Capítulo I

Las memorias completas, en caso de que fueran publicadas, condenarían a lord B. a eterna infamia.

John Cam Hobhouse, Journals

Al señor Nicholas Melrose, director de su propio bufete de abogados y hombre de gran prestigio, no le gustaba sentirse disgustado. No estaba acostumbrado a ello, y no lo estaba desde hacía muchos años.

—Nunca entregamos las llaves a nadie —dijo con brusquedad. Miró fijamente y con cierto resentimiento a la joven que se encontraba al otro lado del imponente y gran escritorio. Subrayó sus palabras dando unos golpecitos con el dedo, por si quedaba alguna duda—. Nunca.

Rebecca Carville lo miró fijamente y luego movió la cabeza. Se inclinó para coger una bolsa. Melrose la observó detenidamente. El cabello largo de color castaño, a la vez elegante e indómito, se derramaba sobre los hombros de la joven, que se lo echó hacia atrás al tiempo que dirigía a Melrose una fugaz mirada. Los ojos le brillaban. Era muy hermosa —pensó el abogado—, y, además, de un modo bastante inquietante. Suspiró. Se pasó los dedos por entre el cabello, que le iba escaseando, y luego se acarició la panza.

—El de San Judas siempre ha sido un caso muy especial —masculló en un tono algo más conciliador—. Legalmente hablando. —Hizo un gesto con las manos—. Espero que usted comprenderá, señorita Carville, que no me queda otra opción. Lo lamento, se lo repito, pero no puedo entregarle las llaves.

Rebecca sacó unos papeles de la bolsa. Melrose frunció el entrecejo. Verdaderamente empezaba a hacerse viejo si el mero silencio de una muchacha podía inquietarlo de aquella manera, por muy encantadora que ella resultara, y fuera el que fuese el asunto que la había llevado hasta allí.

—¿Quizá —preguntó— querría usted decirme qué espera encontrar en la cripta?

Rebecca se puso a revolver los papeles. De pronto el frío de su belleza se desheló con una sonrisa. Le tendió los papeles por encima del escritorio.

—Mírelos —le dijo a Melrose—. Pero tenga cuidado con ellos. Son muy antiguos.

Melrose los cogió, intrigado.

—¿Qué son? —preguntó.

—Cartas.

—¿Y hasta qué punto son antiguas?

—Datan de mil ochocientos veinticinco.

Melrose miró a Rebecca por encima de las gafas y luego acercó una carta a la lámpara del escritorio. La tinta estaba descolorida y el papel se había puesto marrón. Intentó descifrar la firma que había en la parte inferior de la página. Era difícil; estaban casi a oscuras, con solo aquella lámpara.

—Thomas… ¿qué dice aquí…? ¿Moore? —preguntó al tiempo que levantaba la mirada.

Rebecca asintió.

—¿Tendría que resultarme familiar ese nombre?

—Era un poeta.

—Me temo que en mi trabajo no se tiene mucho tiempo para leer poesía.

Rebecca continuó mirándolo fijamente, impasible. Alargó la mano por encima del escritorio para recuperar la carta.

—Nadie lee ya a Thomas Moore —dijo finalmente—. Pero fue muy popular en su época.

—Entonces, señorita Carville, ¿es usted una estudiosa de la poesía de ese período?

—Tengo buenas razones, señor Melrose, para que me interese.

—¿Ah, sí? —preguntó Melrose sonriendo—. ¿Sí? Excelente.

Se relajó en el sillón. De manera que era una anticuaría, solo eso, una insignificante académica. De pronto le pareció menos amenazadora. Melrose miró sonriente y aliviado a la muchacha, fortalecido de nuevo por cierto sentido de su propia importancia.

Rebecca lo observó sin devolverle la sonrisa.

—Como le decía, señor Melrose, tengo buenas razones. —Miró fijamente la hoja de papel que tenía en las manos—. Por ejemplo, esta carta, dirigida a un tal lord Ruthven, cuya dirección está en Mayfair, calle Fairfax, 13. —Sonrió lentamente—. ¿No es la misma casa a la que está adosada San Judas?

La sonrisa de Rebecca se hizo más amplia al ver cómo reaccionaba el abogado ante estas palabras. El color le había desaparecido súbitamente de la cara a Melrose. Aunque luego movió la cabeza a ambos lados e intentó devolverle la sonrisa.

—Sí —repuso suavemente Melrose. Se limpió la frente—. ¿Y qué si es así?

Rebecca miró de nuevo la carta.

—Esto es lo que escribió Moore —comentó—. Le dice a lord Ruthven que tiene lo que llama «el manuscrito». ¿De qué manuscrito se trata? Eso no lo aclara. Lo único que dice es que lo envía junto con la carta a la calle Fairfax.

—A la calle Fairfax…

La voz del abogado se apagó. Tragó saliva y trató de sonreír de nuevo, pero la expresión que tenía en el rostro era aún más enfermiza que antes.

Rebecca lo miró fugazmente. Si la mirada de miedo de Melrose la había sorprendido, no permitió que se le notase. Al contrario, con expresión tranquila alargó la mano sobre la mesa para coger otra carta; cuando volvió a hablar, su voz había adquirido un tono monótono.

—Una semana más tarde, señor Melrose, Thomas Moore escribió esta otra carta. En ella da las gracias a lord Ruthven por la nota que éste le había enviado comunicándole que había recibido el manuscrito. Resulta evidente que lord Ruthven le había dicho a Moore cuál iba a ser el destino del manuscrito. —Rebecca levantó la carta y comenzó a leer—: «"Grande y poderosa sobre todas las cosas es la Verdad", dice la Biblia. Pero algunas veces hay que ocultar y enterrar la verdad, porque los horrores que encierra puede que sean demasiado grandes para que el común de los mortales pueda soportarlos. Usted sabe lo que pienso de este asunto. Entiérrelo en algún lugar de los muertos; es el único lugar donde puede estar. Déjelo allí escondido para toda la eternidad, ahora ambos estamos de acuerdo en esto, o al menos en eso confío». —Rebecca bajó la carta—. «Lugar de los muertos», señor Melrose —repitió lentamente. Se inclinó hacia adelante y comenzó a hablar con súbita vehemencia—. Con toda seguridad solo puede estar refiriéndose a la cripta de la capilla de San Judas, ¿no es así?

Melrose inclinó la cabeza en silencio.

—Creo, señorita Carville —dijo por fin—, que debería usted olvidarse de la calle Fairfax.

—¿Ah, sí? ¿Por qué?

Melrose levantó la vista y la miró fijamente.

—¿No cree que es posible que su poeta tenga razón? ¿Que hay verdades que realmente deben permanecer ocultas?

Rebecca sonrió débilmente.

—Habla usted como abogado, naturalmente.

—Eso no es justo, señorita Carville.

—Entonces, ¿en calidad de qué habla?

Melrose no respondió. Maldita mujer, pensó. Los recuerdos, oscuros y espontáneos, le vinieron a la mente. Recorrió el despacho con la mirada, como si buscara consuelo en el destello de su modernidad.

—Como alguien que quiere su bien —dijo por fin, sin convicción.

—¡No! —Rebecca apartó la silla arrastrándola hacia atrás y se puso en pie con tal violencia que Melrose casi se sintió acobardado—. Veo que no lo comprende. ¿Sabe lo que era el manuscrito, ese manuscrito que Ruthven escondió en la cripta? —Melrose no respondió—. Thomas Moore era amigo de un poeta mucho más importante que él. Es posible que incluso usted, señor Melrose, haya oído hablar de lord Byron, ¿no?

—Sí —dijo Melrose suavemente, al tiempo que apoyaba la cabeza sobre las manos cruzadas—. He oído hablar de lord Byron.

—Cuando Byron escribió sus memorias, confió el manuscrito terminado a Thomas Moore. Y cuando la noticia de la muerte de Byron llegó hasta sus amigos, éstos persuadieron a Moore para que destruyera las memorias. Página a página, las memorias fueron rotas en pedazos y luego arrojadas al fuego que había encendido el editor de Byron. No quedó nada de ellas. —Rebecca se alisó el cabello hacia atrás, como para tranquilizarse—. Byron fue un escritor incomparable. La destrucción de sus memorias fue una profanación.

El abogado se quedó mirando a la joven. Se sentía atrapado, ahora que sabía por qué quería ella las llaves. Ya había oído aquellos argumentos con anterioridad. Recordaba a la mujer que los había esgrimido hacía muchos años, una mujer encantadora, igual que aquella muchacha que se encontraba allí ahora. Y la muchacha seguía hablándole.

—Señor Melrose, por favor. ¿Comprende lo que le estoy diciendo?

Melrose se pasó la lengua por los labios.

—Y usted, ¿lo comprende? —preguntó a su vez.

Rebecca frunció el entrecejo.

—Escuche —le dijo al abogado en un suave susurro—. Se sabe que Thomas Moore tenía la costumbre de copiar todos los manuscritos que recibía. Y solamente se quemó una copia de las memorias. La gente siempre se ha estado preguntando si Moore habría hecho un duplicado. Y ahora —Rebecca levantó la carta— tenemos aquí a Moore escribiendo acerca de un extraño manuscrito. Un manuscrito del que luego dice que ha sido depositado en «algún lugar de los muertos». Por favor, señor Melrose, ¿me comprende ahora? Estamos hablando de las memorias de Byron. Tengo que conseguir la llave de la cripta de San Judas.

Una ráfaga de lluvia barrió las ventanas. Melrose se puso en pie, casi con cansancio, y cerró los pestillos, como para prohibir la entrada a la noche; luego, todavía sin hablar, apoyó la frente contra uno de los vidrios de la ventana.

—No —respondió por fin mirando a la oscuridad de la calle—. No, no puedo darle las llaves.

Se hizo un largo silencio, roto solamente por los sollozos del viento.

—Tiene que dármelas —dijo ella al cabo de un rato—. Ya ha visto usted las cartas.

—Sí, he visto las cartas. —Melrose se dio media vuelta. Rebecca tenía los ojos entornados como los de un gato. El cabello daba la impresión de resplandecer y echar chispas en la oscuridad. Santo Dios, pensó el abogado, cómo se parecía a aquella otra mujer—. Señorita Carville —trató de explicarle—, no es que dude de usted. En realidad, es justamente lo contrario. —Hizo una pausa; Rebecca no dijo nada. Melrose no sabía cómo explicarse. Nunca le había resultado fácil enfrentarse a sus sospechas, y sabía que si las expresaba en voz alta sonarían como algo fantástico. Por eso siempre había guardado silencio, por eso había intentado olvidarlas. Condenada chica, volvió a pensar. ¡Condenada!—. Las memorias de lord Byron —dijo finalmente en un murmullo—, ¿las quemaron sus amigos?

—Sí —dijo Rebecca con frialdad—. Las quemó su antiguo compañero de viajes, un hombre llamado Hobhouse.

—Entonces, ¿no le parece que quizá ese Hobhouse actuara con prudencia al hacer tal cosa?

Rebecca sonrió tristemente.

—¿Cómo puede usted preguntarme eso?

—Porque me pregunto a mi vez qué secreto contendrían esos manuscritos. Qué terribles secretos, que incluso los amigos más íntimos de lord Byron consideraron que era mejor destruir todas las copias que existían.

—No todas, señor Melrose.

—No. —Hizo una pausa—. No, quizá no. Y por eso… me siento inquieto.

Sorprendido, Melrose vio que Rebecca no sonreía ante aquellas palabras. En vez de eso se inclinó sobre el escritorio y le cogió la mano.

—¿Qué es lo que le inquieta, señor Melrose? Dígamelo. Lord Byron lleva muerto casi doscientos años. ¿Qué motivo hay para estar inquieto?

—Señorita Carville… —El abogado hizo una pausa y sonrió; luego movió la cabeza de un lado a otro—. Señorita Carville… —Hizo un gesto con las manos—. Olvídese de todo lo que le he dicho. Por favor, escuche solo lo que voy a decirle ahora. La situación es ésta. Estoy legalmente obligado a negarle las llaves. Nada puedo hacer al respecto. Quizá resulte extraño que al público se le niegue la entrada en la iglesia, pero, aun así, ésa es precisamente la situación legal. El único que tiene derecho a entrar en la capilla es el heredero de la propiedad de Ruthven; él y los otros herederos directos del primer lord Ruthven. Solo a ellos puedo entregarles las llaves de San Judas, igual que han hecho mis predecesores en este bufete durante casi doscientos años. Y por lo que sé, la capilla nunca se ha usado para el culto; en realidad nunca se ha abierto para nada. Supongo que yo podría mencionar su nombre, señorita Carville, al actual lord Ruthven, pero debo serle franco: eso es algo que nunca haré.

Rebecca levantó una ceja.

—¿Por qué no?

Melrose la observó con detenimiento.

—Existen muchas razones para no hacerlo —repuso lentamente—. La más sencilla es que no serviría de nada. Lord Ruthven nunca le respondería.

—Ah… Entonces, ¿existe?

Melrose frunció el entrecejo más profundamente.

—¿Por qué pregunta usted eso?

Rebecca se encogió de hombros.

—Intenté verlo a él antes de venir a visitarle a usted. El hecho de que me encuentre ahora aquí sentada da una idea del éxito que obtuve.

—Solo reside aquí breves temporadas, según creo. Pero… oh, sí, señorita Carville… existe.

—¿Lo conoce personalmente?

Melrose asintió.

—Sí. —Hizo una pausa—. Lo vi en una ocasión.

—¿Solo?

—Una vez fue suficiente.

—¿Cuándo fue?

—¿Importa eso?

Rebecca asintió sin decir palabra. Melrose observó el rostro de la muchacha. De nuevo parecía helado e inexpresivo, pero en los ojos de Rebecca se podía ver un resplandor que ardía profundamente. Melrose se recostó en el sillón.

—Fue hace veinte años, casi exactamente —dijo—. Lo recuerdo con toda claridad.

Rebecca se inclinó hacia adelante hasta el borde del asiento.

—Continúe —le pidió.

—No debería contarle esto. Un cliente tiene derecho a que se respeten sus confidencias. —Rebecca asintió lentamente, con ironía. Melrose comprendió que la muchacha se había dado cuenta de que él tenía ganas de hablar. Se aclaró la garganta—. Acababan de nombrarme socio de la firma —continuó diciendo—. Las propiedades de los Ruthven eran una de mis responsabilidades. Un día lord Ruthven me llamó por teléfono. Quería hablar conmigo. Insistió en que fuera a visitarle a la calle Fairfax. Era un cliente rico, al que se consideraba muy valioso. Como es natural, fui a verlo.

—¿Y?

De nuevo Melrose hizo una pausa.

—Fue una experiencia realmente extraña —dijo al cabo de unos instantes—. No soy un hombre excesivamente impresionable, señorita Carville, no suelo hablar en términos subjetivos, pero aquella mansión me llenó de… bien, no hay otra manera de expresarlo… de la más absoluta sensación de desasosiego. ¿Le parece extraño? Sí, claro que lo es, pero no pude evitarlo, así es como sucedió. En el transcurso de mi visita lord Ruthven me mostró la capilla de San Judas. También allí fui consciente de un temor casi físico que me atenazaba la garganta, que me asfixiaba. Así que ya ve usted, señorita Carville, es por su bien que me alegro de que no vaya usted allí… sí… por su propio bien.

Rebecca volvió a sonreír ligeramente.

—Pero… ¿fue la capilla —preguntó— o lord Ruthven lo que le ocasionó tanto desasosiego?

—Oh, ambas cosas, creo. Lord Ruthven me pareció… indefinible. Había cierto donaire en él, sí, auténtico donaire, y también hermosura…

—¿Pero…?

—Pero… —Melrose frunció el entrecejo—. Sí, pero… en su rostro, igual que en la casa, se notaba la misma clase de peligro. —Hizo una pausa—. El mismo… brillo fúnebre. Por acuerdo mutuo no hablamos durante mucho tiempo, pero en aquel breve rato percibí una gran mente que se había vuelto cancerosa… que pedía ayuda, casi me atrevería a decir, solo que… No, no. —De pronto Melrose negó con la cabeza—. ¿Qué tonterías estoy diciendo? Los abogados no tenemos derecho a ser imaginativos.

Rebecca sonrió débilmente.

—Pero ¿fueron imaginaciones suyas?

Melrose observó su rostro. De pronto la mujer se había puesto muy pálida.

—Puede que no —reconoció el abogado en voz baja.

—¿De qué quería él hablar con usted?

—De las llaves.

—¿De las llaves de la capilla? —Melrose asintió con la cabeza—. ¿Por qué?

—Me dijo que no las entregase a nadie.

—¿Ni siquiera a las personas que tenían legalmente derecho a ellas?

—Me pidió que procurara desanimarlas.

—Pero ¿no podía usted prohibírselo?

—No. Tenía que intentar disuadirlos.

—¿Por qué?

—No me lo dijo. Pero mientras me hablaba tuve el presentimiento de… de… de algo terrible.

—¿Qué?

—No podría describirlo, pero era algo muy real. —Melrose miró a su alrededor—. Tan real como las cifras que aparecen en la pantalla de este ordenador, o los papeles que hay en esa carpeta. Y lord Ruthven, también él, parecía atemorizado… No, atemorizado no, aterrado es la palabra exacta. Y sin embargo, durante todo el tiempo, aquella sensación se mezclaba con un terrible deseo, ¿sabe? Un deseo que yo veía arder en sus ojos. Así que me tomé muy en serio aquel aviso, porque lo que yo había vislumbrado en aquel rostro me había llenado de temor. Confiaba, desde luego, en que nadie me pidiera las llaves. —Hizo una pausa—. Luego, tres días después, vino a visitarme una tal señorita Ruthven.

El rostro de Rebecca no dejó entrever ni siquiera un parpadeo de sorpresa.

—¿Para pedirle las llaves? —preguntó.

Melrose se recostó en el sillón.

—Igual que usted. Quería encontrar las memorias de lord Byron ocultas en la cripta.

El rostro de Rebecca seguía pareciendo desprovisto de toda pasión.

—¿Y se las dio? —preguntó.

—No me quedó otro remedio.

—¿Porque era una Ruthven? —Melrose asintió—. Y aun así, ¿ahora pretende impedírmelo?

—No, señorita Carville, no es cuestión de pretenderlo. Se lo voy a impedir. No le daré las llaves. —Melrose miró fijamente a los ojos entornados de Rebecca. Desvió la mirada, se puso en pie, se acercó a una ventana y miró hacia la oscuridad que reinaba en el exterior—. Aquella mujer desapareció —dijo finalmente, sin darse la vuelta—. Unos días después de que le diera las llaves. La policía no la encontró. Nunca hubo nada, desde luego, que relacionase aquella desaparición con lord Ruthven, pero yo recordé todo lo que él me había dicho y lo que yo había alcanzado a vislumbrar en su rostro. No se lo conté a la policía, porque temía parecer ridículo, ya me comprende. Pero con usted, señorita Carville, estoy dispuesto a arriesgarme a parecer cómico. —Se dio la vuelta para mirarla de frente otra vez—. Márchese. Se hace tarde. Me temo que nuestro encuentro ha llegado a su fin.

Rebecca no se movió. Luego, lentamente, se alisó el cabello hacia atrás para apartárselo del rostro.

—Las llaves son mías —dijo sin parpadear.

Melrose levantó los brazos con enojo y frustración.

—¿No ha oído lo que le he dicho? ¿No puede comprenderlo? —Se derrumbó en el sillón—. Señorita Carville, por favor, no lo haga más difícil. Márchese antes de que tenga que avisar para que se la lleven de aquí.

Rebecca negó con la cabeza suavemente. Melrose suspiró y alargó el brazo sobre el escritorio para apretar un botón. Al mismo tiempo que el abogado hacía eso, Rebecca sacó otro fajo de papeles de la bolsa. Los dejó sobre el escritorio y los empujó hacia Melrose. Éste les echó un rápido vistazo y se quedó petrificado. Cogió la primera página y comenzó a leerla por encima con ojos vidriados, como si se sintiera incapaz de leerla o fuera reacio a hacerlo. Masculló unas palabras y luego apartó los papeles. Suspiró y durante un rato guardó silencio. Por fin movió la cabeza de un lado a otro y suspiró otra vez.

—Entonces, ¿ella era su madre?

Rebecca asintió.

—Mi madre conservó su apellido de soltera. Yo he adoptado el de mi padre.

Melrose suspiró profundamente.

—¿Por qué no me lo ha dicho antes?

—Quería saber qué pensaba usted.

—Bueno, pues ahora ya lo sabe. No se le ocurra acercarse a la calle Fairfax.

Rebecca se quedó mirando a Melrose y luego sonrió.

—No lo dirá en serio, ¿verdad? —dijo; luego se echó a reír—. No puede decirlo en serio.

—¿Supondría alguna diferencia si volviera a decirle que sí le estoy hablando en serio?

—No. Ninguna en absoluto.

Melrose la miró fijamente y luego asintió.

—Muy bien —dijo—. Si tanto insiste, haré que le traigan las llaves. —Apretó un botón. No hubo respuesta—. Debe de ser más tarde de lo que creía —murmuró el abogado poniéndose en pie—. Si quiere excusarme, señorita Carville…

Rebecca lo observó mientras Melrose salía del despacho; luego las puertas se cerraron tras él. La muchacha empezó a recoger los papeles. Volvió a meter los certificados en la bolsa, pero el fajo de cartas lo conservó en el regazo. Se puso a juguetear con ellas; luego, cuando oyó que las puertas volvían a abrirse a su espalda, colocó los finos dedos sobre el borde del escritorio.

—Tenga —le dijo Melrose tendiéndole tres llaves sujetas a una anilla de metal.

—Gracias —dijo Rebecca. Esperó a que se las diera, pero el abogado, a su lado, apretó con fuerza las llaves en la mano—. Por favor —insistió Rebecca—, démelas, señor Melrose.

El abogado no contestó. Miró con atención el rostro de Rebecca, largo y duro, y luego alargó la mano hacia el fajo de cartas que la muchacha tenía en el regazo.

—Estas cartas —dijo levantándolas—, estas misteriosas cartas… ¿pertenecieron originariamente a su madre?

—Eso creo.

—¿Cómo que lo cree?

Rebecca se encogió de hombros.

—Un librero se puso en contacto conmigo. Alguien se las había vendido. Por lo visto sabía que en otro tiempo habían pertenecido a mi madre.

—¿Y decidió acudir a usted? —Rebecca asintió—. Muy honrado por su parte.

—Puede ser. Aunque le pagué por ello.

—¿Cómo las había conseguido él? ¿Y cómo es que su madre había perdido las cartas?

Rebecca se encogió de hombros.

—Creo que fue un coleccionista el que hizo llegar las cartas hasta el librero. Aparte de eso, él no sabía nada más. Y yo no le presioné pidiéndole explicaciones.

—¿No le interesaba?

—Supuse que las habrían robado.

—¿La misma persona que… mató… a su madre?

Rebecca lo miró un momento. Los ojos le brillaban.

—Posiblemente —dijo.

—Sí. —Melrose hizo una pausa—. Posiblemente. —Luego volvió a examinar las cartas—. ¿Son auténticas? —preguntó mirándolas de nuevo.

—Creo que sí.

—Pero ¿no está segura?

Rebecca se encogió de hombros.

—No estoy cualificada para decirlo.

—Oh, perdone, yo había supuesto…

—Soy especialista en Oriente, señor Melrose. Era mi madre quien era especialista en lord Byron. Yo siempre he leído a Byron por respeto a la memoria de mi madre, pero no pretendo ser una experta en lord Byron.

—Ya veo. El error ha sido mío. —Melrose volvió a mirar fijamente las cartas—. De modo que supongo… el respeto a la memoria de su madre… ¿es por eso por lo que está tan ansiosa por encontrar las memorias?

Rebecca sonrió ligeramente.

—Sería algo adecuado, ¿no le parece? Yo no conocí a mi madre, señor Melrose. Pero me parece… que lo que estoy haciendo… ella lo aprobaría, sí.

—¿Aunque aquella búsqueda bien pudiera haberle ocasionado la muerte?

La expresión de Rebecca se oscureció.

—¿De verdad cree eso, señor Melrose?

Éste asintió.

—Sí.

Rebecca apartó la mirada. Miró fijamente hacia la oscuridad de la noche, detrás de las ventanas.

—Así por lo menos me enteraría de qué fue lo que le ocurrió a ella —dijo casi para sí misma.

Melrose no habló. En cambio dejó caer las cartas en el regazo de Rebecca. Pero no le dio las llaves.

Rebecca tendió la mano. Melrose se quedó mirándola pensativo.

—Desde el principio —dijo suavemente— usted era una Ruthven. Y no me lo ha querido decir en todo este rato.

Rebecca se encogió de hombros.

—No puedo evitar llevar la sangre que llevo.

—No —convino Melrose al tiempo que se echaba a reír—. Claro que no. —Hizo una pequeña pausa—. ¿No existe una maldición de los Ruthven? —preguntó.

—Sí. —Rebecca entornó los ojos y levantó la mirada hacia él—. Se supone que la hay.

—¿Cómo funciona?

—No lo sé. Como siempre, supongo.

—¿Qué? Un Ruthven tras otro, generación tras generación, todos caen abatidos por algún misterioso poder. ¿No es eso lo que dice la leyenda?

Rebecca hizo caso omiso a la pregunta. Volvió a encogerse de hombros.

—Muchas familias aristocráticas pueden atribuirse una maldición. No es nada más que una marca de casta —dijo sonriendo.

—Exactamente.

Rebecca mostró ceño.

—¿Qué quiere decir?

Melrose volvió a reírse.

—Vaya, pues que todo se lleva en la sangre, desde luego. ¡Todo se lleva en la sangre!

Balbució, se atragantó y luego siguió riéndose.

—Tiene usted razón —dijo Rebecca al tiempo que se ponía en pie—. Para ser abogado, tiene usted mucha imaginación. —Tendió una mano—. Señor Melrose, deme las llaves.

Melrose dejó de reírse. Apretó con fuerza las llaves en la palma de la mano.

—¿Está usted completamente segura? —le preguntó.

—Completamente.

Melrose miró profundamente a los ojos a la muchacha; luego se encogió de hombros y se apoyó en el escritorio. Finalmente le entregó las llaves.

Rebecca las cogió. Se las metió en el bolsillo.

—¿Cuándo piensa ir? —le preguntó Melrose.

—No lo sé. Supongo que pronto.

Melrose movió la cabeza arriba y abajo lentamente, ensimismado. Volvió a sentarse en el sillón. Contempló a Rebecca mientras ésta cruzaba la habitación y se dirigía a la puerta.

—¡Señorita Carville! —Rebecca se volvió—. No vaya.

Rebecca miró fijamente al abogado.

—Tengo que ir —dijo al cabo de unos instantes.

—¿Por el recuerdo de su madre? ¡Pero si es por ese recuerdo por lo que le estoy pidiendo que no vaya!

Rebecca no contestó. Apartó la mirada. Las puertas se deslizaron al abrirse.

—Gracias por el tiempo que me ha dedicado, señor Melrose —dijo dándose otra vez la vuelta—. Buenas noches.

Luego las puertas se cerraron y Rebecca se encontró a solas. Se dirigió a paso vivo hacia un ascensor. Detrás de ella las puertas del despacho permanecieron cerradas.

En el vestíbulo, un guarda de seguridad aburrido observó a Rebecca mientras ésta salía. Rebecca franqueó las puertas con rapidez y luego se fue calle abajo. Era agradable estar de nuevo en la calle. Se detuvo y respiró profundamente. El viento era fuerte y el aire frío, pero después del ambiente cerrado del despacho del abogado agradecía la noche; mientras avanzaba a toda prisa por la calle se sentía tan liviana como una hoja en otoño barrida por la tormenta. Por delante de ella podía oír el tráfico: la calle Bond, una grieta en medio de la oscuridad, estaba llena de gente y de luces. Rebecca cruzó esa calle y luego regresó al silencio que envolvía las calles secundarias, casi vacías. Mayfair parecía desierto. Las altas e imponentes fachadas estaban virtualmente desprovistas de luces. Pasó un coche, pero aparte de eso no se veía nada, y el silencio reinante tuvo el efecto de llenar a Rebecca de un extraño y febril gozo. Tenía las llaves apretadas en la palma de la mano, como un talismán que le aceleraba el ritmo de la sangre al pasar por el corazón.

Al llegar a la calle Bolton hizo un alto. Rebecca advirtió que estaba temblando. Al parecer las extrañas palabras del abogado la habían afectado más de lo que creía. Recordó cómo le había rogado, desesperadamente, que no visitase la calle Fairfax. Miró fugazmente hacia atrás. La calle en la que se encontraba había sido en otro tiempo el lugar predilecto de los dandis, en ella se habían perdido fortunas, se habían arruinado vidas, apostando en juegos de azar, con solo mover un labio. Lord Byron había frecuentado esa calle. Byron. De pronto la fiebre que le invadía la sangre pareció ponerse a cantar, con éxtasis y con un sobresalto de temor completamente inesperado. No parecía haber motivo para ello, al menos nada que ella pudiera expresar con palabras, y sin embargo allí, de pie en medio del ensombrecido silencio, se percató de que estaba aterrorizada. ¿Por qué? Byron, Byron. Las sílabas le latían como sangre en las orejas. Rebecca sintió un estremecimiento y comprendió con absoluta claridad que, en contra de lo que había planeado hacer en un principio, aquella noche no entraría en la capilla. Ni siquiera podría dar un paso hacia la misma, de tan paralizada y arrebatada como estaba por aquel terror que la envolvía como una densa bruma de color rojo, que le sorbía la voluntad, que la absorbía. Luchó por liberarse. Se dio la vuelta. El tráfico se movía en Picadilly. Comenzó a caminar hacia el sonido del tráfico y poco después echó a correr.

—¡Rebecca! —Se detuvo, paralizada—. ¡Rebecca!

Se giró en redondo. Unas hojas de papel, llevadas en el viento, revoloteaban al cruzar una calle vacía.

—¿Quién está ahí? —preguntó Rebecca. Nada. Ladeó la cabeza para escuchar. Ya no podía oír el tráfico. Solo se oía el aullido del viento y el de un letrero que golpeaba al final de la calle. Rebecca comenzó a avanzar hacia aquel lugar—. ¿Quién está ahí? —repitió en voz alta.

El viento gimió como si le respondiera; luego, de pronto, a Rebecca le pareció oír una risa, aunque muy débilmente. Siseaba, subía y bajaba con el sonido del viento. Rebecca corrió hacia aquel sonido; bajó por otra calle, tan oscura ahora que apenas podía ver lo que tenía delante. Se oyó un ruido, una lata pateada que producía un sonido metálico al resonar sobre el asfalto. Rebecca miró fugazmente hacia atrás, justo a tiempo de ver —o al menos eso le pareció— una silueta vestida de negro que pasaba fugazmente; pero cuando Rebecca dio un paso hacia la silueta, ésta ya había desaparecido, se había fundido tan completamente que la muchacha se preguntó si realmente habría visto algo. Le había parecido que había algo extraño en aquella figura, algo malo, pero que al mismo tiempo le resultaba familiar. ¿Dónde había visto antes a una persona como aquélla? Rebecca hizo un gesto negativo con la cabeza. No, no había visto nada. No era de extrañar, pensó, pues el viento era tan fuerte que las sombras le estaban jugando malas pasadas.

Notó el soplo de un aliento en el cuello. Rebecca pudo olerlo mientras se daba la vuelta: un olor punzante, químico, que le escoció dentro de la nariz; pero cuando acabó de girarse y extendió los brazos para protegerse del atacante, vio que no había nadie de quien defenderse.

—¿Quién es? —preguntó dirigiéndose a la oscuridad, enfadada y asustada—. ¿Quién está ahí?

Una risa volvió a sisear en el viento, y luego se oyó el sonido de unas pisadas que bajaban apresuradamente por un estrecho callejón. Rebecca echó a correr tras ellas, mientras los tacones de los zapatos resonaban y la sangre le aporreaba como un tambor en los oídos. Byron, Byron. ¿Por qué aquel sonido, aquel ritmo que le latía en lo más profundo de las venas? No, se dijo, es mejor no hacerle caso y concentrarse en escuchar las pisadas. Continuaban delante de ella, ahora bajaban por un callejón estrechísimo; pero de repente dejaron de oírse, parecía que se hubiesen desvanecido en el aire, de manera que Rebecca se detuvo para recobrar la orientación y el aliento. Miró a su alrededor. Al hacerlo, las nubes que había en lo alto se tornaron deshilachadas y raídas, y después se esparcieron totalmente en un racheado aullido del viento. La luz de la luna, de un color pálido de muerte, tiñó la calle. Rebecca miró hacia arriba.

Por encima de ella surgió la imponente fachada de una mansión. La grandeza del edificio parecía desproporcionada para el callejón, por lo demás muy angosto y exento de adornos, en el que se encontraba Rebecca. A la luz de la luna la piedra de la mansión tenía un tono blancuzco, como el de los cadáveres; las ventanas eran pozos de oscuridad, semejantes a cuencas de ojos vacías en una calavera; la impresión que causaba aquel conjunto era de algo muy abandonado por el tiempo, un estremecimiento del pasado conjurado por la luna. El viento empezó a ulular de nuevo. Rebecca contempló cómo la luz se desvanecía y luego se encontró perdida. La mansión, sin embargo, seguía allí, revelándose ahora como algo más que una mera ilusión producida por la luna, pero Rebecca no se sorprendió por ello; había comprendido muy bien que aquello era real. Ya había llamado antes a las puertas de aquella mansión.

Esta vez, sin embargo, no se molestó en subir los escalones y llamar a la puerta. En lugar de eso echó a andar a lo largo de la fachada de la mansión hasta pasar la verja que se elevaba sobre la acera para mantener la mansión fuera del alcance de los viandantes. Rebecca volvió a notar aquel olor ácido en el viento, en esta ocasión muy débil, pero tan amargo como la vez anterior. Echó a correr. Oía pasos detrás de ella. Se dio la vuelta para echar una fugaz mirada hacia atrás, pero tampoco había nadie, y sintió que el terror la invadía de nuevo, que descendía sobre ella como una nube venenosa que le apretaba la garganta y le ardía en la sangre. Tropezó y cayó hacia adelante. Fue a dar contra la verja. Los dedos de Rebecca se apretaron sobre una maraña de cadenas. Las levantó. En ellas había un único candado. Servía para impedir la entrada a la capilla de San Judas.

Rebecca sacó las llaves. Metió una en el candado. La llave arañó el metal oxidado, pero no giró. Detrás de ella, los pasos se detuvieron. Rebecca no se dio la vuelta para mirar. Pero en una oleada tan intensa que fue casi dulce, el terror le recorrió las venas y tuvo que sujetarse apoyándose contra la verja al tiempo que el miedo la poseía, el miedo junto con un extraño deleite. Con manos temblorosas lo intentó con una segunda llave. De nuevo ésta arañó el oxidado metal, pero esta vez sí hubo movimiento y el candado empezó a abrirse. Rebecca apretó con más fuerza; la cerradura se abrió; la cadena, en toda su longitud, cayó al suelo. Rebecca empujó la cancela. Dolorosamente, ésta se entreabrió produciendo un chirrido.

Rebecca se dio la vuelta. El olor agrio se había desvanecido; se encontraba completamente sola. Sonrió. Podía sentir aquel terror dulce en el estómago, aligerándole los muslos. Se alisó hacia atrás el pelo, que le quedó flotando al viento, y se estiró el abrigo. El viento había empujado la cancela y la había cerrado de nuevo. Rebecca la abrió; luego pasó y se dirigió a la puerta de la capilla.

Se accedía a ella a través de un tramo de escalera, agrietada y cubierta de musgo, que conducía hacia abajo. La puerta, como la cancela, estaba cerrada con llave. Rebecca buscó las llaves de nuevo. Tan suavemente como la caída de una brisa que se apaga, el terror que la invadía desapareció. Volvió a pensar en Melrose, en el miedo que el abogado sentía, en las advertencias que le había hecho para que se mantuviera alejada de la capilla de San Judas. Rebecca movió la cabeza de un lado a otro.

—No —se dijo en un susurro—, no. Vuelvo a ser yo misma.

Allí dentro estaban las memorias de lord Byron que su madre había estado buscando durante tanto tiempo y que pronto serían suyas, pronto las tendría en sus manos. ¿Qué se le había metido en la cabeza para hacerle pensar que podría esperar? Volvió a negar con la cabeza y dio vuelta a la llave.

En el interior de la capilla la oscuridad era tan negra como la brea. Rebecca se maldijo por no haber llevado consigo una linterna. Palpando la pared para guiarse, llegó hasta unos estantes. Los recorrió con los dedos. Encontró cerillas, y luego, en el estante de más abajo, una caja de velas. Cogió una de las velas y la encendió. Luego se dio la vuelta para ver el interior de la capilla.

Estaba casi vacía. Rebecca comprendió la aversión que Melrose sentía hacia aquel lugar. Había una cruz al fondo del recinto, y nada más. La cruz estaba tallada y pintada al estilo bizantino. Representaba a Caín sentenciado por el Ángel del Señor. Esperando debajo de ellos, más enérgico que los dos anteriores, se encontraba Lucifer. Rebecca observó la cruz con atención. Le impresionó la representación de Caín. El rostro era hermoso, pero estaba desfigurado por el más terrible de los sufrimientos, y no a causa de la marca que se le había grabado en la frente, sino por algún dolor más profundo, por alguna pérdida terrible. De los labios le manaba un hilillo de color rojo.

Rebecca dio media vuelta. Sus pasos resonaron al cruzar el suelo desnudo. Al otro extremo de la capilla vio una tumba, construida en el suelo, que estaba marcada por un antiguo pilar de piedra. Rebecca se arrodilló junto a ella para ver si había alguna inscripción, pero no encontró nada que leer, solo una tira de latón desvaído. Miró la cabecera de piedra; la vela le parpadeó en la mano y las sombras danzaron sobre unos tenues dibujos y marcas. Acercó más la vela. Se veía un turbante tallado en lo alto de la piedra y luego, más abajo, apenas legible, algo que parecían palabras. Las examinó con atención. Sorprendida, vio que la inscripción estaba en árabe. Tradujo las palabras; eran versos del Corán que lloraban a los muertos. Rebecca se puso en pie, llena de asombro, y sacudió la cabeza. ¿Una tumba musulmana en el interior de una iglesia cristiana? No era de extrañar que nunca se hubiera utilizado para el culto. Volvió a arrodillarse junto a la tumba. La apretó. Nada. Sopló una ráfaga de viento y la vela se apagó.

Al volver a encenderla vio, al resplandor de la llama de la cerilla, que había una alfombra extendida detrás de la tumba. Era hermosa; turca, supuso Rebecca; y, al igual que la cabecera de piedra, evidentemente muy antigua. La retiró, con suavidad al principio, y luego, presa de una súbita emoción producto de la excitación, con frenesí. Debajo de la alfombra se hallaba una trampilla de madera provista de un candado y bisagras. Rebecca retiró la alfombra y luego metió en el candado la tercera y última llave. Ésta giró con facilidad. Rebecca tiró del candado y luego respiró profundamente. Levantó la trampilla, que cedió lentamente. Con un arrebato de fuerza que ni siquiera era consciente de poseer, Rebecca levantó del todo la trampilla hasta que ésta cayó hacia atrás produciendo un golpe apagado que resonó sobre las losas de piedra. Miró fijamente la abertura que había descubierto. Había en ella dos escalones, y luego no se veía nada más que un enorme vacío. Rebecca cogió más velas, se las metió en el bolsillo y dio un primer paso con mucha cautela. De pronto contuvo el aliento. El miedo se había apoderado de nuevo de ella, metiéndose en cada corpúsculo de su sangre y aligerándola hasta el punto que le pareció que iba a ponerse a flotar; y aquel miedo era tan sensual y delicioso como ningún placer que ella hubiera conocido. El terror la poseyó y la llamó. Obedeciendo aquella llamada, la muchacha empezó a bajar los escalones, y la abertura que daba a la capilla pronto no fue más que una luz tenue tras ella que finalmente desapareció.

Rebecca llegó al último escalón. Allí se detuvo y levantó la vela. Al hacerlo la llama pareció saltar y expandirse para alcanzar aquel viso de tonos anaranjados, amarillos y dorados que la mirada de Rebecca encontraba por doquier. La cripta era una verdadera maravilla: no se trataba de un mohoso lugar para los muertos, sino de la placentera cámara de algún harén oriental engalanado con muchas cosas hermosas: tapices, alfombras, plata, oro. En uno de los rincones se oía un sonido parecido al que hacen las burbujas. Rebecca se dio la vuelta para mirar y vio una fuente muy pequeña con dos divanes exquisitamente tallados a cada lado.

—¿Qué lugar será éste? —murmuró—. ¿Qué hace aquí?

Y las memorias, ¿dónde estarían? Sostuvo la vela en alto y miró por toda la habitación. Allí no se veía ningún papel. Permaneció de pie, allí plantada, sin saber bien por dónde empezar. Y entonces oyó el ruido, un ruido que parecía como si alguien estuviera escribiendo o revolviendo cosas.

Rebecca se detuvo, helada. Intentó no respirar. De pronto la sangre había empezado a producirle un murmullo ensordecedor en los oídos, pero ella contuvo el aliento esforzándose por percibir de nuevo aquel sonido. Había oído algo, de eso estaba segura. El corazón le latía con tanta fuerza que parecía llenar todo el recinto. No se oía ningún otro sonido. Finalmente se vio obligada a tomar aire, y entonces, al respirar con avidez, volvió a oírlo. Rebecca se quedó de nuevo paralizada. Encendió otra vela y sostuvo las dos muy alto por encima de la cabeza. Al fondo del recinto, en el extremo más alejado del lugar donde ella se encontraba, elevada y situada en el centro, como el altar en una iglesia, se veía una bella tumba hecha de piedra muy delicada. Detrás de la misma había una puerta de estilo árabe. Lentamente, Rebecca se acercó a la tumba, sosteniendo las velas en alto delante de ella. Aguzó el oído cuando notó que aquel sonido volvía. Se trataba de un sonido rasposo, pero muy débil. Rebecca se detuvo. No cabía la menor duda. Aquellos arañazos procedían del interior de la tumba.

Con una aturdida sensación de incredulidad, Rebecca adelantó una mano para tocar uno de los laterales. Ahora el ruido era frenético. Rebecca se quedó mirando fijamente la tapa de la tumba. Enterradas bajo el polvo, apenas consiguió distinguir unas palabras. Sopló el polvo y leyó los versos que se hallaban debajo.

Fundidos uno en brazos del otro, un corazón dentro del otro, ¿por qué no murieron entonces? Habrían vivido demasiado tiempo si llegase la hora que les ordenase respirar por separado.

Byron

Rebecca reconoció la poesía al instante. Sí, Byron. Volvió a leer los versos pronunciando las palabras en voz baja mientras el ruido de arañazos crecía y las velas empezaban a parpadear, a pesar de la densidad y pesadez del aire del interior de la cripta. De pronto, como el vómito, el horror le atenazó la garganta. Se tambaleó hacia adelante y se apoyó contra la tumba; luego empezó a empujar la lápida que la cubría, como el amputado que araña los vendajes que lo envuelven, desesperado por enfrentarse a lo peor. La losa se movió ligeramente, luego empezó a deslizarse hacia un lado. Rebecca empujó aún con más fuerza, lo que hizo que la losa acabara de deslizarse sobre la tumba. Bajó las velas. Miró fijamente al interior de la tumba.

Algo la miraba. Rebecca sintió el impulso de lanzar un grito, pero tenía la garganta demasiado seca. Aquella cosa yacía inmóvil; solo los ojos, que lanzaban un destello amarillo desde las cuencas, tenían vida; todo el resto estaba marchito, arrugado, incalculablemente viejo. Aquella cosa empezó a agitar la nariz, tan solo una capa de piel encima del hueso astillado. Abrió la boca con avidez. Mientras olisqueaba, aquella cosa empezó a moverse; los brazos, meras mechas retorcidas de carne muerta sobre el hueso, se esforzaron por llegar al borde de la tumba y arañaron la piedra con uñas tan afiladas que parecían garras. Con un estremecimiento, aquel ser se incorporó. Y al moverse, un halo de polvo se elevó de entre los surcos de su piel. Rebecca notó el polvo en la boca y en los ojos, una nube de piel muerta que la ahogaba, que la cegaba, que le ofuscaba el cerebro. Se dio la vuelta, protegiéndose los ojos con los brazos. Algo la tocó. La muchacha parpadeó. Era aquella cosa. Estaba intentando tocarla de nuevo, y con la cara hacía ansiosos y espasmódicos movimientos; la boca era una hendidura de fauces. Rebecca se oyó a sí misma gritar. Notó que tenía escamas de piel muerta en la parte posterior de la garganta. Se atragantó. La cripta empezó a dar vueltas, y ella cayó de rodillas en el suelo.

Rebecca miró hacia arriba. Aquel ser estaba sentado al borde de la tumba como un ave de presa. Seguía olisqueando con la nariz y tenía la boca abierta formando una gran mueca semejante a una sonrisa. Pero se agarraba con fuerza al borde de la tumba y parecía estar tiritando, como si se sintiera reacio a dar el salto hasta el suelo. Rebecca vio que aquel ser tenía unos senos, apergaminados como callos, que tremolaban contra un pecho que había quedado ahuecado. De manera que aquella cosa había sido una mujer. ¿Y ahora? ¿Qué sería ahora?

Rebecca se dio cuenta de que el horror que sentía se iba disipando poco a poco. Volvió a mirar a la criatura, pero ahora apenas podía verla, ya que con el alivio los ojos se le habían puesto pesados. Se preguntó si tal vez estaría dormida. Intentó sentarse, pero tenía la cabeza espesa, como si hubiera tomado algún narcótico; no podía moverse, solo consiguió ladear muy despacio la cabeza hasta que encontró una postura cómoda. Estaba tumbada en el suelo y alguien la sujetaba entre los brazos. Un suave dolor le crecía desde la garganta. La sangre, en una mancha tibia, le corría pesadamente por la piel. Un dedo le acarició un lado del cuello. El placer que aquello le proporcionó fue maravilloso. Se preguntó vagamente de quién sería aquel dedo. De la criatura no, pues podía verla aún, encaramada por encima de ella, una forma tenue y ensombrecida. Entonces Rebecca oyó una voz.

—Ésta —susurró la voz—. Me lo prometiste. ¡Ésta! Mira, mira, ¿no le ves la cara?

Rebecca se esforzaba por permanecer despierta, por escuchar con más atención, pero las palabras comenzaron a desvanecerse por toda aquella oscuridad. Una oscuridad que era satinada y tenía un tacto delicioso.

Pero Rebecca no llegó a sumirse por completo en la inconsciencia. Fue consciente de sí misma todo el tiempo, consciente de la sangre que le corría por las venas, de la vida que había dentro de su cuerpo y de su alma. Llevaba tumbada en aquel lugar de los muertos no sabía cuánto tiempo. Reconoció, cuando llegó el momento, que se estaba poniendo en pie, pero solo recordaba que alguien la había guiado escaleras arriba y luego a través de la capilla hasta el exterior, donde el frío viento de la noche londinense le había azotado la cara. Después echó a andar y estuvo recorriendo interminables calles oscuras. Alguien iba a su lado. Rebecca empezó a tiritar. Sentía frío por dentro, pero tenía la piel caliente y la herida del cuello le quemaba como oro derretido. Se detuvo y se quedó de pie, inmóvil. Contempló cómo la figura que iba a su lado continuaba andando, una simple silueta que llevaba un largo abrigo negro. Rebecca miró en torno suyo. A su derecha fluía el Támesis, con sus aguas grasientas en medio de la oscuridad y el frío. La tormenta había amainado hasta quedar reducida a un susurro preternatural. Ningún ser viviente turbaba aquella calma. Rebecca se abrazó a sí misma y sintió un estremecimiento. Vio a la figura que, delante de ella, caminaba por el paseo del Embankment. Cojeaba, observó Rebecca, y llevaba un bastón. Rebecca se tocó la herida. El dolor empezaba a remitir. Buscó de nuevo la figura con la mirada. Había desaparecido. Luego volvió a verla cruzando el puente de Waterloo. La silueta llegó a la otra orilla. Luego desapareció.

Rebecca estuvo deambulando sin rumbo por las desiertas calles de Londres. Había perdido toda noción de tiempo y espacio. En cierto momento alguien intentó detenerla; le señaló la herida que tenía en el cuello y se ofreció para ayudarla, pero Rebecca lo apartó de sí sin siquiera detenerse a mirarle a la cara. El día empezó a romper lentamente y Rebecca continuó caminando. Fue haciéndose consciente del tráfico y del débil canto de los pájaros. Trazos de luz roja empezaron a acariciar el cielo al este. Rebecca se encontró de nuevo caminando junto al Támesis. Por primera vez durante aquella noche miró el reloj. Eran las seis. Se dio cuenta con sobresalto de que se sentía mareada. Se apoyó contra una farola y se frotó el cuello, la zona por donde el dolor se extendía.

Distinguió delante de ella, junto al muro lateral del río, una gran cantidad de gente. Se dirigió hacia la multitud. Todo el mundo miraba hacia abajo, hacia las aguas del río. Había policías, según pudo ver Rebecca. Y usaban ganchos para dragar. Comenzaron a tirar de ellos y pronto izaron por el terraplén un bulto vacío y chorreante de agua. Rebecca contempló cómo lo subían por el muro y cómo luego lo dejaban caer con un golpe sordo sobre las piedras del pavimento. Un policía se inclinó y apartó unos cuantos harapos. Hizo un gesto de desagrado y cerró los ojos.

—¿Qué es? —preguntó Rebecca al hombre que tenía delante. Éste no dijo nada, se limitó a apartarse a un lado. Rebecca miró el bulto. Unos ojos muertos se encontraron con los suyos. El rostro estaba sonriente, pero completamente blanco. Aquel hombre muerto tenía una terrible abertura que le iba de lado a lado de la garganta—. No —dijo Rebecca en voz baja, para sí—. No.

Igual que el sonido que produce una piedra cuando se deja caer dentro de un pozo, Rebecca empezó a comprender lentamente lo que estaba viendo. Pero una comprensión más amplia de qué o quién habría podido hacer semejante cosa a aquel cadáver y a ella misma, parecía quedar irremediablemente fuera de su alcance. Se sentía cansada y enferma. Dio media vuelta y se apresuró a alejarse de aquel lugar. Instintivamente se ocultó detrás del abrigo para que nadie pudiera verle la herida que también ella llevaba en el cuello. Empezó a subir por el puente que conduce a Charing Cross.

—¡Rebecca! —Era la misma voz, la que había oído a la puerta de la capilla de San Judas. Se dio la vuelta, llena de horror. Un hombre se encontraba de pie detrás de ella; tenía una sonrisa maliciosa en la cara—. ¡Rebecca! —La sonrisa del hombre se hizo más amplia—. ¡Sorpresa, sorpresa! ¿Te acuerdas de mí?

Rebecca volvió la cara hacia otro lado. El olor a ácido que había en el aliento de aquel hombre era repugnante. Él soltó una risita cuando Rebecca volvió a mirarlo. Era joven e iba bien vestido, casi como un dandi, pero tenía los cabellos muy largos y enredados en grasientos nudos, y el cuello le caía hacia un lado de un modo extraño, como si se lo hubieran retorcido. Sí, claro que se acordaba de él. La misma silueta que había visto en la calle Mayfair. Y al verlo ahora a la luz del día supo por qué le había resultado familiar ya entonces.

—El librero —susurró—. Usted me trajo las cartas. Las cartas de Thomas Moore.

—Oh, muy bien —le dijo él con respiración sibilante—, ya veo que se acuerda usted de todo. No hay nada que resulte menos halagador para un hombre que el hecho de que una chica guapa se olvide de él. —Volvió a sonreír con malicia, y de nuevo Rebecca tuvo que contener la respiración y mirar a otra parte. El hombre no pareció ofenderse por ello. Tomó a Rebecca del brazo, y cuando ésta intentó soltarse se lo apretó hasta que ella sintió que las uñas de aquel hombre se le clavaban profundamente en la carne—. ¡Venga, vamos —le dijo él en un susurro—, mueva esas encantadoras piernas!

—¿Por qué?

—Yo soy un humilde gusano, solo me arrastro y obedezco.

—¿Obedece… qué?

—Los deseos no expresados de mi amo y señor.

—¿Señor?

—Señor. —El hombre escupió la palabra—. Oh, sí, todos amamos a un señor, ¿no? —Rebecca se quedó mirándolo fijamente. El hombre estaba mascullando algo y su rostro parecía distorsionado por el rencor y el odio. Se encontró con la mirada de ella y enseñó los dientes en una sonrisa—. Ahora hablo como hombre entendido en medicina —dijo de pronto—. Tiene usted una herida que le cruza la garganta y que resulta de lo más intrigante. —La hizo detenerse agarrándola por el pelo y le tiró de la cabeza hacia atrás. Le olió la herida. Luego se la lamió con la lengua—. Mmm —se extasió mientras inhalaba aire—, salada y sangrienta, una espléndida mezcla. —Soltó una risita siseante y después tiró de Rebecca hacia adelante cogiéndola por el brazo otra vez—. Pero tenemos que darnos prisa. Así que ¡venga, vamos! La gente podría fijarse.

—¿Fijarse en qué? —El hombre volvió a mascullar algo para sí en voz baja; estaba babeando—. Le he preguntado: ¿fijarse en qué?

—Oh, diablos, perra estúpida, ¿es que no se da cuenta? —El hombre se había puesto a gritar de pronto. Le señaló a la multitud que dejaban atrás alrededor del cadáver—. La herida que usted tiene —le gritó al tiempo que se limpiaba la saliva de los labios— es igual a la de ese hombre. Y el hijo de puta, ese jodido hijo de puta, mató a ese otro tipo, pero a usted no, el hijo de puta a usted no la ha matado. —La cabeza empezó a movérsele espasmódicamente y se le cayó de lado sobre el cuello retorcido—. Hijo de puta —masculló otra vez—, hijo de puta…

Y la voz se le fue apagando.

Rebecca se detuvo.

—¿Sabe usted quién hizo una cosa tan horrible? —le preguntó apuntando hacia atrás, hacia más allá del puente.

—Oh, sí —empezó a entonar el hombre—. Claro que sí. ¡Oh, sí, oh, sí, oh, sí!

—¿Quién?

—Usted debería saberlo —le dijo el hombre haciendo un guiño.

Sin pensarlo, Rebecca se acarició el cuello.

—¿Lord Ruthven? ¿Es a él a quien usted se refiere? ¿A lord Ruthven? —El hombre se echó a reír disimuladamente para sí; luego se detuvo; la cara se le había transformado en una espasmódica máscara de odio. Rebecca se debatió súbitamente y logró soltarse—. Déjeme en paz —dijo retrocediendo.

El hombre hizo un movimiento de negación con su retorcido cuello.

—Estoy seguro de que él querrá verla de nuevo.

—¿Quién?

—Ya lo sabe.

—No. No. Es imposible.

El hombre tendió la mano para volver a cogerla del brazo y la miró fijamente al rostro.

—Que me jodan —dijo en un susurro—. Que me jodan, pero es usted preciosa. Lo más precioso que he visto nunca. Él estará muy complacido. —El hombre sonrió de nuevo; la sonrisa resultaba lívida a causa del odio. Empezó a tirar de Rebecca hacia el otro lado del puente—. Venga, venga, basta ya de forcejeos, va a hacerse una magulladura en esa piel tan bonita.

Aturdida, Rebecca lo siguió.

—Lord Ruthven —murmuró—, ¿quién es?

El hombre lanzó una risotada.

—Me sorprende usted, siendo una chica tan ilustrada.

—¿Qué quiere decir?

—Que debería saber quién era lord Ruthven.

—Bueno, yo sé quién era un lord Ruthven…

—¿Sí? —le preguntó el hombre sonriéndole alentadoramente.

—Era el protagonista de un…

—¿Sí?

—De un relato llamado El vampiro. Pero… pero eso no es más que ficción…

—¿De veras? ¿Ficción? ¿Cree que es eso? —El hombre torció la boca en una sonrisa llena de terrible amargura—. ¿Y quién escribió esa ficción?

—Un hombre llamado Polidori.

—¡Oh! —El hombre volvió a sonreír e hizo los ademanes de una reverencia formal—. ¡Vaya fama, vaya fama póstuma! —Acercó mucho su rostro al de Rebecca, con el aliento más ácido que nunca—. Y este Polidori —susurró—, ¿quién era?

—El médico personal de…

—¿Sí? ¿Sí?

—De Byron. De lord Byron.

El hombre asintió moviendo lentamente la cabeza.

—De manera que sabía bien de qué hablaba, ¿no le parece? —Apretó a Rebecca por las mejillas—. Eso era lo que pensaba su madre, por lo menos.

Rebecca lo miró fijamente.

—¿Mi madre? —susurró.

El hombre le tiró del brazo de tal manera que ella estuvo a punto de caerse.

—Sí, su madre, desde luego. Su madre. Vamos —masculló—. Vamos, perra. —De nuevo Rebecca se debatió y se soltó. Echó a correr—. ¿Adónde va? —le gritó el hombre.

Rebecca no contestó, pero podía oír la risa del hombre que la perseguía. Llegó a la calzada y miró hacia atrás. Tráfico y multitud inexpresiva, nada más. Pasó un taxi.

—¿Adónde vamos? —le preguntó el taxista. Rebecca tragó saliva. Parecía tener la mente vacía… pero luego lo vio claro.

—A Mayfair —susurró al subir al asiento de atrás—. Calle Mayfair, trece.

Se abrazó a sí misma y comenzó a tiritar cuando el taxi se puso en marcha.