Capítulo IX

Sucedió que en medio de los libertinajes que trae consigo un invierno londinense, apareció en diferentes fiestas de los líderes de la sociedad elegante un noble más notable por sus singularidades que por su categoría. Paseaba la mirada sobre el regocijo que lo rodeaba, como si no pudiera tomar parte en él. Aparentemente, las ligeras risas de aquella feria solo le llamaban la atención en cuanto podía, mediante una mirada, sofocarlas y arrojar miedo al interior de aquellos pechos donde reinaba la irreflexión. Aquellos que experimentaron esa sensación de miedo sobrecogedor no podían explicar de dónde procedía: algunos lo atribuían a aquellos ojos muertos y grises que, al fijarse sobre el rostro de un sujeto en particular, no parecían penetrar ni perforar con una sola mirada lo más profundo del fondo del corazón, sino que se posaban sobre la mejilla con un rayo plomizo que pesaba sobre la piel que le resultaba imposible traspasar. Precisamente esas peculiaridades hacían que se le invitase a todas las casas; todos deseaban verle, y aquellos que se habían acostumbrado a las emociones violentas y ahora sentían el peso del aburrimiento, se complacían en tener algo delante capaz de llamar su atención. A pesar del tinte mortal que cubría aquel rostro —que nunca adoptaba un tono más cálido, bien fuera por el sonrojo de la violencia o por la fuerte emoción de la pasión, aunque su forma y perfil eran bellos—, muchas de las féminas cazadoras que buscaban dar el escándalo intentaron atraer su atención y ganarse, por lo menos, algunas muestras de lo que ellas podrían calificar de afecto:

Lady Mercer, que había sido la mofa de todos los monstruos que se exhibían en los salones desde que contrajera matrimonio, se puso en el camino de ese personaje e hizo todo menos ponerse el vestido de un saltimbanqui para llamar su atención…

Dr. John Polidori, El vampiro

Tuve que ir a Inglaterra para comprender del todo la maldición que había caído sobre mí. Yo era el único hijo de mi madre; durante dos años, ella había estado gobernando Newstead, mi hogar, en mi nombre; yo sabía con qué ansia había deseado que yo volviera. Sin embargo, ni siquiera podía ir a visitarla. Recordaba demasiado bien el aroma dorado de Atenas y sabía que volver a respirarlo resultaría fatal para mi madre y para mí mismo. De manera que, en lugar de eso, me dirigí a Londres. Tenía algunos asuntos que poner en orden, amigos a los que ver. Uno de ellos me preguntó si había escrito algún poema durante mi estancia en el extranjero. Le di el manuscrito de La peregrinación de Childe Harold. Mi amigo vino a verme un día después, lleno de excitación y de alabanzas…

»—Por favor, no se ofenda por lo que voy a decirle —me dijo—, pero seguro que pretende que este Childe Harold sea un retrato de usted mismo. —Entornó los ojos y me observó detenidamente—. Un hombre errante, bello y pálido, melancólico a causa de los pensamientos que alberga de decadencia y de muerte, que trae la desgracia a todos los que se acercan a él. Sí, va a funcionar, usted podría hacerlo ver. —Volvió a observarme y luego frunció el entrecejo—. Hay algo raro en usted, ¿sabe, Byron? Algo que resulta casi… bueno, inquietante. Antes no lo había notado. —Luego sonrió y me dio una palmadita en la espalda—. Así que siga el juego, ¿eh? —Me guiñó un ojo—. Este poema va a venderse muy bien, ya lo creo, y le va a hacer famoso.

»Cuando se hubo marchado me eché a reír al pensar en lo poco que aquel hombre o cualquier otro sabían. Luego me envolví en la capa y abandoné mis aposentos para salir a rondar por las calles de Londres. Lo hacía casi cada noche. Mi sed parecía haberse hecho insaciable. Me consumía continuamente, como la promesa de un deleite que hacía que todos los demás placeres parecieran polvo. Pero incluso mientras bebía sangre sabía que me estaba negando a mí mismo el gozo más dulce de todos. A medida que la luna empezaba a crecer, también aumentaban mis deseos por la sangre de mi madre. En varias ocasiones pedí un carruaje para que me llevara a Newstead… para cancelarlo en el último momento y buscar otra presa inferior. No obstante, sabía que antes o después la tentación me vencería; solo era cuestión de tiempo. Y entonces, casi un mes después de mi vuelta, recibí la noticia de que mi madre había caído enferma. Toda mi determinación se derrumbó. Pedí un carruaje y me puse en marcha en seguida. El horror y el deseo que sentía no pueden describirse. Parecía como si me estuviera derritiendo de anticipada emoción. Mataría a mi madre… la desangraría… lo haría: sentía su sangre dorada llenándome las venas. Temblaba aun antes de salir de Londres, y fue precisamente en las afueras de la ciudad donde un criado me encontró; traía el mensaje de que mi madre había muerto.

»Me encontraba entumecido. Durante todo el viaje no sentí nada en absoluto. Llegué a Newstead. Permanecí de pie junto al cadáver de mi madre y empecé a llorar y a reír al mismo tiempo; luego le besé la cara, que estaba helada. Sorprendido, me di cuenta de que no sentía frustración; era como si, con su muerte, mi conocimiento de cómo hubiera sido el sabor de su sangre hubiese muerto también. Así que la lloré como cualquier hijo hubiera llorado a su madre, y durante unos días disfruté del olvidado sabor del dolor de un mortal. Ahora estaba solo en el mundo, con la excepción de mi hermanastra Augusta, a quien apenas conocía. Me escribió una amable carta de pésame, pero no vino a quedarse en Newstead, y yo me alegré al darme cuenta de que no quería que lo hiciera. Sabía que si olía su sangre aquel anhelo volvería a mí, pero no sentía nada parecido a la tentación que había experimentado con mi madre, la tentación de buscarla. Por el contrario, hice la promesa de que nuestras vidas continuarían separadas. Una semana después de la muerte de mi madre fui a cazar en los bosques de la abadía. Bebí con un deleite que casi ya había olvidado. El placer me resultó tan profundo como siempre… tan profundo como lo había sido antes de aquella fatídica tarde, cuando me detuve en la calle de Atenas y olí por primera vez la sangre de mi hijo. ¿Podría ser realmente posible, me preguntaba, que el recuerdo de aquel aroma hubiera muerto junto con mi madre? Recé porque así fuera, y a medida que fueron transcurriendo los meses llegué a creer que el recuerdo realmente estaba muerto.

»Aun así, las cosas no eran como antes. La criatura que yo había sido en el Este, tan libre, tan enamorada de la novedad de sus crímenes, había desaparecido; en Inglaterra, en cambio, mi sed parecía más cruel, más impaciente con un mundo demasiado aburrido como para reconocerlo. Envolví mi alma en una frialdad precavida y avancé, como un cazador inquieto, entre la muchedumbre de mortales incomprensivos. Cada vez comprendía mejor lo que era ser una cosa aparte: un espíritu entre barro, un forastero entre escenarios que antes me habían sido muy familiares. Sin embargo, sentía cierto orgullo en medio de mi desolación y anhelaba remontarme, como un halcón nacido salvaje, alto y sin ataduras por encima de los límites que imponía la tierra. Regresé a Londres, aquella poderosa vorágine de placeres y vicios, y escalé la vertiginosa espiral de sus deleites. En los lugares más oscuros de la ciudad, donde la miseria engendraba pesadillas mucho peores que yo mismo, me convertí en un murmullo de horror que acechaba a los borrachos y a los criminales; les sorbía la sangre con un avaricioso impulso, saciando mi hambre allí donde no hubiera testigos, envuelto en las asquerosas brumas de los barrios bajos. Pero no tenía intención de seguir vagando al acecho para siempre en los bajos fondos de la ciudad, viviendo como una rata en los más sucios recovecos; yo era un vampiro, sí, pero también era un ser poderoso, de aterrador poder, y sabía que tenía a mi alcance la posibilidad de someter a todo Londres. Así que me levanté y entré en los brillantes salones de la sociedad, aquel centelleante mundo de grandes mansiones y elegantes bailes; pasé por él y, al hacerlo, lo conquisté.

»Porque mi amigo había estado en lo cierto en lo referente a Childe Harold. Una mañana desperté y me encontré con que era famoso. Todo el mundo parecía haberse vuelto loco de atar por el poema; y por mí, su autor, se habían vuelto más locos todavía. Me cortejaban, me visitaban, me adulaban y me deseaban; no había otro tema de conversación más que yo, ningún otro objeto de curiosidad o alabanza. Pero no era mi poesía lo que me había acarreado semejante fama; ni por un momento llegué a pensar tal cosa. Era el hechizo de mis ojos lo que había hecho que Londres se postrara ante mí, era el hechizo de mi naturaleza lo que sometía a duquesas y a vizcondes con la misma facilidad que si se tratase de muchachos campesinos. Solo tenía que asistir a un baile para sentir cómo se me rendían. Contemplaba a mí alrededor la belleza y la riqueza que daban vueltas por la pista, y de inmediato mil ojos se volvían para admirar mi rostro, mil corazones latían más de prisa ante mi mirada. Pero esta fascinación que la gente sentía era algo que ellos apenas alcanzaban a comprender, porque, ¿qué podían ellos saber del vampiro y de su mundo secreto? Pero yo lo comprendía… y al presenciar mi imperio sentí de nuevo lo que significaba ser un señor de los muertos.

»Sin embargo, incluso con todas estas múltiples pruebas de mi poder, yo no era feliz. Entre los pobres me alimentaba de sangre. Entre la aristocracia, del culto desventurado que me rendían. Ambas cosas servían para calmar mi desasosiego, que ahora me torturaba como si fuera un fuego en el mismo centro de mí ser, fuego que se consumiría a menos que fuera constantemente alimentado. Pero mientras yo procuraba aplacar las llamas, también sentía que mi alma se marchitaba, y empecé a suspirar de nuevo por el amor mortal, para que me redimiese, quizá, y cayese como una lluvia refrescante sobre mi corazón. Sin embargo, ¿dónde podría encontrar un amor semejante? Mis ojos, ahora, solo podían ganarse esclavos, y a ésos los despreciaba porque me amaban como los pájaros aman a la serpiente de cascabel. Difícilmente podía culparlos por ello; la mirada de un vampiro es mortal y a la vez dulce. Pero a veces, cuando mi sed de sangre estaba saciada, aborrecía mis poderes y sentía cuan fuerte y cuan dolorosamente mis anhelos mortales seguían sobreviviendo en mí.

»Sucedió que, en la cúspide de la fama, asistí al baile de lady Westmoreland. Las acostumbradas multitudes de mujeres se arremolinaron en torno a mí, suplicando una palabra o siquiera una mirada fugaz, pero entre la muchedumbre había una mujer que miraba hacia otra parte. Pedí que me la presentasen… pero rehusaron hacerlo. Naturalmente, eso me dejó intrigado. Unos días después volví a ver a aquella mujer, y esta vez, graciosamente, me hizo caso. Según pude averiguar, se llamaba lady Caroline Lamb; estaba casada con el hijo de lady Melbourne, cuya casa de Whitehall era la que estaba de moda en la ciudad. A la mañana siguiente fui a visitar a lady Caroline; me acompañaron a su habitación y la encontré esperándome vestida de paje.

»—Byron —me dijo con voz lenta—, lléveme a su carruaje. —Sonreí, pero no dije nada e hice lo que me pedía—. A los muelles —le ordenó al cochero. Tenía un ceceo totalmente cautivador. Físicamente era más bien huesuda, pero con el disfraz de paje me recordaba a Haidée, y yo ya había decidido que, si podía, la haría mía. Lady Caroline, por lo visto, había tomado la misma decisión—. Creo que su rostro —me dijo en un dramático susurro— es mi destino. —Me apretó una mano—. Qué tacto tan helado. Qué frío. —Sonreí ligeramente, intentando disimular el ceño… y lady Caroline se estremeció de deleite—. Sí —dijo besándome de pronto—, creo que su amor es la corrupción. ¡Me destruiría por completo! —La idea pareció excitarla aún más. Volvió a besarme violentamente y luego se asomó fuera del carruaje—. ¡Más aprisa! —le gritó al cochero—. ¡Más aprisa! ¡Tu amo tiene ganas de arremeter a su malvada manera contra mí!

»Y así lo hice, en una maloliente taberna al borde de los muelles. La poseí una vez de cualquier manera, de pie contra la pared, y luego por segunda vez sin que se quitase el traje de paje; a Caro le encantó las dos veces.

»—Qué horrible resulta —me confesó jadeante de felicidad— ser el objeto de sus intemperadas lujurias. Estoy mancillada, arruinada. Oh, me mataré. —Hizo una pequeña pausa y luego volvió a besarme con salvaje abandono—. Oh, Byron, qué demonio es usted… ¡qué monstruo de alma negra!

»Sonreí.

»—Entonces huya usted de mí —le susurré en tono de burla—. ¿Acaso no sabe que mi contacto es mortal?

»Caro soltó una risita y me besó; de pronto el rostro se le puso solemne.

»Sí —dijo suavemente—. Creo que sí lo es.

»Se escurrió de entre mis brazos y salió corriendo de la habitación; me vestí apresuradamente y salí tras ella, y juntos regresamos a la mansión de los Melbourne.

»¿Hasta qué punto lo había comprendido ella cuando me llamó demonio, ángel de la muerte? ¿Acaso habría sospechado la verdad? Yo tenía serias dudas… pero estaba lo suficientemente cautivado como para no querer averiguarlo. Al día siguiente volví a visitarla. Le regalé una rosa.

»—Según me han dicho, a su señoría le gusta todo lo que es nuevo y diferente.

»Caro miró fijamente la rosa.

»—¿De verdad, milord? —me dijo en voz baja—. Me imaginaba que eso sería más cierto en usted.

»Se echó a reír histéricamente y empezó a arrancar los pétalos de la flor. Luego, como al parecer su gusto por lo melodramático estaba ya satisfecho, me cogió del brazo y me condujo al salón de los Melbourne.

»El salón estaba lleno a rebosar, pero en cuanto hube entrado en él me di cuenta de que allí había otro vampiro. Inspiré profundamente y miré a mí alrededor… y luego la sensación desapareció. Aunque estaba seguro de que mis sentidos no me habían engañado. Recordé que Lovelace me había prometido escribir a una joven de nuestra especie para que me ayudase y me aconsejase mientras yo estuviera en Londres. Volví a recorrer el salón con la mirada. Caro me estaba observando con sus ardientes y violentos ojos; la propia lady Melbourne me estaba observando; todo el salón me estaba observando. Y entonces, en un rincón, vi a una persona que estaba sentada sola y que no me observaba.

»Era una joven radiante y solemne. De pronto sentí que comenzaban a brotarme las lágrimas y que me escocían los ojos. La muchacha se parecía a Haidée tanto como una gema se parece a una flor… y sin embargo en su cara había la misma insinuación de sublimidad, todo juventud, pero con un aspecto que iba más allá del tiempo. Sintió mis ojos fijos en ella y levantó la mirada. Había una gran profundidad en aquella mirada, y también cierta tristeza, pero esa tristeza se debía al crimen de otra persona, y esa persona, comprendí con repentina impresión, era yo. Estaba sentada como si vigilara la entrada al Edén, llorando por aquellos que ya no podrían regresar. Volvió a sonreír y miró hacia otra parte; y, a pesar de que yo continué mirándola de forma penetrante, no volvió a mirarme por segunda vez.

»Más tarde, aquella misma noche, cuando me encontraba solo, de pie, se me acercó.

»—Le conozco por lo que es usted —me confió en un susurro.

»La miré fijamente.

»—¿De verdad, señorita? —le pregunté.

»Sonrió gentilmente. Qué joven es, pensé, y sin embargo qué profundidad tiene en la mirada, como si su alma abrazase pensamientos ilimitados. Abrí la boca para mencionar el nombre de Lovelace, pero de pronto me fijé en algo extraño que me impidió hacerlo. Porque, si ella era la criatura por la que la había tomado, ¿dónde estaba la crueldad de su rostro? ¿Y la frialdad helada de la muerte? ¿Y el reflejo del hambre en los ojos?

»—Usted puede tener sentimientos nobles, milord —me dijo aquella extraña muchacha. Hizo una pausa, como si se sintiera confusa de pronto—. Pero es usted quien desanima su propia bondad —se apresuró a decir—. Por favor, lord Byron… no crea nunca que está usted más allá de toda esperanza.

»—Entonces, ¿usted tiene esperanza?

»—Oh, sí. —La chica sonrió—. Todos tenemos esperanza. —Hizo una pausa y bajó la mirada hacia el suelo—. Adiós —dijo volviendo a levantar los ojos—. Confío en que seamos amigos.

»—Sí —repuse yo. La miré mientras se daba la vuelta para marcharse y noté que una súbita amargura me curvaba los labios—. Quizá lo seamos —susurré suavemente para mí mismo; y luego me eché a reír sin alegría y moví la cabeza de un lado a otro.

»—¿Ha estado entreteniéndolo mi sobrina, milord?

»Me volví. Lady Melbourne se encontraba de pie a mi espalda. Le hice una educada inclinación de cabeza.

»—¿Su sobrina? —le pregunté.

»—Sí. Se llama Annabella. Es la hija de mi hermana mayor, glacialmente provinciana.

»Lady Melbourne miró fugazmente por la puerta por la que su sobrina había desaparecido. Seguí la dirección de su mirada.

»—Parece una muchacha extraordinaria —comenté.

»—¿De verdad? —Lady Melbourne se dio media vuelta y me miró fijamente a los ojos. Los suyos le brillaban con cierto toque de ironía, y en los labios lucía una sonrisa cruel—. Nunca imaginé que fuera precisamente el tipo de muchacha que pudiera resultarle a usted atractiva, milord.

»Me encogí de hombros.

»—Quizá esté un poco cargada de virtud.

»Lady Melbourne volvió a sonreír. Realmente era una mujer muy atractiva, me di cuenta entonces: de pelo oscuro, voluptuosa, con unos ojos que brillaban tanto como los míos. Era imposible creer que tuviera sesenta y dos años. Me puso suavemente una mano en el brazo.

»—Tenga cuidado con Annabella —me advirtió suavemente—. El exceso de virtud puede resultar peligroso.

»Durante un buen rato no le contesté; me limité a mirar fijamente la palidez de muerte que había en el rostro de lady Melbourne. Luego asentí con la cabeza.

»—Estoy seguro de que tiene usted razón —le dije.

»En aquel momento oí que Caro me llamaba a gritos. Giré la cabeza y miré por encima del hombro.

»—Llame a su carruaje —me gritó con unas voces que cruzaron el salón de un extremo al otro—. Quiero irme, Byron. ¡Quiero irme ya!

»Vi que su marido me dirigía una hosca mirada y luego apartaba la vista. Me volví hacia lady Melbourne.

»—Yo que usted no me preocuparía —le dije—. Dudo que tenga tiempo para que su sobrina me distraiga. —Sonreí débilmente—. Creo que su nuera se encargará de eso.

»Lady Melbourne asintió, pero no respondió a mi sonrisa.

»—Se lo repito, milord —me dijo en voz baja—. Tenga cuidado. Es usted poderoso, pero todavía es muy joven. No conoce su propia fuerza. Y Caroline es una mujer apasionada. —Me dio un apretón en la mano—. Si las cosas se ponen mal, mi querido Byron, puede que sea conveniente tener una amiga.

»Me miró profundamente a los ojos. Qué poco terrenal es su belleza, pensé, qué extraña y fiera… parecida a la de Lovelace. Pero era demasiado mayor para ser la muchacha de la que él me había hablado. Miré hacia donde se encontraba Caro, y luego otra vez a lady Melbourne, que ya se alejaba de mí. La llamé.

»Ella levantó una ceja al darse la vuelta.

»—¿Milord?

»—Lady Melbourne… —Me eché a reír y después comencé a mover la cabeza de un lado a otro—. Perdóneme, pero tengo que hacerle una pregunta…

»—Por favor —dijo. Aguardó discretamente—. Pregunte.

»—¿Es usted lo que parece?

»La mujer sonrió suavemente.

»—El hecho de que me haga usted la pregunta seguramente ya la responde. —Incliné la cabeza—. Somos muy pocos —me susurró de pronto. Volvió a cogerme la mano—. Nosotros, los que hemos elegido besar los labios de la muerte.

»—¿Elegido, lady Melbourne? —Me quedé mirándola—. Yo nunca lo elegí.

»Una triste sonrisa comenzó a juguetear en los labios de lady Melbourne.

»—Desde luego —dijo—. Se me olvidaba. —Se dio la vuelta, y cuando eché a andar tras ella y alargué una mano para detenerla, lady Melbourne la apartó de sí—. Por favor —me pidió mirándome fijamente—, le ruego… que olvide lo que acabo de decirle. —Los ojos le brillaban llenos de advertencia—. No me presione con eso, querido Byron. Cualquier otra cosa… pídamela… y le ayudaré. Pero no me pregunte los motivos que me llevaron a… a convertirme en lo que usted ve. Lo siento. Ha sido culpa mía. No tenía intención de referirme a ello. —Una sombra de amargura le cruzó el rostro… y como si algo se lo hubiera recordado, miró hacia su nuera—. Sea bueno con ella —me dijo en voz baja—. No le destroce la mente. Ella es un ser mortal… y usted no lo es. —Luego, con una súbita sonrisa, volvió a ser la anfitriona urbana—. Y ahora —añadió a modo de despedida—, no puedo acapararlo a usted solo para mí. —Me dio un beso de despedida—. Váyase y seduzca a la mujer de mi hijo.

»Y así lo hice aquella noche. Hice poco caso de los requerimientos de lady Melbourne. Naturalmente, puesto que era mi naturaleza inmortal lo que yo más anhelaba olvidar; no tenía otro motivo para enamorarme. Había estado suspirando por una mujer como Caro: un espíritu indómito, una amante sin inhibiciones cuyo deseo fuera igual que el ansia de mi propio deseo. Durante unas semanas nuestra pasión ardió locamente con una desesperada fiebre que nos contagiaba a ambos y que consumía cualquier pensamiento que no se refiriese a nuestro amor, de manera que durante algún tiempo incluso mi inquieta lujuria por la sangre pareció apagarse. Pero aquella fiebre pasó, y comprendí que lo que tenía no era sino una esclava más, como todas mis esclavas, solo que la pasión salvaje que Caro sentía hacía que su esclavitud, sus ataduras conmigo fueran todavía más completas. Yo no le había chupado la sangre, como hace normalmente un vampiro, pero, lo que era mucho más cruel, la había contagiado de un ardiente deseo carente de todo remordimiento, de manera que la mente de Caro era cada vez más frenética y más loca. Me di cuenta por primera vez de hasta qué punto puede resultar mortífero el amor de un vampiro, de que beber sangre no es el único modo de destruir, porque yo había envuelto a Caro en todo el resplandor deslumbrante de mi pasión, y, al igual que el sol, aquel resplandor era demasiado brillante para que la mente de un mortal pudiera soportarlo. Mi amor se apagó pronto, pero la fatalidad de Caro fue que nunca se curaría de mí.

»Pronto sus indiscreciones se fueron haciendo insufribles… y fui yo, el vampiro, quien se vio acosado por ella. Me enviaba regalos, se presentaba en mis habitaciones a medianoche, seguía a mi carruaje vestida con el disfraz de paje. Yo le enviaba brutales despedidas; tomé una segunda amante; desesperado, incluso contemplé la posibilidad de matarla. Pero lady Melbourne, cuando le sugerí semejante plan, se echó a reír y negó con la cabeza.

»—El escándalo ya es bastante perjudicial. —Me acarició la cabeza—. Queridísimo Byron. Ya se lo advertí: tiene usted que ser más comedido. Procure llamar menos la atención. Sea discreto, como lo soy yo, como lo somos todos los de nuestra calaña.

»La miré. Pensé en la muchacha que Lovelace conocía y que aún no había acudido a mí.

»—¿Hay otros —le pregunté— como nosotros, aquí en Londres?

»Lady Melbourne ladeó la cabeza.

»—Sin duda.

»—Y seguro que usted los conoce.

»Sonrió.

»—Como acabo de decirle, sobre todo somos discretos. —Hizo una pausa—. También hay que decir, en honor a la verdad, que nosotros carecemos del poder que tiene usted, Byron; eso lo hace extraordinario, pero también muy peligroso. Tiene usted genialidad y fuego, y por eso, precisamente por esos motivos, Byron, debe tener cuidado. —Me cogió por los brazos y me miró fijamente el rostro—. ¿Duda usted de que la ley, si nos encontrara, no buscaría el modo de destruirnos? La fama de que goza usted es algo terrible… si lo desenmascarasen, eso podría servir para aniquilarnos a todos.

»—No me apetece permanecer oculto —le dije perezosamente.

»El tono apremiante de lady Melbourne me había impresionado, y esta vez tuve buen cuidado de hacer caso de sus palabras. No maté a lady Caroline; me limité a redoblar los esfuerzos por mantenerla a raya. No hice nada que atrajese la atención hacia mí; en otras palabras, seduje, bebí, practiqué los juegos de azar, hablé de política… como cualquier caballero londinense; y, sobre todo, pasé mucho tiempo con Hobhouse; aquel único punto fijo que mi vida aún poseía. Hobby nunca me preguntó nada acerca del año que pasé solo en Grecia, y yo tampoco se lo conté. En cambio, como verdadero amigo que era, se esforzó mucho con tal de evitarme algunos arañazos, y yo confiaba en él de un modo en que me resultaba difícil confiar incluso en mí mismo. Solo por la noche, ya tarde, cuando regresábamos de alguna fiesta o de algún club de juego, procuraba quitármelo de encima. Y entonces me encaminaba subrepticiamente hacia las tinieblas y reanudaba una existencia que Hobhouse no podía constatar, y durante unas breves horas me mostraba sincero conmigo mismo, tal como era. Pero incluso cuando me encontraba en los muelles o en los más miserables barrios bajos, recordaba la súplica de lady Melbourne y procuraba comportarme con discreción. Mis víctimas, una vez seleccionadas, nunca escapaban.

»Una noche, sin embargo, mi sed se agudizó más de lo normal. Caro me había hecho una escena: llegó a mi casa, ya muy tarde, ataviada con el disfraz de paje, y me exigió que me fugase con ella. Hobhouse, como siempre, fue el pilar fuerte donde apoyarme, y finalmente conseguimos poner a Caro de patitas en la calle; pero me quedé en un estado febril de crueldad, y aborrecí la necesidad de disimular lo que era. Esperé hasta que Hobhouse se hubo ido y luego salí y me dirigí a la oscuridad de los bajos fondos de Whitechapel. Estuve caminando por las calles más oscuras y solitarias. Tenía una desesperada sed de sangre. De pronto la olí, delante y detrás de mí. Pero no estaba de humor para andarme con precauciones. Seguí caminando y me metí en un callejón sucio y lleno de barro; mis pasos eran el único sonido que se oía. El olor de sangre se había hecho muy intenso. Entonces noté que alguien salía desde detrás de mí. Me di la vuelta con el tiempo justo de ver un arma que bajaba hacia mí; la atrapé, retorcí el brazo que la sujetaba y obligué al individuo a caer al suelo. Él me miró al rostro y comenzó a gritar, y entonces le rajé la garganta; se hizo el silencio de nuevo excepto por el dulce baño que su sangre le dio a mi rostro. Estuve bebiendo largo rato, sin dejar de sujetar la garganta del hombre muerto contra mis labios. Por fin quedé saciado; dejé caer el marchito cadáver sobre el barro y entonces me detuve. Olí el perfume de la sangre de otra persona. Levanté los ojos. Caro me estaba mirando.

»Lentamente, me limpié la sangre de la boca. Caro no dijo nada, solo me miró fijamente con ojos enloquecidos y desesperados mientras me levantaba y me acercaba a ella. Le pasé los dedos por entre los cabellos; se estremeció; creí que entonces se soltaría de mí y escaparía. Pero en vez de eso empezó a temblar, su delgado cuerpo se vio arrasado por largos sollozos sin lágrimas, y luego buscó mis labios con los suyos; me besó y se manchó de sangre la boca y la cara. Me abracé a ella.

»—Caro —le susurré a lo más profundo de su mente—, esta noche no ha visto nada. —Sin pronunciar palabra, ella asintió—. Tenemos que irnos —le dije, al tiempo que echaba una ojeada al cadáver que yacía en el barro. Cogí a Caro del brazo—. Vamos —le ordené—, aquí no estamos seguros ninguno de los dos.

»En el carruaje, Caro se mostró aturdida. En el camino de regreso a Whitehall le hice el amor con ternura, pero ella siguió sin pronunciar ni una palabra. Una vez en la mansión de los Melbourne la acompañé hasta el interior y nos despedimos con un beso. Cuando me iba capté el reflejo de mí mismo en un espejo. El alma de la pasión parecía impresa en cada una de mis facciones. Tenía la cara pálida y llena de altanería y de amargo desprecio; pero también había cierto aire de abatimiento y aflicción que suavizaba y ensombrecía la fiereza de mi aspecto. Era un rostro terrible, hermoso y miserable: era mi propio rostro. Me estremecí como lo había hecho Caro poco antes y vi cómo la aflicción pugnaba con la maldad, hasta que finalmente todo quedó frío y solemne como antes. Impasible de nuevo, me arropé con la capa y volví a adentrarme en la noche.

»Al día siguiente Caro vino a mi alojamiento; se abrió paso a la fuerza entre mis sirvientes y ordenó a gritos a mis amigos que nos dejasen solos.

»—Le amo —me dijo cuando estuvimos a solas—. Le amo, Byron, con todo mi corazón, lo es usted todo para mí… mi vida. Sí, tome mi vida si no quiere tomarme a mí. —De pronto comenzó a rasgarse el vestido—. ¡Máteme! —gritó—. ¡Aliméntese de mí!

»Me quedé mirándola con dureza. Luego hice un movimiento con la cabeza.

»—Déjeme en paz —dije.

»Pero Caro me cogió el brazo y se arrojó contra mí.

»—¡Permítame ser una criatura como usted! ¡Déjeme que comparta su existencia! ¡Lo entregaré todo!

»Me eché a reír.

»—No sabe lo que dice.

»—¡Sí! —repuso Caro a gritos—. ¡Lo sé, lo sé! ¡Quiero sentir el beso de la muerte sobre mis labios! ¡Quiero compartir esas tinieblas de donde usted ha surgido! ¡Quiero probar la magia de su sangre, Byron! —Empezó a sollozar. Luego se desplomó de rodillas en el suelo—. ¡Por favor, Byron! Por favor, no puedo vivir sin usted. ¡Deme su sangre, por favor!

»Me quedé mirándola y sentí una terrible compasión por ella, y también cierta tentación. Permitirle que compartiera su existencia conmigo, sí, para aliviar la carga de mi soledad… Pero entonces recordé la promesa que había hecho de no crear nunca una criatura semejante a mí, y le volví la espalda.

»—Su vanidad resulta ridícula —le dije al tiempo que hacía sonar la campanilla para que acudieran los criados—. Vaya a ejercer sus absurdos caprichos con otro.

»—¡No! —aulló Caro golpeándose la cabeza contra mis rodillas—. ¡No, Byron, no!

»Entró un criado.

»—Tráele a su señoría alguna ropa decente —le ordené—. Ya se marcha.

»—Voy a revelar su secreto —me gritó ella—. Le veré destruido.

»—Su amor por lo teatral es tristemente famoso, lady Caroline. ¿Quién ha creído nunca algo que usted haya dicho?

»Me quedé mirando mientras mi criado acompañaba a lady Caroline fuera de la habitación. Luego saqué papel y tinta y escribí una carta a lady Melbourne poniéndola al corriente de todo lo que había sucedido.

»Ambos acordamos que lo mejor sería enviar lejos de Londres a lady Caroline. Su locura ahora estaba rayando en la desesperación. Me envió como regalo un mechón de vello púbico manchado de sangre y, acompañándolo, una nota en la que me pedía de nuevo que le diera mi sangre. Me seguía por todas partes, incesantemente; me gritaba por la calle; le dijo a su marido que iba a casarse conmigo. Este se encogió de hombros tranquilamente al oír la noticia y le dijo que dudaba mucho que yo la quisiera tener por esposa… tal como lady Melbourne le había dicho a él que hiciera. Finalmente, y mediante la combinación de nuestros esfuerzos, convencimos a Caro para que se marchase con su familia a Irlanda. Sin embargo, por entonces, tal como había amenazado hacer, ya había estado hablando como una loca por todas partes de mi afición por la sangre. Los rumores llegaron a hacerse tan peligrosos que incluso llegué a contemplar la idea de casarme como único medio de hacerles frente. Me acordé de Annabella, la sobrina de lady Melbourne; era lo convenientemente virtuosa, ideal, pensé. Pero lady Melbourne se limitó a echarse a reír al oírme decir aquello y, cuando la obligué a que le escribiera mi proposición de matrimonio a su sobrina, fue la propia Annabella quien me rechazó. No me sentí herido ni demasiado sorprendido por aquella negativa; admiraba a Annabella y sabía que merecía un corazón mejor que el mío. Mis ambiciones matrimoniales empezaron a desvanecerse. En cambio, a fin de acallar los rumores, seguí un plan que resultaba ligeramente menos deprimente: abandoné Londres y me fui a Cheltenham.

»Allí permanecí oculto. Aquel asunto con Caro me había dejado maltrecho y deprimido. Yo la había amado —la había amado de verdad—, pero también la había destruido, y me había visto enfrentado una y otra vez a la naturaleza de mi fatídico destino. No podía tener ataduras, no podía gozar del amor, y por eso volvió a nacer en mí un febril deseo de viajar, de escapar de Inglaterra y de irme a Italia, como siempre había tenido intención de hacer. Vendí Newstead: el dinero se lo tragaron inmediatamente las facturas; traté de poner en orden mis finanzas… los meses fueron pasando lentamente. El pensamiento de la eternidad de la cual yo era heredero empezaba a entumecerme. Y cada vez me resultaba más difícil despertar de aquel entumecimiento. Cuánta razón tenía Lovelace al advertirme que no me demorase, que no me entretuviese. Casi cada semana esbozaba planes para marcharme al extranjero, pero era inútil, porque mi resolución y mi energía parecían haber desaparecido, y mi existencia carecía de la excitación que todo eso había vuelto a despertar en mí. Necesitaba algo de acción, algún placer nuevo y grande que sirviese para excitarme la sangre y volver a despertar. No ocurrió nada… la monotonía permaneció. Dejé de fingir que me iría de viaje al extranjero. Parecía que Inglaterra nunca me dejaría marchar.

»Regresé a Londres. Allí mi sensación de desolación empeoró aún más. La existencia, que en Grecia me había parecido tan rica y variada, en Inglaterra parecía despojada de todo su color. ¿Qué es la felicidad, al fin y al cabo, sino excitación? ¿Y qué es la excitación más que un estado de la mente? Empezaba a sentir que las pasiones se me habían agotado: cuando jugaba, bebía o hacía el amor, cada vez resultaba más difícil recuperar la chispa, aquella “agitación” que es el objeto de toda la vida. Volví a la poesía, a los recuerdos de Haidée… y a mi caída. Me esforcé por hallar sentido a aquella cosa en la que me había convertido. Me pasaba toda la noche garabateando con furia, como si los ritmos de la pluma pudieran ayudarme a recuperar lo que había perdido; pero me estaba engañando; escribir solo hacía que malgastara mis energías aún más; que las desperdiciase como semilla sobre terreno árido. En Grecia la sangre había servido para aumentar la intensidad de todos mis placeres; pero en Londres bebía la sangre por su dulzura en sí, y sentía que poco a poco iba embotándome el sabor de todo lo demás. Y así, al atenuar mis otros apetitos, la naturaleza vampírica que anidaba en mí se alimentaba de sí misma. Cada vez más notaba que mi mortalidad iba muriendo; cada vez más me sentía como algo aislado, sin otros seres semejantes.

»Mientras me encontraba sumido en las profundidades de esta cansina desesperación, mi hermana, Augusta, llegó a la ciudad. Aún no la había visto desde mi regreso del Este, porque era consciente del efecto que la sangre de mi hermana produciría en mí. No obstante, cuando recibí una nota suya preguntándome si me gustaría encontrarme con ella, fue precisamente ese conocimiento, esa certeza, lo que más me excitó, y en cuanto mis enfangados ánimos renacieron, la tentación se me hizo imposible de resistir. Le contesté con otra carta, escrita con tinta roja, en la que le preguntaba si le gustaría que la invitase a cenar. La esperé en el lugar convenido. Antes incluso de verla ya había olido su sangre. Entonces Augusta entró en la estancia y fue como si un mundo gris se hubiera iluminado con mil relucientes chispas. Se acercó al lugar donde yo me encontraba. La besé suavemente en una mejilla, y la delicada fluidez de su sangre pareció ponerse a cantar.

»Me detuve… y estuve tentado de… Pero luego decidí retrasarlo. Nos sentamos a comer. El bombeo del corazón de Augusta, el ritmo que producían sus venas, estuvo resonando en mis oídos durante toda la cena. Pero también estuvo resonando en mis oídos la suave música de su voz que me hechizaba como antes nada lo había hecho. Hablamos de todo y de nada, como solo los viejos amigos lo pueden hacer; bromeamos y reímos, y nos dimos cuenta de que nos entendíamos perfectamente. Mientras cenábamos, mientras hablábamos, mientras reíamos juntos, los grandes placeres de la mortalidad parecieron volver a mí. Capté un atisbo de mi propia imagen reflejada en la plata de la mesa. La vida, en un cálido arrebol, estaba aflorando de nuevo a las mejillas.

»Aquella noche no toqué a Augusta. Ni tampoco la noche siguiente. Mi hermana no era guapa, pero resultaba encantadora: la hermana por la que había suspirado y a la que nunca había conocido. Empecé a salir con ella como acompañante. Mi fiebre por tener compañía rivalizaba con mi sed. A veces el deseo que su sangre me producía me dejaba vacío, y en una oscura oleada, el perfume de aquella sangre me nublaba los ojos; entonces bajaba la cabeza. Suavemente, mis labios acariciaban la suave piel del cuello de Augusta. Le daba un toquecito con la lengua; me imaginaba mordiéndola profundamente y chupándole la sangre. Augusta parecía sobresaltarse y me miraba, y los dos nos echábamos a reír. Yo me acariciaba los incisivos con la punta de la lengua, pero cuando me decidía a ir otra vez en busca de su garganta era para besarla y sentir el pulso de su vida, rico, profundo y sensual.

»Una noche, mientras bailábamos un vals, ella aceptó mi beso. Nos separamos en seguida. Augusta bajó los ojos, avergonzada y disgustada, pero yo había sentido cómo la pasión le encendía la sangre, y cuando me incliné de nuevo hacia ella, Augusta no me rechazó. Tímidamente alzó los ojos. El perfume de su sangre nubló todo mi ser. Abrí la boca. Augusta se estremeció. Echó la cabeza hacia atrás y trató de soltarse; luego volvió a estremecerse y gimió, y cuando yo bajé la cabeza me encontré con sus labios. Esta vez no nos separamos. Solo cuando oí un apagado sollozo levanté la mirada. Una mujer corría por el pasillo hacia el salón de baile. Reconocí la espalda de lady Caroline Lamb.

»Más tarde, aquella misma noche, mientras yo entraba en el salón dispuesto para la cena, Caro se enfrentó conmigo. Llevaba una daga en la mano.

»—Use el cuerpo de su hermana —me dijo en voz baja—, pero por lo menos tome mi sangre. —Le sonreí sin pronunciar palabra y pasé de largo junto a ella; Caro se atragantó a causa de la ira que sentía y se tambaleó hacia atrás; cuando varias damas intentaron quitarle la daga, se cortó la mano con la hoja. Luego levantó la herida hacia mí—. ¡Ya ve lo que sería capaz de hacer por usted, milord! —me dijo a gritos—. ¡Beba mi sangre, lord Byron! ¡Si no quiere amarme, por lo menos déjeme morir!

»Se besó el corte, manchándose de sangre los labios. El escándalo, a la mañana siguiente, fue la comidilla de todas las reuniones de cotilleo.

»Lady Melbourne, furiosa, vino a visitarme aquella noche. Me mostró un periódico.

»—Yo a esto no lo llamo discreción.

»Me encogí de hombros.

»—¿Es culpa mía que me persiga una maníaca?

»—Pues ya que lo menciona, Byron, sí, sí lo es. Le advertí que no destruyera a Caroline.

»La miré lánguidamente.

»—Pero no me lo advirtió lo suficiente, ¿recuerda, lady Melbourne? ¿Se acuerda de que se mostró reacia a hablarme de los efectos del amor de un vampiro? —Moví la cabeza—. Cuánta timidez.

»Sonreí, al tiempo que una ligera lividez producida por el enojo se apoderaba de las mejillas de lady Melbourne. Tragó saliva y luego recobró el dominio de sí misma.

»—Deduzco —me dijo en un tono helado— que la más reciente víctima de su amor es su hermana.

»—¿Caro le ha dicho eso?

»—Sí.

»Me encogí de hombros.

»—Bueno… supongo que no puedo negarlo. Es un asunto interesante.

»Lady Melbourne movió la cabeza a ambos lados.

»—Es usted imposible —dijo al fin.

»—¿Por qué?

»—Porque la sangre de su hermana…

»—Sí, ya lo sé —le interrumpí—. Su sangre es una tortura para mí. Pero también lo es la idea de perderla. Con Augusta, lady Melbourne, vuelvo a sentirme mortal. Con Augusta puedo sentir que el pasado se disuelve.

»—Desde luego —convino lady Melbourne sin sorprenderse.

»Fruncí el entrecejo.

»—¿Qué quiere decir?

»—Augusta lleva la misma sangre que usted. Se atraen el uno al otro. Su amor no puede destruirla. —Se interrumpió—. Pero la sed que usted siente sí, Byron.

»La miré fijamente.

»—¿Mi amor no puede destruirla? —repetí lentamente.

»Lady Melbourne dejó escapar un suspiro y alargó una mano para acariciar la mía.

»—Por favor —susurró—. No se permita usted enamorarse de su hermana.

»—¿Por qué no?

»—Creía que era evidente.

»—¿Porque es un incesto?

»Lady Melbourne se echó a reír amargamente.

»—No somos nosotros dos, precisamente, las personas más adecuadas para defender la moralidad. —Hizo un gesto negativo con la cabeza—. No, Byron, no porque sea un incesto, sino porque lleva su misma sangre y usted se siente atraído hacia ella. Porque su sangre le resulta a usted irresistible. —Me cogió una mano y la apretó con fuerza—. Al final tendrá que matarla. Lo sabe usted muy bien. No ahora, es posible, pero sí más tarde, cuando hayan pasado los años, sabe usted muy bien que lo hará.

»Enarqué las cejas.

»—No. No lo sé, en absoluto.

»Lady Melbourne ladeó la cabeza.

»—Sí lo sabe. Lo siento mucho, pero estoy segura de que lo sabe. No tiene usted ningún otro pariente. —Parpadeó. ¿Eran lágrimas lo que había en aquellos ojos, o solo el brillo propio de la mirada de un vampiro?—. Cuanto más la ame, más difícil le resultará hacerlo.

»Me besó suavemente en una de las mejillas; luego salió de la habitación sin hacer ruido. No intenté seguirla. En cambio permanecí sentado en silencio. Toda la noche estuve meditando sus palabras.

»Palabras que, como una astilla de hielo, parecieron clavarse en mi corazón. Admiraba a lady Melbourne: ella era la mujer más lista y sabia que conocía, y la seguridad con que había hablado me resultaba espantosa. Desde entonces viví en constante agonía. Me separaba de Augusta, pero la existencia volvía a hacérseme monótona y gris, y corría de nuevo junto a ella, buscando su compañía, el perfume de su sangre. Qué perfecta era para mí… qué amable y bondadosa… sin ningún otro pensamiento que proporcionarme felicidad a mí… ¿cómo iba a pensar siquiera en matarla? Y lo hacía, desde luego, durante todo el tiempo; y, cada vez más, fui dándome cuenta de cuánta razón tenía lady Melbourne. Yo amaba a Augusta, y al mismo tiempo sentía sed por ella. No parecía haber escapatoria.

»“He intentado, y con mucho ahínco, vencer a mi demonio —le escribí a lady Melbourne—, pero con muy poco éxito”.

»Pero, cosa extraña, aquel tormento servía para revivirme. Al fin y al cabo, es mejor el sufrimiento que el aburrimiento; mejor una tempestad en el océano que un plácido estanque. Mi mente, quemada por deseos contradictorios, anhelaba perderse de nuevo en medio de fieros excesos; volví a frecuentar la sociedad londinense, y me encontré borracho de excesos ante los cuales antes me había mostrado inmune. Pero la alegría que sentía era parecida a la fiebre; se dice que en Italia, en épocas de peste, se celebraban orgías en los osarios, y también mis placeres, aun en su punto máximo, se veían ensombrecidos con mis fantasías de muerte. La imagen de Augusta expirando en mis brazos, desangrada hasta haber adquirido un encantador color blanco, me obsesionaba; y las conjunciones de vida y muerte, de gozo y desesperación, de amor y sed, empezaron a perturbarme de nuevo, algo que no había sucedido desde mis correrías con Lovelace en el Este. Hacía mucho tiempo que solo veía a mis víctimas como sacos de sangre que andaban; pero otra vez, aunque la sed por las víctimas se había hecho tan desesperada como lo fuera antes, volvía a llorar por aquellos seres a quienes me veía obligado a matar.

»—Seguro que eso les sirve de consuelo —se mofaba de mí lady Melbourne.

»Y yo sabía que ella tenía razón; que la compasión, en un vampiro, no es más que una palabra, pura gazmoñería. Sin embargo, el asco que sentía por mí mismo volvió a invadirme. Empecé a matar con menos salvajismo, a ser consciente de aquella vida que estaba desangrando, a sentir su cualidad de única mientras se apagaba la chispa. A veces incluso tenía la fantasía de que la víctima era Augusta; entonces mi sentido de culpabilidad aumentaba, y también mi placer. Mi repulsión y mi deleite empezaron a aparecer entrelazados.

»Fue por ello que, con cierta esperanza atormentada, reanudé la correspondencia con Annabella. En la crisis que me torturaba durante aquel largo y cruel año, su fortaleza mortal… sí, su belleza mortal… parecían ofrecerme cada vez más una cierta esperanza de redención, y estaba lo bastante desesperado como para aferrarme a ella. Siempre, desde que la viera por primera vez aquella noche en los salones de lady Melbourne, Annabella me había resultado fascinante. “Le conozco por lo que usted es”, me había susurrado… Y desde luego, de un modo extraño, así parecía ser. Porque ella había advertido el dolor de mi alma, el anhelo de absolución, el destruido amor por las cosas elevadas y por días mejores. Al escribirme, dirigiéndose no a la criatura que yo era, sino al hombre en el que pude haberme convertido, sentí que Annabella estaba renovando en mí sentimientos que yo creía perdidos, sentimientos que un vampiro nunca debe mantener, sentimientos entrelazados con una única palabra: “conciencia”. Era un poder inquietante, pues, el que ella tenía; y había pavor y respeto en el homenaje que me incitaba a rendirle.

Un espíritu a su vez parecía ella, pero de luz, sentada en un trono y separada del mundo circundante, fuerte en su fuerza, todo ello infrecuente en una persona tan joven.

»Pero no conviene exagerar. La moralidad estaba muy bien cuando sentía pena de mí mismo, pero no me servía de nada ante el sabor de la sangre viva. Ni, desde luego, podía compararse mi admiración por Annabella con el sentimiento amoroso que me inspiraba mi hermana Augusta, un anhelo que ahora empezaba a hacerse más cruel. Porque Augusta estaba encinta, y yo temía, y esperaba, que el niño fuera mío. Durante semanas, después del nacimiento del niño, me esforcé por entretenerme en Londres; cuando finalmente me puse en camino hacia la casa de Augusta, que estaba en el campo, lo hice con la terrible certidumbre de que yo había de matar a mi propio hijo. Llegué; abracé a Augusta; ella me condujo hasta donde se encontraba mi hija. Me incliné sobre la cama. La niña me sonrió. Respiré profundamente. La sangre tenía un agradable olor dulce… pero no dorado. El bebé empezó a llorar. Me volví hacia Augusta con una fría sonrisa torciéndome los labios.

»—Dale la enhorabuena de mi parte a tu marido —le dije—. Te ha dado una hija preciosa.

»Salí de allí, lleno de furia a causa de la desilusión y el alivio, y estuve galopando por el campo hasta que salió la pálida luna, lo que sirvió para que la rabia se me calmase.

»Una vez que mi frustración hubo desaparecido, me quedó solo el alivio. Augusta pasó conmigo tres semanas en una casa junto al mar, y en su compañía casi me sentí feliz. Nadé, comí pescado y bebí buenos brandies; no maté durante las tres semanas en que permanecí allí. Al final, el deseo de sangre se hizo demasiado grande; regresé a Londres, pero el recuerdo de aquellas tres semanas permanecería siempre conmigo. Comencé a imaginar que mis peores temores podían estar equivocados, que quizá podría vivir con Augusta y vencer mi sed. Empecé a imaginar que hasta podría negar mi propia naturaleza.

»Lady Melbourne, por supuesto, se limitó a echarse a reír ante aquella idea.

»—Es una verdadera lástima —me dijo una noche fatídica— que la hija de Augusta no sea de usted. —La miré, perplejo. Ella vio mi extrañeza—. Quiero decir que es una pena que Augusta siga siendo su único familiar.

»—Sí, usted no hace más que repetirme eso —repuse sin comprender—, pero no veo por qué. Ya le he dicho que creo en el poder de mi voluntad. Creo que mi amor es mayor que mi sed.

»Lady Melbourne negó tristemente con la cabeza. Extendió una mano para acariciarme la cabeza, y su sonrisa, al pasar sus dedos entre los rizos, fue desoladora.

»—Tiene ya algunas canas —me comentó—. Se está haciendo viejo.

»Levanté la mirada hacia ella y sonreí ligeramente.

»—Bromea usted, naturalmente.

»Lady Melbourne abrió mucho los ojos.

»—¿Por qué? —me preguntó.

»—Porque soy un vampiro. No envejeceré nunca.

»De pronto una expresión de terrible sobresalto cruzó por el rostro de lady Melbourne. Se puso en pie y casi se tambaleó al acercarse a la ventana. Cuando de nuevo se volvió hacia mí, el rostro de aquella mujer, a la luz de la luna, era tan desolado como el invierno.

»—De manera que él no le dijo nada… —dijo.

»—¿Quién?

»—Lovelace.

»—¿Lo conocía usted?

»—Sí, desde luego. —Movió la cabeza—. Pensé que lo habría usted adivinado.

»—¿Adivinado?

»—Usted… con Caroline… creí que lo comprendía. El porqué yo le pedía que tuviese compasión de ella. —Lady Melbourne se echó a reír con un terrible sonido lleno de dolor y de pesar—. Me veía a mí misma en ella. Y a Lovelace en usted. Por eso, supongo, le quiero a usted tanto. Porque aún lo amo… aún amo a Lovelace, ya ve. —Las lágrimas empezaron a rodarle en silencio por la cara como gotas de plata sobre un mármol—. Lo amaré siempre… siempre. Se portó usted bien, Byron, al no darle a Caroline el beso de la muerte. Así su sufrimiento terminará algún día. —Inclinó la cabeza—. El mío nunca tendrá fin.

»Permanecí sentado donde estaba, helado.

»—Usted —le dije por fin—, usted era la muchacha a la que él escribió.

»Lady Melbourne asintió con la cabeza.

»—Desde luego.

»—Pero… su edad… usted ha envejecido… —Se me fue apagando la voz. Nunca había visto una mirada tan terrible como la que tenía lady Melbourne en aquellos momentos. Se acercó a mí y me abrazó. El contacto de aquella mujer era helado; tenía los pechos fríos, y su beso sobre mi frente fue como el beso de la muerte.

»—Dígame —le pregunté. Miré fijamente hacia la luna. Su brillo, de pronto, parecía implacable y cruel—. Cuéntemelo todo.

»—Querido Byron… —Lady Melbourne se acarició los pechos, se palpó las arrugas que los surcaban—. Usted se hará viejo —me dijo—. Envejecerá más aprisa que un mortal. Su belleza se marchitará, y morirá. A menos que…

»Yo seguía contemplando el resplandor de la luna.

»—¿A menos que…? —le pregunté con calma.

»—¿Seguro que no lo sabe?

»—Dígamelo. A menos que…

»—A menos que… —Lady Melbourne me acarició la cabeza—. A menos que beba la sangre dorada. A menos que se alimente de su hermana. Si es así, conservará para siempre la forma que tiene, y nunca envejecerá. Pero tiene que ser necesariamente la sangre de un pariente.

»Se inclinó y apoyó una mejilla en mi cabeza. Me acunó. Durante largo rato no dije nada.

»Luego me levanté y me acerqué a la ventana; me quedé bañado por la luz plateada de la luna.

»—Bueno —dije con calma—. Entonces debo tener un hijo.

»Lady Melbourne me miró fijamente. Sonrió ligeramente.

»—Ésa es una posibilidad —dijo al fin.

»—Eso es lo que usted hizo, supongo. —Lady Melbourne agachó la cabeza—. ¿Cuándo?

»—Hace diez años —repuso por fin—. Mi hijo mayor.

»—Bien —dije yo con frialdad. Volví a quedarme mirando la luna. Sentía que su luz renovaba mi crueldad—. Si usted lo ha hecho, yo también puedo hacerlo. Después podré volver a vivir con mi hermana. Pero hasta entonces… para librarla de las calumnias del mundo… me casaré.

»Lady Melbourne me miró, impresionada.

»—¿Casarse?

»—Sí, claro. ¿De qué otro modo voy a tener un hijo? No le gustaría que engendrara un bastardo, ¿verdad?

»Me eché a reír sin alegría, y sentí que la desesperación crecía en mi corazón junto con la crueldad, y me aparté del abrazo de lady Melbourne.

»—¿Adónde va? —me gritó cuando ya me iba.

»No le respondí. Abandoné la casa y salí a la calle. El horror gritaba en mi sangre como el viento al azotar el alambre. Aquella noche maté muchas veces con el salvajismo que proporciona la locura. Rasgué las gargantas con los dientes, bebí la sangre de mis víctimas hasta que no quedó de ellas nada más que montones de huesos y piel blanca, me emborraché de muerte. Cuando el sol comenzó a asomar en el horizonte, yo estaba sonrojado a causa de la enorme cantidad de sangre como había bebido, y estaba lleno como una sanguijuela. Mi frenesí empezó a morir. Cuando el sol se elevó, volví con sigilo a la acogedora oscuridad de mis aposentos. Allí, como una sombra de la noche, me encogí de miedo.

»Aquella misma tarde escribí a Annabella. Yo sabía que la correspondencia que habíamos mantenido había servido para ablandarle el corazón. Anteriormente me había rechazado, pero no lo hizo en esta segunda ocasión. Aceptó inmediatamente mi proposición de matrimonio.