Capítulo II
La superstición acerca de los vampiros está aún muy generalizada en el Levante. El término romaico es Vardoulacha. Recuerdo a toda una familia que estaba aterrorizada por el chillido de un niño, pues se imaginaban que debía de proceder de la visita de un ser semejante. Los griegos nunca han mencionado esa palabra sin horror.
Lord Byron, apuntes para The Giaour
—Desde luego resulta peligroso acercarse demasiado a un vampiro. —Era la misma hermosa voz que Rebecca había oído en la cripta. Habría afrontado cualquier peligro con tal de oírla. Ahora comprendía lo que era oír el canto de las sirenas—. Pero usted ya se da cuenta de eso, por supuesto. Y aun así ha venido. —La voz hizo una pausa—. Como yo esperaba… y temía… que hiciera. —Rebecca atravesó la habitación. Desde la velada penumbra una mano pálida se movió para indicarle un asiento—. ¿No quiere sentarse, por favor?
—Preferiría un poco de luz.
—Oh, desde luego. Se me olvidaba… que usted no ve en la oscuridad.
Rebecca señaló hacia las cortinas, hacia el distante rumor de Londres.
—¿No puedo abrirlas?
—No, dejaría entrar el invierno. —Rebecca observó cómo la figura se ponía en pie y cruzaba cojeando la habitación—. El invierno inglés, que acaba en junio para volver a empezar en julio. Tiene que perdonarme, pero no puedo soportar siquiera el vislumbrarlo. He sido durante demasiado tiempo una criatura de climas más soleados. —Se vio el resplandor de una cerilla, y entonces Rebecca reconoció la espalda del hombre al que había visto en el Embankment aquella noche. La luz, en un baño dorado, parpadeó por toda la habitación. La figura permaneció doblada mientras mantenía encendida la llama—. Espero que no le importe la lámpara —le dijo a Rebecca—. La traje conmigo cuando regresé de mi primer viaje por el extranjero. Hay ocasiones en que, sencillamente, la electricidad no resulta lo más apropiado, ¿no le parece?
El vampiro se echó a reír; luego se dio la vuelta y sostuvo la lámpara en alto, cerca de su cara. Lentamente, Rebecca se hundió en el asiento. No cabía la menor duda de a quién estaba viendo. Los oscuros rizos del cabello de aquel hombre le enmarcaban la etérea palidez del cutis; tenía las facciones tan delicadas que parecían cinceladas en hielo; ningún color, ni siquiera el más ligero asomo de rubor, aparecía en el alabastro que era aquella piel, sino que el rostro parecía iluminado por alguna llama interior. Aquél no era el hombre que había muerto en los pantanos de Missolonghi, calvo, con exceso de peso y los dientes podridos. ¿Cómo era posible que ahora estuviera allí de pie, milagrosamente restaurado hasta recuperar toda la belleza de su juventud? Rebecca se embebió de la visión que tenía ante ella. «Aquel hermoso y pálido rostro» murmuró para sus adentros. Y bello era, aunque de un modo inhumano, el rostro de un ángel expulsado de otro mundo.
—Explíqueme cómo es posible —le preguntó Rebecca por fin.
Lord Byron bajó la lámpara que sostenía y regresó cojeando a su asiento. Al hacerlo, a Rebecca le pareció oír movimiento detrás de ella, en la misma habitación. Se dio la vuelta, pero la oscuridad era impenetrable. Lord Byron sonrió. Silbó suavemente. De entre las sombras surgió silencioso un gran perro blanco que miró fijamente a Rebecca, bostezó y luego se echó a los pies de lord Byron. Éste acarició la cabeza del perro mientras apoyaba el mentón en la otra mano. Miró fijamente a Rebecca. Le brillaban los ojos y una leve sonrisa le curvaba los labios. Rebecca se alisó el cabello hacia atrás. «A mi madre —tenía ganas de gritar—, a mi madre, ¿la mató usted?». Pero temía la respuesta que posiblemente recibiera. Permaneció sentada en silencio durante un rato.
—He venido a buscar las memorias —dijo por fin.
—No hay ningunas memorias.
Rebecca frunció el entrecejo, llena de sorpresa.
—Pero a mí me han dado las cartas de Thomas Moore…
—Sí.
—¿Y qué pasó con la copia que él había hecho, y de la que le habla a usted en las cartas?
—Fue destruida.
—Pero… —Rebecca movió la cabeza de un lado al otro—. No lo comprendo. ¿Por qué?
—Por la misma razón por la que se destruyó el original. Porque contenía la verdad.
—Entonces, ¿por qué me han mostrado las cartas de Moore? ¿Por qué me han engañado para venir a la cripta?
Lord Byron levantó una ceja.
—¿Engañado?
—Sí. El librero. Supongo que trabaja para usted.
—¿Para mí? No. Contra mí, eternamente; y siempre para sí mismo.
—¿Quién es?
—Alguien a quien conviene evitar.
—¿Como a usted? ¿Y como a esa cosa, la criatura que hay ahí abajo?
El semblante de lord Byron se oscureció, pero su voz, cuando habló, estaba tan calmada como antes.
—Sí, ella es una criatura, y yo también soy una criatura, la criatura más peligrosa que usted conocerá jamás. Una criatura que ya se ha alimentado de usted esta noche.
Se lamió los dientes con la punta de la lengua; al mismo tiempo el perro se removió y emitió un débil gruñido desde el interior del pecho.
Rebecca se esforzó por no bajar los ojos ante la mirada del vampiro. De nuevo la pregunta que quería murmurar se le murió en los labios.
—Entonces, ¿por qué no me ha matado? —Murmuró al cabo de un tiempo—. ¿Por qué no me ha desangrado como desangró a ese pobre hombre del puente de Waterloo?
El rostro de lord Byron pareció convertirse en hielo. Luego, débilmente, volvió a sonreír.
—Porque usted es una Byron. —Asintió con la cabeza—. Sí, verdaderamente es una Byron. —Se puso en pie—. Porque lleva mi sangre en las venas. La mía… y la de otra alma.
Rebecca tragó saliva.
—También mi madre —dijo por fin. Su propia voz le sonó lejana y frágil en los oídos.
—Sí.
—Ella también… en una ocasión… vino aquí en busca de las memorias.
—Lo sé.
—¿Qué le ocurrió? —Lord Byron no respondió. En sus ojos la lástima y el deseo parecían fundirse—. ¿Qué le ocurrió? ¡Dígamelo! ¿Qué le ocurrió a ella?
Lord Byron seguía sin contestar. Rebecca se pasó la lengua por los labios. Tenía ganas de repetir la pregunta en un aullido de angustia y acusación, pero tenía la boca demasiado seca y no pudo hablar. Lord Byron sonrió y la miró fijamente. Le observó detenidamente la garganta, luego se levantó y cruzó cojeando la habitación. Levantó una botella.
—Tiene sed. ¿Puedo ofrecerle vino? —Rebecca asintió. Miró fugazmente la etiqueta: Cháteau Lafite Rothschild. El mejor, el mejor de todos. Lord Byron le ofreció una copa. Rebecca la cogió y dio un pequeño sorbo, luego se tragó todo el líquido de golpe. Nunca había probado nada que fuera siquiera la mitad de bueno que aquello. Levantó la mirada. Lord Byron la estaba mirando sin ninguna expresión en el rostro. Él bebió un sorbo de su copa. Ninguna señal de placer o de sabor se le reflejó en el rostro. Se recostó en el sillón y, a pesar de que los ojos le brillaban con tanta fuerza como antes, Rebecca advirtió que detrás de aquel destello los ojos parecían estar muertos—. Incluso ahora —dijo lord Byron—, casi preferiría que usted no hubiese venido.
Rebecca alzó los ojos hacia él, sorprendida.
—El librero me dijo…
—El librero, el librero. Olvídese del librero.
—Pero…
—Ya se lo he dicho: olvídelo.
Rebecca tragó saliva.
—Me dijo que usted había estado esperándome.
—Sí. Pero ¿qué significa eso? La tortura que deseamos es la más cruel de todas.
—¿Y el librero sabía eso?
Lord Byron sonrió ligeramente.
—Desde luego. ¿Por qué otra cosa cree que iba a haberle enviado hasta mí?
De pronto, la lasitud de aquel hombre pareció terrible. Cerró los ojos, como para evitar ver la vida de Rebecca. El perro se removió y le lamió la mano, pero lord Byron continuó inmóvil, como una burla de aquella aparente belleza y juventud.
—¿Qué esperaba para esta noche?
—¿Qué esperaba?
—Sí. —Rebecca hizo una pequeña pausa—. Junto a la tumba, esta noche. Usted me estaba esperando. ¿Confiaba en que fuera a ocurrir algo?
Una expresión de terrible dolor cruzó el rostro de lord Byron. Guardó silencio, como si esperase que de la oscuridad fuese a llegar el murmullo de alguna respuesta. Miraba fijamente a algún punto más allá de Rebecca, a la negrura de la cual había salido el perro. Pero no se produjo ningún movimiento en aquel lugar, no había nada más que quietud. Lord Byron de pronto frunció el entrecejo y movió la cabeza de un lado a otro.
—Cualquier cosa en que yo confíe —dijo finalmente— no parece que vaya a ocurrir aún. —Se echó a reír, y de todos los sonidos que había escuchado aquella noche, Rebecca no había oído ninguno capaz de helarle la sangre de aquel modo—. Yo he existido durante más de doscientos años —continuó diciendo lord Byron con la mirada fija en Rebecca; pero de nuevo, al parecer, seguía hablándole a la oscuridad que había más atrás de ella—. Nunca me he sentido más lejos de la vida que en un tiempo poseí. Cada año, cada día, he ido forjando un eslabón de la cadena: el peso de mi inmortalidad. Y esa carga, ahora, la encuentro insoportable. —Hizo una pausa y cogió la copa de vino. Dio un sorbo, con gran delicadeza, y cerró los ojos, como si llorase por el sabor que había olvidado. Con los ojos cerrados todavía, apuró la copa y luego, despacio, sin el menor rastro de pasión, la dejó caer para que se hiciera añicos contra el suelo. El perro se removió y gruñó; en el rincón más distante varios pájaros levantaron el vuelo y aletearon en el aire. Rebecca no los había visto antes; se preguntó qué otros seres acecharían en la oscuridad detrás del sillón que ocupaba. Los pájaros volvieron a posarse; el silencio reinó de nuevo; una vez más, lord Byron abrió los ojos—. Resulta bastante singular —le dijo— la rapidez con que perdemos nuestros recuerdos, la rapidez con que se empaña su brillo. Y sin embargo, al verla aquí ahora recuerdo cómo en otro tiempo la existencia fue lozana.
—¿Y eso es una tortura tan grande?
—Una tortura y un deleite. Y tanto mayores cuanto que están mezclados.
—Pero ahora vuelven a reavivarse las luces de su memoria, ¿no es así? —Lord Byron inclinó la cabeza con suavidad. Los labios se le movieron como en un ligero parpadeo—. ¿Puede soportar que se extingan de nuevo? —Le preguntó Rebecca—. ¿O acaso ahora es mejor conservar la llama? —Lord Byron sonrió. Rebecca se quedó mirándolo—. Cuéntemelo —le dijo.
—¿Contárselo?
—No le queda otra opción.
El vampiro se echó a reír.
—Claro que me queda otra opción. Podría matarla. Eso quizá me permitiera olvidar durante algún tiempo.
Se hizo un silencio. Rebecca se dio cuenta de que lord Byron le estaba mirando fijamente la garganta.
—Cuéntemelo —repitió ella en voz baja—. Cuénteme cómo sucedió. Quiero saberlo. —Hizo una pausa y recordó a su madre. Permaneció sentada, inmóvil—. Merezco saberlo.
Lord Byron levantó los ojos. Lentamente, empezó a sonreír otra vez.
—Sí, lo merece —dijo—, creo que sí. —Dejó de hablar y de nuevo clavó la mirada en algún punto situado en la oscuridad, más allá de Rebecca. Esta vez a ella le pareció oír un leve sonido, y lord Byron volvió a sonreír, como si él también lo hubiera percibido—. Sí —dijo otra vez sin dejar de mirar a aquel punto—, así debería ser. Tiene razón. Escuche, pues, y compréndalo. —Hizo una pausa y cruzó las manos—. Ocurrió en Grecia —comenzó a explicarle—. Durante mi primer viaje a aquella tierra. El Este siempre había sido la isla más fértil de mi imaginación. Y aunque mis imaginaciones nunca habían evitado la verdad, tampoco se habían atrevido a acercarse ni siquiera remotamente a ella. —La sonrisa se le desvaneció del rostro al tiempo que cierta lasitud inexpresiva se apoderaba de nuevo de él—. Porque yo creo que si tuviera que caer sobre mí una condena, una fatal predestinación, ya estaría durmiendo en mi interior, dentro de mi propia sangre, ¿sabe? Mi madre me había advertido de que los Byron estábamos malditos. Ella odiaba a los Byron y los amaba al mismo tiempo por lo que mi padre había hecho. La había hechizado primero, se había casado con ella, y luego había sangrado la fortuna que mi madre poseía: un vampiro en cierta manera, y por ello, supongo, aunque nunca lo conocí, un verdadero padre para mí. Abandonada, sin un penique, mi madre me advertía a menudo sobre la herencia que corría por mis venas. Cada lord Byron, me explicaba, había sido más malvado que su predecesor. Me habló del hombre del que yo había de heredar el título. Había matado a su vecino. Vivía en una abadía en ruinas. Torturaba cucarachas. Yo me reía de aquellas cosas, con gran enojo por parte de mi madre. Hice la promesa de que, cuando yo me convirtiera en lord Byron, dedicaría mi patrimonio a otros fines que produjeran mayores deleites.
—Y así lo hizo. —Rebecca no hizo una pregunta, sino que constató un hecho.
—Sí. —Lord Byron asintió—. Verdaderamente, me temo que me volví muy disoluto. Me encantaba la abadía, es cierto, y los escalofríos de melancolía romántica que me producía en la columna vertebral, porque, en conjunto, yo entonces estaba tan lejos de ser melancólico o misántropo que me parecía que mi miedo no era más que una excusa para correrme unas buenas juergas. Habíamos desenterrado la calavera de algún pobre monje y la utilizábamos como tazón para beber; yo presidía vestido con mi hábito de abad mientras, con la ayuda de un gran surtido de ninfas y doncellas de la aldea, vivíamos al estilo de los monjes de antaño. Pero incluso los placeres sacrílegos pueden desvanecerse. Me encontré saciado de mis libertinajes, y el aburrimiento, que es la maldición más temible de todas, empezó a ensombrecer mi corazón. Sentía deseos de viajar. Era costumbre entonces que los hombres como yo, de buena familia y desesperadamente endeudados, realizasen una gira por el continente, considerado durante mucho tiempo por los ingleses el lugar más apropiado para que los jóvenes avanzasen rápidamente en la carrera del vicio. Yo quería probar nuevos placeres, nuevas sensaciones y deleites, para todo lo cual Inglaterra se me había quedado demasiado estrecha, demasiado apretada, y yo sabía que todas esas cosas resultaban fáciles de procurarse en el extranjero. Estaba decidido: me marcharía. Y sentí poco pesar al dejar Inglaterra, al ver alejarse sus blancos acantilados.
»Inicié el viaje con mi amigo Hobhouse. Juntos atravesamos Portugal y España, y luego continuamos hacia Malta, y después hasta Grecia. Al acercarnos a la costa griega, una franja púrpura que brillaba más allá del azul del mar, experimenté un raro presentimiento de anhelo y temor. Incluso Hobhouse, que estaba mareado por el viaje en barco, dejó de vomitar y miró hacia arriba. Sin embargo el brillo se desvaneció en seguida, y ya estaba lloviendo cuando mis pies tocaron tierra de Grecia. Preveza, el puerto en el que desembarcamos, no era más que un lugar miserable. El pueblo en sí era feo y triste, y en cuanto a sus habitantes, los griegos nos parecieron serviles y sus amos turcos unos verdaderos salvajes. Pero incluso bajo aquella llovizna mi emoción y mi excitación no llegaron a apagarse por completo, porque comprendí, al recorrer aquellas calles tétricas y pasar bajo los minaretes y las torres, que habíamos dejado muy atrás nuestras vidas de antes y nos hallábamos al borde de un mundo extraño y desconocido.
»Habíamos abandonado Occidente para cruzar hasta Oriente.
»Después de pasar dos días en Preveza nos sentimos contentos de marcharnos de allí. Teníamos intención de visitar a Alí, el pacha de Albania, cuya osadía y crueldad le habían proporcionado el poder sobre las tribus más sin ley de toda Europa, y cuya fama de salvaje era respetada hasta por el más sanguinario de los turcos. Pocos ingleses habían penetrado alguna vez en Albania; pero para nosotros el aliciente de una tierra tan peligrosa y poética era mucho mayor precisamente por esa misma causa. Yanina, la capital de Alí, quedaba lejos, al norte, y la carretera que conducía hasta ella era montañosa y agreste. Nos advirtieron, antes de partir, de que tuviéramos mucho cuidado con los klephti, los bandidos griegos de las montañas, de modo que llevamos, junto con nuestro criado y nuestro guía, una guardia formada por seis albanos, todos ellos armados con pistolas, escopetas y espadas. Cuando por fin emprendimos el viaje, lo hicimos, como puede usted imaginar, en un estado mental de lo más romántico.
»Pronto dejamos atrás todo signo de población. Esto, como pronto habríamos de descubrir, no era cosa rara en Grecia, donde un hombre podía viajar con frecuencia durante tres y a veces cuatro días sin hallar una aldea donde poder alimentarse él y su caballo, tan miserable era el estado al que se habían visto reducidos los griegos. Pero todo aquello que nos faltaba en relaciones con seres humanos se veía compensado por la grandiosidad del paisaje y por la belleza de nuestra ruta, que pronto se hizo tortuosa, elevada y montañosa. Incluso Hobhouse, por lo general tan susceptible de conmoverse por esas cosas como pueda serlo un barril de tabaco, en algunas ocasiones tiraba de las riendas de su caballo para admirar las cimas de Suli y Tomaros, medio cubiertas por la bruma y envueltas en nieve y tiras de luz púrpura, que las águilas cruzaban en lo alto y desde cuyos lejanos y escarpados riscos nos llegaba a veces el aullido de los lobos.
»Fue una tarde, cuando empezaba a oscurecer a medida que se iba formando una tormenta, la primera vez que le dije a Hobhouse que temía que nos hubiéramos perdido. Él asintió y miró a su alrededor. La carretera se había ido estrechando hasta que las rocas que se elevaban por encima de nosotros se convirtieron en precipicios; hacía casi tres horas que no nos habíamos cruzado con ningún otro viajero. Hobhouse espoleó el caballo y se adelantó hasta el guía. Le oí preguntarle dónde íbamos a refugiarnos para pasar la noche. El guía nos aseguró que no teníamos nada que temer. Yo le indiqué las nubes tormentosas que se acumulaban por encima de las cumbres y le grité que no se trataba de temor, sino que era el mero deseo de evitar calarnos hasta los huesos lo que nos hacía estar deseosos de llegar a algún lugar donde pudiéramos refugiarnos. El guía se encogió de hombros y volvió a decir entre dientes que no había nada que temer. Esto, naturalmente, nos convenció de inmediato para enviar por delante a tres de los albanos, mientras los otros se quedaron rezagados para cubrirnos la retaguardia. Fletcher, el criado, empezó a recitar sus oraciones.
»Fue en el momento en que empezaron a caer gruesas gotas de lluvia cuando oímos el estampido de un disparo. Hobhouse le soltó una violenta palabrota al guía, y le preguntó qué demonios podía ser aquello. El guía tartamudeó alguna tontería y luego se echó a temblar. Hobhouse dijo otra palabrota y sacó la pistola. Juntos, él y yo espoleamos los caballos y galopamos desfiladero adelante. Al doblar un escarpado montículo de rocas vimos a nuestros tres albanos, con el rostro blanco como la cal, que se gritaban entre ellos mientras luchaban por contener a sus briosos corceles. Uno de los albanos todavía empuñaba la pistola; era él, evidentemente, quien había hecho el disparo.
»—¿Qué ocurre? —le pregunté yo—. ¿Nos están atacando?
»El albano no respondió, pero señaló con el dedo hacia un punto concreto, y sus dos compañeros se quedaron callados. Hobhouse y yo nos dimos la vuelta para mirar hacia el lugar al que el soldado había señalado. A la sombra del precipicio se encontraba una tumba de tierra. En ella, con un martillo, había clavada una tosca estaca; de la madera de la misma pendía una cabeza ensangrentada. Tenía las facciones extraordinariamente pálidas, pero al mismo tiempo muy lozanas.
»Hobhouse y yo desmontamos.
»—Extraordinario —dijo Hobhouse mirando fijamente aquella cabeza como si se tratase de alguna interesante antigüedad—. Alguna superstición campesina. ¿Qué significará?
»Me estremecí y me arropé con la capa. Ya había anochecido y la lluvia empezaba a descargar con fuerza. Hobhouse, cuya creencia en los espíritus empezaba y terminaba en el ponche de brandy, continuaba mirando aquella detestable cabeza. Le sujeté por un hombro y tiré de él.
»—Vámonos —le dije—. Debemos abandonar este lugar.
»Detrás de nosotros, los albanos habían estado hablando a gritos con el guía.
»—Os ha engañado —nos dijeron—. Éste no es el camino. ¡Éste es el camino de Aheron!
»Eché una furtiva mirada a Hobhouse. Éste levantó una ceja. Los dos reconocíamos aquel nombre. El Aheron, el río que, según creían los antiguos, conducía a los condenados hasta el infierno. Si realmente el río se extendía delante de nosotros, desde luego nos habíamos desviado un largo trecho de la carretera de Yanina.
»—¿Es eso cierto? —le pregunté al guía.
»—No, no —gimió éste.
»Me volví hacia el albano.
»—¿Cómo sabéis que estamos cerca de Aheron?
»El hizo un gesto señalando hacia la estaca y luego pronunció una sola palabra que yo no comprendí:
»—Vardoulacha.
Lord Byron hizo una pausa. Repitió la palabra muy despacio, separando las sílabas.
—Vardoulacha.
Rebecca enarcó las cejas.
—¿Qué significa? —le preguntó.
Lord Byron sonrió.
—Como puede imaginar, yo le hice la misma pregunta al guía. Pero éste estaba demasiado enloquecido por el miedo como para decir algo que tuviera sentido. No hacía más que repetir la misma palabra una y otra vez: «Vardoulacha, vardoulacha, vardoulacha». De pronto me dijo a gritos:
»—¡Señor, tenemos que dar la vuelta, tenemos que volver hacia atrás!
»Dirigió una desencajada mirada en sus compañeros y acto seguido se puso a galopar por la carretera y regresó por donde habíamos venido.
»—¿Qué demonios les pasa? —Preguntó Hobhouse al ver que los otros dos albanos seguían al primero y luego desaparecían tras el promontorio de roca—. Yo creía que los mendigos tenían que ser valientes.
»Se oyó un trueno lejano y luego, por encima de la dentada silueta del monte Suli, vimos la primera fisura abierta por la puñalada de un relámpago. Fletcher se echó a llorar.
»—Maldita sea —mascullé yo—. Si queríamos hacer turismo, sabía que teníamos que haber ido a Roma. —Hice dar la vuelta a mi caballo—. Tú —dije señalando al guía—, no te muevas de aquí.
»Hobhouse ya estaba cabalgando, en medio de grandes dificultades, sendero arriba, iniciando así el camino de vuelta. Le seguí y luego me puse a galopar delante de él. Durante casi diez minutos estuvimos cabalgando bajo la lluvia. La oscuridad era ya prácticamente impenetrable.
»—Byron —gritó Hobhouse—, esos tres…
»Me volví hacia él.
»—¿Qué tres? —le pregunté.
»—Los tres guardas… ¿Adónde han ido? ¿Tú qué crees? ¿Puedes divisarlos? —Me esforcé por escudriñar entre la lluvia, pero apenas podía ver más allá de las orejas del caballo—. Es algo abominable —masculló Hobhouse. Se limpió la nariz—. Pero… también algo que contarles a los amigos cuando volvamos a casa, supongo. —Hizo una pausa y me miró durante unos instantes—. Si es que logramos volver a casa para contarlo, quiero decir.
»En aquel momento mi caballo dio un traspié y luego se encabritó y relinchó lleno de miedo. Un relámpago iluminó el camino delante de nosotros. Señalé hacia un punto.
»—Mira —le dije a Hobhouse.
»Nos acercamos despacio al trote hasta donde yacían los tres cadáveres. Les habían seccionado la garganta. No tenían ninguna otra marca. Tendí la mano hacia el precipicio y cogí un puñado de tierra. Me incliné sobre la silla y esparcí la tierra sobre los cadáveres, y luego me quedé contemplando cómo la lluvia se encargaba de arrastrar la tierra.
»Levemente, entre el ruido apagado de la lluvia, oímos un grito agudo. Fue subiendo de tono hasta hacerse más agudo y luego se desvaneció mezclado con la lluvia. Apretamos el paso de nuestros caballos y seguimos adelante. Estuve a punto de pisotear un cuarto cadáver, y luego, un poco más adelante, hallamos a los dos últimos miembros de nuestra guardia de seguridad. Al igual que a sus compañeros, a éstos también les habían cortado la garganta. Desmonté y me arrodillé junto a uno de ellos para tocar la herida. Una sangre espesa de color púrpura se deslizó por entre mis dedos. Miré a Hobhouse.
»—Deben de estar por ahí fuera, en alguna parte —me indicó éste al tiempo que con la mano describía un amplio arco en el aire—. Menudo arañazo.
»Ambos permanecimos de pie, escuchando. No oímos nada, excepto el sonido del agua al golpear las rocas.
»—Sí —dije yo.
»Cabalgamos de regreso hasta el lugar donde habíamos dejado a Fletcher y al guía. Éste se había esfumado, naturalmente; Fletcher estaba ofreciéndole sobornos a su dios. Hobhouse y yo, ya completamente convencidos de la hostilidad del Todopoderoso hacia nosotros, nos mostramos de acuerdo en que no nos quedaba otra opción que seguir cabalgando hacia adelante en medio de la tormenta y confiar en hallar un refugio antes de que algún cuchillo nos encontrase a nosotros. Nos encaminamos hacia Aheron mientras airadas nubes vertían sobre nosotros la venganza de los cielos y los relámpagos doraban los torrentes y la lluvia. En cierto momento creímos divisar la cabaña de un pastor en medio de la oscuridad, pero cuando nos adelantamos a medio galope vimos que se trataba solamente de una tumba turca con la palabra griega eleutheria, que significa libertad, esculpida a todo lo ancho de su superficie.
»—Quizá sea una suerte que aún conservemos el prepucio —le grité a Hobhouse.
»—Quizá —convino éste a modo de respuesta—. Pero ahora me parece que los habitantes de esta tierra infernal son todos unos salvajes. Ojalá estuviéramos en Inglaterra.
Lord Byron hizo un alto en el relato y sonrió al evocar aquel recuerdo.
—Desde luego, Hobhouse nunca fue un buen viajero.
—¿Y usted sí lo era? —le preguntó Rebecca.
—Sí. Yo nunca salí en busca de tierras extrañas para luego quejarme de que no fueran como Regent’s Park.
—Pero aquella noche…
—No. —Lord Byron hizo un gesto de negación con la cabeza—. Puede que resulte extraño, pero la agitación, del tipo que sea, siempre ha dado nuevos impulsos a mi ánimo y me ha fortalecido. A lo que yo temía era a la monotonía. Pero allá, en lo alto de las montañas, escudriñando a través de la tormenta para tratar de divisar la daga de algún bandido… sí… la excitación que aquello me produjo tardó mucho tiempo en desvanecerse.
—Pero ¿acabó por desvanecerse?
—Sí. —Lord Byron arrugó la frente—. Sí, finalmente así fue. El miedo permaneció, pero ya no se trataba de agitación, sino que se había convertido en una nueva clase de monotonía, y a Hobhouse le afectó exactamente del mismo modo. Cuanto más cabalgábamos, más física se volvía la sensación, como si fuera algo semejante a la lluvia a través de la cual nos veíamos obligados a avanzar. La emanación de algo, fuera lo que fuese, se encontraba delante de nosotros y nos iba agotando el ánimo poco a poco. Fletcher empezó de nuevo a murmurar sus oraciones.
»Entonces Hobhouse dio un brusco tirón de las riendas de su caballo y se detuvo.
»—Hay algo ahí arriba, ¿lo ves? —me preguntó al tiempo que señalaba hacia la llovizna de la tormenta, que iba amainando. Miré hacia donde me indicaba. Pude distinguir unas figuras, pero nada más—. ¿Adónde vas? —me gritó Hobhouse cuando vio que yo espoleaba mi caballo camino adelante.
»—¿Qué otra cosa podemos hacer? —le respondí yo a voz en grito. Cabalgué a medio galope entre la lluvia—. ¡Eh! —grité—. ¿Hay alguien ahí? ¡Necesitamos ayuda! ¡Hola! —No obtuve respuesta, solo se oía la llovizna al rebotar sobre las rocas. Miré a mí alrededor. Las figuras, fueran lo que fuesen, habían desaparecido—. ¡Hola! —volví a llamar—. ¡Por favor, hola!
»Tiré de las riendas del caballo. Ahora oía, delante de mí y muy débilmente, cierto retumbar, pero nada más. Me derrumbé en la silla y sentí que un miedo, semejante a la parálisis, me entumecía las extremidades.
»De pronto alguien tomó las riendas de mi caballo. Miré hacia abajo, sobresaltado, y busqué mi pistola, pero antes de que pudiera amartillarla el hombre que se encontraba junto a uno de mis estribos había levantado ambas manos y estaba pronunciando unas palabras de bienvenida en griego. Le respondí, luego me eché hacia atrás en la silla y me puse a reír aliviado. El hombre me observaba con paciencia. Era viejo, tenía unos mostachos plateados y la espalda erguida, y se llamaba, según me dijo, Gorgiou. Hobhouse se reunió con nosotros; expliqué al anciano quiénes éramos y lo que nos había sucedido. No pareció sorprenderse con la noticia, y, cuando hube terminado de hablar, al principio se quedó callado, sin decir nada en absoluto. En cambio lanzó un silbido, y entonces otras dos figuras salieron de detrás de las rocas. Gorgiou los presentó como Petro y Nikos, sus hijos. Petro me cayó bien en seguida; era un hombre corpulento y curtido, con brazos fuertes y rostro franco. Nikos era, evidentemente, mucho más joven, y parecía delicado y frágil al lado de su hermano. Llevaba una capa sobre la cabeza, de manera que nos resultaba imposible verle la cara.
»Gorgiou nos dijo que sus hijos y él eran pastores; nosotros le preguntamos si tenían un refugio por allí cerca. Dijo que no con la cabeza. Luego le preguntamos si Aheron quedaba lejos. No contestó, pero pareció sobresaltarse, y entonces se llevó a Petro aparte. Empezaron a hablar con impaciencia, en susurros. Varias veces oímos la palabra que nuestro guardaespaldas había pronunciado, vardoulacha, vardoulacha. Por fin Gorgiou se volvió hacia nosotros. Nos explicó que Aheron era muy peligroso; ellos iban hacia allí porque Nikos estaba enfermo, pero nosotros, si podíamos, haríamos mejor en irnos a otra parte. Le preguntamos si había alguna otra aldea cerca. Gorgiou negó con la cabeza. Entonces le preguntamos por qué era tan peligroso Aheron. Gorgiou se encogió de hombros. ¿Había bandidos, le preguntamos, atracadores? No, no había bandidos. Entonces, ¿qué peligro había? Solo peligro, nos dijo Gorgiou volviendo a encogerse de hombros.
»Detrás de nosotros, Fletcher estornudó.
»—No me importa lo peligroso que sea —masculló—, con tal de que haya un techo sobre nuestras cabezas.
»—Tu ayuda de cámara es un filósofo —me dijo Hobhouse—. Estoy completamente de acuerdo con él.
»Le dijimos a Gorgiou que lo acompañaríamos. El viejo, al ver que estábamos decididos, no contestó. Empezó a abrir la marcha camino adelante, pero Petro, en lugar de caminar a su lado, le dio la mano a Nikos. Me preguntó si yo sería tan amable de llevar al muchacho en mi caballo. Yo le dije que me alegraría hacerlo, pero Nikos, cuando su hermano intentó levantarlo para subirlo al caballo, retrocedió atemorizado.
»—Estás enfermo —le indicó Petro como si tuviera que recordárselo.
»Y Nikos, de mala gana, permitió que lo subiera encima del caballo. Yo capté el brillo de unos ojos oscuros y afeminados debajo de la sombra de la capucha. Me rodeó con los brazos; noté aquel cuerpo, delgado y suave, contra el mío.
»El sendero comenzó a descender. Al hacerlo, el estruendo que yo había oído antes se hizo más poderoso, y Gorgiou me dio un toque de atención en el brazo.
»—Aheron —dijo señalando hacia un puente que aparecía delante de nosotros.
»Bajé suavemente hacia aquel lugar, a medio galope. El puente era de piedra y a todas luces tenía varios siglos de antigüedad. Justo debajo del tramo que atravesaba el río, las aguas hervían y siseaban al derramarse desde un precipicio gastado por las olas y caer al río situado mucho más abajo, para luego deslizarse oscuras y silenciosas entre dos acantilados yermos. La tormenta había amainado casi por completo y un pálido crepúsculo teñía el cielo, pero ninguna luz se reflejaba en el Aheron a su paso por el barranco. Todo estaba oscuro; profundo y oscuro.
»—Se dice que antes, en la antigüedad —dijo Gorgiou, de pie a mi lado—, un barquero transportaba a los muertos desde aquí hasta el Infierno.
»Yo lo miré bruscamente.
»—¿Cómo? ¿Desde este lugar?
»Gorgiou señaló hacia el barranco.
»—Por ahí. —Me miró—. Pero ahora, naturalmente, tenemos la Santa Iglesia, que nos protege de los malos espíritus.
»Dio media vuelta apresuradamente y continuó caminando. Eché otra mirada a las muertas aguas del río Aheron y luego fui tras Gorgiou.
»El terreno se iba haciendo llano. Las rocas empezaban a dejar paso a una hierba áspera, y al mirar hacia adelante pude ver unas tenues luces.
»—¿La aldea? —le pregunté a Gorgiou.
»Éste asintió. Pero no resultó ser una aldea nuestro destino, ni siquiera un caserío, sino un humilde grupo de chozas dispersas y una minúscula posada. Detrás de la posada vi que había un cruce de caminos.
»—Yanina —me dijo Petro mientras señalaba hacia una de las carreteras.
»No había ningún letrero junto al cruce, pero pude ver un bosque de estacas muy parecidas a la que nuestros guardaespaldas habían encontrado junto a la carretera de la montaña. Pasé al trote junto a la cabaña para mirarlas, pero Nikos, al ver las estacas, me agarró los brazos.
»—No —me susurró ferozmente—, no, vuelva atrás.
»Tenía una voz encantadora, musical y tan suave como la de una muchacha, y tuvo sobre mí el efecto de un hechizo. Pero antes de que hiciera dar la vuelta a mi caballo me alivió ver que las estacas carecían de adornos.
»Una vez dentro de la posada vimos que nuestras habitaciones eran miserables, pero después de lo que habíamos pasado en la ladera de la montaña y el fúnebre espectáculo del Aheron, las agradecí como si fueran el paraíso. Hobhouse gruñó un poco, como hacía siempre, y se quejó de que las camas eran duras y las sábanas bastas, pero admitió, aunque de mala gana, que aquello era mejor que una tumba, y se atiborró bien cuando llegó la cena. Después fuimos a buscar a Gorgiou. Estaba sentado junto al fuego, afilando el cuchillo. Era una hoja larga, y de pronto me vino a la memoria la imagen, muertos en el barro, de los soldados que nos habían acompañado. Sin embargo me caía bien Gorgiou, y también Petro, porque eran tan serios y rectos como las mismas montañas. Pero ambos hombres parecían nerviosos; permanecieron junto al fuego con sus cuchillos al lado, y aunque entre nosotros todo parecía ir bien, ellos no hacían más que desviar los ojos hacia las ventanas. Les pregunté qué era lo que buscaban; Gorgiou no respondió; Petro se echó a reír y masculló algo acerca de los turcos. Yo no lo creí, no parecía un hombre que tuviera miedo de otros hombres. Pero ¿a qué otra cosa, si no era a los turcos, había que temer?
»Fuera, en el corral, un perro empezó a aullar. El posadero se apresuró a ir a la puerta y abrió los cerrojos. Luego miró atentamente hacia el exterior. Podíamos oír el sonido de unos cascos que se aproximaban sobre el barro. Me separé de Gorgiou y corrí hacia la puerta. Vi cómo el posadero salía a toda prisa hacia la carretera. Tenues jirones de lluvia, teñidos de un color verde acuoso a causa del crepúsculo, se habían elevado de la tierra y lo oscurecían todo excepto la silueta que formaban las cimas de las montañas, de tal modo que también hubiera podido estar contemplando las muertas aguas del Infierno; no habría sido ninguna sorpresa ver al barquero, el viejo Caronte, dirigiendo su barca de espectros en medio de la caída de la noche.
»—Deben tener mucho cuidado aquí —dijo una voz femenina a mi lado. Me volví. No era ninguna muchacha, era Nikos.
Lord Byron se interrumpió. De nuevo miró hacia algún punto situado en la oscuridad, más allá de Rebecca. Bajó la cabeza y luego, cuando volvió a levantarla, miró profundamente a los ojos de la muchacha.
—¿Qué ocurre? —le preguntó ésta, desconcertada por aquella sonrisa. Lord Byron hizo un gesto con la cabeza—. Por favor, dígamelo.
Lord Byron mostraba una sonrisa torcida y extraña.
—Estaba pensando, como hacen los poetas, en cómo la belleza ha de perecer.
Rebecca lo miró fijamente.
—Sin embargo no ha ocurrido así con la de usted.
—No. —Se le apagó la sonrisa—. Pero Nikos era mucho más hermoso que yo. Al mirarla a usted ahora lo he recordado, tal como estaba de pie a mi lado en aquella posada, con súbita y absoluta claridad. Llevaba la capucha echada hacia atrás, no lo suficiente como para que se le viera el cabello, pero sí para revelar la belleza de su rostro. Los ojos, según pude ver, eran oscuros como la muerte, y las pestañas tenían el mismo color. Bajó la mirada y yo miré hacia el interior de la sedosa sombra de sus pestañas, hasta que Nikos se ruborizó y volvió la vista hacia otra parte. Pero permaneció a mi lado, y cuando yo salí y me adentré en la niebla, él me siguió. Noté que quería cogerme del brazo.
»Habían llegado dos viajeros. Uno era una mujer, el otro un sacerdote. Ambos iban vestidos de negro. La mujer pasó junto a nosotros, acompañada del posadero, hasta el interior de la posada; tenía el rostro muy pálido y se le notaba que había estado llorando. El sacerdote se quedó fuera, y cuando el posadero volvió a salir a la carretera, le gritó unas órdenes y se dirigió al cruce de caminos. El posadero le siguió, pero antes de llegar junto al sacerdote desató una cabra que se encontraba a un lado de la posada y la llevó consigo carretera adelante, camino del bosque de estacas.
»—¿Qué están haciendo? —pregunté.
»—Van a intentar poner un señuelo para los vardoulacha con el olor de la sangre fresca —me respondió Nikos.
»—Vardoulacha… oigo esa palabra continuamente, vardoulacha. ¿Qué es? —le pregunté.
»—Es un espíritu muerto que no quiere morir. —Nikos me miró, y por primera vez desde que le hiciera enrojecer nuestros ojos se encontraron—. El vardoulacha bebe sangre. Es una cosa muy mala. Debe tener cuidado con él, porque prefiere beber la sangre de un hombre vivo.
»Hobhouse había venido a reunirse con nosotros.
»—Ven a ver esto, Hobby —le dije—. A lo mejor te proporciona ideas para escribir en tu diario.
»Bajamos los tres juntos por la carretera. El sacerdote, según vi, estaba de pie al lado de una zanja; el posadero sostenía la cabra en el aire por encima de la misma. El animal balaba, presa del miedo; el posadero, con un súbito movimiento del brazo, silenció los gritos de la cabra, cuya sangre empezó a manar y a caer en la zanja.
»—Es fascinante —me comentó Hobhouse—, absolutamente fascinante. —Se volvió hacia mí—. Byron… La Odisea… ¿te acuerdas…? En La Odisea Ulises hace exactamente lo mismo cuando quiere convocar a los muertos. Los fantasmas del otro mundo solo pueden alimentarse de sangre.
»Yo recordaba aquel pasaje. Siempre me había producido escalofríos la idea del héroe esperando a que acudieran los fantasmas desde el Hades. Escudriñé a través de las brumas para mirar la carretera que conducía a Aheron.
»—Sí. Y supongo que él habría venido a este mismo lugar, al río de los muertos, para convocarlos. —Imaginé a los espíritus, a los muertos envueltos en sudarios, chillando y farfullando sin parar mientras se acercaban en bandadas por la carretera—. ¿Y por qué quieren convocar al vardoulacha, si es tan peligroso? —le pregunté a Nikos.
»—Fue el marido de la mujer. El sacerdote ha venido para destruirlo.
»—¿De la mujer que está en la posada? —Preguntó Hobhouse—. ¿De la mujer que acaba de llegar?
»Nikos asintió.
»—Es de una aldea situada muy cerca de la nuestra. Su marido lleva meses enterrado, pero se le sigue viendo, caminando como lo hacía cuando estaba vivo, y los aldeanos tienen miedo. —Hobhouse se echó a reír, pero Nikos hizo un gesto afirmativo con la cabeza—. No cabe la menor duda —dijo.
»—¿Por qué? —le preguntó Hobhouse.
»—Cuando estaba vivo tenía una pierna enferma, y ahora, cuando lo ven, cojea igual que lo hacía en vida.
»—Ah, bien, eso es una prueba —dijo Hobhouse—. Será mejor que lo maten en seguida.
»Nikos asintió.
»—Lo harán.
»—Pero ¿por qué han venido aquí, precisamente a este lugar? —le pregunté yo.
»Nikos me miró, sorprendido.
»—Porque esto es Aheron —repuso simplemente. Señaló hacia la carretera por la que habíamos llegado aquella tarde—. Éste es el camino por el que los muertos vienen del Infierno.
»Miramos fijamente hacia la zanja. El cuerpo de la cabra casi se había desangrado, y la sangre se extendía, negra y viscosa, empapando la tierra. Junto a la zanja, según vi, se había dispuesto en el suelo una larga estaca. El sacerdote se volvió hacia nosotros y nos indicó que regresáramos al interior de la posada. No hacía falta que nos animaran a ello. Gorgiou y Petro parecieron aliviados cuando nos reunimos con ellos junto al fuego. Petro se puso en pie y abrazó a Nikos; le habló en un susurro impaciente; daba la impresión de estar reprendiéndolo. Nikos estuvo escuchando, impasible, y luego se soltó de su hermano y se dirigió hacia mí.
»—No se burle usted de nosotros por lo que acabo de contarle, milord —me dijo en voz baja—. Y esta noche atranque bien las ventanas de su habitación. —Le prometí que así lo haría. Nikos hizo una pausa; luego se puso a rebuscar en la parte interior de la capa y sacó un pequeño crucifijo—. Por favor —me dijo—, hágalo por mí; guarde esto a su lado.
»Cogí la cruz. Parecía de oro y estaba bellamente decorada con piedras preciosas.
»—¿De dónde has sacado esto? —le pregunté sorprendido; su valor parecía exceder con mucho cualquier cosa que pudiera poseer un muchacho pastor.
»Nikos me rozó la mano.
»—Guárdela, milord —susurró—. Porque, ¿quién sabe qué cosas puede haber ahí afuera esta noche?
»Luego dio media vuelta y se alejó, como una muchacha a quien de pronto le da vergüenza que su amante la esté admirando.
»Cuando me retiré a dormir hice lo que Nikos me había aconsejado y cerré las ventanas. Hobhouse me estuvo tomando el pelo por ello, pero, como le hice notar, él no volvió a abrirlas. Ambos nos dormimos inmediatamente. Incluso Hobhouse, que solía estar tumbado despierto en la cama esperando para poder quejarse de las picaduras de las pulgas. Yo había colocado el crucifijo colgado de la pared por encima de nuestras cabezas con la esperanza de que nos proporcionase una noche sin sueños, pero el aire estaba cargado y sucio y dormí muy mal. Me desperté varias veces y me fijé en que Hobhouse estaba sudando y revolviéndose sobre las sábanas. Soñé que alguien arañaba la pared por fuera. Imaginé que despertaba y veía un rostro sin sangre y con una expresión de necia ferocidad que me miraba fijamente. Volví a quedarme dormido y soñé otra vez, en esta ocasión que aquel ser arañaba los barrotes produciendo un sonido espantoso con las uñas, que eran como garras. Pero cuando me desperté no había nada, y casi sonreí al pensar en el poderoso efecto que había causado en mí el relato de Nikos. Por tercera vez me dormí, y por tercera vez soñé, y esta vez soñé que las uñas del monstruo cortaban los barrotes y el hedor a carroña que emanaba su aliento parecía transportar una pestilencia inmunda hasta el interior de nuestra habitación, de manera que empecé a temer de repente que, a menos que abriera los ojos, no volvería a despertar nunca. Me senté en la cama, lleno de un violento sudor. De nuevo no había nada en la ventana, pero esta vez me acerqué a ella y descubrí, horrorizado, unas muescas en los barrotes. Me agarré a ellos hasta que los nudillos se me pusieron blancos y apoyé la frente en el barrote central. Noté el frío del metal contra mi piel enfebrecida. Miré hacia el exterior, casi invisible en medio de la noche. La bruma era densa, y resultaba difícil ver más allá de la carretera. Todo parecía estar en calma. De pronto me pareció ver algún movimiento: un hombre, o por lo menos algo que parecía un hombre, que corría a un paso muy rápido, pero también con algo parecido a un tambaleo, como si de algún modo se hubiera lastimado una pierna. Parpadeé y la criatura desapareció. Atisbé desesperadamente entre las brumas, pero de nuevo todo era quietud, incluso había más quietud, si cabe —pensé con una media sonrisa siniestra—, que en la propia muerte.
»Alcancé las pistolas con las que siempre dormía, que estaban debajo de la almohada, y me eché encima la capa de viaje. Me puse a caminar con sigilo y atravesé la posada. Vi con alivio que las puertas seguían atrancadas; las abrí y me deslicé fuera con cautela. A lo lejos aullaba un perro; por lo demás todo estaba silencioso e inmóvil. Caminé un corto trecho por la carretera hasta llegar al grupo de estacas. El cruce de caminos estaba cubierto por la bruma, pero allí todo parecía tan quieto como en la posada, de manera que regresé pensativo, como puede usted imaginar. Cuando llegué a la posada atranqué las puertas y, tan silenciosamente como me fue posible, me desplacé hasta mi habitación.
»Cuando llegué a ella me encontré con que la puerta estaba abierta. Yo la había dejado cerrada, estaba seguro de ello. Lo más calladamente que pude me aproximé y entré en la habitación. Hobhouse seguía tal como lo había dejado, sudando encima de las mugrientas sábanas, pero inclinado sobre él, con la cabeza casi tocándole el pecho desnudo, había una figura arropada con una fea capa negra. La apunté con mi pistola; al amartillar el arma aquella criatura se asustó, pero antes de que pudiera darse la vuelta tenía sobre la espalda el cañón de la pistola.
»—Fuera —le dije lentamente, en un susurro; la criatura se irguió. La empujé con el arma y la obligué a salir al pasillo. Tiré de ella para darle la vuelta y le aparté bruscamente del rostro la capa. Clavé en ella la mirada y luego me eché a reír. Recordé lo que se me había dicho aquella misma noche. Repetí las palabras—. ¿Quién sabe qué cosas puede haber ahí fuera esta noche? —Nikos me sonrió. Le hice un gesto con la pistola indicándole que se sentara. De mala gana, se dejó caer al suelo. Permanecí de pie, mirándole desde arriba—. Si querías robarle a Hobhouse, y supongo que eso era lo que estabas haciendo en nuestra habitación, ¿por qué has tenido que esperar hasta ahora para hacerlo? —Nikos frunció el entrecejo, sin acabar de comprender—. Tu padre —le expliqué— y tu hermano. ¿Fueron ellos los klephti que mataron a nuestros guardas ayer? —Nikos no contestó. Le hundí de nuevo la pistola en la espalda—. ¿Fuisteis vosotros los que matasteis a mis guardas? —volví a preguntarle. Lentamente, Nikos dijo que sí con la cabeza—. ¿Por qué?
»—Porque eran turcos —respondió simplemente.
»—¿Y por qué a nosotros no?
»Nikos me miró lleno de enojo.
»—Somos soldados, no bandidos —me explicó.
»—Claro que no. Sois todos honrados pastores, se me había olvidado.
»Nikos, con una súbita explosión de furia, me dijo:
»—Sí, somos pastores, unos simples campesinos, milord, casi animales. ¡Los esclavos de un vardoulacha turco! —Me escupió la palabra con ironía—. Yo tenía un hermano, milord, mi padre tenía un hijo; lo mataron los turcos. ¿Cree que los esclavos no pueden tomarse su venganza? ¿Cree usted que los esclavos no pueden soñar con la libertad, que no pueden luchar por ella? Quién sabe, milord, quizá venga un tiempo en que los griegos no se vean obligados a ser esclavos. —El rostro de Nikos estaba pálido; todo él temblaba, pero aquellos ojos tan oscuros brillaban llenos de desafío. Extendí una mano para tranquilizarlo, para estrecharlo entre mis brazos, pero se puso en pie de un salto y se apretó de espaldas contra la pared. Entonces se echó a reír—. Claro, tiene usted razón; no soy más que un esclavo, así que, ¿por qué iba a importarme? Tómeme, milord, y después deme el oro.
»Alzó la mano para sujetarme por las mejillas. Me besó; los labios le ardían, con ira primero, y luego, así lo comprendí, con algo más, un largo beso de juventud y pasión, cuando el corazón, el alma y los sentidos se mueven en súbito unísono y la suma de lo que se siente ya se hace incalculable.
»Sin embargo, la desesperada burla de sus palabras permaneció en mis oídos. Sin noción de tiempo, yo sabía, no obstante, que tenía que interrumpir aquel beso. Así lo hice. Cogí a Nikos por la muñeca y lo arrastré de nuevo hasta mi habitación. Hobhouse se removió; al verme con el muchacho gimió y nos volvió la espalda. Pasé la mano por encima de él para coger una bolsa de monedas.
»—Cógela —le dije a Nikos al tiempo que se la arrojaba—. He disfrutado mucho con tus historias de vampiros y demonios necrófagos. Así que cógela como recompensa a tu inventiva. —El chico me miró fijamente, en silencio. Aquella expresión inescrutable solo hacía que pareciera aún más vulnerable—. ¿Adónde irás? —le pregunté con más suavidad que antes.
»El muchacho habló por fin.
»—Muy lejos.
»—¿Adónde? —le pregunté.
»—Hacia el norte, quizá. Allí hay griegos libres.
»—¿Lo sabe tu padre? —Quise saber.
»—Sí. Está triste, desde luego. Tenía tres hijos: uno está muerto y yo debo huir; mañana solo le quedará Petro. Pero él sabe que no tengo otra opción.
»Miré fijamente a Nikos, tan esbelto y frágil como una hermosa muchacha. Al fin y al cabo no era más que un chico… pero yo lamentaba la idea de perderle.
»—¿Por qué no tienes otra opción? —le pregunté.
»Nikos hizo un movimiento de negación con la cabeza.
»—No puedo decirlo.
»—Haz el viaje con nosotros —le sugerí.
»—¿Con dos señores extranjeros? —Nikos se echó a reír—. Sí, podría viajar con ustedes muy discretamente. —Miró la bolsa que yo le había dado—. Gracias, milord, prefiero su oro.
»Dio media vuelta y se hubiera marchado de la habitación de no haberlo sujetado yo por un brazo. Cogí la cruz de la pared.
»—Llévate también esto —le dije—. Debe de ser valiosa. Yo ya no la necesito.
»—¡Pues claro que sí! —me dijo Nikos. Se estiró para besarme. Desde la carretera llegó el sonido apagado de un disparo. Luego hubo un segundo disparo—. Guárdela —dijo Nikos apretando la cruz en la palma de mi mano—. ¿De veras cree que yo podría inventarme semejantes cosas?
»Se estremeció, dio media vuelta y se alejó de mí apresuradamente. Lo estuve mirando mientras se alejaba corriendo por el pasillo. Cuando desperté, a la mañana siguiente, me encontré con que ya se había marchado.
Lord Byron permaneció sentado en silencio, con las manos cruzadas, mirando a la parpadeante oscuridad.
—¿Y Nikos? —Le preguntó Rebecca con una voz que sonó extraña a sus propios oídos—. ¿Volvió usted a verle?
—¿A Nikos? —Lord Byron levantó la vista y luego negó lentamente con la cabeza—. No, nunca volví a ver a Nikos.
—¿Y los disparos, los dos disparos que oyó en mitad de la noche?
Lord Byron sonrió.
—Oh, traté de convencerme de que quizá fuera solo el posadero que disparaba contra algún ladrón furtivo. Un recordatorio inútil, si es que lo necesitábamos, de que en las montañas había atracadores con menos escrúpulos que Gorgiou. Un aviso, eso era lo que habíamos oído, para que tuviéramos cuidado a todas horas.
—¿Y lo tuvieron?
—Oh, sí, en un sentido sí; llegamos a Yanina sin mayores dificultades, si es a eso a lo que se refiere.
—¿Y en otro sentido?
Lord Byron bajó los ojos. Una muy tenue mueca de ironía apareció en sus labios.
—En otro sentido… —repitió suavemente—. Cuando partimos por la mañana, vimos el cadáver de un hombre medio caído dentro de la zanja del posadero. Le habían disparado por la espalda dos veces; le habían clavado la afilada estaca del sacerdote en el corazón. El propio sacerdote estaba allí de pie, mirando mientras cavaban una tumba junto al bosque de estacas. Una mujer, la misma que habíamos visto la noche anterior, estaba llorando de pie, a su lado.
»—Así que han cogido un vampiro —comentó alegremente Hobhouse. Movió de un lado a otro su hueca cabeza—. Las cosas que llegan a creer esta gente. Es extraordinario. Completamente extraordinario.
»Yo no dije nada. Seguimos cabalgando hasta que ya no pudo verse el caserío. Solo entonces le apunté la coincidencia de que el cadáver tuviera una pierna marchita.