Capítulo XI
Muchas y largas fueron las conversaciones entre lord Byron y Shelley, de las cuales fui una devota pero casi silenciosa oyente. Durante las mismas se discutieron distintas doctrinas filosóficas, entre otras la naturaleza del principio de la vida y si había posibilidad de que alguna vez este principio se descubriera y se comunicara… En ese caso quizá se pudiera reanimar un cadáver; el galvanismo ha dado indicios de cosas como ésa; quizá las partes que componen una criatura se puedan fabricar, ensamblar y dotar de calor vital.
La noche se consumió en esta conversación, e incluso la hora de las brujas pasó antes de que nos retirásemos a descansar. Cuando coloqué la cabeza en la almohada no conseguí dormir, y tampoco puede decirse que pensara. Mi imaginación, sin que la invitase a ello, me poseyó y me guio, dotando a las sucesivas imágenes que se despertaron en mi mente de un realismo que iba mucho más allá de los usuales límites de la fantasía. Vi —con los ojos cerrados, pero con una aguda visión mental— al pálido estudiante de artes impías arrodillado junto a aquella cosa que él mismo había ensamblado. Vi el espantoso fantasma de un hombre tendido, que luego, por obra de alguna poderosa máquina, comenzó a dar señales de vida y a moverse con movimientos incómodos, mitad vitales. Debe de ser espantoso; porque sumamente espantoso sería el efecto de cualquier tentativa humana por imitar el grandioso mecanismo del Creador del mundo…
Mary Shelley, Introducción a Frankenstein
—Y así fue como terminó —dijo lord Byron— mi vano intento de vivir como un hombre mortal. —Hizo una pausa; el rostro, mientras observaba a Rebecca, pareció iluminado por una mezcla de desafío y pesar—. A partir de entonces —continuó—, habría de ser yo mismo, un ser solo, sin compañía.
—¿Solo? —Rebecca se abrazó a sí misma. La voz, después de tanto tiempo en silencio, sonó extraña a sus propios oídos—. Entonces, ¿de quién…?
—¿Sí? —le preguntó lord Byron al tiempo que levantaba una ceja con ironía.
—¿De quién…? —Rebecca, completamente atónita, miró el rostro de su antepasado—. ¿De quién soy yo descendiente? —Consiguió decir finalmente en voz baja—. ¿No soy descendiente de Annabella? ¿Ni de Ada?
—No. —Lord Byron miró más allá de la muchacha, hacia la oscuridad. De nuevo aparecieron en su frente señales de desafío y de dolor—. Ahora no —dijo débilmente.
—Pero…
El vampiro pareció apuñalarla con la mirada.
—¡He dicho que ahora no! —Rebecca tragó saliva; aunque lo intentó, no pudo disimular que tenía el entrecejo fruncido. No era aquella repentina ira lo que la había impresionado, sino más bien el modo en que el enojo parecía haber perturbado a Byron. Después de tanto tiempo, pensó la muchacha, tanto tiempo para que aquel ser se acostumbrara al ser en que se había convertido, la soledad parecía seguir cogiéndole por sorpresa. Y sentía lástima por él; lord Byron, como si le leyera el pensamiento, clavó de pronto la mirada en ella y se echó a reír—. No me insulte —le dijo él. Rebecca arrugó la frente, fingiendo no comprender—. Hay una gran libertad en la desesperación —concluyó lord Byron.
—¿Libertad?
—Sí. —Lord Byron sonrió—. Una vez que se alcanza, incluso la desesperación puede ser un paraíso.
—No lo comprendo.
—Claro. Usted es mortal. ¿Cómo puede saber lo que es estar condenado? Yo sí lo sabía aquella mañana en que abandoné las costas de Inglaterra; y, sin embargo, en cierto modo, la falta de esperanza parecía más dulce, con mucho, de lo que nunca había sido la esperanza. De pie bajo la aleteante vela, contemplé cómo los blancos acantilados de Dover desaparecían detrás de las olas. Me iba al exilio. Me había visto obligado, como un ser maldito, a huir de mi tierra natal. Había perdido a la familia, a los amigos y a todo aquello que había amado. Nunca sería otra cosa más que lo que era: el errante proscrito en que me había convertido mi oscura mente. Pero la desesperación que sentía llevaba, como mi rostro, una sonrisa precavida. —Lord Byron hizo una pausa. Miró profundamente los ojos de Rebecca, como animándola a que intentara comprender. Luego, finalmente, suspiró y miró hacia otra parte, aunque la sonrisa permaneció en su rostro con un toque de mofa, siempre orgullosa—. Permanecí en cubierta. Una y otra vez los blancos acantilados surgían y luego desaparecían. «Soy un vampiro», me dije. El viento ululaba, el mástil vibraba y mis palabras parecieron perderse en el aliento de la tormenta. Pero no se habían perdido. Porque ellas, igual que yo, pertenecían al rugido de la tempestad. Me agarré a la borda mientras las olas se elevaban y rebotaban como un caballo que reconoce a su jinete. Yo tenía una botella en la mano. Estaba descorchada. Aspiré el aroma del vino mezclado con sangre. Deseé echar la botella al mar. La sangre describiría un arco y se esparciría sobre los vientos; me elevaría con ella y luego me remontaría, tan libre y salvaje como la propia tormenta. Sentí que un júbilo hilarante me llenaba la sangre. Sí, pensé, cumpliría mi promesa, buscaría los secretos de mi naturaleza de vampiro; me convertiría en un peregrino de la eternidad. Lo único que tenía que hacer era cabalgar sobre la tormenta.
»Bebí unos tragos de la botella; luego la levanté, dispuesto a lanzarla a los vientos. La sangre me salpicó la mano. Me puse tenso… y entonces sentí que alguien me rozaba el brazo.
»Milord. —Me di la vuelta para ver quién era—. Milord… —Se trataba de Polidori. Empezó a revolver en una carpeta que llevaba debajo del brazo—. Milord… me preguntaba si querría usted ver la tragedia que he escrito.
»Lo miré fijamente, con fría incredulidad.
»—¿Una tragedia?
»—Sí, milord —asintió Polidori. Sacó un fajo de papeles—. Cajetan, una tragedia en cinco actos, que es la trágica historia de Cajetan. —Comenzó a manosear la carpeta—. Estoy particularmente atascado en un verso que dice así: “Así gimiendo, el poderoso Cajetan…”.
»Esperé unos instantes.
»—Bueno —le pregunté luego—, ¿qué es lo que hizo el poderoso Cajetan?
»—Ése es el problema precisamente —me contestó Polidori—. No estoy seguro.
»Me tendió la hoja de papel. El viento se la arrancó de la mano. Me quedé mirando cómo revoloteaba por encima del barco y luego volaba sobre las olas.
»Entonces me volví hacia él.
»—No me interesa su tragedia —le indiqué.
»Polidori, que de por sí ya tenía los ojos saltones, los abrió tanto que dio la impresión de que iban a reventar y a salírsele de las órbitas.
»—Milord —farfulló—, realmente creo…
»—No.
»Los ojos volvieron a hinchársele a causa de la indignación que sentía.
»—Usted es poeta —se quejó—. ¿Por qué no puedo serlo yo?
»—Porque yo le pago para que lleve a cabo una investigación médica, no para que pierda el tiempo garabateando esa basura.
»Me giré y me quedé mirando las olas. Polidori chapurreó algunas palabras más; luego le oí darse la vuelta y marcharse. Me pregunté si sería demasiado tarde para mandarlo de vuelta a Inglaterra. Sí, pensé; y suspiré: probablemente ya era tarde.
»Así que intenté con ahínco, en los días que siguieron, mejorar nuestra relación. Polidori era engreído y ridículo, pero también era un hombre brillante dotado de una mente inquieta, y sus conocimientos acerca de las fronteras de la ciencia eran profundos. Mientras viajábamos hacia el sur, tuve ocasión de preguntarle sobre las teorías de la naturaleza de la vida, de la creación y de la inmortalidad. En estos temas, por lo menos, Polidori era un experto con un gran bagaje. Conocía los últimos experimentos sobre la búsqueda de células que se reprodujeran interminablemente, y del potencial —él no utilizaba jamás ninguna palabra más fuerte— para la espontánea generación eléctrica de la vida. A menudo hablaba de textos que yo había tenido oportunidad de ver en el laboratorio del pacha. Empecé a hacerme preguntas acerca de aquellos libros. ¿Por qué habría mostrado el pacha tanto interés por el galvanismo y por la química? ¿Acaso habría estado buscando él también una explicación científica a su inmortalidad? ¿Habría estado buscando un principio de la vida? ¿Un principio que, una vez encontrado, pudiera obviar la necesidad de sobrevivir a base de sangre? Si ése había sido el caso, entonces quizá lady Melbourne hubiera estado en lo cierto, al fin y al cabo, cuando me dijo que yo tenía más en común con el pacha de lo que nunca habría podido imaginar.
»Una o dos veces, como ya me había ocurrido con anterioridad en Londres, imaginé que lo veía. Era tan solo un debilísimo atisbo, en el cual el rostro del pacha, igual que antes, tenía un febril brillo amarillento. Pero nunca tuve la sensación, que yo sabía que podía tener, de estar cerca de otra criatura de mí especie. De todos modos, tenía la certeza de que el pacha estaba muerto. Empecé a preguntarle cosas a Polidori acerca del funcionamiento de la mente, de las alucinaciones y de la naturaleza de los sueños. Y de nuevo las teorías de Polidori me resultaron atrevidas y profundas. Había escrito una tesis, me explicó, sobre el sonambulismo. Se ofreció a hipnotizarme. Me eché a reír y accedí a ello, pero los ojos mortales de Polidori no pudieron dominar los míos. Por el contrario, fui yo quien invadió el cerebro de Polidori. Apareciendo en sus pensamientos, le musité que abandonase la poesía y que mostrase el debido respeto a su patrono. Cuando despertó, la reacción de Polidori fue un prolongado mal humor.
»—Maldita sea —masculló—, insiste usted en enseñorearse incluso del subconsciente.
»Durante el resto del día apenas pronunció alguna palabra más. En cambio —y a propósito— estuvo trabajando sin descanso en la tragedia.
»Por aquel entonces estábamos en Bruselas. Yo tenía ganas de ver los campos de Waterloo, donde se había librado la gran batalla un año antes. La mañana siguiente a la que dio comienzo su estado de malhumor, Polidori se encontraba lo suficientemente recuperado como para acompañarme.
»—¿Es cierto, milord —me preguntó mientras íbamos de camino—, que le gusta que se le conozca como el Napoleón de la rima?
»—Eso es lo que me han llamado otras personas. —Lo miré fugazmente—. ¿Por qué, Polidori? ¿Por eso viene usted conmigo ahora? ¿Para verme en Waterloo?
»Polidori asintió, muy rígido.
»—Ciertamente, milord, me parece que no le han desafiado como poeta desde hace demasiado tiempo. Creo… —aquí tosió—. No, estoy convencido de que mi tragedia puede resultar un Wellington para usted.
»De nuevo me eché a reír, pero no le contesté porque ya empezaba a percibir el olor de la sangre rancia. Seguí avanzando a medio galope. Delante de mí, las colinas suavemente onduladas parecían estar desiertas y en calma. Sí, volví a percibir aquel olor; el olor a muerto se notaba denso en el aire.
»—¿Es éste el lugar exacto de la batalla? —pregunté dirigiéndome a nuestro guía. Éste asintió. Miré a mí alrededor y luego seguí adelante al galope. El barro absorbía el sonido de los cascos de mi caballo, y al ser removido daba la impresión de rezumar sangre. Cabalgué hasta donde Napoleón había acampado el día de su fatídica derrota. Permanecí sentado en mi silla y contemplé aquella llanura de calaveras.
»Los campos de maíz se mecían movidos por la suave brisa. Imaginé que susurraban mi nombre. Sentí que una extraña liviandad me invadía y seguí cabalgando en un intento de sacudírmela de encima. Al hacerlo, el barro sobre el que pasaba parecía absorber los golpes cada vez más. Continué al galope hacia una extensión de hierba. El barro seguía rezumando. Miré hacia abajo. Entonces vi que la hierba se estaba tiñendo de un tono rojizo. Allí donde pisaba mi caballo, burbujas de sangre empezaban a brotar de la tierra.
»Miré a mi alrededor. Estaba solo. No había ni rastro de los otros jinetes, y el cielo aparecía de pronto de un color púrpura oscuro. Todos los sonidos habían caído y se habían apagado: los pájaros, los insectos, el roce del maíz. El silencio, como el cielo, estaba frío y muerto. En la extensa llanura no se movía ni un solo ser viviente.
»Y entonces, desde detrás de las crestas de una cordillera lejana, me llegó muy débilmente un sonido. Era el redoble de un tambor. Se calló y luego, con más fuerza que antes, comenzó de nuevo. Guie a mi caballo hacia adelante. El redoble del tambor se hizo más rápido. Mientras yo cabalgaba hacia la cordillera, el redoble parecía resonar en el cielo. Llegué a la cima de la cordillera. Allí tiré de las riendas de mi caballo. Permanecí sentado en la silla mirando fijamente la escena que tenía debajo.
»De los campos manaba sangre, como si el suelo fuera una venda que cubriese una herida imposible de restañar. La tierra empezó a fundirse y a mezclarse con los charcos de sangre, y en toda la extensión del campo de batalla se empezaron a formar grumos de tierra sanguinolenta. Reconocí varias formas humanas que salían tambaleándose de las tumbas que las contenían. Se fueron colocando en hileras y distinguí los jirones descompuestos en que se habían convertido los uniformes. Estaba viendo batallones, regimientos, ejércitos de muertos. Hicieron frente a mi mirada con ojos idiotizados. Tenían la piel pútrida, la nariz se les había caído, los cuerpos aparecían rancios y malolientes, mezclados con la sangre y el lodo. Durante unos segundos todo permaneció en calma. Luego, como movidos por una sola mente, los soldados dieron un paso hacia adelante. Se quitaron los sombreros. Con terrible lentitud comenzaron a agitarlos en el aire, saludándome.
»—Vive l’Empereur —gritaron—. ¡Viva nuestro emperador…! ¡El emperador de los muertos!
»Me giré sobre la silla. Recordé la última noche que había pasado en la casa de Picadilly Estaba seguro de que lo que tenía delante era una visión como la de aquella noche, que yo había conjurado. Busqué la criatura que tenía la forma del pacha. La vi, montada a caballo, y su silueta se recortaba contra el cielo púrpura. Me estaba mirando.
»—¿Pacha Vakhel? —le pregunté en voz baja. Entorné los ojos—. ¿Es posible que sea usted?
»Levantó el sombrero e imitó el saludo de los soldados muertos. Empezó a galopar alejándose de mí, pero lo seguí con intención de destruirlo y volver a recuperar así el control de mi sueño. La criatura se dio la vuelta. Tenía una expresión de sorpresa reflejada en la cara. De pronto, antes incluso de que yo lo hubiera visto moverse, sentí sus dedos alrededor de mi garganta. Me vi sorprendido por su fuerza. Hacía mucho tiempo que no me enfrentaba a un ser con poderes como los míos. Luché contra él. De nuevo vi que la sorpresa y la duda cruzaban por el rostro del pacha. Sentí que se debilitaba. Le rajé el rostro. Él se tambaleó hacia atrás y rodó por el suelo. Avancé hacia él. En aquel momento oí un grito.
»Me di la vuelta. Polidori me observaba. Sin dejar de mirarme fijamente a los ojos, volvió a gritar. Miré hacia el lugar en el que había caído el pacha. Había desaparecido. Lancé un juramento en voz baja. Podía oír de nuevo a los Pájaros, y al mirar hacia el campo de batalla vi que solamente había hierba y cosechas sin pisotear.
»Me di la vuelta y miré a Polidori. Seguía dormido, gimiendo y retorciéndose en el suelo. Nuestros sirvientes venían hacia él. Bien, pensé. Le hacían falta. Hice dar media vuelta a mi caballo y atravesé el campo de batalla. Unos campesinos me ofrecieron espadas rotas y calaveras. Les compré unas cuantas. Por lo demás, seguí cabalgando solo, meditando sobre la caída de Napoleón y la fatídica fugacidad de la mortalidad.
»En el viaje de vuelta a Bruselas, Polidori continuó mirándome en silencio. Tenía la mirada recelosa y llena de miedo. Decidí ignorarlo. Hasta que más tarde, aquella misma noche, después de matar y alimentarme, y cuando estaba caliente por la sangre, me enfrenté a él. Polidori estaba dormido. Lo desperté bruscamente. Lo cogí con fuerza por la garganta. Le advertí que nunca más volviera a leer mis sueños.
»—Lo vi en trance —dijo Polidori con la voz quebrada—. Me pareció que podía ser interesante leerle los pensamientos. La verdad es que —añadió hinchando el pecho— como médico suyo creí que era mi deber hacerlo.
»Le pasé el dedo por la mejilla.
»—No vuelva a intentarlo —le susurré.
»Polidori me miró agresivamente.
»—¿Por qué no, milord? —me preguntó—. ¿Cree que mi mente no es igual que la suya?
»Sonreí.
»—No —le dije bajando la voz. Polidori abrió la boca para decir algo, pero cuando vio mis ojos se le puso el rostro muy pálido y solo acertó a emitir un sonido ininteligible. Después bajó la cabeza. Se dio la vuelta y se marchó. Yo confiaba en que hubiera comprendido.
»Sin embargo, no había manera de refrenar su vanidad. Polidori continuó meditando.
»—¿Por qué —me preguntó unos días después— le saludaron los soldados como su emperador?
»Le miré sorprendido y luego sonreí fríamente.
»—Solo fue un sueño, Polidori.
»—¿Lo fue? —Los ojos se le abultaron y asintió con la cabeza, lleno de excitación—. ¿Lo fue?
»Desvié la vista y miré al exterior por la ventanilla del carruaje para admirar la belleza del Rin. Le aconsejé a Polidori que hiciera lo mismo. Durante unos kilómetros así lo hizo. Seguimos viajando en silencio. Luego Polidori comenzó a señalarme con el dedo.
»—¿Por qué a usted? —volvió a estallar—. ¿Por qué? —Se dio unas palmadas en el pecho—. ¿Por qué no yo? —Lo miré y me eché a reír. Polidori se atragantó de tan furioso como estaba; luego tragó saliva e intentó guardar la compostura—. Le ruego que me diga, milord: ¿qué puede hacer usted que yo no pueda hacer mejor?
»Sonreí débilmente.
»—¿Aparte de escribir un tipo de poesía que se vende? —Me incliné hacia adelante—. Tres cosas. —Cogí una pistola y la amartillé. Polidori se encogió al ver lo que hacía—. Puedo darle al agujero de una cerradura a treinta pasos. —Luego le señalé el Rin—. Puedo atravesar ese río a nado. Y en tercer lugar… —Le coloqué el cañón de la pistola debajo de la barbilla. Le capturé los ojos y le invadí la mente. Conjuré una imagen para él, una imagen de él mismo sujeto y desollado sobre su propia mesa de disección. Vi cómo el color huía del rostro de Polidori. Me eché a reír y me recosté en el asiento—. En tercer lugar —repetí—, como usted mismo acaba de ver… puedo llenarle de terror hasta volverle loco. Así que, doctor, no me tiente.
»Polidori permaneció sentado, boqueando en busca de aire. Volvimos a quedar en silencio. No dijo nada hasta que el carruaje se detuvo para pernoctar. Entonces, mientras salíamos del carruaje, me miró.
»—¿Por qué había de ser usted emperador? —me preguntó—. ¿Por qué habían de aparecérsele a usted los muertos?
El resentimiento y la envidia le oscurecían el rostro. Luego dio media vuelta y se alejó a toda prisa hacia el interior de la posada.
»Le dejé marchar. Las preguntas que me había hecho eran buenas, desde luego. Heredero del pacha, me había llamado lady Melbourne; y el pacha había sido algo muy Parecido a un rey. Yo no quería un poder así, los tiempos de los reyes habían pasado, y aunque fuera un vampiro sabía valorar la libertad. Pero los muertos de Waterloo me habían rendido homenaje. ¿Habrían sido conjurados a modo de mofa? ¿Y quién lo habría hecho? ¿El propio pacha? El pacha estaba muerto, estaba completamente seguro de ello; yo mismo le había atravesado el corazón. Lo había sentido morir, sabía que había sido así.
»No podía ser, pues, su rostro el que yo había visto en Picadilly, o el que, lívido y pálido, había visto recortado en el cielo de Waterloo. Empecé a ser precavido con mis pensamientos. No estaba dispuesto a permitir que nadie se apoderara de ellos de nuevo. Si había alguna criatura que quisiera desafiarme, que así fuese; pero dudaba de que sus poderes pudieran igualarse a los míos. Continuamos nuestro viaje, pasamos por Drachenfells y entramos en Suiza. Los Alpes, invernales y extensos, se alzaban ante nosotros. Durante este tiempo no vi nada extraño. Ningún ser invadió mis sueños. La criatura —fuera lo que fuese— parecía haberse quedado atrás. Estaba complacido, pero no sorprendido. Recordé cuando le había rajado la cara en Waterloo. Habría sido estúpido atreverse a seguir contendiendo conmigo. Al acercarnos a Ginebra empecé a relajarme.
Lord Byron hizo una pausa.
—Cosa que resultó ser un error por mi parte, desde luego.
Rebecca aguardó.
—¿El pacha? —preguntó al rato.
—No, no. —Lord Byron negó con la cabeza—. No, fue un susto por un motivo completamente diferente. Llegamos al Hotel d’Anglaterre. Me apeé del carruaje y entré en el vestíbulo. Al hacerlo noté que flotaba en al ambiente cierto aroma. Me resultaba conocido, mortal, irresistible. Me quedé helado y miré a mí alrededor con la vana esperanza de ver a Augusta. Pero allí solo estaban Polidori y el personal del hotel. Firmé el registro distraídamente. Edad, pedía. De pronto sentí una terrible y cansada desesperación. Cien años, escribí. Luego me retiré a mi habitación tratando de que se me vaciara la mente. Pero era imposible. Por todas partes flotaba el penetrante olor a sangre dorada.
»Una hora después me enviaron una nota a la habitación. Rompí el lacre y la abrí. “Mi queridísimo amor —decía—, siento que hayas envejecido tanto, aunque sospechaba que tendrías ya doscientos años a juzgar por la lentitud de tu viaje. Estoy aquí en compañía de Mary y de Shelley. Espero que tengamos oportunidad de verte pronto. Ciertamente, tengo muchas cosas que contarte. Pero, por ahora, que el cielo te envíe un dulce sueño. Estoy muy contenta”. Estaba firmado simplemente “Claire”.
»—¿Malas noticias? —me preguntó Polidori con su habitual falta de tacto.
»—Sí —respondí lentamente—. Podría decirse que sí.
»Polidori sonrió mostrando los dientes.
»—Oh, vaya —dijo.
»Conseguí evitar a Claire durante dos días. Pero me acosaba enviándome notas todo el tiempo, y yo sabía que al final daría conmigo. Al fin y al cabo había atravesado media Europa para estar a mi lado, y por lo tanto estaba claro que su locura no podía negarse. Finalmente me encontró una tarde, mientras yo estaba remando en el lago con Polidori. Se detuvo para esperarme, con dos acompañantes a su lado. Estaba atrapado. Al acercarme a ella el perfume se hizo cada vez más intenso en mis orificios nasales. Abandoné precipitadamente la barca y me acerqué despacio a Claire. Ésta me tendió la mano y yo se la cogí, aunque de mala gana; se la besé. Al hacerlo me sentí mareado, puesto que me invadió la sed de sangre. Dejé caer apresuradamente la mano de Claire y le di la espalda… a ella y al feto de nuestro hijo nonato.
»—¿Lord Byron?
»Uno de los dos acompañantes de Claire se había adelantado para saludarme. Miré su cara. Era un rostro delicado y pálido, enmarcado por largos cabellos dorados: el rostro de un poeta; casi, pensé, el rostro de un vampiro.
»—¿Señor Shelley? —inquirí. Él asintió—. Me alegro mucho de conocerle —le dije estrechando la mano que me ofrecía. Luego miré al tercer miembro del grupo. Shelley, siguiendo mi mirada, cogió del brazo a su acompañante. La acercó ligeramente hacia mí.
»—Ya conoce usted a Mary, según creo, la hermana de Claire.
»Sonreí y asentí.
»—Sí, conozco a su esposa.
»—No es mi esposa.
»Miré fijamente a Shelley, con sorpresa.
»—Oh, le pido disculpas. Pensaba…
»—Shelley no cree en el matrimonio —comentó Mary.
»Shelley me sonrió con timidez.
»—Tengo entendido que usted tampoco dedica mucho tiempo al estado marital.
»Me eché a reír y así se rompió el hielo. Claire corrió hacia mí, enfadada porque la había estado ignorando, e intentó cogerme del brazo, pero me aparté y la rechacé.
»—Venga usted a cenar conmigo esta noche —le susurré a Shelley al oído—. Pero no traiga a Claire.
»Y luego, haciendo una inclinación de cabeza a las dos hermanas, regresé a la barca.
»Shelley, efectivamente, vino a cenar aquella noche, y acudió solo. Estuvimos hablando hasta el amanecer. Su conversación me cautivó. Era un infiel incorregible. No era solo el matrimonio lo que condenaba: condenaba también a los curas, a los tiranos e incluso a Dios.
»—Éste es el invierno del mundo —me dijo—. Todo está gris y cargado de cadenas. —Pero en esa afirmación no había desesperanza; al contrario, su fe en el futuro ardía como una llama, y yo, que había olvidado lo apasionada que puede ser la esperanza, le estuve escuchando extasiado. Shelley tenía fe en la humanidad; creía que ésta podría alcanzar un estado más elevado. Me burlé de él, por supuesto, porque muchas de las especulaciones que hacía trataban de cosas de las que era imposible que tuviera algún conocimiento. Sin embargo, me intrigó cuando se puso a hablar de abrirle la mente al universo, de que él tensaba sus propias percepciones como las cuerdas de una lira, de manera que sus sensaciones visionarias se incrementaban inmensurablemente—. Hay fuerzas extrañas en el mundo —me dijo— que resultan invisibles para nosotros, pero que a pesar de todo son tan reales como usted y yo.
»Sonreí.
»—¿Y cómo establece contacto con esas fuerzas? —le pregunté.
»—A través del terror —repuso Shelley—. Del terror y del sexo. Ambos pueden servir para abrir la puerta al mundo de lo desconocido.
»Mi sonrisa se hizo más amplia. Miré a Shelley a los ojos. De nuevo pensé que sería un vampiro muy hermoso.
»Decidí que me quedaría en Suiza. Shelley y sus acompañantes se habían instalado en una casa junto al lago. Alquilé una gran villa a unos doscientos metros de distancia de ellos… distancia a la cual el aroma del vientre de Claire se debilitaba. Claire seguía mostrándose inoportuna y había ocasiones en que se negaba a mantenerse alejada de mí. La mayor parte del tiempo, sin embargo, conseguía esquivarla con éxito y mantenía a raya la, para mí, tortura que llevaba en su carne. A Shelley, desde luego, lo veía a todas horas. Paseábamos en barca, cabalgábamos y nos quedábamos hablando hasta altas horas de la noche.
»Al cabo de unas semanas el tiempo empezó a empeorar notablemente. Había nieblas interminables, tormentas y densas lluvias. Nos quedamos en mi villa día y noche. Por las noches nos reuníamos en la sala delantera. En la chimenea gigante ardía un resplandeciente fuego, mientras en el exterior el viento aullaba por encima del lago y hacía vibrar el vidrio de los balcones. A menudo nos situábamos de pie junto a ellos y contemplábamos el juego de los relámpagos sobre los helados picos de las montañas. Aquella vista me inspiraba renovadas preguntas acerca del galvanismo y de la electricidad, y de si existía un principio de vida. A Shelley también le fascinaban esos temas; en Oxford, por lo visto, incluso había llevado a cabo algunos experimentos.
»—¿Con éxito? —le pregunté.
»Shelley se echó a reír y negó con la cabeza.
»—Aunque sigo creyendo que quizá sea posible generar vida —dijo—. Es posible que se pueda reanimar un cadáver.
»—Oh, sí —dijo Polidori, entrometiéndose en la conversación—, lord Byron lo sabe todo acerca de eso, ¿no es cierto, milord? —Se le empezó a contorsionar el rostro con varios tics—. Es el emperador de los muertos —añadió con desprecio. Sonreí ligeramente y lo ignoré. Polidori estaba celoso de Shelley. Tenía buenos motivos. Shelley y yo continuamos hablando. Después de unas cuantas interrupciones más, Polidori nos lanzó un improperio y se apartó de nosotros. Sacó la tragedia que había escrito y empezó a leer en voz alta. Oí la risita de Claire. Polidori interrumpió la lectura y se sonrojó. Miró por toda la habitación. Todos guardamos silencio—. Oiga —dijo Polidori de pronto apuntando hacia Shelley—. Mi poema, ¿qué le parece a usted?
»Shelley permaneció en silencio durante un momento.
»—Creo que es usted un médico excelente —dijo finalmente.
»Polidori se puso a temblar.
»—¿Me está usted insultando? —Quiso saber con voz ronca y trémula.
»Shelley pareció sorprendido.
»—No, Dios me libre —dijo. Se encogió de hombros—. Pero me temo que, en mi opinión, su poema no vale mucho.
»Polidori arrojó violentamente al suelo el manuscrito.
»—Exijo una satisfacción —gritó. Avanzó hacia Shelley—. ¡Sí, señor, exijo una satisfacción!
»Shelley estalló en carcajadas.
»—Oh, por el amor de Dios, Polidori —le dije yo con voz pausada—. Shelley es pacifista. Si quiere usted batirse en duelo, hágalo conmigo.
»Polidori me echó una ojeada.
»—Se burla usted de mí, milord.
»Sonreí.
»—Sí, así es.
»De pronto Polidori dejó caer los hombros. Alicaído, se volvió hacia Shelley.
»—¿En qué le parece que falla mi poema?
»Shelley se quedó pensando. En aquel momento un relámpago cruzó el Jura y toda la sala se iluminó con su resplandor.
»—La poesía —le dijo Shelley mientras el eco del trueno se apagaba— debe ser… —Hizo una pequeña pausa—. Debe ser una chispa de fuego, una descarga eléctrica que dé vida a un mundo muerto, y que le abra los ojos que han estado cerrados durante mucho tiempo.
»Le sonreí.
»—¿Como el terror, entonces?
»Shelley asintió con los ojos muy abiertos y solemnes.
»—Sí, desde luego, Byron, como el terror.
»Me puse en pie.
»—Tengo una idea —dije—. Intentemos ver si la teoría de Shelley es acertada.
»Mary me miró con el entrecejo fruncido.
»—¿Cómo? —preguntó—. ¿Qué quiere decir?
»Me acerqué a un estante y levanté un libro.
»Voy a leer historias de fantasmas —les expliqué—. Y después cada uno de nosotros contará una historia que conozca.
»Recorrí la habitación atenuando las luces. Solo Shelley me ayudó a hacerlo. Polidori miraba con altivez, mientras Claire y Mary se mostraban indecisas y temerosas. Los reuní a todos a mí alrededor y nos sentamos junto al fuego. Cuando empecé, se oyó el satisfactorio rugido de un trueno en el exterior. Aunque a mí no me hacía ninguna falta la tormenta: tan solo con mi voz, lo sabía con toda certeza, podría arrojar un manto de miedo. A los demás les parecía que yo estaba leyendo del libro, pero, naturalmente, no tenía necesidad de él; los cuentos de horror que les conté eran míos. Hubo dos relatos que redacté aquella noche. En el primero, un amante abrazaba a su flamante esposa, la besaba y sentía que ella se convertía en el cadáver de todas las muchachas a las que él había traicionado. Y en el segundo…
Lord Byron hizo una breve pausa y dirigió una sonrisa a Rebecca.
—El segundo contaba la historia de una familia. Su fundador, a causa de sus pecados, estaba condenado a dar el beso de la muerte a todos sus descendientes. —Lord Byron hizo otra pausa—. A todos los que llevaran su misma sangre. Sí —asintió al ver que Rebecca se quedaba paralizada en el sillón—, recuerdo que a Claire le agradó mucho ese relato. Empezó a apretarse el vientre de la misma forma en que lo había hecho Bell. Y entonces… bueno, el aroma que producía el terror de Claire me animó. Les conté mi propia historia, disfrazada, naturalmente, la historia de dos amigos que viajan a Grecia y lo que allí le ocurre a uno de ellos. Cuando terminé el relato reinaba el silencio. Advertí con placer hasta qué punto Shelley parecía estar afectado. Tenía los ojos fijos en algún punto y muy abiertos, casi salidos de las cuencas por la convulsión de los músculos, hasta el punto que parecían dos globos oculares que acabaran de ser colocados en una máscara. El cabello le resplandecía y tenía tal palidez en el rostro que era casi tan brillante como una luz.
»—¿Y eso no es más… que un relato? —preguntó finalmente.
»Levanté una ceja.
»—¿Por qué lo pregunta?
»—Por el modo en que lo ha contado. —Se le abrieron los ojos aún más—. Parecía como si… bueno, como si encerrase una horrible verdad.
»Sonreí, pero al abrir la boca para responderle, Polidori se me adelantó.
»—¡Ahora me toca a mí! —Dijo poniéndose en pie de un salto—. Pero las aviso, señoras —añadió con una galante inclinación de cabeza hacia Mary y Claire—, puede que se les hiele la sangre.
»Se colocó en posición con una vela, se aclaró la garganta y empezó. La historia era ridícula, desde luego. Una mujer, por alguna razón no explicada, llevaba una calavera por cabeza. Tenía la costumbre de espiar por el ojo de las cerraduras. Algo sorprendente le ocurrió, no recuerdo qué. Al final, Polidori se atascó e hizo que la mujer terminara en una tumba, de nuevo por algún motivo que no acerté a ver. La velada, que antes se había visto electrizada por el miedo, cayó en la hilaridad.
»De pronto, en el punto más alto de nuestras risas, Mary lanzó un grito. Las puertas del balcón se abrieron de golpe, el viento irrumpió en la sala y todas las velas se apagaron. Mary volvió a gritar.
»—¡No ocurre nada! —gritó Shelley apresurándose a cerrar las ventanas—. ¡No es más que la tormenta!
»—No —dijo Mary—. Hay algo en el balcón. Lo he visto claramente. —Fruncí el entrecejo y salí con Shelley al balcón. Estaba vacío. Intentamos escudriñar en la oscuridad, pero la lluvia barría el lago hacia nosotros y nos cegaba. Tampoco pude oler nada—. Pues yo he visto una cara —insistió Mary mientras nos disponíamos a encender de nuevo las velas—. Espantosa, maligna.
»—¿Era pálida? —le pregunté—. ¿Tenía los ojos ardientes?
»—Sí. —Mary movió la cabeza a ambos lados—. No. Tenía los ojos… —Me miró—. Tenía los ojos, Byron, como los de usted.
»Shelley me miró fugazmente. Tenía una expresión extraña. De pronto me eché a reír.
»—¿Qué sucede? —preguntó Shelley.
»—Parece probada su teoría —le dije—. Mírenos. Todos nos hemos puesto nerviosos. Polidori, le felicito. —Polidori sonrió e hizo una inclinación de cabeza—. Su historia puede que no haya sido tan risible como yo había creído. Parece que todos estemos alucinando.
»—No me lo he imaginado —insistió Mary—. Hay alguna… cosa… ahí fuera.
»Shelley se acercó a ella y le cogió la mano. Pero no dejó de mirarme fijamente todo el tiempo. Estaba temblando.
»—Quiero irme a la cama —dijo Claire en voz baja.
»La miré.
»—Bueno.
»Claire se levantó y miró por toda la habitación. Luego salió corriendo.
»—¿Shelley? —le pregunté.
»Éste arrugó el entrecejo. Aquel pálido rostro estaba bañado en sudor.
»—Aquí hay algún poder —dijo—, una horrible sombra de poder invisible.
»Comprendí que se iba hundiendo cada vez más profundamente en la oscuridad de mis ojos. Le leí el pensamiento y vi lo enamorado que estaba del éxtasis de su propio miedo. Como la luz de la luna en un mar tempestuoso, tendí sobre su alma los destellos de un mundo más remoto. Se estremeció, dando la bienvenida a su terror a medida que éste aumentaba. Se volvió hacia Mary en un intento de calmar su propio miedo. Pero no iba a escapar tan fácilmente. De nuevo mi poder le invadió la mente. Cuando Shelley miró a Mary, la vio desnuda y sus costados aparecían pálidos, espantosos y deformes; en vez de pezones tenía ojos cerrados, que de pronto se abrieron; brillaron como los de un vampiro, burlándose de él, llamándole. Shelley emitió un agudo grito y luego se quedó mirándome. La piel del rostro se le había contraído en incontables arrugas, líneas de un terror que no podía contener. Puso la cabeza entre las manos y salió corriendo de la sala. Polidori me miró y echó a correr tras él.
»Mary se puso en pie.
»—Esta velada ha sido demasiado fuerte para todos —dijo tras una larga pausa. Miró al exterior, hacia la noche—. Confío en que podamos quedarnos a dormir aquí.
»Asentí.
»—Desde luego. —Luego le dirigí una sonrisa—. Tiene que hacerlo de todas formas. Todavía no hemos tenido ocasión de oír su relato.
»—Lo sé. Pero a mí se me da muy mal inventar. De todas formas, intentaré pensar en algo.
»Hizo una inclinación de cabeza y se giró dispuesta a irse.
»—Mary —la llamé.
»Se dio la vuelta y me miró.
»—No se preocupe por Shelley. Se pondrá bien.
»Mary continuó mirándome a los ojos. Sonrió ligeramente. Luego, sin decir nada, me dejó solo.
»Me quedé en el balcón. La lluvia había cesado, pero la tormenta era aún muy violenta. Me puse a olfatear el viento en un intento de localizar la cara que Mary aseguraba haber visto. Pero no encontré nada. Lo más probable era que se lo hubiese imaginado. Sin embargo, pensé que resultaba extraño que su alucinación se pareciese tanto a la mía. Me encogí de hombros. Había sido una noche sorprendente y embriagadora. Volví a mirar con atención hacia afuera, al fragor de la tormenta. A lo lejos, las montañas brillaban como colmillos, y, a pesar de que estaba oculta detrás de las nubes, yo sabía que había luna llena. El conocimiento de mi propio poder me gritaba en la sangre. Desde la distante ciudad de Ginebra, un reloj dio las dos. Me di la vuelta, entré en la sala y cerré las puertas del balcón. Luego, sin hacer ruido, atravesé la villa hasta la habitación de los Shelley.
»Estaban en la cama, desnudos y pálidos, el uno en brazos del otro. Mary dejó escapar un gemido cuando mi sombra pasó sobre ella; se dio la vuelta entre sueños; Shelley también se removió, de manera que el rostro y el pecho le quedaron vueltos hacia mí. Me quedé de pie a su lado. ¡Qué hermoso era! Como un padre que acaricia las mejillas de su hija dormida, decidí explorar sus sueños. Eran bonitos y extraños. Nunca antes había conocido yo a un mortal como aquél. Me había hablado de que deseaba el poder secreto, el poder del mundo que yace más allá del hombre, y la mente de Shelley, yo estaba seguro de ello, se lo merecía. Aquella noche, abajo, en el salón, le había concedido un atisbo de lo que se encontraba más allá de la mortalidad. Pero aún podía darle más: podía crearlo a mi imagen, podía darle la existencia para la eternidad.
»De pronto sentí un dolor desesperado. ¡Cómo anhelaba tener un compañero de mi especie a quien pudiera amar! Seríamos vampiros, cierto, y estaríamos separados de todo el mundo, pero no desgraciados y solos como me encontraba yo. Me incliné mucho sobre la forma durmiente de Shelley. No sería un pecado convertirlo en un ser semejante a mí. Era vida lo que le daría, y la vida, al fin y al cabo, era el don de Dios. Le puse la mano en el pecho. Sentí el latido de un corazón que esperaba abrirse a mi beso. No. No sería un esclavo lo que iba a crear, ni un monstruo, sino un amante para siempre. No. Ni culpa ni pecado. Recorrí con un dedo el pecho de Shelley.
»Éste no se movió, pero Mary volvió a gemir, como luchando por despertar de algún terrible sueño. La miré; luego dirigí la vista más allá de ella y, lentamente, levanté los labios que tenía puestos sobre el pecho de Shelley.
»El pacha me estaba mirando. Estaba de pie junto a la puerta envuelto en las sombras; tenía el rostro inexpresivo, liso y pálido. Sin embargo, sus ojos parecían penetrar mi alma como la luz. Luego dio media vuelta y desapareció. Me alcé de la cama de Shelley y fui tras el pacha.
»Pero se había ido. La casa parecía estar vacía y no se notaba ningún perfume en el aire que delatara su presencia. Entonces una puerta golpeó violentamente y oí el viento aullar en el pasillo. Eché a correr a lo largo de él. La puerta que había al fondo se movía a causa del vendaval. Detrás se encontraba el jardín. Pasé al exterior y busqué a mi presa. Todo estaba oscuro y revuelto por la tormenta. Entonces, al apuñalar un relámpago las cumbres de las montañas, vi una forma negra iluminada que se recortaba contra las olas del lago. Me apresuré sobre el viento hacia la orilla. Al acercarme a la forma oscura, ésta se dio la vuelta hacia mí y me miró. Todavía tenía el rostro resplandeciente y dotado de un brillo amarillento, y sus facciones parecían aún más crueles de lo que yo las recordaba. Pero era él. Ahora estaba seguro. Era él.
»—¿De qué profundidades del infierno, de qué abismo imposible ha vuelto? —El pacha sonrió, pero no dijo nada—. Maldito sea, maldito sea por siempre, por aparecer de nuevo… —Pensé en Shelley, que seguía dormido en la cama—. ¿Me negará un compañero? ¿Acaso yo no puedo crear, como usted me creó a mí? —La sonrisa del pacha se hizo más amplia. Tenía los dientes amarillos, insoportablemente sucios. El enojo, tan fiero como el viento que soplaba a mis espaldas, me empujó hacia adelante. Sujeté al pacha por la garganta—. Recuerde —le susurre que soy creación suya. Por todas partes veo dicha, de la cual solo yo estoy excluido. Yo era humano; y usted me ha convertido en un demonio. No se burle de mí por desear la felicidad, ni intente frustrar mis ilusiones cuando la busco. —El pacha seguía sonriendo irónicamente. Le apreté más la garganta—. Déjeme —susurré—, creador mío, y por ello mi eterno enemigo.
»El cuello del pacha se quebró a causa de mi apretón. La cabeza se le ladeó y la sangre empezó a manarle de la garganta y a caer sobre mis manos. Dejé caer el cadáver al suelo. Lo miré fijamente y vi que ahora el pacha tenía el rostro de Shelley. Me incliné a su lado. Lentamente, el cadáver se incorporó y se acercó a mí. Me besó en los labios. Abrió la boca. Su lengua era un gordo y blando gusano. Retrocedí. Vi que había estado besando los dientes de una calavera.
»Miré hacia otra parte, y cuando de nuevo dirigí la vista hacia abajo el cadáver había desaparecido. Oí una risa salvaje que resonaba en lo más profundo de mi mente. Miré frenéticamente a mí alrededor. Estaba solo en la orilla, pero la risa iba aumentando de intensidad, hasta que el lago y las montañas parecieron hacerse eco de ella y creí que acabaría por ensordecerme. Pero llegó a su punto culminante y luego se apagó, y en ese preciso momento el cristal de las ventanas del balcón se hizo pedazos, las puertas se abrieron con violencia y libros y papeles se esparcieron a causa del viento. Como una plaga de insectos fueron barridos por el césped del jardín hacia la orilla donde me encontraba de pie; revoloteaban y se posaban en el suelo a mí alrededor, quedaban atrapados en el barro o se hundían lentamente en las aguas del lago. Cogí un libro que, empapado, había quedado a mis pies. Leí el título: El galvanismo y los principios de la vida humana. Lo recordaba muy bien. Yo había leído ese mismo título en la biblioteca de la torre del pacha. Recogí más libros, más hojas diseminadas: los restos de la biblioteca que había traído conmigo. Los apilé en un montón sobre los guijarros de la orilla. Cuando la tormenta amainó, encendí una hoguera. Sin apenas fuerza, la pira empezó a arder. Al salir el sol salió a saludarlo un penacho de humo negro que atravesaba el lago.
Lord Byron hizo una pausa. Rebecca lo miró fijamente.
—No lo comprendo… —dijo por fin.
Lord Byron cerró los ojos.
—Me sentía burlado —dijo en tono pausado.
—¿Burlado?
—Sí… mis esperanzas habían sido sometidas a burla.
Rebecca enarcó las cejas.
—¿Se refiere a su búsqueda del principio de la vida?
—¿Ve lo vacías y melodramáticas que suenan siempre esas palabras? —dijo lord Byron sonriendo amargamente. Movió la cabeza de un lado a otro—. Sin embargo, yo había creído que estaba exento. Era un vampiro, al fin y al cabo. ¿Quién era yo para decir lo que era imposible? Pero aquella mañana, de pie junto al lago, mientras se esparcían las cenizas de mi hoguera de libros, lo único que sentí fue impotencia. Tenía grandes poderes, sí, pero ahora sabía que había otros con poderes aún mayores, y más allá de nosotros, insondable, el universo. ¿Cómo podía albergar esperanzas de encontrar el inicio de la vida? Era una ambición sin esperanza, una ambición más apropiada para un cuento gótico, alguna historia de ciencia-ficción o de fantasía. —Lord Byron hizo una breve pausa y torció los labios en una sonrisa—. Así, el odio que sentía por el pacha, por mi creador, al que al parecer yo era incapaz de destruir, ardía con más fuerza que nunca. Yo anhelaba una confrontación final y fatídica. Pero el pacha, como un auténtico dios, se ocultaba ahora de mí.
»La inquietud empezó a corroerme de nuevo. Pensé en partir hacia Italia, pero la reticencia que sentía a separarme de Shelley era demasiado grande; en lugar de eso fuimos de excursión alrededor del lago. Aún anhelaba dar mi sangre a Shelley para convertirlo en un vampiro como yo, pero ya no deseaba imponérselo por la fuerza. Mi odio hacia el pacha me servía de aviso; no quería lo que él había obtenido: el odio eterno por parte del ser que había creado. Así que decidí tentar a Shelley insinuándole lo que podría darle; le susurraba oscuros y extraños misterios. ¿Me entendía Shelley? Quizá… quizá, sí… ya entonces. Ocurrió en cierta ocasión, cuando íbamos en barca por el lago. Se levantó una tormenta. Se rompió el timón. Estábamos convencidos de que íbamos a hundirnos. Me quité la chaqueta, pero Shelley se quedó quieto, sentado, y se limitó a mirarme fijamente.
»—¿No lo sabía usted? —me dijo—. No sé nadar.
»—Entonces déjeme que lo salve —le grité intentando cogerlo; pero Shelley se echó hacia atrás.
»—Me da miedo cualquier don de vida que proceda de usted —me dijo.
»—Se ahogará.
»—Más que de eso, tengo miedo de…
»—¿De qué, Shelley? ¿De la vida? —le pregunté sonriendo.
»Se aferró a los bordes de la barca y se quedó mirando hacia las aguas; luego levantó de nuevo la vista hacia mis ojos.
»—Tengo miedo —me dijo— de ser arrastrado hacia abajo, abajo, abajo.
»Y se quedó sentado donde estaba, con los brazos cruzados, y entonces comprendí que yo había fracasado, por lo menos durante aquel verano. La tormenta amainó, la barca quedó a salvo y nosotros también. Ninguno de los dos mencionó lo sucedido. Ahora yo estaba preparado para irme a Italia.
»Sin embargo, me quedé. Fue la sangre de mi hijo nonato, naturalmente, lo que me mantuvo allí. Como antes, me torturaba y me tentaba. El peligro se hacía cada vez mayor. Me negaba a quedarme a solas con Claire. Con Shelley también me sentía incómodo, y Polidori, desde luego, era insufrible. De todo el grupo, a quien más veía era a Mary, que estaba escribiendo un libro. Se lo habían inspirado, según ella, las pesadillas que había tenido durante aquella terrible tormenta. La novela contaba la historia de un científico que creaba vida. Su creación lo odiaba y a su vez era odiada por él. Mary llamaba a esa novela Frankenstein.
»Leí parte del manuscrito. Tuvo un profundo y terrible efecto sobre mí. Había mucho en ella —demasiado— que yo reconocía. “Oh, Frankenstein —le decía el monstruo a su hacedor—, yo debería ser tu Adán, pero soy más bien el ángel caído, a quien tú has alejado del gozo sin haber cometido ningún pecado”.
»Me estremecí ante aquellas palabras. Desde aquel momento animé a Shelley a que se fuese, a que se llevase a Claire con él y cuidase del niño. Por fin lo hicieron. Ahora ya estaba listo. Saldría en persecución de mi propio Frankenstein. Y sin embargo… —Lord Byron hizo una pausa—. No, el pacha no era del todo un Frankenstein, y el efecto de aquel libro no residía del todo en su verdad. La novela, aun con todo su poder, no era más que ficción. No había ninguna ciencia que fuera capaz de generar vida. La creación seguía siendo un misterio. Todavía me sentía impresionado por lo ridículas que habían sido mis ambiciones. Me alegraba de haber contemplado cómo ardía mi biblioteca.
»Despedí a Polidori. Ya no tenía necesidad de él. Le pagué generosamente, pero él se tomó a mal mi decisión con su habitual carácter envidioso.
»—¿Por qué ha de ser usted quien tenga poder para hacer esto? —me preguntó mientras contaba el dinero—. ¿Por qué no yo?
»—Porque yo pertenezco a una categoría diferente.
»—Sí. —Polidori entornó mucho los ojos—. Sí, milord, creo que así es.
»Me eché a reír.
»—Nunca he negado que tiene usted una gran perspicacia.
»Me sonrió con desprecio y luego sacó un pequeño vial del bolsillo. Lo sostuvo a la luz.
»—Su sangre, milord.
»—¿Qué?
»—Me ha estado usted pagando para que realizara pruebas con ella, ¿se acuerda?
»—Sí. ¿Qué ha encontrado?
»Polidori volvió a sonreír de modo desagradable.
»—¿Se atreve usted —emitió una risita por lo bajo—, se atreve usted a despreciarme sabiendo lo que sé?
»Me quedé mirándolo fijamente. Polidori se estremeció y empezó a mascullar algo en voz baja. Le invadí la mente y se la llené de un ciego terror.
»—No me amenace —le dije en un susurro. Le quité de las manos el vial de sangre—. Y ahora, váyase.
»Polidori se puso en pie. Salió tambaleante de la sala. Al día siguiente, sin haberle visto de nuevo, me marché.
»Subí hasta muy arriba por el camino que cruza los Alpes. Hobhouse había venido a reunirse conmigo. Continuamos el viaje juntos. Cuanto más avanzábamos, más mareante resultaba la altura de los muros de roca que parecían inclinarse sobre nosotros. Por encima se elevaban las crestas de hielo e inmensas gargantas se extendían por debajo; sobre las cimas cubiertas de nieve se remontaban las águilas con las alas extendidas.
»—Esto es como Grecia —comentó Hobhouse—. ¿Te acuerdas, Byron? En Albania…
»Se le apagó la voz. Miró hacia atrás por encima del hombro, como presa de un involuntario miedo. Yo también me di la vuelta. El camino estaba vacío. Por encima de él se extendía un bosque de pinos marchitos. Tenían los troncos desnudos y sin corteza, y las ramas sin vida. Su aspecto me recordó a mi propia familia y a mí mismo. Al otro lado del camino se extendía un glaciar como un huracán helado. “Sí —pensé—, si viene, tiene que ser aquí”. Me sujeté con firmeza. Estaba preparado para enfrentarme a él. Pero el camino seguía tan vacío como antes.
»Luego, más o menos a la hora del crepúsculo, después de pasar el Grindenwald, oímos el ruido de cascos de caballo. Miramos hacia atrás y nos quedamos esperando. Un hombre, solo, se acercaba a nosotros por detrás. Vi que tenía en el rostro un brillo amarillento. Desenfundé la pistola, pero cuando el jinete llegó a nuestra altura, volví a meterla en la funda.
»—¿Quién es usted? —le grité. No era el pacha.
»El viajero sonrió.
»—Ahasver —repuso.
»—¿Quién es usted? —le repitió Hobhouse con la pistola amartillada y lista en la mano.
»—Un viajero errante —respondió el jinete. Tenía un acento extraño, pero dotado de una melodía bellísima que penetraba en el alma. Volvió a sonreír y me dirigió una inclinación de cabeza—. Soy un vagabundo, como su amigo aquí presente, señor Hobhouse. Solo un vagabundo.
»—¿Nos conoce?
»—Ja, naturlich.
»—¿Es usted alemán? —le pregunté.
»El viajero se echó a reír.
»—¡No, no, milord! Aunque sí amo a los alemanes. Son una raza de filósofos, y sin la filosofía… ¿quién habría que creyera en mí?
»Hobhouse frunció el entrecejo.
»—¿Por qué no iban a creer en usted?
»—Bueno… quizá, señor Hobhouse, porque mi existencia es un imposible.
»Sonrió y se volvió hacia mí, como si sintiera el brillo de mis ojos.
»—¿Quién es usted? —le pregunté en voz baja. El viajero me observó con una mirada tan profunda como la mía.
»—Si ha de llamarme usted algo, milord, que sea… —Hizo una pausa—. Judío. —Sonrió—. Sí, judío. Como los miembros de esa extraordinaria y estimable raza, yo pertenezco a todos los países, pero a ninguno de ellos en particular.
»Hobhouse arrugó la frente.
»—Este hombre es un maldito lunático —me siseó al oído.
»Le indiqué por señas que se callase. Contemplé el rostro del viajero. Era una extraordinaria mezcla de vejez y juventud. Tenía el cabello largo y canoso, pero sus ojos eran tan profundos y brillantes como los míos, y su rostro carecía por completo de arrugas. No era un vampiro, o al menos no parecía serlo, pero tenía un aire de extraordinario misterio, que yo encontraba repugnante pero que al mismo tiempo inspiraba un pavoroso respeto.
»—¿Desea cabalgar con nosotros? —le pregunté. Ahasver hizo un movimiento afirmativo con la cabeza—. Entonces continuemos y apretemos el paso —dije tirando de las riendas de mi caballo—. Todavía nos queda una hora hasta llegar a la próxima posada.
»Durante todo el trayecto le estuve observando. Hablamos. Él lo hacía en inglés, pero de vez en cuando se desviaba hacia otras lenguas, unas modernas, otras antiguas, algunas de las cuales yo ni siquiera podía reconocer. Pronto averigüé que había estado en el Este. Aquella noche cenó con nosotros y después se retiró temprano a su habitación. Yo no dormí. Mantuve vigilada su habitación. A las dos lo vi salir y atravesar la posada. Lo seguí.
»Ascendió por los riscos con increíble velocidad. Trepó sobre grietas de hielo y subió por serpenteantes glaciares. Delante, dentadas como una ciudad de la muerte, aguardaban las cimas de las montañas, que parecían despreciar las obras del hombre, pero Ahasver no era un ser mortal al que aquellos muros pudieran repeler. No. Yo sabía lo que era. Recordé cómo los fantasmas de Picadilly habían cambiado de forma ante mis ojos. Recordé cuando le rompí el cuello al pacha y me encontré sujetando un esqueleto. Qué poderes tenía. Cómo cambiaba, era algo que yo no sabía; pero estaba seguro de una cosa: era el pacha lo que yo iba persiguiendo por aquella ladera de montaña.
»Se mantuvo dentro del alcance de mi vista todo el camino. ¿Me estaba guiando deliberadamente? No me importaba; uno de los dos iba a morir y casi me daba igual cuál de los dos fuese. Llegué al borde de un precipicio. Mi presa iba justo delante. Miré a mí alrededor. Pero las rocas aparecían vacías y desnudas. Miré hacia abajo, delante de mí, a las brumas que hervían alrededor de los glaciares. Luego oí una pisada a mis espaldas. Me di la vuelta. Allí, frente a mí, estaba el pacha.
»Rápido como el pensamiento, me lancé contra él. El pacha se tambaleó y vi que un súbito pánico se reflejaba en su rostro al tiempo que resbalaba. Se agarró a mí y tiró hacia abajo, de modo que los dos rodamos por el borde del precipicio, cuyo abismo parecía llamarnos. Sentí que el pacha cambiaba y se derretía en mis brazos, pero continué sujetándolo con fuerza y le aplasté la cabeza contra las rocas hasta que la sangre y los sesos salieron volando. Pero seguí golpeando la calavera. La resistencia del pacha empezó a ceder. Al final se quedó tumbado en el suelo, inmóvil; me detuve; el pacha todavía tenía los ojos abiertos, pero mostraban el barniz de la muerte. Luego, lentamente, aquella cara destrozada comenzó a cambiar. Ahora era Ahasver quien me miraba. Apenas me fijé en ello. Le clavé el cuchillo en el corazón una y otra vez. Le pateé todo el cuerpo. Y me quedé mirando cómo se hundía en el abismo que se abría allí abajo.
»En lento éxtasis, me puse a caminar por el borde del precipicio. Sentía sed. Regresaría al camino, buscaría a algún viajero y lo desangraría. Delante de mí, brotando de una hendidura en la roca, caía un torrente; parecía la cola de un caballo blanco ondeando al viento, el pálido caballo blanco en el que cabalga la Muerte en el Apocalipsis.
»—Muerte. —Susurré la palabra para oír el sonido que producía—. Muerte. —Era como si no la hubiera oído nunca antes. De pronto me parecía un sonido espantoso, extraño, desconocido—. ¡Muerte!
»Las rocas de la montaña devolvieron el eco de mi grito. Me di la vuelta. Ahasver me estaba sonriendo. Tenía el rostro tan liso como antes. Lentamente, dobló una rodilla.
»—Es usted digno de ser emperador.
»Lo miré fijamente; se encontraba de pie junto a la caída del torrente.
»—El pacha… —dije. Fruncí el entrecejo. Luego me puse a temblar—. Usted no es él. Él está muerto.
»La expresión de Ahasver no cambió.
»—Sea lo que sea, esté donde esté él en estos momentos… usted es ahora el emperador. —Sonrió de pronto y me saludó—. Vive l’Empereur!
»Yo recordaba el grito de Waterloo.
»—Durante este tiempo —le dije lentamente—, desde que me fui de Inglaterra, ha estado usted persiguiéndome, burlándose de mí. ¿Por qué?
»Ahasver se encogió de hombros; luego inclinó la cabeza en señal de asentimiento.
»—Me aburro —dijo—. La eternidad pasa lentamente.
»—¿Qué es usted? Usted no es un vampiro.
»Ahasver se echó a reír desdeñosamente.
»—¿Un vampiro? No.
»—¿Entonces qué es?
»Ahasver miró hacia donde las brumas ondulaban como mares lejanos.
»—Hay fuerzas en este mundo —dijo al cabo de unos instantes— llenas de poder, extrañeza y sublimidad. Usted mismo, milord, tiene pruebas de ello. En usted, los polos opuestos de la vida y la muerte se confunden; lo que el hombre separa falsamente, usted lo reúne. Y usted es grande, milord, muy grande, pero hay poderes y seres aún mayores que usted. Le digo esto para advertirle y ayudarle en su sufrimiento. —Me acarició las mejillas y luego me besó—. Ah, milord —dijo—, sus ojos son tan profundos, tan hermosos y peligrosos como los míos. Es usted extraordinario… extraordinario. —Me cogió por el brazo y me condujo por el borde del precipicio—. A veces me aparezco a los hombres para torturarlos con ideas de eternidad, pero con los vampiros, que me comprenderían mejor y por ello se aterrarían más genuinamente, nunca lo hago. Sin embargo, usted… usted es distinto. Ya había oído rumores de que los Señores de la Muerte tenían un nuevo emperador. Luego la fama que adquirió usted empezó a llenar el mundo. Lord Byron… lord Byron. Su fuerza parecía revolotear en todas las lenguas. Yo estaba intrigado. Y decidí venir hasta usted. Decidí ponerlo a prueba. —Ahasver hizo una pausa y sonrió—. Milord, puedo prometerle esto: usted será un emperador como los vampiros no han conocido otro. Y por eso le advierto. Si me he estado burlando de sus esperanzas es solo para recordarle que no puede escapar de su naturaleza. Imaginar otra cosa es torturarse a sí mismo. No confíe en la ciencia mortal, milord. Usted es una criatura más allá de lo que la ciencia pueda explicar. ¿Espera de verdad que la ciencia pueda liberarlo de la sed? —Ahasver se echó a reír e hizo un gesto con la mano—. Si el abismo pudiera vomitar sus secretos… —Aguardó. Debajo de nosotros la sima estaba tan silenciosa como antes. Ahasver volvió a reírse—. La verdad profunda no tiene imagen, milord. Lo que yo sé, usted no puede saberlo. Así que conténtese con su inmortalidad.
»—¿Usted bebe sangre? —Ahasver me miró fijamente y no contestó—. ¿Bebe sangre? —le repetí amargamente—. No. Entonces, ¿cómo puede decirme que me contente? Estoy maldito. ¿Cómo puede entender eso?
»Ahasver sonrió débilmente. En sus ojos creí ver un brillo de burla.
»—Toda inmortalidad, milord, es una maldición. —Hizo una pausa y me cogió las manos—. Pero acéptela, acéptela tal como es y entonces se convertirá en una bendición —dijo abriendo mucho los ojos—, en una oportunidad, milord. Y no odie su inmortalidad. Reciba la grandeza que está esperando para ser suya. —Se apartó de mí y señaló hacia las montañas y el cielo—. Es usted digno de gobernar; más digno de lo que lo haya sido antes ninguno de los de su estirpe. Hágalo, milord. Gobierne como emperador. Así es como le ayudo, aconsejándole que abandone ese ridículo sentimiento de culpa. ¡Vea! ¡El mundo está a sus pies! Aquellos que sobrepasen o sometan a la humanidad siempre deben mirar con desprecio el odio de los que tienen debajo. No tema lo que es usted. ¡Goce de ello!
»Debajo de nosotros las nubes hervían, blancas y sulfurosas, como espuma de los océanos del Infierno. Pero al mirarlas vi cómo se debilitaban y separaban, y un profundo abismo se abrió para mí. Mi espíritu, como el relámpago, pareció lanzarse como un dardo a través del vacío. Sentí que el rico pulso de la vida llenaba los cielos. Las montañas parecían moverse y respirar, e imaginé la sangre corriendo por sus venas de piedra, las vi con tanta viveza que anhelé apartar las rocas y alimentarme de ellas y de todo el mundo. Creí que aquella pasión, aquella pasión de inmortalidad, me abrumaría, pero no fue así, porque mi mente se había vuelto colosal, expandida por la belleza de las montañas y de mis pensamientos. Me volví hacia Ahasver. Había cambiado. Se estiraba hacia lo lejos, muy alto por encima de los picos, hacia el cielo; era una oscura forma de sombra gigantesca que se encontraba con el alba al elevarse ésta por encima del Mont-Blanc. Sentí que me elevaba con él moviéndome con el viento. Vi los Alpes que se extendían muy por debajo, a lo lejos.
»—¿Qué es usted? —volví a preguntarle—. ¿Un ser de qué naturaleza? —Sentí que la voz de Ahasver repetía dentro de mis pensamientos: “Usted es digno de gobernar… ¡Goce de ello!”—. ¡Sí! —grité, riendo—. ¡Sí!
»Luego noté la roca bajo mis pies. El viento gemía y me azotaba la espalda. El aire era frío. De nuevo estaba solo. Ahasver había desaparecido.
»Volví a la carretera. Maté al primer campesino con el que me encontré y lo vacié. Sentí cuan espantoso era yo, qué insondable y qué solo me encontraba. Más tarde, con Hobhouse, pasé a caballo junto al cadáver de mi víctima. Había mucha gente en torno a él. Un hombre estaba inclinado sobre el pecho del muerto. Cuando pasamos, levantó los ojos y me miró a la cara. Era Polidori. Le sostuve la mirada hasta que él la apartó. Arreé a mi caballo con un movimiento de las riendas. Me eché a reír al pensar que venía siguiéndome. Yo era un vampiro. ¿No comprendía el muy necio lo que eso significaba? Me eché a reír otra vez.
»—Bueno —dijo Hobhouse—. Parece que de pronto te has puesto muy contento.
»Descendimos y nos adentramos en Italia. Por el camino fui matando y bebiendo sangre sin remordimiento alguno. Una noche, en las afueras de Milán, capturé a un pastor, un guapo muchacho. Tenía la sangre tan tierna y suave como los labios. Al beberla sentí que alguien me tocaba en la espalda.
»—Caramba, Byron, usted siempre ha tenido buen ojo. ¿De dónde ha sacado esta preciosidad?
»Levanté la vista y sonreí.
»—Lovelace.
»Lo besé. Seguía tan dorado y cruel como antes.
»Se echó a reír y me abrazó.
»—Le hemos estado esperando —me dijo—. Bien venido, Byron, bien venido a Milán.
»Había otros vampiros que se habían congregado en la ciudad. Habían venido, según me explicó Lovelace, a presentarme sus respetos. Aquello no me resultó extraño. Su homenaje, al fin y al cabo, no era sino lo que me merecía. Eran doce los vampiros de Italia. Mortíferos, hermosos y con grandes poderes, tan grandes como los de Lovelace. Pero yo era más grande que todos ellos, era algo que notaba fácilmente, cosa que no me había ocurrido antes, e incluso Lovelace parecía ahora intimidado por mí. Le hablé, mediante extrañas insinuaciones, de mi encuentro con Ahasver. Él nunca había oído hablar antes de semejante ser. Y eso me complació. Donde antes él había sido el profesor, ahora yo mandaba por instinto. Él y los demás vampiros respetaron mi orden de dejar en paz a Hobhouse. En cambio cazamos otras presas, y en nuestros banquetes corrió el rojo de la sangre viva.
»Teníamos por costumbre, antes de esos banquetes, asistir a la ópera. Una noche lo hice con Lovelace y otro vampiro, tan bello y cruel como cualquiera de los dos: la condesa Marianna Lucrezia Cenci. Cuando ella descendió de nuestro carruaje y se alisó las faldas del traje carmesí, olfateó el aire, entornó sus verdes ojos y se volvió hacia mí.
»—Hay alguien ahí fuera —me dijo—. Nos ha estado siguiendo. —Se acarició los guantes a todo lo largo del brazo en un gesto muy parecido al de un gato cuando se limpia—. Lo mataré.
»Fruncí el entrecejo. Yo también podía oler la sangre de nuestro perseguidor.
»—Después —dijo Lovelace cogiendo a Marianna del brazo—. Apresurémonos o nos perderemos el comienzo de la ópera.
»Marianna me miró. Asentí. Ocupamos nuestros sitios en el palco privado. La representación de aquella noche era una obra de Mozart: Don Giovanni, el hombre que sedujo a mil mujeres y las abandonó a todas. Cuando dio comienzo la función nuestros ojos empezaron a relucir; era una historia escrita, así lo parecía, para que nos resultase atractiva a nosotros. Lovelace se volvió y me sonrió.
»—Pronto verá, Byron, cómo a ese pillo se le enfrenta su mujer. Él la había abandonado porque sentía la comezón de una irrefrenable villanía.
»Volvió a sonreír.
»—Un hombre como mi propio corazón —repuse. Entró la esposa; el protagonista salió corriendo; el criado se quedó para arreglar las cosas. Empezó a cantarle a la esposa, describiendo las conquistas de su amo por todo el mundo. “En Alemania, doscientas treinta y una; cien en Francia; en Turquía, noventa y una”. Reconocí inmediatamente la melodía. Me giré hacia Lovelace—. Ésta es la melodía que usted tarareaba —le dije— cuando íbamos de caza en Constantinopla y en Grecia.
»Lovelace asintió.
»—Sí, pero mi lista de víctimas es muchísimo más larga.
»Marianna se volvió hacia mí al tiempo que se echaba hacia atrás el largo cabello negro.
»—Deo, esto me da sed de matar.
»En aquel momento se produjo un altercado. La puerta de nuestro palco se abrió. Me giré para ver de qué se trataba. Un joven ojeroso me estaba mirando. Era Polidori. Levantó el brazo y apuntó hacia nosotros.
»—¡Vampiros! —gritó—. ¡Son vampiros, los he visto, tengo pruebas!
»Mientras el público se volvía en los asientos para mirar hacia nuestro palco, Marianna se puso en pie.
»—Mi scusi —dijo en un susurro.
»Unos soldados entraron en el palco. Ella les dijo algo en voz baja. Los soldados asintieron con la cabeza y luego cogieron a Polidori bruscamente sujetándolo por los brazos. Se lo llevaron a rastras.
»—¿Adónde lo han llevado? —pregunté.
»—A los calabozos.
»—¿Por qué delito?
»—Uno de los soldados lo acusará de haberlo insultado. —Marianna sonrió—. Así es como se hace, milord.
»Asentí. La ópera continuaba. Vi cómo Don Giovanni era arrastrado al infierno.
»—¡Arrepiéntete! —Se le exigía.
»—¡No! —replicaba Don Giovanni.
»—¡Arrepiéntete!
»—¡No!
»Admiré su valor. Marianna y Lovelace también parecían complacidos.
»Cuando salimos, de nuevo en la oscuridad de las calles, Marianna y Lovelace tenían los ojos brillantes y ávidos de sed.
»—¿Viene, Byron? —me preguntó Lovelace.
»Marianna movió la cabeza haciendo un gesto de negación. Me sonrió al tiempo que cogía del brazo a Lovelace.
»—Milord tiene otros asuntos esta noche.
»Asentí. Llamé a mi carruaje para que se acercase.
»Polidori me estaba esperando.
»—Sabía que vendría —me dijo temblando cuando entré en el calabozo—. ¿Ha venido a matarme?
»Sonreí.
»—Tengo la costumbre de intentar no matar a aquellos a quienes conozco.
»—¡Vampiro! —Escupió de pronto Polidori—. ¡Vampiro, vampiro, vampiro! ¡Maldito y odioso vampiro!
»Bostecé.
»—Sí, gracias, lo ha dejado muy claro.
»—¡Sanguijuela! —Me eché a reír. Entonces Polidori se estremeció. Se apretó mucho contra la pared del calabozo—. ¿Qué va a hacer conmigo? —me preguntó.
»—Van a expulsarlo del territorio de Milán. Se irá usted mañana. —Le arrojé una bolsa de monedas—. Tenga… coja esto y no vuelva nunca a intentar seguirme.
»Polidori miró las monedas con incredulidad. Luego, de pronto, me las volvió a lanzar.
»—Usted lo tiene todo, ¿no es eso? —me gritó—. Riqueza, talento, poder… y ahora incluso generosidad. ¡Oh, maravilloso! El demonio que resulta bueno. Pues, condenado sea, Byron, váyase al infierno. Es un maldito tramposo, eso es lo que es. ¡Lo desprecio, lo desprecio! ¡Si yo fuera un vampiro, yo sería el señor! —Se derrumbó y cayó a mis pies, sollozando. Tendí la mano hacia él. Polidori se encogió—. ¡Maldito sea! —volvió a gritar.
»Luego cayó hacia adelante y apoyó la cabeza en mis rodillas. Suavemente, le acaricié los mechones del pelo.
»—Coja el dinero —le dije en voz baja— y váyase.
»Polidori me miró.
»—Maldito sea.
»—Váyase.
»Polidori permaneció arrodillado, en silencio.
»—Yo sería una criatura de un poder terrible —me dijo finalmente—, si fuera vampiro.
»Se hizo el silencio. Lo miré con una mezcla de compasión y desprecio. Él empezó a lloriquear. Lo empujé hacia atrás con el pie. La luz de la luna entraba por una ventana del calabozo. Di un puntapié a Polidori para que quedase tendido a la luz. Lloraba mientras yo le arrancaba la camisa. La sangre empezaba a arderme. Le puse el pie en el pecho. Él me miraba sin pronunciar palabra. Le mordí la garganta y luego le abrí el pecho con una daga. Bebí la sangre que manaba de la herida mientras le rompía los huesos hasta que el corazón quedó al descubierto. Todavía latía, aunque débilmente. La desnudez de Polidori era horrible. Yo había estado desnudo del mismo modo: privado de dignidad, de vida y de humanidad. Su corazón sufrió un espasmo, como un pez en la orilla del río, y luego quedó inmóvil. Me moví sobre el cadáver. Y entonces le concedí el Don.
Lord Byron se quedó sentado en silencio. Miró hacia algo en la oscuridad, algo que Rebecca no podía ver. Luego se pasó los dedos entre los rizos del pelo.
—El Don… —dijo Rebecca por fin—. ¿Qué es eso?
—Algo terrible.
Rebecca aguardó.
—¿Indescriptible?
Lord Byron la miró fijamente.
—Hasta que uno lo ha recibido… sí.
Rebecca ignoró las implicaciones de la expresión «hasta que».
—Y Polidori —preguntó—. ¿Se recuperó?
Se daba cuenta de lo inapropiado de la expresión que había utilizado en aquella pregunta. Se le apagó la voz.
Lord Byron sirvió otra copa de vino.
—Se despertaría de la muerte, si es a eso a lo que se refiere.
—¿Cómo…? Quiero decir…
Lord Byron sonrió.
—¿Cómo? —Preguntó él a su vez—. Abrió los ojos… respiró afanosamente… un movimiento convulsivo le agitó los miembros. Me miró. Abrió la boca y masculló unos sonidos inarticulados mientras una sonrisa le arrugaba las mejillas. Puede que hablase, no lo oí; tenía una mano tendida hacia mí, pero yo no podía soportar aquella visión, aquel cadáver, aquel horrible monstruo al que yo le había dado la existencia. Me di la vuelta y salí del calabozo. Pagué a los guardias. Ellos acompañaron a Polidori a la frontera. Varios días después fueron encontrados, rajados y desangrados. Todo se mantuvo en secreto.
—¿Y Polidori?
—¿Qué quiere saber de él?
—¿Volvió usted a verlo?
Lord Byron sonrió. Miró a Rebecca con ojos ardientes.
—¿No lo ha adivinado? —le preguntó.
—¿Adivinado?
—¿La identidad del hombre que la ha enviado aquí esta noche? ¿El hombre que le mostró los papeles? ¿El hombre del puente? —Lord Byron asintió con la cabeza—. Oh, sí —dijo—. Yo habría de ver de nuevo a Polidori.