Capítulo VI

Si pudiera explicar larga y detenidamente las verdaderas causas que han contribuido a incrementar este quizá de natural excitable temperamento que tengo, esta melancolía que me ha hecho célebre, nadie se extrañaría; pero eso es imposible sin causar demasiado daño; no sé lo que ha sido la vida de otros hombres, pero no puedo concebir nada más extraño que algunas de las más tempranas etapas de mi vida. He escrito mis memorias, pero he omitido todas las partes realmente importantes y de consecuencias sustanciales por deferencia a los muertos, a los vivos y a aquellos que se ven obligados a ser ambas cosas a la vez.

Lord Byron, Pensamientos sueltos

El cielo sobre Aheron había cambiado, ahora era de una oscuridad terrible, como si fuese una señal de duelo por la muerte del señor del castillo. Mi caballo relinchó atemorizado cuando lo monté y lo espoleé por el tortuoso camino que iba montaña abajo. Vi que había centinelas con antorchas encendidas en las almenas, y les oí gritarme cuando pasé por las puertas abiertas. Me di la vuelta para mirarlos; me señalaron hacia la aldea y volvieron a gritar lo que parecían palabras de aviso, pero el viento ululaba entre las rocas y las voces de los centinelas se perdieron. Seguí galopando y pronto había dejado atrás las almenas; tiré de las riendas del caballo; delante de mí, de un color blanco fantasmal bajo el pesado cielo de tonos verdes, se extendía la aldea.

»Estaba tan desierta como siempre, pero por alguna razón, el estado de mis nervios, quizá, o algún presentimiento, volví a sacar la pistola y miré hacia las ruinas vacías, como temeroso de lo que pudiera encontrar en ellas. Pero no había nada, así que espoleé el caballo y continué en dirección a la basílica. Pero al pasar por delante de la casa de Petro vi una pequeña forma que se hallaba de pie, inmóvil, a un lado del camino.

»—¡Lord Byron! —me llamó con voz aguda y aflautada. Tiré de las riendas del caballo y lo miré fijamente. Era el hijo de Petro, el niño de cara demacrada que me había quitado la moneda aquella mañana—. Por favor, entre en casa —me dijo. Hice un movimiento de negación con la cabeza, pero él señaló hacia la casa y pronunció una sola palabra—: Haidée.

»Entonces, naturalmente, desmonté y lo seguí.

»Entré en la casa. En el interior de la misma todo estaba oscuro, no había velas ni fuego. Oí que la puerta se cerraba detrás de mí y que luego echaban el cerrojo. Miré a mí alrededor sobresaltado, pero el niño clavó en mí la mirada, con aquel rostro tan solemne que resplandecía pálido en la oscuridad, y me señaló de nuevo hacia la puerta de una segunda habitación. Avancé hacia allí.

»—Haidée —llamé—. ¡Haidée!

»No hubo respuesta. Pero entonces oí unas risitas, unas risas agudas y emitidas en voz baja que procedían de la habitación que había justo delante de mí. Tres o cuatro voces infantiles empezaron a corear:

»—¡Haidée, Haidée, Haidée!

»Se oyeron más risitas y luego se hizo el silencio. Abrí la puerta.

»Cuatro pares de ojos muy abiertos me miraban: tres niñas y un niño muy pequeño. Tenían el rostro tan pálido y solemne como el de su hermano; luego una de ellas, la más bonita de las niñas, me sonrió, y aquel rostro infantil me pareció de pronto la cosa más cruel y depravada que hubiera visto nunca. Enseñó los dientes; tenía en los ojos un resplandor plateado; los labios, que ahora ya podía ver, eran rojos y obscenos. Luego me di cuenta de que estaban teñidos de sangre; los cuatro niños se encontraban agachados sobre el cuerpo de una mujer, y cuando avancé un paso alcancé a ver que su comida era la madre de Petro, cuyo rostro estaba helado en la agonía de la muerte con un horror indescriptible. Sin pensarlo, me incliné a su lado; extendí la mano para acariciarle el cabello; entonces ella también me miró, con ojos llameantes, y se irguió; los dientes le relucieron mientras emitía un siseo de sed. Todos los niños emitieron una risita de deleite cuando su abuela me lanzó un zarpazo a la garganta, pero la mujer era bastante lenta. Retrocedí, le apunté con la pistola y le atravesé el pecho de un disparo. Luego sentí unas uñas que me arañaban la espalda: el quinto niño, el que me había guiado hasta el interior de la casa, trataba de trepar sobre mí. Me lo sacudí de encima y luego, instintivamente, mientras él caía al suelo, le disparé también. El cráneo voló hecho pedazos, y los otros niños retrocedieron, encogidos; pero luego vi, horrorizado, que la abuela empezaba a removerse de nuevo, y luego el niño, y todos ellos empezaron a acecharme. Yo no sabía qué era peor, si ver al niño que me miraba fijamente con media cabeza volada o el hambre de los otros niños, todos ellos tan jóvenes y hermosos aún. El más pequeño corrió hacia mí; le abofeteé con una mano y luego me eché hacia atrás, tambaleándome, y cerré la primera puerta detrás de mí; después, cuando los vardoulacha la abrieron de nuevo, empujé la puerta que daba a la calle. Pero estaba atrancada, maldita sea, se me había olvidado. Intenté abrir el cerrojo, y mientras lo manipulaba los niños corrieron de nuevo hacia mí, con la boca abierta y un destello de triunfo en los ojos. Uno de ellos me arañó; entonces la puerta por fin se abrió y conseguí salir al exterior, y cerré de golpe antes de que pudieran seguirme. Me apoyé contra la puerta y sentí cómo aquellos pequeños cuerpos empujaban contra ella; luego me moví lo más rápidamente que fui capaz, monté en mi caballo y, antes de que pudieran alcanzarme, me puse a galopar camino abajo. Miré hacia atrás por encima del hombro y vi que los niños me seguían con la mirada mientras sollozaban y emitían un extraño sonido animal de deseo frustrado. No me volví para mirar una segunda vez; tenía que llegar a la basílica, tenía que averiguar si Haidée seguía viva.

»Vi frente a mí un resplandor de llamas. Avancé a medio galope hacia el arco de la basílica; una figura, recortada contra el resplandor naranja del fuego, se alzaba ante mí con los brazos levantados. Se reía con un sonido de burla y triunfo; me miró fijamente y volvió a reírse; era Gorgiou. Saltó sobre mí cuando pasé junto a él, pero el casco del caballo le alcanzó en un lado de la cabeza y lo hizo caer de espaldas. Cabalgué lo más rápidamente que pude por encima del suelo de la basílica. Unas figuras oscuras se volvían para mirarme; reconocí al sacerdote; éste, igual que los demás, tenía en los ojos el resplandor plateado de la muerte. Las criaturas estaban congregadas en un grupo al fondo de la iglesia, alrededor de la torre en ruinas. Cabalgué hacia ellos aplastando a los que se interponían en mi camino y apartando a un lado a los demás, que alargaban las manos intentando tirarme del caballo.

»—¡Byron! —Oí que me llamaba a gritos Haidée.

»Estaba de pie en el escalón más alto, vestida con ropas de criado. Sostenía una antorcha llameante en cada mano, y tenía delante una hoguera que ella misma había encendido. Corrió escalera abajo; uno de los monstruos saltó sobre ella, pero le apunté con la pistola y disparé; el monstruo se tambaleó hacia atrás con una bala en el pecho. Busqué el caballo de Haidée; entonces lo vi, muerto, mientras unas sanguijuelas humanas estaban todavía chupándole la sangre.

»—¡Salta! —le grité a Haidée.

»Saltó y estuvo a punto de caer, pero se agarró a la crin de mi caballo; mientras continuaba cabalgando conseguí tirar de ella hasta que estuvo a salvo sentada en la silla, entre mis brazos. Ahora no veía hacia donde cabalgábamos, íbamos tropezando entre rocas y olivos, y comprendí que para escapar tendríamos que encontrar la carretera. De pronto, bifurcándose por encima de los irregulares picos de las montañas, el estallido de un relámpago iluminó el cielo.

»—¡A la derecha! —me gritó Haidée.

»Asentí con un movimiento de cabeza y miré hacia donde me indicaba. Podía verse la carretera, que serpenteaba desde el castillo, y luego, aprovechando el destello de un segundo relámpago, vi otra cosa: un ejército de fantasmas que vagaban sin rumbo a través de las puertas de las almenas y se diseminaban por el exterior del castillo como hojas ante el estruendo de la tormenta. Cuando llegamos al camino parecía que hubiesen olido nuestra sangre. Oímos sus chillidos por encima del viento, pero se encontraban a bastante distancia detrás de nosotros, y el camino que teníamos por delante estaba despejado. Pronto, tras doblar la curva de la montaña, los perdimos de vista.

»Empecé a pensar que estábamos a salvo. Pero entonces, mientras cabalgábamos por debajo del arco que en tiempos había marcado los límites de la ciudad, sentí que algo pesado me saltaba a la espalda y caí de la silla al polvo del camino. Noté en la nuca el soplo de un aliento; olía a podrido y a muerto. Traté de darme la vuelta y luché con mi atacante, que me sujetaba con fuerza, pero unas uñas como garras se me clavaban en los brazos.

»—¡No deje que le muerda! —me gritó Haidée—. ¡Byron, no deje que le saque la sangre!

»La criatura pareció distraerse con el sonido de aquella voz; se dio la vuelta para mirar hacia el lugar de donde procedía, y al hacerlo conseguí soltarme; miré hacia arriba para ver aquella cosa que me había estado sujetando. Era Petro… pero ¡qué cambiado estaba! Tenía la piel tan cerúlea como la de un cadáver reciente, a pesar de que los ojos le brillaban como los de un chacal, unos ojos que, al verme libre, se pusieron de un rojo llameante. Volvió a saltar sobre mí. Lo cogí por la garganta e intenté apartarlo, pero Petro era muy fuerte, y volví a oler su aliento de cadáver al tiempo que sus mandíbulas se acercaban cada vez más a mi garganta. El hedor resultaba tan insoportable que pensé que iba a desmayarme.

»—¡Petro! —Oí gritar a Haidée—. ¡Petro!

»Entonces noté una especie de saliva que me corría por la cara y comprendí que ya no podía resistir más. Me preparé para la muerte, o más bien para aquella muerte viviente que parecía ser el sino de la aldea. Pero entonces oí un golpe apagado… y luego otro. Petro rodó por encima de mi cuerpo y cayó al suelo. Levanté los ojos. Haidée estaba allí, de pie, sosteniendo una pesada piedra. Se había mojado con la sangre y tenía los cabellos pegados. Petro yacía inmóvil a sus pies; luego empezó a moverse de nuevo, intentando apresar a Haidée con las garras, y ésta sacó el crucifijo de debajo de la capa, apuntó al corazón de su hermano y se lo clavó con todas sus fuerzas. Petro se puso a gritar como lo había hecho su hermano; una suave fuente de sangre le comenzó a manar del pecho formando burbujas. Haidée arrancó el crucifijo del cadáver; se tumbó a su lado y empezó a llorar con violentos y desgarrados sollozos.

»La abracé; luego, por fin, le brotaron las lágrimas; la cogí con suavidad por un brazo y la conduje de nuevo al caballo. No dije nada… ¿qué podía haber dicho?

»—Cabalga rápido —me dijo en voz baja Haidée mientras yo agitaba violentamente las riendas—. Dejemos atrás este lugar. Abandonémoslo para siempre.

»Asentí; espoleé el caballo y galopamos por el camino, montaña abajo.

Hubo un breve silencio; lord Byron apretó con fuerza los brazos del sillón que ocupaba y respiró profundamente.

—¿Y se marcharon? —le preguntó Rebecca con impaciencia—. Quiero decir, ¿para siempre?

Lord Byron esbozó una tenue sonrisa.

—Señorita Carville, por favor… éste es mi relato. Hasta ahora se ha portado usted muy bien al permitir que se lo cuente como me place. No estropeemos las cosas.

—Perdone…

—¿Pero?

Rebecca sonrió agradecida.

—Sí… pero… no me ha dicho qué le había ocurrido a la aldea. Al menos cuénteme eso.

Lord Byron levantó una ceja.

—¿Cómo era que todos habían cambiado tan aprisa? ¿Había sido el pacha? ¿Había sido Gorgiou? —Lord Byron volvió a sonreír ligeramente—. Esas preguntas, como puede imaginar, también pasaron por mi cabeza en aquellos momentos. No quería presionar a Haidée, no quería que recordase lo que le había pasado a su familia, que pensase en ello. Pero entonces la tormenta arreció y empecé a sentirme desesperado por encontrar algún refugio; tenía que saber si podíamos detenernos con cierta seguridad o si teníamos que seguir cabalgando en mitad de la noche.

—El caballo, puesto que los llevaba a los dos, supongo que empezaría a flaquear, ¿no es así?

—No. Nos encontramos con alguien, ya ve usted… junto al mismo puente donde nos habíamos encontrado con Gorgiou anteriormente; íbamos cabalgando por el puente cuando de pronto un jinete apareció entre la lluvia, con otro caballo que le iba a la zaga, y me llamó por mi nombre. Era Viscillie. Me estaba esperando.

»—¿Creía que iba a abandonarlo, milord? —me preguntó sonriendo bajo aquellos enormes mostachos—. ¿Solo porque un vardoulacha me sobornase para que lo hiciera?

—Escupió e injurió gloriosamente al pacha. —¿Acaso no sabía —me dijo Viscillie— que un bandido ama su honor tanto como un cura ama el oro y los muchachos? —Lanzó otra lluvia de improperios y luego señaló hacia un refugio que había construido entre las rocas—. Seguiremos cabalgando al alba, milord, por ahora… la muchacha necesita descansar. Hay fuego y comida. —Me hizo un guiño—. Sí, y también raki.

»¿Cómo iba a discutir con él? Ya era bastante difícil darle las gracias. Recuérdelo: acuda a un ladrón si necesita un hombre de buen corazón.

»Hasta Haidée pareció revivir una vez acampados junto al fuego. Ella seguía sin hablar apenas, pero después que comimos empecé a hacerle preguntas sobre las perspectivas de nuestra huida. ¿Nos perseguirían las criaturas de la aldea? ¿Qué opinaba ella? Haidée dijo que no con un movimiento de cabeza. Quise saber si el pacha había sido destruido realmente; dijo que no. Le pregunté qué quería decir. Se quedó pensando durante unos instantes y luego, con voz entrecortada, empezó a explicármelo: el pacha, cuando convertía a un hombre en un vardoulacha, creaba un monstruo que al parecer no tenía existencia alguna más allá de su sed de sangre humana. Algunas de aquellas criaturas eran meros zombis que dependían por entero de la voluntad del pacha; a otros se les infundía una ferocidad animal, y a aquellos de quienes bebían les contagiaban de un anhelo tan desesperado como el suyo. Dijo que suponía… Haidée hizo una pausa, y Viscillie le tendió el frasco de raki. Haidée bebió. Luego continuó hablando. Suponía que a su padre lo habían convertido en una criatura del segundo tipo. Me miró. Los ojos le brillaban con odio apasionado.

»—Él ya sabía lo que iba a pasar. Lo hizo deliberadamente: infligió una muerte viviente a mi padre, a mi familia, a toda la aldea. Pero si realmente lo has matado, Byron, las criaturas que él produjo empezarán a morir también, de manera que estaremos a salvo de ellos. Si es que realmente lo has matado.

»—¿Qué quieres decir con ese “si es que”? Le disparé. Y vi cómo moría.

»Viscillie me preguntó con un gruñido:

»—¿Le disparó al corazón, milord?

»—Sí.

»—¿Está seguro, milord?

»—Maldita sea, Viscillie, soy capaz de darle a un palo en movimiento a veinte pasos; ¿cómo voy a fallar con un corazón humano a dos pasos?

Viscillie se encogió de hombros.

»—Entonces solo tenemos que temer a los tártaros.

»—¿Qué? ¿A los guardas del pacha? ¿Por qué iban a molestarse en perseguirnos?

»Viscillie volvió a encogerse de hombros.

»—Para vengar la muerte del pacha Vakhel, naturalmente. —Me miró y sonrió—. La lealtad es algo que tienen en común con los bandidos.

»—¿En común? No, no creo que se aproximen siquiera a esa lealtad, ni mucho menos. —Viscillie sonrió para agradecer el cumplido, pero estaba claro que no era eso lo que buscaba, y su advertencia me llenó de preocupación—. ¿Cabe dentro de lo posible que esas cosas muertas se hubieran alimentado también de los guardas?

»—Esperemos que sea así. —Viscillie sacó un cuchillo y se quedó mirándolo fijamente—. Aunque si yo fuera tártaro habría iluminado con antorchas la aldea y luego habría esperado al alba.

»—¿El sol puede matar a esas criaturas?

»—Eso es lo que se nos enseña, milord.

»—Pues yo he visto al pacha a la luz del día.

»—Él puede sobrevivir a cualquier cosa —dijo Haidée de pronto, abrazándose a sí misma—. Es más viejo que las montañas, y más mortífero que las serpientes… ¿Cree que a él pueden amenazarle unos cuantos rayos de sol? No obstante, sí que es cierto, el sol lo debilita, y cuando más débil está es cuando no hay luz de luna que le restituya las fuerzas. —Me cogió las manos y me las besó con súbita pasión y euforia—. Por eso es por lo que debemos emprender viaje mañana con las primeras luces del alba, y viajar tan aprisa como nos sea posible. Así nos ganaremos nuestra libertad. —Me sonrió—. ¿Le rezó a la diosa, Byron, como le pedí que hiciera?

»—Sí.

»—¿Y está de nuestra parte?

»—Desde luego —susurré. La besé ligeramente en la frente—. ¿Cómo podría no estarlo?

»Y le dije que se durmiera.

»Viscillie, que parecía de piedra, se pasó la noche de vigilancia. Intenté mantenerme despierto junto a él, pero pronto empecé a dar cabezadas, y antes de darme cuenta me estaba susurrando al oído que casi empezaba a amanecer. Miré hacia el cielo; la tormenta había pasado hacía rato y el aire temprano de la mañana era suave y claro.

»—Hoy el sol calentará mucho —me comentó Haidée al reunirse conmigo en la carretera.

»La miré. Tenía las mejillas tan frescas como el alba en el este, y los ojos le brillaban como el sol del nuevo día. Me di cuenta de que por fin, en medio del horror de sus recuerdos, ella comenzaba a vislumbrar la libertad con la que hasta aquel momento solo había soñado.

»—Lo conseguiremos —le dije apretándole con fuerza la mano. Asintió brevemente y subió a la silla. Aguardó hasta que Viscillie y yo estuvimos listos sobre las nuestras; luego tiró de las riendas y comenzó a cabalgar al galope camino abajo.

»Estuvimos cabalgando lo más aprisa que pudimos, mientras el sol se hacía cada vez más cálido y se elevaba en el cielo. De vez en cuando Viscillie desmontaba y trepaba por un barranco o por una garganta; cuando volvía a reunirse con nosotros, sonreía y nos hacía un gesto negativo con la cabeza. Pero a eso del mediodía, cuando bajaba apresuradamente y con dificultades desde lo alto de un risco, vimos que traía cara de desagrado; cuando finalmente se unió a nosotros masculló que había visto una nube de polvo a mucha distancia, pero en movimiento.

»—¿Vienen hacia aquí? —le pregunté a Viscillie. Éste se limitó a encogerse de hombros—. ¿Crees que cabalgan más de prisa que nosotros?

»Viscillie volvió a encogerse de hombros.

»—Si se trata de tártaros, quizá sí.

»Lancé un juramento en voz baja; miré el camino que había delante de nosotros y luego dirigí los ojos hacia atrás, por encima del hombro, hacia el cielo azul y despejado.

»—¿Hasta dónde tenemos que llegar, Viscillie —le pregunté lentamente—, para que nos encontremos a salvo?

»—Hasta los límites de los dominios del pacha. No creo que se atrevan a perseguir a un noble señor extranjero más allá de esos límites, y mucho menos cuando ese noble señor es amigo del gran pacha Alí.

»—¿Estás seguro?

»—Sí, milord.

»—¿Dónde están esos límites?

»—En la carretera de Missolonghi. Allí se encuentra una pequeña fortaleza.

»—¿Y cuánto tardaremos en llegar hasta allí?

»—Un par de horas. O puede que una y media, si cabalgamos sin descanso.

»Haidée echó una ojeada al cielo.

»—Es casi mediodía. A partir de ahora el sol empezará a bajar. —Se dio la vuelta y me miró—. Tendremos que cabalgar más rápidamente todavía. Tendremos que cabalgar como si nos persiguiera el mismísimo diablo.

»Y así lo hicimos. Transcurrió una hora y no oímos nada en la quietud que reinaba bajo el sofocante calor, excepto los cascos de nuestros caballos, que levantaban el blanco polvo del camino y nos llevaban cada vez más cerca de la carretera de Missolonghi. Nos detuvimos junto a un arroyo, un agradable lugar de verdor entre las rocas y los riscos, para permitir que nuestros caballos bebieran; Haidée desmontó, y, mientras llenaba la cantimplora, miró hacia atrás y distinguió una tenue nube de polvo que se levantaba a lo lejos.

»—¿Es eso lo que viste antes? —le preguntó a Viscillie. Éste y yo miramos hacia donde ella nos indicaba.

»—Se están acercando —observé.

»Viscillie asintió.

»—Vámonos —nos dijo, al tiempo que obligaba a su caballo a levantar la cabeza del arroyo—. Todavía nos queda un buen trecho de camino.

»Sin embargo, por muy aprisa que cabalgásemos no conseguíamos dejar atrás la nube de polvo. Más bien al contrario: se hacía cada vez más densa, de manera que pronto pareció estar ensombreciéndonos. Luego oí el grito ahogado de Haidée; miré hacia atrás y vi un brillo metálico, el bocado de un caballo, y también oí un lejano resonar de cascos. Dimos la vuelta a un saliente de rocas y perdimos de vista a nuestros perseguidores antes de saber con certeza si nos habían visto. Pero el camino descendía y se iba haciendo más recto a medida que desaparecían las rocas y los precipicios. Sería más fácil vernos allí, en la llanura abierta.

»—¿Cuánto queda? —le pregunté a gritos a Viscillie.

»Éste señaló hacia adelante. Apenas pude distinguir, muy a lo lejos, la línea blanca de una carretera. Y, guardándola, un pequeño fuerte.

»—El castillo del pacha Alí —me gritó Viscillie—. Tenemos que llegar hasta él. ¡Al galope, milord, al galope!

»Nuestros perseguidores ya habían dado la vuelta al saliente de roca, de manera que nos tenían a la vista. Oí sus alaridos de triunfo y, al mirar hacia atrás, vi que se dispersaban al seguirnos por la llanura. Oí también un disparo, y el caballo que yo montaba estuvo a punto de tropezar y caer; lancé un juramento y me esforcé por sacar las pistolas de mi bolsa.

»—¡Corra, milord! —me gritó Viscillie mientras se oía otro disparo—. ¡Los tártaros tienen muy mala puntería!

»Pero lo que sí sabían hacer bien era cabalgar; al tiempo que Viscillie me gritaba, tres de ellos se separaron de los demás y se dirigieron hacia nosotros. Uno de ellos alcanzó a Haidée, y se reía mientras ésta intentaba en vano alcanzarle con una daga. Jugó con ella, haciendo fintas y cambiando de rumbo, y mientras hacía eso yo conseguí por fin encontrar la pistola. La había cargado antes; recé porque disparase correctamente. El tártaro cogió a Haidée por el cabello; la muchacha se agarró desesperadamente a las riendas mientras aquel tipo tiraba de ella. El tártaro se separó, pero luego volvió a acercarse, y esta vez cogió a Haidée por el brazo. Él se echó a reír, y entonces disparé; el tártaro se levantó en la silla, como si estuviera saludando, pero solo para caer de espaldas poco después; el caballo lo arrastró por los tobillos a lo largo del camino de vuelta. Mientras el asustado caballo galopaba hacia sus filas, nuestros perseguidores se detuvieron. Se me levantó el ánimo, pues vimos que nos estaban abriendo las puertas de la fortaleza. Los tártaros también debieron darse cuenta, porque de repente empezamos a oír gritos de furia y de mofa; teníamos el sonido de sus caballos casi junto a nuestros oídos. Giré la cabeza para mirar hacia atrás. ¿Estaría con ellos el pacha? No pude verlo. Volví a mirar de nuevo. El pacha no estaba allí. Claro que no… estaba muerto, yo lo había visto morir.

»—Al galope, milord —me volvió a gritar Viscillie.

»Las balas pasaban silbando junto a nosotros, pero entonces, como respuesta, se oyó un estallido de fuego que provenía de la muralla de la fortaleza, y algunos de los tártaros cayeron. La mayoría, sin embargo, resultaron ilesos, y pensé, mientras nos acercábamos al galope a las puertas abiertas, que no lo conseguiríamos. Sentí que una mano me tocaba el brazo. Me di la vuelta para mirar; un tártaro me sonreía descaradamente. Alargó la mano para intentar cogerme la garganta, pero conseguí esquivarlo, y al hacerlo mi caballo golpeó al suyo y el tártaro salió despedido de la silla. Me giré para buscar a Haidée; ésta había llegado a las puertas.

»—¡De prisa, milord, de prisa! —me gritaba Viscillie, que se hallaba delante de mí.

»Espoleé a mi exhausto corcel; el jinete que tenía detrás de mí se quedó retrasado; en cuanto pasé junto a ellas, las puertas de la fortaleza se cerraron.

»Estábamos a salvo, por lo menos de momento. Pero incluso detrás de las murallas nos sentíamos incómodos. El comandante de la guarnición era un hombre hosco y receloso, y no era para menos, porque nuestra llegada y nuestra apariencia habían sido bastante extrañas; pero también influía la furia con la que los tártaros nos habían dado caza. Le dije al comandante que se trataba de klephti, y me dirigió una mirada de franca incredulidad. No obstante, se puso más amable cuando hice hincapié en que yo era amigo personal del pacha Alí, y cuando vio la carta de presentación que yo llevaba conmigo, casi parecía griego de tan servil como se mostró. Pero no me fiaba de él, y aquella tarde, después de una breve pausa para refrescarnos y asegurarnos de que los tártaros verdaderamente habían vuelto a las montañas, continuamos nuestro viaje. El camino de Missolonghi, aunque poco transitado, parecía una verdadera vía pública después de la soledad del camino que discurría entre las montañas, y también estaba en mejores condiciones, cosa que nos permitía viajar a una velocidad apreciable. No dejábamos, por supuesto, de vigilar y observar el trayecto que habíamos recorrido, pero no vimos ninguna nube de polvo que se elevase hacia el cielo, y al cabo de un rato empezamos a sentirnos más seguros. Pasamos la noche en Arta, un lugar bastante agradable donde pudimos contratar soldados, diez de ellos, que nos protegieran en el viaje que aún nos quedaba por delante. Casi me sentía confiado. No nos pusimos de nuevo en marcha hasta bien entrada la mañana, porque Haidée estaba agotada y durmió durante casi doce horas. No quise despertarla. El platonismo continuaba intacto.

»Pero ¿cómo iba yo a culpar a Haidée por mostrarse tan reservada hasta el momento en que tuviera la absoluta certeza de ser verdaderamente libre?

Lord Byron hizo una pausa; se le abrieron mucho los ojos; luego miró hacia la oscuridad, como si allí estuviera el pasado desaparecido.

—Su pureza… —se interrumpió, y miró a Rebecca a los ojos—. Su pureza —continuó diciendo en un susurro— había sido tan fiera e indómita como la pasión de su alma; una llama de esperanza mantenida a través de largos años de esclavitud, y si yo la amé entonces como no he amado nada desde entonces… bien, era porque aquella llama la iluminaba y daba un toque de fuego inmortal a su salvaje belleza. Yo no tenía deseos de robar aquello que sabía que me quemaría, a pesar de que la sangre parecía lava mientras me corría por las venas, de manera que decidí esperar. Continuamos viajando sin descanso hacia Missolonghi, y comprendí, al ver que Haidée se mantenía alejada de mí, que ella todavía no tenía la absoluta certeza de que el pacha estuviera en la tumba.

»La tercera tarde de nuestro viaje llegamos a la orilla del lago Trihonida. Allí hicimos un alto, porque el lago se encontraba cerca de la aldea natal de Viscillie y éste sugirió la conveniencia de añadir algunos paisanos suyos a nuestra guardia. Tuvo que cabalgar entre las montañas, así que, en su ausencia, nos refugiamos en una cueva, donde el aire estaba cargado del perfume de las rosas silvestres y desde donde el cristal azul del lago solo podía verse entre los árboles. Estreché a Haidée entre mis brazos y le quité la gorra de paje para que el cabello se le derramase en libertad. Se lo acaricié, y ella a su vez me pasó los dedos entre mi pelo; así yacimos en amorosa soledad, como si no existiera otra vida bajo el cielo más que la nuestra.

»Me quedé con la mirada clavada en las montañas situadas al otro lado del lago y sentí que mi ánimo ardía de esperanza y de gozo. Me volví hacia Haidée.

»—Es imposible que nos alcance —le dije—. Aquí no podrá. Está muerto. —Haidée me miró fijamente con aquellos ojos grandes y lánguidamente oscuros. Lentamente, con un movimiento casi imperceptible, asintió con la cabeza—. En una ocasión me dijo que te amaba. ¿Crees que era cierto? —le pregunté.

»Haidée no respondió, pero apoyó la mejilla en mi pecho.

»—No lo sé —dijo al cabo de un rato—. Puede que sí. —Hizo una pausa—. Pero ¿amor? No, aquello no podía ser amor.

»—Entonces, ¿qué era?

»Haidée reposaba inmóvil sobre mi pecho. Podía oír mi corazón, que latía por ella.

»—Sangre —respondió por fin—. Sí. El sabor de mi sangre.

»—¿Sangre?

»—Usted ya vio… ya vio el efecto que le producía. Le embriagaba. No se por qué. Nunca ocurría cuando bebía sangre de otras personas. —De pronto se incorporó y se abrazó las rodillas—. Solo cuando bebía de mí. —Se estremeció—. Solamente de mí. —Me abrazó de nuevo. Me besó. Noté que le temblaba todo el cuerpo—. Byron —me preguntó en voz baja—, ¿es cierto? ¿Ya no soy una esclava? —Me besó por segunda vez y sentí sus lágrimas sobre mi piel—. Dígame que soy libre —me pidió, rozando mis mejillas con las suyas—. Demuéstreme que soy libre.

»Se puso en pie; la capa cayó al suelo; se quitó el fajín, de manera que los pechos ya no le quedaron disimulados por la camisa. Una tras otra todas sus prendas fueron cayendo y quedaron esparcidas por el suelo, a sus pies. Se inclinó sobre mí; tenía en los ojos un brillo oscuro; nuestros labios se acercaron y se unieron en un beso. Haidée me rodeó los hombros con el brazo, mientras que uno de los míos, doblado detrás de su cabeza, quedaba medio enterrado en su cabellera. Éramos todo el uno para el otro, yo ya no tenía sentimiento alguno, ni pensamiento alguno, que no fuera para Haidée, para el contacto de aquella lengua suya de terciopelo, para la suave desnudez de su cuerpo contra el mío. Nos amamos, bebiendo el uno los suspiros del otro, hasta que éstos acabaron en jadeos entrecortados. Pensé que las almas pueden morir de gozo y que seguramente las nuestras perecerían en aquel momento, pero aquello no era la muerte, no, nada de muerte, al menos mientras nos estremecíamos y nos fundíamos el uno en brazos del otro aquello no era la muerte. Por fin, poco a poco, recuperamos el sentido, pero solo para caer rendidos y deslumbrados de nuevo, de manera que, al sonar contra mi pecho, el corazón de Haidée parecía que nunca más volvería a latir alejado del mío.

»En el exterior ya había empezado a caer la noche. Haidée se durmió. Qué hermosa era: un momento antes tan fieramente enamorada, y ahora inmóvil, confiada, gentil. La soledad del amor y de la noche se llenó de aquel mismo tranquilo poder; a lo lejos las sombras de las rocas avanzaban sobre el lago; Haidée, entre mis brazos, se removió y pronunció mi nombre en un susurro, pero no se despertó; su respiración era tan suave como la brisa del crepúsculo. La estuve contemplando mientras seguía apoyada contra mi pecho. De nuevo sentí, en aquel silencioso lugar, la absoluta soledad en que nos encontrábamos, solos con la plenitud y la riqueza de la vida. Seguí contemplando a Haidée y comprendí la maravilla que Adán debía de experimentar al recibir a Eva como regalo, con todo el mundo en mi poder, un paraíso que creí que nunca perdería.

»Levanté la mirada. Casi se había hecho de noche. El sol debía de haberse puesto y las montañas no eran más que siluetas azules contra las estrellas. Por encima de la cima de una de las montañas brillaba la luna, otra vez creciente, y entonces, solo durante un momento, me pareció ver que una forma oscura pasaba por delante de ella.

»—¿Quién es? —pregunté suavemente en voz baja. Ninguna respuesta rompió la quietud de la noche. Me moví ligeramente y Haidée me miró con los ojos muy abiertos y brillantes.

»—¿Qué ha visto? —me preguntó. No le contesté, pero me puse la capa encima y cogí una espada. Haidée se situó a mi lado. Salimos al exterior de la cueva. Ningún sonido ni ningún movimiento rompían la calma del paisaje. Haidée señaló hacia un lugar—. Allí —me susurró al tiempo que me apretaba el brazo.

»Miré… y vi un cuerpo que yacía entre las flores. Me incliné sobre él y le di la vuelta para poder verle la cara. Los ojos abiertos de par en par de uno de nuestros guardias me miraban fijamente. Estaba muerto. Parecía desangrado, y una expresión de gran terror le desfiguraba el rostro. Dirigí una mirada a Haidée y después me levanté para estrecharla en mis brazos. En aquellos momentos se vio delante de nosotros el resplandor de una antorcha, y luego varios más, hasta que un arco de llamas nos rodeó por completo y vi que detrás de cada una de ellas se encontraba el rostro de un tártaro. Ninguno de ellos pronunció una palabra. Levanté la espada. Lentamente el semicírculo se abrió. Una figura envuelta en una capa negra salió de la oscuridad.

»—Envaine la espada —me pidió el pacha. Lo miré, embobado. Luego me eché a reír y negué con la cabeza—. Muy bien. —El pacha abrió la capa. Las heridas que tenía en el lugar donde yo le había disparado estaban aún empapadas en sangre. Se sacó una pistola que llevaba en el cinto—. Le agradezco que me dé la oportunidad —me dijo—. Esto se lo debo. —Amartilló la pistola. La quietud en aquel breve instante fue como el hielo. Entonces Haidée se interpuso entre el pacha y yo; la aparté a un lado, y al tiempo que oía la detonación de la pistola en mis oídos, sentí también un dolor que me hizo caer al suelo. Me llevé la mano al costado; estaba mojado por la sangre. Haidée me llamó en voz alta, pero cuando echó a correr hacia mí dos guardas tártaros la sujetaron, y quedó inmóvil, sin sollozar; estaba pálida y tenía una expresión seria, de manera que su rostro parecía helado por el beso de la muerte. El pacha la miró fijamente. Luego hizo una seña y un tercer guarda se adelantó. En la mano sujetaba algo que parecía arpillera. El pacha levantó la barbilla de su esclava. Vi cómo le temblaba el labio a aquel hombre, aunque de nuevo quedó inmóvil y firme, como si el dolor o el desdén le impidieran sonreír—. Lleváosla —ordenó.

»Haidée me dirigió una fugaz mirada.

»—Byron —me llamó con voz quebrada—. Adiós.

»Luego se fue con los guardas y no la volví a ver.

»—¡Qué conmovedor! —exclamó el pacha en un siseo, colocándose muy cerca de mi cara al hablar—. ¿De manera que ha sido por ella, por ella, milord, por quien ha rechazado usted todo lo que yo tenía para ofrecerle?

»—Sí —contesté suavemente. Torcí el cuello para poder mirarle a los ojos—. No ha sido culpa de ella. Yo me la llevé. Ella no quería venir conmigo.

»El pacha se echó a reír.

»—¡Qué nobleza!

»—Es la verdad.

»—No. —La sonrisa del pacha se desvaneció—. No, milord, no lo es. Ella es tan culpable de traición como usted. Para ambos, por tanto… debe haber un castigo.

»—¿Castigo? ¿Qué le va a hacer a ella?

»—En esta parte del mundo tenemos una pena muy divertida para castigar la deslealtad. Eso está muy bien para una esclava. Pero yo que usted me olvidaría de ella, milord; es lo que le depara a usted el destino lo que debería preocuparle. —Acercó una mano a mi costado y mojó los dedos en la sangre que se me derramaba. Luego se los chupó y sonrió—. Se está muriendo —me dijo—. ¿Agradecerá usted esta… muerte? —No dije nada. El pacha frunció el entrecejo y los ojos le brillaron como iluminados por fuego rojo; el rostro se le oscureció a causa de la rabia y la desesperación—. Yo le habría dado a usted la inmortalidad —me dijo en un susurro—. Le habría hecho compartir conmigo la eternidad. —Me besó brutalmente, cortándome los labios con los dientes—. Y en lugar de eso… ¡traición! —Volvió a besarme y me lamió con la lengua la sangre que tenía en la boca—. Qué pálido está, milord, que pálido y hermoso. —Se tendió sobre mí de manera que su herida tocó la mía y se mezcló con ella—. ¿Debo dejar que se pudra esta hermosura? ¿Dejarle vacía la mente? ¿Ponerle a fregar los suelos de mi castillo? —Se echó a reír y me arrancó la capa, de modo que quedé desnudo tendido debajo de él. Volvió a besarme una y otra vez, apretándose con fuerza contra mí, y luego noté que me acariciaba la garganta con una uña. Del arañazo brotó un tenue hilillo de sangre. El pacha lo lamió con la lengua, mientras con las uñas me arrancaba delicadas tiras del pecho. Los latidos del corazón resonaban con fuerza en mis oídos; levanté la vista hacia las estrellas; el cielo parecía latir como un torturado ser viviente. Sentía que los labios del pacha bebían de mis heridas, y cuando él volvió a mirarme tenía el bigote y la barba cubiertos de sangre, de mi sangre; me sonrió. Se inclinó más para poder susurrarme al oído—. Le concedo a usted la sabiduría —me dijo—. La sabiduría y la eternidad. Le maldigo con ellas.

»Luego no hubo más sonido en mis oídos que el pulso de mi propia sangre. Grité. El pecho se me estaba abriendo, pero mientras el dolor me cercenaba nervio a nervio sentí la misma aceleración que había experimentado con Haidée, el escalofrío de la pasión. El placer y el dolor aumentaron hasta que creí que había llegado al límite, pero luego siguieron aumentando, cada vez más, como temas musicales gemelos que se remontasen en la noche; luego, de algún modo, me encontré por encima de ambos. Los sentimientos permanecían; pero ya no era yo quien los experimentaba. La sangre seguía latiendo, y ahora la lengua del pacha me tocaba el corazón, que seguía con vida. Una gran calma se apoderó de mí mientras la sangre se deslizaba, espesa y apenas sentida, fuera de mis venas. Miré hacia los árboles, hacia el lago, hacia las cumbres de las montañas: todo parecía estar teñido de rojo. Mientras el pacha seguía bebiendo, me sentía arrastrado hasta su interior, y luego más allá de él, y me dio la impresión de que yo mismo me convertía en el mundo. Los latidos se hicieron más densos y lentos. Mi sangre a través del cielo se iba volviendo oscura. Mi último latido… y luego la quietud. No había nada. Todo estaba muerto: el lago, la brisa, la luna, las estrellas. La oscuridad era el universo.

»Y después… después… de aquel silencio inmóvil… brotó de nuevo un pulso… un único latido. Abrí los ojos: podía ver. Me miré a mí mismo. Parecía que me hubiesen despojado de toda la piel, tan desnudo estaba que no quedaba otra cosa que la carne, los órganos, las arterias y las venas que reverberaban a la luz de la luna, viscosos y maduros. No obstante, aunque estaba desollado como los cadáveres sobre los que trabajan los estudiantes de anatomía, podía moverme. Cuando empecé a hacerlo y me levanté, noté que una fuerza terrible me corría por los miembros. El corazón se me aceleraba. Miré a mí alrededor; la noche parecía tener un toque plateado, y las sombras eran azules y profundamente llenas de vida. Avancé hacia ellas; mis pies tocaban el suelo; cada hoja de hierba, cada flor diminuta, me llenaba de placer, como si mis nervios fueran afiladas cuerdas contra las que rozaban, y al moverme los ritmos de la vida flotaban ricos en el aire. Sentí hambre, una gran hambre de ellos. Eché a correr. No sabía qué era lo que perseguía, pero avanzaba Como el soplo del viento por entre los bosques y por encima de los pasos de las montañas: y durante todo el tiempo el hambre que había dentro de mí se hacía cada vez más desesperada. Salté sobre un precipicio de rocas y percibí el olor de algo dorado y cálido delante de mí. Tenía que poseer aquello. Lo poseería. Declaré al cielo mi necesidad a gritos. Pero ninguna voz humana me salió de la garganta. Escuché mi grito: era el aullido de un lobo.

»Las cabras de un rebaño miraron hacia arriba, sobresaltadas. Me aplasté contra la roca. Una de las cabras estaba parada justo delante de mí. Podía olerla: la sangre en sus venas y músculos, animándola, dándole vida. El más pequeño corpúsculo parecía una mota de oro. Salté. Con mis mandíbulas rasgué el cuello de la cabra. La sangre, en un espeso chorro caliente, me bañó la cara. La bebí y fue como si nunca hubiera comprendido antes lo que podía llegar a ser el sabor. También poseía velocidad, vista y entendimiento. Observaba los ojos muy abiertos de un chivo aterrorizado, y casi me habría detenido con deleite al pensar que tal cosa pudiera existir, al considerar su delicadeza, ¡lo complicado que era! Cuando agarré al animal, el latido de su vida bajo mis garras me llenó de un gozo exquisito. Y luego bebí, y sentí que el gozo se aceleraba en mis venas. ¿Cuántas cabras del rebaño maté? No sabría decirlo. Me encontraba borracho de ellas, el placer de matar no me dejaba tiempo para pensar. Solo había sensaciones, puras y destiladas. Solo había vida, todo a mí alrededor y de nuevo dentro de mí.

Rebecca, que había estado mirando fijamente al vampiro con los ojos muy abiertos a causa del horror que sentía, movió lentamente la cabeza de un lado a otro.

—¿Vida? —le preguntó suavemente al vampiro—. ¿Vida? Pero no era la de usted. No. Usted ya había pasado más allá de la vida, ¿no es así?

Lord Byron la miró con ojos semejantes al vidrio.

—Pero el placer… —dijo en voz baja—. El placer de aquella hora. Entornó los ojos lentamente y después entrelazó los dedos al recordarlo.

Rebecca lo miraba, temerosa de hablar.

—Ni siquiera a pesar de aquella hora —dijo finalmente la muchacha en voz baja—, a pesar de toda la vida que había bebido, usted no está vivo.

Lord Byron abrió los ojos.

—Estuve durmiendo hasta que salió el sol —dijo bruscamente ignorando las palabras de Rebecca—. El sentir sus rayos me mareó. Traté de ponerme en pie, pero no lo conseguí. Me miré la mano; volvía a ser otra vez la mano de siempre. Estaba pegajosa a causa del lodo. Me miré el cuerpo desnudo. Me encontraba tumbado en un charco de cieno asqueroso y maloliente, y luego, al moverme y sentir de nuevo aquella inusitada ligereza en mí, me di cuenta de qué era aquella porquería en la que estaba sumido: materia viva segregada por mi cuerpo como algo ajeno a sí mismo. La inmundicia estaba empezando a burbujear y a descomponerse por el calor.

»Me puse a gatas. Había cadáveres de animales diseminados por todas partes sobre las rocas: un revoltijo de pelo de cabra, de huesos y sangre secándose al sol. Me invadió la repugnancia, sí, y el asco, pero no las náuseas, porque al mirar aquella sangre negra sobre las rocas y sobre mí mismo sentí que una ardorosa fuerza recorría mi cuerpo, me recorría los miembros. Me miré detenidamente el costado; no quedaba ni señal de la herida, ni siquiera una cicatriz. Vi que cerca había un riachuelo; me acerqué a él y me lavé. Luego eché a andar. Fuera del agua, el sol me hacía daño en la piel. Pronto se me hizo insoportable. Miré a mí alrededor en busca de refugio. Delante, por encima de la cresta de la montaña, había un olivo. Me apresuré a caminar hasta él. Crucé la cima y allí, debajo de mí, extendiéndose hacia la lejanía, yacía la quietud azul del lago Trihonida. Lo observé largo rato desde la sombra del árbol. Recordé la última vez que lo había visto, cuando yo todavía estaba vivo. ¿Y ahora?

Lord Byron miró a Rebecca fijamente y asintió.

—Sí, entonces lo comprendí, lo comprendí por completo; había pasado más allá de la vida, me había transformado en un ser completamente diferente. Empecé a temblar. ¿Qué era yo? ¿Qué había pasado? ¿Qué era aquella cosa en la que me había convertido el pacha? Un bebedor de sangre, un ser que destrozaba gargantas… —Hizo una pausa—. Un vardoulacha

Sonrió ligeramente y juntó las manos. El silencio lo envolvió durante unos instantes.

—Permanecí todo el día bajo el olivo —continuó diciendo al cabo de un rato—. Los extraños poderes que recordaba haber tenido durante la noche parecían adormecidos a la luz del sol; solo el odio hacia aquel que me había hecho así ardía con la misma fuerza de antes, mientras transcurría el mediodía y luego la tarde. El pacha se me había escapado hasta entonces, pero ahora que yo era una criatura igual que él, comprendía lo que había que hacer al respecto. Me puse la mano en el pecho. Mi corazón, que latía lentamente, estaba cargado de sangre. Anhelé tener el corazón del pacha entre los dedos para apretarlo lentamente hasta que reventase. Me pregunté por Haidée, y por el castigo del que su amo me había hablado en un susurro. ¿La dejaría con vida? ¿La dejaría para mí? Volví a recordar en qué había sido convertido yo, y entonces sentí una desesperación enfermiza, y mi odio por el pacha se multiplicó. Oh, cuánto agradecía yo aquel odio, cómo lo valoraba; fue mi único placer en todo aquel largo primer día.

»El sol entraba en el ocaso, y las cumbres occidentales parecían teñidas de sangre. Encontré que los sentidos volvían a mí. De nuevo el aire se llenó de aroma de vida. Cayó el crepúsculo, y cuanto más oscuro era, más podía ver yo. Me fijé en que a lo lejos, en el lago, había unas barcas de pesca. Una de ellas me llamó particularmente la atención. Alguien remaba en ella hacia el centro del lago; una vez allí echó el ancla; dos hombres levantaron un saco con algo dentro y lo echaron por la borda. Me quedé contemplando cómo las ondas se extendían hasta morir, y cómo el lago quedaba tan vidrioso como antes. Las aguas eran de color carmesí, y al mirarlas sentí renacer mi anhelo de sangre. Abandoné el refugio del olivo. La oscuridad era como otra piel sobre la mía. Me llenaba de extraños deseos y de sentimientos de poder.

»Llegué a la cueva donde el pacha me había atrapado. Allí no había señales de él ni de nadie. Encontré mis ropas diseminadas por el lugar donde las había dejado; me las puse. Solo la capa estaba estropeada por completo, rota y rígida, a causa de la sangre seca, así que busqué la capa de Haidée y la encontré abandonada al fondo de la cueva. Recordé la manera en que ella la había dejado caer la noche anterior. Me envolví en ella y me senté a la entrada de la cueva. Miré los negros pliegues que caían a mí alrededor y enterré la cabeza entre las manos, lleno de desesperación.

»—¡Milord! —Levanté la mirada. Era Viscillie. Venía corriendo hacia mí por un olivar—. ¡Milord! —volvió a llamarme—. ¡Milord, creía que estaba usted muerto! —Luego me miró a la cara. Tartamudeó algo y se quedó quieto donde estaba, helado. Lentamente volvió a levantar la mirada—. Milord —me susurró—, esta noche… —Levanté una ceja inquisitivamente—. Esta noche, milord, puede usted tomarse la venganza. —Hizo una pausa. Yo asentí. Viscillie cayó de rodillas—. Es nuestra única oportunidad —me explicó con voz apremiante—. El pacha se encuentra viajando a través de las montañas. Si no se entretiene usted, podremos capturarlo.

»Tragó saliva y quedó silencioso de nuevo. Desprendía un delicado olor; curiosamente, hasta entonces no lo había advertido. Lo estuve observando y vi que la oscura cara se le tornaba pálida.

»Me puse en pie.

»—Y Haidée… ¿dónde está?

»Viscillie bajó la cabeza. Luego se dio media vuelta e hizo señas a otra persona para que se acercase; yo olí la sangre de otro hombre.

»—Éste es Elmas —me dijo Viscillie señalando a un matón tan corpulento como él—. Elmas, explícale a lord Byron lo que has visto.

»Elmas me miró a la cara; vi que fruncía el entrecejo y que luego palidecía como lo había hecho Viscillie.

»—Dímelo —le pedí en un susurro.

»—Milord, yo estaba junto al lago… —Volvió a mirarme a la cara y se le apagó la voz.

»—¿Sí? —dije suavemente.

»—Vi una barca, milord. En ella iban dos hombres. Tenían un saco. Dentro del saco había…

»Levanté la mano. Elmas quedó en silencio. El vacío pasó por delante de mis ojos. Por supuesto había comprendido en el momento en que había visto la barca por mí mismo, aunque entonces no había querido reconocerlo, el significado que aquella escena ocultaba. Pasé uno de mis dedos por el borde de la capa de Haidée. Cuando me decidí a hablar, mi voz sonó en sus oídos como el hielo cuando se astilla.

»—Viscillie —le pregunté—, ¿por dónde cabalga el pacha esta noche?

»—Por los desfiladeros de las montañas, milord.

»—¿Tenemos hombres?

»Viscillie asintió con una inclinación de cabeza.

»—De mi aldea, milord.

»—Necesito un caballo.

»Viscillie sonrió.

»—Le proporcionaremos uno, milord.

»—Salimos inmediatamente.

»—De acuerdo, milord.

»Y así lo hicimos. Los riscos y gargantas se hacían eco de nuestra velocidad. Los cascos de hierro resonaban con estrépito sobre las rocas; por los costados de mi caballo negro chorreaba la espuma. Llegamos al desfiladero. En un barranco que se alzaba por encima del mismo hice dar la vuelta a mi caballo y me detuve; me puse en pie sobre los estribos para poder ver mejor hacia la lejanía, intentando olfatear a mis enemigos a medida que se acercaban. Miré al cielo; todavía seguía de color rojo, de color rojo sangre, pero iba oscureciéndose y volviéndose negro. Inviernos de recuerdos me pasaron por la cabeza; en aquella pequeña fracción de tiempo me pareció vislumbrar mi propia eternidad. Sentí cierto temor, y después el odio vino a ocupar su lugar.

»—Ya vienen —dije. Viscillie miró con atención hacia donde yo le indicaba. No consiguió ver nada, pero asintió con un movimiento de cabeza y empezó a dar voces de mando—. Matadlos a todos —ordené yo—. A todos. —Empuñé la espada, la desenvainé y el acero del arma se tiñó de rojo a la luz del cielo—. Pero al pacha —añadí en voz más baja—, al pacha dejádmelo a mí.

»Oírnos el estrépito de hombres a caballo que se acercaban por el desfiladero. Viscillie sonrió; me hizo una señal bajando la cabeza y levantó el arcabuz. Entonces los vi: era el escuadrón de caballería tártara, y a la cabeza del mismo, con el pálido rostro resplandeciendo entre las sombras de las rocas, el monstruo, mi creador. Apreté con más fuerza la empuñadura de la espada. Viscillie me miró fugazmente; yo tenía la espada en posición; la bajé. Viscillie disparó y el tártaro que iba en primera posición mordió el polvo. El pacha Vakhel levantó la vista; ninguna expresión de miedo o de sorpresa cruzó su rostro. Pero a su alrededor, por todas partes, empezó a cundir el pánico mientras el fuego de las armas crepitaba sin cesar; algunos hombres del pacha se refugiaron detrás de los caballos e intentaron contestar al fuego; otros huyeron a la desbandada por entre las rocas, donde los aniquilaron pasándolos a cuchillo. Sentí que crecía en mí la lascivia de la sangre. Espoleé el caballo para conducirlo hacia adelante y mi silueta se recortó contra el cielo del oeste. Por todo el desfiladero se extendió un repentino silencio. Tenía los ojos clavados en el pacha; éste me sostenía la mirada, impasible. Pero, de pronto, uno de sus jinetes emitió un alarido y dijo:

»—¡Es él, es él! Mirad qué pálido está, es él.

»Sonreí; espoleé mi caballo y emprendí el camino hacia abajo; y con los aullidos de los hombres de Viscillie retumbando en mis oídos me adentré cabalgando en el desfiladero. Estaba lleno de cadáveres, mientras los hombres luchaban cuerpo a cuerpo. Solo en medio de aquella carnicería, el pacha, sentado en su caballo, esperaba intacto. Cabalgué para ponerme frente a él. Solo entonces sonrió lentamente.

»—Bien venido a la eternidad, milord —me dijo.

»Moví la cabeza a ambos lados.

»—Y Haidée… ¿dónde está?

»El pacha me miró fijamente, sobresaltado, y luego inclinó hacia atrás la cabeza y se echó a reír.

»—¿Realmente es eso lo que le preocupa? —me preguntó. Alargó una mano para tocarme. Yo retrocedí—. Todavía tiene muchísimo que aprender —continuó diciendo el pacha con suavidad—. Pero yo le enseñaré. Estaremos juntos para siempre, y yo me encargaré de enseñarle. —Extendió la mano hacia mí—. Venga conmigo, milord. —Sonrió. Me indicó con la mano que me fuera con él—. Venga usted conmigo. —Durante unos instantes permanecí sentado, inmóvil. Luego mi espada cayó con fuerza. Sentí cómo el acero mordía el hueso de la muñeca del pacha. Su mano, todavía haciéndome señas, se arqueó hacia arriba y luego cayó al suelo, en medio del polvo. El pacha me miró, horrorizado, pero al parecer no experimentó ningún dolor físico, cosa que me enfureció aún más. Le ataqué, ciego de ira, con la espada. Ésta subía y bajaba y le producía profundos cortes, hasta que finalmente el pacha cayó del caballo. Entonces me miró fijamente—. Veo que va a matarme —me dijo. Una mirada de sorpresa e incredulidad le cruzó por el rostro—. Así que hágalo pronto. Veo que de verdad va a hacerlo.

»Desmonté del caballo y le coloqué la punta de la espada sobre el pecho, a la altura del corazón.

»—Esta vez —le indiqué— no fallaré.

»—¡No! —El pacha se puso a gritar. Se debatió contra mi espada, cortándose la única mano que le quedaba al empujar el filo de la hoja.

»—Adiós, excelencia —le dije yo. Empujé la espada hacia abajo. Noté cómo pinchaba el suave saco de su corazón. El pacha emitió un alarido estridente. No fue un grito humano, sino un aullido sobrenatural lleno de dolor y de odio. Resonó por el desfiladero, por entre las gargantas de las montañas, e hizo que todo lo demás quedara en silencio. Una fuente de sangre brotó hacia el cielo, sangre de un color escarlata vivo contra los rojos más intensos del horizonte, que luego empezó a caer sobre mi cabeza, como si fuera lluvia de una embotada nube carmesí. Cayó con tanta suavidad como una bendición, y alcé el rostro para darle la bienvenida. El chaparrón cesó por fin y, cuando me moví, me di cuenta de que debajo de la ropa tenía toda la piel manchada de sangre. Miré al pacha. Yacía con la rigidez de la agonía, de la muerte. Cogí un puñado de tierra y se lo esparcí por el rostro—. Enterradlo —ordené—. Enterradlo para que no vuelva a caminar nunca más.

»Busqué a Viscillie y le dije que lo esperaría en Missolonghi. Luego monté en el caballo y, sin mirar atrás, abandoné el desfiladero, aquel lugar de muerte.

»Cabalgué en medio de la noche. No sentía cansancio alguno, solo el más extraordinario deseo de vivir experiencias. El chaparrón de sangre había aplacado mi sed, y mis poderes, mis sentidos, mis sensaciones, todo ello parecía ensalzado hasta un grado extraordinario. Llegué a Missolonghi al amanecer. Esta vez la luz ya no me produjo ningún dolor. En cambio los colores, la interacción del cielo y el mar, la belleza de los primeros rayos del sol, todo ello consiguió que me arrobara. Missolonghi no era un bonito lugar, en realidad era solo un pueblo desordenado, encaramado al borde de las marismas, pero a mí me pareció el lugar más maravilloso que hubiera visto nunca. Mientras cabalgaba al trote por las marismas y miraba con asombro las franjas de color que se extendían hacia el este, fue como si nunca hubiera visto el alba.

»Entré en Missolonghi y hallé la taberna donde Hobhouse y yo habíamos acordado encontrarnos. El tabernero, después de que yo le despertara, me miró lleno de horror: yo tenía los ojos enloquecidos, y mi ropa estaba toda cubierta de sangre. Le pedí ropa interior limpia y agua caliente, y el placer que me proporcionó estar de nuevo fresco y lozano, una vez que me lavé y me puse ropa limpia, fue también una sensación que nunca antes había conocido. Subí a la habitación de Hobhouse haciendo mucho ruido. Cogí una almohada y se la arrojé.

»—Hobby, despierta. Soy yo. He vuelto.

»Hobhouse abrió un ojo legañoso.

»—Maldita sea —dijo—. Ya lo veo. —Se sentó y se froto los ojos—. Bueno, viejo amigo, ¿qué es de tu vida? —Sonrió—. Supongo que nada interesante, ¿no?