Capítulo III

Lucifer. What are they which dwell

so humbly in their pride, as to sojourn

with worms in clay?

Caín. And what are thou who dwellest

so haughtily in spirit, and cansí range

nature and immortality

—and yet seem’s sorrowful?

Lucifer. I seem that which I am;

and therefore do I ask of thee,

if thou wouldst be immortal?

Lord Byron, Caín

Lucifer. ¿Qué son aquellos que caen

tan bajo en su orgullo, como para residir

con los gusanos en el barro?

Caín. ¿Y qué eres tú que tienes

un espíritu tan elevado que puedes abarcar

naturaleza e inmortalidad… y sin embargo

pareces apenado?

Lucifer. Yo parezco lo que soy;

y por eso te pregunto a ti, si te

gustaría ser inmortal.

Lord Byron, Caín

Durante el tiempo que permanecimos en la ruta de la montaña, nuestros recuerdos, junto con nuestra imaginación, dieron lugar a miedos indescriptibles. Pero llegamos a la carretera de Yanina sin novedad, y de allí en adelante avanzamos a tan buena velocidad que pronto nos sentimos capaces de ridiculizar con auténtico desprecio las supersticiones de las que habíamos fingido burlarnos entre las montañas; incluso yo, que carecía de la fe en el escepticismo que tenía mi compañero, podía hablar del vardoulacha como si ya estuviéramos tomando el té de vuelta en Londres. Sin embargo, la primera vista que tuvimos de Yanina fue suficiente para recordarnos que aún nos encontrábamos lejos de Charing Cross, porque las cúpulas y minaretes, que brillaban entre jardines de limoneros y campos de cipreses, resultaban tan pintorescos —y tan distintos de Londres— como cabía esperar. Ni siquiera la vista de un tronco humano colgando de un árbol por el único brazo que le quedaba consiguió desanimarnos, pues lo que habría podido parecer un gran horror en cualquier aldea remota, ahora, mientras galopábamos hacia las puertas de aquella ciudad oriental, aparecía simplemente como un agradable toque de barbarie, como un poco de alimento romántico para los apuntes de Hobhouse.

—¿Y les dieron una buena acogida?

—¿En Yanina? Sí.

—Debió de ser un alivio.

Lord Byron sonrió débilmente.

—Sí, en realidad sí lo fue. El pacha Alí —creo que ya se lo he dicho antes— tenía fama de ser un hombre feroz, pero, aunque cuando nosotros llegamos se encontraba ausente ocupado en descuartizar a los serbios, había dejado órdenes de que nos recibieran y nos entretuvieran convenientemente. Muy halagador. Nos dieron la bienvenida a las puertas de la ciudad y luego nos condujeron a través de calles estrechas y llenas de gente, con un interminable remolino de colores y ruido, mientras por encima de todo, en nubes que resultaban casi visibles, flotaba el hedor de las especias, del barro y de los orines. Montones de niños nos seguían, señalándonos con el dedo y riéndose, mientras desde los portales de las tiendas, los garitos de hachís y los balcones con celosías donde las mujeres, ocultas tras los velos, se encontraban sentadas, las miradas nos perseguían sin cesar. Fue un alivio volver a sentir por fin la luz del sol y una refrescante brisa en nuestros rostros mientras nos conducían por una carretera situada junto al lago hacia la casa que el pacha Alí había reservado para nosotros. Era una casa abierta y aireada, al estilo turco, que contaba con un amplio recinto al aire libre que llegaba hasta el lago. No todas las habitaciones que rodeaban ese recinto o patio se nos habían destinado a nosotros; dos soldados tártaros montaban guardia junto a una entrada que se encontraba enfrente de la nuestra, y había varios caballos atados en el establo. Pero no se veía a nadie más, y en la quietud de nuestras habitaciones incluso el bullicio de la ciudad que habíamos dejado atrás parecía amortiguado.

»Los dos estuvimos durmiendo. Fue el lejano lamento del muecín al convocar a los fieles a las oraciones de la tarde lo que me despertó. Hobhouse, como el verdadero infiel que era, siguió roncando sin hacer caso, pero yo me levanté y me acerqué al balcón. El lago se había teñido de carmesí, y tras él las montañas que se elevaban bruscamente desde la otra orilla parecían bañadas en sangre. Yanina se extendía invisible detrás de mí, y solo una pequeña barca que cruzaba desde una isla situada en medio del lago me recordó que existía algo llamado hombre. Di media vuelta, empujé a Hobhouse y luego salí al patio.

»La casa y la parte delantera del lago seguían tan silenciosas como antes. Miré a mí alrededor, en busca de algún signo de actividad humana, y vi la barca que tan solo unos minutos antes se encontraba en el centro del lago; ahora estaba amarrada y se balanceaba suavemente a mis pies. Debía de haber cruzado el lago a una velocidad increíble. Vi al hombre que la ocupaba, que estaba sentado en la proa, encorvado, pero cuando lo miré, él no levantó los ojos. Volví a llamarlo y extendí el brazo para agitarlo en el aire. El hombre iba envuelto en unos harapos negros, grasientos y húmedos, y cuando levantó la cabeza distinguí el rostro de un lunático, carne y ojos muertos junto a una boca abierta de par en par. Di un paso atrás y entonces oí a Hobhouse que salía haciendo mucho ruido, así que me di media vuelta y eché a correr por la carretera hacia la casa. Los últimos rayos de sol estaban desapareciendo detrás del tejado del patio. Me detuve y eché un vistazo hacia atrás por encima del hombro para mirar hacia el lago, y entonces, en el preciso momento en que los tonos rojizos del agua reverberaban y morían, vi que allí había alguien más.

Lord Byron hizo una pausa. Se agarraba con fuerza a los lados del sillón, según vio Rebecca. Había cerrado los ojos.

Hubo un largo silencio.

—¿Quién era? —le preguntó Rebecca.

Lord Byron hizo un gesto con la cabeza.

—No lo reconocí. Estaba de pie en el lugar donde yo me encontraba unos minutos antes. Era un hombre alto, con la cabeza afeitada al estilo turco; lucía un bigote blanco con las guías hacia arriba y una barba pulcramente recortada, como los que hubiera podido llevar un árabe. Tenía el rostro delgado y de una palidez fuera de lo común, pero, incluso ensombrecido por la oscuridad, suscitó en mí una mezcla de repugnancia y respeto que encontré difícil de explicar, pues me afectó de forma poderosa e inmediata. La nariz era ganchuda; tenía los labios apretados; la expresión burlona y agresiva, aunque en aquel rostro también había indicios de gran sabiduría y sufrimiento, no indicios permanentes, sino pasajeros, como las sombras de las nubes que cruzan un campo. Los ojos, que en un principio le brillaban como los de una serpiente, de pronto aparecieron profundos e incandescentes, llenos de pensamientos; al mirarlos fijamente tuve la certeza de que aquél era un hombre perteneciente a una clase que yo no había visto nunca antes, un compuesto desequilibrado de espíritu y barro. Le hice una inclinación de cabeza; la figura sonrió, y los labios, al curvarse sensualmente, descubrieron unos resplandecientes dientes blancos; luego contestó con otra inclinación de cabeza. Se echó hacia atrás la capa, que le colgaba alrededor del cuerpo como las túnicas que se llevan en el desierto, y pasó junto a mí en dirección a los centinelas tártaros. Éstos lo saludaron respetuosamente; él no respondió. Lo estuve observando mientras entraba en la casa y desaparecía.

»Al mismo tiempo oímos voces de hombre procedentes de la carretera, y vimos a una delegación que se aproximaba a nosotros. Venía de parte del visir para saludarnos y traernos la halagadora noticia de que, aunque Alí no se encontraba en Yanina, se nos invitaba a reunimos con él en Tapaleen, su ciudad natal, a unos ochenta kilómetros más adelante por la carretera. Hicimos una inclinación de cabeza y expresamos nuestro profundo agradecimiento; intercambiamos cortesías; alabamos las bellezas de Yanina. Luego, una vez agotado nuestro repertorio de cumplidos, pregunté por el hombre que compartía el patio con nosotros, y expliqué que me gustaría presentarle mis respetos. Se hizo un súbito silencio; los miembros de la delegación se miraron unos a otros, y el jefe pareció apurado. El hombre a quien yo había visto, murmuró, era un pacha de las montañas del sur; el jefe de la delegación hizo una pausa y luego añadió, con repentina insistencia, como si la idea acabase de ocurrírsele, que puesto que el pacha solo iba a quedarse allí una noche, quizá fuera mejor no molestarle. Todos los demás mostraron su aprobación asintiendo con la cabeza, y luego nos invadió una súbita inundación de cumplidos y dichos graciosos.

»—Por poco me ahogo —me dijo más tarde Hobhouse—. Han actuado como si tuvieran algo que ocultar.

»Bueno, Hobby siempre había sido un genio en lo que se refiere a olfatear lo evidente. Al día siguiente salimos a cabalgar para poder disfrutar del paisaje, y le pregunté a nuestro guía, un griego fofo y gordo que se llamaba Athanasius, un erudito que el visir nos había asignado como acompañante, qué podría ser lo que nuestros anfitriones habían querido ocultarnos. Athanasius se ruborizó ligeramente al mencionarle al pacha, pero luego recuperó el aplomo y se encogió de hombros.

»—Es el pacha Vakhel el que se aloja enfrente de ustedes —nos explicó—. Supongo que los criados del visir le temerían debido a su fama. No querrían que ocurriese nada desagradable. Si ustedes se quejasen de ellos al pacha Alí, entonces… bueno, desde luego… para ellos eso sería muy malo.

»—Pero ¿de qué cosas desagradables está hablando? —le pregunté—. ¿Qué fama es esa que tiene el pacha Vakhel?

»—Se dice de él que es un mago. Los turcos aseguran que ha vendido su alma a Eblis, el Príncipe de los Infiernos.

»—Ya comprendo. ¿Y eso es cierto?

»Athanasius me miró fugazmente. Noté, con sorpresa, que no había sonreído.

»—Por supuesto que no —murmuró—. El pacha Vakhel es un erudito, un gran sabio, creo yo. Y eso es algo que resulta lo bastante raro entre los musulmanes como para levantar rumores y sospechas. Son todos unos cerdos, nuestros amos y señores, todos ellos son unos cerdos ignorantes, ¿saben? —Athanasius echó una mirada por encima del hombro—. Pero si el pacha Vakhel no es un ignorante, bueno, eso precisamente es lo que lo convierte en peligroso. Solo los turcos y los campesinos podrían creer que es verdaderamente un demonio; de todos modos, es un hombre extraño y el centro de historias extrañas. Yo haría lo que les han aconsejado, milord, y me mantendría alejado de él.

»—Pero Athanasius —le dije—, por lo que nos está diciendo es alguien a quien no deberíamos dejar de conocer.

»—Pues eso es precisamente lo que lo convierte en un hombre peligroso.

»—¿Usted lo conoce personalmente?

»Athanasius asintió con la cabeza. Entonces le pedí que me lo contara.

»—Yo tengo una biblioteca —me explicó—, y él deseaba consultar cierto manuscrito.

»—¿Sobre qué tema?

»—Creo recordar —repuso Athanasius con una voz débil que resultaba extraña para una persona con tantas carnes— que era un tratado sobre el Aheron y el papel que había tenido en la mitología antigua como río de la muerte.

»—Comprendo. —Aquella coincidencia bastó para que yo hiciera una pausa—. ¿Y qué interés tenía él en el río Aheron? ¿No se acuerda usted de eso? —Athanasius no contestó. Observé su rostro atentamente. Se le había puesto cerúleo y pálido—. ¿Se encuentra bien? —le pregunté.

»—Sí, sí. —Athanasius sacudió las riendas y siguió adelante a medio galope. Me reuní con él y continuamos cabalgando uno al lado del otro, pero no le presioné más, y él permaneció nervioso y reservado. De pronto se volvió hacia mí—. Milord —me dijo en un susurro, como si fuera a confiarme un secreto—, si quiere usted saberlo le diré que el pacha Vakhel es quien gobierna en todas las montañas que rodean Aheron. Su castillo está construido sobre un precipicio por encima del río. Es eso, estoy seguro, lo que explica el interés que tiene por el pasado de dicho río, pero, por favor, no me pregunte nada más acerca de ese tema.

»—No, por supuesto que no lo haré —le contesté. Ya me había acostumbrado a la cobardía de los griegos. Luego me acordé de Nikos. Él sí que se había comportado como un valiente. También esperaba huir de un señor turco. ¿Sería el pacha Vakhel el señor del que confiaba escapar? Si así era, entonces empezaba a temer por el muchacho. Aquella noche en la posada, asentí para mí mismo, sí, Nikos se había mostrado salvaje y hermoso; merecía ser un hombre libre—. ¿Sabe qué hace el pacha Vakhel aquí en Yanina? —le pregunté como sin darle importancia.

»Athanasius me miró fijamente. Empezó a temblar.

»—No, no lo sé —susurró; y luego espoleó el caballo y se adelantó. Le dejé cabalgar por delante durante un rato.

Cuando me reuní con él, ninguno de los dos volvió a mencionar al pacha Vakhel.

«Pasamos el día entre las ruinas de un antiguo santuario. Hobhouse empujaba las piedras y tomaba innumerables apuntes; yo me senté a la sombra de una columna caída y me puse a componer poesía. La belleza del cielo y las montañas y los dolorosos recuerdos de la decadencia que nos rodeaba resultaban agradablemente profundos; yo garabateaba, dormitaba y seguía el curso de mis pensamientos. A medida que el día oscurecía y se adentraba en los colores púrpuras del atardecer, cada vez me resultaba más difícil saber si me encontraba despierto o dormido; todo a mi alrededor empezó a volverse imposiblemente enérgico, se notaba el latido de la existencia en las flores, en los árboles, en la hierba, incluso en la propia tierra, las rocas y el suelo, que se me antojaban como carne y hueso, algo parecido a mí mismo. Una liebre estaba sentada allí cerca y me miraba fijamente; yo podía notar el pulso de su corazón en mis oídos y sentía el calor de su sangre. Su vida tenía un olor rico y hermoso. Echó a correr, y el bombeo de su sangre al pasar entre los músculos, las arterias y el corazón, aquel corazón latiente, bañó de rojo el paisaje y tiñó el cielo. Sentí una abrasadora sed en la parte posterior de la garganta. Me incorporé, me apreté el cuello con las manos y fue entonces, al mirar fijamente hacia la liebre que desaparecía, cuando vi al pacha Vakhel.

»Él también estaba oliendo al animal. Se encontraba de pie sobre una roca, en la cual se fue agachando lentamente hasta quedar en cuclillas como una bestia de las montañas, quizá un lobo. La liebre había desaparecido, pero el pacha seguía agazapado, y me di cuenta de que ahora olfateaba algo mucho más rico y más precioso que la liebre. Se dio la vuelta y me miró. Tenía el rostro mortalmente pálido y distendido en una calma extraordinaria. Sus ojos parecían mirarme fijamente desde el interior de mi propia cabeza; brillaban llenos de conocimiento acerca de todo lo que yo era y deseaba. Se dio la vuelta de nuevo, comenzó otra vez a olisquear el aire y sonrió; y de pronto las facciones se le oscurecieron, y donde antes había habido calma, ahora solo se veía envidia y desesperación, aunque la sabiduría que su rostro mostraba no era menos notable a causa de aquella desfiguración. Me puse en pie para ir a reunirme con él, y sentí que me despertaba. Cuando miré hacia la roca, el pacha Vakhel había desaparecido. Solo había sido un sueño, y sin embargo seguía sintiéndome turbado. Y en el trayecto de regreso desde las ruinas, el recuerdo de lo que había visto me oprimía como si hubiera sido algo más que un sueño.

»Athanasius también parecía desasosegado. El sol se estaba poniendo. Y cuanto más se hundía detrás de las cimas de las montañas, con más frecuencia él se daba la vuelta y lanzaba miradas a su espalda para contemplar el descenso del astro. Le pregunté qué era lo que lo turbaba. Hizo un gesto negativo con la cabeza y se echó a reír, pero comenzó a juguetear con las riendas como un niño cuando está nervioso. Luego el sol se perdió detrás de la cordillera de montañas, y de pronto oímos el golpeteo de unos cascos que resonaban detrás de nosotros por la carretera del valle. Athanasius tiró de las riendas de su caballo, luego cogió las mías e hizo lo propio al tiempo que un escuadrón de caballería pasaba junto a nosotros con gran estruendo. Los jinetes eran tártaros e iban vestidos igual que los centinelas que había apostados a la puerta de los aposentos del pacha Vakhel. Busqué al pacha entre ellos, pero, aliviado, vi que era en vano.

»—¿Qué persiguen? —le pregunté a Athanasius señalando hacia la caballería que se perdía de vista.

»—¿Qué quiere decir? —me contestó en un ronco susurro.

»Me encogí de hombros.

»—Oh, solo que daban la impresión de ir en busca de algo.

»Athanasius hizo un sonido como si estuviera atragantándose y el rostro se le contorsionó horriblemente. Sin decir una palabra más, espoleó el caballo y se puso en marcha en dirección a Yanina. Hobhouse y yo lo seguimos de muy buena gana porque estaba oscureciendo.

—Pero —dijo Rebecca interrumpiendo a lord Byron— cuando usted vio al pacha sobre aquella roca, ¿era en realidad un sueño?

Lord Byron la miró fríamente.

—Nos quedamos en Yanina cinco días más —prosiguió, ignorando la pregunta—. Lo mismo hicieron los tártaros que había al otro lado del patio, y yo supuse que el pacha Vakhel, a pesar de lo que nos habían dicho los criados del visir, también permanecía en Yanina. Sin embargo no llegué a verlo; pero en cambio —miró fijamente a Rebecca, con cierta dureza— soñé con él, no como soñamos normalmente, sino con la misma claridad con que vemos las cosas cuando estamos despiertos; así que, a fin de cuentas, nunca estuve completamente seguro de no haber estado despierto. El pacha se me aparecía sin decir palabra, una forma pálida y lívida junto a la cama, en la habitación, a veces en las calles o en la ladera de la montaña, porque ahora me encontraba con que dormía a horas extrañas, casi como si esa persona estuviera soñando conmigo. Yo luchaba contra aquellos ataques de sueño, pero siempre acababa sucumbiendo a ellos, y era entonces cuando aparecía el pacha, que irrumpía en mis sueños como un ladrón irrumpe en una habitación.

Lord Byron hizo una pausa y cerró los ojos, como si intentara vislumbrar de nuevo la imagen del fantasma.

—Yo he sentido lo mismo —le dijo Rebecca con una súbita y nerviosa insistencia—. En la cripta, cuando usted me sostenía en sus brazos. Sentía que usted me soñaba a mí.

Lord Byron levantó una ceja.

—¿De veras? —preguntó.

—¿Y el pacha se le aparecía así? —Lord Byron se encogió de hombros—. ¿O llegó a verlo en persona?

Rebecca miró a los brillantes ojos del vampiro.

—El sueño tiene su propio mundo —murmuró éste—. Una franja fronteriza entre cosas llamadas de un modo equivocado: muerte y existencia. —Sonrió tristemente y miró el parpadeo de la llama de la vela—. Había un monasterio —continuó diciendo tras una pequeña pausa— que fuimos a visitar la noche antes de nuestra partida. Estaba construido sobre la isla del lago. —Lord Byron levantó la mirada—. La misma isla desde la cual, la primera noche que pasé allí, había visto una barca que se dirigía hacia la orilla. Yo ya había querido visitar antes el monasterio, solo por ese motivo. Pero, según Athanasius, aquella visita había sido imposible de organizar. Habían hallado muerto a uno de los monjes, me explicó, y el monasterio tenía que ser purificado. Le pregunté cuándo había muerto el monje. Me contestó que el mismo día de nuestra llegada a Yanina. Luego le pregunté qué había causado la muerte al monje. Pero Athanasius hizo un gesto negativo con la cabeza. No lo sabía: los monjes siempre se mostraban muy reservados.

»—Por lo menos el monasterio ya está abierto —me dijo. Desembarcamos. El malecón se encontraba vacío, y también la aldea situada detrás de él. Entramos en el monasterio, pero cuando Athanasius llamó para anunciar nuestra presencia, nadie contestó, y vi cómo nuestro guía arrugaba el entrecejo—. Por aquí —nos indicó sin convicción, al tiempo que abría una puerta que daba a una capilla muy pequeña. Hobhouse y yo lo seguimos; la capilla estaba vacía, y nos detuvimos un momento para observar las paredes—. El Juicio Final —dijo Athanasius de forma innecesaria mientras señalaba hacia un horripilante fresco.

»Me impresionó particularmente la representación de Satanás; era a la vez hermoso y terrible, completamente blanco excepto por unas manchas de sangre alrededor de la boca. Sorprendí a Athanasius mirándome mientras yo observaba el fresco; se apresuró a darse la vuelta y llamó de nuevo a ver si había alguien. Hobhouse se reunió conmigo.

»—Se parece a ese tipo, el pacha —comentó.

»—Por aquí —dijo apresuradamente Athanasius, en respuesta—. Debemos irnos.

»Nos condujo hasta la iglesia mayor. Primero me dio la impresión de que también estaba vacía, pero luego vi, inclinada sobre un pupitre junto a la pared del fondo, una figura con la cabeza afeitada que iba ataviada con amplias vestiduras. La figura se dio la vuelta para mirarnos y luego se levantó lentamente. La luz que entraba por una ventana le iluminó el rostro. Vi que allí donde yo solo recordaba palidez, el pacha Vakhel tenía ahora cierto rubor de color en las mejillas.

»—Les milords anglais? —preguntó.

»—Yo soy el lord —le dije—. Y éste es Hobhouse. Puede usted ignorarlo. No es más que un plebeyo.

»El pacha sonrió lentamente y luego nos saludó a ambos con protocolaria elegancia. Lo hizo en el más puro francés, con un acento que resultaba imposible de localizar, pero que me cautivó porque sonaba como el crujido de la plata movida por el viento.

»Hobhouse le preguntó por su francés. El pacha nos explicó que había visitado París en la época anterior a Napoleón, antes de la Revolución, hacía mucho tiempo. Levantó un libro.

»—Mi sed de aprender —dijo—, eso es lo que me llevó a la ciudad de la luz. Nunca he visitado Londres. Quizá debería hacerlo algún día. Se ha convertido en algo grande. Recuerdo una época en la que Londres no era nada en absoluto.

»—Entonces debe de tener usted una gran memoria.

»El pacha sonrió e inclinó la cabeza.

»—La sabiduría que tenemos aquí, en Oriente, es muy antigua. ¿No le parece que es así, señor griego? —Echó un rápido vistazo a Athanasius, quien balbució algo ininteligible y empezó a temblar en todos sus ondulados pliegues de grasa—. Sí —continuó diciendo el pacha, mirándolo y sonriendo con lenta crueldad—, nosotros en Oriente comprendemos muchas cosas de las que Occidente nunca ha oído hablar. Ustedes no deben olvidar eso, milores, mientras viajan por Grecia. La cultura no solo revela cosas. A veces también puede emborronar la verdad.

»—¿Como qué, por ejemplo, excelencia? —le pregunté.

»El pacha levantó el libro.

»—He aquí una obra que para poder leerla he tenido que esperar mucho tiempo. Me la han conseguido los monjes de Meteora y me la han traído aquí. Habla de Lilith, la primera mujer de Adán, la princesa ramera que seduce a los hombres por la calle y por el campo y luego les chupa la sangre. Para ustedes, ya lo sé, esto es superstición, una simple tontería. Pero para mí y… sí… también para nuestro amigo griego aquí presente, es algo más. Es un velo que a la vez oculta y sugiere la verdad.

»Se hizo un breve silencio. A lo lejos se oía el tañido de una campana.

»—Estoy intrigado —dije— por saber hasta qué punto son verdad las historias de bebedores de sangre que hemos oído.

»—¿Han oído otras historias? —preguntó.

»—Sí. Pasamos la noche en una aldea. Nos hablaron de una criatura que llamaban vardoulacha.

»—¿Dónde fue eso? —Quiso saber.

»—Cerca del río Aheron —repuse.

»—¿Saben acaso que yo soy el señor de Aheron?

»Miré fugazmente a Athanasius. Estaba tan reluciente como la manteca húmeda. Me volví hacia el pacha Vakhel y negué con la cabeza.

»—No, no lo sabía.

»El pacha se quedó mirándome.

»—Se cuentan muchas cosas sobre Aheron —dijo en voz baja—. También para los antiguos los muertos eran bebedores de sangre. —Miró el libro y se lo apretó contra el pecho. Daba la impresión de estar a punto de confiarme algo, y de pronto una mirada de fiero deseo pareció inflamarle la cara; pero luego la mirada se le heló y aquella máscara de muerte se apoderó de nuevo de su cara. Cuando el pacha Vakhel habló de nuevo, solo se le notaba en la voz un matiz de malhumorado desprecio—. Debe ignorar cualquier cosa que le cuenten los campesinos, milord. El vampire, ésa es la palabra en francés, según creo, ¿me equivoco?, sí, el vampiro, es el mito más antiguo del hombre. Y sin embargo, en manos de mis campesinos, ¿en qué se ha convertido ese vampiro? En un mero imbécil que va por ahí arrastrando los pies, en un devorador de carne. En una bestia en la que sueñan otras bestias. —Sonrió con desprecio y sus dientes perfectos lanzaron destellos blancos—. No tiene usted nada que temer de ese vampiro de los campesinos, milord.

»Me acordé de Gorgiou y de sus hijos, del talante amistoso que tenían. En un intento por defenderlos, le describí al pacha nuestra experiencia en la posada de Aheron. Mientras le contaba el relato, me fijé en que Athanasius prácticamente se había derretido de tanto sudar.

»También el pacha observaba a nuestro guía, y los orificios de la nariz se le movían en pequeños espasmos, como si pudiera oler el miedo. Cuando terminé de contárselo, el pacha sonrió irónicamente.

»—Me alegro de que cuidasen tan bien de usted, milord. Pero si yo soy cruel, es solo para evitar que ellos sean crueles conmigo. —Le echó una rápida ojeada a Athanasius—. No estoy en Yanina solo para consultar los manuscritos, ¿sabe? También persigo a un fugitivo. A un joven siervo al que crie, del que me preocupé y al que amé como a mí mismo. No sienta preocupación alguna, milord; yo estoy persiguiendo a ese siervo con más pena que rabia, nada le sucederá a mi siervo. —De nuevo miró fugazmente a Athanasius—. Nada le sucederá a mi siervo.

»Nuestro guía me tiró de la manga y susurró:

»—Creo, milord, que ya es hora de que nos marchemos.

»—Sí, váyanse —dijo el pacha con súbita rudeza. Volvió a sentarse y abrió el libro—. Tengo mucho que leer todavía. Váyanse, por favor.

»Hobhouse y yo inclinamos la cabeza con estudiada cortesía.

»—¿Lo veremos en Yanina, excelencia? —le pregunté.

»El pacha levantó la mirada.

»—No. Ya casi he concluido lo que he venido a hacer aquí. —Miró fijamente a Athanasius—. Me marcho esta misma noche. —Luego se volvió hacia mí—. Quizá nos veamos de nuevo, milord, pero en otro lugar.

»Hizo una inclinación de cabeza y volvió a su libro; Hobhouse y yo, casi empujados por nuestro guía, volvimos a salir al sol de la tarde.

»Tomamos una carretera estrecha. La campana seguía tañendo, y desde una pequeña iglesia que se alzaba al final del sendero nos llegó el sonido de unos cánticos.

»—No, milord —dijo Athanasius cuando vio que teníamos intención de entrar en la iglesia.

»—¿Por qué no? —le pregunté.

»—No, por favor. Por favor —fue todo lo que Athanasius pudo gimotear.

»Me encogí de hombros e ignoré lo que me decía, cansado de su cobardía. Seguí a Hobhouse hasta el interior de la iglesia. Entre nubes de incienso, distinguí un féretro. Un cadáver yacía en su interior, ataviado con las vestiduras negras propias de los sacerdotes, pero aquellas túnicas no servían para resaltar la condición del muerto, sino la fantasmal palidez de su rostro y de sus manos. Me adelanté unos cuantos pasos y, por encima de las cabezas de las personas que formaban el duelo, vi que habían colocado flores en torno al cuello del monje difunto.

»—¿Cuándo ha muerto? —pregunté.

»—Hoy —repuso Athanasius en un susurro.

»—De modo que es el segundo hombre que muere aquí esta semana, ¿no?

»Athanasius asintió. Miró a su alrededor y luego me susurró al oído:

»—Milord, los monjes dicen que hay un diablo suelto.

»Me quedé mirándolo con incredulidad.

»—Creía que los diablos solo existían para los turcos y los campesinos, Athanasius.

»—Sí, milord —respondió Athanasius tragando saliva—. Aun así, milord —y señaló hacia el hombre muerto—, dicen que esto ha sido obra de un vardoulacha. Vea lo blanco que está, desangrado. Creo, milord, por favor… que deberíamos irnos de aquí. —Casi se había postrado de rodillas—. Por favor, milord. —Abrió la puerta—. Por favor.

»Hobhouse y yo nos sonreímos el uno al otro. Luego nos encogimos de hombros y seguimos a nuestro guía otra vez hasta el malecón. Había una segunda barca amarrada junto a la nuestra, una barca en la que no me había fijado cuando desembarcamos, pero que ahora reconocí inmediatamente. Una criatura vestida de negro se hallaba sentada en la proa, con la cara de idiota tan inerte e inexpresiva como la vez anterior. Contemplé cómo se iba haciendo más pequeña a medida que nosotros cruzábamos el lago. Athanasius también miraba a aquella criatura.

»—El barquero del pacha —comenté.

»—Sí —convino él; y se santiguó.

»Sonreí. Solo había mencionado al pacha para ver temblar a nuestro guía.

Lord Byron hizo una pausa.

—Desde luego, no debí haberme mostrado tan cruel. Pero Athanasius había hecho que me entristeciera. Un erudito, inteligente, bien instruido; si la libertad para los griegos había de venir de alguna parte, era de hombres como él. Así que su cobardía, a pesar de que nos riéramos de ella, también nos llenaba de algo parecido a la desesperación. —Lord Byron apoyó la barbilla en la punta de los dedos y sonrió con cierta ironía—. Se marchó para siempre después de nuestro regreso del monasterio. Fuimos a verlo al día siguiente, antes de nuestra partida, pero ya no se encontraba en casa. Lástima. —Lord Byron movió afirmativamente la cabeza con suavidad—. Sí, una verdadera lástima.

Se sumió en un silencio.

—Entonces, ¿continuaron viaje a Tapaleen? —preguntó Rebecca al cabo de un rato.

Lord Byron asintió.

—Para acudir a nuestra audiencia con el gran y tristemente famoso pacha Alí.

—Recuerdo haber leído esa carta —dijo Rebecca—. La que usted le escribió a su madre.

El levantó la mirada hacia la muchacha.

—¿Sí? —le preguntó en voz baja.

—Sí. Acerca de los albanos y de sus vestiduras doradas y carmesíes, y de los doscientos caballos, y de los esclavos negros, y de los mensajeros, y de los timbales, y de los muchachos que daban la hora desde el minarete de la mezquita. —Rebecca calló un instante—. Perdone —añadió luego, al ver que él la miraba fijamente—, pero siempre he pensado que era una carta maravillosa, una descripción maravillosa.

—Sí —convino lord Byron sonriendo de pronto—. Sin duda porque era mentira. —¿Mentira?

—Más bien fue un pecado por omisión. Eludí mencionar las estacas. Tres, justo a las puertas de la muralla. La visión de aquellas estacas, el olor que desprendían, enturbiaron mucho el recuerdo de nuestra llegada a Tapaleen. Pero tenía que andar con cuidado con mi madre: ella nunca pudo soportar demasiado realismo. Rebecca se pasó una mano por el pelo. —Ah, comprendo.

—No, no puede usted comprenderlo. Dos de los hombres estaban muertos, no eran más que unos pedazos de carroña hechos jirones. Pero mientras pasábamos cabalgando por debajo de las estacas vimos que el tercero se removía ligeramente. Levantamos la mirada; aquella cosa, ya no era un hombre, se retorcía en la estaca, y ello hacía que al moverse ésta se le hundiera todavía más en las entrañas, de manera que el hombre lanzaba gritos, unos gritos desgarrados, inhumanos, terribles. Aquel pobre despojo humano vio que yo lo miraba fijamente; intentó hablar y entonces reparé en aquella porquería negra y reseca que tenía alrededor de la boca. Y comprendí que no tenía lengua. Yo no podía hacer nada por él, de manera que seguí cabalgando y franqueamos las puertas. Pero sentí horror al saber que iba a compartir la mesa con los seres que eran capaces de hacer una cosa como aquélla, y también de sufrirla; sin sentido, sin esperanza. Vi que yo no era nada, que tenía que morir, que la muerte era algo que llegaría sin que yo hiciera nada para ello y sin que lo eligiera, igual que mi nacimiento, y me pregunté si yo no habría pecado en algún otro mundo para que éste, en resumidas cuentas, no fuera más que un infierno. Y si eso era cierto, entonces lo mejor sería que muriéramos; sin embargo, y a pesar de todo, aquella noche en Tapaleen aborrecí mi mortalidad y sentí que su constricción se anudaba tensamente a mí alrededor como si fuera una mortaja.

»Aquella noche el pacha Vakhel volvió a mis sueños. Igual que la primera vez que lo vi, estaba tan pálido como la muerte, aunque también se le veía más poderoso, y el resplandor de sus ojos era a la vez triste y serio. Me hizo señas para que me acercase; me levanté de la cama y lo seguí. Caminé sobre los vientos y no me hundí; debajo de mí se encontraba Tapaleen, por encima las estrellas; y durante todo el tiempo notaba que su mano de hielo cogía la mía. Y a pesar de que sus labios no se movieron, lo oí hablar:

»—Desde la estrella hasta el gusano, toda vida es movimiento, movimiento que conduce únicamente hacia la inmovilidad de la muerte. El cometa pasa veloz sembrando la destrucción en su camino y luego desaparece. El pobre gusano repta sobre la muerte que encuentra en otras cosas, pero, al igual que ellas, debe vivir y morir, siendo luego sujeto de algo que a su vez ha hecho que viva y muera. Todas las cosas deben obedecer la regla de una necesidad establecida. —Me cogió la otra mano y vi que nos encontrábamos en la ladera de una montaña, entre las estrellas hechas pedazos y las tumbas abiertas en alguna antigua ciudad, ahora abandonada en medio del silencio bajo la pálida luna. El pacha Vakhel alargó la mano para acariciarme la garganta—. ¿Todas las cosas deben obedecer esa ley? ¿Eso he dicho? ¿He dicho que todas las cosas deben vivir y morir? —Sentí que una de sus uñas, afilada como una navaja, me rozaba la garganta. Un suave fular de sangre me envolvió el cuello, y sentí una lengua que me lamía la sangre suavemente, igual que un gato lamería la cara de su ama. De nuevo oí aquella voz que parecía sonar en el interior de mi cabeza—: Hay un conocimiento que es la inmortalidad. Sígame. —Continuaron los lamidos en mi garganta—. Sígame. Sígame.

»A medida que se iban desvaneciendo las palabras, fueron desapareciendo también la ciudad en ruinas, las estrellas que había por encima de mi cabeza e incluso dejé de sentir el contacto de aquellos labios contra mi piel, hasta que finalmente lo único que quedó fue la oscuridad de mi desvanecimiento. Me esforcé por salir de ella.

»—¡Byron, Byron! —Abrí los ojos. Todavía me encontraba en nuestra habitación. Hobhouse estaba inclinado sobre mí—. Byron, ¿te encuentras bien?

»Asentí. Me palpé la garganta; notaba en ella un leve dolor. Pero no dije nada; me sentía demasiado agotado para hablar. Cerré los ojos, pero cuando me sumía de nuevo en el sueño, intenté evocar imágenes de vida con las cuales proteger mis sueños. Nikos. Nuestro beso, labios contra labios. Su esbelto calor. Nikos. Soñé, y el pacha Vakhel no regresó.

»A la mañana siguiente me sentía débil y enfermo.

»—Dios mío, qué pálido estás —me comentó Hobhouse—. ¿No sería mejor que te quedases en la cama, viejo amigo?

»Le dije que no con la cabeza.

»—Tenemos audiencia esta mañana. Con el pacha Alí.

»—¿Y no puedes dejar de asistir? —me preguntó.

»—Debes de estar bromeando. No quiero acabar clavado en una estaca por el ano.

»—Sí —convino Hobhouse—, es un buen motivo. Lástima que aquí no haya licores. Eso es lo que te hace falta. Dios, qué condenado país es éste.

»—He oído decir que en Turquía la palidez de la piel es señal de buena cuna. —No había ningún espejo por allí, pero yo sabía que la palidez me favorecía—. No te preocupes por mí, Hobhouse —le dije, apoyándome en su brazo—. Haré que el León de Yanina coma en la palma de mi mano.

»Y así lo hice. El pacha Alí quedó encantado conmigo. Nos reunimos en una gran sala cuyo suelo era todo de mármol, donde nos sirvieron café y dulces y nos estuvieron admirando profusamente. O, mejor dicho, me admiraron profusamente a mí, porque Hobhouse estaba demasiado moreno y tenía las manos demasiado grandes para poder alcanzar el tipo de alabanzas que mi belleza suscitó, una belleza que, como Alí no dejó ni un momento de repetirle a Hobhouse, era un signo infalible de mi rango superior. Al final acabó anunciando que yo era su hijo y se mostró conmigo como el más encantador de los padres, porque con nosotros aparentó cualquier cosa, pero no nos mostró su verdadero carácter, comportándose todo el tiempo con la más deliciosa bonhomie.

»Nos trajeron la comida. Los cortesanos de Alí se unieron a nosotros y también sus seguidores, pero no tuvimos siquiera ocasión de conocerlos porque Alí nos acaparó por completo. Continuó mostrándose paternal, y no dejó de darnos almendras y fruta escarchada como si fuéramos niños. La comida terminó y Alí hizo que nos quedásemos a su lado.

»—Malabaristas —ordenó—, cantantes. —Y éstos actuaron—. ¿Hay algo más que os gustaría ver? —No esperó a que yo le respondiese—: ¡Bailarinas! —pidió—. Tengo aquí un amigo, que es mi invitado, y tiene la muchacha más extraordinaria que existe. ¿Os gustaría verla actuar? —Naturalmente, los dos le dijimos educadamente que sí. Alí se colocó en el canapé y paseó la mirada por la sala—. Amigo mío —dijo refiriéndose a uno de los invitados—, esa muchacha… ¿podrían enviárnosla ahora?

»—Naturalmente —respondió el pacha Vakhel.

»Me volví en mi asiento con algo parecido al horror. El canapé que ocupaba el pacha estaba justo detrás del mío: debía de llevar allí toda la comida sin que nosotros lo hubiéramos notado. Envió a un criado, que salió del salón corriendo, y luego nos hizo una educada inclinación de cabeza a Hobhouse y a mí.

»Alí rogó al pacha que se reuniera con nosotros. Se lo pidió en unos términos que ponían en evidencia el mayor respeto. Me sorprendió que Alí, de quien yo creía que solo se respetaba a sí mismo, se mostrase en presencia del pacha Vakhel casi atemorizado. Mostró mucho interés, y también preocupación, según pude notar, al descubrir que nosotros ya conocíamos al pacha. Le describimos nuestro encuentro en Yanina y todas las circunstancias que rodearon aquel encuentro.

»—¿Encontró usted al muchacho fugado? —le pregunté a Vakhel, temiendo su respuesta.

»Pero él sonrió y dijo que no con un movimiento de cabeza.

»—¿Qué le hace pensar que mi siervo es un muchacho? —Me sonrojé, mientras Alí se colapsaba en un paroxismo de deleite. El pacha Vakhel me observó con una perezosa sonrisa—. Sí, capturé a mi siervo —dijo—. En realidad es ella quien, a no tardar, actuará ante nosotros.

»Alí, haciendo un guiño, dijo:

»—Es muy hermosa, tanto como la bóveda del cielo.

»El pacha Vakhel inclinó la cabeza cortésmente.

»—Sí, pero también es muy testaruda. A veces pienso que, si no fuera porque la quiero como a mi propia hija, ya la habría dejado escapar. —Hizo una pausa y su frente pálida se vio ensombrecida por una expresión de súbito dolor. Me sorprendí, pero no había hecho más que percibir aquella sombra cuando ya había desaparecido de su rostro—. Desde luego —continuó diciendo mientras curvaba ligeramente los labios— siempre he disfrutado con la emoción de una persecución.

»—¿Persecución? —le pregunté.

»—Sí. Una vez ella se hubo escapado de Yanina.

»—¿Por eso estaba usted esperando?

»Me miró y sonrió.

»—Si quiere decirlo así… —Extendió los dedos como si fueran garras—. Por supuesto yo supe todo el tiempo que ella estaba escondida allí. Así que ordené que mis guardas patrullasen los caminos mientras yo esperaba —volvió a sonreír— y aprovechaba para estudiar en el monasterio.

»—Pero si tuvo usted que esperar a que ella saliera de su escondite, ¿cómo es que ya sabía antes que se encontraba allí? —le preguntó Hobhouse.

»Los ojos del pacha brillaron como el sol sobre el hielo.

»—Tengo olfato para esas cosas. —Cogió un grano de uva y delicadamente le sorbió el jugo. Después volvió a mirar a Hobhouse—. Por lo visto vuestro amigo, el griego gordo —dijo sin darle importancia—, la tenía escondida en la bodega de su casa.

»—¿Athanasius? —pregunté con incredulidad.

»—Sí. Es raro, ¿verdad? Resultaba evidente que era un verdadero cobarde. —El pacha cogió otro grano de uva—. Pero a menudo se dice que los hombres más valientes son los que primero tienen que conquistar su miedo.

»—¿Dónde está él ahora? —le pregunté.

»Alí soltó una risita de deleite.

»—Ahí fuera —repuso alegremente con un siseo—, en una estaca. Lo ha hecho muy bien; hasta esta mañana no ha muerto. Ha sido muy impresionante, en mi opinión, pues los gordos son siempre los que mueren con más rapidez.

»Lancé una fugaz mirada a Hobhouse. Éste se había puesto tan blanco como un cadáver; me sentí aliviado porque ya no me quedaba color alguno que perder. Alí pareció no darse cuenta de la impresión que habíamos recibido, pero el pacha Vakhel, advertí, nos estaba contemplando con una amarga sonrisa en los labios.

»—¿Qué sucedió? —le pregunté esforzándome por fingir un tono de trivialidad.

»—Les di caza —repuso el pacha Vakhel—. Junto a Pindus, una fortaleza rebelde, casi lograron escapar. —De nuevo vi una débil sombra cruzar por aquel rostro—. Casi… pero no del todo.

»—El griego gordo —dijo Alí— debía de tener un montón de información útil acerca de los rebeldes y todo lo demás. Pero se negó en redondo a hablar. Al final no nos quedó más remedio que arrancarle la lengua. Un verdadero fastidio. —Sonrió benignamente—. Sí, un hombre valiente.

»De pronto los músicos produjeron unos sonidos agitados. Todos levantamos la mirada. Una muchacha ataviada con sedas rojas había entrado corriendo en el salón. Se acercó a nosotros; llevaba el rostro oculto tras unos vaporosos velos, pero tenía el cuerpo hermoso, esbelto y de color aceitunado. De los tobillos y las muñecas se elevó un campanilleo cuando se postró; luego, a un chasquido de los dedos del pacha Vakhel, se levantó. La muchacha se quedó esperando en una postura que evidentemente había ensayado; se produjo un redoble de címbalos; la muchacha empezó a bailar.

Lord Byron hizo una pausa; luego suspiró.

—La pasión es una cosa rara y encantadora, la verdadera pasión de juventud y esperanza. Es un guijarro que se deja caer en un estanque, es el tañido de una campana que no se oye. Y sin embargo, al ir desapareciendo las ondas, al apagarse los ecos, la pasión es también un estado temible, porque todos sabemos, o lo descubrimos pronto, que la felicidad que se recuerda es la peor de todas las desdichas. ¿Qué puedo decirle? ¿Que la muchacha era tan bonita como una gacela? ¿Que era bonita, graciosa y viva? —El vampiro se encogió ligeramente de hombros—. Sí, puedo decírselo, pero eso no significa nada. Han pasado por mí dos siglos de insomnio desde que la vi bailar. Era preciosa, pero usted nunca podrá imaginarse cómo era, mientras que yo… —Miró fijamente a Rebecca, enarcando las cejas con la mirada fría y a la vez llameante, y luego negó con la cabeza—. Mientras que yo me he convertido en esta cosa que ve. —Cerró los ojos—. Comprenda, no obstante, que mi pasión era furiosa. Estaba enamorado incluso antes de saber quién era mi diosa. Lentamente, velo tras velo, se fue descubriendo el rostro. Si antes era linda, ahora se volvió dolorosamente hermosa. —De nuevo miró fijamente a Rebecca, y de nuevo, manteniendo el entrecejo fruncido, se reflejó en sus facciones el deseo y la incredulidad—. Tenía el cabello castaño. —Rebecca se tocó el suyo. Lord Byron sonrió—. Sí —murmuró—, muy parecido al suyo, pero ella lo llevaba trenzado y entrelazado con hebras de oro; los ojos eran grandes y negros; las mejillas, del mismo color que el sol poniente; los labios, rojos y suaves. La música terminó; la muchacha cayó al suelo con un movimiento sensual y bajó la cabeza justo ante mis pies. Noté que sus labios me los besaban, aquellos labios que ya se habían encontrado antes con los míos, cuando nos abrazamos en la posada de Aheron. Lord Byron miró fijamente a algún punto más allá de Rebecca, a la oscuridad. Casi, pensó ella, como si estuviera haciendo un llamamiento, como si la oscuridad fuera los siglos que lo habían transportado en su flujo, alejándolo de aquel estremecimiento de felicidad.

—¿Era Nikos? —le preguntó Rebecca.

—Sí. —Lord Byron sonrió—. Nikos, o mejor dicho, la chica que se había hecho pasar por un muchacho llamado Nikos. Levantó la cabeza y se echó el pelo hacia atrás. Sus ojos se encontraron con los míos; no había ningún signo de reconocimiento en ellos, solo la apagada indiferencia de la esclava. Qué inteligente era, pensé, ¡qué valiente y voluntariosa! Y durante todo el tiempo, sí, durante todo el tiempo —volvió a mirar fugazmente a Rebecca—, ¡qué hermosa! No era de extrañar que yo empezase a notar un flujo de sangre y que mis pensamientos se convirtiesen en un torbellino, que empezara a sentirme como si me encontrase en el Edén y se me ofreciera el fruto del árbol prohibido. ¡Aquélla era la poesía de la vida que yo esperaba encontrar al comenzar mi viaje! Un hombre, pensé, no puede siempre aferrarse a las orillas. Debe seguir hacia donde lo lleve el océano, de lo contrario, ¿qué es la vida? Una existencia sin pasión, sin sensación de variedad, y por lo tanto, desde luego, muy parecida a la muerte. —Lord Byron se detuvo y mostró ceño—. Eso es lo que yo creía, por lo menos. —Lanzó una carcajada hueca—. Y era muy cierto, creo. No puede haber vida sin tumulto ni deseo. —Suspiró y miró de nuevo a Rebecca—. Si le cuento todo esto es para que pueda comprender tanto mi pasión por Haidée como el motivo por el que actué movido por esa pasión; porque yo sabía, e incluso ahora, incluso aquí, creo que tenía razón, que ahogar un impulso es matar el alma. Y por eso cuando el pacha Vakhel, al abandonar Tapaleen llevándose consigo a su esclava, nos pidió que fuéramos a Aheron como invitados suyos, acepté. Hobhouse se puso furioso y juró que no iría, incluso Alí frunció el entrecejo de un modo misterioso y movió la cabeza de un lado a otro, pero no me dejé convencer. Así que quedamos de acuerdo: yo viajaría con Hobhouse por la carretera de Yanina y luego nos separaríamos. Hobhouse iría a recorrer Ambracia y yo me quedaría en Aheron. Volveríamos a encontrarnos al cabo de tres semanas en una ciudad de la costa sur llamada Missolonghi. —De nuevo Lord Byron frunció el entrecejo—. Todo muy romántico, ¿sabe? Y sin embargo, aunque era completamente cierto que yo estaba enfermo de pasión hasta tal punto que apenas si alcanzaba a comprenderlo, aquello no lo era todo. —Movió la cabeza—. No, había otro motivo para mi visita a Aheron. La noche anterior a la partida del pacha Vakhel yo había vuelto a soñar. Por segunda vez me encontraba entre ruinas, en esta ocasión no las de una pequeña ciudad, sino las de una gran ciudad, de tal modo que, dondequiera que mirase, no había nada más que destrucción, los destrozados peldaños de tronos y templos, pequeños fragmentos bañados por la palidez de la luna, habitados únicamente por el chacal y la lechuza. Incluso los sepulcros, según pude ver, estaban abiertos y desnudos. Y comprendí, en medio de aquella vasta expresión de ruinas y restos, que no había ningún otro hombre viviente más que yo.

»Volví a notar en la garganta las uñas del pacha, y sentí que su lengua me lamía la sangre. Luego lo vi ante mí, una pálida forma luminosa en medio de los cipreses y las piedras, y lo seguí. Parecía increíblemente antiguo, tan antiguo como la ciudad en medio de la cual me conducía, y en posesión de una sabiduría de siglos y de los secretos de la tumba. Delante de nosotros apareció la sombra de una forma titánica.

»—Sígame —le oí susurrar. Me acerqué al edificio; luego penetré en su interior. Había escalinatas que se alejaban y retorcían, y que tenían una increíble longitud; el pacha subió por una de ellas, pero cuando corrí para reunirme con él, la escalinata se derrumbó y me encontré perdido en un inmenso recinto. El pacha continuaba subiendo, y yo seguía oyendo su llamada en el interior de mi cabeza—. Sígame. —Pero yo no podía; lo miré y sentí una sed más terrible que ningún anhelo que hubiera tenido nunca, de ver qué aguardaba en lo alto de la escalera, porque sabía que se trataba de la inmortalidad. Muy por encima de mi cabeza se arqueaba una bóveda, enjoyada y resplandeciente; ojalá pudiera alcanzarla, pensé; entonces comprendería y mi sed se vería aplacada. Pero el pacha había desaparecido y yo permanecía allí, abandonado entre las sombras carmesíes—. Sígame —podía oír aún mientras luchaba por despertarme—, sígame.

»Pero abrí los ojos y aquella voz se apagó en la luz de la mañana.

»Durante los días que siguieron imaginé varias veces que volvía a oír aquel susurro. Sabía desde luego que solo era mi imaginación, pero aun así me sentía inquieto y turbado. Estaba desesperado por ir a Aheron.