Capítulo XIII

But I have lived, and have not live in vain: my mind may lose its forcé, my blood its fire, and my frame perish even in conquering pain; but there is that within me which shall tire torture and time, and breathe when I expire; something unearthly, which they deem not of, like the remember’d tone of a mute lyre, shall on their soften’d spirits sink, and move in hearts all rocky now the late remorse of love.

Lord Byron, Childe Harold’s Pilgrimage

Pero he vivido, y no he vivido en vano;

puede que mi mente pierda su fuerza, mi sangre su fiereza

y mi cuerpo perezca al conquistar el dolor;

pero hay en mí eso que causará

la tortura y el tiempo; y respirará cuando yo expire;

algo no terrenal, que ellos no tienen en cuenta,

como el recordado tono de una lira,

se hundirá en sus espíritus ablandados y entrará

en corazones que ahora son todo piedra

el tardío remordimiento de amor.

Lord Byron, La peregrinación de Childe Harold

Diez días después el mar devolvió el cuerpo a la orilla. La carne que estaba al descubierto se había corrompido; lo poco que quedaba se había vuelto blanquecino a causa del mar; el cadáver era irreconocible. Por lo que alcancé a distinguir, lo mismo hubiera podido ser el despojo de una oveja. Recordé a Haidée. Esperé que su cuerpo nunca hubiera sido hallado, un revoltijo corrupto en un saco de arpillera; confiaba en que sus huesos siguieran bajo el agua sin que nada los perturbase. El cadáver de Shelley, despojado de ropa, era una visión nauseabunda y degradante. Levantamos una pira en la playa y lo quemamos allí. Cuando las llamas empezaron a extenderse, encontré insoportable el olor de la carne al arder. Era dulce y podrido y apestaba a mi fracaso.

»Me acerqué dando un paseo hasta el mar. Me desnudé y me quedé en camisa. Al hacerlo miré a mí alrededor y, de pie sobre la colina, vi la figura de Polidori. Nuestros ojos se encontraron; los abultados labios de aquel hombre se estrecharon y se distendieron en una sonrisa irónica. Una columna de humo procedente de la pira se interpuso entre nosotros. Me di la vuelta y me metí en el mar. Estuve nadando hasta que las llamas de la pira se extinguieron. Pero no me sentí purificado. Luego regresé a la hoguera. No quedaban más que cenizas. Recogí aquel polvo con las manos juntas y lo dejé caer entre los dedos. Un sirviente me enseñó un pedazo de carne chamuscado. Me dijo que era el corazón de Shelley; no había ardido, y pensó que a lo mejor yo quería conservarlo. Le dije que no con la cabeza. Ya era demasiado tarde. Demasiado tarde para poseer el corazón de Shelley…

Lord Byron hizo una pausa. Rebecca se quedó esperando, intrigada.

—¿Y Polidori? —le preguntó. Lord Byron la miró fijamente—. Usted no consiguió ganarse el corazón de Shelley. Había perdido. Sin embargo, cuando vio a Polidori no se enfrentó a él, sino que lo dejó irse. Y ahora sigue vivo. ¿Por qué? ¿Por qué no lo destruyó como había dicho?

Lord Byron sonrió débilmente.

—No infravalore los pozos del odio. Es un placer hecho para la eternidad.

—No. —Rebecca hizo un movimiento negativo con la cabeza—. No, no lo comprendo.

—Los hombres aman apresuradamente; pero para odiar se necesita tiempo; yo tenía… y tengo —pronunció la palabra con rabia—, mucho tiempo.

El ceño de Rebecca se hizo más pronunciado.

—¿Cómo sé que habla usted en serio? —le preguntó con súbito enojo y cierto miedo—. ¿Podría usted haberlo destruido?

Lord Byron se quedó mirándola.

—Creo que sí —dijo finalmente.

Rebecca se dio cuenta de que el corazón le latía más despacio. Tenía miedo de lord Byron, pero no tanto como el que había tenido la noche anterior, cuando el doctor Polidori la había sorprendido junto al Támesis con el rostro lleno de locura y el aliento infectado de veneno.

—¿Solo lo cree? —preguntó la muchacha.

Los ojos de lord Byron seguían fríos cuando repuso:

—Naturalmente. ¿Cómo se puede tener la certeza de algo? Polidori lleva infundida una parte de mí mismo. Ése es el Don: eso es lo que significa. Sí —añadió con súbita vehemencia—, yo podría destruirle, sí, por supuesto que podría. Usted pregunta por qué no lo hago, y por qué no lo hice en Italia después de que Shelley se ahogara. La razón es la misma. Polidori había recibido mi sangre. Era mi creación. Él, que había sido quien me había legado mi soledad, se había convertido por ese acto en un ser casi precioso para mí. Cuanto más le odiaba, más comprendía que no tenía a nadie más. Quizá Polidori hubiera llevado a cabo esa paradoja intencionadamente. No lo sé. Incluso Jehová, al enviar el diluvio, no pudo soportar la destrucción total del mundo que había creado. ¿Cómo iba yo a ultrajar el espíritu de Shelley comportándome peor que la divinidad cristiana? —Lord Byron esbozó una ligera sonrisa—. Porque era el fantasma de Shelley, y también el de Haidée, lo que me atormentaba, ¿sabe? No literalmente, ni siquiera en forma de visiones que poblasen mis sueños, sino como un vacío… algo semejante a la desolación. Mis días transcurrían llenos de languidez, mis noches estaban llenas de inquietud; y sin embargo no era capaz de hacer nada para salir de aquel estado, no era capaz de hacer otra cosa que no fuera matar, meditar y garabatear poesía. Recordaba mi juventud, los tiempos en que mi corazón estaba rebosante de cariño y de emociones; pero entonces, a los treinta y seis años, una edad todavía no excesiva, cuando removía los agonizantes rescoldos de mi corazón, apenas sí avivaba una llama pasajera. Había malgastado el verano antes de que mayo llegase a su fin. Haidée estaba muerta; Shelley estaba muerto; mis días de amor estaban muertos.

»Esos mismos recuerdos, sin embargo, me sacaron finalmente de aquel letargo. Durante aquel largo y apacible año se había ido forjando la revolución en Grecia. La causa con la que había soñado Haidée; la revolución que Shelley había anhelado liderar; los amantes de la libertad, entre los cuales me había contado en otro tiempo, tenían puestas sus esperanzas en mí. Yo era famoso; era rico; ¿y no iba a ofrecer mi apoyo a los griegos? Me eché a reír ante aquella petición. Los griegos no se daban cuenta realmente de lo que estaban pidiendo; yo era un ser mortífero cuyo beso contaminaba todo lo que tocaba. Pero me sorprendí al descubrir que aquello me conmovía, cosa que había llegado a creer completamente imposible. Grecia, una tierra romántica y hermosa; la libertad, la causa de todos aquellos a los que había amado. De manera que accedí. Y no solo apoyaría a los griegos con mis riquezas, sino que además lucharía junto a ellos. Abandonaría Italia. Pisaría, una vez más, el sagrado suelo de Grecia.

»Porque aquélla, lo sabía perfectamente, quizá fuera la última oportunidad que tenía de redimir mi existencia y de exorcizar los fantasmas de aquellos a quienes había traicionado. Aunque en mi interior no me hacía ilusiones. No podía escapar de lo que era, la libertad por la que iba a luchar no sería la mía; y aunque luchase por la libertad, estaría más manchado de sangre que el más cruel de los turcos. Sentí una terrible agitación cuando divisé de nuevo la lejana costa de Grecia. Recordé la primera vez que la había visto, tantos años atrás. ¡Cuántas experiencias había vivido desde entonces! Cuántos cambios… Aquéllas eran las mismas escenas, el mismísimo suelo en el que había amado a Haidée y en el que había sido mortal por última vez, mortal y libre de sangre. Era triste, muy triste, mirar las montañas de Grecia y pensar que todo estaba muerto y acabado. Pero también el gozo se mezclaba con mi tristeza de tal manera que resultaba imposible distinguirlos. Ni siquiera lo intenté. Estaba allí para dirigir y liderar una guerra. Al fin y al cabo, ¿por qué otro motivo había acudido a Grecia sino para ocupar en algo mi mente estancada? Redoblé mis esfuerzos. Traté de no pensar en nada más que en la lucha contra los turcos.

»Sin embargo, cuando se me propuso que navegase hacia Missolonghi, las sombras del horror y el pesar regresaron a mí más negras que nunca. Mientras el barco en el que viajaba cruzaba la bahía hacia el puerto, los cañones de la flota griega comenzaron a resonar para darme la bienvenida, y vi que sobre las murallas se había reunido una multitud para aclamarme. Pero apenas les presté atención. Por encima de mí, a lo lejos y recortado contra el cielo azul, se alzaba el monte Arakynthos; sabía que detrás de él se encontraba el lago Trihonida. Pero lo que me esperaba era Missolonghi, la población hasta donde había cabalgado después de matar al pacha y donde me había reunido con Hobhouse no siendo ya un mortal, sino un vampiro. Recordé la viveza de las sensaciones que experimenté aquel día, quince años atrás, al contemplar los colores de las marismas y del cielo. Ahora los colores eran los mismos, pero cuando los miré vi que la muerte se reflejaba en toda aquella belleza, vi enfermedad en los tonos verdes y amarillos de los pantanos, vi lluvia y fiebre en los colores púrpuras de las nubes. Y también pude ver que la propia ciudad de Missolonghi no era más que un lugar miserable y sórdido construido sobre el barro y rodeado de lagunas, un lugar fétido, superpoblado y pestilente. Parecía predestinado para el heroísmo.

»Y así resultó ser. Acorralados por el enemigo como estaban, los griegos parecían tener casi más interés en pelear entre ellos que en luchar contra los turcos. El dinero salía de mis manos a chorros, pero, por lo que veía, tenía muy poca utilidad, solo servía para sostener las disputas a las que los griegos eran tan aficionados. Traté de reconciliar a los distintos líderes y de disciplinar a las tropas; al fin y al cabo tenía dinero y el poder de convicción en la mirada, pero cualquier orden que daba resultaba siempre frágil y breve; y mientras tanto la lluvia caía sin parar, de manera que aunque hubiéramos estado preparados para atacar, no habríamos podido hacer nada, tan desastrosas y exentas de esperanza eran las condiciones en que nos encontrábamos. Había barro por todas partes; la bruma de los pantanos flotaba sobre la ciudad; las aguas de la laguna empezaron a subir y las carreteras pronto no fueron más que un cenagal rezumante. Y seguía lloviendo. Igual que si estuviera en Londres.

»La libertad empezó a ser una causa que perdía brillo. Durante mucho tiempo, desde mi llegada a Grecia, había reducido al mínimo el número de matanzas, pero empecé de nuevo a beber sangre sin freno. Cada día, en medio de las frías lluvias invernales, salía de la ciudad. Me alejaba cabalgando por el empapado sendero que había al borde de la laguna. Mataba, bebía sangre y dejaba el cadáver de mi víctima entre la inmundicia y los juncos. La lluvia se llevaba el cadáver al cieno de la laguna. Al principio intenté no escoger a mis víctimas entre los griegos, la gente a la que se suponía que había ido allí a salvar, pero más tarde ya lo hacía sin pensarlo demasiado. Al fin y al cabo, si no los hubiera matado yo lo habrían hecho los turcos.

»De manera que una tarde, mientras cabalgaba junto al lago, divisé junto al camino una figura envuelta en harapos. Aquella persona, fuera quien fuese, parecía estar esperándome. Yo estaba sediento de sangre, no había matado todavía, y espoleé mi caballo para continuar hacia adelante. Pero de pronto el animal se encabritó y se puso a relinchar lleno de miedo, y solo con grandes esfuerzos conseguí controlarlo.

»La figura vestida con harapos se había situado en medio del camino.

»—Lord Byron. —Era una voz de mujer, una voz cascada y ronca, pero en la que se notaba algo extraño que me hizo estremecer con una mezcla de horror y deleite—. Lord Byron —repitió. Vi el destello de unos ojos brillantes debajo de la capucha. Me apuntó con una mano huesuda. Era una mano sarmentosa y nudosa—. ¡Una muerte por Grecia!

»Aquellas palabras me sobresaltaron.

»—¿Quién eres? —le pregunté a gritos por encima del tamborileo de la lluvia. Vi que la mujer sonreía; de pronto me dio la impresión de que el corazón se me detenía; los labios de aquella mujer me habían recordado, aunque no sabía cómo, a Haidée—. ¡Detente! —le grité.

»Cabalgué hacia ella, pero la mujer desapareció. La orilla de la laguna estaba vacía. No se oía otro sonido que el golpeteo de la lluvia sobre el lago.

»Aquella noche fui presa de una convulsión. Sentí que el horror se abatía sobre mí. Comencé a echar espuma por la boca, los dientes me rechinaban, los sentidos parecían abandonarme. Conseguí recuperarme al cabo de varios minutos, pero tenía miedo porque, durante aquel ataque, había sentido una sensación de repulsa hacia mí mismo como no había experimentado nunca. Comprendí que aquello me había sido anunciado por la mujer que había salido a mi encuentro en el sendero junto a la laguna. Recuerdos de Haidée, tormentos de culpa, anhelos de lo que era imposible: todo había surgido como una tormenta repentina. Pero me recuperé. Fueron pasando las semanas; continué formando mis tropas, incluso lanzamos un breve ataque al otro lado del lago. Pero durante todo el tiempo permanecí en tensión, pues sentía un extraño presagio y albergaba la esperanza de volver a ver a aquella extraña mujer. Estaba convencido de que vendría de nuevo hasta mí. Su exigencia me resonaba en el cerebro: “¡Una muerte por Grecia!”.

Lord Byron hizo una pausa. Miró hacia la oscuridad y Rebecca oyó de nuevo –¿o se lo imaginó?— un sonido a su espalda. Al parecer lord Byron también oyó el ruido. Repitió otra vez las mismas palabras, como para acallarlo. Las palabras flotaron como el pronunciamiento de una sentencia de muerte.

—Una muerte por Grecia. —Apartó la mirada de la oscuridad y miró de nuevo a Rebecca a los ojos—. Y en efecto, volví a verla dos meses después. Yo estaba cabalgando con algunos compañeros para reconocer el terreno. A unos pocos kilómetros de la ciudad nos sorprendió una densa lluvia que caía sesgada en cortinas de color gris. La vi agachada en un charco de barro. Lentamente, igual que la vez anterior, me señaló. Me estremecí.

»—¿Ven allí a una mujer? —pregunté a los demás.

»Mis compañeros miraron, pero solo vieron el camino vacío. Regresamos a Missolonghi. Estábamos empapados. Yo transpiraba violentamente, la fiebre se había apoderado de mí hasta los huesos. Aquella noche me tumbé en el sofá, inquieto y melancólico. Distintas imágenes de mi vida pasada parecían flotar ante mis ojos. Oí remotamente que unos soldados se peleaban en la calle; gritaban con violencia, como siempre hacían. Pero no tenía tiempo para dedicarme a ellos. No tenía tiempo para nada que no fueran los recuerdos y las lamentaciones.

»A la mañana siguiente traté de sacudirme de encima aquella tristeza que me embargaba. Salí de nuevo a cabalgar. Estábamos en abril; el tiempo, para variar, era bueno; iba bromeando con mis compañeros mientras cabalgábamos por la carretera. Entonces, en un olivar, la mujer se me apareció de nuevo, un envoltorio fantasma cubierto de sucios harapos.

»—¿Ahasver? —grité—. Ahasver, ¿es usted? —Tragué saliva. Tenía la boca seca. Me dolió la garganta al pronunciar la palabra—. ¿Haidée?

»Me quedé mirando. Fuera lo que fuese aquello, había desaparecido. Mis compañeros me llevaron de vuelta a la ciudad. Me parecía que me había vuelto loco al llamarla. El ataque de horror y de repugnancia hacia mí mismo me invadió de nuevo. Me llevaron a la cama. “Una muerte por Grecia. Una muerte por Grecia”. Aquellas palabras parecían latir en mis oídos al compás de mi sangre. Muerte, sí, pero yo no podía morir. Era inmortal, o por lo menos lo sería mientras me alimentase de sangre viva. Imaginé que veía a Haidée. Se encontraba de pie junto a mi cama. Tenía los labios ligeramente entreabiertos, los ojos brillantes, y en su rostro se entremezclaban el amor y la repugnancia.

»—¿Haidée? —la llamé. Tendí las manos hacia ella—. ¿De veras no estás muerta?

»Intenté tocarla y se desvaneció; estaba solo, a fin de cuentas. Hice una promesa. No volvería a beber sangre. Desafiaría todos los sufrimientos, desafiaría toda mi sed. ¿Una muerte por Grecia? Sí. Mi muerte lograría mucho más que mi vida. ¿Y qué conseguiría? La liberación, la extinción, la nada. Si podía tener eso, bien venido fuera.

»Tuve que guardar cama. Los días fueron pasando. Seguía febril, y mi pesar aumentó infinitamente. Pero luché contra él, incluso cuando la sangre me empezó a arder, cuando pareció que mis miembros se estaban encogiendo, cuando sentí que el cerebro, como una esponja que se va secando, se me pegaba al cráneo. Los médicos se reunieron junto a mi cabecera como moscas alrededor de la carne podrida. Viéndolos allí zumbar y alborotar sin parar, anhelé beberles la sangre, desangrarlos a todos. Pero luché contra esa tentación y los eché de mi lado. Me iba quedando sin fuerzas y sin salud. Lentamente los médicos empezaron a volver junto a mí con su zumbido. Pronto me faltó la energía suficiente para echarlos de mi lado. Me había preocupado el hecho de que pudieran salvarme, pero al oírlos hablar entre ellos comprendí que me había equivocado; con algo parecido al alivio, los animé. El dolor se había hecho insoportable, la negrura empezaba a consumirme la piel; mi mente divagaba. Pero seguía sin morirme. Parecía que ni los médicos fueran capaces de acabar conmigo. Entonces volvieron a pedirme que permitiera que me sangraran.

»Me había negado a ello cuando me lo pidieron por primera vez. La sangre que quedaba en mí estaba casi agotada: que me sangrasen no habría servido más que para empeorar mi sufrimiento. No me había sentido capaz de afrontar el dolor. Pero ahora estaba desesperado. Débilmente, accedí. Sentí cómo me aplicaban las sanguijuelas en la frente. Cada una de ellas me quemaba como una gota de fuego. Empecé a gritar. Seguramente una agonía como aquélla no podía soportarse.

»El médico, al ver mi dolor, me cogió la mano.

»—No se preocupe, milord —me susurró al oído—. Pronto haremos que se ponga bien.

»Me eché a reír. Imaginé que el médico tenía el rostro de Haidée. En mi delirio, me puse a llamarla a gritos. Me desmayé. Cuando volví en mí estaba mirando de nuevo el rostro del médico. Éste me estaba haciendo un corte en la muñeca. Del mismo manó un minúsculo reguero de sangre. Yo quería a Haidée. Pero estaba muerta. Grité su nombre. El mundo empezó a alejarse en un torbellino. Grité otros nombres: Hobhouse, Caro, Bell, Shelley.

»—Moriré —dije a gritos mientras la oscuridad emanaba de las sanguijuelas que tenía en la frente. Imaginé que mis amigos estaban congregados en torno a mi cama—. Seré igual que vosotros —les dije—, mortal otra vez. Seré mortal. Moriré.

»Me eché a llorar. La oscuridad siguió extendiéndose. Pero sirvió para aliviarme el dolor. Apagó el mundo. Me pregunté si aquello sería la muerte; luego, como una última vela en medio de un universo de negrura, la idea se apagó. No quedó nada más. La oscuridad lo era todo.

»Me desperté a la luz de la luna. Su brillo se reflejaba en mi rostro. Moví el brazo. No sentí dolor alguno. Me acaricié la frente. Encontré que había pústulas donde habían estado las sanguijuelas. Bajé la mano y la luz de la luna volvió a brillar sobre las heridas. Cuando me las volví a tocar, las pústulas parecían menos profundas; las toqué por tercera vez y las heridas estaban completamente curadas. Estiré los miembros. Me puse en pie. En contraste con la luz de las estrellas se veía la cima de una montaña.

»—No hay mejor médico, milord, que nuestra señora la luna. —Miré a mí alrededor. Lovelace me sonreía—. ¿No se alegra, Byron, de que le haya salvado de esos matasanos de Missolonghi?

»Lo miré con dureza.

»—No, maldita sea —dije finalmente—, confiaba en su habilidad para acabar conmigo.

»Lovelace se echó a reír.

»—Ni el peor matasanos podría acabar con usted.

»Asentí lentamente.

»—Eso parece.

»—Necesita un buen reconstituyente. —Señaló hacia un punto con el dedo. Vi que había dos caballos. Detrás de ellos, un hombre se encontraba atado a un árbol. Se debatió cuando lo miré—. Un bocado exquisito —me dijo Lovelace—. Me ha parecido que, siendo usted un osado guerrero griego, quizá le gustase apreciar la sangre de un musulmán. —Me sonrió. Fui avanzando lentamente hacia el árbol. El turco empezó a retorcerse y a contorsionarse. Gemía quedamente bajo la mordaza. Lo maté de un solo tajo en la garganta. La sangre, después de tanto tiempo, sí, no me quedaba más remedio que admitirlo, sabía muy bien. Dejé a mi víctima vacía por completo de sangre. Luego, con una débil sonrisa, le di las gracias a Lovelace por mostrarse tan previsor. Me miró a los ojos—. ¿Cree que le habría abandonado a su sufrimiento? —Hizo una pausa—. Soy malo, cruel, un malvado de pies a cabeza, pero a usted lo aprecio.

»Sonreí. Creí lo que me decía. Le besé en los labios. Luego eché un rápido vistazo a mí alrededor.

»—¿Cómo me ha traído hasta aquí? —le pregunté.

»Lovelace hizo oscilar una bolsa de monedas que llevaba en la mano. Sonrió.

»—Nadie mejor que los griegos, que le son tan queridos, para aceptar un soborno.

»—¿Y adónde me ha traído? —Lovelace inclinó la cabeza. No contestó. Miré a mí alrededor. Estábamos en una hondonada de rocas y árboles. Me quedé mirando de nuevo hacia la cima de la montaña. Aquella forma… aquella silueta recortada contra las estrellas…—. ¿Dónde estamos? —repetí.

»Lentamente, Lovelace me miró. La luna ardía en la palidez de su rostro.

»—Pero, Byron —me preguntó—, ¿de veras no recuerda este lugar?

»Durante unos instantes permanecí inmóvil; luego comencé a avanzar entre los árboles. Delante de mí distinguí un destello plateado. Dejé atrás los árboles. Debajo de mí había un lago bañado por la luna, un lago en cuyas aguas soplaba la más ligera de las brisas. Por encima se encontraba la montaña, aquella silueta tan familiar. Detrás… me di la vuelta y allí estaba. Me aproximé lentamente a la entrada de la cueva. Lovelace se había acercado y estaba de pie a mi lado.

»—¿Por qué? —le pregunté en un susurro. La furia y la desesperación debían de arder en mis ojos, porque Lovelace retrocedió tambaleante, como asustado, y se apresuró a cubrirse el rostro con la mano. Le aparté el brazo de la cara y le obligué a mirarme a los ojos—. ¿Por qué, Lovelace? —Le apreté con más fuerza el brazo—. ¿Por qué?

»—Déjelo.

»La voz que habló desde dentro de la cueva era débil, casi inaudible. Pero la reconocí; la reconocí de inmediato, y comprendí al oírla que en realidad sus ecos nunca se habían borrado de mi mente. No; siempre me habían acompañado. Aflojé la mano. Lovelace se retiró, encogido.

»—Es él —murmuré. No era una pregunta, sino la afirmación de un hecho, pero Lovelace asintió. Acerqué la mano al cinturón de Lovelace. Cogí su pistola y la amartillé.

»—Óigalo —me pidió Lovelace—. Escuche lo que tiene que decirle.

»No contesté. Miré a mí alrededor, a la luna y a la montaña, al lago y a las estrellas. Qué bien los recordaba. Apreté con fuerza la culata de la pistola. Me volví y me adentré en la oscuridad de la cueva.

»—Pacha Vakhel. —Mi voz resonó en el interior—. Me dijeron que lo habían enterrado en su tumba.

»—Y así fue, milord. Así fue. —La voz, todavía débil, llegaba desde el fondo de la cueva. Miré hacia las sombras. Una figura, postrada, estaba acurrucada en el suelo. Me acerqué—. No me mire —dijo el pacha—. No se acerque más.

»Me eché a reír con desprecio.

»—Ha sido usted quien ha hecho que me traigan aquí. Ya es demasiado tarde para dar órdenes.

»Yo estaba de pie al lado del pacha, mirándolo desde arriba. Éste se encontraba apretado contra las rocas. Lentamente, se dio la vuelta y me miró.

»A mi pesar, respiré hondo al ver aquello. Los huesos que deberían estar debajo de las mejillas se le habían caído; tenía la piel amarilla; y en la mirada había un dolor horrible; pero no fue aquel rostro lo que me horrorizó. No, fue su cuerpo, que estaba desnudo, ¿comprende? Desnudo, despojado de ropas, pero también, en algunas partes, de la piel, e incluso de los músculos y de los nervios. La herida que tenía en el corazón seguía abierta, estaba sin cicatrizar. La sangre, como el agua de un diminuto manantial, producía pequeñas burbujas cada vez que él respiraba, cosa que hacía trabajosamente. Tenía la carne azulada a causa de la podredumbre. Le miré mientras se frotaba un corte en la pierna. Un gusano, blanco y abotagado, cayó de la herida. El pacha lo aplastó entre los dedos. Se limpió la mano en una roca.

»—Ya ve, milord, en qué hermosura me ha convertido.

»—Lo siento —contesté al cabo de unos instantes—. Mi intención era matarle.

»El pacha se echó a reír; se atragantó mientras la sangre espumosa le brotaba de los labios. La escupió, y algunas gotas le cayeron por la barbilla.

»—Usted quería vengarse —dijo finalmente el pacha—. Bien, pues vea lo que ha logrado: un horror mucho peor que la muerte.

»Se hizo un largo silencio.

»—Se lo repito —dije finalmente—, lo siento. No era ésa mi intención.

»—¡Qué dolor! —El pacha clavó en mí la mirada—. ¡Qué dolor, cuando me atravesó el corazón con la punta de la espada! ¡Qué dolor, milord!

»—Parecía usted muerto. Cuando le dejé allí, en el desfiladero, parecía muerto.

»—Y casi lo estaba, milord. —Hizo una pausa—. Pero yo era más grande de lo que usted imaginaba.

»Fruncí el entrecejo.

»—¿Cómo?

»—A los vampiros de categoría superior, como yo, milord… —hizo una pequeña pausa—… como usted y como yo, no se nos puede matar fácilmente.

»Los nudillos se me pusieron blancos de apretar la pistola con fuerza.

»—Entonces, ¿existe una manera de hacerlo?

»El pacha se esforzó por sonreír. El esfuerzo se quedó en una mueca de dolor. Cuando volvió a hablar, no fue para responder a mi pregunta.

»—He yacido durante años, milord, bajo la tierra de la tumba. Mi sangre se ha ido fundiendo y convirtiéndose en lodo, mis dedos tienen gusanos por anillos; todos los seres repugnantes que la tierra es capaz de producir dejaban rastros de baba en mi rostro. Sin embargo, no podía moverme, debido al peso de la tierra sobre mis miembros, tierra que se interponía entre la curativa luz de la luna, que hubiera podido reconstituirme con su sangre, y todos esos seres vivientes y yo. Oh, sí, milord, la herida que me infligió resultó muy dolorosa. Me costó mucho tiempo recuperar las fuerzas necesarias para poder liberarme del abrazo de la tumba. Incluso ahora, usted mismo puede ver —se señaló a sí mismo con un gesto— cuánto camino me queda todavía por recorrer. —Se apretó el corazón. La sangre, en blandas burbujas, le rezumó por la mano—. La herida que me hizo todavía mana, milord.

»Me quedé helado. Me dio la impresión de que la pistola se me derretía en la mano.

»—Entonces, ¿se está recuperando? —le pregunté.

»El pacha inclinó ligeramente la cabeza.

»—Lo haré con el tiempo. —Sonrió—. A menos… queda lo que usted ha mencionado… —Se le apagó la voz. Seguí sin moverme. El pacha se esforzó por cogerme una mano. Se lo permití. Me incliné y me arrodillé junto a su cabeza. La giró para poder mirarme a los ojos—. Continúa usted siendo muy hermoso después de todos estos años. —Los labios se le retorcieron en una mueca—. Pero le encuentro más viejo. ¿Qué no daría usted por tener su encanto anterior?

»—Menos que por recuperar mi mortalidad.

»El pacha sonrió de nuevo. Le habría golpeado entonces de no haber sido por el dolor de la tristeza que se reflejaba en sus ojos.

»—Lo siento —susurró—, pero eso no es posible.

»—¿Por qué? —Le pregunté, presa de un súbito arrebato de rabia—. ¿Por qué yo? ¿Por qué me eligió precisamente a mí para ejercer su… su…?

»—Amor.

»—Para ejercer su maldición.

»Volvió a sonreír. De nuevo vi que la tristeza se reflejaba en sus ojos.

»—Porque, milord… —El pacha levantó una mano para acariciarme la mejilla. El esfuerzo hizo que todo su cuerpo temblase. Sentí un dedo ensangrentado y en carne viva sobre mi carne—. Porque, milord… —Tragó saliva e inesperadamente el rostro pareció iluminársele con el deseo y la esperanza—. Porque vi en usted la grandeza. —Se atragantó violentamente, pero ni siquiera el dolor consiguió apagar aquella repentina y desesperada pasión—. Cuando nos vimos por primera vez, ya entonces comprendí en qué podría convertirse. Y no me equivoqué, ya es usted una criatura más poderosa que yo: el más grande, seguramente, de toda nuestra estirpe. Mi espera ha terminado. Ahora tengo un heredero para que lleve la carga y continúe la búsqueda. Y allí donde yo he fracasado, milord, usted tendrá éxito.

»Dejó caer el brazo. Todo el cuerpo volvió a temblarle a causa del doloroso esfuerzo de su discurso. Lo miré, atónito.

»—¿Búsqueda? —le pregunté—. ¿Qué búsqueda?

»—Ha hablado usted de una maldición. En efecto. Tiene razón. Estamos malditos. Nuestra necesidad, nuestra sed de sangre, eso es lo que nos hace abominables, aborrecidos y temidos. No obstante, milord, creo… —tragó saliva—… creo que tenemos cierta grandeza… Ojalá… ojalá…

»Volvió a atragantarse y la sangre le salpicó la barba.

»Miré las manchas de color carmesí, y asentí.

»—Ojalá —dije en un susurro para completar sus palabras— no tuviéramos esta sed. —Recordé a Shelley. Cerré los ojos—. Sin la sed, ¿qué no podríamos lograr?

»Sentí que el pacha me oprimía la mano.

»—Me dice Lovelace que Ahasver ha ido a verle.

»—Sí. —Miré al pacha con súbita extrañeza—. ¿Ha oído usted hablar de él?

»—Ha tenido muchos nombres. El judío Errante… el hombre que se burló de Cristo camino del Calvario y fue sentenciado por ese crimen a padecer inquietud eterna. Pero Ahasver ya era antiguo cuando mataron a Jesús. Toda su especie es antigua y eterna.

»—¿Su especie?

»—Los inmortales, milord. No como nosotros, no los vampiros… verdaderos inmortales.

»—¿Y qué es —le pregunté— la verdadera inmortalidad?

»Al pacha se le tornaron los ojos ardientes y brillantes.

»—La libertad, milord, de la necesidad de beber sangre.

»—¿Existe?

»El pacha sonrió débilmente.

»—Debemos creerlo así.

»—Entonces, ¿usted nunca ha conocido a esos inmortales?

»—No como lo ha hecho usted.

»Fruncí el entrecejo.

»—En ese caso, ¿cómo puede estar seguro de que existen verdaderamente?

»—Hay pruebas. Débiles, a menudo dudosas, pero, no obstante, pruebas de algo. Durante mil doscientos años, milord, los he estado buscando. Y debemos creer. Tenemos que hacerlo. Porque, ¿qué otra elección o esperanza nos queda?

»Recordé a Ahasver, cómo había venido a mí y lo extraño que era lo que me había revelado. Y recordé más cosas. Hice un movimiento con la cabeza y me puse en pie.

»—Él me dijo que no había esperanza para nosotros, que no había escapatoria.

»—Mintió.

»—¿Cómo puede usted saberlo?

»—Porque necesariamente tuvo que mentir. —El pacha se esforzó por incorporarse—. ¿No lo comprende? —me preguntó con una pasión febril—. Sin embargo, existe un modo de alcanzar la inmortalidad. La verdadera inmortalidad. ¿Cree que yo habría estado investigando durante todos estos años si no hubiera existido alguna esperanza? Sí que existe, milord. Es posible que exista una posibilidad de acabar con la peregrinación a la que se ve usted condenado.

»—Y si existe para mí, ¿por qué no existe para usted?

»El pacha sonrió con los ojos ardiendo de fiebre.

»—¿Para mí? —preguntó—. Para mí también existe la posibilidad de acabar con mi peregrinación. —Me cogió de un brazo. Tiró de mí hacia él para que me agachase de nuevo—. Estoy cansado —me dijo en voz baja—. He tenido que cargar con las esperanzas de nuestra especie durante demasiado tiempo. —Me apretó más el brazo—. Lleve usted la carga, milord. He esperado durante siglos a alguien como usted. Haga lo que le pido… libéreme. Deme paz.

»Con cautela, le acaricié la frente.

»—Así que es cierto —murmuré—. ¿Puedo darle muerte, después de todo?

»—Sí, milord. He sido poderoso, un rey entre los Reyes de los Muertos. La extinción de los vampiros como usted y como yo es difícil; durante mucho tiempo la creí imposible. Pero no es solo acerca de la vida que he estado investigando durante estos largos siglos. También la muerte tiene sus secretos. En bibliotecas, en las ruinas de las ciudades antiguas, en templos secretos y tumbas olvidadas, he estado buscando sin parar.

»Lo miré fijamente.

»—Dígame, pues —le pregunté lentamente—. ¿Qué ha descubierto?

»El pacha sonrió.

»—Que existe un modo.

»—¿Cómo?

»—Tiene que ser usted, milord. Usted y nadie más.

»—¿Yo?

»—Solo puede ser un vampiro que yo haya creado. Solo mi creación. —El pacha me indicó con un gesto que me aproximase a él. Acerqué mi oído a sus labios—. Para acabar con ello —me dijo en un susurro—, para liberarme…

—¡No! —Rebecca casi gritó la palabra. Lentamente, lord Byron entornó los ojos—. No lo diga. Por favor. Se lo ruego.

Una sonrisa cruel arrugó los labios de lord Byron.

—¿Por qué no quiere saberlo? —preguntó.

—Porque… —Rebecca movió los brazos y se le fue apagando la voz—. ¿No lo ve? —Se derrumbó hacia atrás en el sillón—. Saberlo puede ser peligroso.

—Sí, así es —asintió lord Byron con expresión irónica—. Ciertamente. Y sin embargo, ¿no le parece que es un absoluto abandono renunciar a nuestro derecho a pensar? ¿No ser osado, no investigar, sino estancarse y pudrirse?

Rebecca tragó saliva. Oscuros temores y esperanzas se mezclaban en su mente. Se dio cuenta de que tenía la garganta seca a causa de la duda.

—¿Lo hizo usted? —Le preguntó Rebecca al cabo de unos instantes—. ¿Hizo lo que él le pedía?

Durante largo rato lord Byron no contestó.

—Le prometí que lo haría —dijo finalmente—. El pacha me dio las gracias, sencillamente, con cortesía. Luego sonrió.

»—Como pago —me explicó—, he guardado una cosa para usted.

»Me habló de su herencia. Papeles, manuscritos, el resultado de un milenio de trabajo. Todo ello estaba esperándome, sellado, en Aheron.

—¿En Aheron? ¿En el castillo del pacha? —Lord Byron asintió—. ¿Por qué allí? ¿Por qué no los había llevado consigo para dárselos?

—Yo le hice la misma pregunta, desde luego.

—¿Y?

—No quiso contestarme.

—¿Por qué?

Lord Byron hizo una pausa. Miró de nuevo hacia las sombras que se extendían detrás del sillón de Rebecca.

—Me preguntó —dijo por fin— si me acordaba de la cripta subterránea dedicada a los muertos. Claro que me acordaba de ella, naturalmente.

»—Allí —me dijo el pacha— encontrará usted mi regalo de despedida. El resto del castillo ha ardido hasta quedar destruido por completo. Pero la cripta no puede ser destruida nunca. Vaya, milord. Busque lo que le he dejado. —De nuevo le pregunté por qué no había llevado consigo aquellos papeles. Y de nuevo el pacha sonrió e hizo un gesto de negación con la cabeza. Me cogió la mano—. Prométamelo —me pidió en voz baja. Asentí con la cabeza. Sonrió de nuevo y luego giró el rostro hacia la pared de la cueva. Durante largo rato permaneció en silencio, tumbado. Luego volvió la cabeza y me miró—. Estoy preparado.

»—Aún no es demasiado tarde —le dije—. Puede curarse. Puede continuar la búsqueda, conmigo a su lado.

»Pero el pacha negó con la cabeza.

»—Ya lo he decidido —me indicó. Volvió a coger mi mano y se la colocó sobre el desnudo corazón—. Estoy preparado —volvió a susurrarme al oído.

Lord Byron hizo una pausa. Sonrió a Rebecca.

—Lo maté —dijo. Se inclinó hacia adelante—. ¿Quiere saber cómo? —Rebecca no contestó—. El secreto. El mortífero, mortal secreto. —Lord Byron se echó a reír. A Rebecca le dio la impresión, sentada inmóvil en aquel sillón, de que lord Byron no le estaba contando aquello a ella—. Le abrí el cráneo. Le destrocé el pecho. Y luego… —Hizo una pausa. Rebecca escuchó con atención. Estaba segura de haber oído un ruido, un ruido semejante al que hace alguien al escribir y que ya había oído anteriormente procedente de la oscuridad que reinaba detrás de su sillón. Intentó levantarse, pero lord Byron tenía los ojos clavados en ella, que notó que los miembros se le habían vuelto de plomo. Se quedó donde estaba. La habitación volvió a quedar en silencio. No se oía más sonido que el latir de la sangre de Rebecca—. Me comí su corazón y su cerebro. Fue todo muy sencillo. —De nuevo lord Byron estaba mirando más allá del sillón de Rebecca—. El pacha murió sin emitir ni un gemido. El revoltijo en que yo había convertido su cabeza era repugnante, pero tenía en el rostro, debajo de la sangre, una expresión de placidez. Llamé a Lovelace. Lo encontré junto a la entrada de la cueva. Se quedó mirándome, atónito. Luego sonrió y extendió una mano para acariciarme la cara.

»—Oh, Byron —dijo—, me alegro. Vuelve usted a ser un hombre hermoso.

»Fruncí el entrecejo.

»—¿A qué se refiere? —le pregunté.

»—A que vuelve usted a ser hermoso. Tan bello y joven como era antes.

»Me toqué las mejillas.

»—No. —Me las noté lisas y sin arrugas—. No —repetí—, no puede ser.

»Lovelace sonrió.

»—Pues así es. Parece usted tan encantador como la primera vez que lo vi. Tan encantador como cuando fue convertido en vampiro.

»—Pero… —Sonreí a mi vez al ver la sonrisa de Lovelace, y luego me eché a reír con súbito éxtasis—. No lo comprendo… ¿Cómo? —Volví a reírme—. ¿Cómo?

»Me atraganté, lleno de incredulidad. Luego, de pronto, lo comprendí todo. Miré hacia la cueva, hacia el cadáver destrozado del pacha.

»Por primera vez Lovelace vio lo que yo había hecho. Se acercó al cuerpo del pacha. Lo miró, espantado.

»—¿Está muerto? —me preguntó—. ¿Está verdaderamente muerto por fin? —Asentí. Lovelace se estremeció—. ¿Cómo ha sido?

»Tendí una mano hacia él y le acaricié el cabello.

»—No pregunte —le dije. Lo besé—. Es mejor que no lo sepa.

»Lovelace asintió. Se inclinó al lado del cadáver y lo miró, maravillado.

»—¿Y ahora? —dijo finalmente levantando la mirada hacia mí—. ¿Quemamos su cadáver o lo enterramos?

»—Ninguna de las dos cosas.

»—Byron, él pacha era sabio y poderoso, no puede dejarlo aquí.

»—No pienso hacerlo.

»—Entonces, ¿qué? «Sonreí.

»—Usted se encargará de llevar el cadáver a Missolonghi. Los griegos deben tener un mártir. Y yo… —Eché a andar hacia la boca de la cueva. Las estrellas habían desaparecido, borradas bajo unas nubes negras. Olfateé el aire. Se acercaba una tormenta. Me volví de nuevo hacia Lovelace—. Debo obtener mi libertad. Lord Byron está muerto. Muerto en Missolonghi. Que la noticia se proclame en Grecia y en todo el mundo.

»—¿Quiere de verdad —Lovelace hizo un gesto con el brazo— que tomen esa… cosa… por usted?

»Asentí.

»—¿Cómo?

»Di unos golpecitos en la bolsa de monedas de Lovelace.

»—Nadie mejor que los griegos, que le son tan queridos, para aceptar un soborno.

»Lovelace sonrió lentamente. Me hizo una inclinación de cabeza.

»—Muy bien —dijo—. Si eso es lo que desea…

»—Lo es.

»Me acerqué a él y lo besé; luego salí de la cueva y desaté mi caballo. Lovelace me estaba observando.

»—¿Y usted qué va a hacer? —me preguntó.

»Me eché a reír mientras me subía al caballo.

»—Tengo una búsqueda que realizar —le dije.

»Lovelace enarcó las cejas.

»—¿Una búsqueda?

»—Una última voluntad, si lo prefiere. —Espoleé mi caballo y comencé a alejarme—. Adiós, Lovelace. Espero oír los cañones griegos anunciando mi muerte.

»Lovelace se quitó el sombrero e hizo una extravagante reverencia. Le dije adiós con la mano, hice dar la vuelta a mi caballo y empecé a galopar colina abajo. Pronto la cueva quedó oculta tras las rocas y las arboledas.

»Estalló una terrible tormenta cuando recorría el camino de Yanina. Me detuve y me refugié en una taberna. Los griegos que se encontraban en ella me dijeron que nunca habían oído truenos semejantes.

»—Eso significa que ha fallecido un gran hombre —coincidieron en afirmar todos.

»—¿Quién podrá ser? —les pregunté.

»Uno de ellos, un bandido, supuse, a juzgar por las pistolas que llevaba al cinto, se santiguó.

»—Quiera Dios que no sea el Lordos Byronos —dijo.

»Sus compañeros movieron la cabeza para indicar que estaban de acuerdo. Sonreí. Allá, en Missolonghi, los soldados estarían gimiendo y llorando por las calles.

»Esperé a que escampase la tormenta. Cabalgué toda la noche y durante el día. Era ya la hora del crepúsculo cuando llegué a la carretera de Aheron. Encontré a un campesino junto al puente. Se puso a gritar cuando lo subí a mi caballo.

»—¡El vardoulacha! ¡El vardoulacha ha vuelto!

»Le corté la garganta, le bebí la sangre y arrojé el cuerpo al río que, a gran distancia, pasaba por debajo del lugar donde me encontraba. La luna brillaba con fuerza en el cielo. Espoleé mi caballo a través de desfiladeros y barrancos.

»El arco dedicado al Señor de la Muerte se alzaba en el mismo lugar de siempre. Pasé por debajo, crucé el precipicio y luego rodeé el promontorio y me dirigí a la aldea y al castillo del pacha, situados en la cresta de la montaña. Antes, el castillo se había alzado, tenebroso, recortándose contra el cielo; pero ahora, cuando lo miré, parecía que se hubiese fundido. Cabalgué por la aldea. No quedaba nada de ella, excepto algunos extraños montones de escombros y hierbas, y cuando pasé por lo que habían sido las murallas del castillo vi que también parecían haber sido tragadas por las rocas, hasta el punto que nadie podía siquiera imaginar que alguna vez hubieran estado allí. Pero fue cuando llegué a la cima, donde se había alzado el castillo, cuando me quedé inmóvil y atónito. Extrañas y retorcidas piedras brillaban en las tinieblas azul oscuro de la noche, como si hubieran sido moldeadas, igual que la arena, por regueros de lluvia. Desmonté lentamente. Del poderoso edificio que allí se había levantado en otro tiempo apenas quedaba nada reconocible. Los cipreses y la hiedra, los hierbajos y los alhelíes crecían sobre las piedras formando todos juntos una especie de alfombra. Nada más sobrevivía allí. Todo el lugar estaba destruido y derrumbado. Me pregunté si habría sido yo quien lo había destruido, si habría sido yo quien había traído la maldición sobre aquel lugar al atravesar con mi espada el corazón de su señor.

»Busqué el gran salón. No quedaba ni rastro de los pilares ni de las escalinatas, solo se veían rocas retorcidas por todas partes, lo que hizo que experimentara una creciente sensación de desesperanza. Entonces, cuando estaba al borde de la desesperación, reconocí un fragmento de piedra oculto detrás de unos hierbajos. Todo estaba medio borrado, y a duras penas conseguí distinguir el dibujo de un enrejado. Recordé que procedía del templete, el templete que conducía al templo de los muertos. Me abrí paso entre las hierbas. Ante mí se abría una tremenda oscuridad. Miré hacia allí. Había escaleras que se adentraban en la tierra. La entrada había quedado oculta casi por completo. Aparté los hierbajos. Empecé mi descenso al mundo subterráneo.

»Bajé, bajé y bajé. La oscuridad empezó a iluminarse por algunas llamas rojas. A medida que se fueron haciendo más potentes, reconocí los frescos pintados en los muros, los mismos que había visto en mi descenso años atrás. Me detuve a la entrada. Vi el altar y el abismo de fuego, que no habían cambiado. Respiré el aire enrarecido. Y entonces me puse tenso. Me eché la capa hacia atrás. Delante de mí había un vampiro, podía oler su sangre. ¿Qué hacía allí una criatura semejante? Me infundí ánimo. Con cautela, entré en el santuario.

»Una figura envuelta en una capa negra se alzaba al contraluz de las llamas. Me daba la espalda. Lentamente, se dio la vuelta. Levantó la capucha que le cubría el rostro.

»—Así que lo ha matado —me dijo Haidée.

»Durante lo que pareció una eternidad, no respondí. Me quedé mirándola fijamente a la cara. Estaba arrugada y seca, envejecida antes de tiempo. Solo los ojos conservaban parte de la frescura que yo recordaba. Pero era ella. Era ella. Di un paso adelante. Le tendí los brazos. Me eché a reír de alivio, de gozo y de amor. Pero Haidée, sin dejar de mirarme, retrocedió.

»—Haidée. —Ella se dio la vuelta—. Por favor —le dije en un susurro. No me contestó. Hice una pausa—. Por favor —volví a decir—. Déjame que te abrace. Creía que estabas muerta.

»—¿Y no lo estoy? —me preguntó en un susurro.

»Hice un movimiento negativo con la cabeza.

»—Somos lo que somos.

»—¿Es así? —Preguntó ella girándose para mirarme de nuevo—. Oh, Byron —murmuró—, Byron. —Vi que las lágrimas empezaban a asomarle a los ojos. Nunca había visto llorar a un vampiro. Tendí las manos hacia ella y esta vez me permitió que la tomase en mis brazos. Empezó a llorar y a besarme, apretando al hacerlo aquellos labios resecos casi con desesperación; siguió llorando y luego empezó a golpearme con los puños—. Byron, Byron, cayó, cayó usted, le dejó ganar, Byron.

»El cuerpo le temblaba a causa del enojo y del llanto, y entonces volvió a besarme con más vehemencia que antes y me abrazó como si no fuera a soltarme nunca. Su cuerpo aún se estremecía mientras se apretaba contra el mío.

»Le acaricié el cabello, ahora surcado de gris.

»—¿Cómo has sabido que vendría —le pregunté— y me has esperado aquí?

»Haidée parpadeó para apartar las lágrimas.

»—Él me había contado lo que pensaba hacer.

»—¿Que si yo accedía… me enviaría aquí?

»Haidée asintió.

»—¿Está muerto? ¿De verdad está muerto?

»—Sí.

»Haidée me miró a los ojos.

»—Claro que lo está —me dijo en voz baja—. Es usted joven y hermoso otra vez.

»—¿Y tú? —le pregunté—. ¿A ti también te concedió el Don? —Haidée asintió—. Entonces podías haber hecho lo que he hecho yo. Tú podrías haber…

»—¿Recuperado mi belleza? —Se echó a reír amargamente—. ¿Mi juventud? —No contesté, pero incliné la cabeza. Haidée apartó los brazos de mí—. Intento no beber nunca sangre humana —dijo. Fruncí el entrecejo con incredulidad. Haidée me sonrió. Abrió la capa. Tenía el cuerpo marchito y arrugado, el cuerpo de una vieja, con un toque de negro—. A veces —continuó diciendo— bebo de algún lagarto, de algunos reptiles… En una ocasión bebí de un turco que intentó violarme. Pero, por lo demás…

»La miré fijamente, espantado.

»—Haidée…

»—¡No! —Se puso a gritar de repente—. ¡No! ¡Yo no soy una vardoulacha! ¡No lo soy! —Se estremeció y se apretó el cuerpo con las manos, como si quisiera arrancarse aquella carne de vampiro. Estaba temblando, y cuando intenté tocarla de nuevo, me golpeó—. No, no, no…

»Se le fue apagando la voz, pero ya las lágrimas no le asomaban a los ojos ardientes. Se apretó a sí misma con las manos mientras me miraba fijamente.

»—El pacha… —le dije en un susurro—. Era un asesino, y era turco.

»Haidée se echó a reír, un sonido terrible y angustioso.

»—¿No se dio usted cuenta? —me preguntó.

»—¿De qué?

»—De que era mi padre. —Me miró enloquecida—. ¡Mi padre! Carne de mi carne… sangre de mi sangre. —Empezó a temblar otra vez y retrocedió apartándose aún más de mí, de manera que la cabeza le quedaba enmarcada por la pared de fuego—. No podía —me dijo en voz baja—, no podía, fuera lo que fuese lo que él hubiera hecho. ¡No podía, no podía! ¿No se da cuenta? No querría usted que bebiera la sangre de mi propio padre. La del hombre que me había dado la vida. —Se echó a reír—. Pero, claro, olvidaba que usted es la criatura que ha matado a su propia hija.

»La miré, horrorizado.

»—No lo sabía —dije al cabo de unos instantes.

»—Oh, sí. —Haidée se alisó el pelo hacia atrás con las manos—. Él fue quien me engendró. Parece ser que eso era algo que siempre había hecho: engendrar hijos en sus campesinas, a las que utilizaba como yeguas de cría en la aldea. Pero yo era diferente. Por alguna razón, conseguí conmover su corazón. Puede que a su manera, quizá, incluso me quisiera. Y por eso me permitió vivir. Bebía de mí, desde luego, pero me permitió vivir. Yo era su hija. Su amada hija. —Me sonrió—. Él había pensado entregarme a usted desde el momento en que le conoció. ¿No es divertido? ¿No es sorprendente? Usted había de ser su heredero y yo la esposa vampiro de Byron. No es de extrañar que se disgustase cuando huimos de él.

»Tragué saliva.

»—¿Él te contó todo eso?

»—Sí. Antes de… —La voz se le apagó. Se abrazó a sí misma con fuerza y se balanceó adelante y atrás—. Antes de hacer de mí un monstruo.

»Miré sus ardientes ojos de vampiro.

»—Pero, después de eso… —le pregunté. Moví la cabeza de un lado a otro con apasionada incredulidad—. Después, ¿nunca intentaste seguirme?

»—Oh, por supuesto que sí.

»Sus palabras estaban llenas de frialdad. Se asentaron en la boca de mi estómago como si fueran hielo.

»—No te vi.

»—¿No?

»—No.

»—Entonces quizá fuese porque yo no podía soportar que me viera. —Me dio la espalda sin dejar de mirar fijamente hacia las llamas. Durante mucho rato pareció observar los dibujos que formaba el fuego. Se volvió otra vez hacia mí—. Piénselo —me dijo con súbita pasión—. ¿Está seguro? ¡Piense, Byron, piense!

»—¿Eras tú la figura de Missolonghi?

»—Sí, desde luego, también estuve en Missolonghi. —Haidée se echó a reír—. ¿Cómo iba a poder resistirme a captar aunque solo fuera un atisbo de usted? Después de tanto tiempo… oír su nombre, el Mesías venido del oeste, en labios de todos. Yo esperaba que quizá una pequeña parte de los motivos por los que usted había venido… —Hizo una pausa—. ¿Se acordaba de mí? —La miré a los ojos. No tuve necesidad de contestarle—. Byron —me cogió las manos y me las apretó con fuerza—, era usted muy atractivo. Incluso envejecido, incluso endurecido mientras cabalgaba por las marismas.

»Recordé a Haidée apuntándome con el dedo y las palabras que gritó.

»—¿Por qué querías que yo muriera? —le pregunté.

»—Porque todavía le amo —dijo. La besé. Ella me sonrió tristemente—. Porque yo soy vieja y fea, y usted… usted, Byron, también es un vardoulacha, usted, que en otro tiempo fue tan valiente y tan bueno. —Hizo una pausa. Inclinó la cabeza y luego me miró otra vez—. Pero… como le he dicho, ésa no fue la primera vez que fui tras de usted.

»La miré fijamente.

»—¿Cuándo fue la primera vez? —le pregunté. Ella bajó la cabeza—. Dime, Haidée, ¿cuándo?

»Me miró de nuevo a los ojos.

»—En Atenas —repuso en voz baja.

»—Entonces, eso fue inmediatamente después de que…

»—Sí… un año después. Le seguí. Le estuve observando mientras mataba. Me sentí destrozada. Pero es posible que me hubiera mostrado a usted de no ser…

»Hizo una pausa.

»—¿De no ser por qué? —Me sonrió y de pronto lo comprendí. Recordé la calle, la mujer que sostenía el bebé en brazos, el aroma de la sangre dorada—. Eras tú —susurré—. El niño que llevabas en brazos era nuestro: tuyo y mío. —Haidée no contestó—. Dime —le pedí—, dime que tengo razón.

»—Así que lo recuerda —me dijo Haidée finalmente.

»Dio un paso hacia mí, alejándose de las llamas. La estreché en mis brazos. Miré el fuego por encima de su hombro.

»—Un hijo —susurré—, fruto de aquella última hora.

»Un hilo, aunque delicado, que se había tejido a partir de nuestro último acto de amor. Un recuerdo que se conservaba en forma humana y que estaba marcado con la impronta de lo que habíamos sido. Un eslabón, un último eslabón con todo lo que habíamos perdido. Un hijo.

Lord Byron movió la cabeza a ambos lados. Miró fijamente a Rebecca y sonrió.

—Era un varón. Haidée lo había enviado lejos de ella. No había podido soportar el aroma que emanaba de la criatura. También yo, por supuesto, era peligroso para él. Lo habían internado en un colegio de Nafplio. No podía ir allí a verlo con mis propios ojos, naturalmente, pero cuando Haidée y yo nos fuimos juntos de Aheron dejamos instrucciones para nuestro hijo. Hice que lo sacaran de Nafplio y lo enviaran a Londres. Allí se educó como un inglés. Al final, con el tiempo, incluso adoptó un apellido inglés. —Volvió a sonreír—. ¿Adivina cuál era ese apellido?

Rebecca asintió.

—Desde luego —respondió sombríamente—. Era Ruthven. —Permaneció sentada, inmóvil. Había oído otra vez el ruido procedente de la oscuridad. Sostuvo la mirada de lord Byron. Se humedeció los labios—. ¿Y usted? —preguntó—. ¿Permaneció alejado de Inglaterra y de su hijo?

—De Inglaterra, sí… la mayor parte del tiempo. Tenía los manuscritos del pacha. Junto con Haidée, continué la búsqueda a través de continentes y mundos ocultos. Pero Haidée se iba haciendo vieja con mucha rapidez, demasiado vieja para caminar, demasiado vieja para dejarse ver.

Rebecca asintió con espanto. Había comprendido.

—Entonces… ¿Haidée es la… cosa… que vi en la cripta?

—Sí. Ella aún no ha bebido. Permanece allá abajo, en aquel lugar de los muertos. El cuerpo del pacha también se encuentra cerca de ella, bajo la lápida que hay en la iglesia. Durante dos largos siglos han estado pudriéndose juntos: el pacha, muerto; Haidée, todavía con vida, esperando en vano el final de mi búsqueda.

—¿De manera que todavía no ha encontrado lo que busca? —dijo Rebecca tragando saliva.

Lord Byron sonrió lúgubremente.

—Ya ve que no.

Rebecca se retorció un rizo de su cabello castaño.

—¿Cree que lo logrará alguna vez? —Se atrevió a preguntar por fin.

Lord Byron levantó una ceja.

—Quizá.

—Creo que lo conseguirá.

—Gracias. —Lord Byron inclinó la cabeza—. ¿Puedo preguntarle por qué?

—Porque sigue usted existiendo. Podría ponerle fin, pero no lo hace. Como prometió el pacha, al fin y al cabo debe de haber esperanza.

Lord Byron sonrió.

—Quizá tenga usted razón —dijo—. Pero si yo muriera, habría de ser a manos de Polidori, y eso no podría soportarlo. —Se le oscureció la frente—. No, no quiero ser destruido por un enemigo. Por alguien que ha matado todo lo que yo amé. —Miró fijamente a Rebecca—. Comprenda que su presencia aquí se debe únicamente al odio de ese hombre. Cada generación de los Ruthven me la ha enviado él. Me temo que usted, Rebecca, no es la primera, sino solo una más de una larga lista.

Rebecca lo miró fijamente con una mezcla de piedad y de hielo en sus ojos. Ahora comprendía que estaba condenada. Su destino, al fin, ya había sido sellado.

—Entonces —preguntó con voz firme—, ¿Polidori no sabe que usted puede ser destruido?

Lord Byron sonrió débilmente.

—No. No lo sabe.

Rebecca tragó saliva.

—En cambio, ahora yo sí lo sé.

Él sonrió de nuevo.

—Ciertamente. —Rebecca se levantó. Lentamente, lord Byron hizo lo propio. Rebecca se puso tensa, pero él pasó por su lado sin dejar de mirarla y se adentró en las sombras. El sonido de algo que arañaba en la oscuridad se hizo más insistente. Rebecca escudriñó las tinieblas, pero no pudo distinguir nada. Sin embargo, lord Byron la estaba observando. El pálido rostro del vampiro brillaba como una llama de luz—. Lo siento —dijo éste.

—Por favor… —Lentamente, lord Byron hizo un movimiento negativo con la cabeza—. Por favor… —Rebecca empezó a retroceder hacia la puerta—. ¿Por qué me ha contado todo esto si de todos modos iba a acabar matándome?

—Para que pueda comprender de qué servirá su muerte. Para que pueda resultar más fácil. —Hizo una pausa y miró hacia las sombras—. Más fácil para ambas.

—¿Ambas?

De nuevo volvió a oírse aquel sonido parecido al que hace alguien al escribir. Rebecca miró enloquecida hacia la oscuridad.

—No hay otro camino —dijo lord Byron en un susurro—. Debe hacerse.

Pero ya no estaba hablando con Rebecca. Estaba mirando a una forma envuelta en las sombras que se encontraba agachada a sus pies. Con brazo tembloroso acarició la cabeza de aquel ser. Muy despacio, éste comenzó a cruzar la estancia y se situó a la luz de las velas.

Rebecca lo miró fijamente. Gimió. —¡No, no! —Se apretó los ojos con los dedos—. Y sin embargo, Rebecca, en otro tiempo ella se parecía mucho a usted. —Lord Byron la miró fijamente, con una mezcla de lástima y de deseo. Muy despacio, avanzó hacia ella—. ¿Se atreve a mirarla a la cara de nuevo? ¿No? No obstante, ya le he dicho que ella tenía la misma cara, la misma silueta, el mismo encanto que usted. —Rebecca sintió el suave contacto de los labios de lord Byron en los suyos—. Es como si… —Se le apagó la voz.

Rebecca abrió los ojos. Miró a las oscuras profundidades de la mirada de lord Byron. Vio que éste ponía ceño y que la tristeza y la esperanza le cruzaban el rostro.

—Por favor… —susurró Rebecca—. Por favor…

—Es usted su viva imagen, ¿sabe?

—Por favor…

Lord Byron negó con la cabeza.

—Haidée debe tenerla a usted. Debe beber por fin de alguien que posea su misma sangre. Han transcurrido doscientos años, y ahora… ahora está usted aquí, con un rostro igual al que tenía ella. De manera que… —De nuevo besó a Rebecca suavemente en los labios—. Lo siento, lo siento mucho, Rebecca. Pero confío en que quizá ahora sea capaz de comprender. Perdóneme, Rebecca.

Dio un paso hacia atrás. Rebecca, paralizada por completo, miró la suave llama que había en el rostro de lord Byron. Lo vio mirar a la criatura que esperaba retorcida a sus pies. Ella también la miró. De pronto unos ojos rojos, tan brillantes como carbones encendidos, la miraron a los ojos. Rebecca empezó a temblar. Se dio la vuelta. Empujó la puerta. Ésta se abrió, y Rebecca salió tropezando y la cerró de nuevo de golpe.

Echó a correr. Un largo pasillo se extendía delante de ella. No recordaba haber estado allí antes. Estaba mal iluminado, y Rebecca apenas veía por dónde iba. Detrás de ella, la puerta permanecía cerrada. De pronto se quedó inmóvil. Le pareció ver algo que colgaba delante de ella. Se mecía ligeramente y producía un chirrido al hacerlo. Entonces Rebecca oyó el sonido de un líquido que salpicaba el suelo.

Respiró profundamente. Avanzó despacio hacia aquella cosa que colgaba. Era muy pálida, ahora podía verla, y brillaba en la oscuridad. De pronto la sangre se le heló en las venas, porque vio que lo que producía aquel brillo era carne, carne humana, de un cadáver que estaba colgado de un gancho por los talones. De nuevo continuó el goteo. Rebecca miró hacia abajo. Una espesa gota de sangre se estaba formando en la nariz del cadáver. La gota cayó y otra vez la salpicadura cuajó en el suelo. Rebecca vio por qué el cuerpo estaba tan relucientemente blanco. Sin saber lo que hacía, tocó un costado del cadáver. Estaba frío y prácticamente desangrado. Otra vez se oyó la salpicadura. Rebecca se agachó y se sentó en los talones. Miró el rostro del cadáver. Intentó un grito. No le salió ningún sonido. Volvió a mirar el rostro de su madre. Luego se puso en pie, empezó a temblar y echó a correr.

A lo largo del pasillo había más cadáveres colgados de ganchos. A Rebecca no le quedó más remedio que pasar junto a ellos mientras avanzaba dando tumbos; los cadáveres, viscosos, le rozaban la cara mientras intentaba apartarlos. Siguió avanzando más y más, tambaleándose; cada vez más, los cadáveres de los Ruthven seguían bloqueándole el camino. Por fin, Rebecca cayó de rodillas, llorando de miedo, de odio y de asco. Se dio media vuelta, miró la fila de ganchos de carnicero junto a la que había pasado y gimió. A lo lejos, pasillo atrás, más allá del cadáver de su madre, esperaba un reluciente gancho vacío. Rebecca recuperó por fin la voz. Lanzó un grito. El gancho comenzó a balancearse. Rebecca enterró la cara entre las manos; volvió a gritar; esperó, postrada, en el suelo del pasillo.

Por fin se atrevió a levantar de nuevo la mirada. El pasillo estaba vacío. La fila de sus antepasados había desaparecido. Rebecca miró a su alrededor. Nada. Nada de nada.

—¿Dónde está? —Preguntó a gritos—. ¡Byron! ¿Dónde está? ¡Máteme si tiene que hacerlo, pero no haga más trucos como éste! —Apuntó hacia el lugar donde poco antes habían estado los cadáveres y esperó. El pasillo continuó vacío—. ¡Haidée! —Rebecca hizo una pausa—. ¡Haidée! —No obtuvo respuesta. Rebecca se puso en pie. Delante de ella vio una única puerta. Avanzó hacia allí. La abrió. Detrás vio la llama de una vela. Entró. Quedó paralizada. Estaba de pie en la catacumba.

La tumba quedaba justo delante de ella; en la pared del fondo se hallaba la escalera que daba a la iglesia. Rebecca se dirigió hacia ella. Subió los escalones y empujó la puerta. Estaba cerrada. Volvió a empujar. La puerta no se movió. Se sentó en el último escalón y se acurrucó junto a la puerta; se quedó allí esperando. Todo estaba en silencio. La puerta situada detrás de la tumba seguía abierta, pero Rebecca no podía afrontar el hecho de volver a aquel pasillo. Aguardó durante varios minutos. El silencio continuaba. Con cautela, descendió un escalón. Se detuvo. Nada. Bajó los siguientes escalones. Miró por toda la cripta. La fuente burbujeaba ruidosamente, pero el resto estaba en calma. Rebecca miró hacia adelante, a la puerta que había detrás de la tumba. Quizá lo consiguiera. Si echaba a correr y encontraba una puerta que diera a la calle… sí, quizá pudiera lograrlo. En silencio cruzó el suelo de la cripta. Se detuvo junto a la tumba. Se infundió valor a sí misma. Sabía que si había de irse tenía que ser en aquel momento.

Una garra la apresó por la garganta. Rebecca lanzó un chillido, pero el grito fue apagado por una segunda mano, que la sujetó por la boca hasta casi asfixiarla. El polvo le nublaba los ojos; olía a muerte viviente. Rebecca parpadeó. Levantó los ojos hacia aquella cosa de varios siglos de edad que era Haidée. Dos ardientes ojos rojizos; una boca abierta, sin dientes; la cabeza, arrugada como la de un insecto. Rebecca se debatió. La criatura, que parecía tan frágil, tenía sin embargo una fuerza implacable. Rebecca sintió que le apretaba la garganta con tanta energía que creyó que iba a estrangularla. Se atragantó. Vio que la criatura levantaba la otra mano. Tenía unas garras largas como cimitarras. Aquella cosa le pasó un dedo por la garganta.

Rebecca notó que la sangre comenzaba a brotar de la herida. Luego se esforzó por girar la cabeza hacia el otro lado. Aquella cosa estaba bajando los labios hacia su garganta; el hedor del aliento de aquel ser era terrible. Rebecca sintió que una garra le rozaba de nuevo el cuello. Aguardó. Los labios estaban justo encima de la herida. Cerró los ojos. Confiaba en que la muerte, cuando llegase, fuese rápida.

Luego oyó el traqueteo de la respiración de la criatura. Rebecca se puso tensa, pero no sucedió nada. Abrió los ojos. La criatura había levantado los labios de la herida. La estaba mirando fijamente con ojos ardientes. Estaba temblando.

—Hazlo —oyó Rebecca que decía lord Byron. La cosa seguía mirándola fijamente. Rebecca dirigió los ojos más allá de la cabeza de la criatura. Lord Byron se encontraba de pie junto a la tumba. Lentamente, la criatura miró hacia él—. Hazlo —repitió lord Byron. La criatura no contestó. Lord Byron tendió una mano para tocarle el cráneo, desprovisto de pelo—. Haidée —le susurró—, no hay otra salida. Por favor. —La besó—. Por favor. —La criatura siguió en silencio. Rebecca vio que lord Byron la observaba—. La muchacha está al corriente del secreto —dijo él—. Se lo he contado todo. —Aguardó—. Haidée, tú y yo nos habíamos puesto de acuerdo. Ella conoce el secreto. No puedes dejarla marchar.

La criatura temblaba. Aquellos hombros flacos y sin piel se movían arriba y abajo. Lord Byron tendió la mano para consolarla, pero ella lo rechazó. La criatura miró de nuevo a Rebecca a los ojos. Tenía el rostro retorcido, como si estuviera bañado en lágrimas, pero aquellos ojos ardientes seguían tan secos como antes. Muy despacio, la criatura abrió la boca, pero luego movió la cabeza en un gesto negativo. Rebecca notó que le soltaba la garganta.

La criatura intentó levantarse. Se tambaleó. Lord Byron la sostuvo en sus brazos. La abrazó mientras la besaba y la mecía. Llena de incredulidad, Rebecca se puso en pie.

Lord Byron la miró. Tenía el rostro helado a causa del dolor y la desesperación.

—Váyase —le dijo en un susurro. Rebecca no era capaz de moverse—. ¡Váyase!

Rebecca se llevó las manos a los oídos, tan terrible fue aquel grito. Salió corriendo de la cripta. En la escalera se detuvo para mirar hacia atrás. Lord Byron se inclinaba sobre lo que tenía en brazos como un padre sostiene a su hijo. Rebecca se quedó inmovilizada; luego se dio la vuelta y echó a correr dejando atrás la cripta.

En lo alto de la escalera había un pasillo. Comenzó a caminar por él. Llegó a una puerta situada al extremo del mismo; movió la manija y la abrió; respiró aliviada cuando vio la calle. Era la hora del crepúsculo. La puesta de sol veteaba el bochornoso cielo londinense, y Rebecca contempló aquellos colores maravillada y llena de gozo. Durante unos minutos se quedó quieta escuchando el lejano rumor de la ciudad, los sonidos que había creído que no volvería a oír nunca, los sonidos de la vida. Luego dio media vuelta y echó a andar apresuradamente calle abajo. Giró la cabeza y miró hacia atrás solo una vez. La fachada de la casa de lord Byron seguía a oscuras. Las puertas estaban cerradas. No parecía que nadie la siguiera.

Sin embargo, si se hubiera detenido y se hubiera ocultado para cerciorarse de ello, habría visto una figura que salía sigilosa de la oscuridad. Habría visto al hombre emprender el mismo recorrido que ella acababa de seguir. Habría olido, quizá, un característico olor ácido. Pero Rebecca no se detuvo, así que no vio al que la seguía. El tenue olor a ácido que flotaba en el aire pronto se dispersó.