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LA BANALIDAD DEL BIEN:

SOCIALDEMÓCRATA

A mediados de la primera década del siglo XXI yo era un catedrático de la Universidad de Nueva York con una reputación internacional consolidada, a punto de publicar un largo libro sobre la historia de la Europa de la postguerra. Cuando lo terminé, me di cuenta —como a menudo pasa, a posteriori— de que Postguerra se había convertido en el tipo de libro que a mí me habría gustado que leyeran mis hijos. Lo que ahora estoy pensando en escribir es otro libro que pudieran leer si un día les apeteciera: Locomotion, una historia de los trenes.

Ha llegado el momento de escribir sobre algo más que las cosas que uno entiende; es tan importante o más escribir sobre las cosas que a uno le importan. Yo ya había practicado un poco este tipo de literatura, solo que en referencia a personas e ideas: temas sobre los que, por decirlo así, me pagaban por entender. Me llevó bastante tiempo convencerme a mí mismo de que alguien podría estar interesado en lo que yo tenía que contar sobre el ferrocarril.

Lo que yo quería escribir era un estudio de la llegada de la vida moderna a través de la historia del ferrocarril. Y no solo de la vida moderna, sino del futuro de la sociabilidad moderna y la vida colectiva en nuestras sociedades superindividualizadas. El ferrocarril, después de todo, fue un generador de sociabilidad. La llegada de los ferrocarriles facilitó la emergencia de lo que hoy conocemos por vida pública: el transporte público, los lugares públicos, el acceso público, los edificios públicos, etcétera. La idea de que la gente que no estaba obligada a viajar en compañía de otros pudiera hacerlo si quería —siempre que se tuvieran en cuenta ciertas medidas de confort y respeto hacia las diferencias de estatus— fue en sí revolucionaria. Las implicaciones para la aparición de clases sociales (y distinciones de clase), así como para nuestro sentido de comunidad más allá de la distancia y el tiempo, fueron enormes. En mi opinión, un relato sobre el auge y caída (y en Europa, resurrección) del ferrocarril podía ser una forma instructiva de reflexionar sobre lo que ha ido mal en países como Estados Unidos y Gran Bretaña.

De la política pública se pasa de forma natural a la preocupación por la estética de la vida pública: la planificación urbana, el diseño de edificios, el uso de espacios públicos, etcétera. ¿Por qué, al fin y al cabo, la Gare de l'Est de París —una gran estación de transporte construida en 1856— sigue siendo perfectamente funcional hoy en día, aparte de agradable de contemplar, mientras que casi cualquier aeropuerto (o gasolinera) construido cien años después resulta ya completamente disfuncional y su apariencia grotesca? ¿Por qué las estaciones construidas en el momento cumbre de la autoconfianza modernista (St. Paneras en Londres, la Centrale en Milán, Hlavní Nádraži en Praga) siguen manteniendo su atractivo, tanto en su forma como en su función, mientras que Gare Montparnasse, Penn Station o Brussels Central —todas ellas producto de la destructiva «actualización» de la década de 1960— fracasan en ambos aspectos? Hay algo en la durabilidad del ferrocarril, su infraestructura, su penumbra y sus usos, que representa y encarna gran parte de la faceta mejor y más confiada de la modernidad.

Tú has contado que los trenes constituyeron una parte integral de tu ser, en un sentido que los une con el Estado del bienestar que tan formativo fue para ti. Pero ¿seguro que el vínculo que propones entre los servicios públicos y los beneficios privados es autoevidente? El Estado no tiene que proporcionar estos recursos para ser un Estado funcional. Podrían en cambio ser gestionados por personas que mantienen que la soledad es una fuente inagotable de crecimiento económico y que la atomización de cada uno de nosotros es por el bien de todos, que es contra lo que estaban los primeros reformistas británicos del siglo XIX y contra lo que estamos hoy en Estados Unidos. Es lo que solía llamarse la cuestión social. ¿Es la forma correcta de plantearlo?

Hablar de la cuestión social nos recuerda que no estamos libres de ella. Para Thomas Carlyle, para los reformadores liberales de finales del siglo XIX, para los fabianos ingleses o los progresistas estadounidenses, la cuestión social era esta: ¿Cómo manejar las consecuencias humanas del capitalismo? ¿Cómo hablar no de las leyes de la economía sino de las consecuencias de la economía? Los que se hacían estas preguntas podían planteárselas de una de estas dos maneras, aunque muchos lo hicieron de ambas: la prudencial y la ética.

La consideración prudencial es salvar al capitalismo de sí mismo, o de los enemigos que genera. ¿Cómo impedir que el capitalismo genere una clase baja indignada, empobrecida, resentida, que se convierta en una fuente de división o declive? La consideración moral es lo que en su momento se denominó la condición de la clase trabajadora. ¿Cómo podía ayudarse a los trabajadores y a sus familias a vivir decentemente sin dañar a la industria que les había proporcionado su medio de subsistencia?

La respuesta básica a la cuestión social era la planificación. Me pregunto si podríamos empezar por la cuestión ética que tal vez se encuentre en su origen, es decir, la propuesta de que el Estado debería implicarse en este tipo de cosas.

Si la pregunta fuera cuáles son los antecedentes intelectuales que determinaron la preferencia por las economías planificadas en la época de la postguerra, habría que empezar por partir de dos puntos completamente distintos. Uno sería la era de la reforma liberal, progresista, que abarca desde la década de 1890 hasta la de 1910, en Estados Unidos, en Inglaterra, en Alemania, en Francia especialmente, en Bélgica y en países más pequeños. Esta comenzó con liberales de finales de la época victoriana como William Beveridge, que pensaba que la única forma de salvar a la sociedad victoriana de su propio éxito era interviniendo desde arriba mediante sistemas regulatorios. El otro es la respuesta de la década de 1930 a la Gran Depresión, especialmente por parte de los economistas más jóvenes —principalmente en Estados Unidos y Francia, y más tarde algunos de Europa del Este también—, que concluyeron que solo el Estado podía intervenir contra las consecuencias del colapso económico.

Por decirlo de otra forma: la planificación es una propuesta del siglo XIX, llevada a cabo en su mayor parte en el siglo XX. De modo que gran parte del siglo XX, al fin y al cabo, consiste en llevar a la práctica, en experimentar, las formas de responder a la Revolución Industrial y la crisis de la sociedad de masas planteadas en el siglo XIX. Las ciudades de gran parte del occidente y el norte de Europa habían crecido exponencialmente digamos entre 1830 y 1880. Así, a finales del siglo XIX, había ciudades por toda Europa que habían alcanzado un tamaño que sus habitantes de cincuenta años no habrían podido ni imaginar en su niñez. El nivel del crecimiento urbano había superado con mucho el nivel de la acción estatal. Y por tanto la idea de que el Estado debía intervenir en la producción y el empleo se desarrolló muy rápidamente en el último tercio del siglo XIX.

En Inglaterra, la cuestión fue planteada al principio en términos casi exclusivamente éticos. ¿Qué hacer con el ingente número de ciudadanos autóctonos empobrecidos, desfavorecidos, en permanente estado de necesidad, que se habían trasladado a las ciudades industriales y sin cuya labor el floreciente capitalismo de la era habría sido impensable? Esto a menudo se presentaba como un tema moral: ¿cómo debía la Iglesia anglicana (y otras) responder al desafío que representaban las enormes demandas de caridad y prestación de ayuda en las ciudades industriales? Es interesante reparar en cuántos de quienes más tarde, a principios del siglo XX, acabarían siendo destacados planificadores, expertos sociopolíticos e incluso ministros de gobiernos laboristas o liberales, comenzaron su andadura dentro de entornos neocristianos y organizaciones caritativas destinadas a aliviar la pobreza.

En Alemania, la otra potencia industrial a finales del siglo XIX, la cuestión se planteaba en términos de prudencia. ¿Cómo puede un Estado conservador evitar que la desesperación social acabe desembocando en una protesta política? En la Alemania guillermina, la respuesta prudencial fue el bienestar: ya fuera mediante el subsidio de desempleo, la protección industrial en las fábricas o la reducción de la jornada laboral.

Si hablamos de Prusia o Alemania, parece inevitable tratar la cuestión del marxismo y la socialdemocracia, porque justo cuando el Estado prusiano está actuando con el fin de evitar algún tipo de política revolucionaria, los que habían estado practicando la política revolucionaria empiezan a llegar a la conclusión de que tal vez sería mejor animar al Estado a intervenir en las relaciones económicas.

El gran debate en la socialdemocracia alemana, desde la muerte de Marx en 1883 al estallido de la Primera Guerra Mundial en 1914, es sobre la función que el Estado capitalista podría y debería desempeñar para aliviar, controlar y replantear las relaciones entre empleadores y empleados. Los debates sobre los programas de Gotha y de Erfurt en el Partido Socialdemócrata, o entre Karl Kautsky y Eduard Bernstein, pueden entenderse dentro de las tradiciones marxistas, como hemos comentado antes; pero también pueden verse como las respuestas de los socialistas, incoherentes y quisquillosas, a los mismos temas que por entonces preocupaban a Bismarck y el Partido de Centro Católico en Alemania.

En Alemania, los socialistas llegan a albergar dudas sobre su versión del progreso, que es que el capitalismo va a crear un cierto tipo de clase trabajadora, necesariamente numerosa y levantisca. Al mismo tiempo, al parecer, los liberales, en Gran Bretaña y demás lugares, están empezando a llegar a la conclusión de que su versión del progreso tiene sus propias fallas.

En Inglaterra, el debate se centra en realidad en la política. Aquí, y solo aquí, la amenaza de una clase trabajadora insurrecta prácticamente murió en la década de 1840. El movimiento cartista de aquella década no es el principio del radicalismo laborista británico; es el fin de la historia. Gracias a él, el Reino Unido podía presumir de un proletariado de masas, pero ya organizado y domeñado a través de los sindicatos y, finalmente, de un partido político de base sindical, el Partido Laborista. La idea de que este gran movimiento sindical podía albergar cualquier tipo de aspiración revolucionaria hacía tiempo que estaba agonizando. De modo que el centro de gravedad de las conversaciones sobre el Estado y la clase trabajadora en Inglaterra siempre es, podríamos decir, reformista.

Y ya entonces, en la primera década del siglo XX, William Beveridge está pensando en lo que uno debería hacer, o lo que el Estado debería hacer, por esta clase trabajadora. Para la década de 1940 Beveridge será considerado como uno de los fundadores de la planificación social moderna. Él es uno de los que supieron distinguir perfectamente entre el Estado del bienestar y el Estado de guerra. Pero sus preocupaciones iniciales tuvieron más que ver con la pobreza como un mal moral.

Beveridge, nacido en 1879, es un producto de las últimas aspiraciones reformistas victorianas. Como otros de sus contemporáneos, fue a Oxford y allí se vio envuelto en debates sobre el problema de la prostitución, del trabajo infantil, del desempleo, de las personas sin techo, etcétera. Tras dejar Oxford, Beveridge se dedicó al trabajo caritativo dirigido a superar estas patologías de la sociedad industrial; en muchos casos, la palabra «cristiano» figura en las organizaciones en las que él y sus amigos volcaron sus energías. Lo mismo puede decirse de su cuasi contemporáneo Clement Attlee, futuro primer ministro laborista, que fue quien llevaría las ideas de Beveridge a la práctica.

Para ver de dónde venían, necesitamos tener una idea de la historia de lo que actualmente llamamos en Inglaterra política social. La Ley de Pobres del reinado de Isabel y el sistema de Speenhamland de la década de 1590 habían proporcionado teóricamente un apoyo caritativo sin restricciones para los indigentes o los desvalidos, que se pagaba a partir de unas tasas locales, siempre que los beneficiarios estuvieran dentro del distrito que tenía obligación de ayudarlos. De modo que los pobres no podían ser obligados a entrar en un asilo de pobres o forzados a trabajar; había que darles los medios para que pudieran mantenerse.

La Ley de Pobres de 1834 obligaba a trabajar. Para obtener ayuda, uno tenía que entrar en el asilo de pobres de su localidad y trabajar por un salario inferior al del mercado libre de trabajo. La intención era evitar que la gente se aprovechara de la ayuda a la pobreza y a la vez dejar muy claro que no merecía la pena quedar reducido a ese estado de pobreza. La Ley de Pobres, por tanto, distinguía entre los denominados pobres con merecimientos y sin merecimientos, creando de esta forma unas categorías morales que no se correspondían con la realidad económica. Y de hecho forzaba a la gente a la pobreza, dado que primero debían agotar sus propios recursos antes de considerarse aptos para recibir la ayuda pública o local. De esta manera agravaba el problema que en principio pretendía ayudar a solucionar. Desde un primer momento, la nueva Ley de Pobres fue considerada como un borrón en el expediente de la sociedad inglesa. Estigmatizaba a aquellos a quienes el capitalismo había dejado temporalmente fuera de servicio sin haber tenido ninguna culpa de su exclusión.

Lo que Beveridge y Atüee tienen en común, y en última instancia les une a otros reformistas de muy distintas procedencias, fue su obsesión por reformar la Ley de Pobres.

Entonces, si es el periodo Victoriano y la larga duración de la tradición sindical inglesa lo que cuenta, ¿son la Primera Guerra Mundial, en la que el Estado se moviliza, y la Gran Depresión, cuando realmente empiezan los debates sobre macroeconomía, menos importantes de lo que pensamos?

La mayoría de las justificaciones intelectuales para un Estado del bienestar un tanto rudimentario estaban ya expuestas antes de la Primera Guerra Mundial. Muchas de las personas que iban a desempeñar un papel clave en su introducción tras la Segunda Guerra Mundial ya eran adultas y trabajaban en esta u otras áreas relacionadas antes de la Primera Guerra Mundial. Esto fue así no solo en Inglaterra sino también en Italia (Luigi Einaudi) y Francia (Raoul Dautry).

También se produjeron algunos logros institucionales significativos antes de la Primera Guerra Mundial en Alemania y en Inglaterra. Los gobiernos de Lloyd George-Asquith de 1908 a 1916 introdujeron toda una serie de reformas, esencialmente en relación con las pensiones y el seguro de desempleo. A las pensiones se las seguía llamando «Lloyd George» incluso en mi época. Pero estas reformas dependían de los impuestos: ¿cómo si no iban a pagarse estas prestaciones? Por otra parte, en muchos países solo el gasto sin precedentes de la guerra en sí pudo traer consigo el equivalente de un impuesto gradual sobre la renta en todos los Estados europeos más importantes, debido a que el sistema tributario y la inflación de la guerra generaban los recursos que hacían un Estado del bienestar menos caro en relación con el gasto total del gobierno.

La Primera Guerra Mundial aumentó en gran medida el gasto del gobierno, y también el modelo de control gubernamental de la economía, la gestión gubernamental del trabajo, la gestión gubernamental de las materias primas, el control de la salida y entrada de productos, etcétera. Además, los franceses trataron de estabilizar la vertiginosa caída de su moneda y reducir el gasto público; los británicos volvieron al patrón oro a mediados de los años veinte y trataron de deflactar para superar la crisis económica de la postguerra. En los demás lugares, incluso aquellos países que habían avanzado bastante hacia un cierto Estado del bienestar social se vieron constreñidos a mantener beneficios y pagos bajo un estricto control. Los niveles alcanzados poco después del armisticio no serían superados, salvo por unas pocas excepciones a nivel local, durante las dos décadas siguientes.

Si Beveridge es la mitad de esta historia, el economista John Maynard Keynes es la otra mitad. Puede argumentarse que Beveridge representa una sensibilidad cristiana victoriana que encuentra su oportunidad en 1942. Pero no podemos argumentar lo mismo respecto a Keynes.

Keynes y Beveridge, la «planificación» y la «nueva economía», tienden a ser mencionados el uno a renglón seguido del otro. Existe una simetría generacional y una coincidencia de las dos políticas: el pleno empleo, basado en la política fiscal y monetaria keynesiana, combinado con la planificación beveridgiana. Pero hay que ir con mucha cautela, porque Keynes procedía de una tradición muy diferente. Y no solo porque él fuera a Cambridge y Beveridge fuera a Oxford.

Balliol.

Bueno, uno al King's College de Cambridge y el otro al Balliol College de Oxford, que son los dos únicos colegios universitarios que cuentan en esta historia, es cierto.

Antes de la Primera Guerra Mundial, Keynes era un joven catedrático de Cambridge. Sus relaciones personales a menudo fueron homosexuales, y estaba estrechamente relacionado con el emergente grupo de Bloomsbury de Londres. Las deliberadamente iconoclastas hermanas Stephen —Vanessa Bell y Virginia Woolf— le profesaban una absoluta admiración. Y por supuesto, la mayoría de los varones de Bloomsbury también le querían: no solo era brillante, ingenioso y atractivo, sino que como figura pública su ascenso estaba siendo muy rápido. Durante y después de la Primera Guerra Mundial desempeñó una alta función en el Tesoro —donde se fue haciendo unas opiniones cada vez más críticas sobre las finanzas públicas británicas— y luego fue enviado a Versalles para participar en las negociaciones de los tratados de la postguerra. Al poco tiempo de su regreso escribió su brillante panfleto crítico sobre el tratado y sus probables consecuencias y se convirtió en una figura de renombre internacional. Así, en 1921, con treinta y tantos años y sin haber escrito su innovadora Teoría general todavía, Keynes ya era famoso.

Y sin embargo, al igual que Beveridge, no cabía duda de que Keynes era un hombre formado en el siglo anterior. En primer lugar, y como muchos de los mejores economistas de generaciones anteriores, desde Adam Smith a John Stuart Mill, Keynes era ante todo un filósofo que había acabado tratando con datos económicos. Si las circunstancias hubieran sido distintas, bien podría haber sido un filósofo; de hecho, en sus años de Cambridge escribió algunos textos propiamente filosóficos, si bien con un cierto sesgo matemático.

Como economista, Keynes siempre se consideró a sí mismo seguidor de la tradición decimonónica del razonamiento económico. Alfred Marshall y los economistas que seguían a J. S. Mili habían asumido que la condición por defecto de los mercados, y por ende de la economía capitalista en general, era la estabilidad. De modo que las inestabilidades —ya fuera la depresión económica, o los mercados distorsionados, o la interferencia gubernamental— debían verse como parte del orden natural de la vida económica y política; pero no necesitaban ser teorizadas como parte de la naturaleza necesaria de la actividad económica en sí.

Incluso antes de la Primera Guerra Mundial, Keynes ya estaba empezando a escribir contra este supuesto; después de la guerra, siguió haciendo más o menos lo mismo. Con el tiempo llegó a la postura de que la condición por defecto de una economía capitalista no podía entenderse sin la inestabilidad y las ineficiencias inevitablemente asociadas a ella. La asunción económica clásica de que el equilibrio y los resultados lógicos eran la norma, y la inestabilidad y la impredicibilidad, la excepción se invirtió.

Es más, según la nueva teoría de Keynes, lo que quiera que causara la inestabilidad no podía abordarse desde una teoría que era incapaz de tener en cuenta dicha inestabilidad. La innovación fundamental aquí es comparable a la paradoja de Gödel: expresado en términos más actuales, no se puede esperar que los sistemas resuelvan sus problemas sin intervención. Por tanto, los mercados no solo no se autorregulan de acuerdo con una hipotética mano invisible, sino que en realidad acumulan distorsiones autodestructivas con el tiempo.

El planteamiento de Keynes representa un elegante y simétrico corolario a la afirmación de Smith en La teoría de los sentimientos morales. Smith sostenía que el capitalismo en sí mismo no genera los valores que hacen posible el éxito; los hereda del mundo precapitalista o no capitalista, o bien los toma prestados (por decirlo así) del lenguaje de la religión o la ética. Valores como la confianza, la fe, la creencia en la fiabilidad de los contratos, la asunción de que el futuro mantendrá los compromisos pasados, etcétera, no tienen nada que ver con la lógica de los mercados per se, pero son necesarios para su funcionamiento. A esto Keynes añadió el argumento de que el capitalismo no genera las condiciones sociales necesarias para su propio sustento.

De manera que Keynes y Beveridge son hombres que pertenecen a la misma era, proceden de contextos comparables aunque diferentes, y abordan problemas relacionados pero distintos. Beveridge partía de la sociedad más que de la economía: existen ciertos bienes sociales que solo el Estado puede proporcionar y aplicar, mediante la legislación, la regulación y una coordinación impuesta. Keynes parte de intereses muy diferentes, pero sus enfoques encajan entre sí: mientras Beveridge dedicó su carrera a aliviar las consecuencias sociales de la distorsión económica, Keynes pasó gran parte de su vida adulta teorizando sobre las circunstancias económicas necesarias en las que las políticas de Beveridge pudieran aplicarse con unos resultados óptimos.

Detengámonos por un momento en Keynes. La Primera Guerra Mundial y especialmente su experiencia en las negociaciones del tratado de Versalles, amén de su pequeño libro sobre la Paz, le convierten en lo que es. Pero luego está el libro de 1936, la Teoría general, uno de los textos más importantes de economía del siglo XX. ¿Seguirías manteniendo la tesis de que dicho libro representa un desarrollo ulterior de las ideas previas de Keynes o vamos a tener que debatir el crac de 1929 y la Gran Depresión que le siguió?

No infravaloremos el impacto de la década de 1920. Keynes estaba escribiendo bastante prolíficamente por entonces, y algunos de sus escritos que luego serían refundidos en la Teoría general ya habían aparecido antes de que empezara la Depresión. Bastante antes de 1929 él ya se había replanteado, por ejemplo, la relación entre la política monetaria y la economía. Y, por supuesto, Keynes fue un crítico implacable del patrón oro mucho antes de que los países empezaran a abandonarlo tras la conferencia de Ottawa. Él veía que atenerse a un patrón oro privaba a los Estados de la capacidad de devaluar las monedas en caso necesario.

Por otra parte, Keynes ya tenía perfectamente claro mucho antes de 1929 que la economía neoclásica no tenía respuesta al problema del desempleo. Los economistas neoclásicos, por decirlo llanamente, pensaban que la multitud de pequeñas decisiones tomadas por los consumidores y los productores en pos de sus propios fines genera una lógica más amplia en la economía misma. De este modo, la oferta y la demanda encuentran un cierto equilibrio y los mercados son a la larga estables. Enfermedades aparentemente sociales como el desempleo son, de hecho, formas pasajeras de información económica que permiten el buen funcionamiento de la economía en general.

La convicción de Keynes de que esta era una descripción incompleta de la realidad obedecía principalmente a lo que había observado en las crisis del desempleo británica y alemana de principios de la década de 1920. El consenso neoclásico era partidario de la pasividad gubernamental ante los problemas económicos. Keynes supo ver ya entonces lo que otros observarían durante la Gran Depresión: la respuesta convencional —deflación, presupuestos ajustados y espera— ya no era tolerable. Desperdiciaba demasiados recursos sociales y económicos y lo más probable era que causara profundos trastornos políticos en el mundo de la postguerra. Si el desempleo no era el precio necesario a pagar por unos mercados de capital eficientes, sino simplemente una patología endémica del capitalismo de mercado, ¿por qué aceptarlo? Esta pregunta ya estaba planteada en los escritos de Keynes mucho antes de 1929.

La Teoría general de 1936 pone el poder estatal, fiscal y monetario en el centro del pensamiento económico, en lugar de verlos como excrecencias del cuerpo de la teoría económica clásica. Esta revisión de dos siglos de literatura económica resumía la propia obra de Keynes a partir de 1920, con el añadido fundamental de aportaciones de sus alumnos, especialmente Richard Kahn, de Cambridge, y su hallazgo del «multiplicador»: gracias a Kahn y otros, Keynes se convenció de que los gobiernos podían en efecto intervenir contracíclicamente y con un efecto duradero. No había ninguna ley que obligara a aceptar los desajustes económicos.

De modo que la obra magna de Keynes de 1936 refundió completamente el pensamiento macroeconómico sobre la política gubernamental. Y lo importante fue esta refundición, más que la teoría en sí. Una nueva generación de responsables políticos dispuso entonces de un lenguaje y una lógica en la que basar la defensa de la intervención estatal en la vida económica. La obra de Keynes fue por tanto tan ambiciosa e influyente, como gran narrativa de la forma en la que funciona el capitalismo, como cualquiera de las grandes obras del siglo XIX a las que contradecía.

En tu relato de los desafíos para la economía liberal clásica, no encontramos grandes razones que hagan necesario mirar más allá de Gran Bretaña, aunque en 1936 existían tendencias comparables en muchos otros lugares, como el corporativismo del modelo portugués o italiano, o la planificación dentro de una economía esencialmente capitalista en Polonia, donde la planificación comienza en 1936…

Sí, si nos limitamos a la práctica y a los programas más que a la alta teoría; buena parte de lo que parecen prácticas neokeynesianas de la década de 1930 parecen estar produciéndose antes de que Keynes exponga su versión.

En los años de entreguerras, la mayoría de la gente joven con un mínimo de seriedad estaba buscando formas alternativas de responder a la ineficiencia económica, más allá de echarse las manos a la cabeza como habían hecho la izquierda y la derecha del siglo XIX y, una de dos, o decir que «eso es lo malo del capitalismo, no podemos hacer nada al respecto», o decir «ese es el precio que hay que pagar por lo que el capitalismo tiene de bueno y no podemos hacer nada al respecto». Estas dos eran las posturas esenciales, convencionales, que habían adoptado las respuestas económicas y políticas a la depresión hasta 1932. Pero en Polonia, Bélgica, Francia y demás países, los jóvenes frustrados con las respuestas de la izquierda estaban formando partidos o escisiones dentro de ellos a favor del gasto y la intervención gubernamental.

De hecho, la defensa de la planificación y la intervención estaba tan extendida que los argumentos en su contra ya estaban en marcha. Friedrich Hayek ya estaba trabajando en lo que luego articularía más en profundidad en su libro de 1945 Camino de servidumbre. En él, Hayek argumenta que cualquier intento de intervenir en el proceso natural del riesgo de mercado, y de hecho, en una de las versiones de su teoría, tiene garantizado producir resultados de autoritarismo político. Y su referencia es siempre la Europa Central germanohablante. Hayek argumenta que lo que el Estado del bienestar del Partido Laborista, o de la economía keynesiana, tiene de malo en cuanto a sus implicaciones políticas es que desemboca en el totalitarismo. No es que la planificación no pueda funcionar económicamente, sino que a cambio habrá que pagar un precio político demasiado alto.

¿Podemos detenemos un momento en este punto? Esto ha salido ya más de una vez y toda la teoría hayekiana parece como un malentendido histórico relacionado de un modo estrecho con un debate absolutamente crucial para el siglo entero, y de hecho con algunos debates importantes que se siguen manteniendo hoy en día.

Los orígenes históricos de Hayek a mí me parecen terriblemente desconcertantes. Él estaba en Austria, donde un Estado católico conservador y autoritario se declaró a favor de una cosa llamada corporativismo. Esta era una especie de postura que se autoproclamaba como economía política pero de economía política no tenía nada. El corporativismo era el nombre de la ideología estatal, pero en Austria consistía en una asociación entre el gobierno y diferentes partes de la sociedad. Tenía muy poco de intervencionista en materia de política fiscal o monetaria.

Por el contrario, los austríacos eran increíblemente convencionales y estrictos en política fiscal y monetaria, justo como los hayekianos recomendarían, razón por la que el país se vio tan duramente afectado por la Depresión, y sus gobiernos tan desvalidos. Así es también como acumularon todas sus reservas, en moneda extranjera y oro, que luego Hitler se quedaría en 1938.

Por eso en realidad nunca he entendido contra qué estaba reaccionando Hayek exactamente. Austria era un Estado políticamente autoritario, pero no tenía ninguna planificación en el sentido keynesiano. En realidad, la experiencia austríaca parece refutar el argumento de Hayek. En todo caso, un poco de planificación habría ayudado a la economía austríaca, haciendo el autoritarismo local y por tanto a Hitler y todo lo que vino a continuación mucho menos probable.

Te entiendo. Si uno lee Camino de servidumbre no encuentra mucha explicación en ese sentido. Pero cuando se contrapone el texto de Hayek con el trabajo de Karl Popper del mismo periodo, empieza a detectarse un patrón. Se puede apreciar una combinación de dos animosidades: la aversión por la planificación urbana socialdemócrata un tanto prepotente de la Viena de principios de la década de 1920 y el desagrado por los modelos sociocristianos corporativistas que la sustituyeron a nivel nacional a raíz del golpe reaccionario de 1934.

En Austria, los socialdemócratas y los socialcristianos, en ese momento reunidos en el Frente Patriótico gobernante, representaban a unos electores y objetivos muy diferentes. Por tanto, cualquier aparente punto en común en cuanto a la retórica o el programa parece bastante más teórico que histórico. Pero desde el punto de vista de Hayek —y en esto coincide con Popper y muchos otros contemporáneos austríacos— ambos fueron responsables a su modo de la caída de Austria en brazos del autoritarismo nazi en 1938.

Hayek es bastante explícito en este sentido: si empiezas con políticas de bienestar del tipo que sean —dirigir a los individuos, cobrar impuestos para fines sociales, gestionar los resultados de las relaciones de mercado— acabas teniendo a Hitler. No solo teniendo proyectos socialdemócratas de vivienda o subvenciones promovidas por la derecha para los viticultores «honrados», sino a Hitler. De este modo, en lugar de correr ese riesgo, las democracias deberían evitar toda forma de intervención que distorsione los mecanismos correctamente apolíticos de una economía de mercado.

El problema de estos argumentos, planteados cincuenta o incluso setenta años más tarde, en referencia a Hitler, etcétera, es que ignoran en gran medida la política de Viena o de Austria en 1934, cuando en realidad se puso fin a la democracia. Estos grupos que supuestamente son similares debido a su tendencia general a la intervención gubernamental están librando una guerra civil entre sí. Y el gran logro, la Viena Roja, está siendo literalmente destruido…

Bomba tras bomba.

… edificio tras edificio, por la artillería que dispara desde las colinas de los alrededores de Viena.

Este es el autismo político de Hayek, que se pone de manifiesto en su incapacidad para distinguir entre esas políticas que a él no le gustaban. Esta fusión inicial, trasladada a la década de 1980 y 1990, explica en cierto sentido las políticas económicas que hemos vivido durante los últimos veinticinco años. Hayek vuelve a ganar aceptación, «reivindicado por la historia», cuando de hecho su propia justificación histórica de una economía de mercado apolítica era completamente equivocada.

Una de las cosas que ha pasado entretanto, y que resulta menos llamativa que el duelo mantenido durante décadas entre Keynes y Hayek, es la sustitución del pleno empleo —que para Keynes y Beveridge constituía una categoría muy importante— por la categoría ahora dominante del crecimiento económico.

La tasa de crecimiento de las economías maduras siempre se ha considerado relativamente baja. Los economistas clásicos y neoclásicos entendían que el crecimiento económico rápido es lo que se produce en las sociedades atrasadas cuando experimentan una transformación rápida. De este modo, cabe razonablemente esperar un rápido crecimiento económico en la Inglaterra de finales del siglo XVII, cuando pasa de una base agraria a una base industrial, al igual que en la Rumanía de 1950, a un ritmo ciertamente más forzado, aunque no tanto, cuando pasa de una sociedad rural atrasada a una sociedad industrial primitiva altamente productiva.

Las tasas de crecimiento en las sociedades industrializadas solían ser del 7 o el 9 por ciento, bastante parecidas a las que hoy tiene China. Lo que esto indica es que las altas tasas de crecimiento económico no siempre son señal de prosperidad, estabilidad o modernidad. Durante mucho tiempo se consideraron rasgos transicionales. La tasa de crecimiento típica en la Europa Occidental de finales del siglo XIX y principios del XX se había estabilizado en un ritmo bastante regular, y los tipos de interés eran relativamente bajos y se mantuvieron así. La razón por la que las tasas de crecimiento económico fueron tan altas en la década de 1950, y por la que los economistas se dejaron obnubilar por ellas como medida de éxito y estabilidad, se debió a la anterior catástrofe económica.

Dicho esto, deberíamos recordar que la Teoría general de Keynes se basaba en «empleo, interés y dinero». El desempleo era la preocupación tanto para británicos y estadounidenses como para los belgas de la Europa continental. Pero el desempleo no era en realidad el punto de partida teórico para los analistas franceses o alemanes, mucho más preocupados por la inflación. El interés que Keynes despierta en los responsables políticos europeos no radica tanto en lo que dice sobre el empleo en sí como en su teoría sobre el papel del gobierno a la hora de estabilizar las economías mediante medidas contracíclicas, como el gasto del déficit durante la recesión. Esto implicaba no solo unas medidas para mantener a la gente empleada, sino unas medidas para mantener la moneda estable y asegurar que los tipos de interés no fluctuaran descontroladamente y destruyeran el ahorro. De manera que el empleo, que ocupa un papel clave en el pensamiento inglés y estadounidense, no constituye una obsesión universal en el continente. La estabilidad sí.

A los economistas alemanes les preocupan principalmente los vestigios de la hiperinflación, y cuando piensan políticamente, piensan en la década de 1920, pero en la práctica a Hitler le preocupa mucho el empleo. Quizá sea este el momento de valorar desde un punto de vista histórico la diferencia entre, digamos, el Keynes de en tomo a 1936y el Plan Cuatrienal alemán de ese mismo año.

Los fascistas y los nazis daban por hecho que se podía combinar el capitalismo basado en la propiedad, por un lado, y la intervención gubernamental por el otro. Los empresarios, dueños de propiedades, terratenientes, fabricantes individuales, propietarios de tiendas, etcétera, podían ser perfectamente autónomos, pero el gobierno podía intervenir en sus relaciones con sus trabajadores, planificar los bienes que producían y determinar los precios a los que los producían. Allí, un gobierno podía participar, intervenir y actuar, sin sembrar la más mínima duda sobre la naturaleza esencialmente capitalista del sistema económico. Esa mezcla era difícil de comprender ideológicamente. De manera que la política nazi o fascista podía parecer procapitalista, anticapitalista o neokeynesiana. Era el enormemente excesivo gasto del gobierno —excesivo en el sentido de por encima de sus recursos— el que tenía que solventar las crisis políticas y sociales a costa de la estabilidad futura, o de unos ingresos futuros, a menos que se obtuvieran en otra parte. Algo de lo que Keynes ya se había percatado bastante antes.

Según los supuestos keynesianos, lo que se pretende es el restablecimiento del equilibrio dentro de un sistema. Mientras que según los supuestos hitlerianos solo se puede establecer el equilibrio en un futuro bastante lejano, cuando ya se les haya robado todo a los judíos y creado tu propia y bucólica utopía racial en el este.

El equilibrio para Keynes era un objetivo y, de hecho, una virtud. Yeso se basa en unos principios teóricos, pero yo diría que también, en parte, en unos principios psicológicos. La pérdida de equilibrio que Keynes y su generación experimentaron con la Primera Guerra Mundial y el derrumbamiento de las certidumbres y la seguridad eduardianas y luego victorianas, es el sentimiento que más influye en sus escritos teóricos. Lo mismo que en su apoyo al Estado del bienestar de la postguerra, que él fundamentaba no en unos supuestos económicos, y mucho menos ideológicos, sino en lo que entendía y preveía como la incontenible necesidad de seguridad que la gente sentiría tras el fin de la Segunda Guerra Mundial.

El equilibrio era una virtud para Keynes. La intervención del gobierno era principalmente una forma de reequilibrar la economía. Este tipo de preocupación jamás estuvo presente en el pensamiento nazi, en el que el equilibrio es exactamente lo que se destruye de una vez por todas. Lo que interesa no es cuadrar las cuentas, por decirlo así, de una sociedad compleja, sino simplemente alcanzar ciertas metas, si es necesario, a costa de algunas partes de esa sociedad, para que las otras agradezcan tus esfuerzos.

Otra diferencia fundamental es algo que apunta Hannah Arendt, y es que en una sociedad estable del tipo de la que Keynes imagina, la gente puede tener una vida privada. Esto se desprende ya desde las primeras páginas de El mundo de ayer, de Zweig, que es donde comenzamos. Eso es parte de lo que significa tener estabilidad, poder tener una vida privada, una esfera en la que tus preocupaciones se centran exclusivamente en tus propios asuntos, que en cierta medida tú puedes poner en orden predeciblemente. Mientras que la intención completamente consciente de Hitler era asegurarse de que la gente no pudiera volver a pensar nunca de esa forma.

Así es. Quiero decir, la idea de querer hacer imposible una vida decente está precisamente ausente de cualquier cosa que Keynes pudiera imaginar. Lo que Keynes quería hacer era salvar a la Inglaterra liberal de las consecuencias de su propia ideología económica. Pues bien, Hitler no tiene intención de salvar a la Alemania liberal de nada.

La otra comparación que podría explorarse es entre la planificación liberal y el Plan Quinquenal de Stalin.

Es necesario suprimir de la conversación cualquier supuesto de que la planificación, en la forma de los Estados del bienestar que surgieron tras la Segunda Guerra Mundial, le debe algo a la experiencia soviética. Como mucho podría decirse que algunas de las personas que —como intelectuales, no como responsables políticos— se mostraron a favor de la planificación, pensaban que lo hacían, en cierta medida, porque creían que lo que veían en la Unión Soviética era bueno, y creían que era bueno porque Stalin planificaba.

La historia de la planificación es la historia de diferentes sociedades europeas que llegan a diferentes conclusiones sobre dónde y cómo es deseable utilizar el Estado para perseguir estos propósitos éticos y pragmáticos. Esta misma pluralidad muestra lo poco importante que fue en realidad la experiencia soviética: solo había un modelo soviético, los soviéticos negaban el valor del pluralismo y ningún responsable político europeo seguía la planificación al estilo soviético a menos que le obligaran: y esa es la historia de la Europa del Este de la postguerra, es decir, otra historia distinta.

El Estado del bienestar británico como tal nunca planificó. Está el informe Beveridge de 1942 y están los debates sobre planificación. Pero lo que en realidad emergió fue una serie de instituciones, principalmente nacionalizadas, que se consideraron condiciones necesarias y suficientes para entablar un mejor tipo de relaciones entre el Estado y la sociedad. Nadie, por así decirlo, planificó la planificación. Y nadie planificó tampoco los detalles. En Gran Bretaña no hubo nadie que se sentara y planeara cuánto había que invertir en ferrocarriles, dónde había que fabricar los coches, a qué cantidad de mano de obra había que recomendarle que dejara de operar en esta área y animar, o reeducar, para que operara en esta otra.

Ese tipo de planificación es más de la Europa continental. La planificación económica escandinava era mucho más indicativa y mucho menos regulatoria que la inglesa, mucho más preocupada por tratar de dirigir la inversión privada hacia ciertas áreas. La planificación francesa era centralizada e indicativa, y por tanto, lo que le preocupaba era generar cierto tipo de resultados sin imponerlos directamente. La política socioeconómica de Alemania Occidental durante los años de la postguerra estuvo mucho más localizada, o el estímulo procedía más de iniciativas localizadas. La nacionalización importaba mucho menos en Alemania Occidental que en Gran Bretaña. Los italianos canalizaban el dinero público a través de enormes grupos paraguas, IRI, ENI, etcétera, o la Cassa del Mezzogiomo, hacia unos objetivos regionales determinados. De manera que la palabra «planificación» tuvo muchos significados diferentes. Pero lo que no significó nunca fue que hubiera que inspirarse en el modelo soviético de unos resultados a gran escala, declarados y exigidos.

Para apreciar la diferencia más básica entre el caso soviético y los demás, hay que fijarse en cómo se generaban las políticas, así como en qué consistían. Los planes de Europa Occidental consistían todos en encontrar un equilibrio entre la necesidad técnica de invertir en una infraestructura a largo plazo y el deseo político inmediato de contrarrestar el descontento del consumidor. En Europa del Este, donde el comunismo era impuesto, por lo general no había que dar respuesta al descontento del consumidor. Uno podía centrarse en lo que fuera que su teoría recomendara acumular en grandes cantidades, y el hecho de que ello acarreara una enorme infelicidad para el consumidor resultaba indiferente dentro de este sistema político cerrado.

Los equilibrios alcanzados en Europa Occidental fueron asumidos como políticamente aceptables gradas a la ayuda estadounidense recibida durante la postguerra y conocida como el Plan Marshall. De no haber sido por el Plan Marshall, algunos países europeos, incluida Gran Bretaña, habrían tenido verdaderos problemas para conseguir determinados objetivos políticos sin desatar una enorme protesta política. Las huelgas de Francia de 1947 constituyen un indicador bastante bueno de ello.

¿No fue el Plan Marshall un ejemplo de la brillante planificación económica y política internacional de Estados Unidos? ¿Y no debería considerarse (como la planificación al nivel de una economía europea única, a lo cual contribuyó y también permitió) no como algo derivado de modelos políticos extremos, sino como algo diseñado para evitar la popularidad de estos?

George Marshall había sido jefe del Estado Mayor del ejército de Estados Unidos durante la guerra, y en 1947 fue nombrado secretario de Estado. Cuando Marshall viaja a Moscú en marzo de 1947, va haciendo paradas en distintas capitales europeas. Sabe que el Partido Laborista británico se está quedando sin aire tras dos años de frenética actividad legislativa. En Francia, cada gobierno es más débil que el anterior, lo que culmina con el colapso de la coalición de izquierdas en la primavera de 1947. En Italia, los comunistas podían haber ganado unas elecciones libres (las de 1948 acabaron inclinándose hacia los democristianos gracias al apoyo papal y estadounidense). En Checoslovaquia ya lo habían hecho. A los comunistas les estaba yendo muy bien en lugares como Bélgica, e incluso por un breve periodo de tiempo, en Noruega.

Europa Occidental no tenía en absoluto garantizado alcanzar las «tierras altas y soleadas», por emplear la frase de Churchill, de la década de 1950 y 1960. El breve periodo de prosperidad inmediato a la postguerra había remitido, y las economías estaban sufriendo los efectos de la escasez de productos y de divisas extranjeras. No había medios para comprar lo que necesitaban, a menos que lo hicieran ellas mismas, y la mayoría no lo hacían. No podían pedir prestados dólares, y el dólar era cada vez más la moneda internacional. Incluso economías como las de Alemania Occidental o Bélgica, que en realidad estaban empezando a recuperarse, se veían estranguladas por la escasez de reservas de divisas.

Alan Milward sostiene que Europa estaba sufriendo las consecuencias de su propio éxito: el incipiente despegue económico de la postguerra —especialmente la recuperación industrial de Alemania Occidental y los Países Bajos— estaba creando cuellos de botella que a su vez empezaban a reintroducir el desempleo. Esto era, por supuesto, consecuencia del empobrecimiento de Europa, que ya no era capaz de impulsar su propia recuperación económica, ni siquiera a niveles tan bajos, y dependía completamente de la moneda extranjera y las materias primas importadas.

Así que, desde este punto de vista, el Plan Marshall se limitó a abrir una válvula que estaba bloqueada. Pero esto no le resta un ápice de importancia. Fue, principalmente —y esto se nos olvida a menudo—, una respuesta política, no económica. La opinión en Washington era que Europa carecía hasta tal punto de autoconfianza política que sería incapaz de recuperar su economía y caería presa bien de la irrupción comunista o bien de una vuelta al fascismo. Yo destacaría esto último: en el caso alemán, sobre todo, los observadores temían seriamente un resurgimiento nostálgico de las simpatías nazis.

La idea de que era necesario salvar económicamente a Europa si no quería correrse el riesgo de que se derrumbara políticamente no resultaba un planteamiento muy novedoso. Pero sí lo era la idea de que la forma en la que se podía salvar a Europa Occidental y Central consistía en hacerla responsable de su propia recuperación, pero facilitándole los medios para ello. El hecho de si esto obedecía o no a una estrategia inteligente e interesada por parte de Estados Unidos constituye otro debate. Bien podría ser así, tanto a corto plazo —dado que gran parte del dinero del Plan Marshall revertía a Estados Unidos en forma de gastos, compras, etcétera— como a largo plazo, dado que servía para estabilizar a Europa y ganarse un importante aliado occidental.

Pero quizá esto sea lo de menos. Fuera o no interesado, inteligente o lo que se quiera, el Plan tuvo sin duda una importancia decisiva. Supuso una tabla de salvación para Bidault, como dijo un consejero estadounidense en referencia al primer ministro francés, que parecía debatirse sin esperanzas para no zozobrar frente a las huelgas comunistas.

Con la recuperación, en ese mismo momento, con ese aliento o falta de él, llega el Estado del bienestar.

La legislación a la que nos referimos cuando hablamos de la llegada de los Estados del bienestar comienza en la mayoría de los países en 1944 o 1945, de modo que Marshall no guarda relación con esto (aunque hay que señalar que la administración Truman por lo general apoyó las reformas del bienestar europeas como estabilizadores democráticos). El ideal parte de la Resistencia, o de partidos de izquierdas de la postguerra, o incluso de la democracia cristiana. El Estado del bienestar no es fundamentalmente, excepto en Escandinavia, obra de los socialdemócratas.

Pero yo volvería a subrayar aquí lo que antes dije sobre la planificación: había una tendencia común con muchas variantes diferentes. El enfoque variaba de un país a otro, como también el método de financiarlo. Una vez entró en funcionamiento, el Plan Marshall ayudó incuestionablemente a cubrir los costes iniciales de estos Estados del bienestar; pero deberíamos recordar que el plan solo duró cuatro años y la ayuda no se invirtió en su mayoría en servicios sociales.

Entonces, la reacción común europea quizá quede mejor expresada en la cooperación económica, más que en el Plan Marshall.

El Plan Marshall implicaba un sistema de pagos internacionales diseñados para garantizar que los países beneficiarios no se limitaran a coger su parte y disponerse a arruinar a sus vecinos. Era estrictamente un fondo conceptual, en virtud del cual podías obtener préstamos utilizando como garantía un inexistente banco de pagos y luego devolverlos con las ganancias que hubieras obtenido del comercio con otro país. Se trataba de un sistema muy sencillo, pero requería de una cooperación comercial evitando a la vez las subvenciones y el proteccionismo.

No es sencillo demostrar la conexión —es difícil rebobinar e imaginar cómo habría sido la historia de la postguerra sin el Plan Marshall—, pero yo creo que está claro que el mero hecho de este tipo de cooperación técnica, pese a venir impuesta por Washington, demostró que, en un continente en el que hasta hacía muy poco se habían dedicado a destruirse los unos a los otros, se podía cooperar. Y no solo cooperar, sino competir y colaborar conforme a unas reglas y normas acordadas. Esto habría sido impensable en fechas tan próximas en el tiempo como la década de 1930.

¿Es correcto pensar que se debe principalmente a una especie de efecto secundario intencionado del Plan Marshall o en realidad había ya algunos europeos —franceses, alemanes, belgas—…

… que se habían estado planteando…

… desde hacía un tiempo estas cosas, por adelantado?

La buena noticia es que los había. La mala es que muchos de ellos habían corrompido el patrimonio de la colaboración económica porque se habían mostrado más que dispuestos a aceptar los términos impuestos por los teóricos nazis y fascistas de la unión «europea».

Por tanto, algunos de los que dirigían la Francia de Vichy se convertirían después de la guerra en los principales planificadores de la Francia gaullista o republicana. Algunos de los jóvenes y brillantes economistas que participaron activamente en la administración de la economía de Alemania Occidental durante la postguerra habían ocupado puestos de rango medio como responsables de política económica en la Alemania nazi. Muchos de los jóvenes que rodeaban a Pierre Mendès-France, o Paul-Henri Spaak en Bélgica, o Luigi Einaudi en Italia, habían ejercido como asesores técnicos en materia de comercio, inversión, industria o agricultura para los gobiernos fascistas u ocupados durante la guerra.

Lo que había unido a estos innovadores de mentalidad reformista había sido el culto a la planificación europea que a tantos jóvenes burócratas atrajo en los años de entreguerras. La propia palabra «Europa» —Europa unida, el plan europeo, la unidad económica europea, etcétera— fue ligeramente sospechosa durante los primeros diez años posteriores al fin de la guerra debido a su asociación con la retórica nazi de una Europa más racional que sustituyera a la Europa democrática de entreguerras, recordada como ineficaz. Esta retórica había alcanzado su punto álgido con la introducción de la «Nueva Europa» de Hitler en 1942 como base oficial para la colaboración en todos los países ocupados.

Esta es una de las razones por las que los escandinavos y de modo especial los ingleses se mostraban comprensiblemente recelosos de la palabrería en torno a la unidad europea en el periodo inmediato a la derrota de Hitler. La otra fuente de escepticismo era la relación que la «Europa unida», la «unidad europea» y similares habían tenido con la Europa católica en particular. Los seis ministros de Asuntos Exteriores que firmaron la Comunidad Europea del Carbón y del Acero, la fundación de la cooperación económica europea institucionalizada, eran católicos: de Italia, Francia, gran parte de la Alemania Occidental católica y los países del Benelux. Esto podía presentarse —y a menudo lo era— como una maniobra católica europea para reconstruir estos países en tomo a una especie de modelo colaborativo económico neocorporativista.

Entonces me gustaría que nos detuviéramos un momento en cómo esta historia se repite como una farsa, que es lo que es ahora, pero primero quisiera decir algo sobre cómo se repite en forma de tragedia: la década de 1970, digamos, cuando la planificación queda desacreditada a nivel intelectual ¿Cómo se produce esto?

La planificación nunca quedó completamente desacreditada en Francia. Y no tuvo que ser desacreditada en Alemania porque allí nunca existió «planificación» en el sentido al que nos estamos refiriendo. El modelo económico de Renania y el modelo de planificación indicativa francés fueron percibidos como un éxito en sus respectivos países por un amplio espectro de la opinión política. Y yo diría que lo siguen siendo hoy, y más a la luz de la experiencia anglosajona o angloamericana de los últimos treinta años. De acuerdo con la mayoría de los criterios internacionales, el nivel de vida en Francia y Alemania (por no mencionar otros países cuyas economías tienen una estructura similar, como Holanda o Dinamarca) ha dejado llamativamente atrás al de Estados Unidos o Gran Bretaña. Los modelos de la postguerra sencillamente no están desacreditados en todas partes; e incluso cuando están parcialmente desacreditados, siguen estando presentes en las diferentes reacciones a la crisis financiera que vemos hoy.

Hacemos bien en recordar que fue solo una nueva generación de teóricos y responsables económicos de inclinaciones proanglosajonas o proamericanas la que afirmó que la planificación como tal fue un fracaso. La planificación —que, como hemos visto, puede significar cualquier cosa, desde nada a mucho—, perdió su monopolio de atracción en Inglaterra, Estados Unidos y (por razones muy diferentes) en Italia y la Europa postcomunista. En el resto de países, el debate no está resuelto ni mucho menos.

El desencanto inglés por la planificación fue consecuencia (no del todo justificada) de la nacionalización y el control estatal de la economía. Y esto a su vez, exagerando un poco una reivindicación que yo creo legítima, fue resultado del hecho de que los logros del boom de la postguerra básicamente ya se habían alcanzado para finales de la década de 1960. Para 1970, la gente ya no se acordaba de por qué había habido una planificación o unos Estados del bienestar.

El paso del tiempo influyó de otra manera. La lógica de los Estados del bienestar transgeneracionales era difícil de ver por adelantado. Una cosa es decir que garantizaremos que todo el mundo tenga trabajo y otra muy distinta decir que garantizaremos que todo el mundo cobre una pensión. Esta diferencia queda clara precisamente en la década de 1970. En esa década había menos gente con trabajo y los ingresos fiscales estaban descendiendo, por lo que los costes de crecimiento de los servicios sociales llegaron a convertirse en una seria preocupación: cada vez más personas estaban llegando a la edad de cobrar sus prestaciones por tanto tiempo esperadas. De modo que los Estados del bienestar de la postguerra colisionaron con el fin del boom de la postguerra que ellos habían contribuido a crear, y el resultado fue el descontento de la década de 1970.

Igualmente importante es el problema de la inflación. La mayor parte de los keynesianos de la postguerra no estaban muy interesados en la inflación o el riesgo asociado de una deuda estatal en permanente ascenso. Habían aceptado que el pleno empleo era el objetivo, y el gasto público el medio, sin captar del todo que la política contracíclica funciona en ambos sentidos: en las épocas buenas se supone que debes hacer recortes. Pero es muy difícil reducir el gasto público. Y de este modo aumenta la inflación.

Obviamente, no era tan sencillo. Los orígenes de la inflación de la década de 1970 siguen siendo debatidos: algunos fueron seguramente externos —como la subida de los precios del petróleo—. Pero la combinación de recesión e inflación resultó descorazonadora y, en gran medida, imprevista. La consecuencia fue que daba la impresión de que los gobiernos gastaban cada vez mayores sumas de dinero para conseguir cada vez menos objetivos.

En un plano más general, el fracaso de la planificación soviética desacreditó los esfuerzos de Europa Occidental a los ojos de una nueva generación de críticos. Y ello pese a la ausencia de cualquier relación histórica o lógica entre los dos, y a que las formas de planificación europeas pretendían ser, y de hecho fueron, el antídoto a la política comunista. El mito de entreguerras del éxito de la planificación soviética fue sustituido a lo largo de las décadas de 1970 y 1980 por un relato universalmente aceptado de la planificación socialista como un completo fracaso. Las implicaciones de esta inversión de los términos fueron significativas: el fracaso y el colapso de la Unión Soviética socavó no solo el comunismo, sino todo un relato progresista de adelanto y colectivización, en el que la planificación soviética y la occidental estaban presuntamente integradas, al menos a los ojos de sus admiradores. Cuando esa historia perdió amarre, casi todo lo demás se fue a la deriva.

En tu descripción, tanto de Beveridge como de Keynes, sugieres una relación entre la economía, la ética y la política. Y parece que en el último cuarto del siglo XX con lo que nos hemos encontrado es con una creencia renovada —a veces con un regusto doctrinario e incluso dogmático— de que se puede derivar la ética o la política a partir de la economía.

Así es. O incluso si no se puede, no importa, porque la condición esencial de una colectividad próspera es el rendimiento, la estabilidad y el crecimiento económicos, y las consecuencias de ello, ya sea de forma necesaria o contingente, no están en nuestras manos.

Al hablar de los orígenes de la planificación, subrayabas las consideraciones relativas a la prudencia y la ética. Creo que una condición para la influencia intelectual en estos temas era un cierto sentido estético. El libro de Engels sobre La situación de la clase obrera en Inglaterra es muy descriptivo. Y luego, por supuesto, existe todo un género de la novela victoriana —no solo Dickens, también Elizabeth Gaskell— que aborda directamente el tema de la industrialización. Esa literatura cumple la función de crear una imagen de una clase obrera que sufre, haciendo que la sociedad parezca diferente a como era antes.

Esa literatura encontró eco en el siglo XX en las obras de Upton Sinclair (La jungla), Studs Terkel (Hard Times), John Steinbeck (Las uvas de la ira) y otros. Cabe señalar las similitudes en cuanto al enfoque y la temática —en el caso de Terkel, hasta el punto de tomar prestado un título de Dickens.

Hoy en día, aunque seguimos experimentando una repulsión estética hacia la pobreza, la injusticia o la enfermedad, nuestras sensibilidades con frecuencia se circunscriben a lo que solíamos denominar Tercer Mundo. Somos conscientes de la pobreza y la injusticia económica —del mal que acarrea una distribución injusta— en lugares como India, las barriadas de Sao Paulo o Africa. Pero somos mucho menos sensibles a la mala distribución de los recursos y las pocas oportunidades que tienen los habitantes de los barrios marginales de Chicago, Miami, Detroit, Los Angeles o Nueva Orleans.

En Estados Unidos, ascender en la escala social significa alejarse físicamente de las señales de socorro. Y, por tanto, el declive de la ciudad se convierte en una fuente de declive general en lugar de en un estímulo para la renovación.

Cuando Dickens estaba escribiendo las partes donde se habla de los ferrocarriles en La pequeña Dorrit, por ejemplo, o cuando Elizabeth Gaskell estaba escribiendo Norte y Sur, ambos estaban dirigiendo deliberadamente la atención de sus lectores hacia la catástrofe social que estaba teniendo lugar ante sus ojos pero de la que muchos trataban con éxito de apartar su atención.

Necesitamos una similar renovación de la atención a lo que tenemos delante de nuestras narices. Hoy muchos de nosotros vivimos en comunidades cerradas, enclaves físicos que mantienen cercada un tipo de realidad social y, a la vez, evitan la intromisión de otro tipo de realidad social. Estas microsociedades cerradas garantizan a sus beneficiarios que, dado que ellos son los que pagan sus propios servicios, no sean responsables de los gastos y las demandas de la sociedad que existe más allá de sus puertas. Esto las hace reacias a costear unos servicios y unas prestaciones que, según su percepción, a ellos no les supone una ganancia privada inmediata.

Lo que se pierde aquí, lo que este desagrado por una fiscalidad común destruye, es la propia idea de la sociedad como un terreno de responsabilidades comunes. Obviamente, es completamente falso porque cuando sales de tu comunidad cerrada, coges la autopista interestatal, que es un servicio proporcionado por el gobierno que solo podría pagarse a partir de una fiscalidad general, entre otros ejemplos. Y a la policía, que es la que en última instancia garantiza que estas bolsas de riqueza puedan existir, se le paga a partir de unos impuestos locales.

En este sentido, el declive de la ciudad es clave. En eso tiene razón. El surgimiento de la ciudad moderna —en lugar de la ciudad medieval— coincidió exactamente en el tiempo con el auge de la cuestión social. El geógrafo francés Louis Chevalier ya apuntó esto hace unos cincuenta años: en su libro sobre el París del siglo XIX, Classes laborieuses et classes dangereuses (Clases trabajadoras y clases peligrosas), expuso con brillantez lo que ocurre cuando una ciudad administrativa medieval se convierte en una moderna metrópolis de clase trabajadora.

Mientras antes toda la comunidad urbana era interdependiente, el nuevo centro industrial divide a las clases que lo integran. La burguesía comercial que domina la vida pública de la ciudad vive cada vez más temerosa de esa misma población trabajadora de la que depende, pero con la que ya no quiere interactuar humanamente en su día a día. La población trabajadora se convierte de golpe en la fuente de riqueza y en un desafío permanente para la misma. La ciudad se divide, a la vez que se mantiene unida por una necesidad común pero también por un miedo mutuo y una separación territorial cada vez mayor.

Hoy en día seguimos teniendo ese miedo y esa separación, pero el sentido de la necesidad común y de los intereses compartidos va erosionándose rápidamente. Existen algunas excepciones a esto; Nueva York, en cierto sentido, lo es. Pero la ciudad clásica con una clase alta, una clase media, una clase trabajadora y un conjunto de relaciones geográficas que recubren el conjunto de las relaciones sociales ha desaparecido en gran medida en este país.

La ciudad es el lugar en el que es logísticamente más fácil para el Estado distribuir los recursos. Y cuanto más nos alejemos de la ciudad, más difícil y más caro le resulta al Estado actuar, lo que significa que la gente que cree que es la que recibe menos, en realidad es la que recibe más. Los lugares, en sentido geográfico, donde la gente es más reacia a pagar impuestos son aquellos que más dinero reciben del gobierno federal.

Ninguno de los áridos estados occidentales del país podría sobrevivir ni un año sin el equivalente americano de lo que los europeos consideran subsidios regionales. Y, por supuesto, los europeos no son diferentes. Al igual que Arizona o Wyoming se creen libres de la intrusión gubernamental a la vez que dependen completamente de ella, nosotros tenemos la paradoja de Irlanda y Eslovaquia. Ambos países se encuentran entre los mayores beneficiarios de los subsidios regionales de Bruselas (financiados por las economías planificadas o dirigidas de Francia, Alemania y Países Bajos) a la vez que localmente proclaman los atractivos del libre mercado y una mínima regulación.

Si uno le dice a los habitantes de Dakota del Sur o de Nevada que se están beneficiando del equivalente al Fondo de Desarrollo Regional de la Unión Europea, estoy seguro de que se enfadarían mucho. Pero así es esencialmente como funciona Estados Unidos.

Durante mucho tiempo ha funcionado así, en realidad. Imaginemos el caso de un cultivador de maíz de Nebraska: por supuesto, él se beneficia enormemente de unos subsidios que distorsionan en gran medida la realidad y que van desde el maíz a las semillas de soja pasando por el proceso productivo en sí, así como de tener el agua barata, la gasolina barata y unas autopistas financiadas con dinero público. Pero si no se beneficiara de esta largueza pública, la agricultura (especialmente la agricultura familiar) moriría; y la agricultura familiar es parte de la identidad nacional estadounidense (en esto coincide bastante con la práctica y la mitología del subsidio francés también, pero al menos los franceses lo reconocen).

La confianza en uno mismo es parte del mito de la frontera americana. Si destruyes eso o, más bien, dejas que se destruya, destruyes parte de nuestras raíces. Este es un argumento político defendible e incluso razonable, no hay razón en principio por la que los americanos no debieran pagar para mantener todo aquello que consideren más americano de su patrimonio. Pero como argumento no tiene nada que ver con el capitalismo, el individualismo o el libre mercado. Por el contrario, es un argumento en pro de un cierto Estado del bienestar, sobre todo debido a su incuestionable premisa de que un cierto tipo de individualismo sostenible requiere una buena cantidad de ayuda del Estado.

Has mencionado las fuentes de la democracia social basadas en la ética y en la prudencia, y yo te he preguntado por la estética. Me sorprende también que exista una cuestión de veracidad que es importante. Cuando pensamos en Gaskell, Engels, Dickens o Upton Sinclair, pensamos en ciertos términos que ellos introdujeron y que han permanecido con nosotros: «tiempos difíciles», por ejemplo. Y me pregunto si hoy en día no se ha perdido esa misma voluntad o capacidad de los intelectuales para formular qué es lo que realmente va mal en la economía y en la sociedad.

Esa capacidad se ha perdido en dos etapas. La primera, que data de finales de la década de 1950, fue el autodistanciamiento de los intelectuales con respecto a la preocupación por las injusticias claras y observables de la vida económica. Parecía como si esas injusticias observables estuvieran siendo bastante superadas, al menos en los lugares en los que los intelectuales vivían. El foco en «los desheredados de Londres y París» parecía casi una ingenuidad, ya sabes, «sí, sí, pero es más complicado que todo eso, las verdaderas injusticias son otras» y tal. O «la verdadera opresión está en la mente más que una distribución injusta de la renta», o lo que fuera. De modo que los intelectuales de izquierdas empezaron a aplicarse en encontrar la injusticia, y a interesarse menos por lo que se parecía al tipo de horror moral ante la simple desigualdad económica y el sufrimiento de la década de 1930 o, si eran más históricamente conscientes, de la de 1890.

En época más reciente, yo creo que en realidad hemos sido víctimas de un giro discursivo, desde finales de la década de 1970, hacia la economía. Los intelectuales no se preguntan si algo está bien o mal, sino si una política es eficaz o ineficaz. No se preguntan si una medida es buena o mala, sino si mejora o no la productividad. La razón por la que lo hacen no es necesariamente porque no estén interesados en la sociedad, sino porque han llegado a asumir, de forma bastante acrítica, que el sentido de la política económica es generar recursos. Hasta que no se hayan generado recursos, viene a decir el estribillo, no tiene sentido hablar de distribuirlos.

Desde mi punto de vista, esto se acerca mucho a una especie de chantaje: ¿no vas a ser tan poco realista o tan espiritual o idealista como para establecer los objetivos antes que los medios, no? Por tanto, se nos recomienda que todo parta de la economía. Pero esto reduce a los intelectuales —no menos que a los trabajadores de los que están tratando— a ratones que corren sobre una rueda que no para de girar. Cuando hablamos de aumentar la productividad o los recursos, ¿cómo sabemos cuándo parar? ¿En qué punto estamos suficientemente bien provistos de recursos para volver nuestra atención hacia la distribución de los bienes? ¿Cómo vamos a saber nunca cuándo ha llegado el momento de hablar de retribuciones y necesidades más que de resultados y eficacia?

El efecto de la predominancia del lenguaje económico en una cultura intelectual que siempre ha sido vulnerable a la autoridad de los «expertos» ha actuado como freno sobre un debate social más fundamentado en la moral.

Otra cosa extraña, creo yo, es lo que pasa cuando los intelectuales se ponen con la economía. Y es que lo real, en cierta manera, son solo los productos. Y hasta los nombres que usamos han cambiado, el significado ha cambiado. Si yo pido agua en el café de la esquina, el camarero quiere saber qué tipo de agua embotellada quiero. Todos tenemos que beber agua. El agua es muy importante. Nos bañamos en ella, queremos que esté limpia. Pero no hay razón ninguna para que el agua tenga que embotellarse. En realidad, es bastante perjudicial. A los niños les salen caries por falta de flúor. Para hacer las botellas tienes que usar petróleo, y al importar agua de otros continentes estás vertiendo petróleo en el océano. Y todo esto devalúa el bien público, que es el agua del grifo, que ya habíamos logrado tener a nuestra disposición.

Este es un defecto de cualquier economía de mercado. Marx ya observó la fetichización de los artículos en el siglo XIX, y no fue el primero. Carlyle también lo había hecho.

Pero yo creo que es una consecuencia concreta de nuestro culto actual a la privatización: la impresión de que lo que es privado, lo que se paga, es de alguna manera mejor precisamente por esa razón. Se trata de una inversión de un supuesto que había sido compartido en los dos primeros tercios del siglo, y ciertamente en los cincuenta años que median entre la década de 1930 y la de 1980: el de que ciertos bienes solo podían suministrarse adecuadamente a través de un sistema colectivo o público y eso precisamente los hacía mejores.

La transformación de nuestras sensibilidades en este aspecto ha producido todo tipo de efectos secundarios. Cuando la gente dice: «Yo preferiría comprar el producto privado y no tener que pagar impuestos por el público», lógicamente se hace más difícil gravar un bien público. Esto supone una pérdida para todos, incluso para los muy ricos, porque sencillamente el Estado puede hacer mejor y de forma más barata ciertas cosas que cualquier otra entidad. La familia de la comunidad cerrada de la que hablábamos puede beber agua embotellada, pero cocina, limpia y se baña con agua del grifo pública, un suministro que a ninguna compañía privada le resultaría rentable sin contar con unas garantías y unas subvenciones públicas a los precios.

Esto nos lleva a una pregunta que se plantearon los economistas y teóricos sociales de principios del siglo XX. ¿Hasta qué punto es legítimo para un gobierno decir sencillamente que es mejor que el suministro de determinado bien o servicio sea público? ¿Cuándo es correcto crear un monopolio natural público? Pero desde 1980 aproximadamente, la cuestión se ha planteado de forma diferente: ¿por qué deberían existir monopolios públicos? ¿Por qué no debería ser todo susceptible de beneficios? Este es el recelo visceral, hacia cualquier monopolio público que en principio podría hacerse privado, con el que vivimos, o llevamos viviendo, los últimos veinticinco años. Y yo no creo, por cierto, que esto vaya a cambiar a causa de la hiperpublicitada crisis del capitalismo por la que ahora estamos pasando. Creo que lo que vamos a ver más es la aceptabilidad del gobierno como regulador, pero no como monopolizador de ciertos bienes y servicios.

El agua constituye un ejemplo particularmente llamativo para mí, porque muestra hasta qué punto puedes degenerar la civilización y no obstante creer que se avanza haciéndolo todo privado. La ética de que si entras en un sitio y pides un vaso de agua te lo deberían dar ha quedado añeja. Y la versión moderna de esto, que durante casi toda mi vida ha prevalecido en este país, era que había fuentes en lugares públicos. Unas fuentes que ahora poco a poco van desapareciendo.

Lo mismo ocurre con otros avances de la civilización, más recientes, pero que hasta este último cuarto del siglo XX también se habían dado por supuestos. Los estadounidenses ya no se acuerdan de haber tenido un buen transporte público, aunque en muchos sitios antes era así. En Gran Bretaña se puede ver cómo la privatización de los transportes cambia a la sociedad. Los autobuses de la Green Line hicieron de mí un londinense, un chico inglés, quizá tanto como el colegio.

Hoy en día los chicos en Londres no cuentan con nada parecido. Cuando yo era joven, iba en los autobuses de la Green Line al colegio. Aparte de bien cuidados y agradables, sus rutas definían una ciudad. En la actualidad, la propiedad y la gestión de los autobuses de la Green Line está en manos de Arriva, la peor de las empresas privadas que hoy se encargan de proveer de servicios de trenes y autobuses a los habitantes de la periferia. Su objetivo principal parece consistir en conectar a los aislados ciudadanos de las afueras con enormes centros comerciales, a menudo sin ningún sentido de la lógica geográfica urbana. No hay ninguna ruta a través de Londres.

Me gustaría volver a elevar este tema a un nivel más abstracto. Me da la impresión de que además de los diversos bienes de los que podríamos hablar —el transporte, el agua, también la comida, o, para el caso, el aire— hay un tema básico que tiene que ver con mantener algunas categorías del discurso económico.

Este podría ser una especie de papel asignado a los intelectuales que tienen la misión orwelliana de tratar de dejar claros los términos, o refrendar la idea de Aron de preservar los conceptos. Una de estas categorías que a uno se le ocurren desde la crisis financiera es la riqueza. Si tienes una casa y esa casa pierde valor, tú o alguien ha perdido riqueza, así como si una entidad de capital financiero hace una apuesta y la pierde, también ha perdido riqueza en el sentido que hoy le damos a la palabra. Incluso aunque en realidad no haya nada en juego porque la mitad de la gente que hace apuestas, cualquiera que sea el porcentaje, tiene que perder esas apuestas. Y entonces los rescates financieros actúan como si no hubiera diferencia entre esos tipos de riqueza, por decirlo así.

O, en lugar de tratar de rescatar una palabra como riqueza, podríamos tratar de aplicar una palabra como planificación. En mi opinión, el capitalismo financiero sale demasiado fácilmente de rositas en comparación con la planificación estatal. Al fin y al cabo, el capitalismo financiero es una especie de planificación. No es una planificación hecha por una sola persona, y en cierto sentido es orgánica, pero es la manera en que distribuimos el capital. Y no es gratis. El sector de las finanzas de la economía estadounidense se llevó más de un tercio de los beneficios empresariales en 2008. Se llevó el 7 por ciento de sueldos y salarios.

Yo señalaría, por cierto, que si añadiéramos a ese porcentaje otro, bastante más grande, que es el que se lleva la llamada industria sanitaria, la mayoría del cual, por supuesto, se dedica a administrar esa industria en lugar de a curar a la gente, y restáramos la suma de los dos a los resultados económicos de Estados Unidos durante el último cuarto del siglo, se comprobaría que estos han estado notablemente por debajo de los de la mayoría del mundo desarrollado. Así que una gran parte de la imagen que tenemos de nosotros como una sociedad avanzada y rica se basa precisamente en la distorsión que tú acabas de describir.

Esto suscita un debate sobre el riesgo. La sociedad paga una prima en forma de recompensas injustas a gente que no hace nada para merecerlo aparte de generar una riqueza virtual, sobre el papel. El argumento para hacerlo es que esta riqueza sobre el papel es el «lubricante» formal que engrasa las ruedas de la economía real. Y, por tanto, nos dicen, la única razón por la que la gente está dispuesta a asumir los riesgos que conlleva generar (o perder) enormes cantidades de esta riqueza virtual es que las recompensas sean tan sustanciales. Hay versiones más complejas de este argumento, pero esa es su forma básica.

Ahora, traduzcamos ese argumento a la lógica del casino, que es, después de todo, a lo que equivale el capitalismo a nivel financiero. Alguien apuesta sobre un determinado resultado. Y apuesta sobre él porque tiene una buena razón para creer en él, o desea creer en él, o ha visto a otros en quien confía apostar sobre él. Está asumiendo un riesgo importante. Pero, cuanto mayor es el riesgo que asume en teoría, mayor es la recompensa que puede cobrar.

Imaginemos que alguien viniera y le dijera al jugador: «Eres demasiado grande para quebrar». O: «Te garantizamos que absorberemos un X por ciento de tus pérdidas, porque, nosotros, el casino, necesitamos que sigas jugando. Así que, por favor, continúa jugando con la garantía de que nosotros reducimos tu posible pérdida». El argumento del riesgo desaparece y, a consecuencia de ello, el casino no tardará en arruinarse.

Ahora volvamos a los mercados de capitales: bajo las condiciones actuales, las pérdidas de los grandes jugadores están lo suficientemente cubiertas para garantizar que la gente siga, de hecho, asumiendo los riesgos, pero sin contrapartidas. Lo que significa que los riesgos que asuman estarán todavía menos justificados. Si no tienes que preocuparte de tomar la decisión equivocada, hay muchas más posibilidades de que la tomes.

En este sentido al menos, estoy con los defensores a ultranza del capitalismo: existe una amenaza real a la integridad del capitalismo si este se ve respaldado por una excesiva garantía del Estado. Sabemos por experiencia que la propiedad estatal de la producción industrial puede ser ineficaz porque nadie se preocupa demasiado de las pérdidas. Esta premisa tiene como mínimo la misma validez si la aplicamos al sector financiero.

La comparación con el juego es interesante no solo al nivel más alto, el del capitalismo financiero y el Estado, sino también en el más bajo, el de la sociedad y los negocios y las familias. Es decir, yo creo que otra cosa que está ocurriendo es que la idea del riesgo en la sociedad estadounidense ha cambiado un poco.

El riesgo, puede que lo esté idealizando un poco, solía significar algo, esto es, asumes un riesgo porque dejas tu trabajo para poner una empresa. O asumes un riesgo porque suscribes una segunda hipoteca sobre tu casa a fin de invertir en un pequeño negocio. No significaba lo mismo que apostar en un casino. El mercado de la vivienda en los últimos años se ha parecido a las apuestas de un casino. La gente podía adquirir las cosas tan fácilmente que era básicamente como si estuvieran haciendo apuestas: actuaban de forma muy similar a los propios mercados financieros, comprando bienes que no necesitaban y no podían permitirse basándose en la esperanza especulativa de que alguien les liberaría de esos bienes en un futuro próximo.

Esto coincide con la legitimación de las apuestas como tales. (Lo que, por cierto, se me antoja como uno de los términos que deben preservarse, dado que a aquellos que están detrás de las apuestas les gustaría llamarlo «juego de azar» y convertirlo en algo más inofensivo y más normal). Pero también, lo que ha ocurrido parece haber exigido como condición previa que los estadounidenses no entiendan de matemáticas. Parece haber requerido una cierta dosis de pensamiento mágico en relación con los números. Lo cual, de alguna manera, ya sabes, si están en juego cientos de millones de dólares pero no son tuyos, es hasta cierto punto peligroso. Pero si lo que están en juego son algunas decenas de miles de dólares y tu vida, es más peligroso todavía.

Me gustaría poder estar de acuerdo contigo en la correlación entre la incompetencia educativa secundaria en matemáticas estadounidense y las ilusiones económicas. Pero yo creo que lo que realmente demuestra es esto: la inmensa mayoría de los seres humanos hoy en día sencillamente no son capaces de proteger sus propios intereses.

Curiosamente, esto no era en absoluto así en el siglo XIX. El tipo de errores que la gente podía cometer en su propio detrimento eran a la vez más evidentes y por tanto más fáciles de evitar. Partiendo de la base de que uno fuera lo suficientemente prudente para mantenerse a salvo de los charlatanes de feria y los facinerosos descarados, la normativa sobre los préstamos era tan draconiana (aunque solo fuera por motivos religiosos) que muchos de los lujos que hoy se da la gente sencillamente no estaban al alcance del hombre corriente.

Eso nos lleva de nuevo a las apuestas. Al igual que las deudas, estas estaban mal vistas y en gran medida prohibidas. En general, se daba correctamente por hecho que las apuestas conducían al delito y eran, por tanto, una lacra social a evitar. Pero, por supuesto, en la inveterada tradición cristiana además estaban mal en sí mismas: el dinero no debía engendrar dinero.

Hoy nos vendría muy bien retomar esta perspectiva. Pensemos o no que apostar es pecado, lo que es difícil negar es que supone un paso atrás en la política social: las apuestas son una especie de impuesto regresivo, selectivo, indirecto. Con ellas estás básicamente animando a los pobres a gastar dinero con la esperanza de hacerse ricos, mientras que los ricos, aunque elijan gastar la misma cantidad de dinero, no sufrirán la pérdida.

En su peor forma, las apuestas son fomentadas en la actualidad oficialmente por una serie de países (Gran Bretaña, España), así como por muchos estados norteamericanos, bajo el disfraz de loterías públicas. En lugar de reconocer la necesidad de ciertos servicios públicos —para la cultura, el deporte, el transporte—, ahora evitamos los impopulares impuestos cubriendo dichos gastos a partir de las loterías, que con diferencia reciben el mayor apoyo y participación por parte de los sectores menos informados y más pobres de la sociedad.

Los trabajadores británicos que quizá nunca en su vida han estado dentro de un teatro, una ópera o un ballet, están hoy día subvencionando, mediante su proclividad a los juegos de azar, las actividades culturales de una reducida élite cuyas cargas fiscales a su vez se han reducido. Sin embargo, hemos vivido épocas en las que ocurría lo contrario: en los tiempos socialdemócratas de las décadas de 1940 y 1950, eran los ricos y la clase media los que tenían que pagar impuestos para garantizar que todos pudieran tener acceso a bibliotecas y museos.

Se mire como se mire, se trata de una regresión fomentada por gobiernos irresponsables aterrorizados ante la idea de subir los impuestos, reacios a recortar servicios, y que explotan los instintos más bajos en lugar de las capacidades más altas de aquellos que les votan. Soy perfectamente consciente de que prohibir los juegos de azar de golpe sería a la vez imprudente e ineficaz: sabemos, a partir de experiencias pasadas con el alcohol y las drogas, que estas prohibiciones generales pueden tener efectos contraproducentes. Pero una cosa es reconocer la imperfección humana y otra muy distinta aprovecharse despiadadamente de ella como sustitutivo de una política social.

¿Realmente es la vida moderna tan complicada? Lo que la mayoría de los estadounidenses hacen es incurrir en montones de deudas con su tarjeta de crédito. Algo que, si sabemos lo que significa el interés acumulativo, es decir, si hemos estudiado un mínimo de cálculo elemental o incluso si de verdad entendimos en su día las tablas de multiplicar, posiblemente seríamos capaces de evitar. La mejor defensa de la clase trabajadora, en general, es la aritmética. Y por tanto la política social, desde este punto de vista, debe asegurarse de que la gente sabe echar sus propias cuentas.

Bueno, no puedo estar más de acuerdo en eso. Y también en que, dentro de un marco más amplio, la política social consiste en hacer que el electorado tenga la mayor formación posible: precisamente porque la ciudadanía de hoy está más expuesta al abuso y tiene más «autoridad» para abusar de ellos mismos que nunca.

Pero incluso una ciudadanía culta no representa suficiente protección contra una economía política abusiva. Aquí debe intervenir un tercer actor, aparte de la ciudadanía y la economía, que es el gobierno. Y el gobierno tiene que estar legitimado: tanto en que se ajuste a las premisas bajo las cuales la gente eligió a sus representantes como en cuanto a que sus acciones se correspondan con sus palabras.

Una vez tenemos ese gobierno legitimado, parece no solo adecuado, sino también posible, decirle a la gente: si echaras las cuentas, verías que te están vendiendo una moto. Pero, incluso aunque no sepas echar las cuentas, nosotros te decimos que es así. Y te prohibiremos ciertos tipos de transacciones financieras al igual que te prohibimos conducir en dirección contraria a la debida: por tu propio interés y por el bien común.

En este punto nos topamos con los argumentos en contra de la posibilidad de la socialdemocracia, que son de dos tipos. Uno, si se quiere, estructural; el otro, contingente. El argumento estructural consiste en que este sentido de legitimidad es difícil de conseguir, si no imposible, en un país tan grande y diverso como Estados Unidos. La confianza colectiva de distintas generaciones, ocupaciones, capacidades y recursos no se alcanza fácilmente en una sociedad tan enorme y compleja. Así que no es casualidad que las socialdemocracias de más éxito sean las de Noruega, Suecia, Dinamarca, Austria, hasta cierto punto Holanda, Nueva Zelanda, etcétera: es decir, en sociedades pequeñas y homogéneas.

El argumento de la contingencia contra la posibilidad de la socialdemocracia sostiene que fue históricamente posible, pero solo en unas circunstancias que hoy no podemos reproducir. La combinación del recuerdo de la Gran Depresión, la experiencia del fascismo, el temor al comunismo y el boom de la postguerra es la que hizo posible la socialdemocracia incluso en sociedades bastante grandes como las de Francia, Alemania Occidental, Gran Bretaña o Canadá, que es una sociedad grande en cuanto a tamaño físico, aunque no social. Yo no acepto del todo este contraargumento —la historia fue más complicada y las motivaciones más duraderas— pero lo respeto.

Y, sin embargo, me sigue llamando la atención la arbitrariedad de los estadounidenses en relación con cuándo aceptar los argumentos históricos y cuándo no. Así, el argumento histórico de que no deberíamos tener una socialdemocracia se toma bastante en serio, y sin embargo, el de que la socialdemocracia ha generado cosas muy positivas ya no se toma en serio.

Y también me llama la atención la forma en que la vida intelectual estadounidense de los últimos años ha estado centrada en preocupaciones europeas pese a que destacados analistas estadounidenses insistan en que hemos superado con mucho a Europa. Con esto quiero decir que casi todos los comentarios sobre política social aquí en Estados Unidos se encuadran en un contexto comparativo: ¿cómo nos va en comparación con Europa? La consecuencia es inevitable: en ciertos aspectos, al menos, tememos que hemos empezado a estar a la sombra de Europa.

Casi nadie parece decir nada como: somos los Estados Unidos de América; por tanto, tendríamos que ser, por utilizar un término prestado, una Gran Sociedad. Tendría que haber un New Deal. No porque la socialdemocracia en Europa sea buena o mala, sino porque nosotros como americanos podríamos hacer algo maravilloso por nosotros mismos.

Desde la década de 1930 a la de 1960, la tendencia del debate social y político estadounidense era al contrario. La hipótesis por defecto era que si América se podía permitir convertirse en una buena sociedad, debería querer hacerlo. Incluso los opositores y los críticos de la inversión social a niveles johnsonianos basaban su oposición en razones concretas y determinadas por los propios intereses. Si era demasiado bueno para los negros, se rechazaba en el sur. Si era demasiado radicalmente redistributivo, era rechazado por instituciones que se verían obligadas a replantearse sus patrones de reclutamiento, etcétera.

Pero la innovación social radical no encontraba por lo general una oposición basada en argumentos hayekianos apriorísticos, como suele ocurrir hoy. Y los que la ejercieron de forma incoherente, como Barry Goldwater, pagaron un precio político muy alto. Llevó veinte años conseguir que el nuevo enfoque conservador pudiera integrarse dentro del «reaganismo» y hacerlo pasar por corriente mayoritaria. En este punto, como en tantos otros, volvemos a tropezamos con el olvido por parte de Estados Unidos de su pasado más reciente.

Para mí, la culpa es tanto de la izquierda como de la derecha. La retórica johnsoniana del propósito social colectivo, enraizada en una versión americana del reformismo liberal Victoriano y eduardiano, encajaba mal con la Nueva Izquierda, que se sentía mucho más atraída por los intereses que reclamaban para sí determinados segmentos de la sociedad. Yo secundaría más bien la crítica que actualmente se hace a la era McGovern del Partido Demócrata: no porque supuestamente pretendiera promover los intereses de todas las categorías imaginables de grupos sociales desfavorecidos (muchas de las cuales estaban urgentemente necesitadas de dicho avance), sino porque al hacerlo socavaba su propia herencia retórica y olvidaba cómo hablar de la sociedad en general.

Las reformas del bienestar de Clinton de la década de 1990 estaban en desacuerdo con todas las tradiciones reformistas centradas en el Estado, según el consenso liberal de izquierdas tanto angloamericano como europeo de las décadas de 1890 a 1970. Lo que hicieron fue reintroducir las ideas acerca de una sociedad dividida típicas de la era de la primera industrialización: los ciudadanos que trabajan y los ciudadanos, de segunda fila, que no trabajan. De este modo el empleo regresa a la política social como la medida para la plena participación en los asuntos públicos: si no tienes un trabajo, no eres un ciudadano en el pleno sentido de la palabra. Y esto era algo que tres generaciones de reformistas sociales y económicos, desde la década de 1910 a la de 1960, se habían esforzado denodadamente por dejar atrás. Clinton reintrodujo exactamente eso.

Yo creo que la política en pro de las minorías desfavorecidas acentúa las divisiones de clase. El feminismo, tal y como lo hemos desarrollado en este país, sirve para que las abogadas ganen un montón de dinero, sirve a las profesoras y estudiantes universitarias a cierto nivel psicológico, tal vez, pero dado que el feminismo en Estados Unidos no empieza por el permiso de maternidad y el cuidado de los hijos, que yo creo que es por donde debería empezar para la mayoría de las mujeres, deja fuera a las que están criando a sus hijos y especialmente a las que son madres solteras. Del mismo modo, las políticas en pro de la raza introducen con gran éxito —y yo estoy a favor de ello— a la burguesía negra e hispana en las instituciones educativas y posteriormente gubernamentales, etcétera. Y no me cabe duda de que eso es bueno. Pero también separa la cuestión de la raza de la cuestión de clase, lo que es bastante negativo para muchos afroamericanos.

El pensamiento social estadounidense evita por completo el problema de las divisiones sociales determinadas económicamente, porque a los estadounidenses les parece más cómodo y políticamente menos controvertido centrarse en unas divisiones de otro tipo.

Pero el ejemplo que has puesto del cuidado de los hijos es muy bueno, centrémonos en él por un momento. Es muy difícil que el cuidado de los hijos, y, más en general, que los servicios sociales destinados a facilitar una igualdad de oportunidades a las madres, sean una ayuda que pueda prestarse ad hoc, empresa por empresa. Cualquier empleador que ofrezca este recurso a su personal puede temer estar situándose en una posición de desventaja económica en relación con quien no lo presta. La persona que no lo presta puede o bien ganar más dinero porque no tiene el coste de proveer este servicio, o pagar más a sus empleadas porque cuenta con más dinero en efectivo, permitiéndoles que, si pueden, sean ellas las que busquen esta necesaria ayuda con los niños, pero reteniéndolas lejos del competidor que provee este servicio social y paga menos.

Actualmente, en la mayor parte de Europa, la provisión por parte del gobierno de un cuidado de los hijos universal pagado con los impuestos evita este problema. Supone una carga impositiva adicional para todo el mundo, pero proporciona una prestación específica sin ningún coste económico a una determinada clase de beneficiarios.

Como bien sabemos, siempre habrá a quienes la sola idea de cobrar impuestos a todos en beneficio de algunos les ofenda profundamente. Pero esa es precisamente la idea que subyace a la esencia del Estado moderno. Cobramos impuestos a todo el mundo para dar educación a algunos. Cobramos impuestos a todo el mundo para pagar las pensiones a algunos. Cobramos impuestos a todos para que haya una policía, o unos bomberos, de quienes, en un momento dado, solo algunos se beneficiarán. Cobramos impuestos para construir carreteras que no todos van a utilizar al mismo tiempo. Tenemos (o teníamos) un servicio de trenes con una localidad remota que parece beneficiar solo a la gente que vive en esa localidad remota, pero que en conjunto integra a todas las localidades remotas en la sociedad, convirtiéndola así en un lugar mejor para todos.

Pero la idea de cobrar impuestos a todos para beneficiar a algunos —e incluso cobrar a algunos para beneficiar a todos— está ausente de los cálculos básicos de los responsables políticos estadounidenses en materia social. Las consecuencias están claras incluso dentro del confuso razonamiento de los reformadores mejor intencionados. Tomemos, por ejemplo, la línea feminista en cuanto al cuidado de los hijos y otras prestaciones de las que podrían beneficiarse las mujeres. En lugar de suponer que el objetivo más amplio del ejercicio consiste en revisar la fiscalidad y los servicios sociales de manera que beneficien a todos, la postura feminista dominante es pretender una legislación diseñada exclusivamente en provecho de las mujeres.

Para los radicales de las minorías en la década de 1970 fue un error suponer que la búsqueda de su propio interés podía llevarse a cabo sin que afectara a la colectividad en su conjunto. En realidad se hacían eco, de forma irónica e inconsciente, de las mismas demandas de sus rivales políticos, contribuyendo de este modo a privatizar la política y privatizar el interés propio.

Yo soy lo suficientemente anticuado para pensar que una gran parte de la izquierda estadounidense es objetivamente reaccionaria.

Si quieres hacer una afirmación anticuada, podrías decir esto: el hecho de que tantas feministas procedieran de la clase media-alta, en la que la única desventaja que sufrían era precisamente la de ser mujeres, lo cual a menudo no suponía más que un impedimento marginal, explica su incapacidad para darse cuenta de que había una clase de personas más amplia para las que el hecho de ser mujer no constituía en absoluto el mayor de sus desafíos.

El feminismo ha triunfado en el sentido de que hay montones de abogadas y mujeres de negocios, y se han roto varios techos de cristal. A ese nivel ha constituido un éxito asombroso. Sin embargo, también tenemos muchas, muchas más mujeres que se encuentran al final del escalafón con sus familias y sin contar con la ayuda de un hombre, o en todo caso, de hombres económica y socialmente inútiles. Ellas han caído rompiendo un suelo de cristal y ahora están sentadas encima de los fragmentos de cristal y la sangre. Sus vidas, con las largas jornadas de trabajo y las escasas o inexistentes prestaciones en materia de cuidado de los hijos y atención sanitaria, encaman esa sensación americana de que todo es posible, pero también revela muy claramente la tragedia de este tipo de privatización. Y a mí empieza a preocuparme que nuestro optimismo americano realmente sirva solo como una especie de racionalización para no ayudar a la gente que necesita ayuda.

La referencia a la privatización es la clave. ¿Qué significa «privatización»? La privatización le quita al Estado la capacidad y la responsabilidad para reparar las deficiencias de la vida de la gente; elimina también ese mismo conjunto de responsabilidades de la conciencia de sus conciudadanos, que de este modo no sienten la carga compartida de unos dilemas comunes. Lo único que queda es el impulso caritativo derivado de un sentimiento individual de culpa hacia las personas que sufren.

Tenemos buenas razones para suponer que este impulso caritativo constituye una respuesta cada vez menos adecuada a las deficiencias de unos recursos que están desigualmente dispersos en las sociedades ricas. De modo que aunque la privatización tuviera el éxito económico que se le atribuye (y lo más seguro es que no), sigue constituyendo una catástrofe moral en potencia.

A este respecto me gustaría apelar a la distinción de Bevendge entre el Estado de la guerra y el Estado del bienestar, porque parece que, digamos en los últimos cuarenta años, fue el Estado de la guerra el que hizo difícil un Estado del bienestar o una socialdemocracia en Estados Unidos. El ejemplo de Johnson es obvio: era difícil construir una Gran Sociedad y pagar la guerra de Vietnam. Pero, hace menos tiempo, después de Vietnam, con el desarrollo de un ejército completamente profesional, ha ocurrido algo muy interesante.

El ejército se ha convertido en sí mismo en una especie de eficaz organización del bienestar. Es decir, que proporciona formación y movilidad social a muchas personas que de otro modo no la tendrían. Además proporciona hospitales gestionados por el Estado que funcionan bastante bien o, al menos, funcionaron bastante bien hasta que el gobierno de Bush recortó su financiación en mitad de una guerra para que la gente no pudiera defender la argumentación que yo estoy haciendo ahora.

De manera que en tiempo de paz, el ejército constituye un magnífico ejemplo de política estatal que permite una movilidad social ascendente. Pero no tanto cuando estamos librando una guerra y enviando a estas personas que viven marginadas, y a veces ni siquiera tienen la ciudadanía, a matar y a morir. En ese momento, la guerra se convierte en bienestar empresarial. La guerra de Irak redistribuyó una ingente cantidad de dinero procedente de los impuestos entre un número muy reducido de empresas receptoras.

En este, como en otros aspectos, Estados Unidos diverge de la experiencia occidental en general. En los demás países del Occidente desarrollado, los Estados de la guerra de la Era Moderna se transformaron en Estados del bienestar permanentes. El tipo de gasto público que habría sido impensable en tiempo de paz se hizo imprescindible en tiempo de guerra, al principio durante la Primera Guerra Mundial y luego definitivamente a partir de 1939. Los gobiernos se vieron obligados a reproducir con fines pacíficos lo que habían aprendido que podían hacer en tiempo de guerra. De manera sorprendente, de este modo descubrieron una forma extraordinariamente eficaz de conseguir sus metas, pese a la oposición ideológica.

En Estados Unidos es muy distinto, como tú dices. A lo largo de lo que equivale a una serie de «pequeñas guerras» permanentes que se remontan a principios de la década de 1950, el gobierno estadounidense ha pedido prestado dinero para luchar en unos conflictos que prefiere no reconocer demasiado abiertamente. El coste de estas guerras ha sido por tanto soportado por generaciones futuras, ya sea en forma de inflación o como una carga y una limitación sobre todo el resto del gasto público: sobre todo en materia de prestaciones y bienestar social.

Si el Estado de la guerra es una forma aceptable para que los conservadores estadounidenses restrinjan la emergencia de políticas del bienestar, esto se debe a que la guerra en este país todavía no se ha experimentado como una catástrofe. Vietnam, sin duda, acarreó unos costes sociales: la clase política en sí estaba dividida, surgieron unas brechas intergeneracionales que serían duraderas, y la política exterior se vio obstaculizada durante un tiempo por culpa de todas estas consideraciones domésticas. Pero nadie que yo sepa argumentó que esto debía haber suscitado un replanteamiento de las premisas del gobierno y su papel en la sociedad, de la forma en que la Segunda Guerra Mundial sí generó una revolución política en Gran Bretaña, por ejemplo.

Es difícil imaginar cómo podría cambiar esto. Incluso en el momento álgido del absurdo de Irak, una mayoría de estadounidense estaba a favor de un enorme gasto público en fines militares mal articulados cuando no directamente deshonestos, a la vez que afirmaba creer en una reducción de la fiscalidad en todos los ámbitos, incluidos presumiblemente los impuestos destinados a pagar el gasto militar. Los estadounidenses no demostraron ningún interés en aumentar el papel del gobierno en sus vidas, sin darse cuenta de que eso es lo que habían apoyado con entusiasmo que hiciera, precisamente en el aspecto más importante en el que un gobierno puede intervenir en las vidas de sus ciudadanos, es decir, luchando en una guerra. Esto pone de manifiesto una disonancia cognitiva colectiva americana que es difícil superar políticamente. Si existe alguna razón cultural por la que Estados Unidos no va a ser capaz de seguir los mejores ejemplos de otras sociedades occidentales, será esa.

Has estado hablando con neutralidad de las opiniones explícitas de miembros de la sociedad estadounidense, que es más seguro, pero las opiniones de estas personas sobre la legitimidad de la acción gubernamental se derivan del nacionalismo estadounidense.

Existen dos tipos de nacionalismo. El nacionalismo que dice: tú y yo estamos familiarizados con el servicio de correos y también con nuestro plan de pensiones, y ese es el tipo de cosas de las que podemos hablar en el metro mientras vamos de camino a la oficina, donde ninguno de nosotros vamos a trabajar más allá de las siete en punto porque esa es la ley.

Y luego está el tipo de nacionalismo que dice: yo pago muy pocos impuestos aunque soy muy rico, y tú pagas impuestos aunque pertenezcas a la clase trabajadora, y a mí me llevan en coche a trabajar y tú coges el autobús, y tenemos muy poco de lo que hablar, y en todo caso, nunca nos encontraremos. Pero cuando pase algo muy malo, yo voy a encontrar un buen argumento patriótico que justifique por qué tú debes proteger mis intereses y por qué tus hijos, y no los míos, tienen que matar y morir.

Bien, veamos estas dos formas de identificación nacional. Lo que me sorprende de la última es que la razón por la que funciona o no es cultural más que política. Hay aspectos de los supuestos culturales estadounidenses sobre lo que es ser estadounidense, qué expectativas legítimas pueden tenerse como estadounidense, etcétera, que simplemente son distintas de lo que significa ser holandés. Y lo seguirían siendo aunque, como de hecho es el caso, ambos países presenten notables similitudes en cuanto a leyes, instituciones, vida económica, etcétera.

La diferencia cultural entre Europa y Estados Unidos, y la magia del nacionalismo estadounidense que une a los ciudadanos ricos y pobres, es el sueño americano. Los europeos del continente por lo general pueden decir con exactitud dónde se hallan personalmente situados en comparación con otros en términos de renta, y sus expectativas para la jubilación son modestas. En Estados Unidos cada vez más gente cree que está más arriba de lo que realmente está y otro grupo muy numeroso cree que estará arriba cuando se jubile. De modo que los estadounidenses están mucho menos dispuestos a mirar a alguien más rico o más privilegiado y considerarlo una injusticia: ellos meramente se ven a sí mismos en una especie de futura encarnación optimista.

Los estadounidenses piensan: dejemos el sistema más o menos como está porque yo no querría sufrir unos impuestos más altos cuando me haga rico. Este es un marco de referencia cultural que explica bastantes cosas respecto a las actitudes hacia el gasto público: a uno no le importa tener que pagar impuestos por un sistema ferroviario que solo utiliza de vez en cuando si cree que le están gravando igual que a los demás por un beneficio que en principio es compartido por todos. Pero le dolerá más pagarlos si tiene la expectativa de convertirse un día en el tipo de persona que nunca utiliza este medio público.

Sin embargo, lo maravilloso de la construcción de los Estados del bienestar fue que el principal beneficiario fue la clase media (en el sentido europeo, en el que se incluye a la élite profesional y cualificada). Fue la clase media cuya renta se vio súbitamente liberada, porque tuvo acceso a una escolaridad gratuita y a una asistencia sanitaria también gratuita. Fue la clase media la que adquirió una verdadera seguridad privada a través de la provisión pública de seguros, pensiones, etcétera. El Estado del bienestar crea la clase media en este sentido, y la clase media entonces defiende el Estado del bienestar. Incluso Margaret Thatcher se dio cuenta de ello cuando comenzó a hablar de la privatización de la asistencia sanitaria, y sus propios votantes de clase media fueron los que más se opusieron a ello.

Parece que la clave radica en crear, en primer lugar, esa clase media. Sin ella, tienes gente que no quiere pagar impuestos porque quiere ser rica, y gente que no le ve sentido a pagar impuestos porque ya son ricos. Yo veo la clase media como ese grupo que, sin ser enormemente rico, vive despreocupado de las pensiones, la educación y la atención médica. Según este criterio, que en realidad es bastante modesto, no hay una clase media americana.

Me temo que lo que señalas sobre la guerra como intervención del gobierno en nuestras vidas admite una formulación más cruda. Dado que el gobierno estadounidense es intervencionista en el extranjero pero no en casa, la guerra crea una cierta perversidad. Insistir en luchar en guerras a la vez que uno se niega a que le suban los impuestos para pagarlas fue simplemente una forma indirecta de invitar al gobierno chino a intervenir en nuestras vidas. Si nosotros no queremos pagar nuestras propias guerras, eso significa que tenemos que endeudamos con China, con todos los riesgos que eso conlleva para el poder y la libertad futuros. A mí me dejó atónito que casi nadie dijera esto cuando comenzó la guerra de Irak.

Puede que en eso haya incluso una verdad más profunda. Existe un riesgo de que estemos dando la bienvenida a la entrada del capitalismo chino en la vida estadounidense. El sentido más simple en el que esto se cumple se ha comentado ampliamente: China presta dinero al gobierno, mantiene la economía a flote y mete dólares en los bolsillos de los estadounidenses para que puedan salir y comprar productos fabricados en China.

Pero existe otra dimensión. El gobierno chino actual está retirándose de la vida económica salvo a niveles estratégicos, basándose en que una máxima actividad económica de cierto tipo es claramente beneficiosa a corto plazo para China y que regularla con otros propósitos que no sean los de mantener alejada a la competencia no beneficiaría a nadie. Al mismo tiempo, es un Estado autoritario, censor y represivo. Es una sociedad capitalista sin libertad. Estados Unidos no es una sociedad capitalista sin libertad, pero la idea que tienen sus ciudadanos de las cosas que permitirían y las que no apunta en una dirección bastante similar.

Los estadounidenses permitirían al Estado un abanico bastante amplio de acciones intrusivas con el fin de protegerles contra el «terrorismo» o mantener alejadas las amenazas de peligro. En los últimos años (y no solo en los últimos años, fijémonos en la década de 1950, de 1920 o las Leyes de Extranjería y Sedición de la década de 1790) los ciudadanos estadounidenses han demostrado una espeluznante indiferencia por el abuso por parte del gobierno de la Constitución o por la represión de ciertos derechos en tanto que ellos no se vean directamente afectados.

Pero, al mismo tiempo, esos mismos estadounidenses se oponen visceralmente a que el gobierno desempeñe ningún papel en la economía o en sus propias vidas. Aunque, por supuesto, como hemos comentado antes, el Estado interviene en la economía de montones de formas, en su provecho o en el de alguien. Dicho de otro modo, existe un sentido en el que los estadounidenses están mucho más dispuestos, al menos en la lógica de sus acciones, a simpatizar con la idea del capitalismo al estilo chino que con la de una socialdemocracia de mercado al estilo europeo. ¿O estoy yendo demasiado lejos?

Bueno, la idea es coherente con un cierto escenario de pesadilla, un escenario cuya probabilidad aumenta mediante el uso de una terminología económica en lugar de una terminología política. Uno de los términos que se pasan por alto, y que tú has mencionado también, es la idea de las «fuerzas globales de mercado». Un término, el de «fuerzas globales de mercado», que cada vez se aproxima más a lo que hacen los chinos. O, peor aún, a lo que los chinos querrían que hiciéramos.

Esto nos retrotrae a los años socialdemócratas de mediados de siglo, al acuerdo del siglo XIX entre la izquierda y la derecha sobre el mercado. La idea era que, en el análisis final, el mercado tiene que dejarse en manos de sus propios mecanismos: ya sea porque así es mejor para su funcionamiento a largo plazo o porque debe dejarse que se desgaste del todo si alguna vez ha de ser sustituido por algo mejor. Pero esta dicotomía es igual de falsa hoy que cuando acaparaba los debates «comunismo versus capitalismo» en décadas pasadas.

El defecto de esta visión de «todo o nada» de las fuerzas del mercado global es que hace imposible que los Estados individuales apliquen políticas sociales de su propia elección: por supuesto, para algunos este es un resultado deseable e incluso intencionado. Actualmente nos hemos acostumbrado tanto a este supuesto que el primer argumento contra la socialdemocracia —o incluso la simple regulación económica— es que la competencia global y la lucha por los mercados lo hace imposible.

Según esta lógica, si Bélgica, por poner un caso al azar, decidiera disponer sus normas económicas y sociales con el fin de que sus trabajadores estuvieran mejor cuidados que los de Rumanía o Sri Lanka, sencillamente perdería puestos de trabajo frente a Rumanía o Sri Lanka. Así que, nos guste o no, el socialismo europeo, como en cierta ocasión expresó el inefable Tom Friedman, sería derrotado por el capitalismo asiático. Una perspectiva que a Friedman, un verdadero determinista, le producía gran alborozo, pero que, de ser verdad, resultaría extraordinariamente negativa para todas las partes. Sin embargo, a mí no me parece obvio que esa proposición en realidad sea cierta. De hecho, no se corresponde con la experiencia reciente.

Pensemos en lo que ha ocurrido a partir de 1989. Por entonces, el argumento solía ser que la socialdemocracia europea sería borrada del mapa a manos del capitalismo de libre mercado de Europa del Este. Los trabajadores cualificados, de cualquier sector, de la República Checa, Hungría o Polonia, reblarían los altos salarios y otras prestaciones de los trabajadores occidentales: todos los puestos de trabajo serían absorbidos por el Este.

En la práctica, este proceso duró como máximo diez años. Para entonces, esos mismos puestos de trabajo de Hungría o la República Checa estaban ya a su vez bajo la amenaza de la competencia barata de Ucrania, Moldavia, etcétera. La razón debería haber resultado obvia para los propios defensores del mercado: en una economía internacional abierta, dada la libre negociación colectiva y la libertad de movimiento, incluso los productores más baratos acabarían pagando unos costes comparables a los de sus competidores occidentales, más caros.

La disyuntiva —a la que ahora se enfrentan la mayoría de estos países— es bien la regulación consensuada de salarios, horas, condiciones, etcétera, o bien la aceptación de una protección de facto. La alternativa serían unas políticas proteccionistas a expensas del vecino, de una feroz competencia y devaluación.

Si Bélgica empezara a hundirse porque Sri Lanka estuviera quedándose con sus trabajos, ningún gobierno belga podría limitarse a decir que no había tenido otra alternativa que reducir los salarios al nivel de los de Sri Lanka o eliminar todas las maravillosas prestaciones que tenemos porque nos hacen perder competitividad en relación con Sri Lanka. ¿Por qué? Porque la política prevalece sobre la economía. Cualquier gobierno que acatara hasta tal punto las «necesidades» de la globalización se quedaría sin votos y caería en las siguientes elecciones frente a cualquier partido que se comprometiera a rechazarlas. Por eso, la política del propio interés en los países desarrollados actuará siempre contra la supuesta lógica del mercado global.

Y de esta misma manera es como la política puede abrirse paso frente a la economía. El nivel de vida en la mayor parte de Europa Occidental, con la excepción de Gran Bretaña, no ha hecho sino mejorar desde 1989, y en gran medida. Y, por supuesto, el nivel de vida en Europa del Este también ha mejorado.

Hay otro tipo de respuesta al argumento de las «fuerzas del mercado global»: que algunas de las cosas que parecen ser concesiones políticas a la clase trabajadora o a los pobres pueden en realidad justificarse en términos estrictamente presupuestarios o económicos. Una de ellas es la sanidad pública. El Estado que es responsable de la sanidad pública es mejor (como sabemos) que el sector privado a la hora de mantener bajos los costes. Y dado que el Estado piensa en presupuestos a largo plazo en lugar de en beneficios cuatrimestrales, la mejor manera de limitar dichos costes es manteniendo sana a la gente. De modo que donde existe una sanidad pública se presta una gran atención a la prevención.

Avner Offer, el economista de Oxford, escribió hace poco un libro muy interesante en el que demuestra que lo mismo puede decirse de muchas otras áreas. Que, de hecho, el interés por mantener un capitalismo estable y bien regulado radica precisamente en limitar las consecuencias de su propio éxito. Solo porque de hecho se cuenta con un sistema de asistencia sanitaria universal, las empresas pueden funcionar de manera eficiente. También pueden, por si sirve de algo, despedir a la gente sin privarles de un nivel digno de cobertura médica —el equivalente de un desempleo sin acceso a la sanidad pública es algo que ninguna sociedad debería aceptar nunca.

También ha quedado demostrado y ejemplificado innumerables veces que las sociedades con graves disfunciones en la renta o en la distribución de los recursos se convierten en sociedades en las que al final la economía se ve amenazada por el desequilibrio social. De manera que no es solo que sea bueno para la economía o para los trabajadores, sino que para cierta abstracción llamada capitalismo es bueno no llevar demasiado lejos la lógica de su propio funcionamiento defectuoso. Esto fue aceptado en Estados Unidos durante bastante tiempo. Las brechas que separaban a los ricos de los pobres en la década de 1970 en este país no divergían radicalmente de las que se conocían en los países más ricos de Europa Occidental.

Hoy en día sí es así. En Estados Unidos, el abismo que separa a los pocos ricos de los muchos que hoy viven en la pobreza o la inseguridad es cada vez mayor, así como el que media entre la oportunidad y la ausencia de ella, entre los privilegiados y los desposeídos, etcétera, algo que por supuesto ha caracterizado a lo largo del tiempo a las sociedades atrasadas y depauperadas. Lo que acabo de decir de Estados Unidos también describiría perfectamente al Brasil de hoy, por ejemplo, o a Nigeria (o, más en concreto, a China). Pero no sería una descripción exacta de ninguna sociedad europea al oeste de Budapest.

Lo extraño del discurso moral de la América actual es que parte de un punto equivocado. Deberíamos preguntamos qué es lo que queremos como nación, qué es un bien social, y luego imaginar si será el Estado o el mercado el que pueda producirlo o generarlo mejor. En cambio, si el gobierno es bueno en una cosa, siempre se esgrime con dureza la acusación de que esa cosa está contaminada por su relación con el gobierno. Pero ¿y si realmente empezáramos en serio por la cosa en sí? Por ejemplo, la salud. ¿A quién no le gusta la salud?

El dinero hace los bienes mensurables. Desdibuja cualquier discusión respecto a su posición dentro de un debate ético o normativo sobre fines sociales. Creo que a todos nos vendría bien «matar a todos los economistas» (por parafrasear a Shakespeare): muy pocos aportan algo al conocimiento social o científico, y una considerable mayoría de la profesión contribuye activamente a confundir a sus conciudadanos respecto a cómo pensar socialmente. Las excepciones son bien conocidas, así que quizá no haga falta mencionarlas.

Sin embargo, lo que tú apuntas sobre los bienes sociales es interesante. Hay dos tipos de cuestiones. La primera, por supuesto, es sencillamente el problema de determinar qué constituyen bienes sociales. Pero una vez se decide qué es un bien social, surge una cuestión diferente, la de cómo se puede proporcionar mejor. En principio, es perfectamente coherente decidir que la salud es algo que todo el mundo debería tener, pero que se proporciona mejor de forma privada, a través de un mercado basado en los beneficios. Yo no lo creo así ni mucho menos, pero no es incoherente desde un punto de vista lógico y es susceptible de comprobación.

Pero ¿cuál es la forma más ejemplar de proporcionar algo, la forma de dejar claro que se trata de un bien social? Después de la privatización, el color uniforme de los trenes ingleses se convirtió en un caleidoscopio de logos y anuncios. Así se dejaba muy claro que el transporte ferroviario no era un servicio público. Ahora, al margen de si cumplen con sus horarios o funcionan con la misma eficacia y seguridad sean privados o públicos, el hecho es que se ha perdido un sentido de servicio colectivo que todos teníamos y del que todos nos beneficiábamos. Esa es una de las cosas que deberían tenerse en cuenta cuando nos preguntamos cómo debería proporcionarse ese servicio.

Creo que, en la práctica, una de las cuestiones es demostrar que el Estado puede de hecho proporcionar ciertos bienes. Y creo que gran parte de la política estadounidense tiene que ver con ello. Los republicanos arguyen que el Estado es incapaz de proporcionar esos bienes. Y lo demuestran no proporcionándolos o dejando que se echen a perder cuando existen, como los hospitales de veteranos durante la guerra de Irak. Amtrak es otro ejemplo: una especie de sistema ferroviario que se mantiene ahí, tambaleándose como un zombi, para demostrar que el transporte público es y será siempre disfuncional.

Yo creo que para convencer a la gente de la necesidad de que el Estado proporcione algo, se necesita una crisis: una crisis provocada por la ausencia de esa provisión. La gente en general nunca asumirá que un servicio del que solo tiene una necesidad ocasional debiera hacerse disponible permanentemente. Solo cuando experimentan la incomodidad de no tenerlo disponible para ellos puede argumentarse a favor de una provisión universal.

En la actualidad las socialdemocracias se encuentran entre las sociedades más ricas del mundo, y ni una sola de ellas ha tomado ni remotamente una dirección que suponga en lo más mínimo una vuelta al autoritarismo al estilo alemán que Hayek consideraba el precio que había que pagar por entregarle la iniciativa al Estado. De modo que lo que sí sabemos es que los dos argumentos que con más fuerza se esgrimen en contra de que un Estado se dedique a construir una buena sociedad —que no funcionará económicamente y que conducirá a una dictadura— son, sencillamente, erróneos.

Para ser justos, admitiré que las sociedades que sí cayeron en el autoritarismo a menudo dependían en gran medida de la iniciativa del Estado. Así que no podemos desechar el argumento de Hayek sin más. Y en un orden similar, debemos reconocer la realidad de las limitaciones económicas. Las socialdemocracias no pueden seguir arruinándose en aras de una utopía más que cualquier otra forma política. Pero esto no es motivo para rechazarlas. Simplemente confirma que deberían incluirse en cualquier debate racional sobre el futuro de las economías de mercado.

La vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad. Los ciudadanos de los Estados del bienestar de Europa Occidental presentan unos niveles de felicidad más altos que nosotros, y ciertamente están más sanos y viven más tiempo. Es difícil creer que cualquier sociedad quiera en realidad que sus miembros regresen a un estado prehobbesiano: que tengan una vida solitaria, pobre, salvaje y corta.

En Estados Unidos, el debate sobre la socialdemocracia, y es un argumento real, tiene que centrarse en la libertad. Pero, aun así, hay algunas cosas en las que la sociedad estadounidense no es libre debido a la ausencia de ciertos bienes públicos. Y algunos de ellos pueden proporcionarse sin controversia ninguna. Como los parques urbanos. Si uno no puede ir a algún sitio seguro a sentarse cuando está cansado, es menos libre que el que sí puede hacerlo.

Los europeos tienen una cosa de la que los estadounidenses hace tiempo que carecen: seguridad económica, seguridad física, seguridad cultural. En el mundo cada vez más abierto de hoy en día, en el que ningún gobierno ni ningún individuo puede garantizar que está libre de competencia o amenazas, la seguridad se está convirtiendo en un bien social por derecho propio. El cómo proporcionaremos esa seguridad, y con qué coste para nuestras libertades, va a constituir una cuestión crucial en este nuevo siglo. La respuesta europea es centrarse en lo que hemos dado en denominar seguridad «social»; la respuesta angloamericana ha preferido limitarse a la búsqueda y captura. Está por ver qué será más eficaz a largo plazo.

Semánticamente, es interesante el hecho de que «seguridad social» y «seguridad nacional» signifiquen dos cosas completamente distintas. Mientras que en la práctica política estoy convencido de que la gente que se siente segura en varios aspectos de su vida se siente menos amenazada frente a los impactos externos. Creo que los estadounidenses son vulnerables a la política del terror precisamente porque elimina el único sentido en el que creen que están seguros, esto es…

Físicamente. Creo que eso es absolutamente cierto. Hemos vuelto a entrar en una era del miedo. Atrás ha quedado la sensación de que las habilidades con las que uno cuenta al empezar en una profesión o un trabajo serán habilidades importantes para toda su vida laboral. Atrás ha quedado la certidumbre de que después de una trayectoria laboral exitosa espera una jubilación cómoda. Todas estas inferencias demográfica, económica y estadísticamente legítimas del presente respecto al futuro —que caracterizaron la vida americana y europea durante las décadas de la postguerra—, han quedado borradas del mapa.

De modo que la era del miedo en la que ahora vivimos consiste en el temor a un futuro desconocido, así como a unos extranjeros desconocidos que pueden venir y lanzarnos bombas. El temor de que nuestro gobierno ya no puede controlar más las circunstancias de nuestras vidas. Ya no puede convertirnos en una comunidad cerrada contra el mundo. Ha perdido el control. Esa parálisis del miedo, que yo creo que los estadounidenses experimentan muy intensamente, se vio reforzada por la toma de conciencia de que la única seguridad que creían tener ya no la tenían. Esta fue la razón por la que muchos estadounidenses se mostraron dispuestos a unir su suerte a la de Bush durante ocho años: ofreciendo su apoyo a un gobierno cuyo atractivo radicaba exclusivamente en la movilización y la explotación demagógica del miedo.

A mí me parece que el resurgimiento del miedo, y las consecuencias políticas que entraña, constituye el mejor de los argumentos a favor de la socialdemocracia: tanto como protección para los individuos frente a las amenazas a su seguridad reales o imaginarias, como protección para la sociedad frente a las amenazas muy probables a su cohesión, por una parte, y a la democracia por otra.

Recordemos que, sobre todo en Europa, los que han tenido más éxito a la hora de movilizar estos miedos —a los extranjeros, a los inmigrantes, a la incertidumbre económica o la violencia— son principalmente los políticos convencionales, anticuados, demagogos, nacionalistas y xenófobos. La estructura de la vida pública estadounidense hace más difícil que gente así llegue a hacerse con el gobierno, uno de los aspectos en el que Estados Unidos ha sido especialmente afortunado. Pero el Partido Republicano actual ha comenzado a movilizar precisamente estos miedos en épocas muy recientes y bien puede ser que estos le lleven de nuevo al poder.

El siglo XX no fue necesariamente como nos han enseñado a verlo. No fue, o no fue solo, la gran batalla entre la democracia y el fascismo, o el comunismo y el fascismo, o la izquierda contra la derecha, o la libertad contra el totalitarismo. Mi percepción es que durante gran parte del siglo nos dedicamos a debatir, implícita o explícitamente, sobre el surgimiento del Estado. ¿Qué tipo de Estado quería la gente? ¿Estaban dispuestos a pagar por él y cuáles querían que fueran sus propósitos?

Desde esta perspectiva, los grandes vencedores del siglo XX fueron los liberales del siglo XIX, cuyos sucesores crearon el Estado del bienestar en todas sus posibles formas. Ellos consiguieron algo que, todavía en la década de 1930, parecía casi inconcebible: forjaron unos Estados democráticos y constitucionales fuertes, con una fiscalidad alta y activamente intervencionistas, que podían abarcar sociedades de masas complejas sin recurrir a la violencia o la represión. Seríamos unos insensatos si renunciáramos alegremente a este legado.

De modo que la elección a la que nos enfrentamos en la siguiente generación no es entre el capitalismo y el comunismo, o el final de la historia y el retorno de la historia, sino entre la política de la cohesión social basada en unos propósitos colectivos y la erosión de la sociedad mediante la política del miedo.

¿Ese planteamiento es defendible? Si esa es la cuestión, ¿importa lo que los intelectuales opinen a este respecto? ¿Merece la pena discutirse? Nuestras dos preocupaciones a lo largo de esta conversación han sido la historia y los individuos, el pasado y las formas en que la gente descubrió ese pasado, moral o intelectualmente. ¿Existe una salida? La socialdemocracia parece de hecho tenerlo muy difícil en Estados Unidos, o tal vez en general.

Quiero decir, aunque nos fijemos en el caso de Europa, el único sitio donde podría decirse que ha alcanzado dimensiones importantes, los socialdemócratas llegaron a un compromiso con los liberales después de la Primera Guerra Mundial, o en tomo a la Primera Guerra Mundial, y luego los democristianos llegaron a un compromiso con los socialdemócratas, o más bien asumieron su programa, tras la Segunda Guerra Mundial, mientras que los estadounidenses, entretanto, llegaron a un compromiso con algunos países europeos bajo la forma del Plan Marshall. Lo que tú sugieres es que todo eso no habría sido posible…

Sin las dos guerras mundiales.

Sin las dos guerras mundiales y una cierta legitimación divina al final. Pero nadie nos derrotará en una guerra si se libra en nuestro propio continente, y nadie nos ofrecerá un Plan Marshall Lo que hacemos, ya sea en materia de sanidad, o de vender el país a China, lo hacemos por nosotros mismos.

Ese argumento no impide plantear la defensa. Pero es un argumento para plantear la defensa históricamente.

La historia entera de Estados Unidos es de un comprensible aunque mal enfocado optimismo. Pero gran parte de la base para ese optimismo —para esa buena fortuna de América que llevó a Goethe a hacer su famoso comentario sobre la suerte de América— ya ha quedado atrás.

Los países, los imperios, incluso el imperio americano, tienen historias, y esas historias les confieren una cierta forma. Algunas de ellas, que durante mucho tiempo fueron consideradas profundas verdades sobre Estados Unidos, son fruto del azar histórico: combinaciones de espacio, tiempo, oportunidad demográfica y acontecimientos mundiales. Los años del boom de la sociedad industrial americana no duraron más que un par de décadas, y lo mismo puede decirse de la sociedad de consumo americana de la postguerra. Si nos fijamos en la historia de las últimas dos décadas observamos algo muy distinto: una historia de estancamiento sociológico y económico americano camuflado por las extraordinarias oportunidades de una reducidísima minoría, que como consecuencia desvirtúan esa media que ofrece la apariencia de un continuado crecimiento.

Estados Unidos ha cambiado, y es importante que nos demos cuenta de que este cambio abre unas posibilidades nuevas en lugar de cerrarnos a ellas. Ese mismo optimismo y exceso de confianza que en un momento dado funcionaron a nuestro favor, hoy en día constituyen una desventaja. Estamos en declive, pero con la carga de la retórica de la eterna posibilidad: una combinación peligrosa, dado que fomenta la inercia.

Como ya he señalado, Estados Unidos ha tenido la mala suerte de no haber sufrido una verdadera crisis catártica. Ni la guerra de Irak de 2003 ni la explosión de la crisis financiera de 2008 han cumplido esa función. Los estadounidenses están confusos y enfadados por todo lo que ha parecido salir mal, pero no lo suficientemente asustados para hacer algo al respecto —o producir un líder político capaz de movilizarles en esa dirección—. En algunos aspectos curiosos, el hecho de ser un país tan viejo —nuestra constitución y acuerdos institucionales se cuentan entre los más anticuados de las sociedades avanzadas— es la causa de no haber podido superar estos obstáculos.

Ningún intelectual que participe en el debate público estadounidense llegará muy lejos si se limita a los ejemplos o las cuestiones europeas. Así que, si queremos pedir a los estadounidenses que reflexionen sobre los atractivos que tiene la socialdemocracia para ellos, yo partiría de unas consideraciones puramente americanas. Cui bono? ¿Quién se beneficia de ello? Las cuestiones relativas al riesgo, la equidad y la justicia que suelen invocarse en Estados Unidos a favor de una política social regresiva deberían ser invocadas a favor de una política social progresiva. No sirve de nada decir que está mal que Estados Unidos aplique una mala política de transporte o que debemos invertir más en una atención sanitaria universal: nada es bueno por sí mismo en este país, ni siquiera la sanidad o el transporte. Tiene que haber una historia, y tiene que ser una historia americana. Tenemos que ser capaces de convencer a nuestros conciudadanos de las virtudes del transporte masivo o de la sanidad universal, o incluso de una fiscalidad más equitativa (es decir, más alta). Tenemos que reformular el debate sobre la naturaleza del bien público.

Va a ser un camino largo. Pero sería irresponsable pretender que existe una alternativa seria.