismo, el asesinato, etcétera, insistía en preservar al mismo tiempo la guía de una acción voluntarista. Sin embargo, su voluntarismo iba acompañado de una visión marxista de las revoluciones venideras.

Pero Lenin no se mostraba menos desdeñoso con los socialdemócratas rusos que compartían su desagrado por la violencia sin ton ni son. En la tradición rusa, los oponentes de los eslavófilos eran los occidentalizantes, que esencialmente creían que el problema de Rusia era su atraso. Rusia no poseía unas virtudes distintivas; el objetivo de los rusos debía ser el de hacer avanzar el país por el sendero del desarrollo que ya estaban siguiendo otros países europeos más occidentales. Los occidentalizantes también adoptaron el marxismo, infiriendo de Marx y los evolucionistas políticos que lo que quiera que hubiera ocurrido u ocurriera en Occidente había sido antes y de una forma más nítida. El capitalismo, el movimiento laboral y la revolución socialista serían experimentados por los países avanzados en primer lugar; el turno de Rusia llegaría más despacio y más tarde, pero merecía la pena esperar a que llegara, una opinión que provocaba en Lenin paroxismos retóricos de desprecio. De este modo, el líder bolchevique se las arregló para combinar un análisis occidental con el tradicional radicalismo ruso.

Esto se ha venido considerando como una evidencia de extremada brillantez teorética, pero yo no estoy tan seguro de ello. Lenin era un gran táctico, y no mucho más, pero en la Segunda Internacional no se podía destacar a menos que uno tuviera una visión teórica, de modo que Lenin se presentó a sí mismo y fue promocionado por sus admiradores como un dialéctico marxista de mucho talento.

Me pregunto si el éxito de Lenin no tiene también algo que ver con una cierta audacia sobre el futuro. Lenin trataba a Marx como un determinista, un científico de la historia. Los marxistas más inteligentes de la era —Gramsci, Antonio Labriola, Stanislaw Brzozowski y György Lukács— se negaron a seguir su ejemplo (aunque Lukács cambió de opinión más adelante). Pero, a este respecto, Lenin era el autor al que más se leía, después de Engels.

Luego Lenin decidió que los «científicos de la historia» no solo tienen derecho a observar el experimento sino a intervenir en él, a acomodar ligeramente las cosas. Al fin y al cabo, si sabemos cuáles son los resultados con antelación, por qué no llegar a ellos más rápidamente, especialmente si los resultados son tan deseados. Pero, luego, la creencia en la gran idea te da confianza en el significado presente de hechos que de otro modo serían nimios, triviales o poco glamurosos.

Esto a su vez iba en contra de las formas kantianas de marxismo, todavía muy extendidas en aquellos años: las tentativas de dotar al marxismo de una ética propia y autosuficiente. Para Lenin, la ética era retroactivamente instrumental. Las pequeñas mentiras, pequeñas decepciones, traiciones insignificantes y disimulos pasajeros, todo adquiría sentido a la luz de unos resultados posteriores y eran moralmente aceptables para ellos. Y lo que es verdad para las pequeñas cosas, termina aplicándose a las grandes también.

Ni siquiera es necesario sentir confianza en el futuro. La cuestión es si en principio se está de acuerdo con permitir que el relato se interprete en nombre del futuro, o de si se cree que debería cerrarse cada día.

Otra distinción importante se refiere a aquellos que hacían cálculos futurodependientes en su nombre o en el de otros, y a los que haciendo dichos cálculos se sentían libres para imponérselos a otros. Una cosa es decir que estoy dispuesto a sufrir ahora por un futuro incognoscible pero posiblemente mejor, y otra muy distinta autorizar el sufrimiento de los demás en nombre de esta misma e inverificable hipótesis. Este, en mi opinión, es el pecado intelectual del siglo: emitir un juicio sobre el destino de los demás en nombre de su futuro tal y como tú lo ves, un futuro en el que puede que tú no hayas realizado ninguna inversión, pero referente al cual afirmas poseer una información exclusiva y perfecta.

Existen al menos dos formas de razonamiento desde el presente hacia el futuro. Una de ellas es empezar por una imagen del futuro para a continuación ir retrocediendo hasta el presente, y decir por tanto que uno sabe qué pasos son los que hay que dar. La otra es empezar por el presente y luego decir, ¿no sería tal vez mejor si el futuro próximo fuera algo parecido al presente pero mejorado en algún aspecto determinado y definible? Y eso parece marcar la distinción entre la planificación política y la revolución comunista.

Estoy de acuerdo en que esta distinción es importante. Pero tropieza con un ligero impedimento histórico: ambas formas de pensamiento sobre la política pública tienen sus raíces en un mismo proyecto de la Ilustración.

Veamos el caso del liberal clásico del siglo XIX David Lloyd George. Sus innovadores proyectos fiscales, así como las medidas de seguridad social que introdujo en los gobiernos liberales de 1906 a 1911, conllevan un cierto conjunto de supuestos incuestionados: ciertos tipos de acciones presentes pueden razonablemente generar unos resultados deseables, aun a costa de su coste a corto plazo o su impopularidad política. De este modo, incluso Lloyd George se encuentra a sí mismo, como debería esperarse de cualquier reformador coherente, afirmando implícitamente que estas acciones presentes solo pueden justificarse por unos beneficios futuros a los que sería estúpido oponerse.

En este sentido, no existe ningún abismo epistemológico profundo que separe el socialismo (o al menos la socialdemocracia) del liberalismo. Ambos, sin embargo, son muy distintos de una política pública basada obsesivamente en unos planes matemáticamente calculados. Esto último solo se justifica en la medida que pueda reclamarse un conocimiento perfecto o cuasiperfecto de los resultados futuros (por no hablar de la información actual). Dado que ni la información presente ni la futura —sea en materia de economía o de cualquier otra— se nos ofrece de una forma perfecta, la planificación es inherentemente engañosa, y cuanto más pretenda abarcar el plan, más engañosas son por tanto sus afirmaciones (lo mismo puede decirse, aunque rara vez se haga, de la idea de los mercados perfectos o eficientes).

Pero mientras el liberalismo o la socialdemocracia no se levantan ni caen dependiendo del éxito de sus afirmaciones sobre el futuro, el comunismo sí. Esta es la razón por la que yo creo que el derrumbe de la socialdemocracia como modelo, como idea, como gran relato, a raíz de la desaparición del comunismo, es tan injusto como desafortunado. Es también una mala noticia para los liberales, dado que cualquier cosa que se pueda decir contra la socialdemocracia sobre la manera de concebir los asuntos públicos, también puede decirse contra los liberales.

Permíteme que tratemos de separar epistemológicamente el liberalismo del marxismo. El liberalismo parte de unos supuestos optimistas sobre la naturaleza humana, pero en la práctica es fácil caer por una pendiente en la que uno aprende que debería ser un poco más pesimista, lo que requiere un poco más de intervención, un poco más de condescendencia, un poco más de elitismo, etcétera. Y esa es, de hecho, la historia del liberalismo, al menos hasta el nuevo liberalismo de principios del siglo XX, con su aceptación de la intervención del Estado.

Mientras el liberalismo asume un optimismo sobre la naturaleza humana que se erosiona un poco con la experiencia, el marxismo, gracias a su herencia hegeliana, asume al menos un hecho no contingente: nuestra alienación. La visión marxista dice algo así: nuestra naturaleza es bastante mala, pero podría ser bastante buena. La fuente tanto de la condición real como de la posibilidad radica en la propiedad privada, una variable contingente. En resumen, el cambio está en efecto a nuestro alcance, y de una forma sorprendente: con la revolución llega el fin, no solo del régimen de la propiedad privada sino, a través de él, también de la injusticia, la soledad y las vidas descarriadas. Dado que dicho futuro está a nuestro alcance, la naturaleza se vuelve fungible en sí misma, o, más bien, nuestra insatisfactoria situación presente se vuelve antinatural. A la luz de esta perspectiva, casi cualquier paso radical y actitud autoritaria llega a ser imaginable e incluso deseable, una conclusión que los liberales simplemente no pueden ni contemplar siquiera.

Veamos, este abismo epistemológico y moral no separa tanto a los liberales de los marxistas como divide a los marxistas entre sí. Así, si analizamos los pasados ciento treinta años aproximadamente, vemos que la línea más importante fue la que separó a los marxistas que se sintieron atraídos por la versión más extremista de esta historia (especialmente en su juventud) pero que llegado un momento no aceptaron sus implicaciones —y con ello, al final, sus premisas— y aquellos para quienes siguió siendo creíble hasta al final, con todas sus consecuencias. La idea de que todo es o no es, que todo es o una cosa o la otra pero no puede ser ambas al mismo tiempo, que si algo (por ejemplo, la tortura) es malo no puede ser dialécticamente traducido en bueno en virtud de sus resultados, es y ha sido siempre un pensamiento antimarxista y por tanto debidamente castigado, como sabes, como «revisionismo». Y con razón, dado que este empiricismo epistemológico tiene sus raíces en el pensamiento político liberal y representa —de hecho siempre ha representado— una clara ruptura con el estilo religioso de razonamiento en el que radica el atractivo del marxismo.

De todas formas, durante gran parte del siglo pasado, muchos socialdemócratas que se habrían horrorizado de verse como otra cosa distinta que marxistas —y no digamos «liberales»— fueron incapaces de dar el último paso hacia el necesitarismo retroactivo. En la mayoría de los casos, tuvieron la buena suerte de poder evitar la elección. En Escandinavia, los socialdemócratas pudieron acceder al poder sin necesidad de deponer o reprimir a las autoridades vigentes. En Alemania, los que no estuvieron dispuestos a comprometerse con las restricciones constitucionales o morales se autoexcluyeron del consenso socialdemócrata.

En Francia, la cuestión resultó irrelevante gracias a los compromisos impuestos por la política republicana, y en Inglaterra, redundante debido a la marginalidad de la izquierda radical. Paradójicamente, en todos estos países, los marxistas sedicentes pudieron continuar contando sus propias historias: pudieron perseverar en su creencia de que la narrativa histórica marxista conformaba sus acciones, sin enfrentarse a las implicaciones derivadas de tomar en serio esta aseveración.

Pero en otros lugares —entre los cuales Rusia constituye el ejemplo primero y más representativo—, el acceso al poder quedó abierto a los marxistas precisamente por sus inequívocas afirmaciones sobre la historia y sobre otros pueblos. Y así, tras la Revolución bolchevique de 1917, se produjo un profundo y duradero cisma entre aquellos que no eran capaces de asumir las consecuencias humanas de sus propias teorías y aquellos para quienes dichas consecuencias eran desagradables, como ya imaginaban que serían, pero tanto más convincentes precisamente por esta razón: es muy duro; verdaderamente, tenemos que tomar decisiones difíciles; no tenemos más remedio que hacer cosas malas; esto es una revolución; si nos hemos metido en esto, no podemos andarnos ahora con zarandajas. En otras palabras, se trata de una ruptura con el pasado y con nuestros enemigos, justificada y explicada por la lógica omnímoda de la transformación humana. Los marxistas para quienes todo esto les sugería algo próximo a la represión fueron (no del todo sin razón) acusados de no haber sabido captar las implicaciones de su propia doctrina y condenados a ser arrojados al vertedero de la historia.

Lo que encuentro más atractivo de Kart Kautsky, el hombre que —hasta 1917— había sido la autoridad intelectual de la Europa socialista, es que cuando estalla la Revolución rusa él no se limita simplemente a dejar de pensar y tragar con las consecuencias. En lugar de ello, y al igual que otros intelectuales marxistas menos prominentes, somete las acciones de Lenin al filtro del análisis marxista clásico. A diferencia de otros líderes socialistas, no puede decidirse sencillamente a creer que la Revolución bolchevique fuera marxista por el mero hecho de que Lenin así lo afirmara.

Así es. Ni Karl Kautsky ni Eduard Bernstein —que hasta 1917 habían estado enfrentados sobre las disputas divisorias relativas al revisionismo que habían caracterizado los debates socialistas alemanes de la preguerra— eran capaces de digerir las implicaciones de las acciones rusas con respecto al pensamiento crítico marxista (aunque tal vez merezca la pena mencionar aquí que en años anteriores, cada uno, a su manera, había estado más cerca de Engels, y por tanto del marxismo convencional, que ningún otro).

Rosa Luxemburg, que se había mostrado crítica tanto con Kautsky como con Bernstein por la respuesta pasiva que daban frente a su urgencia radical, representaba un caso distinto. Ella era al menos tan consciente como ellos de los defectos del leninismo —de hecho, su crítica hacia los bolcheviques fue quizá la más intelectualmente rigurosa de todas— pero, a diferencia de sus colegas alemanes, continuó insistiendo en la posibilidad y la necesidad de establecer una ruptura radical con el pasado, solo que en unos términos muy distintos a los enunciados por Lenin.

La fe en la posibilidad de esta ruptura parece ser clave, todavía —y especialmente— en 1917.

De forma análoga a la visión cristiana del mundo en la Edad Media o principios de la Era Moderna, lo que realmente importa es la salvación. Si yo soy creyente, debería preocuparme más por tu alma inmortal que por tus preferencias, debería intentar salvarte. Aunque eso implique torturarte, aunque implique al final matarte; si puedo salvar tu alma, no solo habría hecho lo correcto sino que, además, es evidente que lo debía hacer.

Ese es un tipo de razonamiento del que el liberalismo claramente se separa. Esto es, el liberalismo entiende que los propósitos de las personas emergen de ellas de manera individual y son empíricamente discernibles para las demás y pueden vincularlas entre sí. Fue el hegelianismo el que introdujo en el pensamiento de Marx la discernibilidad del propósito y el significado último de las cosas, y a través de él en la interpretación leninista del legado marxista.

De esta forma, los propósitos últimos de la historia —alcanzados y entendidos a la luz de la revolución— se convertían en homólogos del alma inmortal: tenían que ser salvados a toda costa. Esto, por tanto, iba más allá de una fe o creencia en un sentido trivial. Durante décadas, a la «revolución» se le asoció un misterio y un significado que podía justificar, y de hecho justificaba, todos los sacrificios, especialmente los de los demás, y cuanto más sangrientos, mejor.

Para entender por qué tanta gente se sumó, ellos y sus vidas, al leninismo y a la Unión Soviética después de la revolución de 1917, hay que tener en cuenta la comunidad y el contexto histórico además de la fe. El espejismo comunista abarca mucho más que la mera democracia social, una democracia que va acompañada del Estado del bienestar. Sus férreas ambiciones atrajeron a personas que tenían una visión holística de los relatos históricos y que generalizaron hasta el punto de la abstracción la relación entre los objetivos sociales y el compromiso individual. Pero la caída del dios comunista es una historia mucho más larga, y por supuesto trata, precisamente, de la pérdida de la fe.

Sí, es como si a partir de la Revolución rusa de 1917 los bolcheviques monopolizaran el misticismo. ¿Por qué la fe caló tan fácilmente en los demás compañeros de viaje, en aquellos que se identificaron con la Unión Soviética en sus momentos más sangrientos?

La historia de la Unión Soviética, para los que tuvieron fe en ella, ya fuera como comunistas o como compañeros de viaje progresistas, no estaba en realidad ligada a lo que veían. Preguntarse por qué la gente que fue allí no vio la verdad no tiene sentido. La mayoría de las personas que entendieron lo que estaba ocurriendo en la Unión Soviética no necesitaron ir allí para verlo. En tanto que los que iban a la Unión Soviética como verdaderos creyentes solían seguir siéndolo a su vuelta (André Gide fue una célebre excepción).

En todo caso, el tipo de verdad que buscaba el creyente no era cuestionable en función de pruebas contemporáneas sino solo de resultados futuros. Siempre fue una cuestión de creer en un edificio futuro que justificaría el infinito número de ladrillos rotos del presente. Si uno dejaba de creer, no es que estuviera simplemente dejando de lado unos datos sociales que aparentemente había malinterpretado hasta la fecha; estaba dejando de lado una historia que por sí sola podía justificar cualquier dato que uno deseara en tanto en cuanto la recompensa futura estaba garantizada.

El comunismo también ofreció un sentimiento intenso de comunidad con sus correligionarios. En el primer volumen de sus memorias, el poeta francés Claude Roy recuerda su fascismo juvenil. El libro se titula Moi [Yo]. Pero el segundo volumen, que trata de sus años comunistas, se titula, elocuentemente, Nous [Nosotros]. Esto resulta sintomático. Los pensadores comunistas se sentían parte de una comunidad de intelectuales afines, lo que les hacía creer no solo que estaban haciendo lo correcto, sino que avanzaban en la dirección de la historia. Somos «nosotros» los que lo estamos haciendo, no solo «yo». Esto superaba la idea de la multitud solitaria y situaba al individuo comunista en el centro, no solo de un proyecto histórico, sino de un proceso colectivo.

Y es interesante lo a menudo que los recuerdos de los desilusionados se traducen en términos de pérdida de comunidad, así como de pérdida de fe. Lo duro no era abrir los ojos a lo que Stalin estaba haciendo, sino romper con toda esa otra gente que había creído contigo. Así pues, es esta combinación de fe y los muy considerables atractivos de la lealtad compartida lo que otorga al comunismo algo de lo que ningún otro movimiento político podía alardear.

Por supuesto, las razones que atrajeron a diferentes grupos de pensadores fueron también distintas. Una generación, la de los nacidos en torno a 1905, como Arthur Koestler, se vieron atraídos por el comunismo en sus primeros años y finalmente se verían desilusionados por los juicios de Stalin de 1936 o el Pacto Molotov-Ribbentrop de 1939. Esa generación es por tanto muy distinta de la de aquellos a quienes lo que les sedujo fue la imagen del victorioso Ejército Rojo en la Segunda Guerra Mundial, el heroísmo de la resistencia de los partidos comunistas (real e imaginado) o la sensación de que si América era la alternativa, y América era partidaria del capitalismo en su modalidad más extrema, el comunismo era la opción más fácil.

Esa generación posterior se toparía con la desilusión en 1956, con la invasión soviética de Hungría. Mientras que para la generación anterior de comunistas lo que más importaba era el fracaso de la socialdemocracia y la aparentemente inexorable elección entre fascismo y comunismo, llegadas las décadas de 1940 y 1950 las opciones parecían muy diferentes, aunque Stalin tratara de presentar la Guerra Fría como un conjunto básicamente similar de opciones. De este modo, los compañeros de viaje —simpatizantes con el comunismo pero no lo bastante comprometidos para sumarse a él— adquieren más importancia en la historia posterior que en la de entreguerras, cuando la cuestión principal era si la gente dejaba de ser comunista y se convertía en excomunista… y cuándo.

El momento en el que uno se convierte en miembro del partido comunista o declara su asociación con el comunismo es muy importante biográficamente. Existe una especie de doble trampa temporal: desde ese momento en adelante, la revolución va perdiéndose delante de ti en el horizonte, como un arcoíris. Y uno quiere seguir persiguiéndola. Pero lo que también va perdiéndose en el horizonte es el momento de tu juventud en el que tomaste esa decisión, y con él, probablemente el momento en el que hiciste muchos amigos, o encontraste un nuevo tipo de amantes. Y yo creo que a la gente le resulta muy difícil cortar con ello, con esas personas, con ese momento.

De nuevo, pensemos en las memorias de Eric Hobsbawm. Uno tiene esa sensación de que toda su vida sus lealtades, de otro modo inexplicables, pueden vincularse al último año de la República de Weimar en Alemania. En 1932, él estaba viviendo en Berlín, tenía quince años y, viendo cómo la democracia alemana se desmoronaba, se unió al Partido Comunista, creyendo sinceramente que aquel era el gran punto de inflexión del siglo y que estaba tomando esa decisión en el momento en que había que hacerlo. Aquella elección no solo marcaría el resto de su vida, sino que dotaba de razón y significado a todo lo que había pasado antes. Muchos de los que optaron por lo mismo pero en años posteriores lo rechazaron no sabían entonces explicar exactamente qué era lo que a partir de ese momento daría sentido a su vida, aparte del compromiso de escribir y hablar en contra de aquello que antes se lo había dado.

Si pensamos en excreyentes como Ignazio Silone, Whittaker Chambers o Manés Sperber, observamos dos tipos de trasfondo emocional: el intento de expresar la pérdida de fe y el de racionalizar la fe que un día se tuvo. La pérdida de fe, claro está, no es ni mucho menos tan atractiva como la fe: de modo que aunque pueda ser racional distanciarse, se pierde más de lo que se gana. Un ejemplo interesante de racionalización es el de Annie Kriegel, la historiadora francesa que primero fue estalinista y luego anticomunista. Sus memorias se titulan Ce que j'ai cru comprendre («Lo que yo creí entender»). Las de Sidney Hook, Out of Step, presentan también varios intentos por explicar por qué «yo creía entonces que veía las cosas con claridad». Le passé d'une illusion de François Furet, apunta en la misma dirección, bajo el formato de una historia del siglo XX. Esta es una manera de afirmar que «mis» anteriores elecciones no obedecieron tanto a una cuestión de fe como al deseo de encontrar unas respuestas razonables a una situación determinada. Es una forma, por tanto, de sentirse orgulloso tanto de haber elegido ser comunista como de dejar de serlo.

Un bonito ejemplo de hiperracionalización lo encontramos en Furet cuando, en 1947, leyó Oscuridad a mediodía, de Koestler. Lejos de que lo que Koestler cuenta del terror que vivió en la Unión Soviética le convenciera de que no se hiciera comunista, el joven Furet se quedó impresionado por la racionalidad tanto del interrogador como del interrogado durante los juicios ejemplarizantes de Stalin.

Recordemos, no obstante, que Koestler no se había liberado todavía del hechizo de la dialéctica cuando escribió la novela. Lo que Koestler quería mostrar era por qué tanta gente había sido seducida por esta forma de pensar. Pero parte de la razón por la que la novela funciona tan bien es porque él mismo sigue todavía un poco seducido.

Que es lo que hace de Oscuridad a mediodía una buena narración desde dentro de por qué la gente se sintió atraída por el comunismo. Pero no una buena narración de lo que el Gran Terror fue en realidad, ya que no dice nada de los cientos de miles de trabajadores y campesinos a los que mataron entre 1937y 1938.

En el relato de Koestler —y esto lo comparte con Hobsbawm—, los buenos y los malos son todos comunistas. En primer lugar, todas las víctimas —o al menos todas las víctimas que importan— son comunistas. Es más, los «perpetradores» son estalinistas que abusan del «buen» comunismo para sus propios fines y luego explotan la ley o su poder para condenar a otros camaradas comunistas con los que no están de acuerdo o a quienes quieren eliminar. Como tú señalas, este no es el aspecto más importante de la historia soviética de aquellos años; y por supuesto no hace justicia al Terror. Pero, para los intelectuales, era lo que contaba.

Lo que en realidad les importaba a los intelectuales era un ambiente: personas que conocían —o iguales a las que conocían— y lo que les ocurrió. Más allá de este ambiente estaban los campesinos colectivizados que perdieron sus tierras y padecieron hambre a principios de la década de 1930 y a cientos de miles de los cuales matarían más avanzada la década.

Hay un encantador ensayo de Koestler en El rastro del dinosaurio titulado «Los pequeños presumidos de Saint-Germain-des-Prés». En él describe a los compañeros de viaje y comunistas franceses como mirones que observaban la historia a través de un agujero en la pared, sin tener que vivirla en sus propias carnes. Las víctimas del comunismo podían ser cómodamente redescritas (y a menudo lo eran) como víctimas no del hombre, sino de la historia. De este modo, el comunismo pasaba por ser como el espíritu de Hegel haciendo el trabajo de la historia en países en los que la historia no había podido realizar el trabajo ella sola. Desde esta distancia, uno puede argumentar sobre los costes y beneficios de la historia: pero los que cargan con los costes son otros y los beneficios pueden ser cualquier cosa que uno quiera imaginar.

En cierto sentido, esto es como los debates sobre la Revolución Industrial que estudiábamos en el King's College cuando yo hacía la carrera: puede que a corto plazo el coste humano fuera terrible, pero fue necesaria y beneficiosa. La transformación fue necesaria porque sin industrialización no se habría generado la riqueza necesaria para superar los impedimentos malthusianos de las sociedades agrarias; y fue beneficiosa porque a largo plazo mejoró el nivel de vida de todo el mundo.

Este argumento recuerda por tanto a los que esgrimen los apólogos occidentales del comunismo (en las contadas ocasiones en que reconocieron el alcance de sus crímenes). La diferencia, por supuesto, está en que en 1833 nadie se había puesto en Londres a planificar la Revolución Industrial y a decidir que —cualesquiera que fueran sus costes— merecía la pena imponérselos a otros por el bien de unos beneficios a largo plazo.

Este punto de vista queda bien resumido en el detestable poema de Bertolt Brecht, que por otra parte tanta gente admira: «También el odio contra la bajeza desfigura la cara. También la ira contra la injusticia pone ronca la voz. Desgraciadamente, nosotros, que queríamos preparar el camino para la amabilidad, no pudimos ser amables». El fin es, en resumen, justificar los crímenes presentes en función de unas ganancias futuras. Pero hacemos bien en tener en cuenta que, en este tipo de narración, los costes siempre se asignan a otros y, por lo general, a otro tiempo y otro lugar.

Esto me parece un ejercicio de romanticismo político aplicado. En el siglo XX hemos visto casos similares en otros países. En un mundo en el que mucha gente —los intelectuales sobre todo— ya no cree en el más allá, la muerte tiene que adquirir un significado alternativo. Debe haber una razón para ella; debe ser el avance de la historia: Dios ha muerto, larga vida a la muerte.

Todo esto habría sido mucho más difícil de imaginar si no hubiera existido la Primera Guerra Mundial y el culto a la muerte y la violencia a la que dio lugar. Lo que los intelectuales comunistas y sus homólogos fascistas tuvieron en común en los años siguientes a 1917 fue una profunda atracción por la lucha moral y sus beneficiosos resultados, ya sean sociales o estéticos. Los intelectuales fascistas en concreto convirtieron de inmediato la muerte en la justificación y el atractivo de la violencia bélica y civil: de ese caos nacerían un hombre y un mundo mejores.

Pero antes de felicitarnos por haber dicho «adiós a todo eso», recordemos que esta sensibilidad romántica no nos ha abandonado todavía, ni mucho menos. Recuerdo bien la respuesta de Condoleezza Rice, por entonces secretaria de Estado bajo el mandato del presidente George W. Bush, a la segunda guerra del Líbano, en 2006. Comentando la invasión israelí del sur del Líbano y la escalada de sufrimiento civil a la que esta dio lugar, afirmó sin titubeos que aquellas eran las «contracciones del parto de un nuevo Oriente Próximo». Y yo recuerdo haber pensado entonces que aquello me sonaba. Ya sabes, una vez más las atrocidades sufridas por otros pueblos estaban siendo justificadas como la forma que tenía la historia de alumbrar un nuevo mundo, asignando de este modo un significado a unos hechos de otro modo imperdonables e inexplicables. Si una secretaria de Estado estadounidense puede emplear semejante jerga en el siglo XXI, ¿por qué los intelectuales europeos no iban a haber alegado justificaciones similares medio siglo antes?

Volvamos entonces por un momento a Eric Hobsbawm. ¿Cómo es posible que alguien que cometió ese tipo de error, y nunca lo ha corregido, se haya convertido con el paso del tiempo en uno de los más importantes intérpretes del siglo? Y su caso no es único.

La respuesta a eso, creo yo, es bastante reveladora. Nunca hemos perdido del todo la sensación de que —como el propio Hobsbawm probablemente habría subrayado— no se puede entender por completo el siglo XX si en algún momento no compartiste sus ilusiones, y la ilusión comunista en particular. En este punto, la vida intelectual del historiador del siglo XX entra básicamente en un territorio irresoluble. El tipo de elecciones que la gente tomó en la década de 1930 (y sus razones para realizarlas) son inteligibles para nosotros. Esto es cierto incluso aunque no podamos imaginar que en algún momento hiciéramos dicha elección, e incluso aunque sepamos perfectamente que veinte años más tarde muchas de esas mismas personas lamentarán su elección o la reinterpretarán bajo un prisma favorable: un error de juventud, el peso de las circunstancias o lo que sea.

Cuando uno ha sido comunista, uno tiene una visión comprensiva, sabe cómo era aquello, ha estado comprometido con lo que parecían los principales problemas de la época y cuenta con esa materia prima para trabajar. Eso ofrece una ventaja como historiador, porque la visión comprensiva es algo que presumiblemente todos deseamos tener. Sin embargo, si lo que se pretende afirmar es que haber sido estalinista comporta unas ventajas intelectuales, de ello parece deducirse que, desde una perspectiva puramente metodológica, uno también desearía haber sido un exnazi.

La elección que en 1933 tomaron algunos destacados alemanes de dar la bienvenida a los nazis —y aceptar su bienvenida por parte de ellos, que te nombraran para un alto cargo a costa de tu complicidad y tu silencio— no es inteligible para nosotros hoy en día, salvo como un acto de cobardía humana. Y por tanto sigue siendo problemática en retrospectiva, y nos resistimos a aceptar que los «errores de juventud» o «el peso de las circunstancias» se aleguen como atenuantes. Somos, por tanto, bastante implacables con un tipo de pecadillo político pasado, pero tolerantes e incluso comprensivos con otro. Esto puede parecer inconsecuente e incluso incoherente, pero reviste cierta lógica.

No veo que añada gran cosa a nuestra comprensión de la historia del siglo XX el hecho de tratar de penetrar en la mente de aquellos que formularon o propagaron las políticas nazis (razón por la cual yo no comparto la actual adulación que se profesa a Las benévolas, de Jonathan Littell). Sencillamente no se me ocurre ni un solo intelectual nazi cuyo razonamiento constituya una interpretación histórica interesante del pensamiento del siglo XX.

Por el contrario, sí se me ocurren varias razones para leer con atención —si no con empatía— los desagradables escritos de ciertos intelectuales fascistas italianos y rumanos. No quiero decir que el fascismo en su forma no alemana fuera más tolerable, más digerible para nosotros, porque en su esencia no persiguiera el genocidio, la aniquilación sistemática de poblaciones, etcétera. Lo que quiero decir es que otros fascismos funcionaban dentro de un marco reconocible de ressentiment nacionalista o injusticia geográfica que no solo era inteligible sino que tenía y sigue teniendo una aplicación algo más amplia para entender el mundo que nos rodea.

Sin embargo, la mayoría de lo que los intelectuales alemanes de la era nazi decían —tanto si hablaban como nazis o como simpatizantes nazis— solo era aplicable al caso alemán. De hecho, el nazismo —al igual que las tradiciones nacionales románticas o postrománticas en las que se inspiro— se basaba exclusivamente en una serie de reivindicaciones sobre qué era lo que hacía únicos a los alemanes. Muchos de los intelectuales fascistas rumanos —o italianos, o españoles— creyeron durante mucho tiempo estar apoyando unas verdades y categorías universales. Incluso en sus arranques más narcisistas y patrióticos, a intelectuales fascistas franceses como Robert Brasillach o Drieu la Rochelle les gustaba creer que lo que escribían revestía relevancia o importancia bastante más allá de las fronteras de Francia. En este sentido al menos, son comparables a sus homólogos comunistas: estos también proponían una versión de la modernidad y sus descontentos. Por lo tanto, tenemos algo que aprender de ellos.

Cuando el patriota liberal italiano Giuseppe Mazzini escribió sobre el nacionalismo en el siglo XIX, confiaba en que la suya podía y debía ser una proposición universal en el sentido que estás sugiriendo: si la autodeterminación nacional era buena para Italia, en principio no había razón por la que no fuera a ser buena para los demás. Puede haber montones de naciones liberales. Y en este sentido el fascismo de la década de 1920y 1930puede entenderse como un heredero de postguerra un tanto distorsionado de este pensamiento: en principio un fascista de una determinada nación podía empatizar con las ambiciones de sus compañeros fascistas de otras tierras. Pero un nacionalsocialista no podía desear eso: el nazismo trata de Alemania y no puede considerarse un modelo para otros dado que tanto su forma como su contenido son específicamente alemanes.

Y sin embargo me pregunto si, precisamente por lo que tú dices, el nacionalsocialismo no fue universal después de todo. El culto a una fantasía sobre la propia raza es un caso extremo, el caso extremo en realidad. Pero ¿no tenemos todos esa capacidad de dar prioridad a la falacia de nuestra propia singularidad? ¿No es la tendencia a hacer excepciones con uno mismo el defecto humano universal?

Tal vez. Lo que planteas es un aspecto más abstracto que concierne no solo a los pensadores sino a lo que podríamos aprender de la naturaleza general de las falacias de las que ellos, o más bien sus millones de víctimas, fueron presa. Yo insistiría en que podemos y debemos mantener la distinción entre los nazis y aquellos intelectuales que, a sus propios ojos, preservaron y recalcaron sus propias cualidades universales, la idea tan característica de la Ilustración de que eran parte de una conversación universal: tanto en lo referente a la política como a los orígenes de la sociedad humana, el funcionamiento del capitalismo o el significado del progreso, etcétera. Podemos afirmar con seguridad que los intelectuales comunistas —o hechas ciertas salvedades, los intelectuales fascistas— son herederos de dichas conversaciones. En ningún caso podemos decir lo mismo de los nazis.